Hasta ahora hemos establecido que las pruebas recogidas para que sirvan de orientación en el momento de decidir un tratamiento adolecen en numerosas ocasiones de sesgos y problemas que podrían evitarse, pero todo esto no es más que una parte de la historia, porque esas pruebas recogidas defectuosamente, a continuación se difunden y se utilizan por medio de métodos también sesgados y caóticos, que añaden una capa más de exageración y de error al conjunto.
Para entender este proceso basta plantearse una simple pregunta: ¿cómo decide el médico qué es lo que debe recetar? El asunto es muy complicado, y para entenderlo en toda su complejidad tenemos que considerar los cuatro principales protagonistas que intervienen en la decisión y que ejercen presión: el paciente, la institución (que en el Reino Unido es el NHS), el médico y la empresa farmacéutica.
Para los pacientes el asunto es sencillo: quieren que el médico les prescriba el mejor tratamiento para su dolencia. O mejor dicho, quieren el tratamiento que se ha demostrado en ensayos imparciales que es mejor que otros. Confían probablemente en la decisión que adopte el médico con la esperanza de que existan unos servicios que garanticen que dicha decisión se lleve a cabo debidamente, porque tener que ponderar uno mismo cualquiera de las decisiones al respecto requeriría mucho tiempo.
Lo que no significa que los pacientes queden excluidos de la decisión ni por costumbre ni por propósito. Es cierto que no es habitual que el paciente tome decisiones sobre qué tratamiento es el mejor para él leyendo simplemente las principales publicaciones sobre resultados en la investigación para detectar por sí mismo los datos convincentes y los defectos de cada ensayo. Es un tema que me molesta, y me gustaría que este libro les sirviera para aprender algo que deben saber: lo cierto es que el acto médico de adoptar decisiones requiere muchos conocimientos especializados que solo se adquieren con el tiempo y la práctica hasta conseguir un nivel válido de competencia, y que es enormemente arriesgado que algunas personas tomen malas decisiones, si lo hacen a la ligera.
Dicho lo cual, añadiré que pacientes y médicos adoptan constantemente decisiones conjuntas cuando la práctica médica alcanza su máximo nivel, en conversaciones en las que el médico actúa a modo de comprador, desglosando las alternativas más interesantes para el paciente y comunicándole claramente las pruebas existentes sobre un tema concreto para que el paciente adopte una decisión informada. Hay pacientes, por ejemplo, que desean a toda costa vivir más, mientras que otros detestan tener que tomar una pastilla dos veces al día y prefieren asumir el mayor riesgo de una consecuencia adversa a largo plazo. Más adelante hablaremos de cuál es la mejor opción. De momento nos centraremos en el hecho de que en la mayoría de los casos los pacientes solo aspiran al mejor tratamiento.
El siguiente protagonista son las instituciones, y en este caso también está claro: quieren lo mismo que el paciente, siempre que no sea astronómicamente caro. Para los fármacos habituales y las decisiones más frecuentes tendrán un «protocolo» que dicta al médico general (más que al médico hospitalario) qué fármacos hay que utilizar, pero al margen de esas simples reglas para situaciones sencillas, confían en el criterio del médico.
Ahora llegamos al protagonista principal en la decisión del tratamiento individual: el médico. El médico requiere información de buena calidad, pero necesita, sobre todo, tenerla a la vista. Al fin y al cabo, el problema en el mundo actual no es la escasez de información, sino la sobrecarga de información y más concretamente lo que Clay Shirky llama «fallo del filtro». Recuerden que ya en la década de 1950 lo que impulsaba la medicina eran lo anecdótico y la eminencia; de hecho, solo en las dos últimas generaciones hemos recopilado pruebas de buena calidad en gran cantidad, y, pese a los defectos del sistema actual, nos encontramos de pronto con un abrumador caudal de datos. El prometedor futuro de la medicina basada en pruebas consistirá en una estructura informativa que permita que lleguen las pruebas válidas al doctor idóneo en el momento oportuno.
¿Es lo que ocurre ahora? Sencillamente, no. Aunque existen diversos métodos automatizados para difusión del conocimiento, seguimos en general dependiendo de sistemas desarrollados a lo largo de siglos, como son los interminables y laberínticos artículos publicados en las revistas académicas, que siguen sirviendo de vehículo para notificar los resultados de los ensayos clínicos. En muchas ocasiones, si a un médico se le pregunta si sabe si un determinado tratamiento es el mejor para una enfermedad concreta, contesta que naturalmente que sí y dice cuál es. Pero si se le pregunta cómo lo sabe, la respuesta puede causar pavor.
Tal vez contesten: es lo que aprendí en la facultad; es lo que me dijo que recetaba el colega del despacho de al lado; es lo que he visto que receta el especialista en su contestación sobre los pacientes que le remito; es lo que el visitador médico me dijo; es lo que aprendí en una clase hace dos años; me parece que lo leí en un artículo en una revista; lo recuerdo de unas orientaciones recomendadas que consulté en cierta ocasión; es lo que decían en un informe que leí sobre un ensayo; es lo que siempre se ha utilizado, etc.
La verdad es que los médicos no pueden leer todos los artículos relevantes para su profesión, y no es que lo diga yo, o que sea una queja personal al contemplar mi montón de lecturas pendientes. Hay centenares de miles de revistas académicas y millones de trabajos académicos, y cada día se publican más. En un estudio reciente se calculó el tiempo necesario para estar al día de la información[1]. Los autores recopilaron los trabajos académicos publicados en un solo mes, relevantes para la práctica médica habitual, y, dedicando unos minutos a cada uno, calcularon que un médico tardaría seiscientas horas en leerlos por encima. Eso supone unas veintinueve horas cada día de la semana, lo cual es imposible, naturalmente.
Así que, los médicos, para mantener al día sus conocimientos, no leen todos los ensayos sobre todos los tratamientos relevantes para su especialidad ni comprueban meticulosamente uno por uno los trucos metodológicos que señalamos en este libro. Los médicos abrevian, y de esas prisas hay quien se aprovecha.
Para comprobar que los malos médicos no recetan con la eficacia debida basta con considerar las pautas nacionales de prescripción. El NHS gasta 9000 millones de libras al año en fármacos. A estas alturas saben ya que muchos de los medicamentos en el mercado son del tipo «yo también», que no son mejores que el medicamento que copian, y que muchas veces esos fármacos de marca «yo también» son sustituibles por fármacos eficaces de la misma clase en los que por su antigüedad ha expirado la patente.
En 2010, un equipo de académicos analizó los diez primeros medicamentos más recetados de todos los tipos asumidos por el NHS, y calcularon que por lo menos anualmente se despilfarraban 1000 millones de libras por el hecho de que los médicos recurren a fármacos de marca «yo también» en situaciones en que existe un fármaco de igual eficacia con patente expirada[2].
Por ejemplo, la atorvastatina y la simvastatina son de idéntica eficacia, por lo que sabemos (vuelvo a las estatinas porque las toma mucha gente), y la patente de la simvastatina expiró hace seis años. Lo lógico sería que todo el mundo tomase simvastatina en vez de atorvastatina, a menos que hubiese una razón sólida para optar por el fármaco más caro en un paciente determinado. Pero en 2009 se hicieron tres millones de recetas anuales de atorvastatina, muchas menos, es cierto, que los seis millones de 2006, pero esto le costó innecesariamente al NHS 165 millones de libras. Y todas esas recetas de atorvastatina se hicieron a pesar de que hay programas de ámbito nacional para estimular que los médicos cambien su costumbre.
Es una pauta generalizada. El losartán es un fármaco tipo ARB para la hipertensión; hay muchos fármacos de esta clase, y como la hipertensión es tan corriente, esta categoría de medicamentos es la cuarta entre las más caras a cargo del NHS. En 2010 expiró la patente del losartán, que clínicamente es prácticamente indiferenciable de otros fármacos, por lo que habría cabido esperar que el NHS hubiera estimulado el cambio para que bajara el precio. Pero aun cuando el precio disminuyó, tan solo a 0,3 millones de los 1,6 millones de personas medicadas con los ARB se les recetó losartán, con lo que el NHS perdió 200 millones de libras anuales.
No saber adoptar decisiones racionales de prescripción en estas medicinas tan corrientes, es una prueba de que la prescripción es un terreno poco sistemático en el que no existe una buena difusión de la información dirigida a quienes adoptan las decisiones en cuanto a eficacia y relación eficacia/coste. Afirmo con toda sinceridad que si yo estuviera a cargo de los presupuestos de investigación médica suprimiría durante un año la investigación básica y únicamente subvencionaría proyectos dedicados a encontrar métodos para optimizar nuestro sistema de difundir la información, asegurándome de hacer un buen resumen con todas las pruebas disponibles y así poder difundirlas y aplicarlas. Pero no estoy a cargo de los presupuestos de investigación, y concurren numerosas influencias muy poderosas.
Vamos a considerar la decisión de un médico que prescribe desde la perspectiva de una empresa farmacéutica. Esta quiere que el médico recete su medicamento y hará cuanto pueda para conseguirlo. Lo puede disfrazar como la «creciente concienciación de nuestro producto» o como la «ayuda al médico para tomar decisiones», pero la realidad es que quiere ventas. Para ello hará publicidad del nuevo tratamiento en las revistas médicas, señalando los beneficios, aminorando los riesgos, y evitando comparaciones desfavorables. Enviará a los «visitadores médicos» a cada médico para enumerarle los méritos del fármaco; ofrecerá regalos, almuerzos y forjará relaciones personales mutuamente beneficiosas en un futuro.
Pero no queda ahí la cosa. Los médicos necesitan reciclar sus conocimientos; han pasado décadas de práctica clínica desde que salieron de la facultad y la medicina, vista retrospectivamente, ha cambiado radicalmente a partir de —digamos— la década de 1970, que es cuando muchos de los facultativos en ejercicio concluyeron sus prácticas. Esta formación es cara y como el Estado no está por la labor, son las farmacéuticas las que pagan charlas, cursillos, materiales de enseñanza, seminarios y congresos, y envían expertos que las empresas saben que prefieren su fármaco.
Todo esto se lleva a cabo a expensas de un corpus de pruebas en trabajos académicos que las farmacéuticas han alimentado cuidadosamente mediante la publicación selectiva de resultados favorables y un sabio uso de los defectos metodológicos para dar una imagen favorable de su producto. Pero estos no son los únicos instrumentos de que disponen las empresas para influir sobre lo que publican las revistas: pagan a escritores profesionales para que redacten trabajos académicos siguiendo sus directrices comerciales, y consiguen para ellos la firma de académicos. Esto es publicidad encubierta, gracias a la cual consiguen rápidamente que sus medicamentos aparezcan más en publicaciones académicas, lo cual, por otro lado, magnifica y favorece los currículos de los expertos favorecidos y contribuye a que los médicos amables con la empresa obtengan el prestigio y el brillo de independencia que proyecta un puesto universitario.
Las empresas dan dinero también a asociaciones de pacientes, si las opiniones y valoraciones de esas organizaciones propician el aumento de ventas del fármaco, y a cambio les procuran mayor prominencia, poder y tribuna. Además, pagan a revistas académicas para que acepten trabajos a cambio de ingresos por publicidad y encargos de «reedición», con lo cual sitúan en primer plano los trabajos académicos que ofrecen pruebas de que sus fármacos funcionan, e incluso consiguen ampliar su mercado produciendo trabajos en los que se expone convenientemente que la enfermedad para cuyo tratamiento son aplicables está mucho más extendida de lo que se cree.
Todo esto parece muy caro y, de hecho, lo es. La industria farmacéutica gasta el doble en publicidad y promoción que en investigación y desarrollo. A primera vista suena increíble y merece la pena reflexionar sobre ello bajo diversos prismas. Cuando, por ejemplo, una farmacéutica se niega a que un país en vías de desarrollo pueda tener acceso a un nuevo fármaco para el sida, es porque —según esa empresa— necesita el dinero de las ventas para financiar la investigación y el desarrollo de otros nuevos fármacos futuros para el sida. Si I+D no es más que una parte de los gastos de la empresa, y esta empresa invierte el doble en promoción, ese razonamiento moral y práctico se viene abajo.
La magnitud del gasto en promoción es increíble si lo situamos en el contexto de lo que cabría esperar de una medicina basada en pruebas, que consistiría en aplicar el mejor tratamiento a los pacientes. Porque si nos distanciamos de ese convencimiento, fomentado por la industria, de que su actividad comercial es perfectamente normal, y dejamos de considerar los fármacos como productos de consumo igual que la ropa o los cosméticos, nos daremos cuenta en seguida de que la publicidad de medicamentos existe por un solo motivo. En medicina, las marcas son irrelevantes y el juicio objetivo, real, es si un fármaco es el mejor para paliar el dolor, el sufrimiento o la senectud del paciente. Por consiguiente, la publicidad existe con el único objetivo de corromper en el ámbito médico la decisión sustentada en pruebas.
La máquina es poderosa: gasta anualmente decenas de miles de millones de libras; solo en Estados Unidos, se gastan 60 000 millones de dólares en publicidad de medicamentos[3]. Y lo extraordinario es que ese dinero no cae del cielo, sino que lo pagan los pacientes y sale directamente de las arcas públicas o de las cotizaciones de los pacientes a las aseguradoras médicas. Aproximadamente una cuarta parte del dinero que ganan las empresas farmacéuticas con los medicamentos que venden se transforma en actividad promocional que tiene, como veremos, una influencia innegable sobre las prescripciones de los médicos. Por tanto, pagamos productos con un notable aumento de precio para sostener ese presupuesto de publicidad, un dinero que se emplea en distorsionar la práctica médica basada en pruebas científicas, lo que a su vez consigue que nuestras decisiones sean inútilmente caras y menos eficaces.
Todo esto se superpone a un sistema médico basado en pruebas ya de por sí gravemente herido, con ensayos clínicos de poca calidad que con suerte se notifican deficientemente a los médicos.
Sensacional. Vamos a entrar en detalles.
Anuncios para pacientes
El médico adopta la decisión definitiva al firmar la receta, pero en realidad la decisión de qué tratamiento elegir —o de si aplicar un tratamiento— se lleva a cabo entre él y el paciente. Esta es la manera deseable de hacerlo, pero con ello el paciente se transforma en otra palanca sobre la que la industria actúa para multiplicar sus ventas.
En este capítulo veremos que, por ello, las técnicas que emplean las empresas farmacéuticas son múltiples y muy variadas: invención de nuevas enfermedades y modelos explicativos; financiación de grupos de pacientes; promoción de pacientes estrella que se enfrentan (con asesoramiento de profesionales de relaciones públicas) a gobiernos que les niegan el acceso a fármacos caros, y muchas otras cosas. Pero comenzaremos por la publicidad, porque existe el debate en el Reino Unido, y, porque comparada con estrategias más encubiertas, resulta obviamente diáfana.
La publicidad directa al consumidor de fármacos está prohibida en casi todos los países industrializados desde la década de 1940, por la simple razón de que da resultado: los anuncios distorsionan las decisiones de prescripción de los médicos —adrede— y aumentan costes innecesariamente. Estados Unidos y Nueva Zelanda (junto con Pakistán y Corea del Sur) cambiaron de idea a principios de la década de 1980 y permitieron la publicidad no encubierta de medicamentos. Pero ello no quiere decir que los anuncios sean un problema que no nos incumba, ya que persiste la batalla por reabrir nuevos territorios, y, en la era de Internet, esos anuncios cruzan fronteras; pero lo que importa por encima de todo, es que desvelan claramente ciertas verdades sobre las estrategias de la industria.
Vamos a echar un vistazo a ese mundo misterioso. Cuando en el Reino Unido se autorizaron los anuncios, se permitió únicamente la publicidad para cumplir con el requisito de incluir información sobre efectos secundarios del fármaco. Pero desde 1997 se ha relajado la normativa y ahora pueden figurar abreviados los efectos secundarios (en los anuncios televisivos se farfullan al final a toda velocidad). A raíz de este cambio, el presupuesto anual publicitario de la industria farmacéutica ha pasado de 200 millones de dólares a 3000 millones de dólares en unos cuantos años. Entre los gastos dignos de mención se sitúa el del Vioxx, con 161 millones de dólares, fármaco que fue retirado del mercado debido a inquietantes preocupaciones sobre datos ocultos; el del Celebrex, con 78 millones de dólares, también retirado del mercado por ser nocivo para los pacientes.
Para evaluar el impacto de esos anuncios en el mundo real[4] se ha recurrido a diversos enfoques. En un estudio se observó a los pacientes que acudían al médico, en Canadá, donde sigue prohibida la publicidad directa de medicamentos, y en Estados Unidos, y se comprobó que los estadounidenses mostraban mayor probabilidad de creer en la necesidad de medicación, mayor probabilidad de pedir fármacos concretos anunciados por televisión, y mayor probabilidad de que les recetaran el fármaco en cuestión. Es decir, los anuncios funcionan. No obstante, en Estados Unidos los médicos se mostraban más predispuestos a declarar que se cuestionaban si los fármacos que pedían los pacientes eran los adecuados.
En otro estudio se adoptó un enfoque más proactivo y experimental. Se encomendó a actores profesionales que fingieran ser pacientes deprimidos, y acudieran al médico en tres ciudades distintas (un total de 300 visitas)[5]. A todos ellos se les asignaron idénticos antecedentes con un historial de los problemas planteados por la depresión, y se les encomendó actuar de tres maneras distintas al final de la consulta: pedir un fármaco concreto, pedir una «medicina que ayude», o no hacer ninguna petición. En los que hicieron lo que los anuncios impulsan a hacer a los pacientes —pedir un fármaco o «medicina» concretos— hubo el doble de probabilidad de obtener una receta para un antidepresivo. Si creen que eso es bueno, dependerá en parte de si consideran que vale la pena recurrir a esos fármacos (las pruebas, en general, demuestran que son muy ineficaces para la depresión leve o moderada). Pero independientemente de lo que piensen de los antidepresivos, las pruebas demuestran claramente que lo que los pacientes dicen al médico, y lo que piden, ejerce una fuerte influencia sobre lo que se les receta. El ideal de la mayoría de los médicos es que los pacientes fuesen comprometidos e informados, pero la cuestión estriba en si la información que tienen los pacientes es realmente útil, y si los médicos pueden resistir la petición inadecuada de pastillas.
Dentro del mismo estudio se envió a más actores-pacientes al médico, pero en este caso contando una historia clara de «trastorno adaptativo», un término que hay quien lo utiliza para describir el simple fenómeno humano de sentirse mal a raíz de alguna adversidad que ocurre en la vida, y que es algo normal y lógico anímicamente, por desagradable que sea, como sabrá cualquier persona normal. Y tratarlo con pastillas no es una gran idea. Pero a los pacientes afectados de «trastorno de adaptación» que pidieron un fármaco concreto se les recetó, en el 50% de los casos, en comparación con un 10% de los que no pidieron medicación. Es la zona sombría de la publicidad y a mí, en mi condición de médico, no deja de sorprenderme que sea la gente quien diga que es el médico quien fuerza a los pacientes a tomar pastillas. Los médicos suelen ser personas amables dispuestas a complacer, a dar a los pacientes lo que piden, y a muchos pacientes se les ha inculcado, a través de a saber qué procesos sociales que informan su mundo, que las pastillas lo arreglan todo. Lo diré de otra manera por algo de lo que hablaré más adelante: a mucha gente se la convence de que son «pacientes».
Por tanto, las pruebas demuestran que los anuncios cambian el comportamiento de la gente, y lo cambian a peor. Esto resulta mucho más preocupante si consideramos los medicamentos que se anuncian. En un estudio se recopilaron datos sobre 169 fármacos a la venta, y se examinaron las pautas de marketing[6]. En primer lugar, los fármacos se anuncian más cuando es considerable el número de pacientes potenciales, no el de los pacientes reales. Esta observación es interesante porque significa que a la gente se la convierte en paciente, lo que está muy bien si son enfermos, pero fatal si no lo son. En segundo lugar, los fármacos se anuncian más si son nuevos. Parece inevitable, pero es un tema espinoso, pues, como hemos visto, muchas veces los nuevos fármacos no son realmente un adelanto, sino medicamentos de los que se sabe poco porque no han sido experimentados durante mucho tiempo, y en muchas ocasiones lo único que se ha demostrado es que son mejor que nada y no mejores que el tratamiento en uso; y, finalmente, aunque fueran de igual eficacia, comparados con medicamentos más antiguos, son más caros.
Hemos expuesto cómo AstraZeneca gestionó el paso del omeprazol al esomeprazol, el fármaco «yo otra vez», y también hemos visto su estrategia publicitaria. La empresa gastó 100 millones de dólares en el omeprazol en el año 2000, el segundo mayor presupuesto de publicidad de aquel año. Y en 2001, cuando faltaba poco para que expirase la patente del fármaco, AstraZeneca dejó de fabricarlo y gastó 500 millones de dólares en anuncios del esomeprazol, el fármaco «yo otra vez». Pero ya vimos que ambos fármacos son casi idénticos y que el esomeprazol no es básicamente mejor que el omeprazol, sino mucho más caro[7]. La campaña publicitaria fue un éxito, por lo que derrochamos dinero en fármacos que no superan a los ya existentes.
Como dijimos anteriormente, al distanciarnos de la publicidad de las farmacéuticas, uno se percata de que no es más que un simple proceso por el que los pacientes dan dinero a las empresas para que generen información sesgada que distorsiona las decisiones sobre tratamientos y las merma en su eficacia. No es una opinión personal, ni una visión extraída de principios económicos básicos, pues el fenómeno se observa también en tiempo real siguiendo el coste de los fármacos y su presupuesto de publicidad. En un estudio reciente, se examinó el clopidogrel, un «antiagregante plaquetario» que previene la coagulación y se administra a pacientes con alto riesgo de diversos trastornos cardiacos[8]. Es un medicamento muy generalizado y caro —en 2005 ocupó el segundo puesto de superventas con 6000 millones de dólares—. El clopidogrel se puso a la venta en 1999 sin publicidad y se usó de manera generalizada sin publicidad hasta 2001, fecha en que se incluyó en anuncios televisivos, con un presupuesto de 350 millones de dólares. Curiosamente, no ejerció influencia en el número de usuarios, que siguieron aumentando a igual ritmo. Por tanto, nada cambió salvo una cosa: el precio aumentó a 40 centavos por pastilla y, como consecuencia, solo Medicaid desembolsó 207 millones de más. Para mí, este caso prueba elocuentemente —por si hiciera falta decirlo— que son los pacientes y el público en general quienes pagan las costosas campañas publicitarias de las farmacéuticas.
Sería aceptable que pagásemos una información fiable, debidamente explicada, pero la realidad es que aunque se vigilen adecuadamente los anuncios (más adelante revisaré los interminables avatares del asunto) siguen estando exclusivamente centrados en pastillas y productos comerciales que a su vez distorsionan la imagen general de la actuación médica. En cualquier campaña sensata de sanidad pública para informar a la gente sobre la reducción del riesgo y las consecuencias de una enfermedad, deben tenerse en cuenta los fármacos que se prescriben, naturalmente. Pero debe igualmente informarse a los pacientes con no menos énfasis sobre factores como el ejercicio, el alcohol, el tabaquismo, la dieta, el uso de drogas recreativas, compromisos sociales y quizá también, desigualdades sociales. Un programa de educación y compromiso público que costase 350 millones de dólares —la suma gastada tan solo en el coplidogrel— sería mucho más útil a este respecto, pero lo que se hace es despilfarrar dinero público y de los pacientes en anuncios televisivos de una pastilla.
Este es un tema que se repite: distorsionar una de las prioridades y vender tratamientos particulares. Sin embargo, antes de seguir, hay que señalar que los anuncios no son la única manera de dar publicidad a los medicamentos.
Intervención de famosos
En la película estadounidense de 1952 Cantando bajo la lluvia, Debbie Reynolds interpreta a Kathy Selden, una cantante de talento, oculta por una cortina, que presta su dulce voz a una canción que otra actriz, sobre el escenario, interpreta gesticulando. No hace mucho, en una entrevista, Debbie Reynolds dijo, así de pronto, que una «Vejiga hiperactiva te afecta porque te abandona […]; existe un tratamiento eficaz para ello»[9]. No se mencionó en la entrevista que estaba a sueldo de Pharmacia, una empresa que promocionaba un nuevo tratamiento para la vejiga hiperactiva. También recientemente, en otra entrevista, Lauren Bacall animó al público a someterse a un test de degeneración macular, que, según dijo, se cura con Visudyne. Ni el entrevistador ni ella mencionaron que Novartis le pagaba por promocionar el medicamento[10]. La madre de Serial Mom (en serio) lanza en las entrevistas referencias a fármacos para la artritis por las que cobra de Wieth y Amgen[11].
Es un fenómeno nuevo, pero está tan generalizado que los programas de famosos en Estados Unidos tienen que ser sometidos a escrutinio por si hay alguna colaboración publicitaria antes de que las entrevistas salgan al aire. CBS, por ejemplo, notificó no hace mucho que NBC anuló una entrevista con Rob Lowe —nada menos— por reparos sobre si promocionaba un fármaco para pacientes sometidos a quimioterapia[12]. Así, cuando PR News declaró con entusiasmo que un personaje de ER que padecía Alzheimer seguía tratamiento con el nuevo fármaco Aricept, gracias a la gestión de una empresa de relaciones públicas por cuenta de Pfizer[13], no fue ninguna sorpresa.
Los anuncios televisivos que declaran abiertamente la empresa patrocinadora son aún más excéntricos; aunque esto solo atañe al mercado estadounidense. Como botón de muestra, recomiendo fervientemente a los lectores que vean el vídeo online de Barry Manilow «Get Back in Rhythm» («Hi, this is Barry Manilow, and that’s the rhythm to my song Copacabana»). El anuncio de Jon Bon Jovi del analgésico es aún más refinado, y la voz de Antonio Banderas sirve para suplantar a una abeja en el anuncio del Nasonex de Merck.
Hay veces en que la mano oculta es todavía más sutil. Recordarán, sin duda, los artículos en los medios de comunicación sobre el Herceptin, un medicamento que ejerce un efecto muy modesto sobre la supervivencia en ciertos tipos de cáncer de mama a costa de graves efectos cardíacos secundarios, y cuyo tratamiento cuesta decenas de miles de libras. A partir de 2005, el acceso al fármaco se convirtió en una cause célèbre espontánea para la prensa británica, y la amplitud de la distorsión se aprecia claramente en las palabras de una doctora que padecía cáncer de mama y que posteriormente explicó por escrito cómo había sucumbido a la campaña: «Comencé a sentir que si no me medicaba con ese fármaco el cáncer acabaría conmigo». Cuando pudo distanciarse del torbellino publicitario y examinó los datos disponibles por aquel entonces, se sorprendió enormemente: «Un análisis más minucioso del “50% de beneficio” que se citaba profusamente en la prensa médica y no médica, y que yo tenía grabado en la cabeza, se reducía en realidad a un 4-5% de beneficio en mi caso, con un riesgo cardiaco equivalente […]». Esta historia ilustra cómo incluso una mujer con experiencia médica y habitualmente racional resulta vulnerable cuando se le diagnostica una enfermedad que supone una amenaza para su vida[14].
El tema predominante en la cobertura de los medios de comunicación era que el NICE debía autorizar el Herceptin para su receta en el NHS. Pero, curiosamente, la campaña fue orquestada antes de que el NICE hubiese recibido pruebas sobre la eficacia del fármaco. Por su parte, el ministro de Sanidad declaró que el medicamento debía aprobarse, pero lo anunció también antes de que se dispusiera de las pruebas necesarias sobre su eficacia.
¿Cómo explicar todo esto? Un grupo de académicos localizó todos los periódicos con artículos sobre el Herceptin para tratar de entender qué había ocurrido[15]. Hallaron un total de 361 artículos, y la abrumadora mayoría (cuatro de cada cinco) eran favorables a la eficacia de la droga, el resto, neutrales, y ninguno de carácter negativo. Los efectos secundarios se mencionaban en menos de uno de cada diez artículos, con lo cual quedan reducidos a la mínima importancia. Y hubo artículos en que se afirmaba, sin ningún recato, que el milagroso medicamento contra el cáncer no tenía efectos secundarios.
La mitad de los artículos trataban sobre los problemas para obtener la licencia del Herceptin para su utilización en la primera fase del cáncer de mama, pero siempre sin mencionar que era el fabricante, Roche, a quien competía solicitar la licencia y que aún no lo había hecho. Muchos artículos atacaban al NICE, sin apenas mencionar que el servicio no podía considerar el uso del fármaco hasta que no se autorizase, y hasta que el gobierno se lo solicitase.
Lo más notable, tal vez, fue la utilización de pacientes en dos tercios de los artículos, y, aunque los periodistas optaron por no mencionar cómo habían localizado a aquellas mujeres, en realidad, abogados y empresas de relaciones públicas se las habían presentado a los medios de comunicación. Elaine Barber y Anne Marie Rogers, que aparecieron en docenas de artículos, fueron asesoradas por Irwin & Mitchell, empresa finalista por Chartered Institute of Public Relations para un premio por este proyecto. Lisa Jardine, profesora de Estudios Renacentistas en Queen Mary, Universidad de Londres, que padecía cáncer de mama, declaró al Guardian que se había puesto en contacto con ella una empresa de relaciones públicas que trabajaba para Roche[16]. La institución benéfica CancerBackup también apareció repetidas veces en los artículos, pregonando repetidamente una encuesta que le había entregado Roche, que, además, era el financiador de la obra que realizaba la institución benéfica[17].
¿Por qué no se declaró abiertamente la implicación de la empresa de relaciones públicas que trabajaba para la farmacéutica? He aquí una explicación clara poco frecuente. En 2010, el gobierno británico abordó un proyecto de ley que permitiese a los farmacéuticos sustituir las prescripciones de medicamentos de marca por sus correspondientes genéricos. Los genéricos, como saben, son copias exactas de una molécula, fabricados de modo más barato por otra empresa cuando expira la patente exclusiva de invención. Los médicos influidos por la publicidad de las farmacéuticas suelen recetar el fármaco de marca y no el de nombre científico. La nueva ley propuesta permitiría a los farmacéuticos prescindir del nombre de marca y despachar la versión genérica del fármaco fabricado por cualquier empresa y más barato, lo que previsiblemente ahorraría al NHS extraordinarias sumas, sin perjuicio para los pacientes. Pero en The Times apareció inmediatamente una carta de protesta firmada por varias asociaciones de pacientes y por expertos, que recibió una cobertura favorable por parte de la prensa. «El proyecto de cambiar a medicamentos más baratos es un perjuicio para los pacientes, dicen los expertos», declaraba The Times. Y mencionaba el estudio de un caso: «Los pacientes a quienes se administró un sucedáneo del Seroxat se sintieron mal al cabo de dos días». Pero Margaret McCartney, una doctora que escribe en el British Medical Journal, descubrió que la carta estaba coordinada y redactada por la empresa de relaciones públicas Burson-Mars-teller, pagada por la farmacéutica Norgine. Peter Martin, jefe de operaciones de Norgine, era la mano oculta de la campaña, aunque él no firmó ninguna carta. «No hubo conspiración. La verdad, la verdad sincera, es que pensé que la intervención de una empresa farmacéutica lastraría de algún modo el mensaje».
A pesar de historias como estas, no debemos dejarnos llevar fácilmente por la obsesión de maniobras conspirativas. El cáncer y la salud son —como no me canso de señalar a lo largo de este libro— sectores en que los periodistas distorsionan los hechos como si tal cosa y sin necesidad de respaldo comercial, pero sospecho que también por su disposición a emprender cruzadas. Ya hemos visto en el caso de la cobertura del ensayo Júpiter sobre las estatinas (págs. 201-202), cómo se pueden divulgar las cifras engañosamente, pero la simple tradición de recurrir a historias personales, incluso cuando no representen la auténtica realidad, permite que las empresas se aprovechen de ello y esperan que así su fármaco obtenga una cobertura mediática favorable. En 2010, por ejemplo, en los medios de comunicación británicos surgieron numerosas voces de periodistas indignados con la recomendación del NICE de no asumir el gasto del Avastin, un fármaco para el cáncer intestinal que costaba 21 000 libras por paciente. En general y por término medio, sumándolo a otros tratamientos, se demostró que el fármaco aumentaba la supervivencia solo seis semanas, de 19,9 a 21,3 meses. Pero los artículos de los periódicos se centraron en Barbara Moss, que pagó de su bolsillo el tratamiento con Avastin en 2006 y continuaba viva cuatro años después[18]. Me alegro por ella, pero alguien que ha sobrevivido cuatro años no es ilustrativo en absoluto de lo que ocurre si se toma Avastin cuando se tiene cáncer intestinal. También hay pacientes que sobrevivieron cuatro años sin Avastin y ni ellos ni Barbara Moss aportan nada sobre la eficacia del fármaco.
Casos individuales como estos son el pan nuestro de cada día en el periodismo sobre salud. Pero bajo el deseo de informar sobre «curas milagrosas» individuales, hay un problema no tan explícito: el de que a los periodistas, como a cualquier otra persona, les gusta describir el mundo que ven, y, a veces, una explicación lamentablemente simple sobre un fenómeno complejo tiene más fuerza para influir sobre quien la lee para que acepte un tratamiento determinado, pero al mismo tiempo modifica radicalmente nuestra concepción sobre una enfermedad.
Más que moléculas
El concepto de que la causa de la depresión son niveles cerebrales bajos de serotonina está firmemente arraigado en el imaginario popular, y la gente sin conocimientos neurocientíficos lanza cuando habla afirmaciones sobre su estado de ánimo, simplemente por mantener un alto nivel de serotonina. Hay, además, muchos que «saben» que así es como actúan de los antidepresivos: la depresión la causan niveles bajos de serotonina y, por tanto, hay que recurrir a fármacos que aumenten los niveles cerebrales de serotonina, tal como los SSRI, que son «inhibidores selectivos de la recaptación de la serotonina». Pero esta es una teoría errónea. La «hipótesis de la serotonina» en la depresión, como se la llama, siempre fue débil, y las pruebas actuales son muy contradictorias[19]. No voy a darles una conferencia, pero sí un breve ejemplo: hay un fármaco llamado tianeptina que es un potenciador selectivo de la recaptación de la serotonina —no un inhibidor que reduciría los niveles de serotonina— y, sin embargo, la investigación demuestra que es igualmente eficaz en el tratamiento de la depresión.
Pero en la cultura popular la teoría de la depresión-serotonina reina como verdad absoluta, porque se le ha dado una publicidad muy eficaz. En los anuncios y material informativo sobre fármacos aparece una y otra vez por la sencilla razón de que tiene sentido: la depresión la causa la escasez de serotonina, por consiguiente, esa grajea que aumenta los niveles de serotonina curará la depresión. Este concepto simplista es atractivo pese a no contar con mucha aceptación en los círculos académicos, tal vez porque nos remite a una exigencia molecular controlable, externa, tal como decía no hace mucho un periódico estadounidense sobre la depresión: «No es un déficit personal, sino algo que hay que considerar como un desequilibrio químico»[20].
Este convencimiento no ha surgido de pronto de la nada, sino que ha sido escrupulosamente fomentado y mantenido[21]. Un anuncio reciente de la paroxetina de GSK decía: «Si ha experimentado alguno de los síntomas de depresión casi a diario, al menos dos semanas seguidas, la culpa puede tenerla un desequilibrio químico»[22]. O, según la guía del paciente del SSRI de Pfizer: «Zoloft le ayudará a corregir su desequilibrio químico de serotonina cerebral». Afirmaciones semejantes se leen en anuncios de todo el mundo, dirigidos no solo a pacientes adultos, sino también a niños. En el museo de la Smithsonian Institution de Washington se inauguró una exposición sobre el cerebro humano patrocinada por Pfizer, que a continuación recorrería diversas ciudades de Estados Unidos; en esta exposición se divulgaba la idea de que todos experimentaremos «disfunción cerebral» en alguna fase de nuestra vida, y se añadía alegremente: «Casi con toda certeza intervienen desequilibrios químicos del cerebro, que muchas veces implican al neurotransmisor de la serotonina»[23].
En 2008, dos académicos estadounidenses redactaron un notable trabajo explicando lo que ocurrió cuando se pusieron en contacto con periodistas que difundían esta idea: «Atribuyeron la cita a una enfermera en prácticas con un médico», afirmaba uno de ellos. «El autor no contestó a los correos electrónicos y la dirección del correo de la enfermera no estaba disponible».
Un artículo del New York Times trataba sobre uno de los fundadores de la teoría química de la depresión: «En un trabajo innovador que publicó en 1965 sugería que ciertos desequilibrios propios del cerebro son la causa de cambios de ánimo que los fármacos pueden corregir, una hipótesis que resultó cierta». Cuando los académicos quisieron indagar sobre lo afirmado en este artículo, «los correos electrónicos dirigidos [al periodista] pidiendo una referencia que corroborase su afirmación quedaron sin contestación». En un artículo en The Times titulado «A la vista fármacos personalizados para la depresión», se citaba a un profesor que afirmaba: «Hay pacientes deprimidos con niveles anormalmente bajos de serotonina que responden a los antidepresivos SSRI que alivian parcialmente la depresión anegando el cerebro con serotonina». Como prueba, el periodista aportaba un trabajo académico sobre un tema totalmente distinto[24].
La historia de la hipótesis de la serotonina en la depresión, y su entusiasta promoción por parte de las farmacéuticas, forma parte de un proceso más amplio que se ha calificado como «difundir rumores sobre enfermedades» o «medicalización», por medio de lo cual se amplían las categorías diagnósticas, se inventan diagnósticos, y a situaciones normales de la experiencia humana se les confiere cariz de patologías para someterlas a tratamiento con pastillas. Un simple ejemplo de ello es la reciente difusión de «listas de control», mediante las cuales el público se diagnostica, o ayuda a diagnosticar, diversas enfermedades. En 2010, por ejemplo, el popular portal WebMD lanzó un nuevo test: «Calcule su riesgo de depresión: ¿No estará deprimido?». Lo patrocinaba Eli Lilly, fabricante del antidepresivo duloxetina —lo cual se declaraba en la página—, sin que ello pueda justificar lo absurdo de lo que se decía a continuación.
El test consistía en diez apartados «Me siento triste y decaído casi constantemente»; «Me siento cansado casi a diario»; «Tengo dificultades de concentración»; «Me siento inútil y desesperanzado»; «Pienso demasiado en la muerte», etc. Si se contestaba «no» a todas las preguntas —a todas— y se seleccionaba «Enviar», la respuesta era clara: «Usted corre un riesgo de depresión importante»[25].
Menor riesgo:
Corre un riesgo de depresión importante.
* Si tiene ideas recurrentes de muerte o de suicidio, llame inmediatamente a su médico o a algún sanitario cualificado. Si necesita asistencia inmediata o cree que se encuentra en situación de urgencia médica, llame al 911.
Ha contestado que siente cuatro o menos de los síntomas comunes de la depresión. En general, quienes sufren depresión experimentan cinco o más síntomas de la enfermedad. Pero cada persona es un mundo. Si le preocupa la depresión hable con su médico.
No estamos ante un instrumento diagnóstico serio en ningún sentido. No suscita concienciación ni contribuye a evitar que una enfermedad quede sin diagnosticar: es, simplemente, un recurso publicitario bajo la máscara de ofrecer información al paciente, y, en mi opinión, decididamente perjudicial porque fomenta el autodiagnóstico de problemas inexistentes, y en último extremo induce a buscar medicamentos que no van a servir para nada. Pero es una práctica muy difundida, y por efecto de listas como esta de control de la depresión, del trastorno de angustia social, del trastorno disfórico premenstrual y otros, las farmacéuticas llegan a convertir a gente con molestias en consumidores decididos a obtener sus productos[26].
A veces, cuando hablo de este tema a públicos hostiles de las farmacéuticas, he sido acusado de proteccionismo y de querer mantener en exclusiva el control del diagnóstico en manos de los médicos. Por ello voy a poner claramente las cartas sobre la mesa (tal vez sea demasiado tarde). La medicina funciona mejor cuando médicos y pacientes colaboran para mejorar la salud; en un mundo ideal, los pacientes y el público en general estarían bien informados y comprometidos. Es estupendo que las personas sean conscientes de los riesgos auténticos en su vida, y que tengan suficiente información para evitar que alguna dolencia quede sin diagnosticar. Pero el exceso diagnóstico no es menos preocupante.
Medicalización
A todo este proceso se le ha dado diversos nombres, como «difundir rumores sobre enfermedades» o «medicalización». Se trata de procesos sociales mediante los cuales las farmacéuticas amplían los límites diagnósticos para ganar mercado y vender la idea de que un problema social complejo o personal es una enfermedad molecular, para así vender sus propias moléculas en forma de pastillas que curan esa enfermedad. A veces esa difusión de rumores parece estar bien fundada y es escandalosa; pero hay ocasiones en que este criterio se desvanece porque, a pesar del juego del mercado, esas pastillas pueden ser de cierta utilidad. Sigan conmigo mis ideas cambiantes.
No cabe duda de que la publicidad influye en el consumo de medicamentos y que las empresas tratan de vender mecanismos que los benefician para ampliar mercados. Ya lo hemos visto en el caso de las listas de control y de la historia de la serotonina. La psiquiatría, naturalmente, es particularmente vulnerable a estos instrumentos de mercadotecnia, pero los problemas desbordan ese ámbito y se extienden a la «vejiga inestable» y otros síndromes diversos. En mi opinión, este proceso alcanza su punto álgido en el anuncio de Clomicalm: «la primera medicación autorizada para el tratamiento de la angustia de separación en perros».
En muchas ocasiones esas tan cacareadas enfermedades han existido siempre, aunque nadie les ha prestado atención hasta que las pastillas las han puesto en el candelero. El trastorno de ansiedad social, por ejemplo, tiene cuando menos un siglo de antigüedad, y podría aducirse que Hipócrates en su definición de la timidez incapacitante de 400 a. C. lo describe muy bien: «Por timidez, suspicacia y temor, no se deja ver […]. No osa reunirse con la gente por miedo a que se aprovechen de él, lo deshonren, o por temor a excederse en gestos o palabras, o miedo a enfermar; cree que todo el mundo está pendiente de él».
Generalmente, la gente que sentía este problema era «rara». En la década de 1980, la prevalencia era del 1-2%, pero en un plazo de diez años se han publicado cálculos que reflejan un incremento de hasta el 13%. En 1999 se autorizó la paroxetina para la ansiedad social, y GSK lanzó una campaña publicitaria de 90 millones de dólares («figúrese que es alérgico a los demás»). ¿Es bueno que los estudiantes estresados desarrollen mejor un tema en una clase? Yo creo que sí. ¿Quiero que eso se obtenga con una pastilla? Supongo que depende de lo eficaz que sea la pastilla y de sus efectos secundarios. ¿Es bueno que muchas personas tímidas crean que padecen una enfermedad? Depende, eso podría reforzar un complejo negativo, o podría aumentar su autoestima. Son cuestiones sumamente complejas, con sus pros y sus contras.
Los mismos dilemas se plantean con las agresivas «campañas de concienciación de la enfermedad» por disfunción eréctil que aparecieron cuando se estaban formulando fármacos como la Viagra. Es algo que muchos médicos no se tomaron demasiado en serio antes de que surgiera una píldora para tratar la disfunción. Me imagino que yo preferiría que a los pacientes se les ofreciera, tal vez, una terapia «enfocada sensatamente» antes que una píldora para la erección. Además, preferiría que esto hubiera sucedido desde siempre, mucho antes de inventarse la Viagra; pero la realidad es que el gancho de los terapeutas sexuales —pese a su oficio tan telegénico— para suscitar concienciación sobre sus servicios no tiene ni punto de comparación con los 600 000 millones que mueve la industria farmacéutica.
Creo que el meollo de la cuestión es que no debemos eludir a la ligera el asunto pensando que la timidez incapacitante o la decepción ante el propio impulso sexual no son un problema, o que no tienen remedio. Pero, aunque solo sea por nuestra propia estima colectiva, necesitamos reafirmar la concienciación de que hay procesos comerciales encubiertos que trabajan con empeño en la sombra, manipulando esos nuevos constructos sociales.
Quizás el ejemplo más elocuente de este fenómeno —la «mano oculta» en la cultura médica— sea la «disfunción sexual femenina», formulada en la década de 1990 como nuevo método para vender a las mujeres fármacos como la Viagra; podemos seguir su auge y su ulterior modesta caída en desgracia en los veinte años sucesivos.
Al principio —como es habitual— la magnitud del problema se exageró a través de una larga serie de estudios y conferencias organizadas por gente a sueldo de la industria farmacéutica. La cifra más citada del número de mujeres que padecían disfunción sexual femenina se remonta a 1999, según la cual, aproximadamente un 43% de las mujeres presentan un problema médico en cuanto a su impulso sexual[27]. La encuesta la publicó el Journal of the American Medical Association (JAMA), una de las revistas más influyentes del mundo. En ella se analizaron los datos de un cuestionario en que se inquiría sobre detalles como ausencia de deseo sexual, mala lubricación, ansiedad por la actuación en el coito, etc. Si se contestaba «sí» a cualquiera de las preguntas, la encuestada quedaba catalogada como afectada por disfunción sexual femenina. Para no albergar ninguna duda sobre la influencia de este trabajo, diré que se ha citado 1691 veces, hasta esta soleada tarde de marzo de 2012. Una cifra de citas asombrosa.
En aquel momento los autores del estudio no declararon ningún interés económico, pero seis meses más tarde, tras una crítica del New York Times, dos de los tres autores reconocieron que era un trabajo de evaluación y asesoramiento para Pfizer[28]. La empresa planeaba lanzar la Viagra para el mercado femenino y tenía mucho que ganar si un gran número de mujeres quedaban etiquetadas con un problema sexual. Ed Laumann, el autor de un 43% del trabajo, se sintió muy angustiado por el hecho de que se hubiera descubierto, y en subsiguientes trabajos ha hablado más claramente de las «advertencias» que le hicieron. Es una actitud prudente, porque en mi opinión si con un muestreo se afirma que casi la mitad de las mujeres de todo el mundo padecen problemas sexuales, el problema es más bien el estudio y no las mujeres.
¿Tiene sentido una cifra tan absurdamente alta? En ulteriores investigaciones se ha intentado enmendarla en cierto modo. En una encuesta de 2007, por ejemplo, se compararon diversos métodos para medir la prevalencia de estos problemas entre cuatrocientos pacientes de consultas (un grupo de por sí más enfermo que la población general; pero no vamos a tenerlo en cuenta). Examinando crudamente los síntomas y la conducta de esas mujeres estudiadas, y comparándolos con la lista de síntomas del manual diagnóstico «ICD-10» de la OMS (que se utiliza simplemente como orientación diagnóstica y no como una biblia de control), el 38 presentaba un diagnóstico al menos de disfunción sexual. Pero si la valoración se restringe —con mucha mayor lógica— a las mujeres que tenían la convicción de sufrir un trastorno, la prevalencia desciende al 18%, y restringiéndola aún más —y con lógica— a las que perciben el problema como moderado o severo, la prevalencia cae hasta el 6%.