En mi opinión, para solventar esta situación se impone un importante vuelco en los hábitos sobre el modo de abordar los nuevos medicamentos; pero antes de entrar en ese punto, se pueden dar algunos pasos evidentes e irrefutables:
- Se debería obligar a las empresas farmacéuticas a presentar datos que demuestren que sus nuevos fármacos tienen resultados favorables si se comparan con los fármacos utilizados en tratamientos habituales, antes de que esos fármacos salgan al mercado. Es aceptable que a veces se autoricen fármacos a pesar de no representar una mejora respecto a los tratamientos existentes, porque si algún paciente sufre una reacción idiosincrásica al tratamiento habitual, es conveniente disponer de alternativas de inferior calidad en el arsenal médico, pero es preciso conocer los riesgos y beneficios relativos para poder adoptar decisiones informadas.
- Los organismos reguladores y las entidades que financian la sanidad pública deben ejercer su influencia para obligar a las farmacéuticas a realizar ensayos clínicos más informativos. En este aspecto el gobierno alemán ha tomado la iniciativa instaurando en 2010 una agencia llamada IQWiG, que examina las pruebas de los medicamentos que se acaban de autorizar para decidir si los organismos de salud pública deben pagarlos. IQWiG ha tenido la valentía de exigir ensayos clínicos de calidad, que midan parámetros del mundo real, y ya se ha negado a efectuar el pago de nuevos fármacos no debidamente probados. Como consecuencia de ello, en Alemania, las empresas han dejado de lanzar nuevos fármacos y comienzan a aportar mejores pruebas sobre la utilidad de los medicamentos[55]; con ello, los pacientes salen ganando, dado que no hay pruebas definitivas de que toda una serie de nuevos medicamentos sean de utilidad. Alemania es el mayor mercado en Europa, con 80 millones de pacientes, y no es un país pobre. Si los organismos compradores de todo el mundo hicieran lo mismo, y se negaran a pagar fármacos presentados con pruebas poco contrastadas, las empresas se verían obligadas a establecer ensayos serios con mayor rapidez.
- Toda la información sobre seguridad y eficacia que circula entre los reguladores y las farmacéuticas debe ser de dominio público, así como los datos que guardan los organismos nacionales e internacionales sobre episodios adversos de las medicaciones, a menos que existan reparos importantes en cuanto a intimidad de los pacientes. Los beneficios de esta medida desbordan el simple hecho de la transparencia. Cuando existe libre acceso a la información sobre un tratamiento, se sigue el beneficio de que «muchos ojos» examinan los problemas y estos se analizan mejor y desde más puntos de vista. La rosiglitazona, un fármaco para la diabetes, fue retirada del mercado debido a problemas de insuficiencia cardiaca, pero los inconvenientes no los detectó ningún organismo regulador, que tomara las medidas adecuadas, sino un académico que trabajaba con datos más accesibles al público gracias al resultado de una sentencia. El problema con el analgésico Vioxx lo detectaron académicos independientes al margen del organismo regulador. Los problemas con el fármaco para la diabetes, benfluorex, lo detectaron también académicos independientes. Los organismos reguladores no deben ostentar el derecho exclusivo de acceso a los datos.
- Debe impulsarse la creación de una comunicación más fluida para notificar los riesgos y los beneficios de los medicamentos. El balance de la actuación de los organismos reguladores es agobiante, legalista e impenetrable, y refleja los intereses de esos organismos, no los de pacientes y médicos. Si toda la información fuese de libre acceso, quienes la examinasen podrían reorientar su propósito y concretar mejor la información, tarea que podría subvencionarse con fondos públicos o privatizarse según el modelo económico.
No es sencillo, pero hay un asunto más importante que ningún gobierno ha abordado satisfactoriamente, asfixiado por la cultura de la medicina: son necesarios más ensayos clínicos y cuando exista incertidumbre manifiesta sobre si un tratamiento es el mejor posible, debe compararse con otros y ver cuál es el mejor para una determinada enfermedad y cuál presenta peores efectos secundarios.
Y esto es perfectamente factible. Al final del próximo capítulo esbozaré una propuesta para llevar a cabo ensayos más baratos, más eficaces y casi universales, siempre que haya incertidumbre manifiesta, que podría utilizarse en el momento de autorizar cualquier nuevo fármaco y aplicarse rutinariamente en los tratamientos.
Pero antes es necesario constatar lo desastrosos que son algunos ensayos.