Estos trabajos sobre prevalencia no fueron el único instrumento del arsenal de la industria. Hubo igualmente congresos —muchos congresos— bien financiados. Un investigador llamado Ray Moynihan cribó esta historia cuando comenzaba, hace diez años, y suscitó curiosos ataques contra su persona. La lista de congresos que elaboró a partir de 2003 habla por sí sola[29].
El trabajo de Moynihan publicado en el BMJ fue muy leído y contribuyó a despertar la conciencia sobre este creciente problema. Poco después, hubo organizaciones de pacientes que recibieron un correo electrónico muy extraño de Michelle Lerner, jefe de contabilidad del HCC De Facto Relaciones Públicas. Moynihan había cuestionado la existencia de la disfunción sexual femenina (DSP), y la agencia replicaba:
Sé que muchas organizaciones de apoyo se han indignado por esa afirmación, y creemos que es importante refutarlo y escuchar otras opiniones. Me pregunto si usted o alguien de su organización estaría dispuesto a trabajar con nosotros para generar esos artículos […] que refutaran el punto de vista expuesto en el BMI. Esto conllevaría hablar con selectos periodistas sobre la DSF, sus causas y su tratamiento.
Lerner negó en principio cualquier relación con esos correos electrónicos, pero luego reconoció haberlos enviado, aunque se negó a decir quién pagaba a su agencia. Finalmente, se demostró que trabajaba para Pfizer, que estaba —como sabemos— probando la Viagra para mujeres. Al contactar con Pfizer, la empresa calificó ese tipo de actuación de relaciones públicas de «habitual y sin importancia»[30].
Saldría a la luz una actuación más, «habitual y sin importancia», en la promoción online de materiales formativos relacionados con esta enfermedad[31]. El sector de la formación médica continua enfocada a los médicos, como analizaremos en breve, es objeto de intensa actividad promocional encubierta. Un ejemplo ilustrativo de cómo puede utilizarse la formación gratuita de médicos para cambiar el énfasis en la práctica médica se observaba en el expediente online femalesexualdysfunctiononline.org. Este portal presentaba expedientes sobre la DSP para ayudar a los médicos a encontrar personas que pudiesen beneficiarse del tratamiento, y lo patrocinaba Procter & Gamble, que por entonces desarrollaba unos parches de testosterona con ánimo de venderlos como tratamiento para incrementar la libido femenina, y que planeaba una campaña de 100 millones de dólares para difundir la concienciación de la DSP[32].
El programa de enseñanza en femalesexualdysfunctiononline.org estaba acreditado por la American Medical Association, como es habitual, pero no pretendo centrar tanto mi atención en lo que se dice en ese portal, como en lo que no se dice: porque ahora no dice nada. P&G no obtuvo la licencia para comercializar los parches de testosterona para la libido femenina, por lo que ese programa de formación para los médicos, al parecer tan útil y acreditado, despareció de Internet por las buenas. Si creemos que realmente la DSP es un grave problema médico, que afecta a tantas mujeres, es de suponer que ese material formativo tan suntuosamente producido, de acceso gratuito, ha de ser un recurso útil. Si creemos que la industria farmacéutica aporta esos recursos para una mejor formación de los médicos, sin pretensiones de influir en su práctica —como afirma—, lógicamente cabría esperar que siguiera en la red (ya que el coste de mantener una página, después del enorme coste de confeccionarla, es casi insignificante). Pero, por lo visto, si no hay ganancias a la vista, esos instrumentos formativos desaparecen de buenas a primeras, lo cual nos sirve como muestra de lo que trataremos en el resto del capítulo: la información que hace vender medicamentos es un simple trampolín; la verdadera información es la que no apunta a la comercialización.
No obstante, no quiero decir que P&G no intentase cuanto pudo para lograr la licencia de su producto, y en la UE ha alcanzado un éxito relativo. Los organismos reguladores de medicamentos conocen perfectamente la «prescripción al margen de las indicaciones»; saben que cuando autorizan un fármaco solo para uso en una aplicación determinada y un grupo restringido de pacientes, esa restricción se ignora en la práctica, ya que los médicos lo prescriben para un uso más extensivo y en otras muchas enfermedades. Hay ocasiones en que los reguladores lo ven venir y tratan de atajarlo. Así, en la UE se autorizó la venta de parches de testosterona para el tratamiento de la libido, pero solo en mujeres con problemas sexuales diagnosticados, surgidos como consecuencia de una menopausia inducida por intervención quirúrgica (es decir, extirpación de ovarios y útero a causa de cáncer, o similar). Inevitablemente, ahora esos parches se utilizan «al margen de las indicaciones» en mujeres que no han sido sometidas a tal intervención quirúrgica. La FDA lo vio venir muy pronto y no dio licencia al producto, alegando específicamente reparos relativos a la prescripción al margen de las aplicaciones, tras una votación negativa unánime del comité de aprobación[33].
Quizá sea el momento oportuno para mencionar que las pruebas de los parches de testosterona apenas han demostrado tener utilidad alguna, y que incluso después de una operación quirúrgica se han obtenido pruebas muy débiles en dos ensayos con «pacientes ideales» muy poco representativas, en los que los resultados beneficiosos fueron marginales en comparación con un efecto placebo masivo, con efectos secundarios comunes (en ocasiones irreversibles, al parecer), y sin datos de seguridad a largo plazo[34]. Vale la pena señalar que no ha salido al mercado casi ningún tratamiento para la DSP, y es aún más elocuente que haya sido a pesar de la actividad desplegada para crear una concienciación de la enfermedad en la fase previa a la solicitud de licencia. No era más que la campaña académica preliminar del programa de «publicación» con el que se pretende demostrar que un problema existe y está muy generalizado, creando así el deseo de la cura.
Por tanto, la medicalización es un cajón de sastre. Quizás a veces se logre encontrar fármacos nuevos seguros para enfermedades que antes casi nadie se planteaba como trastornos patológicos, y tal vez esto procure a la gente una mejora en su calidad de vida. También sería interesante tratar el asunto del lugar que ocupan en ese segmento sin solución de continuidad entre tratamiento médico y drogas recreativas. Pero los posibles beneficios tienen un coste. Está claro que, en medicina, puede distraer nuestra atención mirar hacia donde nos señala el dinero sin percatarnos de otras cosas: las complejas causas personales, psicológicas y sociales de los problemas sexuales, tal vez para centrarnos en los mecanismos y en las pastillas, el «trastorno de flujo sanguíneo clitorídeo» y perfiles hormonales sanguíneos de veinticuatro horas. Quizás estemos incurriendo en un coste cultural al medicalizar la vida cotidiana y fomentar modelos reduccionistas, moleculares y mecánicos de la identidad. De igual modo, como sucede con esos muestreos de magnitud cero con los que inventamos normas seductoras sobre la conducta sexual, nos arriesgamos a hacer que individuos perfectamente normales se sientan ineptos.
Pero el mayor riesgo es que no sepamos advertir que nuestras pautas de identidad y de lo que es normal están siendo poco a poco capciosamente determinadas por una industria que mueve 600 000 millones.
Asociaciones de pacientes
Llegamos ahora al último rincón turbio y frustrante de nuestra rápida gira por la publicidad directa al consumidor. Las asociaciones de pacientes cumplen un papel vital y admirable: la de unir a los enfermos, difundir información y solidaridad, y ayudar a ejercer presión política en nombre de las personas enfermas que representan.
En cierto modo, no es ninguna sorpresa que muchas asociaciones de pacientes las financie la industria farmacéutica —no tardaremos en ver a cuántas y sin tapujos—, porque en ciertos aspectos coinciden los deseos de las dos partes. Una asociación de pacientes quiere dinero y recursos para hacer presión y lograr apoyo efectivo para sus miembros; quiere difundir mensajes amistosos a favor de un medicamento de marca en un ambiente regulador que prohíbe la publicidad directa a pacientes, y quiere también que se la considere generosa y socialmente responsable, como cualquier otra agrupación, para que nos hagamos cargo de que la enfermedad es doblemente una experiencia emocional y física; con la ayuda amistosa, cuando alguien está en las últimas, se recibe una extraordinaria lealtad.
Pero hay intereses de la industria que no son tan perfectamente coincidentes con los de esos pacientes, como sabemos. Las empresas aspiran a aumentar las ventas de un producto a través de publicidad encubierta, como hemos visto, pero también mediante el recurso de ampliar los límites diagnósticos de la enfermedad para ganar mercados. Tienen particular interés en vender nuevos fármacos, aunque sean, como hemos analizado, productos de los que no tenemos la menor idea sobre qué riesgos y beneficios suponen para los pacientes, y cuyo coste es absurdamente alto, dada la increíble laguna informativa que existe sobre ellos.
Si leen las publicaciones comerciales de la propia industria farmacéutica, comprobarán fácilmente cómo esta entiende esa relación con las asociaciones de pacientes. Les presento a continuación un artículo de una empresa de relaciones públicas especializada en estrategia médica, publicado en la revista Pharmaceutical Executive. No es ningún flagrante descubrimiento, sino una simple explicación empresarial del motivo por el que las empresas farmacéuticas dan dinero a las asociaciones de pacientes:
Años antes de lanzar un nuevo medicamento, las empresas farmacéuticas y los grupos reivindicativos deben planificar el modo en que sus fuertes vínculos puedan hacer avanzar los propósitos de la empresa y de la marca. Los directores de producto ven en los grupos reivindicativos aliados que les ayudan a avanzar hacia los objetivos de la marca, como son aumentar la concienciación sobre la enfermedad, alentar la demanda de nuevos tratamientos, y contribuir a que la FDA apruebe sus medicamentos […]. Pero cabe recordar ciertas cosas: hay grupos reivindicativos, sobre todo los más veteranos, que no respaldan un producto frente a otro. Es preciso que las empresas determinen de antemano los límites para evitar problemas[35].
Etcétera.
¿Cuál es la prevalencia de la financiación de la industria? La organización Health Action International (HAI), que emprende campañas de salud pública, examinó las asociaciones de pacientes que trabajan con la EMA, el organismo europeo regulador de medicamentos[36]. Dos tercios de estas asociaciones reciben fondos de la industria farmacéutica, y el promedio de subvención aumentó de 185 500 euros en 2006 a 321 230 euros en 2008, lo que en términos generales representa aproximadamente los gastos generales de cada asociación. Lo más preocupante es que se descubrió también que muchas de ellas no declararon abiertamente sus ingresos. En 2005, la EMA puso en marcha unas «orientaciones de transparencia», pero en marzo de 2010 solo tres asociaciones de pacientes habían declarado online sus ingresos a partir de 2006. A pesar de este fracaso, la EMA volvió a invitar a las asociaciones a participar en reuniones de patrocinadores[*].
¿Existen pruebas de que esa subvención cambie la conducta de las asociaciones? Yo creo que sí, y creo que estarán de acuerdo, aunque investigarlo no haya sido una de las prioridades de los patrocinadores, pese a la influencia práctica de esas asociaciones. Como ejemplo, podemos considerar el juego del gato y el ratón entre la industria y los reguladores en relación a si debe permitirse a las empresas los anuncios o la información directa a los pacientes, lo que casi todas las empresas reconocen que es un medio eficaz para aumentar el uso de sus píldoras, por lo que les interesa mucho que se liberalicen las leyes. ¿Se ven indicios de defensa de este proyecto en las asociaciones de pacientes financiadas por las farmacéuticas? En otro informe de HAI de 2011 se examinaban las asociaciones de pacientes que actúan como grupos de presión ante la Comisión Europea y sus pautas de actuación[37]. Las que no tuvieron financiación de una empresa farmacéutica para promocionar sus fármacos entre los pacientes se mostraron dispuestas a cumplir con la normativa y evitaron que las empresas promocionaran sus productos entre los pacientes. Los grupos que recibían dinero de las farmacéuticas estaban significativamente más predispuestos a pensar que la industria debería tener un papel más destacado en la información sobre medicamentos que reciben los pacientes.
Esto es preocupante, y al mismo tiempo socava el propósito de que haya asociaciones benéficas independientes de pacientes implicadas en foros en que «diversos promotores» elaboran una política, porque esos foros ya incorporan muchas voces de la industria, aunque formalmente se otorguen una representación independiente; los grupos de pacientes solo deben representar a pacientes.
Pero esta correlación de pautas de votación e ingresos aportados por la industria tal vez no sea una prueba de juego sucio. Aunque habrá casos evidentes de mala conducta —en que se cambian los planteamientos para recabar dinero de la industria—, creo que en este terreno ocurre algo más curioso. Los intereses de las asociaciones de pacientes y los intereses de la industria pueden superponerse legítimamente, como hemos visto. Por tanto, no hay necesidad de que la gente cambie explícitamente de planteamiento para que la voz general de esas asociaciones de pacientes quede distorsionada: a la industria le basta con financiar, dando con ello una plataforma más prominente, a personas que expresen espontáneamente la visión que ella prefiere. De este modo, todo el mundo puede sentirse a gusto y seguir formando parte de una estructura global que genera una imagen sesgada y distorsionada de la opinión de los pacientes. Esto contribuye a explicar por qué las asociaciones benéficas de pacientes que reciben financiación de la industria se indignan tanto si se insinúa que su actividad está sesgada; pese a ello, está claro que la actuación de ese sector está sesgada.
Ahora bien, el orgullo moral no cambia la realidad, parte de la cual es francamente poco grata. A título de ejemplo, el diario Independent examinó hace poco el clamor de ciertos medios de comunicación importantes a propósito de asociaciones de pacientes que arremetían contra el NICE, vinculando esos ataques a la financiación[38]. Al desaconsejar el NICE los fármacos caros antiartríticos, la Artritis and Musculoskeletal Alliance (ArMA) publicó una carta de crítica en The Times firmada por profesores de reumatología. La mitad de los ingresos de esas asociaciones benéficas procede de la industria, y no se ha alzado ninguna voz que critique a esos patrocinadores de la industria por el precio de los fármacos, pese a que es un elemento central en la política del NICE y perfectamente comprensible en su decisión, pero la National Rheumatoid Arthritis Society (NRAS) lanzó un llamamiento contra ella, solidarizándose con la ArMA y tres empresas farmacéuticas, calificando la decisión como «un clavo más en el ataúd» de los pacientes. La NRAS recibe anualmente 100 000 libras de la industria, y tampoco protestó por la política de precios de la farmacéutica. La National Kidney Federation arremetió contra el NICE por su rechazo de nuevos tratamientos, carísimos y marginalmente beneficiosos[39] en un comunicado de prensa agresivo, en el que calificaba la decisión de «bárbara», «perjudicial» e «inaceptable». La mitad del presupuesto anual de 300 000 libras de la National Kidney Federation procede de la industria farmacéutica. Nadie denuncia en la prensa que la empresa cobra decenas de miles de libras a cada paciente que toma el medicamento.
El director de NICE, el profesor sir Michael Rawlins, señala que el coste de fabricación de esos fármacos suele ser la décima parte del precio al que se venden, y que pagamos precios tan elevados debido ala publicidad (parte de la cual la hacen directamente las asociaciones de pacientes), y si gastamos dinero en algo, no podemos gastarlo en otra cosa[40]. Esta cruda realidad, que se plantea en cualquier sistema de salud sin recursos inagotables, no suele agradar ni a los pacientes ni al público. Volvemos una y otra vez al mismo círculo: pagamos medicamentos caros, una cuarta parte de lo que pagamos va a parar a la comercialización, y nuestro dinero se gasta en cosas como asociaciones de pacientes, las cuales insisten, a su vez, en que paguemos precios muy elevados por esos medicamentos, lo cual socava las instituciones como el NICE, que intenta establecer las mejores opciones para todos los pacientes.
¿Qué se puede hacer?
Anuncios dirigidos a los médicos
Dirigirse directamente a los médicos es la manera más palpable con la que las farmacéuticas tratan de influir en las prescripciones de la práctica habitual, y ello suele hacerse normalmente por medio de anuncios en revistas académicas. Del mismo modo que cualquier otra actividad comercial en el campo de la medicina, podemos estar seguros de que las empresas gastan dinero en ello porque saben que es rentable. Las pruebas académicas publicadas lo corroboran hasta cierto punto, pero repito que esto no constituye una prioridad en la financiación[41]. Por tanto, los fármacos se emplean más a raíz del lanzamiento de programas publicitarios y menos al terminar los mismos. Los médicos que han visto el anuncio de un fármaco están más predispuestos a prescribirlo. Los modelos econométricos —si hay algún mortal capaz de entenderlos— sugieren que la publicidad ejerce mayor influencia en las pautas de utilización de un fármaco que la publicación de nuevas pruebas científicas y otros medios[42].
Como imaginarán, se supone que los anuncios de fármacos están regulados en aspectos tales como autenticidad y exactitud, pero tenemos buenos motivos para temer que no se hace debidamente. En el Reino Unido, la entidad Prescription Medicines Code of Practice Authority gestiona el código regulador de la Association of the British Pharmaceutical Industry. Para averiguar más cosas sobre el tono general de los anuncios, en 2005, un Comité Selectivo Sanitario, que examinó la influencia de la industria farmacéutica, encargó al Institute of Social Marketing un muestreo, y descubrió que los palos de la portería eran móviles. Aunque el contenido de los anuncios de fármacos debe supuestamente ser «información objetiva e inequívoca», en realidad observaron una relación con atributos asociados a cualquier otro producto: «energético», «apasionado», «deseable», «sexy», «romántico», «íntimo» y «relajante». La PMCPA aclaró que no había objeciones contra los «mensajes emocionales» si el material era «objetivo [y] equilibrado».
Pero esto es secundario: lo que más nos preocupa es si los anuncios hacen afirmaciones objetivamente correctas fundamentadas en pruebas de buena calidad. Esto es fácil de comprobar examinando las afirmaciones de un muestreo representativo de anuncios y comparándolos con las pruebas científicas existentes; un buen ejemplo de esta clase de estudio se publicó en 2010[43]. Unos investigadores holandeses revisaron las principales revistas médicas mundiales —JAMA, Lancet, New England Journal of Medicine, etc.— entre 2003 y 2005, y de los anuncios aparecidos en ese plazo de tiempo se incluyeron todos los que hacían aseveraciones sobre los efectos de un fármaco. A continuación comprobaron las notas de referencia de las afirmaciones delos anuncios y localizaron los ensayos en cuestión, que remitieron a una fuerza de trabajo de asesores de fácil explotación (250 estudiantes de medicina que acababan de terminar sus prácticas en centros de medicina basada en pruebas).
Cada estudiante verificó por separado los métodos de dos ensayos y el anuncio correspondiente con criterios objetivos tales como un sistema de puntuación concreto para evaluar la calidad de los ensayos. Los estudiantes de medicina resultan baratos, pero pueden no resultar evaluadores fiables, por lo que cada ensayo fue puntuado entre dos y seis estudiantes, y si se producían discrepancias de puntuación en alguno, este pasaba a revisión por parte de cuatro académicos. El balance fue pésimo. Solo la mitad de las afirmaciones de los anuncios fueron corroboradas por los ensayos citados como prueba en los mismos; solo la mitad de los ensayos obtuvo una puntuación de «alta calidad», y menos de la mitad de los anuncios —en las principales revistas mundiales— remitían a un ensayo clínico de alta calidad que confirmaba sus afirmaciones.
Se trata de un solo estudio, pero es plenamente representativo de lo que se ha observado con anterioridad. En otro estudio publicado por Lancet en 2003 se examinaron las afirmaciones que aparecían en anuncios sobre medicación cardiaca en seis revistas médicas españolas: de las 102 referencias que localizaron los investigadores, el 44% no corroboraban las aseveraciones comerciales[44]. En otro estudio de 2008 sobre anuncios de fármacos psiquiátricos se obtuvieron iguales resultados[45]. Lo mismo ocurre en el caso de fármacos reumatológicos[46]. ¿Hago una selección arbitraria? La mejor revisión sistemática, en la que se revisaron 24 estudios de la misma índole, es de libre acceso y vale la pena leerla[47]. En ella se observó que solo un 67% de las afirmaciones de los anuncios estaban corroboradas por revisiones sistemáticas, un metaanálisis o un ensayo de control con distribución aleatoria.
A pesar de estas pruebas abrumadoras, el British Department of Health ha rechazado las peticiones de que alas farmacéuticas se les obligue a publicar una rectificación cuando incurran en afirmaciones incorrectas en sus anuncios[48]. Por tanto, los médicos no sabrán cuándo se les orienta mal.
Ya en 1995, casi la mitad de los editores de revistas médicas, en contestación a una encuesta, mostraron su conformidad con la necesidad de verificar la exactitud del contenido de los anuncios que aceptaban y de someterlos incluso a revisión entre iguales[49]. En realidad, esto casi nunca tiene lugar[50]. Si las afirmaciones objetivas de esos anuncios no están corroboradas por pruebas fehacientes, no tengo que añadir nada más sobre cómo funciona la normativa que rige tales afirmaciones; simplemente, no funciona en ninguna parte del mundo.
Visitadores médicos
Los visitadores médicos son las personas que pasan por la consulta de los médicos y tratan de convencerlos de que los medicamentos de su empresa son los mejores. Suelen ser gente joven y atractiva, que además entrega obsequios, y auspicia una relación prolongada y mutuamente beneficiosa con la empresa farmacéutica. Es difícil saber exactamente cómo se fraguan esas relaciones mutuas, pues, como sucede en toda relación, se conforman poco a poco, sobre la base de una confianza recíproca, por lo que las conductas más deleznables se dan entre amigos. En este terreno, por tratarse de un campo difícil de sondear, me he apartado del árido terreno de las pruebas para hablar confidencialmente con algunos visitadores médicos; si se sienten melodramáticos, podemos denominarlos gente que tira de la manta, a pesar de que no creo que me contasen nada que no se les pueda oír decir en un pub[51].
En primer lugar, y antes de examinar cómo operan, diré que hay abundante documentación sobre sus actuaciones. El negocio es monumental, porque la abrumadora mayoría del presupuesto promocional de la industria se invierte en influir sobre los médicos más que sobre los pacientes, y la mitad de él se consagra a los visitadores médicos. Y no son baratos, y, aunque su número fluctúa, en los últimos veinte años se ha duplicado[52]. hay un visitador por cada tres o seis médicos, depende de cómo se mida[53]. En una revisión sistemática se averiguó que la mayoría de los estudiantes de medicina tienen contacto con visitadores médicos ya antes de titularse[54]. Como la industria gasta tanto dinero en visitadores médicos, deben tener la seguridad de que influyen en las prescripciones.
Los médicos no dejan de afirmar, tanto en estudios cualitativos como cuantitativos —y no digamos cuando se habla con ellos en el ámbito social— que los visitadores médicos no influyen en sus decisiones de prescripción (muchos dicen que las mejoran)[55]. Y añaden también alegremente que su conducta no se ve alterada por relacionarse con visitadores médicos, aunque probablemente sí que ocurre en el caso de otros facultativos[56]. Y cuantos más visitadores médicos se conocen, más probabilidades hay de que se piense que no ejercen ninguna influencia[57].
Esto es de una ingenuidad fatua. Según las revisiones sistemáticas más actuales, se han realizado 29 estudios para valorar la influencia de las visitas de estos representantes[58] y en 17 de esos 29 estudios se observó que los médicos que reciben a visitadores médicos son más proclives a recetar el fármaco promocionado (en seis, los resultados fueron variables; en el resto no hubo diferencia y en ninguno se detectó una disminución de prescripciones). Los médicos que ven a visitadores tienden igualmente a prescribir medicamentos más caros y se muestran menos proclives a seguir las orientaciones de prescripción para una práctica óptima.
Para darles una ligera idea sobre esta investigación, señalaré que en un estudio clásico se eligió a 40 médicos que habían solicitado que se añadiera un fármaco a su lista de prescripción del hospital —la lista con todos los medicamentos que autoriza la dirección— en los dos años anteriores[59]. A continuación se seleccionó a 80 médicos de las mismas localidades elegidas al azar que no habían solicitado incluir un fármaco en la lista, y se comparó el contacto que esos dos grupos habían tenido con la industria: los médicos que pidieron que se incluyeran fármacos en la lista estuvieron 13 veces más predispuestos a recibir a visitadores médicos, y 19 veces más proclives a aceptar directamente dinero de las empresas farmacéuticas.
Estas visitas —que distorsionan la prescripción médica como repetidamente se ha demostrado— tienen lugar en un tiempo por el que los pacientes han pagado y, generalmente, sin el beneplácito de la administración de los servicios locales, que saben que tales actuaciones aumentan costes debido a la prescripción inconsecuente. Son visitas que, además, van en aumento desde que a los nuevos «sanitarios», se les ha autorizado ahora, en muchos centros, a recetar fármacos (una innovación que es de agradecer, aunque a muchos médicos les molesta) y por ello se han convertido también en diana de la actividad comercial. En el estudio más reciente en Estados Unidos sobre este nuevo sector, se detectó que el 96% de los sanitarios que recetaban admitieron mantener un contacto regular con visitadores médicos, y a mayoría opinaba que los contactos eran «positivos»[60].
No son las visitas personales el único medio del que se valen los visitadores médicos para influir sobre los médicos. Una de las circunstancias de mayor prevalencia —y una de las más difíciles de eludir— son las sesiones de presentación. El «Grand Round», por ejemplo, es una tradición en casi todos los hospitales; en este evento un equipo médico presenta un paciente complicado o interesante, haciendo una exposición para todo el personal médico del hospital. Es un acontecimiento importante —sobre todo para el tembloroso médico novel que presenta el historial básico del paciente en cuestión— al que asiste el hospital en pleno, desde los estudiantes de medicina en prácticas hasta los profesores; un evento docente, en suma. El Grand Round suele tener lugar a la hora del almuerzo y en la puerta hay bocadillos; lo promociona una empresa farmacéutica, que hace su presentación un minuto o dos antes sobre el escenario, o tiene un puesto con visitadores a mano que propician la conversación con los médicos.
No voy a decir que los médicos hospitalarios sean particularmente ricos ni particularmente pobres en comparación con otros facultativos de similar capacidad y titulaciones. Las categorías y sus remuneraciones en el Reino Unido son de acceso público: los médicos noveles cobran entre 25 000 y 40 000 libras anuales los cinco o diez primeros años, y los especialistas alcanzan unas 70 000 libras. Es un trabajo que exige entereza y no tiene el relumbre delos incentivos que se dan en la City, pero también es un mundo muy distinto. Se considere como se considere, los médicos pueden permitirse comprar o prepararse sus propios bocadillos y no necesitan esas pausas publicitarias pagadas en su trabajo hospitalario habitual. En los numerosos estudios publicados, los médicos noveles asistieron mensualmente a entre 1,5 y ocho almuerzos promocionados por la industria[61].
El problema no es que este tipo de patrocinio me parezca mal, sino que los médicos noveles son más proclives a optar por un fármaco del promotor, aunque no sea el adecuado, tras asistir a una presentación hecha por un visitador médico en una de esas reuniones Grand Round[62]. Este tipo de interacción se inicia generalmente ya en la facultad, y los médicos son muy ingenuos en cuanto al interés que se les demuestra hacia su carrera y su bienestar[63]. Para entender realmente el impacto humano que ejercen los visitadores médicos en los lugares de trabajo me inclino a pensar que hay que abordar situaciones personales.
Cuando de joven tuve un trabajo en un lugar perdido, asistí a una cena a la que una visitadora invitó al equipo médico. La evidencia, visto retrospectivamente, demuestra que quienes asisten a cenas de empresas farmacéuticas están más predispuestos a recetar los fármacos de esa empresa[64]. Pero asistían a ella mis otros colegas jóvenes, y como todos nos alojábamos en el hospital, de no haberme unido a ellos me habría encontrado en un dormitorio institucional solo sin nadie con quien hablar. No estoy contando ningún drama, sino explicando cómo se disipan las objeciones. Al final de la cena, la simpática visitadora médica preguntó dónde íbamos a estar dentro de poco, ya que todos íbamos a asumir en breve nuevos empleos de prácticas; llevábamos un mes sin pensar en otra cosa y le dimos buenamente la información.
Solo años más tarde, hablando con otros visitadores médicos, comprendí que no fue una charla amistosa: la visitadora quería saber nuestros destinos para dar cuenta de ello a otro representante que cubriese la zona en cuestión. Tal vez piensen que fuimos ingenuos, pero durante muchos años he dado clases a estudiantes y a médicos sobre cómo abordar la mercadotecnia de la industria, y los médicos que me escuchan, sin excepción, se muestran sorprendidos por el hecho inquietante de que los visitadores médicos que parecen impresionados por tu nuevo empleo, lo que realmente hacen es tomar nota de lo que piensas y dices.
Pero no queda ahí la cosa. Cuando empiezas a charlar con los visitadores, te enteras rápidamente que dividen a los médicos en dos categorías, bien documentadas en trabajos académicos[65]. Si piensan que eres un genio, un raro, partidario de la medicina basada en pruebas, solo pasan a verte cuando tienen algo interesante de verdad y no se molestan en promocionar sus fármacos del montón. Como consecuencia, esos médicos raros, librescos, escépticos ante las pruebas, lo que recuerdan es un visitador testigo fiable de pruebas objetivas, y cuando sus amigos comentan algo que ha dicho ese visitador están más predispuestos a afirmar: «Bueno, para ser sincero, los visitadores de esa empresa me han parecido siempre muy sólidos cuando me han aportado pruebas sobre algo nuevo…». Si por el contrario, piensan que eres blando, también lo anotarán.
En el trabajo clásico sobre el tema que nos ocupa, obra de un visitador médico en colaboración con un académico, se explican con detalle estas técnicas, y, si es usted médico, le recomiendo que lo lea, porque podrá apreciar como en un eco sus propios comentarios bajo una luz inesperada[66]. En este trabajo se examinan diversas situaciones, así como los adiestramientos y métodos que utilizan: cómo tratar con el médico aquiescente que dice que sí a todo, ¿para que uno se marche?; cómo establecer barreras con el médico mercenario que quiere más cenas caras en restaurantes de lujo, etc. ¿Y el médico general solitario que desea amigos? Tal vez esta clase de información social estratégica aparezca en las notas que el visitador de su zona recopila sobre usted. De hecho, como existe una Ley de Protección de Datos que da derecho a la información, mediante una «Clave de Acceso», podría darse la maliciosa coincidencia de que un grupo informal de médicos se reuniera y publicara esta información.
En lo que a mí respecta, dejé de recibir a visitadores médicos unos dos años después de titularme. Pero no puedo evitar tropezar con ellos ni evitar oírlos cuando hacen una presentación al inicio de una reunión donde trabajo; y muchas veces en el pasillo del ambulatorio, en algún sitio del edificio, supuestamente de entrada restringida al personal del centro, te encuentras con uno esperándote. Generalmente les deja entrar el personal administrativo, muchas veces empleados temporales. A veces ves un precioso ramo de flores en la mesa de la persona que se lo permite, cuando bajas a preguntar —con el mejor tono de voz y con pies de plomo— por qué había alguien ajeno al ambulatorio en el pasillo en medio de notas confidenciales sobre pacientes.
Para el personal administrativo del NHS, que trabaja en el sector poco agradecido del servicio público, una persona con aire competente y bien vestida pasa por ser alguien a quien se le debe permitir acceso al despacho del médico. De hecho, más que muchos de los que trabajan en el NHS, los visitadores médicos parecen salidos de un auténtico lugar de trabajo. Son encantadores, muy presentables, sabelotodo, atentos, recuerdan detalles sobre tus hijos (gracias a las notas), y llevan galletas caras y lápices de memoria Los buenos vendedores tienen mucha labia en su argumentación para vender el producto; yo les he visto desenvolverse y desplegar su magia.
Pero también pueden ser insidiosamente cizañeros. Los visitadores médicos traen cosas de comer y obsequios para todo el equipo, pero sobre quienes desean ejercer su influencia es sobre los médicos. Si estos no se unen a una salida de asueto del equipo, el visitador médico no los vuelve a convidar. Yo he visto a un especialista nuevo de un ambulatorio crear resentimiento y antipatía la primera semana de servicio por decir que no quería que los visitadores médicos invitaran en los almuerzos semanales de equipo. Probablemente se imaginarán que por la situación de cambio, tras la marcha de un especialista antiguo se crea un interregno delicado y tenso por esa transición obligada del servicio entre dos enfoques distintos. A lo que se añade el resentimiento por tener que prescindir de las invitaciones de quienes anuncian los productos.
¿Qué hacen los visitadores? En primer lugar, sus presentaciones son todo lo partidistas que puedan imaginarse. No es un sector en el que la investigación cuantitativa esté bien financiada —habrán advertido que es un tema recurrente en esta parte del libro—, pero en general suelen entregar copias («reimpresiones») de trabajos académicos con descripciones del ensayo que favorece a los fármacos que representan, por ejemplo, aunque no entregarán copia de aquellos en que no aparecen bajo una luz favorable, evidentemente. Esto imprime en la memoria del médico una imagen equivocada y distorsionada de la bibliografía de investigación, y, si le ocurre lo que a mí, muchas veces ni se acordará si aprendió algo determinado ni cómo lo aprendió. Solo sabe que lo sabe.
También tienen siempre una respuesta a las objeciones de los médicos. Un visitador me dijo en cierta ocasión que no le había ocurrido nunca que un médico le enseñara un trabajo académico que refutase sus afirmaciones si no se lo había dado algún visitador de la competencia. Una vez que los visitadores están al corriente de las objeciones y de los trabajos que esgrime la competencia, sacan a colación el tema en el departamento de publicidad, preparan las refutaciones y a seguir ruta. Si el caso se repite, se transmite en cadena a todos los visitadores del fármaco para que aprendan cómo rebatir las objeciones a la prescripción del fármaco que «soplan» a los médicos los visitadores de la competencia.
Como la mayoría de los visitadores se encargan de varios médicos, con el cometido de verlos aproximadamente cada tres meses, este grado de control y refutación es muy fácil de mantener. Disponen también de iPads con fichas didácticas provistas por la empresa de la marca, con palabras clave sobre sus fármacos y con gráficas engañosas. A veces esas gráficas siguen la misma pauta que la prensa y los pasquines políticos: un eje vertical que no comienza en cero, por ejemplo, exagerando una modesta diferencia. Aunque a veces juegan con más inteligencia, y, muestran una gráfica de barras que refleja una enorme diferencia entre los pacientes que toman el fármaco de su empresa, por ejemplo, y los pacientes sometidos a otro tratamiento, pero en la que el «otro tratamiento», si se observa atentamente, es una porquería.
También regalan obsequios, aunque en este sentido la normativa cambia constantemente y varía de un país a otro. A partir de mayo de 2011, en el Reino Unido, por una modificación del código del ABPI, los bolígrafos, vasos y chucherías promocionales ya no se regalan. Como esta normativa no ha suscitado fuerte oposición, tengo la sospecha de que los regalos no sirven de mucho y, además, tienen el inconveniente de ser muy cutres: el médico puede acabar con el despacho inundado por el logotipo de la farmacéutica impreso en bolígrafos, calendarios, lápices de memoria, etc.
En cualquier caso, según mi experiencia, el cumplimiento de las normativas es elástico: hace un par de años, cuando se pensaba que los regalos valían menos de 6 libras y tenían cierto uso médico, la justificación no era muy sólida («A un médico le conviene algo más que un simple obsequio por una visita a domicilio»). Pero sigo sin entender por qué los portátiles que so pretexto de «trabajar juntos en un proyecto» he visto entregar a médicos que sé que leerán este libro (y no los nombro), entran en la categoría de las 6 libras.
La cuestión de por qué funcionan esos regalos es curiosa, ya que su valor suele ser muy modesto, dejando aparte casos extremos de soborno descarado. Los científicos sociales que escriben sobre la cultura de los visitadores médicos sugieren que haciendo regalos se convierten en personas normales en el entorno social; y, además, los médicos desarrollan un sentimiento inconsciente de obligación, de deuda, sobre todo cuando se entablan relaciones más fuertes a través de eventos sociales[67]. Hasta cierto punto, son observaciones obvias aplicables a las técnicas de mercadotecnia de diversos campos: ¿acaso resulta fácil poner a alguien de patitas en la calle y no hacer caso de sus opiniones cuando te has reído con él entre copa y copa durante una cena? De todos modos, como ocurre con los anestésicos, no sabemos cómo funcionan, pero sabemos que funcionan.
Incluso cuando hay una reglamentación sobre los regalos, sigue en pie la hospitalidad; está claro que almuerzos, viajes y hoteles continuarán disponibles como siempre. Con una simple ojeada al portal del PMCPA se constata que las directrices de autorregulación sobre límites razonables se incumplen a menudo. Una visita a un club de estriptís, vuelos por todo el mundo en clase preferente, hoteles con campo de golf, etc[68]. No hace mucho salió a la luz un imprudente documento ulterior a un congreso organizado por Cephalon, en el que se explicaba que la empresa pagó los gastos a unos médicos que asistieron a un congreso formativo en Lisboa. Junto a comidas de 50 libras y barra libre matinal, se leen comentarios de los médicos tales como: «La cena fue estupenda», «Otra noche sensacional», «Después fuimos a varios bares y a una discoteca hasta las tres de la madrugada… ¡Y hemos hecho fotos buenísimas!»[69]. O: «A todos los clientes se les trató a cuerpo de rey y todos hablaron favorablemente de Effentora… ¡Asegurémonos de que empiezan a recetarlo desde ya!».
Los casos que salen a la luz no son más que la punta del iceberg, ya que casi no hay trabajos de investigación en este campo, por lo que su descubrimiento y divulgación depende de la competencia, o de médicos que, implicados en alguna mala conducta ética, lo denuncian ellos mismos a las autoridades, lo que no es frecuente. Viajes como el citado se utilizan para influir en la conducta de prescripción de médicos que atienden a pacientes como ustedes y que gastan dinero del NHS; sea con barra libre o sin ella, en cualquier caso, las pruebas demuestran que esos viajes modifican la conducta.
En un estudio clásico se siguió la pista a un grupo de médicos antes y después de asistir a un simposio con todos los gastos pagados en «un concurrido lugar turístico»[70]. Antes de la partida, como era de esperar, la mayoría declaró que no pensaba que el hecho en sí cambiase sus hábitos de recetar un medicamento u otro, pero cuando regresaron, las recetas de fármacos de la empresa que había sufragado el viaje se triplicaron. De hecho, esta conducta se ha extendido tanto que el Serious Fraud Office anunció en 2011 que recurriría a la potestad que le confiere la Ley de Soborno de 2010 para investigar las deferencias de empresas a médicos, enfermeras y jefes del NHS que rebasan «los gastos promocionales lógicos y proporcionados». Si cabe imaginar que médicos, enfermeras y jefes del NHS son blanco de investigación por fraude y soborno, es que existe un problema.
Para terminar, junto con los regalos, los viajes y la hospitalidad, los visitadores médicos son el canal por el que fluyen otros beneficios para las empresas farmacéuticas, ya que ellos son sus ojos y sus oídos, y recogen sobre el terreno información relativa a «dirigentes clave para la formación de opinión» y a médicos con jerarquía, carismáticos y con ascendiente sobre otros colegas. A estas personas se las selecciona para un tratamiento especial, pero, además —si son ya partidarias del fármaco—, ganan influencia, consiguen personal extra y se les favorece de diversas maneras que comentaré en breve.
Hay una vuelta de tuerca final en el tema que tratamos. Quienes trabajan en la venta de fármacos suelen cobrar de acuerdo con los resultados. ¿Cómo pueden saber los fármacos que receta un médico si esa información solo figura en los historiales de pacientes y médicos? En Estados Unidos, los datos sobre prescripciones a pacientes se venden libremente, y se han convertido en uno de los mercados más lucrativos de información sanitaria. Aunque resulte una sorpresa para los pacientes, las farmacias estadounidenses venden sus archivos de prescripciones a empresas como Verispan, Wolters-Kluwer (un editor académico) y IMS Health[71]; esta última empresa dispone de los datos de dos tercios de todas las prescripciones despachadas en las farmacias del país.
Los nombres de los pacientes se eliminan (aunque si es usted la única persona con esclerosis múltiple de la ciudad en que reside, cualquiera puede ver lo que toma), pero lo más importante para los visitadores médicos es que los médicos que recetan son identificables, y con esa información una empresa sabe qué medicamentos prescribe a los pacientes y así aguza su argumentación de venta y recoge pruebas de si los médicos mantienen las promesas de recetar que hicieron a los visitadores médicos.
Esas promesas son muy importantes en el mundillo de los visitadores médicos porque en sus visitas explican los beneficios del fármaco que representan y procuran conseguir el compromiso del médico para un plan concreto: empezar a aplicar el tratamiento, por ejemplo, en los primeros cinco pacientes que acudan a él con un diagnóstico X. Con cierta presión por parte de ciertos colegas y un argumento persuasivo se puede alcanzar un compromiso, el cual se controla gracias a los datos de IMS, y, en consecuencia, los favores a un médico sufren cambios y se puede planificar una presión concreta antes de la siguiente visita. A los fáciles de convencer, el visitador les dice: «¿Por qué receta ese fármaco barato, doctor, si el nuestro tiene menos efectos secundarios? Mire este diagrama comparativo entre dos que lo demuestra». Al «esparcidor», en la jerga de los visitadores, le preguntará: «¿Por qué receta una mezcla tan heterogénea de antidepresivos del mismo tipo de fármaco?».
Como los datos de prescripción incluyen igualmente el número de colegiado del médico, se puede vincular a información demográfica y sobre su carrera que exista en otros bancos de datos. De este modo, las empresas farmacéuticas pueden curiosear las estadísticas de una región y localizar a los médicos jóvenes y a los más veteranos con influencia. Y una empresa como Medical Marketing Service «subrayará» los datos sobre prescripciones con arreglo a «una selección conductual y psicogeográfica que ayuda a orientar mejor sus perspectivas ideales».
Inevitablemente, esto se ha convertido en otro sector para el juego del gato y el ratón. La American Medical Association ha intentado poner en marcha un Programa de restricción de datos sobre los médicos, en virtud del cual los médicos a quienes no les guste esta clase de espionaje puedan soslayarlo[72], y hay estados que tratan de vez en cuando de restringir la venta de dichos datos. Pero estas limitaciones tropiezan con presiones institucionales, interminables pleitos y las habituales apelaciones. Vermont, por ejemplo, prohibió en 2007 la venta de datos sobre prescripciones; el asunto pasó al Tribunal de Apelación y después al Tribunal Supremo de Estados Unidos, y el dictamen de los jueces fue revocar la decisión tras un enorme gasto legal[73].
¿Y en el Reino Unido? Puede que llegue el día en que los archivos de prescripciones se vendan al mejor postor, pero de momento los visitadores médicos me han dicho que trabajan con métodos más humanos. A veces preguntan al médico si pueden ver sus archivos de prescripciones —muchos se lo permiten—, pero en caso contrario acuden a la fuente: Lo mejor es ir al farmacéutico más próximo y pedírselos. Los farmacéuticos te reciben y te dejan mirar la pantalla del ordenador y así puedes comprobar exactamente cuántas prescripciones expiden. —Perfecto—. Con el nombre del paciente, por supuesto.
¿Qué puede hacer usted?
1. ¡No reciba a los visitadores! Si es usted médico, o enfermera con potestad de recetar, o estudiante de medicina, no atienda a visitadores médicos. Las pruebas demuestran que influirán en su práctica y que se equivoca si cree que no.
2. Prohíba la entrada en su clínica o en su hospital a los visitadores médicos. Los visitadores médicos provocan un aumento de gastos y actúan en contra de la medicina basada en pruebas. Todo el personal, médico o administrativo, puede legítimamente cuestionarse su presencia en su puesto de trabajo, del mismo modo que los representantes de pacientes. Los directores de hospital pueden asesorarse sobre esa prohibición (aunque muchos también obtienen dinero fácil). Es posible que los especialistas tengan más influencia. En el caso de una clínica de tamaño modesto, se pueden intercambiar objeciones con los colegas y explicarles por qué le alarman los visitadores médicos. Si por motivos de política local solo se les puede impedir la entrada a ciertas reuniones, aproveche dichas reuniones para hablar claro. Puede confeccionar una serie de carteles explicativos que expongan por qué es mejor prescindir de los visitadores médicos y cómo las presiones comerciales distorsionan la medicina basada en pruebas científicas. Las pancartas de dos metros de alto que usan los visitadores para anunciar sus productos y aportar información llamadas «cartelones» pueden encargarse online por solo cincuenta libras, con un cartel de diseño personalizado en el que figuren pruebas de que los visitadores médicos perjudican la práctica médica. Si consiguen realizar un buen modelo de «fuera visitadores», envíenmelo que yo lo difundiré.
3. Aliente a todos a explicarle a los pacientes los regalos y las invitaciones que han recibido. Si médicos, enfermeras y directores no dejan de aceptar esos favores y siguen recibiendo a visitadores médicos, díganles que declaren en un lugar bien visible, tanto online como en las salas de espera de los pacientes y el público, lo que han recibido. Dado que piensan que esos regalos y esas visitas de representantes no influyen en su conducta de prescripción, les encantará compartir la información con los pacientes del NHS que pagan su sueldo.
4. Prohíban la entrada a visitadores médicos en las facultades de medicina. Si es usted estudiante de medicina y cree, como creo haber demostrado, que los visitadores médicos son nocivos, puede militar para que se les excluya de las actividades universitarias. Si resulta muy difícil, repase las actividades promocionales de la industria y denúncielas en público para avergonzar a su institución. Esto tiene su importancia porque las directrices suelen quedar muy lejos de la realidad. En una facultad de medicina en la que di clases, el farmacólogo jefe ha prohibido la entrada al hospital a los visitadores médicos, pero los estudiantes afirman que los especialistas no hacen caso. En colaboración con otras universidades, también pueden difundir datos que demuestren que la peor influencia de la industria se ejerce en las facultades de medicina. Recuerden que la industria gasta casi la cuarta parte de sus ingresos en procurar influir sobre los médicos, y que la mitad de esa suma la invierte en visitadores médicos. Es un gasto extraordinario que suma miles de millones solo para ejercer influencia.
5. Informen al PM CPA sobre transgresiones de su código por parte de los visitadores médicos. Notificando lo que ven y oyen contribuirán a reducir la farsa que esa autorregulación representa en la realidad.
6. Instruya a los estudiantes de medicina y a los médicos sobre la peligrosa influencia que ejercen los visitadores médicos en la práctica médica. A mi entender, no es una medida política sino parte legítima de la enseñanza en la medicina basada en pruebas científicas. Los médicos se ven sometidos a intrusiones publicitarias durante toda su vida en los cuarenta años de práctica clínica tras salir de la facultad, y la mayoría declara no haber sido debidamente instruido para enfrentarse a esa intrusión[74]. Los ejemplos que se ofrecen en este libro pueden resultarles de gran ayuda, y me encantaría que simplemente fueran un punto de partida. Si elaboran buenos materiales didácticos, les ruego que los compartan.
7. Las normativas deben cambiar para impedir que los farmacéuticos compartan información confidencial sobre médicos y pacientes con los visitadores médicos. Es evidente y hay que someterlo a control. Pueden preguntar a su farmacéutico y a su médico si comparten datos confidenciales de prescripción con visitadores médicos e instarles a que no lo hagan.
8. Haga una buena limpieza de propaganda farmacéutica. Si trabaja en el sector de la medicina y su despacho está lleno de material publicitario de empresas farmacéuticas, recoja bolígrafos, tazones, calendarios, lápices de memoria y otros cachivaches y tírelos a la basura. O puede donarlos a algún museo.
Escritores en la sombra
Si les digo que no creo que Katie Price escribiera su autobiografía superventas, no les parecerá seguramente una revelación. Pero tampoco tiene la menor importancia: el público quiere algo entretenido, y todos sabemos que los famosos no escriben sus biografías. Es lo tradicional en esta clase de literatura y un secreto a voces.
De médicos y académicos se espera mucho más. El lector de una revista académica confía razonablemente en que lo que lee sea un estudio académico independiente, o un artículo de crítica o de opinión. Pero está muy equivocado. Los artículos académicos, en realidad, suelen estar escritos por un autor encubierto a sueldo de una farmacéutica y llevan en la cabecera un nombre académico para darles carácter de independencia y rigor científico, y muchas veces esos académicos tienen muy poca o nula participación en la recopilación de datos o en el borrador del trabajo.
Pero es que, además, aunque la publicación tenga el aspecto de un proyecto espontáneo de un académico independiente, generalmente forma parte de un plan de publicaciones minuciosamente orquestado en paralelo al plan publicitario del producto de una empresa. Por eso, antes del lanzamiento de un fármaco aparecen trabajos mencionando una investigación de datos cruzados que revela la prevalencia de una enfermedad en una tasa mucho más alta de lo que se pensaba; otros en que se revisa la situación de una enfermedad y se explica que la opinión general sobre los tratamientos en vigor es que son ineficaces y peligrosos, etc. Mediante esta maniobra, toda la bibliografía académica por la que se guían los médicos para tomar sus decisiones —el único instrumento de que disponemos— está manipulada desde la sombra con un propósito no confesado.
¿Es una práctica muy común? Como sucede con todas las actividades de dudosa moralidad, es difícil obtener datos taxativos; el simple hecho de valerse de un «negro» o escritor en la sombra implica ocultarlo al público, y a los académicos y a la industria les suele resultar vergonzoso, generalmente, hablar de ello. Pero gracias a filtraciones y a prudentes investigaciones que protegen el anonimato, se han podido establecer ciertos cálculos.
En un estudio de 2010 se optó por un muestreo representativo de todos los trabajos publicados en seis revistas médicas importantes —incluidos Lancet, JAMA, etc.—, y se entró en contacto con 896 autores de los mismos (el autor «principal» del trabajo, del que siempre se cita el contacto)[75]. Fue una recopilación de todo tipo de trabajos, desde investigación original, artículos de revisión y artículos de fondo de opinión. Las revisiones y los artículos de opinión son de gran importancia para las empresas, que emplean a redactores, ya que representan la oportunidad de resumir las pruebas para difundir información en un campo concreto en un formato legible, y sientan el marco para el ulterior debate e investigación. Sabiendo que la tasa de respuesta sería baja, los investigadores prometieron en el correo electrónico inicial de contacto que las respuestas serían tratadas con suma confidencialidad. Es notable que obtuvieran respuesta de más de dos tercios de los autores. La información que recibieron indicaba que el 8% de los artículos estaban escritos por un «negro», y que un 12% de ellos correspondían a artículos de investigación, un 6% a revisiones y un 5% a artículos de opinión.
Puede creerse a ciencia cierta que es un cálculo a la baja. Si de buenas a primeras se contacta con un desconocido y se le pide desde una dirección de correo electrónico que reconozca una conducta antisocial y poco ética que socava la profesión, es natural que se muestre reacio a contestar. La garantía de anonimato de alguien a quien no se conoce en absoluto no es determinante comparada con las previsibles consecuencias de confesar algo. Por tanto, es posible que quienes contestaron negaran deshonestamente la intervención de «negros», y puede creerse con plena seguridad que el 30% de los autores que declinaron participar en el estudio estarían implicados en usurpación de autoría.
En otro estudio de 2007, en dos ciudades danesas, se examinaron los ensayos financiados por la industria aprobados por comités deontológicos, y, comparando los autores en que estaba probada su ostensible intervención en los ensayos con aquellos que figuraban como autores en los trabajos académicos en que se notificaban los resultados, se recogieron pruebas de «autoría mercenaria» en el 75% de los casos[76]: los estadísticos de la empresa, los empleados de la empresa que redactaron el protocolo del ensayo y los escritores comerciales que hicieron el borrador del manuscrito se esfumaron en la publicación del trabajo definitivo, y fueron sustituidos por académicos independientes sin tacha.
Como es una actividad difícil de detectar, creo que es perfectamente legítimo preguntar a personas que han trabajado con autores académicos su experiencia al respecto. Un editor jefe de una revista especializada declaró no hace mucho ante el Comité Financiero del Senado estadounidense que él calculaba que un mínimo de un tercio de los trabajos presentados a su revista eran obra de autores médicos comerciales que trabajaban para empresas farmacéuticas[77], y el editor de Lancet calificó esta práctica de «procedimiento estándar»[78].
Vamos a hacer una breve pausa para reflexionar sobre por qué se recurre a los «negros». Si se lee un trabajo académico sobre un nuevo ensayo clínico preparado, dirigido y recopilado por empleados de una empresa farmacéutica, no es muy probable que los resultados expuestos se tengan en consideración. Cuando menos, sonará la alarma, y la sospecha aumentará si faltan datos o se observa un énfasis favorable en la exposición de los resultados. Al leer un artículo de opinión en el que se afirma que un nuevo fármaco es mejor que otro más antiguo, y ver que lo ha escrito alguien de la empresa que lo fabrica, lo más probable es que uno se ría. «Es publicidad», musitará el que lo lea; «¿Qué pinta aquí, en una revista académica?», pensará.
Con estos antecedentes, se comprende perfectamente el lenguaje, las estrategias y las intenciones de quienes redactan esos trabajos. Generalmente habrá una empresa de «formación y comunicación médica», implicada desde el principio en el proceso de investigación, para asesoramiento de un plan completo de publicaciones con apariencia académica que acompañe a la campaña de publicidad del fármaco. Se trata de realizar el trabajo preliminar, como hemos visto, y generar trabajos argumentando que la enfermedad objeto del tratamiento está más difundida de lo que se creía, etc. La empresa participará igualmente en el recuento e interpretación de los datos de cada ensayo para ver cómo seleccionarlos lo mejor posible. Un buen planificador de publicaciones será capaz de descubrir cómo producir más de un trabajo por cada ensayo, con lo cual se creará un amplio abanico de posibilidades promocionales.
El escritor en la sombra, además, no tendrá acceso a todos los datos: de hecho, una de las ventajas de este trabajo —desde la perspectiva de la empresa— es que al redactor le suelen llegar tablas de resultados preparadas de antemano por los estadísticos de la empresa, elaboradas en función de un propósito concreto. Este, por supuesto, no es más que uno de los aspectos en el que la generación de un trabajo por parte de una empresa difiere del proceso normal del trabajo académico.
En esta fase del proceso, la discusión se plantea generalmente entre la empresa y la agencia comercial de redacción. Una vez establecido el plan, y perfilados los artículos, las dos partes se encargan de localizar académicos que presten su nombre a los trabajos. En un experimento o en una investigación concreta pueden haber intervenido ya algunos. Para un artículo de opinión o una revisión, los artículos se esbozan e incluso se redactan de forma autónoma y a continuación se remiten a los académicos designados para que hagan comentarios si ha lugar, y, sobre todo, para que añadan el nombre y su estatus de independencia como garantía del trabajo.
Escribir un trabajo académico de autoría propia es una labor tediosa para cualquier catedrático o profesor. En primer lugar, hay que revisar la bibliografía de todo un campo, evitando omisiones garrafales y redactando una introducción coherente en la que se exponen los trabajos anteriores. Esto, naturalmente, es una oportunidad magnífica para delimitar el campo. Después, si se trata de un informe sobre una investigación, hay que vehicular el trabajo —lo que puede eternizarse— salvando obstáculos administrativos y comités deontológicos, coordinar la recogida de datos, y más cosas. Finalmente, hay que configurar los datos de modo que sean analizables, detectar y expurgar errores y repeticiones, efectuar el análisis y confeccionar las tablas (¡Dios mío, los días que habré perdido haciendo tablas!). Y antes hay que decidir qué tablas, qué hallazgos poner de relieve, y otras muchas cosas más. Después de todo esto, hay que añadir una sección de discusión exponiendo con lógica los resultados y la solidez o debilidad de los métodos, etc. Hasta para un simple trabajo de opinión o una revisión, hay que tener de antemano la idea y el tiempo.
Una vez redactado el trabajo, empieza el horror. Varios colegas que han colaborado y cuyo nombre figura en él, apostillarán leves comentarios, sugerencias, retoques, que llegan por correo electrónico cuando menos te lo esperas, y cada sugerencia particular tienen que aprobarla todos los demás. De todos los trabajos se hacen múltiples borradores, absurdamente similares, y nunca se puede estar seguro de si alguien no habrá introducido una frase absurda que pueda pasarse por alto. En definitiva, hay que comprobarlo todo una y otra vez, y a fondo.
Finalmente, el proceso de presentar el trabajo es de órdago. Cada revista académica tiene sus propios requisitos maniáticos; todas exigen una disposición distinta de las referencias, las tablas en documento aparte, a pie de página, hay un límite de palabras, hay algún libro de estilo pejiguero que prohíbe el uso de «esto» como remisión al párrafo anterior, aunque su empleo sea totalmente normal en la lengua, etc.
Debido a todo esto, los académicos no producen una cifra extraordinaria de trabajos al año, a pesar de que sus réditos están en función del número que publican y de la calidad de los mismos. Según lo expuesto, no es de extrañar que resulte algo sospechoso que un académico publique muchos trabajos y que, además, compagine esta actividad con la práctica clínica.
Por tanto, la ayuda profesional en este arduo proceso supone una enorme ventaja; y por eso, la selección del académico o el médico arropado por la «autoría mercenaria» que se beneficia de un trabajo es un asunto complicado que tiene su enjundia. No los eligen al azar; las empresas farmacéuticas —como explicaremos— mantienen una lista actualizada de líderes de opinión clave en una determinada área, académicos y médicos influyentes en su especialidad o en su zona de residencia, y que están bien predispuestos para con la empresa o el fármaco.
La relación entre el líder de opinión y la empresa farmacéutica es mutuamente beneficiosa en aspectos difíciles de calibrar de entrada. Naturalmente, la empresa farmacéutica tiene capacidad para dar una falsa impresión de independencia en un trabajo que en realidad ella misma ha concebido y redactado, y en el que no cabe duda de que hay dinero de por medio. (¿No lo mencioné ya? Hay académicos que cobran «honorarios» de las farmacéuticas por prestar su nombre al trabajo). Pero hay otros beneficios más ocultos.
El académico añade una publicación a su currículo sin mucho esfuerzo, y con ello parece mejor académico; atesora mayor probabilidad de ser reconocido en el futuro como una autoridad en la materia —lo que es estupendo para la empresa, pues son amigos—, y también tiene más posibilidades de ascender de categoría en la universidad. Un joven con un expediente impresionante de trabajos publicados en revistas académicas tendrá mayores probabilidades de convertirse en profesor, en «lector» y en profesor universitario. En este sentido, el académico ambicioso recibe un beneficio en especies, tan sustancial como un cheque, por el que queda agradecido a la farmacéutica. Pero lo más importante, por encima de todo, es que el líder de opinión, el que sostiene opiniones que agradan a la empresa, adquiere mucha más experiencia e influencia, y se convierte en una estrella en ascenso.
No quisiera que creyeran mis palabras a pie juntillas. Casi toda la actividad en este terreno tiene lugar a puerta cerrada, pero a veces hay pleitos de los que se filtran documentos y, otras, con suerte, correos electrónicos y memorandos en los que se trata sobre ese proceso de «autoría mercenaria». Como ya he dicho, no deben atribuir lo que lean aquí a fármacos ni a farmacéuticas en concreto, porque la actividad a la que me refiero es, como se deduce de los datos citados anteriormente, generalizada en toda la industria y en todas las empresas y campos de la medicina. Los que han trascendido son los que atañen a determinados fármacos de los que se ha podido encontrar, negro sobre blanco, documentos internos y ciertas discusiones que anteceden a los trabajos redactados por «negros», y, por cierto, el hecho de mantener esa documentación fuera del alcance de personas como yo, es una de las razones por las cuales las empresas tienden a negociar al margen de los tribunales, para evitar las vistas públicas en que esos documentos puedan o deban ser presentados[*].
Un ejemplo interesante es el del antipsicótico olanzapina (nombre de marca Zyprexa) utilizado para el tratamiento de enfermedades como la esquizofrenia[80], del que salieron a la luz muchos documentos sobre la estrategia de «autoría mercenaria» de Lilly, su fabricante, durante un juicio para dictaminar si había exagerado los beneficios del fármaco, haciendo publicidad de él para aplicaciones de las que existía licencia.
Lilly se propuso hacer de Zyprexa «el psicotrópico número uno en ventas de la historia», y en los correos electrónicos se habla de cómo utilizar escritores a sueldo para presentarlo con un enfoque favorable: «El trabajo para el suplemento de Progreso en Neurología y Psiquiatría está terminado y ha sido enviado a la revista para su revisión entre iguales —afirma uno los encargados de publicidad—. Se dio a escribir el artículo y después colaboramos con el autor, el doctor Haddad, para poner a punto el redactado definitivo».
El trabajo de que se habla fue publicado en un suplemento de la revista Progress & Neurology and Psychiatry. Peter Haddad, cuyo nombre figura como autor, es un psiquiatra con consulta en Manchester, que entrena a médicos noveles[81]. No es ni muy veterano ni muy novel, y no les menciono su trabajo porque crea que lo considere un agravio ni porque suene impresionante; lo menciono porque es la realidad insustancial y cotidiana de cómo funciona este proceso en el que participan médicos normales y corrientes de todo el país. En los correos electrónicos se explica el modo en que el equipo global de Lilly aprobó el borrador de Peter Haddad, pero la aprobación definitiva la dio Lilly del Reino Unido, dado que la revista se edita en el Reino Unido. Enhorabuena, Peter Haddad.
Existe también otro documento de una sesión informativa en la que se habla de que Lilly coloque un artículo en el que se afirme que la modalidad inyectable de la olanzapina puede ser útil para aplacar la conducta agresiva de los esquizofrénicos cuando se ponen muy inquietos y están trastornados[82].
Recomiendo que se lo bajen de la red si tienen dudas sobre lo que digo o sobre la manera desenfadada de llevar a cabo estos proyectos. Recuerden que el tema del documento es un artículo encomendado a un académico independiente; en él, la empresa reseña sus propósitos, que no son muy académicos:
Base/Propósitos
Después se comenta cómo esquivar el hecho de que el fármaco no cuente aún con la licencia:
Y se añade un esbozo que puede servir de orientación para redactar los trabajos (porque recuerden que sobre el tema puede haber diversos artículos dentro del plan de publicaciones, escritos por diversas personas en diversos países):
A continuación se comenta cómo elegir un «autor» adecuado:
¿Qué ocurre cuando un trabajo está en curso? Lo veremos refiriéndonos a otro estudio sobre un antidepresivo llamado paroxetina. Los documentos —y más cosas— pueden leerlos en el Drug Industry Document Archive, recopilado por la Universidad de California, San Francisco, con materiales hechos públicos en diversos procesos de la industria farmacéutica[83]. El profesor Martin Keller de la Universidad Brown, por ejemplo, habla del contenido de «su» trabajo con alguna persona de relaciones públicas que trabaja para la empresa GSK: «Ha hecho usted un trabajo soberbio; muchísimas gracias. Es excelente. He incluido algunos cambios mínimos que he hecho yo mismo»[84].
El «negro» le devuelve el artículo repasado, organizado y ya listo para enviar, porque, naturalmente, es el académico quien debe enviar el trabajo a la revista[85]. Recordarán lo que antes dijimos sobre los laboriosos pasos que ha de seguir un académico para elaborar un trabajo y someterlo a una revista; pues si trabajas con GSK, todo está mucho más claro: «Por favor, añada su membrete y revise como le parezca».
Apreciado doctor Keller
Nos complace adjuntarle la documentación para que someta su manuscrito «Eficacia de la paroxetina, y en contraste con la imipramina, en el tratamiento de la depresión adolescente grave: ensayo por control aleatorizado» al Journal of the American Academy of Child and Adolescent Psychiatry.
Anexos:
Y así sucesivamente. Para algunos académicos —los que están en el ajo y forman parte del circuito de líderes de opinión— todo esto se ha convertido en algo corriente, tan obvio que hasta lo han alegado como excusa para descargarse de la responsabilidad del contenido de trabajos en los que figura su nombre. Después de que en un estudio decisivo sobre el analgésico Vioxx se evidenciara que no se habían ajustado bien ala descripción exacta de las muertes acaecidas entre los pacientes a quienes se administró el fármaco[86], el principal autor declaró al New York Times: «Merck vino a verme una vez concluido el ensayo y me dijo: “Queremos que nos ayude en este trabajo”. El trabajo inicial lo redactó Merck y a continuación me lo enviaron a mí para revisarlo». Pues, está muy bien.
Estos casos no se reducen a artículos en revistas. La empresa de redacción médica STI, por ejemplo, escribió un libro de texto de medicina en el que figuran los nombres de dos médicos especialistas[87]. Si repasan la documentación, ahora de dominio público, verán que en un borrador del texto se dice que lo paga GSK y que lo escriben dos miembros de la empresa redactora médica a quienes se paga, pero en el prefacio del libro publicado, los médicos cuyo nombre aparece en la cubierta se limitan a dar las gracias a STI por «la ayuda editorial», y a GSK por «la generosa subvención académica».
El doctor Charles Nemeroff, uno de los «autores» del texto, respondió a las alegaciones en el New York Times en 2010, diciendo que se encargó de conceptualizar el libro, redactar el primer esbozo y revisar todas las páginas, y que la empresa «no intervino en el contenido»[88]. Pueden extraer sus propias conclusiones; más abajo reproduzco copia escaneada de la carta que envió Nemeroff a la empresa redactora al principio del proyecto[89]. Prometo que es la última vez que muestro esta clase de documentos tan palmariamente explícitos. A mi entender, la carta se refiere a STI, los redactores comerciales al servicio de GSK, en la que se dicen cosas como: «Hemos iniciado el desarrollo del texto» y «Le adjuntamos un esbozo completo para que lo comente». Figura también un plazo de entrega, según el cual el manuscrito se envía al promotor varias veces para que lo «firme» y lo «apruebe». Por tanto, la persona que dirige el ensayo, analiza los datos, escribe el trabajo y lo envía a una revista, e incluso redacta un libro de texto médico, no es quien uno se imagina.
RK: PRIMARY CARE HANDBOOK OF PSYCHOPHARMACOLOGY
Dear Charlie:
I am pleased to provide an update on the status of this project. We have begun development of the text, and Diane Conig1io, PharmD is the primary technical writer and project manager. I will be working closely with Diane at all times and will serve as technical editor. You and Alan are in good hands with Diane; she has many years of experience and is a creative and accomplished technical writer.
We have developed a timeline for completion of work as follows:
• Sample text for preliminary comment | Feb 21 |
• Draft I to co-authors/APPI/sponsor | May 2 |
• Comments to STI | May 30 |
• Draft II to co-authors/sponsor | June 20 |
• Comments to STI | July 11 |
• Draft III to co-authors/sponsor for sing-off | July 25 |
• Production begins | August 1 |
• Page proofs to co-authors/APPI/sponsor for final approval | August 15 |
• Disk to publisher for printing | September 1 |
A complete content outline is enclosed for your comment. We have made several key content assumptions as listed below. Please comment on these issues.[*]
Como consecuencia de todo esto, y como ya hemos visto, los líderes de opinión que favorecen los fármacos de la industria consiguen brillantes currículos, alcanzan un estatus académico superior y, por ende, mayor prestigio de independencia, y también un trato preferente. La bibliografía académica está plagada de trabajos de debate repetitivos y poco sistemáticos que sirven más de promoción que de auténticas contribuciones académicas, y está, además, distorsionada con publicaciones que reiteradamente sitúan los tratamientos bajo una luz favorable a la industria. Aun en los casos en que no promocionan explícitamente un fármaco concreto, los académicos que trabajan en sectores comerciales de la medicina relativos a nuevos medicamentos, gozan de una mayor prominencia frente a otros que no disponen de redactores comerciales que les hagan el trabajo. El resultado es que quienes estudian los factores sociales, los efectos secundarios y los medicamentos cuya patente ha expirado quedan marginados.
Ni que decir tiene que al enfrentarse a tratamientos médicos, que pueden ser muy nocivos o muy útiles, es de suma importancia que la información sea fiable y transparente. Pero hay otro aspecto ético que muchas veces se descuida.
Actualmente, en casi todas las universidades, enviamos a los estudiantes un extenso documento intimidatorio explicándoles que cualquier párrafo de cualquier trabajo o tesina que redacten se integra en un software llamado TurnItIn, un costoso instrumento para detectar plagios. Es un software omnipresente cuyos contenidos aumentan cada año con la adición de cada nuevo proyecto de los estudiantes, páginas de Wikipedia, artículos académicos y todo lo que aparezca online, para captar las trampas que hace la gente. Cada año, en todas las universidades, se descubre que hay estudiantes que reciben a escondidas ayuda externa; cada año se califica a los estudiantes con puntuaciones y «suspensos», y a veces se les expulsa del curso, quedando en su currículo para toda la vida una mancha por falta de ética.
Sin embargo, que yo sepa, no hay un solo académico en el mundo que haya sido sancionado por prestar su nombre a un trabajo académico no escrito por él. Y eso a pesar de todo lo que se sabe sobre la extraordinaria prevalencia de esta actividad tan poco ética y pese a los incontables escándalos puntuales en que se ven envueltos en todo el mundo catedráticos y profesores de universidad con documentación legal sin tacha, y de que en muchos casos se trata de algo verdaderamente comparable al delito de plagio de los estudiantes. A ninguno se le ha atribuido una calificación negativa, por el contrario, gozan de importantes cargos docentes.
Bien, ¿qué hacen los organismos reguladores a propósito de estos trabajos que saben que están redactados por «negros»? En general, casi nada. En un estudio de 2010 sobre las cincuenta facultades de medicina más importantes de Estados Unidos, se descubrió que todas salvo trece no tenían ninguna política que prohibiese a los académicos hacer cesión de su nombre para artículos escritos por «negros» a sueldo de las farmacéuticas[90]. El Comité Internacional de Editores de Revistas Médicas ha publicado unas directrices sobre autoría, señalando quién debe figurar como autor en los trabajos, con la buena intención de que ello propicie que se declaren. La iniciativa ha sido muy bien recibida y ahora todo el mundo habla de esta actividad como si la hubiese inventado el ICMJE. Pero, en realidad, como ya hemos visto tantas veces, es una falsa solución, porque las directrices son lamentablemente vagas y se pueden torear de maneras tan obvias y previsibles que cabrían en un solo párrafo. Los criterios del ICMJE postulan que quien figure como autor debe cumplir tres requisitos: contribuir a la concepción y preparación del ensayo (recopilación de datos, análisis o interpretación); contribuir al borrador o a la revisión del manuscrito y participar en la aprobación definitiva de los contenidos del trabajo. Suena muy bonito, pero como hay que cumplir los tres requisitos para figurar como autor, resulta muy fácil que un escritor comercial médico de una farmacéutica haga casi todo el trabajo y aun así no figure como autor. Cualquier trabajo, por ejemplo, puede llevar legítimamente el nombre de un académico independiente, aunque este solo haya contribuido al 10% de su esbozo, el 10% del análisis, una breve revisión del borrador y haya dado el visto bueno al contenido definitivo. Mientras que un equipo de escritores médicos comerciales empleados por una farmacéutica para ese trabajo no aparecerán en la lista de autores aunque hayan concebido totalmente el ensayo, hayan hecho el 90% de la preparación, el 90% del análisis, el 90% de la recogida de datos y hayan redactado el borrador[91].
De hecho, los nombres de los autores de la industria no suelen aparecer, y lo único que figura es la mención a la contribución editorial por parte de una empresa. Y muchas veces, por supuesto, ni siquiera eso. En cambio, un académico novel que lleve a cabo igual tarea que varios redactores médicos comerciales —estructurar el texto, revisar la bibliografía, elaborar el primer borrador, decidir cómo presentar mejor los datos, depurar el léxico— tendrá su nombre en el trabajo, a veces como autor principal. En esta situación lo que se aprecia es un doble rasero. Cualquiera que lea un trabajo académico espera que los autores sean quienes han dirigido el ensayo y escrito el trabajo: es la norma habitual, y por eso los redactores médicos y las empresas farmacéuticas remueven cielo y tierra para que no aparezcan los nombres de sus empleados en la lista de autores. No es casual y no cabe ninguna excusa: no quieren que los redactores comerciales figuren en la lista de autores porque saben que no queda bien.
¿Hay alguna solución? Sí, lo que se llama lista de créditos en las películas en que al final aparece la contribución de cada uno: X diseño del análisis, Y versión preliminar, Z análisis estadístico, etc. Aparte de otras consideraciones, esta clase de créditos contribuye a mejorar las lamentables discusiones internas de los equipos respecto al orden en que deben aparecer los nombres. Este tipo de créditos no son habituales, pero deberían ser una regla universal.
Si les parezco obsesionado por este tema es porque lo estoy. Me gusta hablar con gente que no está de acuerdo conmigo para intentar que cambien de idea y para entender mejor su postura; por eso hablo en salas llenas de periodistas de temas científicos sobre los problemas del periodismo científico, en salas llenas de homeópatas sobre los problemas de la homeopatía, y en salas llenas de gente de grandes industrias farmacéuticas sobre su mala actuación. He hablado ante miembros de la International Society of Medical Publications Professionals tres veces, y cada vez que he expuesto mis inquietudes se han enfadado (estoy acostumbrado, por eso soy meticulosamente educado, aunque es más divertido no serlo). En público, ellos insisten en que todo ha cambiado y que los «negros» son cosa del pasado; repiten que su código profesional ha cambiado en los dos últimos años, pero lo que a mí me preocupa es que, habiendo visto tantos códigos abiertamente ignorados y vulnerados, es difícil tomarse en serio cualquier postura voluntarista. Lo que importa es lo que ocurre, y lo que hace que se desmoronen esas afirmaciones de que todo va a cambiar es el hecho de que nadie del sector ha tirado de la manta (aunque privadamente muchos me confiesan ser testigos a diario de que prosiguen las prácticas turbias). Pese a todo el griterío, ese nuevo código sirve de poco: un escritor médico podrá seguir redactando el esbozo, el primer borrador, los borradores intermedios y el documento definitivo, pongo por caso, sin ningún problema; y el vocabulario que se emplea para describir el proceso completo es preocupante: asumir —algo inverosímil— que los datos son propiedad de la empresa y que esta los «comparte» con el estamento académico.
Pero aunque creyésemos —como aseguran— que todo ha cambiado de repente, como siempre afirman los de este sector —y pasarán diez años, por lo menos, como de costumbre, hasta que podamos ver si es verdad—, ninguno de los que forman parte hace tiempo del colectivo de escritores médicos comerciales ha dado jamás una explicación clara de por qué hacían a sabiendas todo lo que hemos comentado. Pagaron a falsos autores para que prestaran su nombre en trabajos con los que poco o nada tenían que ver; redactaron encubiertamente trabajos, sabiendo muy bien lo que hacían, el motivo y el efecto que ejercería en los médicos que los leyeran, etc. Estas son las actividades generalizadas y «sin importancia» de la industria: el pan nuestro de cada día. Por tanto, un nuevo código voluntarista que no afecte a quienes no han puesto las cartas al descubierto —ni ofrecido sinceramente disculpas— no me parece a mí prueba suficiente de que las cosas hayan cambiado.
¿Qué puede hacer usted?
Revistas académicas
Confiamos plenamente en las revistas académicas porque nos sirven para estar al corriente de las innovaciones en la investigación científica, y asumimos que llevan a cabo verificaciones básicas sobre la exactitud (aunque ya hemos visto que no impiden que se publiquen análisis engañosos de datos). Y asumimos que las grandes revistas, las más prestigiosas —que son las más leídas— publican los mejores artículos.
Es una ingenuidad. En realidad, los métodos de selección de artículos de las revistas son endebles y susceptibles de abuso.
En primer lugar hay, claro, lagunas inherentes al método. Entre el público y entre muchos médicos reina una gran confusión sobre lo que realmente significa «revisión entre iguales», lo que, en pocas palabras, quiere decir que cuando se somete un trabajo a una revista, el editor lo envía a ciertos académicos que le consta que son relevantes por su particular interés por un campo determinado. Estos revisores no cobran y hacen el trabajo por el bien de la comunidad académica. Leen el trabajo y emiten su juicio sobre si merece la pena publicar ese trabajo como testimonio de investigación, si es un ensayo bien dirigido, imparcialmente descrito, y si las conclusiones se ajustan en general a los hallazgos registrados.
Este proceso implica una serie de criterios de enjuiciamiento imperfecto y subjetivo cuyos parámetros varían enormemente de una revista a otra y dan lugar a puñaladas a rivales y enemigos, dado que la mayoría de los comentarios delos revisores quedan en el anonimato. Dicho lo cual, añadiremos que los revisores no son en muchos casos realmente anónimos, porque un comentario como «Este trabajo es inaceptable porque no cita el trabajo de Chancer y otros en la introducción» es una señal elocuente de que el profesor Chancer es quien ha revisado el trabajo. En cualquier caso, las buenas revistas suelen aceptar trabajos que no son intachables sobre el supuesto de que contienen algún aspecto que puede tener cierto interés científico en los resultados. Por tanto, la bibliografía académica es un terreno de «ojo con lo que compras» y en el que el lector experimentado debe aplicar su propio juicio, sin que se pueda tranquilamente decir: «Lo he visto en un trabajo revisado por iguales, así que es cierto».
Después está el evidente conflicto de intereses. Es un problema del que ahora hablan los académicos —las subvenciones de la industria, la participación en acciones de las farmacéuticas—, y los científicos están obligados a declarar sus intereses económicos cuando publican un trabajo. Pero los editores que imponen este requisito a los colaboradores, casi todos se han eximido ellos mismos. Es curioso. La industria farmacéutica tiene unos ingresos de aproximadamente 600 billones de dólares y compra muchísimo espacio publicitario en las revistas académicas, lo cual muchas veces representa el capítulo más importante de los ingresos de esa revista, como muy bien saben los editores. En ciertos aspectos, visto desde fuera, es extraño que las revistas solo admitan publicidad sobre fármacos (y algún aparato de ecografía): en JAMA las tarifas son más baratas que las de Vogue, teniendo en cuenta la difusión (300 000 ejemplares frente a un millón), y los médicos compran coches y teléfonos inteligentes como todo el mundo. Pero a las revistas les gusta parecer intelectuales, y solo recientemente trataron de convencer al gobierno de que los anuncios de medicamentos son materia educativa que debería estar exenta de impuestos. Espero que recuerden, si no es mucho pedir, lo educativos que son los anuncios de fármacos por lo que comentábamos al principio del capítulo de que sus afirmaciones casi nunca tienen base científica.
Para reducir el riesgo de que ese capítulo de ingresos adultere las decisiones respecto a la publicación de un artículo, las revistas suelen afirmar que introducen «cortafuegos» entre el personal de la redacción y el de las empresas publicitarias. Lamentablemente, esos cortafuegos arden.
En 2004, por ejemplo, se envió un artículo de opinión a la prestigiosa revista Transplatation and Dialysis poniendo en tela de juicio la utilidad de la eritropoyetina, o «EPO»[92]. Aunque es una hormona producida por el organismo, puede fabricarse para administración médica, y en forma de molécula es uno de los productos farmacéuticos superventas de la historia. Lamentablemente es también carísima, y el artículo respondía a una llamada de ayuda recibida en Medicare para revisar su política de tratamiento en enfermos en fase terminal de enfermedad renal, porque existía el temor de que no fuese eficaz. El artículo coincidía con esa perspectiva pesimista y lo aceptaron «tres revisores independientes» de la revista. A continuación el editor envió al autor la siguiente desafortunada carta:
Me llega el comentario de un tercer revisor de su artículo sobre la EPO recomendando también la publicación […]. Desgraciadamente, nuestro departamento de publicidad me veta dicha publicación.
Como acertadamente insinúa, la publicación de su artículo no sería bien recibida en ciertos sectores […], y por lo visto sobrepasaba el concepto de lo admisible para nuestro departamento de publicidad. Tenga a bien seguro de que hice cuanto pude porque soy partidario convencido de que las opiniones contrarias deben tener su foro, especialmente en el ámbito médico, y sobre todo cuando esas opiniones superan el proceso de revisión entre iguales. Lo siento de verdad.
La carta se hizo pública y la revista se retractó. Como siempre, es imposible saber con qué frecuencia se adoptan decisiones de este tipo, ni la frecuencia con que no trascienden. Lo único factible es documentar la magnitud de los incentivos económicos a las revistas y la evidencia cuantitativa que demuestra un posible impacto en los contenidos.
En general, la industria farmacéutica gasta aproximadamente 500 000 millones de dólares anuales en publicidad en revistas académicas[93]. Las más importantes —NEJM, JAMA— se llevan entre 10 y 20 millones cada una, y a las que les siguen les corresponden también unos cuantos millones. Lo que llama la atención es que, aunque muchas revistas las dirigen equipos profesionales, sus ingresos por publicidad son muy superiores a los ingresos por suscripciones. Además de las grandes revistas generalistas y las pequeñas especializadas, hay algunas que se envían gratis a los médicos y que subsisten exclusivamente gracias a la publicidad. Para comprobar qué influencia ejercían estos ingresos sobre los contenidos, en un estudio de 2011 se examinaron los ejemplares de once revistas que leen los médicos alemanes —una mezcla de publicaciones para suscriptores y publicaciones gratuitas—, y se observó que en 412 artículos se recomendaba algún fármaco. Los resultados eran elocuentes: las publicaciones gratuitas, financiadas por la publicidad, «casi exclusivamente recomendaban el uso de fármacos concretos», mientras que las revistas financiadas por suscripción «tendían a desaconsejar el uso de esos mismos fármacos»[94].
No es la publicidad la única fuente de ingresos que aportan las farmacéuticas a las revistas académicas; hay otras vías de ingresos, algunas no evidentes a primera vista. Las revistas suelen editar «suplementos» y ediciones extraordinarias, generalmente patrocinadas por empresas farmacéuticas, basadas en la presentación de algún congreso o acontecimiento del que son promotoras y cuyo nivel científico es muy inferior al de la propia revista[95].
Por otro lado, están las «reimpresiones», ejemplares extra en separata de algún trabajo académico que se destinan a la venta, que los visitadores médicos entregan a los facultativos para promocionar los fármacos, y que las empresas compran en grandes cantidades, que en algunos casos alcanzan el valor de 1 millón de dólares por cajas llenas de ejemplares de un solo trabajo. Esas son las cifras que encienden la imaginación de los editores ala hora de decidir la publicación entre dos trabajos. Richard Smith, exdirector del British Medical Journal, expuso el dilema con meridiana claridad: «Publicar un ensayo que da 100 000 dólares de beneficio o echar a un editor para poder llegar a fin de año».
A veces la lógica inherente a tales opciones trasciende al público. En una investigación reciente de la Prescriptions Medicine Code of Practice Authority del Reino Unido, por ejemplo, se comprobó que la empresa Boehringer Ingelheim era responsable, del contenido de un artículo en que se hacían afirmaciones inaceptables sobre su fármaco para la diabetes, la linagliptina, a pesar de ser obra de dos académicos y de que apareció en la revista académica de Wiley Publishing Future Prescriber, porque «aunque Boehringer Ingelheim no pagó el artículo directamente, lo encargó mediante el acuerdo de comprar 2000 reimpresiones»[96].
Pero en general, hasta las cifras más básicas en estos enormes ingresos son difíciles de obtener. En un proyecto de investigación se averiguó que los pedidos de reimpresión más importantes y lucrativos proceden de la industria farmacéutica (fue un trabajo ingente, y acabamos de publicarlo en el BMJ[97], aunque habría sido más rápido a través de una empresa redactora médica comercial que lo hubiese preparado). Este hallazgo es el que cabía esperar, pero ocurrió otra cosa durante el estudio, que a muchos les pareció bastante más preocupante. Pedimos a las principales revistas del mundo información sobre sus ingresos por reimpresiones, y solo BMJ y Lancet nos facilitaron datos, mientras que la revista Journal of the American Association alegó que era información reservada; el vicepresidente de publicaciones de Annals of Internal Medicine contestó que carecían de los medios para procurarnos la información, y el gerente de publicaciones del New England Journal of Medicine alegó que entraría en conflicto con sus prácticas comerciales desvelarlo. Por tanto, esta enorme fuente de ingresos que la industria farmacéutica paga a los «porteros» del conocimiento médico permanece secreta.
¿Hay pruebas de que ciertas revistas, en una comparación bien fundada, sean más proclives a aceptar estudios financiados por la industria?
Este aspecto no ha sido objeto de mucho estudio —porque, como no cesaremos de repetir, este sector rara vez ha sido una prioridad de la investigación—, pero la respuesta parece ser afirmativa. En un trabajo publicado en 2009 se analizaron todos los estudios publicados sobre la vacuna de la gripe[98] (aunque es razonable suponer que los resultados son aplicables a otros sectores); se consideró si las fuentes de ingreso afectaban a la calidad de los estudios, la exactitud del sumario y la eminencia de la revista en que fueron publicados.
El criterio académico de la eminencia de una revista, para bien o para mal, es el «factor de impacto», un indicador del promedio de frecuencia con que se «citen» o se «referencien» en otras publicaciones los artículos que publique dicha revista. El promedio del factor de impacto en los 92 estudios financiados por el gobierno fue 3,74; en los 52 estudios total o parcialmente financiados por la industria, el promedio del factor de impacto fue mucho más elevado: 8,78. Esto significa que los estudios financiados por la industria farmacéutica tienen mucha mayor probabilidad de aparecer en las revistas más importantes y prestigiosas.
Es un dato interesante porque no existe ninguna otra explicación. No hubo diferencia en rigor metodológico o calidad entre la investigación financiada por el Estado y la investigación financiada por la industria, ni hubo diferencia entre la magnitud del muestreo utilizado en los estudios. Y todo el mundo aspira a que sus trabajos los publiquen las mejores revistas, y es el primer trampolín que todos prueban. Si se los rechazan, buscan sucesivamente revistas de menor categoría hasta que alguna los admite. Es posible que los investigadores financiados por la industria fuesen más tercos o más descarados, y que, tal vez, al ver rechazados sus trabajos por una revista importante, acudieran a otra de igual categoría; y es posible que fueran capaces de hacerlo con mayor rapidez que los autores de los estudios no financiados por la industria por el hecho de disponer de ayuda administrativa de redactores profesionales para hacer frente a la tediosa burocracia del método de aceptación de las revistas y que asumieran el retraso de publicación que impone esta estrategia. O quizá, simplemente, los editores se inclinaron por los lucrativos estudios financiados por la industria.
Sea lo que fuere, que le publiquen a uno un trabajo en una revista de gran impacto es una enorme ventaja por una serie de razones. En primer lugar, da prestigio e implica que la investigación tiene un alto nivel de calidad. En segundo lugar, los trabajos publicados en las revistas más prestigiosas se leen más. Y como hemos visto, los métodos de difusión del conocimiento son anticuados, al estar basados en formatos en los que la ciencia se presenta de forma discursiva, impresos en papel, sin un mecanismo claro que haga llegar la información correcta al médico adecuado en el momento preciso. En un mundo en el que la arquitectura informativa en medicina presenta tantas lagunas y defectos, es muy importante no molestar a nadie.
Esto nos conduce a un final de la historia lamentable. En medicina, son importantes las apariencias: la «apariencia» de un estudio independiente, la «apariencia» de muchos trabajos particulares que dicen lo mismo y que contribuyen a edificar una verdad en la mente de los atareados médicos que recetan fármacos. Ya hemos visto cómo determinados trabajos académicos los escriben «negros», pero en 2009 un caso judicial que implicó a Merck reveló un extraño nuevo juego.
Elsevier, la prestigiosa editorial internacional de publicaciones académicas, editaba por cuenta de Merck una serie de revistas, estrictamente dentro de un proyecto de publicidad para la empresa. Las publicaciones tenían la apariencia de revistas académicas y se presentaban como revistas académicas, publicadas por la editorial internacional Elsevier, con contenidos de artículos académicos. Pero solo presentaban artículos reimpresos o resúmenes de otros artículos, casi todos ellos relativos a fármacos de Merck. En el número 2 del Australasian Journal of Bone and Joint Medicine, por ejemplo, nueve de los veintinueve artículos trataban sobre el Vioxx de Merck, y doce, sobre el Fosamax, otro medicamento de Merck; todos estos artículos presentaban conclusiones favorables y algunos eran muy peculiares, entre ellos había uno de revisión con tan solo dos referencias.
Del mismo modo que las revistas «especializadas», Elsevier editó también una revista dirigida a los médicos de cabecera que se enviaba a todos los médicos generales de Australia. En este caso también parecía una revista académica, pero en realidad era material de promoción de productos de la empresa.
Al descubrirse la trama de una de esas revistas, en un comunicado a la revista Scientist, Elsevier intentó defenderse argumentando que «no se considera “revista” la recopilación de artículos reimpresos». Una respuesta optimista cuanto menos, porque lo que se cuestionaba era una colección de artículos de revistas académicas, publicados por la revista académica editada por Elsevier, en un formato de revista académica, con nombre de revista académica: Australasian Journal of Bone and Joint Medicine. Desde entonces se ha descubierto que Elsevier editaba seis revistas como esta, financiadas todas por la industria[99]. El director ejecutivo Michael Hansen reconoció finalmente en un comunicado que efectivamente se les daba el aspecto de revistas sin que se dijera claramente[100].
Por tanto, se ha calculado que un médico general tardaría seiscientas horas cada mes en leer los artículos académicos relevantes, y por eso los médicos leen por encima y en diagonal, centrándose en los resúmenes en el mejor de los casos. La consecuencia clara y previsible de esas revistas que enviaba Merck —y otras distorsiones que hemos examinado, desde los anuncios hasta los visitadores médicos, etc.— es que en la memoria de esos médicos queda grabada una imagen engañosa sobre la investigación de los fármacos en cuestión.
La cuarta parte de los ingresos de la industria farmacéutica se destina a publicidad, el doble de lo invertido en investigación y desarrollo; y esas sumas proceden del dinero del contribuyente, de los medicamentos que compra. Pagamos un 25% más de lo debido, lo cual supone una extraordinaria sobrecarga del precio para que decenas de miles de millones se inviertan anualmente en producir material que provoca una confusión real en los médicos y que quebranta la medicina fundada en pruebas. Es todo muy extraño.
¿Qué se puede hacer?
LA FACULTAD DE LA INDUSTRIA FARMACÉUTICA (PHARMA)
Al principio del capítulo les esbocé un dato escalofriante —espero—: el de que la mayoría de los médicos más antiguos en activo se graduaron en la década de 1960. Los estudiantes de medicina actuales se graduarán a los 24 años y trabajarán cincuenta años. Cuando estudias en la facultad te explican en las clases y en los textos cuáles son los mejores tratamientos y luego te hacen exámenes. Pocos años después aún debes pasar exámenes de especialización y hacer prácticas en un ambiente estricto y exigente en el que personas experimentadas te transmiten sus conocimientos. Entonces, de pronto, tienes que valértelas por ti mismo y tratar a los pacientes. La medicina cambia a tu alrededor y al cabo de unas décadas ya no es la misma: se han inventado nuevos fármacos, hay nuevos métodos diagnósticos, e incluso nuevas enfermedades. Pero nadie te obliga a examinarte, nadie te da una lista de lecturas, ni el profesor fulano de tal te enseña lo que funciona y cómo. Estás solo.
Los médicos tienen necesidad constante de conocer los nuevos fármacos que salen al mercado y, sin embargo, los dejamos a su albur. La enseñanza profesional privada es enormemente cara y la tendencia general es no pagársela del propio bolsillo. El Estado tampoco está dispuesto a pagarla. Y la industria farmacéutica es la que la paga.
El Department of Health, por ejemplo, gasta anualmente algunos millones de libras en información independiente sobre medicamentos para los médicos. La industria gasta decenas de miles de millones en información sesgada. Esto crea una situación de lo más peregrino: la formación constante de los médicos la paga, casi en exclusiva, la industria cuyos productos se compran con dinero público, y es la misma industria que hemos demostrado repetidamente que orienta engañosamente.
De hecho, en el Reino Unido, los médicos ahora están obligados a seguir una formación médica continua (CME, por sus siglas en inglés), acumulando puntos que se contabilizan a fin de año. El plan se ha hecho más estricto a partir de los cambios habidos en el GMC a causa de un médico, Harold Shipman, que resultó ser un asesino en serie que mataba a ancianas inyectándoles sobredosis de opiáceos. Como resultado de un curioso juego de consecuencias, esto se ha traducido en que la nueva normativa establecida para evitar que los médicos maten a la gente, los ha arrojado aún más al terreno de la costosa actividad promocional patrocinada por la industria, en la que se los engaña sobre los beneficios que aportan unos medicamentos muy caros, con el consiguiente perjuicio para los pacientes.
El esquema básico de la facultad de medicina de la industria farmacéutica para los facultativos en activo es sencillo: los médicos favorables de antemano a los fármacos de una empresa los señalan los visitadores médicos y reciben todo tipo de facilidades. El proceso puede adoptar diversas formas.
En ocasiones, una empresa paga al médico «favorecido» para que dé charlas a otros médicos de su lugar de residencia, y si lo hace bien, le paga para que las dé a otros de otras zonas. Si el médico es razonablemente prestigioso o influyente, o cuenta con algún tipo de currículo académico, se le paga la asistencia a congresos o una gira de conferencias por todo el mundo. Hay veces en que esas conferencias se integran en un programa más amplio, pero otras constituyen un sector aparte de la industria de un perfil inquietante.
En cualquier caso, merece la pena señalar que la imagen de «congreso médico» es lo que la mayoría de los miembros de otras industrias llama «feria de muestras», y en ciertos aspectos resulta chocante que no los llamemos así en la medicina actual. El vestíbulo del local en que se celebra el congreso está lleno de puestos de promoción donde entregan cosas agradables, también de pancartas que cuelgan hasta el suelo anunciando diversos productos, y hay atractivos visitadores médicos que te cortan el paso para entablar conversación sobre sus mercancías. Es el aspecto exacto de una feria de muestras, aunque a veces pase fácilmente desapercibido.
Hace poco me encontré en un aburrido congreso médico en Cardiff degustando salmón junto a una batería de anuncios académicos. El salmón era muy bueno, pero poco a poco me percaté de que comía de pie en una especie de zona transitoriamente autónoma marcada por un cambio de color en la alfombra y unos expositores publicitarios de vivos colores. Se me acercó una atractiva mujer sonriente con traje sastre a preguntarme dónde trabajaba y si tenía pacientes a quien recetar los medicamentos que fabricaba su empresa. Solo en ese momento comprendí la mano que me daba de comer. El salmón era para los asistentes a unas conferencias especiales de una sesión paralela con conferenciantes propios, pagada por una empresa farmacéutica. No sucedió nada desagradable ni impertinente, la visitadora me dio conversación y el salmón era excelente. Lo que ella quería eran mis datos de contacto.
Los conferenciantes pagados en estos eventos son los «líderes de opinión clove» (KOL, por sus siglas en inglés), a los que nos hemos referido anteriormente, y es una situación peculiar, no solo para el público, sino para los propios conferenciantes. Nadie está obligado a modificar sus ideas a cambio de dinero, lo cual sería una actitud claramente corrupta, aunque puede ocurrir, en cualquier caso, que la mayor parte de ellos se limiten a expresar lo que ya pensaban del fármaco. Pero a las opiniones que favorecen ala industria se les da oportunidades, un micrófono o un buen proyector de diapositivas, mientras que las menos favorables solo tienen sus propios recursos. De este modo, igual que ocurre con los resultados negativos de los ensayos clínicos que desparecen, se crea una imagen sesgada por el amordazamiento de ciertos puntos de vista y de pruebas fehacientes. Pero ningún académico ni médico hace nada que pueda considerarse poco ético.
Tengo buenos amigos, más o menos de mi edad, que tras realizar una investigación y acceder a su primer empleo facultativo, dan charlas pagadas en condición de KOL. Para ellos no se trata de dinero, que muchas veces no supera lo que se gana en un día de horas extra en el lugar habitual; ni siquiera de considerar otros favores, como volar en clase preferente a lugares agradables preparando por escrito una buena presentación. Voy a citar un caso concreto, y lamento si resulta raro, pero soy médico y observo constantemente esta clase de actividad KOL. Esto es lo que me dijo uno de ellos: «Todos esos favores no tienen importancia. Lo hago porque, en un congreso, en la sala de conferenciantes, o en un hotel de provincias, tengo tratos con los gigantes de mi especialidad. A mis 36 años me emborracho con quienes redactan las directrices clínicas. No podría hacerlo si no fuese un KOL».
No es infrecuente; muchas veces en los congresos se celebra por la noche una fiesta por todo lo alto pagada por la empresa ala que solo se invita a los conocidos de la empresa y personas por el estilo. Si asistes a esa fiesta conoces a gente importante e influyente; si no asistes, generalmente eso repercute significativamente y de forma negativa al marginarte de los grandes. Tengo un amigo que se queja de que desde que se han inventado vacunas para la enfermedad de la que es especialista (de especial incidencia sobre todo en países en vías de desarrollo) los congresos empiezan a celebrarse en hoteles mucho más caros y que la mayoría de las figuras señeras desaparecen por las noches camino de restaurantes caros que pagan las empresas farmacéuticas. Antes —¿no seré excesivamente utópico?— se emborrachaban con investigadores noveles.
¿Está sistemáticamente sesgado el contenido de esta formación financiada por la industria? En un estudio se adoptó el enfoque del «comprador incógnito» y se enviaron asistentes a un congreso formativo sobre bloqueantes de los canales del calcio, un fármaco del grupo de los que actúan sobre la hipertensión[101], patrocinado por la industria. Por fortuna, muchas empresas fabrican su propia versión de este tipo de fármaco y hubo dos cursillos sobre ellos en menos de un año: uno sobre un fármaco de la empresa y otro sobre el de otra. Los investigadores asistieron a los dos y anotaron lo que se dijo sobre los medicamentos, si era positivo, negativo o equívoco. En cada uno de estos eventos, el fármaco del patrocinador se mencionó más veces y de un modo mucho más favorable, con tres veces más de menciones positivas que negativas. En los casos en que se mencionó el fármaco de la competencia se le trató con menos consideración: en el primer cursillo las menciones tendieron a ser más negativas y en el segundo, equívocas. En los pocos casos en que se comparó el fármaco de la empresa patrocinadora con el de la competencia, el ponente afirmó por norma que el de los patrocinadores era mejor.
La universidad que supervisaba este cursillo formativo tenía una política clara en cuanto a la manera de excluir el sesgo. Es evidente que no tuvo un efecto muy notorio. Este tipo de políticas no surten efecto, razón por la cual yo nunca me las tomo en serio, a menos que haya pruebas fehacientes de que se llevan a la práctica. En el segundo estudio, los investigadores hicieron un seguimiento de las pautas de prescripción de los médicos después de asistir a algún congreso de formación médica continuada patrocinado por la industria, también sobre medicación para la hipertensión[102], y en él se observó que los médicos que habían asistido al congreso recetaban más el fármaco del patrocinador.
¿Son perfectos estos dos estudios? No, pero solo porque presentan un fallo: que fueron realizados hace veinticinco años; desde entonces no se ha vuelto a hacer nada semejante.
A mí me parece algo insólito. Ha quedado claro que los médicos mejor establecidos profesionalmente recibían dinero para dar charlas que no eran más que simple propaganda disfrazada de actividades formativas; ha quedado claro que este contenido distorsionado modificaba las pautas de prescripción. Y no se ha hecho nada. La industria afirma, sin aportar pruebas, que todo ha cambiado. Yo no veo motivo alguno para creerlo. ¿Va realmente una empresa farmacéutica a pagar un viaje por el país, con todos los gastos pagados, a un KOL que diga ante una audiencia de médicos que un fármaco barato del que ha expirado la patente es el mejor tratamiento para la hipertensión? Para la industria esta actividad es publicitaria y por eso la financia. Prácticamente en todos los círculos médicos se oyen historias sobre facultativos sesgados que se prestan a esas charlas y que siempre prefieren los fármacos de los promotores. Dejarlos a su libre arbitrio, sin que intervenga el más básico «comprador incógnito» de indagación que fiscalice los contenidos de esos eventos es un escándalo.
Y a veces en esas sesiones formativas ni siquiera se trata sobre los efectos beneficiosos de fármacos concretos; en los últimos años, los fabricantes del medicamento antipsicótico olanzapina, por ejemplo, han encomendado a abogados la gestión de los cursillos formativos para médicos[103] que no tratan sobre el fármaco en cuestión y solo sirven para que los médicos tengan la seguridad de que es improbable que les procesen por los efectos secundarios de los medicamentos.
¿Está muy extendida esta clase de actividad? Por increíble que parezca, hay mucha documentación sobre KOL y formación médica continuada en Estados Unidos; en Gran Bretaña, en cambio, disponemos de pocas cifras debido a la normativa secretista que impera. Como en el caso de los visitadores médicos, muchas veces se trata de dos tipos de hábitos culturales, con médicos y clínicas que participan constantemente en esos esquemas formativos de la industria de forma rutinaria, mientras que otros no lo hacen y piensan que es una idea absurda. Yo puedo asegurarles que es perfectamente corriente en un congreso organizado por un Colegio oficial encontrarse con una sección patrocinada en la que hay viandas selectas y un ciclo paralelo de conferencias a cargo de médicos y académicos pagados por las empresas patrocinadoras. Puedo asegurarles que hoteles y viajes de amigos y colegas los pagan por norma las empresas farmacéuticas. Puedo asegurarles que eventos locales relevantes, patrocinados por una empresa farmacéutica, en los que un «líder de opinión» trata un tema concreto y un fármaco, son algo habitual (y parece ser que a esos ponentes indefectiblemente les encanta el fármaco del patrocinador). Pero sobre Europa los datos de que disponemos son muy incompletos[104].
En Estados Unidos, el gobierno se muestra más interesado por la transparencia, y, como consecuencia, se ven mejor las cosas, y hay pocos motivos para pensar que haya mucha diferencia entre la actividad publicitaria de la industria allí y la que se aprecia, por ejemplo, en el Reino Unido. Sabemos que, en Estados Unidos, la industria gasta entre 30 000 y 40 000 millones en publicidad de medicamentos, de los que solo el 15% se dedica a publicidad dirigida a los pacientes, y eso teniendo en cuenta que allí está permitida la publicidad en televisión. Sabemos que las prioridades del gasto probablemente reflejen la valoración que hacen las empresas de los sectores en que las actividades publicitarias recogen sus mejores frutos, y está claro que la publicidad dirigida a los médicos es eficaz. En 2008 la entidad industrial estadounidense Accreditation Council for Continuing Medical Education (ACCME) notificó que las empresas de este sector —las empresas privadas que hacen de intermediarios entre la industria y algún tipo de formación médica— ofrecieron 100 000 actividades formativas, equivalentes a un total de más de 760 000 horas[105]. Más de la mitad de estas horas las pagó directamente la industria.
Si piensan que Estados Unidos es un país muy distinto a Gran Bretaña, podemos hablar de Europa. En Francia, con fecha de 2008, tres cuartas partes de la actividad de formación médica continuada la paga la industria farmacéutica, y de los 159 proveedores acreditados, dos tercios reciben dinero de la industria[106]. En Alemania, un investigador llevó a cabo una encuesta anónima entre miembros de una importante asociación médica que asistieron a un congreso internacional, y a la que contestó el 78%[107]. Dos tercios declararon que recibieron asignaciones de una empresa farmacéutica, y la mayoría de ellos no habrían podido viajar para asistir al congreso sin esa asignación, y dos tercios declararon que no sentían ningún reparo ético en aceptar el dinero. Estaban convencidos de que sus acciones no tendrían ninguna repercusión en su modo de recetar, pero —como ya hemos visto— estaban equivocados: los médicos que asisten a congresos pagados por una empresa farmacéutica son mucho más proclives a prescribir y encargar fármacos de esa empresa.
Cuando en ese mismo estudio se preguntó a empresas farmacéuticas a propósito de su postura respecto a este punto, solo una manifestó reparos éticos; ahora bien, solo respondió un 20%. Quizá las farmacéuticas no hablen abiertamente, pero echando un vistazo a las publicaciones de la industria podemos obtener una imagen un poco más clara de cómo ven esas oportunidades de patrocinio formativo. El extracto que sigue pertenece a Pharmaceutical Market Europe, una publicación de la industria, y explica cómo las empresas de la CME pueden conseguir negocios. Insisto en que no es un simple caso flagrante, sino la realidad cotidiana de cómo ve la industria esta actividad:
La abrumadora mayoría de las empresas dedicadas a la CME corresponde a empresas farmacéuticas. Teóricamente, cualquiera puede ser patrocinador, pero, como en cualquier patrocinio por «poco implicado» que esté, es la empresa a quien más le interesa ese patrocinio de la CME. Insistir en que las empresas apoyen la formación en áreas que no son de su interés […] no encontraría apoyo[108].
Naturalmente, existe una normativa para evitar las malas prácticas, pero esta varía según los países, y, generalmente, como hemos visto repetidamente, se hace caso omiso de ella. Noruega es un país rico, con un eficiente sector público, en el que está prohibido que la industria financie la educación médica continuada directa o indirectamente, y no hay problemas. En el Reino Unido la industria farmacéutica puede patrocinar cualquier modalidad de este tipo de formación. En Estados Unidos existen varias normativas y directrices con sus consabidas lagunas. En 2007, el Comité de Finanzas del Senado señaló, por ejemplo, que las empresas farmacéuticas no están obligadas a seguir esas directrices y que no hay un organismo que envíe observadores entre el público asistente para comprobar qué se enseña, ni que realice una evaluación real de su contenido[109]. Incluso si se denuncia a un proveedor de CME, se demuestra la infracción y se le retira la acreditación, el proceso puede durar nueve años.
Para el comité quedó palmariamente claro por qué la industria financia estas actividades: «No parece probable que esta sofisticada industria gaste sumas tan enormes en esas intervenciones si no es por la expectativa de que los desembolsos los recuperarán con un aumento de ventas. Los artículos de prensa y la documentación expuesta en los pleitos y las resoluciones legales confirman esas sospechas en algunos casos».
El párrafo anterior hace referencia a una serie casi interminable de filtración de documentos internos derivados de los procesos en los que se ha puesto al descubierto cómo piensa, planifica y actúa la industria. Muchos de estos procesos atañen a empresas que se sirven de la CME para promocionar la utilización de fármacos «al margen de las indicaciones», ampliar las prescripciones a mercados no autorizados y a otras enfermedades para las que no tienen licencia. Warner-Lambert fue acusada de utilizar «becas de formación independiente» para financiar programas de CME en los que se enseñaba a los médicos a utilizar su medicamento Neurontin —con licencia para prescripción exclusivamente en la epilepsia— en enfermedades totalmente distintas para las que el fármaco no tiene licencia. Pagó 430 millones de dólares para llegar a un acuerdo al margen de los tribunales. Serono pagó más de 700 millones de dólares por demandas de que promocionaba su fármaco Serostin para enfermedades para las que no tenía licencia, a través de diversos mecanismos, entre ellos becas para formación con las que se financiaban «programas independientes de formación». Merck llevó a cabo concretamente un estudio interno para determinar el «rendimiento de la inversión» en seminarios dirigidos por médicos, documento que se filtró en un proceso[110], y en el que se calculaba que por cada dólar gastado en formación ingresaba casi dos por el aumento de prescripciones de sus fármacos.
Cuando el ACCME revisó los proveedores de la CME y sus acreditaciones, descubrió que uno de cada cuatro transgredían abiertamente las directrices, y no de una manera inteligente y encubierta, sino descaradamente, sin preocuparse por ocultarlo. Esas empresas tenían acreditación para formar a los médicos, y permitieron que los patrocinadores influyeran en las decisiones sobre contenidos; permitieron que los patrocinadores eligieran a los oradores; no repararon en conflictos de intereses, y repetidamente utilizaron el nombre de marca del fármaco del patrocinador en detrimento de otros fármacos, etc. No hay de qué asombrarse. De hecho, pensar que esas transgresiones no ocurren sería absurdo. En un mercado amplio, competitivo y caro como es el de la CME, ¿qué empresa va conseguir más contratos, la que respete las reglas o la que ofrezca a la empresa farmacéutica lo que quiere?
Quizá lo más notable es que los propios médicos reconocen que el contenido de esas sesiones formativas está sesgado. Entre ellos se cuentan concretamente los que lo aceptan. En una encuesta de 2011, el 88% de asistentes a actividades formativas patrocinadas opinaron que ese apoyo comercial introduce un sesgo, aunque solo un 15% opinaba que esa actividad debería prohibirse, y la mayoría no estaba dispuesta a pagar de su bolsillo la formación CME[111]. En informes de la American Medical Association, el Comité de Finanzas del Senado, la American Association of Medical Colleges y otros organismos se pide que se ponga fin al patrocinio comercial de la CME. Nadie ha hecho caso.
Este es el panorama. A los médicos de todo el mundo —salvo a los de Noruega— las empresas farmacéuticas les enseñan qué fármacos son los mejores. El sesgo de contenido es la razón de que las empresas paguen la formación. Desde hace décadas se alzan voces denunciando que el contenido está sesgado, se han escrito informes al respecto, se ha demostrado que las directrices no se hacen cumplir. Pero todo sigue igual.
¿Qué puede hacer usted?
¿Qué significa aceptar dinero?
Llegamos a las últimas páginas y todavía quedan algunos flecos por cortar. Muchas de las preocupaciones que hemos tratado en este libro giran en torno a un concepto: quienes reciben dinero de una empresa pueden tener puntos de vista distintos a los que no lo reciben. Les parecerá una verdad de Perogrullo, pero hay mucha gente que lo negaría indignada mientras extienden otro cheque para pagar el colegio de los niños. Antes de terminar me detendré en esta herida abierta.
En primer lugar, que quede claro lo que significa conflicto de intereses. La definición más completa señala que hay conflicto de intereses cuando se incurre en una connivencia económica, personal o ideológica que cualquier observador pueda lógicamente interpretar que afecta al razonamiento de la persona implicada. No es una conducta, sino más bien una situación: decir que uno tiene un conflicto de intereses no significa que uno lo haya buscado, sino que se encuentra en esa situación, y eso le ocurre a casi todo el mundo en un sentido u otro, en función de los límites que uno se marque.
Por ejemplo, yo no acepto formación médica patrocinada por empresas farmacéuticas, yo no hago investigación ni tareas de promoción para la industria, yo no recibo a visitadores médicos, no soy un KOL ni he ido a ningún enclave de ensueño con una empresa farmacéutica. En las cosas sencillas, médicas o académicas, el asunto es fácil. Pero si ampliamos el panorama al terreno completo no vigilado del conflicto de intereses de los escritores sobre ciencia para el gran público, la industria farmacéutica podría alegar que mantengo una postura ideológica —considerada poco fiable— y que gano dinero publicándolo. Pero, desde luego, creo que mis argumentos son imparciales y que no doy una visión sesgada de las pruebas que aportan las revisiones sistemáticas, creo que tampoco vendería más libros exagerándolo. Es un conflicto de intereses, sí, pero por una situación, no por un comportamiento.
Podría argumentarse lo opuesto. Por ejemplo, he recibido dos cheques relacionados en parte con la industria farmacéutica. Hace diez años, siendo un veinteañero, el Guardian me incluyó en la lista de finalistas al premio de 2003 de la Association of British Science Writers. Asistí a la velada y gané el premio. Mientras subía tambaleándome al escenario, vi que el premio lo patrocinaba GSK junto con otras venerables entidades científicas. Recogí el cheque musitando unas palabras. En 2011, di dos charlas gratuitas a asociaciones de escritores en la sombra —«negros»— explicándoles cómo su trabajo perjudica a los pacientes. Doy muchas charlas de esas en «el cubil de las fieras» a colectivos cuyas actividades critico —charlatanes indignados, periodistas, académicos, médicos, etc.—, explicando el perjuicio que causan con sus manejos, y a veces recojo buenas anécdotas de algunos arrepentidos. Cuando los escritores a sueldo me pidieron que diese la charla por tercera vez, en una localidad a un día de viaje desde Londres, me disculpé diciendo que estaba ocupado. Me ofrecieron dinero, lo acepté y repetí la charla. ¿Soy compañero de viaje de los escritores a sueldo? Me cuesta creerlo, pero pueden discrepar.
Por tanto, creo que es importante dejar clara la magnitud del conflicto de intereses, pero también ser algo realista y gritar menos. Para entender la verdadera importancia del conflicto de intereses es preciso disponer de alguna prueba básica: ¿abundan más entre académicos y médicos con algún tipo de interés importante las opiniones a favor de la industria que entre los que no tienen ningún interés? Ya hemos visto en las primeras páginas del libro que en los ensayos clínicos financiados por la industria hay más posibilidades de que se notifiquen resultados positivos. Ahora hablamos del siguiente nivel, la fase en la que se discuten los resultados de ensayos de otros investigadores, se ponderan sus puntos fuertes y débiles, se escriben artículos de opinión, etc. ¿Hay una relación en esta clase de trabajos dialécticos entre las conclusiones de sus autores y la cuantía de la financiación de la industria? La respuesta, como imaginarán, es «sí».
Como hemos comentado, el fármaco rosiglitazona para la diabetes tuvo una historia interesante y accidentada, en la que ni la FDA ni el fabricante advirtieron al público sobre el hecho de que iba asociado a un aumento del riesgo de efectos secundarios cardíacos graves. El medicamento fue retirado del mercado hace poco, después de unas ventas de miles de millones de dólares, porque no había actuado el organismo regulador a propósito del problema detectado por algunos académicos. Un grupo de investigadores recopiló recientemente los trabajos en que se discutía si la rosiglitazona estaba asociada a un aumento del riesgo de infarto[112]. Localizaron 202 trabajos que citaban y comentaban una de las dos publicaciones clave en las que se examinaba el asunto: un metaanálisis de Steve Nissen, en el que se demostraba que la rosiglitazona incrementa los infartos, y el ensayo RECORD, que apuntaba a que el fármaco era aceptable (aunque, ya no les extrañará saber que este ensayo se interrumpió antes de tiempo). Los trabajos en que se debatían estos hallazgos eran de muy diversa índole, ensayos de revisión, cartas, comentarios, artículos de opinión, etcétera, y se incluyeron según el criterio de que debían tratar sobre la relación entre la rosiglitazona y el infarto y citar uno de los dos trabajos comentados.
En aproximadamente la mitad de los autores se daba un conflicto de intereses, y los hallazgos, analizados con arreglo a quién los presentaba, arrojaban un resultado lamentable y previsible: quienes opinaban que la rosiglitazona era segura (o, por mor de absoluta claridad, quienes daban una opinión favorable sobre el riesgo de infarto tras la medicación) eran 3,38 veces más proclives a tener un conflicto de intereses económicos con los fabricantes de fármacos antidiabéticos en general, y con GSK en particular, comparado con los que consideran con mayor escepticismo el tema de la seguridad del fármaco. Los autores que hacían recomendaciones favorables sobre la utilización del fármaco eran igualmente 3,5 veces más proclives a tener intereses económicos. Restringiendo el análisis a los artículos de opinión, la relación era aún más acentuada: quienes recomendaban el fármaco eran seis veces más proclives a tener un interés de índole económico.
Es importante establecer claramente las limitaciones de un trabajo observacional como este y pensar en explicaciones alternativas sobre la relación observada, de igual modo que lo haríamos con un trabajo de investigación en el que se concluyera, por ejemplo, que la gente que come mucha fruta y verdura vive más. Los que comen mucha verdura tienden a estar más sanos y presentan mayor predisposición a llevar una vida más sana en aspectos muy distintos, muchos delos cuales nada tienen que ver con el hecho de que coman verdura, por lo que son quizás esos factores los que les hacen vivir más años. De igual modo, en el caso de estar a favor de la rosiglitazona y tener intereses económicos, quizá sea por haber comprado acciones de una empresa o haber aceptado un empleo en ella, o por aceptar una subvención después de haber manifestado una opinión favorable sobre un tratamiento. Puede ser el caso de algunos, pero en la panorámica general de lo que sabemos sobre el modo en que los intereses económicos repercuten sobre la conducta, cuesta creer que los hallazgos sean totalmente inocentes; desde luego, reiteran la necesidad de conocer bien la relación económica de los individuos con esas empresas.
¿Cómo afrontar este problema? La postura más radical sería impedir que quien presente un conflicto de intereses manifieste su opinión sobre un tema concreto. A los mismos disc-jockeys radiofónicos se les prohibió aceptar «mordidas» de las discográficas y no se hundió el mundo (aunque estoy seguro de que hay otros incentivos para ellos).
Pero una prohibición estricta plantea otros problemas. En primer lugar, en ciertos sectores de la medicina es difícil encontrar expertos que no hayan trabajado en algún momento para la industria. Aquí nos detendremos un instante para recordar lo que realmente pensamos sobre la industria farmacéutica y quienes trabajan en ella. Aunque este libro trata sobre problemas, mi propósito es reclamar que esa industria sea debidamente regulada y transparente, al extremo de que los académicos se sientan a gusto y entusiasmados colaborando con ella. No hay medicina sin medicamentos; las empresas producen fármacos excelentes, y trabajar con gente centrada en culminar un plan con el que se obtiene beneficios, por muy desagradables que parezcan ciertos aspectos del proceso, puede ser apasionante.
Es extraño, además, centrar nuestras frustraciones en médicos y académicos concretos cuando simplemente hacen lo que los gobiernos les han marcado en los últimos treinta años: ponerse a trabajar con la industria. A partir de 1980 y la ley estadounidense Bayh-Dole, que contribuyó a que los académicos patentasen ideas, hasta el impulso de Thatcher a los «emprendedores universitarios», no se ha dejado de decir a los académicos que se comprometan con la industria y que encuentren aplicaciones comerciales para sus trabajos. Prescindir de todos esos titulados, después de haberlos impulsado a colaborar con la industria y de haber convencido a algunos de los más eminentes a hacerlo, sería un tanto extraño.
Una prohibición tajante presenta también otros problemas. Aunque se pudiera encontrar expertos sin conflictos de intereses, a veces las personas cuya opinión cuenta más trabajan en la industria, porque son las que conocen por dentro el proceso que ha conducido a la elaboración de nuevos fármacos, por ejemplo. Y una vez que se entra en el compromiso de escuchar sus reflexiones comerciales, se plantea otro problema. No obstante, aunque hay veces en que esto es un terreno muy complicado, quizá sea conveniente permitir que gente de la industria con enormes conflictos de intereses hable discreta y oficiosamente, de, pongamos por caso, un comité regulador de medicamentos.
Los periodistas saben que los datos del pasado, oficiosos, procedentes de una fuente interna sobre algún asunto que tratan de entender son de extrema utilidad. A veces, algún miembro de la industria se sincera más, exigiendo anonimato, ante un comité de autorización de fármacos a condición de que no se publiquen las actas. Me contaron la historia de un profesor emérito de medicina, que ahora trabaja a tiempo completo en el desarrollo de fármacos, que dijo ante un comité de aprobación de fármacos: «¿Honestamente? Todo el mundo sabe que ese fármaco es una porquería; no durará ni dos años en el mercado, y me ahorrarían un escándalo si se lo cargan ahora». No se lo pongo de ejemplo para convencerles de que debemos permitir el secretismo en la regulación, porque no soy partidario de ello, sino para que estén seguros de que han reflexionado lo suficiente.
Algunas revistas a veces se han hecho eco de la opinión de que la industria no merece ninguna confianza, y menos sus declaraciones, y han adoptado reglas en consonancia. JAMA, por ejemplo, decidió hace unos años no aceptar más trabajos sobre ensayos financiados por la industria si no iban acompañados de un análisis estadístico independiente de los resultados, en lugar de conclusiones de la industria. Es un requisito interesante —pues implica que el análisis es donde se produce la magia negra— que levantó una enorme polvareda. Stephen Evans es un eminente estadístico que trabaja en el mismo edificio que yo, y es un verdadero experto en la detección del fraude, además de cristiano compasivo enternecedor (de verdad) por su modo de hablar sobre los académicos deshonestos que ha denunciado. Evans argumenta que no podemos prescindir por las buenas del trabajo de determinados profesionales por el hecho de que exista una relación entre trabajar para la industria y producir resultados sesgados:
Imagínense que una revista biomédica instaura una nueva política de requisitos por efecto de la cual obliga a los autores residentes en Europa occidental y Norteamérica a someterse a la revisión normal entre iguales, mientras que los autores de otros países estarán sujetos a una revisión adicional más severa. Es una política que parecerá injusta; pero supongan que la revista alega que la investigación demuestra que en los trabajos procedentes de esos países hay mayor prevalencia de fraude, sesgo y poco rigor[113].
Yo creo que tiene razón, y que hay que juzgar cada trabajo por sus méritos, aunque me alegraría en cierto modo que no tuviera razón. También es interesante señalar que desde que JAMA implantó su requisito del «estadístico independiente», el número de ensayos clínicos financiados por la industria y publicados en sus páginas disminuyó notablemente[114].
En general, el enfoque más habitual del conflicto de intereses es que debe declararse, más que ponerlo fuera de la ley, y hay dos motivos para perseguir esa política. En primer lugar, cabe esperar que ello permita que el lector decida quién incurre en sesgo; y, en segundo lugar, cabe esperar que sirva para cambiar conductas. Cuando sugiero que debe obligarse a los médicos a decir a sus pacientes, con letreros bien visibles en la sala de espera y en su mesa, de qué empresas concretas han aceptado dinero o servicios, y qué medicamentos concretos de esos fabricantes recetan, lo hago porque en parte creo que permitirá descubrir una fracción de actos vergonzosos. La luz solar es un potente desinfectante y se ha demostrado en muy diversos sectores. En Los Ángeles el simple hecho de que los restaurantes exhiban en el escaparate la puntuación de higiene de su cocina ha mejorado los estándares, igual que las estadísticas sobre seguridad en los coches ha conseguido que los consumidores pidan coches más seguros.
Pero en medicina la declaración no es tan sencilla como una simple valoración de higiene o un parámetro de seguridad, porque no siempre está claro qué es lo que hay que declarar. Al fin y al cabo, el conflicto de intereses desborda los simples pagos de la industria farmacéutica a los distintos médicos. En Estados Unidos —esto les resultará extraño a los lectores—, los oncólogos ganan más si tratan a los pacientes con fármacos intravenosos en vez de pastillas: más de la mitad de los ingresos del colectivo de oncólogos proviene de medicar con quimioterapia, y, por lo tanto, existe un conflicto de intereses. En el Reino Unido podrían plantearse los mismos problemas dado que los médicos generalistas gestionan el presupuesto de su zona y obtienen un beneficio de los servicios que prestan. Y los mismos problemas pueden plantearse cuando escriben sobre los tratamientos que aplican, sin que exista connivencia con empresas, por un simple sentido de lealtad profesional.
En un estudio se indagó, por ejemplo, si en los trabajos académicos se afirmaba que la radioterapia era idónea para pacientes a quienes se les había extirpado cierta clase de tumor, pero en los que se desconocía la fase del cáncer: 21 de 29 radioterapeutas opinaban que debía aplicarse, comparados con 5 de cada 34 facultativos de otras especialidades[115]. El mismo sesgo se ha observado en cirujanos de bypass coronario, cirujanos de úlceras sangrantes, etcétera, y se ha observado una sorprendente mala conducta médica en los partidarios de la exploración del cáncer de mama que exageraron los beneficios y subestimaron los daños (como son los riesgos médicos de procedimientos innecesarios en mujeres erróneamente diagnosticadas), sencillamente porque eran apasionados partidarios del procedimiento.
Los teóricos de la conspiración —atraídos por naturaleza hacia los problemas de la medicina— van más allá y construyen castillos en el aire con historias interrelacionadas de conflictos de intereses. Para ellos siempre hay algún sesgo, en cualquier asunto, porque tienen una hermana que trabaja en un centro oficial, o porque alguien de la universidad en la que ejerce, a quien ni conoce personalmente, tiene una opinión sobre algún asunto desfavorable sobre la industria. Los teóricos de la conspiración proclaman que se trata de secretos que han sido ocultados deliberadamente, cuando en realidad nadie podría haber previsto tales fantasías enrevesadas y sin fundamento.
Por tanto, en su mayor parte, aunque solo sea porque es práctico, académicos y médicos tienden a concentrar casi siempre en los tres últimos años las declaraciones de intereses económicos importantes, dejando de lado factores más exóticos e intangibles. Hay quien va más lejos. El personal de BMJ suele declarar su pertenencia a un partido político u otras organizaciones; lo que está muy bien, pero saliéndose del terreno económico, se adentra uno en un territorio nuevo, con la sensación de entrometerse más bien en la vida privada de alguien. Y, además, cuando las circunstancias son más imprecisas, las decisiones sobre qué declarar se hacen más arbitrarias y, por tanto, más engañosas para decidir qué se declara y qué no. Tal vez, dado que los jóvenes se preocupan cada vez menos de su seguridad en Facebook, el futuro nos traerá a todos la transparencia radical.
Pero ahora tenemos otras cosas de qué ocuparnos. ¿La gente tiene en cuenta algún conflicto de intereses declarado cuando leen lo que alguien afirma? Las pruebas sugieren que sí. En un estudio de 2002 se seleccionó al azar 300 lectores de un banco de datos de una revista académica y se les dividió en dos grupos[116]. A ambos grupos se les envió una copia de un breve informe explicando que el dolor del herpes zóster podía ejercer un notable impacto en la actividad cotidiana de los pacientes, pero a cada grupo se le envió un informe con una versión ligeramente distinta. Los lectores del grupo 1 vieron un trabajo con autores de nombre distinto al de los auténticos autores acompañado de una declaración de conflicto de intereses reconociendo que trabajaban para una empresa ficticia que ofrecía tratamiento para la enfermedad, y que podían optar a tener acciones de la misma. A los lectores del grupo 2 se les envió el mismo trabajo, pero en vez de la información sobre el empleo de los autores y las acciones, en él figuraba que los autores no tenían conflicto de intereses. A los participantes de ambos grupos se les pidió que valorasen el estudio según una puntuación del uno al cinco, en cuanto a interés, importancia, relevancia, validez y fiabilidad. El 59% devolvieron cumplimentados los cuestionarios (lo que es una cifra notablemente alta), y los resultados eran claros: a quienes se les dijo que los autores tenían conflictos de intereses, calificaron el trabajo de menos interesante, menos relevante, menos válido y menos fiable.
Por tanto, está claro que la gente tiene en cuenta los conflictos de intereses. Y, por tal motivo, las relaciones económicas concretas con las empresas farmacéuticas suelen declararse en los trabajos académicos. El método parece funcionar razonablemente bien, pero aun cuando los conflictos se declaren abiertamente, esto suele ser únicamente en el trabajo académico y no en ulteriores trabajos a partir del mismo, como son orientaciones o trabajos de revisión. En un estudio de 2011 se examinó un muestreo representativo de metaanálisis —resúmenes sistemáticos de todos los ensayos clínicos de un campo determinado— para comprobar si figuraban en ellos los conflictos de intereses de cada ensayo. De veintinueve metaanálisis revisados, solo dos citaban la fuente de financiación[117]. Esto es prueba fehaciente de que no se presta atención al problema y que en los metaanálisis —documentos muy leídos e influyentes— se pasa por alto este dato tan importante.
Hay que dejar claro que declarar conflictos de intereses no lo arregla todo, y que, como cualquier intervención, puede tener sus consecuencias, que deben cuando menos considerarse a la par del beneficio primordial que supondría. Por ejemplo, hay quien ha argumentado que la obligación de declarar los conflictos de intereses induce a los médicos a incurrir en «exageraciones estratégicas»[118], conscientes de que lo que dicen no se tendrá en cuenta si se cree que actúan como «gancho»; de esto hay pruebas en las obras sobre economía del comportamiento, aunque solo en experimentos psicológicos realizados en condiciones de laboratorio[119]. Puede que igualmente los médicos estén imbuidos de un sentimiento de «licencia moral», porque una vez declarados los intereses uno se siente libre para arremeter contra la opinión sesgada, sabiendo que la alusión no pilla de sorpresa. Son ideas interesantes, pero, en términos generales, soy más partidario de la transparencia.
Lo expuesto son simples detalles, y mucho me temo que en cuanto vean la magnitud del problema no saldrán de su sorpresa. En una encuesta reciente en Estados Unidos se indagó entre médicos con altas responsabilidades. El 60% de los jefes de departamento recibían dinero de la industria para actuar como asesores, conferenciantes, miembros de comités asesores, directores, etc[120].
ProPublica, la fundación estadounidense de periodismo de investigación sin ánimo de lucro, ha realizado un trabajo encomiable con su campaña Dollars for Docs [Dólares para los médicos], creando un banco de datos de acceso público de pagos a médicos[121]. Las farmacéuticas se han visto obligadas a mostrar en sus portales de la red esta información recopilada, particularmente después de perder varios procesos. ProPublica ha añadido ahora datos sobre 750 millones de dólares en pagos de AstraZeneca, Pfizer, GSK, Merck y muchas más. El último segmento de datos incluye pormenores sobre cenas; así pueden saber que el doctor Emert de West Hollywood comió en 2010 por un importe de 3065 dólares a cuenta de Pfizer, por citar un ejemplo al azar[122]. Si para mí es una simple curiosidad, la repercusión de este banco de datos en los pacientes y en otras personas de Estados Unidos ha servido para impulsar una notable serie de reflexiones, lo que demuestra el poder de recopilar un tipo de información en un soporte que permita consultarla y documentarla, pues cualquiera puede consultar los datos de su médico y comprobar cuánto se ha embolsado, para horror e indignación de todos los médicos del país. Y cualquiera puede consultar agrupaciones de médicos y comprobar los horrores que encierran: 17 700 médicos recibieron dinero, y de estos, 384, más de 100 000 dólares.
Pero es que, además, muchas universidades del país no parecían estar al corriente de lo que ocurría en sus dependencias hasta que les presentaron los datos. Cuando la Universidad de Colorado, Denver, vio que más de doce de sus jefes académicos recibían pagos por charlas de promoción para empresas farmacéuticas, se desencadenó una revisión completa de su política en cuanto a conflictos de intereses[123]. El rector lo dijo claramente: «Tengo que decir taxativamente que no vamos a tener tratos con esas entidades [CME], porque son fundamentalmente publicidad». En algunas universidades se ha hecho caso omiso del reglamento por sistema. En la Universidad de Stanford se descubrió que cinco miembros del profesorado recibían pagos por conferencias financiadas por la industria y se les abrió un expediente disciplinario[124].
Ese mismo banco de datos posibilitó igualmente poder comprobar qué clase de individuos recibían pagos de la industria[125]. Cruzando las referencias de médicos que habían recibido más dinero con las de expedientes disciplinarios, en solo quince de los principales estados, ProPublica descubrió 250 médicos con sanciones por motivos como prescripción inadecuada, relación sexual con pacientes o negligente actuación médica; 20 médicos con procesos o acuerdos extrajudiciales por malas prácticas; amonestaciones de la FDA por mala conducta en la investigación; convicciones delictivas, y más cosas. Tres empresas farmacéuticas pagaron a un reumatólogo 224 163 dólares por dieciocho meses de charlas a otros médicos, pese a que la FDA previamente le había llamado al orden para que no hiciera promociones «falsas o engañosas» de un analgésico llamado Celebrex, del que había minimizado los riesgos recomendándolo para aplicaciones al margen del prospecto. Eli Lilly pagó a un analgesista 84 450 dólares a lo largo de un año, a pesar de estar censurado por el comité médico de su zona por practicar procedimientos neuronales innecesarios e invasivos con los pacientes. Eli Lilly y AstraZeneca pagaron 110 928 dólares a un médico que había reconocido conducta profesional poco ética ante acusaciones de prescribir analgésicos adictivos y haber estado varios años sometido a vigilancia del comité médico de su zona. Y todavía hay más. La mayoría de las empresas reconocieron que no comprueban esa clase de antecedentes. No es una imagen muy halagüeña de los médicos y de las empresas que operan en este lado oculto de la medicina.
Sorprendentemente, la transparencia parece ir cambiando las conductas, y existen pruebas de que los pagos de la industria a los médicos han disminuido desde que pueden consultarse por pacientes y público en general a través del portal de ProPublica[126]. En cierto sentido, es decepcionante pensar que la conducta de los médicos cambie por el solo hecho de que los pacientes puedan saber lo que hacen, pero para muchos ese parece ser el caso, y debemos aplaudir sinceramente ese giro. Por ejemplo, Veena Antony, profesora de medicina, recibió al menos 88 000 dólares de GSK en 2009 para dar charlas de promoción[127]. Ahora afirma que las ha dejado, por recelo a lo que piensen los pacientes: «Ni por asomo quiero que parezca que estoy influida por algo que me dé una empresa».
Esta inquietud nos revela un problema más amplio: a muchos médicos les preocupa cómo puede reaccionar el público a esta clase de información, sobre todo en un mercado de la salud como es Estados Unidos, donde los pacientes tienen una gran capacidad de elección. Si se toma un fármaco se desea saber cuál es el tratamiento más seguro y eficaz, basándose en las mejores pruebas disponibles, por lo que los consumidores informados podrían prescindir del médico que acepta cursillos formativos e invitaciones de la industria porque, como hemos visto, modifican las decisiones que adopta respecto a los pacientes. En Estados Unidos entrará próximamente en vigor la llamada ley Sunshine Act, merced a la cual habrá mucha más información disponible, de forma que los pacientes podrán averiguar las complicidades de los médicos con la industria.
Si creen que en el Reino Unido estamos en el umbral de la era de la transparencia radical, en la que los pacientes tendrían la posibilidad de saber si su médico es independiente y fiable, sería comprensible. El nuevo código de prácticas de la ABPI vigente a partir de 2013 estipula que las empresas farmacéuticas declaren públicamente lo que pagan a los médicos por sus servicios, incluidos honorarios por conferencias, asesoramiento, pertenencia a consejos asesores y dietas por asistencia a reuniones. Es una decisión acogida con gran alborozo, con afirmaciones de que se inicia así una nueva era de transparencia[128]. Se han leído titulares laudatorios como: «Las empresas farmacéuticas declararán los pagos efectuados a médicos desde 2012».
Pero, aun dejando aparte el detalle de que el estreno de esta nueva era, inexplicablemente, se ha retardado de 2012 a 2013, el nuevo código se enfrenta a un problema de mucho más calado y es otra solución falsa, aunque será la última que examinaremos en el libro, y que responde a la manida pauta de cuanto hemos visto hasta ahora: desde el Comité Internacional de Editores de Revistas Médicas que prometió que solo publicaría ensayos clínicos previamente registrados (no lo hicieron, a pesar de que todo el mundo la celebró como si se hubiera resuelto el problema, pág. 61), la nueva normativa de la FDA en la que se exigía la publicación de resultados antes del plazo de un año desde que acababa el ensayo (no cumplida, aunque todo el mundo reacciona como si el problema estuviera resuelto, págs. 62-64), o el curioso intento de la Unión Europea de reunir en un registro los ensayos clínicos (como instrumento de transparencia, cuyo contenido se mantiene secreto desde hace casi diez años, pág. 62), y tantas otras.
Para entender las deficiencias de este código hay que ir más allá de la cobertura que le da la prensa porque, en realidad, la ABPI define ese «Declarar todos los pagos hechos a los médicos» con tanta astucia y sutileza que resulta difícil explicarlo de un modo conciso en lenguaje normal, y la realidad es muy distinta de la que cualquier persona sensata esperaría. El código únicamente estipula que las empresas declaren la suma total pagada a médicos. ¿Está claro? No; porque suena como si las empresas farmacéuticas tuvieran que declarar lo que pagan a cada médico en particular, que sería lo lógico, pero dice ¿«a todos los médicos»?
Voy a repetirlo: cada empresa debe simplemente declarar dos cifras en un papel y nada más. Una cifra es el total que ha pagado a los médicos del Reino Unido en ese año, todo englobado, independientemente de las decenas de miles de libras que comporte; la otra cifra corresponde al número de pagos que han hecho. ¿Está ahora claro? Resultará más fácil con un ejemplo. Supongan que una empresa farmacéutica ha pagado 10 000 libras al doctor Gancho, 20 000 libras al doctor Secuaz, y en 998 pagos por el estilo a 998 médicos. Lo único que declarará a final de año es: «Hemos pagado 12 millones de libras a 1000 médicos».
Es marear la perdiz y no informa de nada.
¿Podríamos elaborar una base de datos a partir de cero? Pues, realmente, no, pues carecemos de una cultura de transparencia y de pleitos con las farmacéuticas, y por ello no existe un marco jurídico que permita obtener la clase de información que ProPublica ha recopilado. Sería posible averiguar qué médicos con cargo académico han recibido dinero, grosso modo, por las declaraciones de Hacienda que médicos y académicos hacen a final de año, pero estas solo las hacen si atañen de forma relevante a un área concreta de la investigación del ensayo en sí. Como consecuencia, extraer la información de esa fuente nos daría un mosaico incompleto de declaraciones y, además, las declaraciones rara vez aportan cifras, ya que hay médicos que trabajan para todas las empresas, con lo que da la impresión de que es una obligación universal en la que no hay favoritismos, lo cual puede resultar engañoso (pero presenta la ventaja de que te da fama de ser un experto muy popular).
Extraer información de las declaraciones en los trabajos académicos tampoco aclararía nada en cuanto al enorme número de médicos que realizan tareas no académicas, pero atienden a pacientes y son líderes de opinión clave en su sector de residencia o profesional, y que reciben grandes sumas de las compañías farmacéuticas para cursos de formación de otros médicos; no se averiguaría nada sobre si un médico generalista recibe a visitadores médicos o acepta dinero por asistir a congresos. En resumen: en el Reino Unido no sabemos nada sobre lo que aceptan los médicos.
Lo que idealmente convendría es disponer de un registro centralizado de intereses económicos personales dentro de la industria farmacéutica: podría ser voluntario, u obligatorio, y hace años que se pide su creación, pero no se ha conseguido. Seguramente pensarán que son las figuras más relevantes de la política médica —los que tienen medallas y son miembros de los comités del Royal College— quienes deberían impulsarlo, pero suelen ser quienes más ingresos tienen por trabajar con la industria.
Los médicos que lean esto harían bien en tomar buena nota de la lección que han aprendido en los últimos años los periodistas a propósito de pinchar teléfonos y los parlamentarios en cuanto a sus gastos: porque se crea que algo es normal —porque todo el mundo sabe que se hace— eso no significa que quienes son ajenos a ese mundo estén de acuerdo si lo descubren. En Alemania, tras una investigación de la revista Stern, la policía hizo un registro en la vivienda de 400 representantes de empresas farmacéuticas y en 2000 dependencias médicas, y descubrió que los médicos aceptaban como algo habitual dinero y obsequios (como todos sabemos). En 2010, dos médicos alemanes fueron declarados culpables y condenados a un año de cárcel por aceptar sobornos para recetar fármacos de una empresa, sentencia fundamentada en el hecho de defraudar ala aseguradora que pagaba los tratamientos[129]. El 66% de los casos abiertos en Estados Unidos corresponde a la industria farmacéutica y concretamente a la publicidad o a asuntos relacionados con el precio[130]. Pfizer se avino a pagar más de 60 millones de dólares para resolver un caso de soborno en el extranjero ante los tribunales estadounidenses, y diversas empresas farmacéuticas están en el ojo del huracán por acusaciones similares. Lo que los médicos siempre han considerado normal va poco a poco desembocando en procesos graves.
Aunque, naturalmente, no son solo médicos y académicos quienes tienen conflictos de intereses. Y este es el final de nuestra larga y triste historia.
En primer lugar, estos asuntos rebasan el ámbito de la medicina. En octubre de 2011, el periódico australiano Australian inició una serie de artículos bajo el título de «Health of the Nation», patrocinados por la industria médica australiana[131]. A periódicos como este se les da dinero por su buena disposición para estrechar lazos y hacer más difícil que se desmanden. Como no existe costumbre entre los periódicos de declarar ese tipo de donaciones, no hay una pauta por la que esa circunstancia figure al pie de un artículo, como sucede en las revistas académicas, y, por tanto, no se menciona, igual que en el caso de las vacaciones pagadas a los escritores de guías turísticas. Además de eso, los periodistas cobran muchas veces de las empresas farmacéuticas por cubrir congresos médicos académicos, con hoteles y vuelos incluidos, y, una vez en su destino, se les insta a asistir a eventos promocionales. Tengo nombres que les revelaría en una conversación, pero no voy a ponerlos por escrito (basta con que se sepa que tengo una lista).
Pero por encima de todo, el problema se extiende al seno de las instituciones de la medicina más poderosas, que muchas veces se convierten en dependientes de la industria por su financiación y apoyo fundamental. Tenemos un buen ejemplo de ello en un caso reciente del PMCPA, en el que el representante de Lilly en un hospital estaba amargado con un especialista en diabetes que seguía recetando fármacos de otra empresa. «Prácticamente le estamos pagando para que recete insulina de Novo Nordisk», se quejaba antes de añadir que la subvención de un puesto docente en la institución de dicho médico no tardaría en ser «revisada» por el Comité de Subvenciones de Lilly[132], y que seguramente la suprimiría, ya que los gerentes habían advertido que no prescribía su fármaco.
Esta subvención de cargos está muy extendida. Claro que lo está, porque son el pan de cada día del mundo académico de la medicina, ya que la gran mayoría de los ensayos clínicos de investigación los financia la industria, y gran parte de esa investigación se lleva a cabo en las universidades. ¿Son objeto de amenazas todos esos cargos? Claro que no. En los extremos encontramos escándalos terribles —casos famosos de personas como David Healy, Nancy Oliveri y otras— en los que se ha expulsado a médicos de un puesto universitario por sus críticas a empresas. En mis primeros años de carrera clínica creo que tendría más miedo que ahora, pero la suerte que corren quienes denuncian la situación es solo una parte del problema. La verdadera realidad queda oculta, y es que médicos y académicos que leen historias de acoso institucional optan por no presionar en su puesto de trabajo al jefe de departamento, por no molestar al promotor, por no plantear ningún interrogante sobre si es correcto cierto compromiso con la industria. Pueden tener la seguridad de que en todos los casos los afectados lo racionalizan como una pequeña concesión necesaria para seguir adelante con un proyecto por el bien del departamento, de los pacientes y de todos.
Fuera del ámbito universitario hay otras instituciones médicas importantes, como son asociaciones de especialistas y colegios profesionales, y todas ellas tienen compromisos con la industria. Les ofrezco un florilegio al azar. En Estados Unidos, en 2009, la Heart Rhythm Society recibió de la industria 7 millones de dólares, la mitad de sus ingresos[133]. La American Academy of Allergy, Asthma and Immunology recibió de la industrial[134] el 40% de su presupuesto. La American Academy of Pediatrics, que apoya oficialmente amamantar a los bebés, recibe casi un millón de dólares de Ross, fabricante del Similac para biberones[135]. (El logotipo de Ross figura incluso en la portada de «New Mother’s Guide to Breast Feeding», publicada por la AAP). El British Journal of Midwifery publica anuncios de fabricantes de leche en polvo para bebés, y las empresas que fabrican leche para biberón organizan «jornadas formativas» para comadronas en los hospitales del Reino Unido, eventos muy concurridos porque son gratuitos. La American Academy of Nutrition and Dietetics está patrocinada por Coca-Cola[136]. En 2002, el American College of Cardiology dio las gracias a Pfizer por un donativo de 750 000 dólares, y a Merck por otro de 500 000 dólares, y así podríamos seguir y seguir[137].
Los pagos a estas asociaciones no entrarán en la ley Sunshine Act en 2013, y en el Reino Unido no existe algo equivalente que nos permita ver qué oculta la hoja de balance. Es un estado de cosas muy inquietante, y no por simple prurito estético, sino porque esas organizaciones celebran congresos a los que asiste gente de todo el mundo y establecen normas éticas para sus asociados. Pero por encima de todo, confeccionan directrices que se siguen en todo el mundo, y esa elaboración se hace necesariamente a partir de juicios subjetivos, en particular cuando las pruebas son débiles. En un estudio se preguntó a 192 autores de cuarenta y cuatro documentos de orientación si recibían dinero de la industria, a lo que respondieron afirmativamente cuatro de cada cinco[138].
El problema es enorme y complejo y no se va a solucionar. Tenemos que pensar muy bien cómo hacerle frente.
¿Qué se puede hacer?