CAPÍTULO
5

Ensayos clínicos más amplios y más sencillos

Parece evidente, por todo lo que llevamos comentando, que la medicina tiene problemas muy graves. Hemos visto ensayos mal diseñados plagados de todo tipo de errores porque se han llevado a cabo con pacientes no representativos, por ser demasiado cortos, por medir en ellos consecuencias improcedentes; ensayos que si arrojan resultados desfavorables desaparecen, resultados que se analizan sesgadamente o que ni se analizan, simplemente por el gasto que representa o por falta de incentivos. Estos problemas son espantosamente corrientes, tanto en los ensayos que se llevan a cabo para poner un fármaco a la venta, como en ensayos ulteriores, y en ambos casos sirven de orientación a médicos y pacientes para adoptar decisiones ante un tratamiento. Da la impresión de que ciertas personas ven la investigación como un juego en el que se trata de salir ganando lo máximo posible en vez de realizar ensayos imparciales de los tratamientos que utilizamos.

Pero, independientemente de cuáles consideremos que sean los motivos, tan lamentable situación no nos libra de un problema absolutamente real. En muchas de las enfermedades más importantes que afectan a los pacientes, no sabemos cuál es el mejor de los tratamientos más generalizados, y, en consecuencia, la gente sufre y muere innecesariamente. Los pacientes, el público en general y muchos médicos viven en la feliz ignorancia de esta aterradora realidad que, sin embargo, en la bibliografía médica se ha señalado una y otra vez.

Hace diez años, en un trabajo publicado en el British Medical Journal sobre el futuro de la medicina, se señalaba la pasmosa magnitud de nuestra ignorancia. Todavía no sabemos —aseguraba— cuáles son los mejores tratamientos entre los que se están utilizando para algo tan sencillo como tratar a los pacientes que han sufrido una apoplejía. En el artículo se hacía también una observación apabullante: las apoplejías son tan frecuentes, que si se considerara a la vez a todos los enfermos del mundo que han sufrido una para efectuar un ensayo aleatorizado en el que se comparasen los mejores tratamientos, bastarían veinticuatro horas para reunir suficiente información para responder esa pregunta. Y aún añadía: muchas consecuencias de la apoplejía —como la muerte— son claras al cabo de unos meses, a veces semanas. Si iniciásemos hoy ese ensayo clínico y analizásemos los resultados a medida que se producen, el tratamiento médico de la apoplejía cambiaría radicalmente en menos tiempo de lo que tarda en crecer un girasol.

El mensaje implícito en este artículo era bien claro: siempre que exista una auténtica incertidumbre sobre cuál es el mejor tratamiento, deberíamos llevar a cabo un ensayo aleatorizado; la medicina debería situarse dentro de una dinámica constante de revisión en la que se recogieran datos de seguimiento para mejorar las intervenciones, no como una excepción, sino siempre que sea posible.

Para llevarlo a cabo existen obstáculos técnicos y culturales, pero son superables, y vamos a repasarlos a la luz de un proyecto en el que he estado implicado y que consiste en organizar ensayos de distribución aleatoria en todos los hospitales[1] en el marco de la práctica diaria. El diseño de estos ensayos responde al propósito de que sean tan baratos y tan fáciles que sea posible realizarlos siempre que exista una auténtica incertidumbre, para recoger automáticamente los resultados, casi sin gastos, a partir de las notas informatizadas sobre pacientes.

Para visualizar el diseño de estos ensayos, consideremos un estudio piloto en el que se compara dos estatinas entre sí para ver cuál es mejor para prevenir el infarto y la muerte. Este es exactamente el tipo de ensayo que tal vez ingenuamente piensen que ya se ha hecho; pero, como vimos en el capítulo anterior, las pruebas sobre las estatinas estaban incompletas, a pesar de que son uno de los fármacos de receta más generalizada en todo el mundo (que es el motivo, desde luego, de que hablemos de él tantas veces en este libro). Se han hecho ensayos comparando cualquier estatina con un placebo, con el resultado de que las estatinas salvan vidas. Se han hecho igualmente ensayos comparando una estatina con otra, lo que es una comparación de tratamiento lógica, pero en estos ensayos se recurrió al colesterol como indicador indirecto, lo cual es completamente desinformativo. Vimos en el ensayo ALLHAT, por ejemplo, que dos fármacos pueden ser muy similares en el modo de tratar la presión arterial, pero muy distintos en cuanto a la prevención de infartos; tan distintos, en realidad, que un gran número de pacientes murieron inútilmente a lo largo de años antes de realizarse dicho ensayo, sencillamente porque se les recetó el fármaco menos eficaz (que, casualmente era el nuevo y más caro).

Por tanto, se necesitan ensayos en el mundo real para comprobar qué estatina es mejor para salvar vidas; y yo añadiría que es preciso hacerlos urgentemente. Las estatinas de uso más generalizado en el Reino Unido son la atorvastatina y la simvastatina, porque su patente ha expirado y son baratas. Si una de ellas resultase ser tan solo el 2% mejor que la otra para prevenir el infarto y la muerte, este conocimiento salvaría muchas vidas en todo el mundo, ya que los infartos son algo muy corriente y las estatinas son de uso muy generalizado. El hecho de no conocer la respuesta a esta pregunta nos está costando vidas cada día que pasa y seguimos sin saber la respuesta. Decenas de millones de personas en todo el mundo toman estatinas en este momento, y están expuestas a un riesgo innecesario debido a unos fármacos que no han sido adecuadamente comparados entre sí, pero que, además, podrían aportarnos datos que se utilizarían para adquirir nuevos conocimientos sobre cuáles son los fármacos más eficaces si se efectuara con ellos un análisis aleatorizado sistemático con seguimiento de los resultados.

El ensayo amplio y pragmático en cuestión es muy sencillo. Actualmente, los médicos en general tienen su consulta informatizada, desde las citas hasta las notas de las recetas, como seguramente habrán visto al ir al médico. Cuando un médico de medicina general ve a un paciente y decide recetar una estatina, normalmente teclea en «prescribir» y entra en una página para elegir un fármaco y redactar la receta. En el caso de los médicos del ensayo propuesto se añadiría una página «Un momento. No sabemos cuál de estas dos estatinas es mejor. En vez de optar por una, pulse la tecla roja para asignar aleatoriamente al paciente una u otra, entre en nuestro ensayo y no tendrá que volver a preocuparse» (el texto puede variar).

La parte final de la última frase es crucial. Actualmente, los ensayos son un asunto administrativo de envergadura y caro. En muchos de ellos cuesta reclutar un número suficiente de participantes, y mucho más reclutar a médicos, porque no quieren verse implicados en la tarea de rellenar los formularios de informes sobre pacientes, volver a llamarlos para nuevas comparecencias, realizar mediciones extra, etc. En el ensayo que yo propongo no hay nada de eso. El seguimiento de pacientes se lleva a cabo a partir de los archivos informatizados de forma automática, sin que nadie mueva un dedo para comprobar niveles de colesterol, infartos, efectos idiosincrásicos raros, apoplejías, enfermedades de aparición repentina, muertes, etc.

Estos sencillos ensayos presentan un inconveniente, que tal vez ya habrán intuido, en el sentido de que no son «ciegos», puesto que el paciente sabe qué fármaco toma. Esto constituye un problema en ciertos estudios: si uno cree que le han dado un medicamento muy eficaz, o una porquería, el poder de convicción repercute en la salud a causa del fenómeno conocido como efecto placebo. Si se compara un analgésico con una píldora placebo, un paciente que sepa que se le administra un placebo para el dolor, lo más probable es que se moleste y sienta más dolor. Pero cuesta creer que los pacientes tengan firmes convicciones en cuanto a los beneficios relativos de la atorvastatina y la simvastatina, y que esas convicciones influyan en la mortalidad cardiovascular cinco años más tarde. En toda investigación se establece un término medio de compensación entre lo que es ideal y lo que es práctico, teniendo muy en cuenta el impacto que cualquier defecto metodológico pueda tener en los resultados del estudio.

Por tanto, salvando este inconveniente, vale la pena dedicar un instante a señalar cuántos de los graves problemas que se producen en los ensayos pueden solventarse con la metodología de este sencillo estudio basado en historiales informatizados. Dejando a un lado el supuesto de que serán debidamente analizados, sin los turbios trucos mencionados en el capítulo anterior, hay otros beneficios más concretos. En primer lugar, como sabemos, los ensayos suelen hacerse con pacientes «ideales» poco representativos en un entorno tradicional, mientras que los pacientes en nuestro ensayo simple y pragmático son íntegramente pacientes del mundo real porque todos son personas a quienes los médicos recetan estatinas. Segundo, como los ensayos son caros, los organismos administrativos están aislados, y es difícil reclutar pacientes. Nuestro ensayo pragmático, por el contrario, no resultaría caro, porque casi todo el trabajo se hace con los datos existentes —costó 500 000 libras organizar el primero de ellos, incluyendo el programa, que servirá para llevar a cabo en el futuro cuantos ensayos se desee—; esto representa un coste excepcionalmente bajo en el campo de la investigación. En tercer lugar, los ensayos suelen ser breves y no se examina en ellos consecuencias en el mundo real, mientras que nuestro sencillo ensayo se prolonga sin límite y podemos recoger durante décadas datos de seguimiento y ver si los enfermos sufren un infarto, una apoplejía o mueren, casi sin gastar nada, simplemente verificando su evolución a través de los historiales informatizados que cumplimentan los médicos.

Todo esto ha sido posible en Gran Bretaña gracias al Banco de Datos de Investigación de Medicina General (GPRD, por sus siglas en inglés), en servicio desde hace años. Lo componen historiales médicos anónimos de varios millones de pacientes de los consultorios que participan, y ya es de uso generalizado en los estudios de vigilancia de efectos secundarios a los que nos referíamos más arriba. De hecho, el banco de datos es propiedad del MHRA, pero hasta la fecha solo se ha utilizado para investigación observacional más que para ensayos aleatorizados, y, de momento, se vigilan y analizan conjuntamente medicación y enfermedades en espera de poder detectar pautas. Este trabajo es enormemente útil y ha servido para generar información válida relativa a varios medicamentos, aunque también puede ser engañoso, sobre todo si se intenta comparar los beneficios de diversas alternativas de tratamiento.

La razón es que muchas veces las personas a quienes se les asigna un tratamiento no son equiparables a otras a las que se asigna otro, aunque lo parezca. Pueden concurrir motivos extraños e imprevisibles por los que a ciertos pacientes se les recete un fármaco y a otros, otro, y es difícil discernir cuáles son esos motivos, o tenerlos en cuenta a posteriori al analizar los datos recogidos de la práctica médica habitual del mundo real.

Por ejemplo, tal vez en los pacientes que viven en una zona elegante se acusa mayor predisposición a que se les recete el medicamento más caro entre dos medicamentos iguales, porque el presupuesto de esa clínica no tiene restricciones y del fármaco más caro hay mucha publicidad. En ese caso, aunque el fármaco más caro no sea mejor que el más barato, parecerá superior en los datos recogidos en un determinado estudio, porque la gente rica está, en general, más sana. Este efecto hace también que los fármacos parezcan mejor de lo que son. Mucha gente padece, por ejemplo, afecciones renales leves que salpican los historiales junto a otras dolencias aunque sin causarles problemas de salud específicos, pese a que al médico le consta por los análisis de sangre que los riñones no eliminan del torrente sanguíneo con la eficacia necesaria los productos finales del metabolismo como en las personas sanas entre la población en general. Si a estos pacientes se les trata por depresión, pongamos por caso, o por hipertensión, tal vez se les recete por simple cautela un fármaco valorado por su mejor perfil de seguridad, en consideración a ese trastorno renal leve, en cuyo caso, el fármaco en cuestión aparecerá como mucho menos eficaz de lo que es en el seguimiento del progreso del paciente, porque muchos de los medicados con él estaban más enfermos en origen; en efecto: los pacientes con dolencias menores como trastornos renales leves, fueron canalizados hacia el fármaco considerado más seguro.

Pero aun sabiendo que ocurren cosas así, es difícil incluirlas en el análisis; aunque muchas veces son simples duendecillos distorsionadores de los resultados cuya presencia pasa desapercibida, lo cual en ocasiones provoca graves problemas: la terapia de sustitución hormonal es un caso memorable de engaño colectivo por haber confiado en los «datos observacionales» en lugar de realizar un ensayo clínico.

La terapia de sustitución hormonal (HRT, por sus siglas en inglés) es un tratamiento seguro y eficaz a corto plazo para reducir los desagradables síntomas que experimentan algunas mujeres durante la menopausia, pero se prescribió igualmente sin reparos a otras pacientes, a algunas de las cuales se les aplicó durante años por motivos más bien de índole estética, porque la HRT se consideraba un modo de burlar el envejecimiento, ya que preservaba diversas características de un cuerpo joven tal como deseaban muchas mujeres, pero no era el único motivo de que los médicos prescribiesen el fármaco a largo plazo. Examinando los historiales de mujeres mayores, los investigadores lograron detectar lo que consideraron una pauta tranquilizadora: las mujeres que seguían la HRT muchos años, vivían más y llevaban una vida más sana. La noticia era sensacional y contribuyó a justificar la prescripción a largo plazo de la HRT de forma más extensiva. Ningún ensayo aleatorizado en el que se aplicara a mujeres la HRT o el tratamiento normal sin HRT se había llevado a cabo, y solo se había aceptado la validez aparente de estudios «observacionales».

Cuando finalmente se realizó un ensayo aleatorizado, la sorpresa fue mayúscula. Muy al contrario de ser un método protector, la HRT incrementa las posibilidades de diversos trastornos cardiacos. Se había considerado que era una terapia beneficiosa únicamente porque las mujeres que la solicitaban a los médicos en general mostraban tendencia a estar más sanas, ser más vivaces y activas, y presentar muchos de los otros factores que ahora sabemos que están asociados con una vida más prolongada. No se habían comparado conceptos equivalentes, y, por haber aceptado acríticamente los datos de observación, sin hacer un ensayo aleatorizado, se continuaba prescribiendo un tratamiento que exponía a las mujeres a riesgos que se ignoraban. Aun aceptando el hecho de que algunas mujeres optasen por arriesgar su vida a cambio de otros beneficios a largo plazo de la HRT, se privó a todas ellas de dicha opción porque no existían pruebas imparciales.

Por eso son necesarios los ensayos aleatorizados siempre que exista manifiesta incertidumbre respecto a qué fármaco es el mejor para los pacientes, ya que si queremos hacer una comparación imparcial de dos tratamientos, tenemos que estar seguros de que las personas a quienes se aplican son absolutamente idénticas. Pero asignar aleatoriamente a pacientes del mundo real uno u otro tratamiento, no teniendo ni idea de cuál es mejor, concita toda clase de preocupaciones.

Ilustraremos mejor lo expuesto con una curiosa paradoja que se plantea a menudo en la normativa de la práctica médica habitual. Cuando no hay pruebas orientativas para decidir qué tratamiento aplicar entre dos alternativas, el médico elige arbitrariamente uno de los dos. Haciendo esto no hay salvaguardias posibles más allá del listón francamente bajo que establece el Colegio Médico para la práctica general. Pero si se decide asignar a los pacientes al azar un tratamiento u otro, en la misma situación en que nadie tiene ni idea de qué tratamiento es mejor, se enfrenta uno a un muro burocrático. El médico que intenta generar nuevos conocimientos, mejorar los tratamientos y reducir al mínimo el sufrimiento, sin riesgo extra para el paciente, está sujeto a un grado infinitamente superior de escrutinio regulador y de supervisión; pero es que además ese médico ha de sufrir una cantidad enorme de papeleo que ralentiza el proceso hasta el extremo de que la investigación resulta sencillamente poco práctica, lo cual repercute en el paciente sin que esté justificado.

El perjuicio que causan estos retrasos y obstáculos desproporcionados queda bien ilustrado en dos ensayos, ambos llevados a cabo en los departamentos de I + D del Reino Unido. Durante muchos años fue normal tratar a los pacientes que tenían una herida craneal con una inyección de esteroides. En principio, esto era perfectamente lógico, ya que por efecto de una herida en la cabeza el cerebro se inflama y, como el cráneo es una caja de volumen fijo, cualquier hinchazón comprime el cerebro. Se sabe que los esteroides reducen la inflamación, por eso se inyectan en rodillas, etc. Por tanto, administrarlos a pacientes con heridas en la cabeza prevenía, en teoría, la compresión cerebral, y había médicos que recetaban esteroides basándose en este convencimiento, pero otros no. Nadie sabía quién tenía razón. Unos y otros estaban plenamente convencidos de que los del otro bando eran unos locos peligrosos.

El ensayo CRASH fue diseñado para resolver esa incertidumbre: se haría una distribución aleatoria de pacientes con heridas graves en la cabeza, en estado inconsciente, a unos se les administrarían esteroides y a otros no, y los investigadores harían un seguimiento para comprobar cómo evolucionaban[2]. El hecho desencadenó encarnizadas batallas con los comités deontológicos, poco partidarios del criterio de distribuir al azar a pacientes en estado inconsciente, aunque se les asignara al azar los dos tratamientos generalizados en el Reino Unido, donde no se sabía a ciencia cierta cuál era mejor. Nadie perdía por participar en el ensayo, mientras que a los futuros pacientes se les perjudicaba con cada día de retraso del ensayo.

Cuando finalmente se autorizó el ensayo y se llevó a cabo, resultó que los esteroides perjudicaban considerablemente a los pacientes: murió la cuarta parte de los que tenían heridas graves en la cabeza, independientemente del tratamiento que recibieron, pero hubo dos muertes y media extra por cada cien personas tratadas con esteroides. El retraso en descubrir este dato fue la causa de muertes inútiles y evitables de un gran número de personas, y a los autores del estudio no les cupo la menor duda de quién era el responsable: «El efecto letal que hemos demostrado podría haberse descubierto hace décadas si las entidades deontológicas de la investigación hubiesen aceptado la responsabilidad de aportar pruebas sólidas de que sus prescripciones hacen más bien que mal».

Pero no fue el único problema. Muchos centros que participaban en el ensayo insistieron en retrasar el tratamiento hasta obtener el consentimiento firmado para participar en el estudio por parte de un familiar del paciente inconsciente. Este consentimiento escrito no habría sido necesario para la administración de esteroides si los hubiese prescrito un médico partidario de los mismos; ni habría sido necesario consentimiento escrito para que no se administrasen esteroides por no prescripción de un facultativo contrario al uso de los mismos. La controversia surgió exclusivamente porque se les iba a distribuir aleatoriamente para administrarles un tratamiento u otro, y los comités deontológicos optan por plantear grandes obstáculos en tales ocasiones, pese a que los tratamientos que se aplican aleatoriamente a los pacientes son los que de todos modos se les habrían aplicado. En los centros de tratamiento en que los reguladores locales insistieron en obtener consentimiento de un familiar para la distribución aleatoria, el tratamiento con esteroides se retrasó un promedio de 1,2 horas. Para mí, este retraso es desproporcionado e innecesario; pero en este caso no causó ningún perjuicio porque los esteroides no salvan vidas (de hecho, como sabemos, matan a las personas).

En otros estudios, tal retraso se habría cobrado vidas. Por ejemplo, el ensayo CRASH-2 fue una investigación de seguimiento dirigida por los departamentos de I + D y el mismo equipo, y en él se examinó si los pacientes traumáticos con hemorragia severa presentan menos probabilidad de mortalidad si se les administra un fármaco llamado ácido tranexámico, que potencia la coagulación. Como esta clase de pacientes sufren hemorragias letales, es urgente aplicarles tratamiento. Naturalmente, a todos los pacientes se les aplicó el tratamiento que cabe esperar, y la única característica extraordinaria del mismo, determinada por el ensayo, fue que se les asignara aleatoriamente la administración o no de ácido tranexámico, además del tratamiento habitual.

En el ensayo se demostró que el ácido tranexámico es enormemente beneficioso y salva vidas, pero también en este caso hubo centros que retrasaron la administración mientras trataban de ponerse en contacto con familiares para obtener el consentimiento para la distribución aleatoria. Una hora de retraso en la administración del ácido reduce el número de pacientes beneficiados entre un 63 y un 49%, por lo que se perjudicó claramente a los pacientes del ensayo con ese retraso; producido por el hecho de querer obtener el consentimiento para la aplicación aleatoria de las dos alternativas, que, en cualquier caso, nadie sabía cuál era mejor. Y hay pacientes a lo largo y ancho del Reino Unido susceptibles de encontrarse en una u otra de estas dos situaciones arbitrarias.

Esto, repito, es algo que a mí me parece desproporcionado, literalmente. Es de vital importancia proteger los derechos delos pacientes sin exponerlos a tratamientos peligrosos escudándose en la investigación. Cuando en los ensayos se trata de verificar los efectos de tratamientos nuevos muy experimentales, es absolutamente correcto que haya un alto grado de supervisión reguladora y que se dé clara y obligatoriamente al paciente la mayor información posible. Pero cuando alguien participa en un ensayo en que se comparan dos tratamientos al uso, considerados seguros y eficaces por igual, y en el que la aleatoriedad no supone un riesgo añadido, la situación es muy distinta.

Esta es exactamente la situación que se da en nuestro ensayo para comparar dos estatinas: en la práctica habitual en el Reino Unido, a los pacientes se les administra a veces atorvastatina y a veces, simvastatina, y no hay un solo médico que pueda decir cuál es mejor, porque no existe prueba alguna recogida en un ensayo comparativo de los dos fármacos sobre consecuencias relevantes en el mundo real como son infartos y muertes. Cuando el médico hace su «elección» arbitraria de uno de ellos sin base en prueba alguna, a nadie le interesa regular esa elección, por lo que no existe ningún proceso especial ni formularios que el médico deba rellenar en los que se explique al paciente que no hay pruebas para tomar tal decisión. A mí me parece que ese médico que alegremente aplica uno u otro tratamiento a falta de pruebas, que no intenta mejorar nuestros conocimientos sobre qué tratamiento es mejor, comete una especie de delito ético, por la simple razón de que perpetúa nuestra ignorancia. Ese médico expone a gran número de futuros pacientes de todo el mundo a problemas innecesarios, y engaña al paciente contemporáneo en cuanto a lo que sabemos sobre riesgos y beneficios del tratamiento que aplica, con su falsa certeza o, cuando menos, su ineptitud para ser sincero a propósito de la incertidumbre, todo ello sin ninguna utilidad discernible. Sin embargo, no existe ningún comité ético que se ocupe de esa actuación del facultativo.

Pero cuando en nuestro ensayo se asigna a aleatoriamente un paciente a uno u otro de los dos grupos medicados con una estatina distinta, la situación se convierte de pronto en un asunto de vital importancia ética: al paciente se le hace rellenar diversos formularios de documentación que ocupan varios minutos en los que se expone que entiende los riesgos del tratamiento que se le aplica y que va a participar en un ensayo. Es un requisito obligatorio aunque no haya riesgos añadidos durante el ensayo, y, aunque, en cualquier caso, se le vaya a administrar una u otra estatina; aunque el ensayo no le suponga dedicar un tiempo suplementario, y aunque su historial médico esté ya en el Banco de Datos de Investigación de la Sanidad Pública sometido a una supervisión de investigación observacional, independientemente de su participación en el ensayo. Esas dos estatinas las toman millones de personas en todo el mundo, y se ha demostrado que son seguras y eficaces; en el ensayo únicamente se trata de averiguar cuál es mejor, porque si existe entre ellas alguna diferencia, gran número de personas mueren innecesariamente sin que lo sepamos.

Ese retraso de veinte minutos que implican los formularios de consentimiento del ensayo es importante porque no es una mera incomodidad. En primer lugar, puede que ni siquiera responda a las preocupaciones que se plantean los miembros de los comités deontológicos, porque los expertos de los mismos se esfuerzan en decir a todo el mundo que sus restricciones son necesarias, pero ninguno ha sido capaz de presentar una investigación que demuestre la utilidad de esas intervenciones que obligan a los investigadores a cumplirlas, y, en ciertos casos, la escasa certeza de que disponemos apunta a que sus intervenciones ejercen el efecto contrario a lo que se proponen. La única investigación sobre qué es lo que los pacientes recuerdan de los formularios de consentimiento demuestra que asimilan más información de formularios cortos que de esos tan extensos de veinte minutos[3].

Pero es que, además, un proceso de consentimiento de veinte minutos, para la administración de un fármaco que, en cualquier caso, el paciente se va a tomar, cuestiona el propósito del ensayo, que es distribuir de forma aleatoria a los pacientes del modo más anónimo posible dentro de la práctica clínica. El proceso de consentimiento no solo ralentiza y encarece un ensayo pragmático sobre las estatinas, sino que también lo hace menos representativo en relación con la práctica clínica habitual. Si se introduce un proceso de consentimiento de veinte minutos para administrar una estatina que, de todos modos, va a tomar el paciente, los médicos y pacientes que intervienen en ese ensayo no son médicos y pacientes habituales, sino poco representativos, dispuestos a interrumpir lo que hacen para dedicar veinte minutos a rellenar formularios.

Esto no constituye un problema en el caso del ensayo pragmático sobre estatinas a que me referí, porque su propósito no es realmente averiguar qué estatina es mejor. El problema se plantea, en realidad, por el proceso en sí, cuando su propósito es hallar respuesta a una pregunta mucho más fundamental e importante: ¿podemos distribuir aleatoriamente a los pacientes, en la práctica habitual, de una manera estanca y barata? Si no se puede, habrá que averiguar por qué, y preguntarse si los obstáculos guardan proporción con el asunto y es posible superarlos sin riesgos. Los deontólogos parecen argumentar que los veinte minutos del proceso de consentimiento son tan útiles que sería mejor dejar morir a los pacientes mientras seguimos actuando con ignorancia en la práctica clínica.

No es que simplemente diga que no estoy de acuerdo; lo que quiero decir es que creo que el público merece la opción de poder decir si está de acuerdo a través de un debate abierto e informado.

Pero además de eso, me preocupa que esas normativas expresen una fantasía latente en cuanto a la práctica clínica habitual, que nunca se ha cuestionado adecuadamente: la de un exceso de certidumbre engañoso. Tal vez si se exigiera a todos los médicos que reconocieran las incertidumbres que existen en el tratamiento cotidiano de pacientes, seríamos algo más humildes y estaríamos más predispuestos a mejorar la base demostrativa de nuestras decisiones. Tal vez si dijéramos honradamente a los pacientes: «No sé cuál de estos dos tratamientos es mejor», cuando viniera al caso, los pacientes comenzarían ellos mismos a plantearse preguntas. «¿Por qué no lo está?» sería la primera pregunta, y: «¿Por qué no trata de averiguarlo?» sería la siguiente.

Hay pacientes que prefieren evitar la distribución aleatoria por la ilusión de la certeza y por la fantasía de que su médico es capaz de adoptar una decisión ajustada sobre qué estatina, o el fármaco que sea, es la que más le conviene. Pero yo creo que deberíamos poder ofrecer a todos la posibilidad de la aleatorización siempre que exista auténtica incertidumbre sobre cuál es el mejor de dos tratamientos de aplicación general que ya sabemos seguros y eficaces. Creo que esto debería hacerse con un breve formulario de consentimiento, que no exceda las cien palabras, con opción de acceso a material explicativo más pormenorizado para quien lo pida. Y creo que se debería requerir a los deontólogos de la investigación que aporten pruebas de que el perjuicio que se causa a los pacientes de todo el mundo por efecto de esas reglas inflexibles, como es el proceso de consentimiento de veinte minutos, es proporcional con cualquier beneficio resultante que ellos consideren.

Pero, sobre todo, creo que es necesario un cambio cultural en la manera en que todos, en nuestra condición de pacientes, consideramos la relación recíproca con la investigación en medicina. Solo sabemos lo que funciona gracias a los ensayos, y todos nos beneficiamos de la participación de los pacientes que nos precedieron en esos ensayos, pero parece que muchos de nosotros lo hemos olvidado. Recordándolo podríamos crear un contrato social mediante el cual se asuma que los servicios de la sanidad pública estén constantemente llevando a cabo ensayos clínicos, simples test A/B, para comparar tratamientos entre sí y comprobar cuál es mejor, e incluso el más barato, en el caso de que su eficacia sea la misma. Y al médico que no participe en tales pruebas se le consideraría una excepción perjudicial para futuros pacientes. Así resultaría obvio para todos los pacientes que participar en esos ensayos es lo normal ante la necesidad de obtener mejores pruebas para mejorar los tratamientos médicos, para ellos en el futuro y para sus conciudadanos que comparten el sistema sanitario.

En casi todos los países desarrollados del mundo la sanidad es pública y gratuita, y la subvenciona el contribuyente. Desde el punto de vista de la comunidad cabe considerar el proceso como un acuerdo: el sistema procura medicamentos gratis y a cambio los ciudadanos deben permitir que se averigüe qué es lo mejor para todos los pacientes. El NHS podría ser un ciclo continuo de investigación y aprendizaje, mejorando sus prestaciones y mejorando las expectativas para todo el país y en todo el mundo, al obtener un conocimiento más detallado de lo que realmente funciona.

Hay una curiosa historia que tal vez haya pasado inadvertida para la mayoría de médicos y académicos, pero que ilustra muy bien que esa fue fundamentalmente la dinámica en la época del primer ensayo aleatorizado verdaderamente moderno. En 1946 acababa de descubrirse el antibiótico estreptomicina y, tras ímprobos esfuerzos, se produjeron 50 kg para el Reino Unido. Se esperaba utilizar el fármaco para la tuberculosis, pero, por su increíble coste, era necesario comprobar si realmente daba resultado. No había problema en cuanto a pacientes con meningitis tuberculosa, porque morían constantemente y rápido; por tanto, si alguno de ellos se salvaba después de administrarle estreptomicina se comprobaría que probablemente el fármaco era eficaz. El caso de los enfermos de tuberculosis pulmonar era más complicado: estos enfermos se recuperaban a veces con el paso del tiempo y sin medicación, por lo que iba a resultar más difícil saber si el fármaco mejoraba realmente el pronóstico o aceleraba la curación.

En Estados Unidos el fármaco se vendía libremente a precios exorbitantes. Si uno quería probarlo, lo compraba y lo tomaba, cifrando en ello todas las esperanzas. Pero en el Reino Unido, el Medical Research Council fue el responsable exclusivo de aquella remesa de 50 kg, y decidió utilizar eficazmente el costoso fármaco en un ensayo aleatorizado para averiguar si realmente influía sobre la tasa de supervivencia (y si causaba efectos secundarios imprevistos). A los médicos no les gustó, pero en el ambiente de posguerra, vigente aún el racionamiento, el criterio de un control central por el bien común no chocaba tanto como ahora. El primer ensayo aleatorizado realmente moderno se puso en marcha entonces y gracias a él se generó un conocimiento mundial sobre la eficacia de la estreptomicina, fundamentalmente porque el MRC apretó las tuercas.

Si la historia parece inquietantemente estalinista, lo lamento, pero será porque no la han entendido. No propongo que se coaccione a todos los pacientes para que participen en un ensayo siempre que exista incertidumbre sobre qué tratamiento es el mejor que pueda aplicárseles. Solo sugiero que los ensayos deberían estar por principio y como norma incorporados a la práctica clínica, como un expediente rutinario. Si la gente prefiere optar por la toma de fármacos de eficacia desconocida y no molestarse en promover nuevos conocimientos, entiendo, por supuesto, su actitud antisocial ante la expectativa de no ganar nada.

Pero se trata de una necesidad que se hace más imperativa cada día que pasa. La sanidad pública es extraordinariamente costosa, y los ensayos son el mejor instrumento con el que contamos para adoptar decisiones sobre tratamientos más ajustados en la relación coste/eficacia, y pueden realizarse respecto a muchas de las cuestiones médicas más importantes, sin grandes gastos y sin causar perjuicio alguno a los participantes. La prescripción irracional cuesta vidas y cuesta dinero, mientras que el coste de la investigación para evitar la prescripción irracional es comparativamente irrisorio; ensayos amplios, sencillos y rutinarios borrarían en pocos años las pruebas anómalas que han contaminado la práctica médica. Nuestro ingente esfuerzo encaminado a instaurar ensayos casi sin gasto por medio de los historiales de los archivos sistemáticamente informatizados es un simple ejemplo de lo que podría hacerse.

Pero, en vez de hacerlo, continuamos con ensayos reducidos, breves, en poblaciones no representativas, en los que se hacen comparaciones irrelevantes y se miden resultados irrelevantes. Continúa la desaparición de ensayos completos, prosiguen los defectos metodológicos evitables y son inacabables los sesgos en informes sobre ensayos, que se perpetúan únicamente porque la investigación es caótica —debido al lucro comercial—, y se basa en ensayos espúreos y caros. Las pruebas de baja calidad que genera este sistema perjudican a los pacientes de todo el mundo.

Y podría arreglarse si quisiéramos.