Así pues, no se trata de problemas aislados, no son lejanos y desde luego no son cosa del pasado, porque muchos de ellos son recientes y los implicados siguen ocupando puestos de poder.
Bien, ahora voy a contarles algo de mi vida. Conozco a gente que trabaja en empresas farmacéuticas porque soy un raro y los raros trabajan en biotecnología. Hablo con esos amigos y los que me tienen confianza, en alguna fiesta, cuando están bebidos y se sinceran, me cuentan que Andrew Witty, el actual director de GSK que asumió el cargo en 2008, es un hombre encantador y honrado, que desea hacer bien las cosas, dicen. Da un puñetazo en la mesa y habla de integridad. No lo pongo en duda.
Pero es algo totalmente irrelevante, porque estamos ante un asunto global y muy serio de salud, que nos afecta a todos. No podemos consentir que la conducta de la industria farmacéutica sea como el movimiento de un péndulo, unas veces alicaído y otras pasable, que de una empresa a otra oscile a lo loco según el momento, y que nuestras posibilidades de obtener datos fehacientes queden a merced de si la persona en la cúspide es o no «maja».
Necesitamos reglamentaciones claras y con auditoría pública diáfana, como garantía de su cumplimiento documentado con pruebas. Y es necesario hacerlas cumplir imperativamente sin excepción. Hay que recordar que, en definitiva, las empresas farmacéuticas compiten unas con otras siguiendo las reglas que rigen en la sociedad. Si las reglas permiten prácticas engañosas, las empresas se ven prácticamente impelidas a jugar sucio, aunque sus empleados sepan que su actividad es moralmente censurable, y por mucho que quieran hacer bien las cosas.
Ilustra bien esta situación un suceso ocurrido hace poco en Australia. El gobierno encargó una revisión exhaustiva sobre cómo reglamentar la mala mercadotecnia farmacéutica. Las conclusiones de dicha revisión recomendaban que se estableciese una normativa clara que impidiera prácticas engañosas y perjudiciales; una normativa que habría metido en cintura a las empresas mediante un código de prácticas idóneas al que ya se ajustaban los miembros de Medicines Australia, la principal asociación empresarial farmacéutica de Australia. Pero en diciembre de 2011 el gobierno rechazó la revisión, con lo que dejaba plena libertad a la industria para embarcarse en asuntos dudosos, lo que motivó una crítica tajante que llegó, no de grupos de activistas, sino de la mano de las propias empresas. ¿Por qué iba nadie a ceñirse a una práctica ejemplar dentro de un código voluntarista? El comunicado de prensa de Medicines Australia fue brutalmente honesto: «Nuestras empresas afiliadas van [a estar] en condiciones de inferioridad por el hecho de cumplir con un código»[5].
En breve examinaremos lo que sería en la práctica una buena reglamentación (de hecho, no es un problema de difícil solución), y qué puede hacer cada uno en particular para propiciarla. Imaginaremos también un apasionante futuro de la medicina en una época de «datos excelentes» en que las pruebas sean más baratas y fáciles de obtener que nunca.
Pero antes, hemos de recordar que no se trata solo de solucionar el problema de ahora mismo. Porque aun dejando a un lado la actual incapacidad de la industria y de los reguladores para abordar el problema, los pacientes seguirán diariamente perjudicados por la conducta de la industria farmacéutica en las décadas anteriores. No basta con que las empresas simplemente prometan cambiar en el futuro (una promesa que nunca han cumplido); si la industria quiere enmendar sus delitos pasados tiene que emprender, ya, acciones decididas, para contrarrestar los danos que sigue causando su conducta previa.
DESPEJAR EL TERRENO
En primer lugar, es preciso descorrer totalmente el velo, y no lo digo como una palabrería hueca sobre llegar a la verdad y a la reconciliación. En la práctica médica actual se emplean fármacos incorporados al mercado hace varias décadas, basados en pruebas recogidas a partir de la década de 1970, y sabemos que la integridad de esa base de pruebas ha sido sistemáticamente distorsionada por la industria farmacéutica, que, deliberada y selectivamente, ha retenido resultados de ensayos clínicos cuyas conclusiones no le convenía, publicando solo los ensayos con resultados favorables.
Aun cuando reconocer, de forma vaga los hechos sea apenas un leve gesto, representa, no obstante, un punto de partida para volver a ser una industria ética. Por el bien de los pacientes, es imprescindible desvelar todos los ensayos clínicos ocultos, ya mismo. No podemos practicar la medicina de forma segura mientras la industria siga reteniendo esos datos. No basta con que las empresas digan que no van a retener datos de los ensayos a partir de ahora: necesitamos los datos de ensayos anteriores que siguen retenidos sobre fármacos que continúan utilizándose a diario.
Ese material se halla escondido en antiguas minas de sal, en archivos a prueba de humedad, en discos viejos, en portátiles mazacotes de 2002 y en cajas de cartón. Cada momento que pasa y que las empresas farmacéuticas siguen ocultándolos, más pacientes resultan perjudicados: es un crimen contra la humanidad que se perpetúa en nuestras propias narices.
Y lo que es más, no hay una alternativa segura a ese pleno desvelamiento, porque hacer más ensayos no servirá de nada. Los ensayos clínicos son caros, de pocos participantes, y cuando los resultados son accesibles, se combinan con otros anteriores del conjunto de todos los ensayos existentes para contar con la respuesta más sólida posible y eliminar errores y resultados al azar. Haciendo más ensayos, lo único que conseguimos es sumarlos a un fondo de datos existente ya contaminado.
De hecho, solo hay una manera de impedir que la industria siga reteniendo ensayos: habría que tirarlo todo, todos los ensayos anteriores a ese momento imaginario en que las empresas dejen de esconder resultados (que no ha llegado), y volver a empezar desde cero. Es una idea absurda, pero lo que hay de absurdo en ella queda eclipsado por la irracionalidad de esos hombres y mujeres que, sentados en sus despachos del Reino Unido y de todo el mundo, saben perfectamente que las empresas en que trabajan retienen deliberadamente resultados de ensayos clínicos. Esa resolución de continuar reteniendo esos datos, a día de hoy, distorsiona la prescripción y daña a diario a los pacientes. Esas personas siguen durmiendo cada noche, como ustedes y como yo.
Pero la necesidad de un «borrón y cuenta nueva» no se agota con la cuestión de los datos sobre ensayos.
¿Qué habría que hacer, por ejemplo, con los trabajos existentes de «negros», autores anónimos? Los escritores médicos comerciales reconocen ahora públicamente que era una práctica habitual. (Cuando les pregunto: «¿No os parecía mal pagar a académicos para que prestaran su nombre en esos trabajos?», sonríen avergonzados y se encogen de hombros). También las empresas farmacéuticas, tras interminables y espinosas revelaciones por filtración de documentos y procesos vergonzosos sobre fármacos concretos, se han visto obligadas a reconocer que hacían eso. Pero son excepciones, y no tenemos ni idea de la magnitud de tal práctica en todo el ámbito de la medicina; mas lo verdaderamente crucial es que no tenemos ni idea de qué trabajos académicos fueron corrompidos, ya que gran parte de dicho proceder era subrepticio.
Ahora, esas industrias reconocen que manipularon la bibliografía académica y que era una práctica generalizada. Es una concesión parcialmente válida, porque lo imprescindible sería una lista de los trabajos manipulados. En algunos se impondrá una retractación formal; pero, como mínimo, volvamos a empezar, hagamos una lista y veamos qué trabajos académicos fueron escritos de forma encubierta por personal a sueldo de la industria. Averigüemos las consecuencias de esos planes de publicación no confesados. Que se sepa, cuando menos, qué académicos fueron «autores invitados» que únicamente contribuyeron con su nombre, con su imaginaria independencia, con la reputación de su universidad, a cambio de un cheque. Que nos digan cuánto les pagaron; pero, sobre todo, que sepamos sus nombres para poder juzgar otros trabajos suyos.
Porque la bibliografía médica académica no es un periódico, ni un primer borrador de historia, un papel barato destinado a servir mañana de envoltorio. Muchos de los trabajos objeto de autoría mercenaria siguen gozando del estatus de canónicos, se citan profusamente, y sus contenidos seguirán utilizándose para informar la práctica médica futura durante cinco, diez o veinte años. Así es como funciona la medicina fundamentada en pruebas y es como se supone que debe funcionar: fiándonos de la investigación publicada para redactar libros de texto y adoptar decisiones. No basta con decir que a partir de ahora no va a recurrirse a prácticas deleznables de autoría mercenaria, sino que es preciso saber ya mismo qué trabajos fueron manipulados para impedir que esas malas prácticas sigan causando daño. También los pacientes merecen saberlo.
Por tanto, si queremos subsanar el desastre que la industria farmacéutica —y mi propia profesión— ha causado en la bibliografía académica, es preciso hacer borrón y cuenta nueva: se impone una declaración completa de distorsiones, datos que faltan, autorías mercenarias y demás actividades expuestas en este libro, para evitar el daño que siguen causando. Y solo es posible hacerlo de una manera: sin eludir los resultados.
Pero para avanzar, es imprescindible una garantía de que tales prácticas no vuelvan a repetirse. Los detalles sobre cómo hacerlo han quedado expuestos al final de los diversos capítulos del libro, pero los principios básicos de las recomendaciones están claros.
Para empezar, hay que impedir de una vez por todas que se lleven a cabo ensayos clínicos torticeros. Hay que implantar garantías para que se notifiquen los resultados de los ensayos antes del plazo de un año, y hay que vigilar el cumplimiento de ese requisito; hay que establecer sanciones muy severas para las empresas que lo transgredan; y hay que hacer personalmente responsables a médicos y académicos que colaboren en el ocultamiento de datos delos ensayos, y suspenderlos profesionalmente. En cuanto a la difusión de pruebas de los resultados, se precisan garantías de que se haga limpiamente para que médicos, pacientes y responsables de los servicios de salud tengan fácil acceso a resúmenes informativos no sesgados. Está claro, por las evidencias expuestas en este libro, que la industria farmacéutica difunde de un modo sesgado las pruebas —sería absurdo sorprenderse—, ya sea por medio de la publicidad, de los visitadores médicos, de trabajos de autoría mercenaria, merced a ocultación de datos, mediante sobornos u organizando programas de formación para médicos. Hay mucho que arreglar.
En resumen: ¿qué ha hecho la flor y nata de la medicina británica para ayudar a los pacientes frente a tal corrupción endémica y tal deficiencia sistemática? En 2012, figuras señeras de la medicina de todos los campos elaboraron un documento llamado «Guidance on Collaboration Between Healthcare Professionals and the Pharmaceutical Industry». El documento fue aprobado conjuntamente por el ABPI, el Department of Health, los Royal Colleges of Physicians, Nursing, Psychiatrists, GPs, Lancet, la British Medical Association, la NHS Confederation, etc.
En él no se recogen los graves problemas que hemos examinado en este libro, sino, de hecho, todo lo contrario, porque se vierte sobre ellos una serie de afirmaciones objetivamente incorrectas.
Comienza por una afirmación tranquilizadora: «Tal vez se hayan pasado por alto, o incluso desestimado, oportunidades a causa de criterios erróneos debidos a prácticas del pasado actualmente inaceptables, o por el proceder de ciertas personas no representativas en las relaciones de trabajo entre profesionales de la salud y la industria». Pero, como hemos visto, problemas sistémicos no resueltos son los ensayos que «desaparecen», la redacción mercenaria y las distorsiones publicitarias.
Continúa afirmando que todos los ensayos están sujetos a un riguroso escrutinio, y que los resultados están a disposición del público. También en este aspecto sabemos que no es cierto: aun con la nueva legislación de la FDA de 2007, que impone la publicación antes de transcurrido un año o una multa de 10 000 dólares diarios, el mejor cálculo disponible nos revela que solo uno de cada cinco ensayos se notifican en dicho plazo (y jamás se ha impuesto ninguna multa).
Y afirma también que los visitadores médicos «pueden ser un recurso provechoso para los profesionales de la salud». Vuelvo a repetir que no entiendo muy bien por qué los Royal Colleges, el BMA, el Department of Health y la NHS Confederation corroboran ese extremo a los médicos del Reino Unido, cuando la evidencia indica que los visitadores médicos, por cuenta de la industria, distorsionan las prácticas de prescripción. Pero esa es precisamente la batalla que hay que librar: tratar de que estas cuestiones se las tome en serio la cúpula del estamento médico.
Hay incluso aspectos curiosos cuando en el documento se afirma —para fomentar una visión favorable de la industria— que lanzar un nuevo fármaco al mercado cuesta 550 millones de libras. Esta cifra mítica y manida procede de un estudio de hace diez años, patrocinado por la industria, en el que se dan por supuestas cuestiones tan extrañas, que inspiraron una aluvión de trabajos críticos e incluso la aparición en 2004 de un libro muy divulgado: The $800 Million Pill. Para que tengan una idea de cómo se llegó a esa cifra, sepan que se consideró exclusivamente una gama limitada de fármacos extraordinariamente caros, omitiendo que la inversión en investigación desgrava, y, por el contrario, lo más curioso es que se ponderó en el cálculo un «coste de capital a cuenta de oportunidades» (lo que quiere decir «perdimos la ocasión de ganar dinero al no invertir nuestro presupuesto de I + D en acciones de otras empresas que habrían aumentado en valor»). Esto equivale a lo que los economistas —y hasta los contables de empresas modestas— llamarían «doble contabilidad», porque también la inversión en I + D es rentable. Se ha calculado que el coste real de esa cifra de 550 millones de libras no alcanzaría la décima o la cuarta parte; pese a que en otros muchos estudios de la industria se quintuplica. No les menciono esto por abrir otro complejo debate; lo que afirmo es que se trata de una curiosa cifra aportada por la industria y que también resulta curioso que la avalen todos esos organismos.
Pero divago.
Lo más preocupante es que en el documento —repito firmado por la flor y nata de la medicina británica— se afirma: «La industria desempeña un papel importante, válido, en la formación médica». Una afirmación carente de pruebas y contra toda evidencia de lo que se sabe sobre mercadotecnia financiada por la industria.
A este respecto vuelvo a dejar las cosas claras. Creo que es estupendo que los médicos y los académicos y el personal de la industria trabajen conjuntamente en proyectos de investigación. Los medicamentos los hacen empresas comerciales; esa es la realidad, y suelen producir buenos medicamentos. Compartir los conocimientos de investigación, los imperativos de la investigación y los pacientes está muy bien dentro de un marco regulador que actúe con buena lógica y con control.
La afirmación: «La industria desempeña un papel importante, válido, en la provisión de formación médica» es algo muy distinto. Pero mi potencia de fuego es casi nula frente al eximio y eminente estamento médico del Reino Unido que suscribió ese documento en 2012, y que vuelvo a designar: Department of Health, ABPI, Royal Colleges of Physicians, Nursing, Psychiatrists, GPs, Lancet, British Medical Association y NHS Confederation.
Esa es la enorme distancia que nos separa de gentes de mi misma profesión en la apreciación tanto de lo que ha ocurrido como de lo que es necesario hacer, y por eso necesito que ustedes me ayuden. Antes de abordar qué pueden hacer, les brindo una última perla.
En 2012, se anunció que se confiaba en que los médicos generalistas colaborasen con las empresas farmacéuticas para establecer un plan de tratamiento a los pacientes. El ABPI ha esbozado unas orientaciones para establecer «acuerdos de trabajo conjuntos», con ayuda del Department of Health[6]. y su enfoque es claro: «Las áreas de trabajo conjunto que deberían considerarse serían la identificación de pacientes no-diagnosticados, la revisión de pacientes no controlados, la mejora del seguimiento de la medicación por parte de los pacientes y el rediseño del tratamiento».
Para situar lo expuesto en el contexto necesario, diré que estas orientaciones surgen en un momento en el que se está desmantelando la estructura del NHS, y en el que el cometido de la planificación de servicios de salud se pone en manos de agrupaciones locales de médicos de cabecera, que en su gran mayoría son inteligentes pero carecen prácticamente de entrenamiento y experiencia en la administración de servicios relacionados con núcleos poblacionales (con planteamientos a los que se opone incluso el Royal College de médicos generalistas). Independientemente de lo que piensen ustedes sobre la nueva política del NHS, una cosa está clara: invitar a las empresas farmacéuticas a que participen en la planificación de pautas para una atención médica en pleno funcionamiento que, de buenas a primeras, la gestionarán personas con escasa experiencia en este tipo de servicio, a mí me parece arriesgado.
Y más aún: invitar a los visitadores médicos a consultar la lista de pacientes del médico generalista y elegir aquellos que consideren que deben medicarse con los fármacos de sus empresas desborda con mucho casi todos los problemas que hemos documentado sobre las dudosas actividades de los visitadores como representantes de empresa; y, por otro lado, revisar el progreso de los pacientes con personal de una empresa farmacéutica plantea serias preocupaciones sobre consentimiento y confidencialidad del paciente. No sé si les alegrará que su médico de cabecera revise su historial médico con el representante de GSK, Merck, Pfizer, Roche o cualquier otra empresa de las que hemos hablado en estas cuatrocientas páginas. Mi opinión es que al menos deberían preguntárselo.
Aquí acaba la historia.
Se ha llegado a este desastre por falta de transparencia, y ha persistido por su complejidad y porque las personas en las que normalmente confiaríamos que gestionasen tales problemas técnicos nos han defraudado. El gobierno, la flor y nata de la medicina —los canosos capitostes de los Royal Colleges, las facultades y las asociaciones científicas— están al corriente de cuanto ustedes acaban de leer. Lo saben de sobra y han decidido, por su cuenta y riesgo, que no les compete. En ciertos casos, como en el de los organismos reguladores, se han confabulado activamente en el secretismo.
Cuesta imaginar una traición más insidiosa, más completa, que afecte a tantas instituciones y profesiones. Indudablemente, hay pagos de por medio, pero, peor aún, se trata de complacencias, pereza, vanos egoísmos y claudicación ante impotencias personales. Personas en la cúspide de mi profesión les han defraudado, desde hace décadas, en cuestiones de vida y muerte, y —lo mismo que ha ocurrido con los bancos— de pronto descubrimos la terrible realidad. Nadie asumió responsabilidades, nadie controlaba, pero todos sabían que algo iba mal.
Solo nos queda una esperanza, aunque pequeña: usted.
COSAS QUE USTEDES PUEDEN HACER
Si le preocupa lo que ha leído en este libro, he aquí algunas sugerencias sobre qué puede hacer.
Todos los capítulos llevan al final puntos pormenorizados sobre qué debe cambiar —espero que vuelvan a releerlos—, pero a continuación he entresacado algunos puntos del cuadro general con comentarios pensados para cada tipo de lector. Crear un cambio es un proceso complejo, y más si los problemas son difusos y están profundamente enraizados en la cultura de una industria y unas profesiones poderosas: a quienes se debe presionar es a médicos y a asociaciones de pacientes, así como a los políticos. Lo expongo a continuación.
Todos y cada uno de ustedes
Lo primero que deben hacer es escribir a su médico o exponerle brevemente su preocupación en cualquier visita. Hablando claro: no creo que sirva de mucho desperdiciar el tiempo de la visita en una discusión política con su médico. No obstante, si a los médicos les consta que a los pacientes les preocupan estos asuntos, se sentirán más inclinados a tomárselos en serio, y basta con mencionárselo de pasada. De todos modos, hay muchos que adoptan una postura muy ética al respecto y puede que sus observaciones les sirvan de estímulo. He aquí algunas cosas que pueden hacer:
Pueden plantear una pregunta:
Pueden opinar más claramente:
Pueden hacer una petición:
También están los recursos habituales que cada uno puede poner en marcha dentro del activismo general político y para presionar a los políticos. No estaría mal plantear sus preocupaciones clave sobre este asunto a su diputado en el Parlamento, pero no hay ninguna legislación en proyecto (más bien todo lo contrario, como han visto).
Si tienen tiempo, hay una imperiosa necesidad de organizadores. Actualmente, no existe un movimiento activista que haga campaña pública de los problemas expuestos en el libro. Yo mantengo una lista de organizaciones implicadas en las cuestiones de Mala farma en badscience.net, pero de momento son grupos modestos centrados en profesiones más que en los pacientes o en el público. Pueden optar por ofrecer su apoyo, económico o dando ánimo, aunque no sean profesionales de la salud.
Finalmente, como cambiar la ley es algo muy complicado, me gustaría recibir contribuciones prácticas de gente política, expertos que saben cómo actúan los gobiernos, que sugieran el modo de solucionar algunos de los problemas expuestos a través de la legislación o de otra manera.
Vamos ahora a dedicar un momento a hablar de los charlatanes, los terapeutas alternativos que venden vitaminas y pastillas de azúcar homeopáticas, cuyo efecto no es mejor que el de un placebo, y que recurren a trucos de mercadotecnia más toscos aún que los descritos en el libro. Estos comerciantes suelen pretender con cierta arrogancia que su negocio es un desafío a la industria farmacéutica. Escudarse en la justa indignación de la gente por los problemas que hemos examinado es abusar de una actividad realmente constructiva, y vender píldoras azucaradas ineficaces no es ninguna respuesta a la peligrosa desidia reguladora de la industria farmacéutica.
Pacientes
Los pacientes son el centro de esta historia y, como tales, ustedes ocupan una posición de fuerza. Antes que nada, espero que les pidan participar en un ensayo clínico en alguna fase de su enfermedad: los ensayos son el único medio de que disponemos para averiguar lo que funciona, suelen ser seguros y salvan vidas. Hay cuatro cuestiones básicas que deben plantear ante cualquier ensayo en que les propongan participar, y si por algún motivo no les dan respuesta, agradecería que me lo comuniquen:
Si están afectados por una enfermedad, habrá una asociación de pacientes que la represente dirigida por personas que se toman en serio los intereses del paciente. Como hemos visto, hay problemas con algunas de estas asociaciones; pueden dirigirse a ellas, pero yo les recomendaría especialmente que se afilien a ellas y ejerzan presión sobre las empresas con las que mantienen relaciones.
Hay, por ejemplo, una carta muy clara que toda asociación de pacientes debería dirigir a las empresas farmacéuticas de todo el mundo con una sencilla petición: «Vivimos con esta enfermedad: ¿Nos ocultan algo? En caso afirmativo, dígannoslo». Con esta carta se logran dos cosas. Pensando de forma optimista, tal vez motive una declaración, o alguien que desvele datos retenidos sobre ensayos, lo que mejoraría la atención a los pacientes. Pero si no contestan, y retienen algo que deberían compartir, también habrán hecho algo útil: crear ansiedad. Habrán obligado a alguien a vincular su nombre a la responsabilidad de haberlos engañado, y habrán puesto fecha concreta a la persistente inmoralidad de una empresa. Si una empresa niega que retiene datos sobre ensayos clínicos sobre fármacos para su enfermedad, hoy, en 2012, y en 2014 se descubre que mentía y emite un comunicado de prensa que diga que «Todo ha cambiado ya», sabrán con certeza que todavía en 2012 engañaba y perjudicaba a los pacientes.
Asociaciones de pacientes
Las asociaciones de pacientes pueden hacer mucho más por su condición de organizaciones colectivas, y yo aconsejaría encarecidamente que celebraran reuniones y considerasen qué pueden hacer para abordar las cuestiones planteadas en este libro, utilizando los recursos de excepción de que disponen. Actualmente, por ejemplo, nadie se encarga de supervisar qué resultados de ensayos clínicos han desaparecido; a pesar de que existen enormes archivos abarrotados de datos sobre ensayos en curso, nadie denuncia los ensayos concluidos que hay sin publicar. Cabe recordar que fueron académicos independientes, impulsados por una corazonada, quienes lo investigaron y descubrieron que solo uno de cada cinco ensayos cumplían con los requisitos de notificación de la nueva ley de 2007 de la FDA. La falta de una buena auditoría centralizada que supervise los datos de ensayos no notificados es una desastrosa deficiencia de la infraestructura informativa de la medicina basada en pruebas, y, dado que no se ha establecido, las asociaciones de pacientes se hallan en una posición de fuerza para conseguir cambiar las cosas.
Pueden, en calidad de observadores de su localidad, realizar controles en los registros, examinar los resúmenes de datos de ensayos y seguir la pista a su publicación. Si los investigadores no han notificado los resultados en el plazo de un año, las asociaciones de pacientes deben revelar nombres —ya que ello supone un buen desprestigio público, susceptible de modificar futuros comportamientos— y ponerse en contacto con ellos para reclamarles datos que servirán para mejorar el tratamiento de sus asociados. Las asociaciones de pacientes tienen también una posición de fuerza, por su extensa red de asociados, para averiguar qué ensayos se llevan a cabo sin haberlos incorporado al registro oficial. Si hay asociaciones de pacientes dispuestas a abordar los problemas expuestos en este libro, me encantaría colaborar con ellas para planificar otras intervenciones, cosa que también harían muchos médicos y académicos.
Médicos
Los médicos, en mi opinión, deben pensar y hablar más de estos temas, compartir lo que saben y actuar. Ello implicaría una serie de cosas que ya se han expuesto a lo largo del libro: individualmente, evitar la mercadotecnia de la industria, declarar las relaciones que hayan tenido con ella a los pacientes, rehusar obsequios y viajes en avión, etc. Podrían igualmente entablar relación con figuras señeras de sus colegios profesionales y tratar de inducirlos a que abandonen la actual arriesgada posición que en su mayoría ocupan.
Facultades de medicina
Las facultades pueden enseñar a los médicos el modo de detectar pruebas engañosas de la industria farmacéutica, y en particular, cómo funcionan las técnicas de mercadotecnia. En Estados Unidos se ha demostrado que los estudiantes a quienes se enseña esas técnicas están más preparados para detectar las distorsiones en materiales publicitarios; esto es algo que merece un estudio conjunto, porque la actual generación de médicos estará durante tres décadas o más practicando la medicina por su cuenta sin otra enseñanza formal. Si no los preparamos para el futuro, esa enseñanza se encargará de proveerla la industria, con el estímulo del gobierno y —a la vista del último documento conjunto— con el beneplácito de las entidades médicas más eminentes del Reino Unido. Si hay alguna esperanza de defender la profesión médica frente a las distorsiones tecnicistas utilizadas por la industria como expedientes de mercadotecnia, es la de que los médicos jóvenes aprendan a detectarlas.
Autores anónimos o «negros»
Los escritores médicos comerciales —y el Comité Internacional de Editores de Revistas Médicas— deben reformar sus absurdas orientaciones porque todo el mundo sabe que siguen posibilitando la autoría mercenaria. Los escritores médicos comerciales podrían, por razones éticas y para protección de los pacientes, hacer borrón y cuenta nueva declarando todos los trabajos realizados de forma encubierta y a qué autores encubiertos se les ha pagado. No lo harán, pero podrían.
Abogados
En Estados Unidos, los particulares y el Estado tienen más posibilidades de actuar contra quienes los perjudican, muchas veces reformulando el caso en términos de fraude económico. Y no son las empresas farmacéuticas el único objetivo; ya hay muchos que han comenzado a argumentar que los artículos de escritores encubiertos también constituyen una oportunidad[7].
Si un paciente resulta perjudicado porque su médico ha dado crédito al contenido de un artículo encubiertamente manipulado, podría imputarse la responsabilidad a los redactores médicos comerciales, los «negros». Pero con mayor motivo, los «autores invitados» —los académicos que consintieron que su nombre figurase en los trabajos, a pesar de su mínima contribución, a cambio muchas veces de dinero— también podrían incurrir en responsabilidades. Si en Estados Unidos, Medicare o Medicaid se apoyan en un trabajo académico para justificar la utilización de un fármaco al margen de sus aplicaciones, y ulteriormente ese trabajo resulta que es una distorsión obra de autores encubiertos, también estos pueden ser responsables de ese acto de fraude perpetrado contra el gobierno. También hay leyes antisoborno que deben tenerse en cuenta, y un claro precedente de ello es que la Primera Enmienda sobre el derecho a la libertad de expresión no ampara el fraude. Esto podría activar sustancialmente las gestiones.
Editores de revistas
Los editores de revistas son los verdaderos cancerberos de las pruebas médicas, y no han cumplido con su cometido. Las revistas deberían declarar íntegramente los ingresos procedentes de la industria y ninguna debería consentir la sustitución fraudulenta de resultados básicos de ningún ensayo, porque es una práctica engañosa para los médicos, que perjudica a los pacientes. Todos los artículos de revistas que informen sobre ensayos no registrados deberían hacerlo constar claramente, y el ICJME debería reconocer públicamente que no ha sabido fiscalizar esa práctica, de forma que otras entidades lo acometan como es debido.
La industria farmacéutica
Aquí hay mucho que decir y ya hemos dicho bastante en este libro, pero quisiera hacer un llamamiento a tantas buenas personas que trabajan en la industria. Entra dentro de lo posible que empresas y profesiones estén estructuradas de tal modo que personas buenas participen en proyectos que causan graves daños, sin que necesariamente sean conscientes de ello. Les recomiendo encarecidamente familiarizarse con las actividades de su empresa, con los verdaderos pormenores de los procesos legales emprendidos contra ella y con las críticas de que ha sido objeto en la bibliografía académica.
También les aconsejo encarecidamente que tiren de la manta cuando observen actos ilegales, a través de tres conductos principales en orden melodramático ascendente. Lo más sencillo, si son capaces de guardar debidamente el secreto, es escribir un blog anónimo explicando lo que ven a diario: distorsiones triviales y comedidas, ocasiones en que les encomiendan explorar un archivo de datos para seleccionar sesgadamente alguna pauta que confiera buenas características al fármaco de la empresa, consejos oficiosos que reciben como vendedores de la empresa, etc. Después de ello, agradecería filtraciones específicas en ben@badscience.net (pero, por favor, no me envíen información confidencial desde la dirección de correo electrónico de su puesto de trabajo). Finalmente, muchos de los que lean esto tienen acceso a ingentes cantidades de datos y documentos que cambiarían la vida de muchos pacientes y contribuirían a impedir que prosigan sus sufrimientos. Agradecería una filtración de datos de la magnitud de los archivos estadounidenses sobre las guerras de Irak y Afganistán, y, con toda sinceridad, me sorprende y me decepciona no haberla recibido. Si necesitan ayuda, pídanla y haré cuanto esté en mi mano.
Colegios oficiales
Los Royal Colleges, las facultades y las asociaciones profesionales nos han defraudado. No hay una sola entidad profesional en el Reino Unido, aparte del modesto profesorado de la Facultad de Medicina Farmacéutica, que se haya puesto en pie declarando que retener datos de ensayos clínicos es inmoral y que constituye motivo de expulsión de sus miembros. Si esas entidades fuesen íntegras, solucionarían el problema; o bien, si los miembros más representativos jerárquicamente piensan realmente que retener datos de ensayos clínicos es aceptable y no inmoral, que lo manifiesten claramente a sus asociados y a los pacientes. No soy el primero que lo plantea y no cifro en mucho mis esperanzas. Si son miembros de una de esas entidades podrían escribir una carta inquiriendo por qué no se sigue una política de sanciones y expulsión con los afiliados que perjudiquen a los pacientes reteniendo datos de ensayos clínicos. Por favor, envíenme las respuestas, o, mejor, cuélguenlas online.
Instituciones
Los recursos económicos son escasos fuera de la investigación financiada por la industria. Organizaciones como el National Institute for Health Research ya realizan una encomiable tarea financiando ensayos sobre cuestiones importantes que las empresas farmacéuticas se niegan a cubrir, como es evaluar los beneficios de fármacos antiguos, por ejemplo, o de tratamientos que no requieran productos comerciales (quiero señalar que formo parte de uno de esos comités institucionales). Pero yo creo que las instituciones públicas deben centrarse en otras dos prioridades. En primer lugar, existen pequeñas lagunas, aunque notables, en nuestro conocimiento sobre el modo en que la industria distorsiona la práctica médica de la prescripción, y este no es un campo que la industria farmacéutica vaya a financiar. Pero es que, además, como argumenté al principio del capítulo sobre mercadotecnia, al gran horizonte de la medicina basada en pruebas se van incorporando nuevos métodos e instrumentos para la mejor difusión de la evidencia existente a médicos y a personas que toman decisiones. Esto requerirá una colaboración innovadora entre quienes elaboran normativas, los farmacéuticos, los bibliotecarios, los médicos y los académicos. A un nivel más sencillo, me resulta frustrante siempre que leo una revisión sistemática no poder apretar un botón que diga «notifíqueme si este resumen está puesto al día con arreglo a los resultados de nuevos ensayos». En términos más explícitos: es evidente que hay que ir hacia la integración de conocimientos médicos y de resultados de ensayos clínicos en bancos de datos estructurados, y quizás insertar en el flujo diario de trabajo del médico recomendaciones contextuales de alta calidad accesibles desde el ordenador de su despacho.
Académicos y «cerebritos»
Este libro está lleno de áreas no abordadas. Entre ellas, las arduas tareas de organización de los conocimientos médicos que hemos citado, pero queda igualmente un aluvión de pequeños estudios que podrían llevarse a cabo en forma de tesina por parte de estudiantes universitarios: hagan una revisión de las afirmaciones de los visitadores médicos; recopilen pruebas cuantitativas sobre el patrocinio de la industria en su facultad de medicina; averigüen qué políticas sigue su universidad en cuanto a la ocultación de resultados de ensayos clínicos (u otros asuntos), y colaboren con otras facultades de medicina para conseguir una recopilación nacional comparativa de datos. Compartan sus ideas y publiquen los resultados. Todos les animamos a ello.