EPÍLOGO

MEJORES DATOS

Estarán abrumados, y no se lo reprocho. Dedicaremos unos instantes a recapitular y a reflexionar sobre cómo se defendería un ejecutivo de la industria, para, a continuación, ver cómo arreglar las cosas.

Para mí, la falta de datos es la clave de todo. La mala conducta en los departamentos de mercadotecnia es desagradable, pero se ha ganado ya la condena pública, dadas sus tangibles consecuencias en pagos encubiertos, mensajes engañosos y en prácticas que son abiertamente deshonestas incluso para el más lego. Pero, por muy lamentables que sean, son distorsiones que cualquier buen médico puede sortear, pues recurriendo directamente a las auténticas pruebas y consultando las revisiones sistemáticas de ensayos de buena calidad, las distorsiones y exageraciones de los visitadores médicos y de los «líderes de opinión clave» no son más que ruido vano e irrelevante.

Muy distinta es la falta de datos, porque este hecho envenena una fuente colectiva. Si los ensayos clínicos no se llevan a cabo debidamente, si se esconden los ensayos de resultados negativos, no podemos conocer los auténticos efectos de los medicamentos que usamos. Y contra eso no hay nadie que pueda, ni hay ningún médico privilegiado con acceso a un almacén de pruebas secreto. Ante la falta de datos, todos somos uno y vivimos en el engaño. Lo diré una vez más por la importancia que reviste: las pruebas, en medicina, no son una preocupación académica abstracta. Con las pruebas se adoptan decisiones certeras, mientras que si nos guiamos por malos datos, las decisiones que se toman son erróneas y causan dolor y sufrimiento innecesario, y también muertes, en personas como nosotros.

En breve examinaremos lo que se puede hacer; porque hay soluciones sencillas que servirían para olvidar todo eso y mejorar notablemente la atención al paciente —globalmente y casi sin gastos—, si pacientes y políticos estuvieran dispuestos a luchar por ello. Pero antes me gustaría considerar qué diría la industria farmacéutica en respuesta a este libro.

En primer lugar, estoy seguro de que —quizá tras ciertas descalificaciones desdeñosas a mi persona— se me acusará de haber elaborado una recopilación selectiva, reprochándome, injustificadamente, haberme centrado en casos singulares y excepcionales. A ese respecto, les animo a recordar que gran parte del libro se basa en revisiones sistemáticas en que se recopilan las pruebas aportadas sobre cuestiones concretas. Pueden volver atrás si gustan y comprobarlo. Según el cálculo más aceptable, la mitad de los ensayos clínicos no se publican, y no es una cifra extraída de un caso o de una anécdota, sino la conclusión de la revisión sistemática más actual que recoge los resultados de todos los estudios relativos a esta cuestión. Cuando hemos abordado casos particulares, vergonzosos —como el de la paroxetina, el Tamiflu o el Orlistat—, no ha sido más que por añadir materia narrativa a la denigrante estructura.

Confío, por tanto, en que, por las pruebas expuestas, estarán de acuerdo en que hablamos de problemas sistémicos, y que sería vergonzoso y hasta inmoral no abordarlos. Además, cuando no hay pruebas al respecto —cosa poco frecuente— me he expresado claramente señalando lo que es preciso hacer para colmar esa laguna. Por ejemplo, las conferencias de líderes de opinión clave pagadas por la industria son uno de los medios actuales más relevantes para la formación de médicos especialistas, y ya hace más de veinte años se descubrió, mediante una investigación tipo «comprador incógnito», que las conferencias en cuestión presentan un sesgo sistemático. El hecho de que semejante estudio no se haya repetido en los últimos cinco años resulta vergonzoso para la industria y para mi profesión. No hay de qué congratularse y nadie, desde luego, está exento de culpa.

Otra táctica a la que recurren los miembros de la industria —podemos estar seguros de ello porque ya les hemos visto hacerlo— sería alegar que ahí están sus normativas. Miren esos kilómetros y kilos de normativas, esas vastas oficinas atestadas de reguladores. «Somos una de las industrias más controladas del mundo», dirán, ahogados en el papeleo. Pero creo que ha quedado suficientemente demostrado que esas reglamentaciones no han servido para nada.

Pero la argucia más peligrosa de todas es la reiterada afirmación que hace la industria de que se trata de problemas del pasado. Algo altamente nocivo porque supone recurrir al agravio de cuantas falsas soluciones hemos visto a lo largo del libro; y es precisamente esa pauta recurrente de puro negacionismo lo que permite que persista el problema.

La estampa más clara de esta estrategia nos la da la respuesta de la industria al escándalo más reciente. En julio de 2012, GSK fue objeto de una multa de 3000 millones de dólares por fraude civil y penal, tras declararse culpable de una amplia serie de acusaciones por promoción y prescripción ilegal de fármacos e infracción de la notificación de datos de seguridad. La lista de cargos y de pruebas es extensa —se puede consultar en el portal del Departamento de Justicia— y los métodos a que recurrieron, a estas alturas, les resultarán familiares.

GSK sobornó a médicos con obsequios y hospitalidad; pagó millones de dólares a médicos para asistir a congresos y dar conferencias en lugares turísticos; utilizó, según afirmó el Departamento de Justicia, «representantes de ventas, consejos asesores pantalla, y presuntos programas independientes de formación médica continuada (CME)»; retuvo datos sobre el antidepresivo paroxetina; fomentó la prescripción de la paroxetina al margen de las aplicaciones, y pagó sobornos en el caso del fármaco para el asma Advair, del fármaco para la epilepsia Lamictal, del antinauseoso Zofran, Wellbutrin y muchos más. Y, además, hizo afirmaciones falsas y engañosas sobre el perfil de seguridad de la rosiglitazona, un fármaco para la diabetes; patrocinó programas de formación sugiriendo que el fármaco aportaba beneficios cardiovasculares, cuando en realidad incluso el prospecto de la FDA señalaba que existían riesgos cardiovasculares; y, lo peor de todo, entre 2001 y 2007, ocultó a la FDA datos sobre la seguridad de la rosiglitazona[1].

Los portavoces de la industria, en principio, alegaron que todas esas cuestiones no guardaban relación con la práctica médica en el Reino Unido, pero no es cierto. GSK es una empresa británica con una central en el Reino Unido. En la «Prueba instrumental 6» de la instrucción del tribunal estadounidense puede examinarse una selección de artículos de prensa, presentados por su relación con la promoción de fármacos de GSK al margen de las aplicaciones. El primer artículo es un encomio del fármaco Zyban para dejar de fumar, publicado en The Guardian, un periódico del Reino Unido, escrito por el doctor Roger Henderson, médico generalista del Reino Unido que escribe en periódicos del Reino Unido (entrando hoy en su página web veo que, además de su trabajo periodístico, hace publicidad de sus servicios como asesor de relaciones públicas de la industria farmacéutica). The Times, otro periódico del Reino Unido, es el siguiente en aportar el montón de pruebas con el titular «Un fármaco realmente maravilloso: ¿Puede una pastilla paliar la depresión, ayudar a perder peso y a dejar de fumar?». El Daily Mail se pregunta: «¿Es este antidepresivo un nuevo fármaco para adelgazar?». El Sun afirma lo mismo. Gran parte del fraude de GSK está relacionado con las ventas engañosas de la paroxetina que, como recordarán, fue también objeto de una investigación de cuatro años en el Reino Unido.

Estas acciones fueron perpetradas en el Reino Unido, y, si en él no fueron detectadas, fue en parte porque no se investigó en serio. En el Reino Unido no es un hecho muy conocido, pero en Estados Unidos los empleados de una empresa que tiran de la manta obtienen una comisión de las multas impuestas. Se trata de una política destinada a incentivar denuncias con pruebas en delitos corporativos, y es razonablemente eficaz. Un modesto grupo de denunciantes —en este caso de GSK— se han repartido unos 600 millones de dólares. En el Reino Unido, a quienes tiran de la manta los despiden y los silencian.

Pero no fue esa la única justificación. La industria alegó a continuación que esos delitos eran cosa del pasado. En los propios comunicados de prensa de GSK se afirmaba que eran hechos de «otra época». Stephen White-head, director de ABPI (que anteriormente había trabajado en relaciones públicas para GSK, Barclays y la industria del alcohol) declaró: «La comunidad farmacéutica en bloque ha cambiado fundamentalmente en los últimos años; siempre que en el pasado hemos cometido errores, hemos procurado enmendarlos».

Para ponderar tal afirmación —aun dejando a un lado las numerosas pruebas que se exponen en el libro—, conviene hacer un seguimiento de la carrera de quienes ostentaron cargos importantes en GSK durante la época de fraudes demostrados, y ver qué puestos ocupan actualmente. Chris Viehbacher de GSK, que aparecía citado en el dictamen del tribunal, es ahora director de Sanofi, la tercera empresa farmacéutica europea. Jean-Paul Garnier fue director de GSK entre 2000 y 2008, tan solo hace cuatro años, y ahora es presidente de Actelion, una empresa farmacéutica suiza[2]. No insinúo que esas empresas sean culpables de mala conducta. El tribunal también mencionó a Lafmin Morgan, empleado en GSK durante veinte años en el área de mercadotecnia y ventas; Morgan seguía trabajando en GSK en 2010, hace solo dos años[3].

Así que aunque GSK y ABPI afirmen que esos problemas son «cosa del pasado», la realidad es que una de las acusaciones es la ocultación de datos en fecha tan reciente como 2007, en relación con un fármaco que no fue retirado del mercado hasta 2010; dos de los personajes más relevantes que salieron a relucir en el juicio están ahora mismo al frente de sendas farmacéuticas europeas, y otro personaje importante de la mercadotecnia de GSK siguió trabajando en la empresa hasta hace dos años.

No acaba ahí la cosa. Richard Sykes fue director de Glaxo Wellcome entre 1995 y 2000, y después fue presidente de GSK entre 2000 y 2002, fecha en que se produjeron muchos de esos fraudes. Actualmente, es presidente del Imperial College Healthcare NHS Trust, y presidente de la Royal Institution de Londres, la entidad británica más antigua y eminente de comunicación científica. Todo esto evidencia hasta qué punto esa esfera se infiltra en el propio corazón del mundo académico y de la medicina británica.

Que quede claro que Richard Sykes no es un ejemplo singular, y me he contenido muchísimo para no nombrar a médicos a sueldo de la industria, no por deferencia o lealtad, sino por la sencilla razón de que una vez que se empieza habría que citarlos a todos. John Bell, profesor de medicina en Oxford, presidente de la Academy of Medical Sciences, se sienta en el consejo de administración de Roche, que sigue reteniendo información sobre el Tamiflu, como han leído. Mark Porter, de Case Notes with Mark Porter de BBC Radio 4, recibió dinero de Eli Lilly por presentar su «campaña de concienciación de la enfermedad» con vídeos sobre Cialis. Se trata de ejemplos intrascendentes, triviales, elegidos al azar: no los tengan en cuenta, olviden los nombres, porque es lo normal.

Y, a pesar de su resonancia, esa multa a GSK tampoco fue un incidente aislado. A Eli Lilly le impusieron otra de 1400 millones de dólares en 2009 por promocionar para receta al margen de las aplicaciones del fármaco olanzapina para la esquizofrenia (el gobierno de Estados Unidos dictaminó que la empresa «entrenó a sus vendedores para burlar la ley»). Pfizer fue multada con 2300 millones de dólares por promocionar el analgésico Bextra, posteriormente retirado del mercado por motivos de seguridad en dosis peligrosamente altas (manipulando el nombre de marca con «intención de fraude y engaño»). Abbott fue multada con 1500 millones de dólares en mayo de 2012, por promoción ilegal del Depakote para el tratamiento de la agresividad en ancianos. Merck fue multada con 1000 millones de dólares en 2011. AstraZeneca fue multada con 520 millones en 2010.

Son enormes sumas de dinero. La multa de Pfizer en 2009 fue la sanción judicial más elevada jamás impuesta en Estados Unidos, hasta que la superó la de GSK. Pero si se consideran esas cifras en relación con los ingresos de esas empresas, resulta evidente que apenas superan la magnitud de multas por mal aparcamiento. En el periodo de tiempo correspondiente al proceso de 3000 millones de multa a GSK, las ventas de la rosiglitazona fueron de 10 000 millones; las de la paroxetina, de 12 000 millones; las del Wellbutrin, de 6000 millones, etc[4]. A continuación presentamos una gráfica del precio de las acciones de GSK en 2011; juzguen ustedes mismos si es apreciable algún impacto de esos 3000 millones de multa por el proceso de fraude en julio de 2012.