Como consecuencia de aquella campaña, se aprobaron una serie de normas para acelerar la autorización de ciertos fármacos nuevos en el marco de una legislación orientada a fármacos susceptibles de salvar vidas en situaciones en que no existiera un tratamiento médico. Lamentablemente, cuando lleva vigente más de diez anos, podemos comprobar que sus objetivos se han desvirtuado.
MIDODRINA
Una vez aprobado un medicamento, es excepcional que el organismo regulador lo retire del mercado, en particular si el único factor en contra es más su ineficacia que el hecho de que mueran pacientes a causa de sus efectos secundarios. Si finalmente se adopta esa decisión, suele hacerse con un enorme retraso.
La midodrina se emplea para tratar la «hipotensión ortostática», una caída de la tensión que provoca mareo estando de pie[26]. Aun reconociendo que, indudablemente, es desagradable para quienes la sufren, y puede haber un incremento del riesgo de caídas, por ejemplo, esta afección no suele ser lo que en general se considera un riesgo para la vida. Además, el criterio para considerarlo un problema médico específico varía con arreglo a los países y las culturas. Pero como no existían fármacos para su tratamiento, la midodrina obtuvo autorización con arreglo a un programa acelerado en 1996, con escasez de pruebas y con la promesa de que posteriormente se realizarían mejores estudios.
La midodrina se autorizó concretamente sobre la base de tres breves y reducidos ensayos (dos de ellos solo duraron dos días) en los que muchos de los participantes se dieron de baja. Estos ensayos mostraban un modesto beneficio en relación con un referente secundario —cambios en las mediciones de presión arterial con los participantes de pie— y ningún efecto beneficioso en situaciones reales como el mareo, la calidad de vida, las caídas, etc. Por ello, una vez aprobaba la midodrina por el procedimiento urgente, Shire, su fabricante, tuvo que prometer que la investigación proseguiría una vez comercializado el fármaco.
Los ensayos dieron resultados insatisfactorios año tras año. En agosto de 2010, catorce años más tarde, la FDA anunció que si Shire no presentaba datos irrefutables de que la midodrina mejoraba los síntomas reales y las funciones vitales cotidianas, y no simplemente unas cifras del tensiómetro al cabo de un día, retiraría el medicamento del mercado[27]. Parecía una medida enérgica que obligaría a su cumplimiento, pero lo que ocurrió fue todo lo contrario. La empresa, desde luego, dijo: «Muy bien». Como la patente del fármaco había expirado, podía fabricarlo cualquiera, y, efectivamente, Shire por entonces no fabricaba más que el 1% de la midodrina vendida en el mercado; el resto lo cubrían otras empresas, entre ellas Sandoz, APITEX y Mylan. En un mercado tan competitivo, la venta del medicamento les reportaba poco dinero, y desde luego no les movía ningún incentivo para invertir en una investigación que solo habría servido para que otras empresas vendieran cien veces más el mismo producto. Cuando habían transcurrido catorce años de aprobación de la midodrina, la FDA se dio cuenta de que eso que se llama actuar demasiado tarde era una realidad.
Pero no acabó ahí el asunto. De pronto, apareció una turba de usuarios de la midodrina y grupos de pacientes especialmente interesados encabezados por políticos —solo en 2009 se había prescrito el fármaco a 100 000 pacientes—. Para ellos la píldora era su salvación y el único fármaco para su enfermedad; si se prohibía a las empresas fabricarlo y se retiraba del mercado, sería un desastre. El hecho de que no existiese un solo ensayo que demostrase ningún efecto beneficioso concreto era irrelevante. De hecho, los remedios de curanderos, como la homeopatía, siguen contando con una base de fieles y acérrimos partidarios, a pesar del hecho de que, por definición, las píldoras homeopáticas no contienen ningún ingrediente y pese a que la investigación demuestra que actúan igual que un placebo[*] A los pacientes medicados con midodrina les tenía sin cuidado los resultados de los ensayos; ellos «sabían» que su fármaco funcionaba con la certeza de auténticos creyentes, y ahora el gobierno pensaba quitárselo por culpa de cierta trasgresión administrativa enrevesada. «¿Referentes secun… qué?». La expresión debió de sonarles a simple palabrería.
La FDA tuvo que retractarse y dejar el fármaco a la venta. Las negociaciones a propósito de los ensayos posteriores a la aprobación han proseguido lentamente, pero ahora la FDA tiene poca capacidad de presión sobre la: farmacéuticas. Casi veinte años después de la aprobación urgente de la midodrina, un caso excepcional, las empresas farmacéuticas continúan prometiendo que realizarán ensayos adecuados. En 2012 no se veían aún esos ensayos por ninguna parte.
Lo expuesto constituye un grave problema y desborda el caso de este medicamento bastante intrascendente. El General Accounting Office es el brazo auditor e investigador del Congreso estadounidense. En 2009, examinó la impotencia de la FDA para erradicar esa clase de ensayos posteriores a la autorización, y lo que descubrieron fue demoledor: entre 1992 y 2008 se aprobaron de forma acelerada 90 medicamentos basándose exclusivamente en referentes secundarios, con la condición de que las empresas farmacéuticas se comprometieran a llevar a cabo un total de 144 ensayos. En 2009, uno de cada tres de esos ensayos seguía pendiente[28]. Nunca se ha retirado ningún fármaco del mercado porque el fabricante no haya presentado datos relevantes de ensayos.
El académico británico John Abraham es un científico social que ha hecho más que nadie por arrojar luz sobre los hábitos y los procedimientos de los organismos reguladores en todo el mundo, y ha llegado a la conclusión de que la autorización acelerada forma parte simplemente de la fuerte tendencia hacia la desregulación en beneficio de la industria. Resulta muy provechoso examinar uno delos casos que él ha estudiado —junto con su colega Courtney Davis— para comprobar cómo los organismos reguladores de todo el mundo gestionan los casos de los mejores candidatos posibles de esas evaluaciones urgentes[29].
El gefitinib (Iressa por su nombre comercial) es un fármaco anticancerígeno fabricado por AstraZeneca para pacientes terminales. Está aprobado para el cáncer pulmonar amicrocítico, una afección con pronóstico fatal, y se autoriza su empleo en tratamientos de «tercera línea», cuando todo lo demás haya fallado. Su autorización acelerada la impuso, en parte, una campaña de pacientes, igual que en el caso del sida (primera de las campañas para presionar por la introducción de la legislación de urgencia). Es casi un caso monográfico porque el fabricante realizó realmente los ensayos de seguimiento, lo que se sale de lo corriente (ya que solo en el 25% de los fármacos anticancerosos estudiados por Abaham estos ensayos tuvieron lugar).
Para una aprobación normal de fármacos para el tratamiento de cáncer de pulmón se requiere demostrar que existe mejoría en la supervivencia o en los síntomas, pero la «respuesta tumoral» —una disminución del tamaño del tumor comprobada por ecografía— es ya típicamente un referente secundario en los fármacos anticancerígenos, que puede servir para obtener una autorización acelerada; pero a continuación hay que realizar más ensayos para comprobar si se traduce en beneficios reales para los pacientes.
En principio, AstraZeneca aportó pruebas de un reducido ensayo que arrojaba un 10% de reducción del tamaño del tumor por efecto de tomar Iressa. La FDA lo consideró poco relevante, en particular dado que los pacientes del ensayo no eran representativos y padecían tumores de crecimiento más lento de lo habitual. Pero la empresa presionó e inició ensayos con mayor número de participantes para medir el impacto sobre la supervivencia. Esperaba haber finalizado estos ensayos después de que el medicamento fuese autorizado por el trámite urgente, pero en realidad los completó antes. El ensayo realizado en condiciones reales no arrojó efecto beneficioso alguno sobre la supervivencia de los pacientes; es más, contradijo al estudio anterior porque no se observó disminución del tamaño tumoral. Un científico de la FDA resumió los resultados muy crudamente: «Son 2000 pacientes que dicen que Iressa no sirve de nada contra 139 que afirman que funciona ligeramente».
Simultáneamente, la empresa administraba, como única alternativa, el fármaco a 12 000 pacientes terminales desesperados en el marco de lo que se denomina un «programa de acceso ampliado». Es un procedimiento habitual cuando los pacientes no reaccionan a ninguna medicación, pero no se considera adecuado para ensayos clínicos (aunque yo diría que lo ideal sería que estos ensayos incluyeran a cualquier paciente susceptible de recibir el tratamiento, ya que solo se les somete al mismo al objeto de verificar si un fármaco da resultado en pacientes reales). Estos programas son caros para las empresas, pero también generan una ingente buena voluntad por parte de personas desesperadas, sus familias y las agrupaciones de pacientes.
Ahora, los organismos reguladores, como otras muchas entidades públicas, dan enorme importancia a la «participación pública», lo cual es un propósito loable si se hace bien, pero de lo que aquí se trata no es de un ejemplo de buena participación ciudadana. Los test bien realizados, imparciales y con amplia participación del Iressa han demostrado que el medicamento no era mejor que una píldora placebo sin principio activo. Sin embargo, muchos pacientes terminales que participaron en los programas ampliados, a quienes se administró gratuitamente el medicamento, acudieron con grupos de apoyo para presionar a la FDA. Según su perspectiva, era un «medicamento excelente, a años luz del tratamiento previo», afirmaban. «Comenzaba a eliminar los síntomas del cáncer a los siete días»; los tumores «habían desparecido en un 90% a los tres meses», aseguró uno de ellos. Fuese una falsedad o una simple exageración, la realidad es que los ensayos imparciales no demostraban que el medicamento aportase ningún beneficio. Pero los pacientes desesperados no estaban de acuerdo y afirmaban su postura de forma clara y simple: Iressa «salvará vidas». Este testimonio personal fue probablemente una mezcla del efecto placebo y de la fluctuación natural de síntomas que experimentan todos los pacientes, pero a ellos les daba igual.
Cuando llegó el momento de la votación en el comité encargado de autorizar el medicamento, el resultado fue de 11 votos a favor y 3 en contra.
No se sabe muy bien qué pensar de una votación que recoge votos no solo en contra de los datos de referentes secundarios, sino igualmente en contra de las pruebas de ensayos de amplia participación que no demostraron beneficio de supervivencia en situaciones del mundo real. Pero todos somos humanos y cuesta rechazar un fármaco enfrentándose a una conmovedora manifestación de vida o muerte. Un científico de la FDA comentó a john Abraham durante este trabajo de campo: «[Los testimonios de pacientes] ejercen una influencia innegable sobre los comités asesores. Iressa lo demuestra». AstraZeneca pagó a varios de aquellos pacientes para que acudieran el día de la reunión del comité asesor. No sabemos si personas que no habían sido tratadas con éxito con Iressa habrían acudido en avión desde el otro extremo del país a manifestarse. Quizá no. Quizás estarían muertas.
La FDA podría haber rechazado la opinión del comité de expertos, y habría sido lo mejor, porque, no solo no había pruebas de beneficio alguno, sino que existían unos informes de Japón con resultados de neumonía letal asociada al Iressa —en un 2% de los pacientes, un tercio de los cuales murieron en el plazo de dos semanas—. Pese a ello, la FDA autorizó el medicamento, pero exigió a AstraZeneca que llevase a cabo otro estudio con 1700 pacientes, en el que de nuevo no se constató diferencia alguna con el placebo. Y el Iressa siguió a la venta. Más tarde apareció otro tratamiento que sí era eficaz en el tratamiento de tercera línea para el cáncer amicrocítico de pulmón, aun así el Iressa siguió comercializándose.
Por los porcentajes de las encuestas, se observa que los ensayos posteriores a la autorización de venta que exigen los organismos reguladores no suelen realizarse adecuadamente; y cualquier médico cínico les confesará que es corriente comercializar medicamentos ineficaces. Yo creo que la midodrina y el Iressa son dos jugosos exponentes de esa realidad. La autorización acelerada no se aplica para lanzar fármacos al mercado para su empleo urgente y evaluación rápida. Los programas de autorización acelerada son una cortina de humo.
EL IMPACTO DE LA INNOVACIÓN
Como hemos visto, los organismos reguladores de medicamentos no exigen que un nuevo fármaco sea realmente bueno, ni que represente una mejora respecto a otros anteriores; ni siquiera exigen que los fármacos sean particularmente eficaces. Esto tiene notables consecuencias sobre el mercado en sentido amplio porque reduce los incentivos de fabricar un nuevo medicamento que realmente mejore la vida de los pacientes. Hay algo que se desprende con claridad de cuanto se relata en este libro: las empresas farmacéuticas reaccionan racionalmente ante los incentivos, y cuando esos incentivos no ayudan, tampoco lo hacen ellas.
Para saber si los nuevos fármacos representan algún tipo de progreso en un campo concreto, necesitamos examinar todos los fármacos autorizados a lo largo de un período determinado. Esto es exactamente lo que hicieron unos investigadores italianos[30] en un trabajo reciente en el que recogen los fármacos activos sobre el sistema nervioso central aprobados desde el primer día que el organismo europeo regulador inició su actividad para autorizar medicamentos, con la finalidad de analizar si dichos medicamentos representaban algún tipo de innovación.
Como a estas alturas podrán imaginar, descubrieron diversos problemas graves en los datos comunicados en apoyo de las indicaciones de estos fármacos. En ninguno de los autorizados se había demostrado que fueran mejor que un placebo; no había datos claros en ningún ensayo, por ejemplo, sobre el número de personas que lo habían abandonado, una información importante que contribuye a evidenciar si un fármaco es intolerable por sus efectos secundarios. Había, igualmente, graves problemas con el diseño de los ensayos; la mayoría (75 de 83) fueron muy breves, y eran, además, reducidos, pues ninguno de los estudios presentados contaba con suficientes participantes para detectar debidamente una diferencia entre el tratamiento de aplicación habitual y el nuevo, y eso en las raras ocasiones en que se había intentado.
Los investigadores concluyeron que el problema era claro: si la normativa no obliga a las empresas a demostrar que un fármaco nuevo es mejor que los tratamientos existentes, es improbable que las farmacéuticas desarrollen nuevos medicamentos.
Esta afirmación queda perfectamente demostrada con el fenómeno de los fármacos «yo también». Recordarán del capítulo anterior que el desarrollo de una nueva molécula, con un mecanismo de acción completamente nuevo sobre el organismo, es un asunto muy arriesgado y difícil. Por este motivo, si una empresa tiene a la venta un medicamento que se receta, habrá muchas ocasiones en que otras intentarán fabricar una versión propia, razón por la cual hay, por ejemplo, muchísimos antidepresivos del tipo llamado «inhibidores selectivos de la recaptación de la serotonina» o SSRI. Desarrollar un fármaco de este tipo es mucho más seguro comercialmente.
Los medicamentos «yo también» no suelen tener un efecto terapéutico beneficioso, por lo que muchos los consideran un derroche, un gasto innecesario de los fondos para el desarrollo de medicamentos, con el que, además, se expone potencialmente a los participantes de los ensayos clínicos a un riesgo innecesario solo para ganancia de las empresas farmacéuticas y no para el progreso de la medicina. Yo no estoy totalmente seguro de ello, porque en una determinada clase de fármacos puede haber uno mejor que los otros o que tenga menos efectos secundarios idiosincrásicos, por lo que, en este sentido, las copias a veces son útiles. Por otro lado, no hay modo de saber qué fármacos maravillosos podrían crearse si se incentivara a las farmacéuticas haciendo hincapié en que demostraran las ventajas de su producto. No son inconvenientes fáciles de discernir, y a mí no acaba de convencerme del todo los modelos de los economistas sobre el impacto de la innovación en un aspecto ni en otro.
De todos modos, siguiendo la trayectoria de esos fármacos «yo también», podemos constatar que el mercado no funciona completamente con arreglo a los deseos de quienes pagamos colectivamente la sanidad pública[31]. Cabría esperar, por ejemplo, que esa competencia de fármacos en el mercado produjera una reducción de precios, pero en un análisis económico —basado en datos de Suecia—, se demostró que los fármacos que la FDA considera que no presentan ventaja respecto a otros existentes salen al mercado con el mismo precio. En otro estudio, se siguió la evolución del precio de un antiulceroso llamado cimetidina y se observó que su precio aumentaba al ponerse a la venta otro de la misma clase, la ranitidina; y los precios de ambos continuaron subiendo cuando la competencia lanzó la famotidina y el nizatidine.
Quizá la historia más clara la represente el caso más reciente de otro tipo de fármacos «inhibidores de la bomba de protones» que se emplean para el tratamiento del reflujo y el ardor. Son problemas médicos habituales, por lo que es un campo muy lucrativo; el omeprazol fue uno de los medicamentos más lucrativos de esta clase, que hace aproximadamente diez años procuraba a AstraZeneca 2000 millones de dólares anuales, casi un tercio de sus ingresos. Pero la patente estaba a punto de expirar y, una vez que los fabricantes de genéricos pudieran hacer sus propias pastillas con el mismo principio activo, el precio caería en picado y esos ingresos se habrían acabado. AstraZeneca sacó al mercado algo así como un fármaco «yo otra vez».
Es una interesante variante de la idea primitiva. Los fármacos «yo también» son moléculas totalmente nuevas que surten el mismo efecto que otros más antiguos, mientras que un fármaco «yo otra vez» es la misma molécula relanzada en el mismo mercado para la misma enfermedad, pero con una astuta diferencia.
Unas moléculas complejas llamadas «enantiómeros», igual que ciertos fármacos, existen en forma de «imagen especular»: la fórmula química de las dos moléculas es la misma y se observa que los átomos están unidos en el mismo orden a la misma parte de un mismo anillo; la única diferencia es que una determinada modificación en una cadena se produce hacia una dirección en un enantiómero y en sentido contrario en el otro, del mismo modo que un guante derecho y uno izquierdo son imágenes especulares, del mismo material, de igual peso, etc. Pero las versiones derecha-izquierda de estos fármacos tienen propiedades ligeramente distintas. Tal vez una molécula se fija perfectamente al receptor sobre el que ejerce su efecto si es la versión derecha, o quizás, en la versión izquierda, solo se fija perfectamente en las mandíbulas de la enzima que la tritura. Esto tiene consecuencias para los efectos que ejerce sobre el organismo. Desde hace poco, y cada vez con mayor frecuencia, las farmacéuticas han comenzado a poner a la venta «preparados de enantiómeros simples» con la versión derecha, por ejemplo, de un tratamiento ya existente. Las farmacéuticas afirman que es un nuevo fármaco y con ello prolongan la vida de la patente de su producto y sus ganancias.
Es una buena opción económica, puesto que generalmente es más fácil conseguir la autorización de venta porque la modalidad mezclada del fármaco ya tiene la licencia, y hay constancia de varios ensayos demostrativos de que el fármaco es mejor que nada. La segunda tarea, la de convencer a la gente de que ese enantiómero simple es mejor que la mezcla, depende del departamento de ventas y no es probable que sea objeto de escrutinio por parte de ningún organismo regulador.
Por tanto, si esos fármacos ejercen realmente distintos efectos sobre el organismo, ¿por qué la gente piensa tan a menudo que es dudoso (o reiterativo) que una farmacéutica ponga a la venta una versión de un fármaco ya existente que no es más que la versión de un enantiómero simple? En primer lugar, la diferencia de propiedades suele ser leve, por lo que todas las reflexiones sobre los medicamentos «yo también» son aplicables a los medicamentos «yo otra vez». Cuenta también el factor oportunista: es asombrosa la frecuencia con que las farmacéuticas lanzan muchas veces un fármaco «yo otra vez» poco antes de que expire la patente del primitivo. También conviene tener en cuenta los gastos, como siempre, y que el tratamiento con efectos beneficiosos puede tener igualmente efectos secundarios. La versión derecha de la fluoxetina (Prozac) parecía excelente: tenía una vida media más larga que el preparado primitivo, lo que planteó la posibilidad de una pastilla antidepresiva que podía tomarse una vez a la semana, en vez de una cada día. Pero también resultó que causaba la llamada «prolongación QT», un cambio en las pautas eléctricas del corazón asociado a consecuencias como el aumento del riesgo de muerte súbita. Finalmente, y esto es lo más sorprendente, a pesar de esos posibles riesgos, las nuevas pastillas de «enantiómeros simples» no parece que den mucho mejor resultado que los preparados mixtos a pesar de que son mucho más caros.
Veamos el caso del omeprazol, un fármaco para el ardor. Al llegar 2002 AstraZeneca sabía que estaba punto de perder 5000 millones de dólares al año, un tercio de sus ingresos, lo que habría sido desastroso para su cuenta de resultados y la cotización de su acciones en la Bolsa. Pero en 2001 la empresa lanzó el esomeprazol, que tuvo gran éxito; de hecho, AstraZeneca sigue ganando 5000 millones de dólares anuales con este fármaco. En Estados Unidos, el éxito es enorme y es un superventas situado entre los tres primeros; en el Reino Unido, sus ventas anuales ascienden a 44 millones de libras, pero la cantidad de esomeprazol que uno recibe a cambio de tan grandes sumas es minúscula, porque el nuevo esomeprazol cuesta diez veces más que el anticuado omeprazol.
Y eso es lo fuerte, porque el nuevo esomeprazol no es más que la versión izquierda de la molécula en vez del preparado con las dos versiones, y no es realmente mejor que el preparado de la antigua pastilla de omeprazol. Las pruebas no son determinantes, pero está claro que no existe una diferencia espectacular en ninguna de estas nuevas versiones de fármacos, y, desde luego, ningún efecto beneficioso apabullante y único en el caso del esomeprazol[32].
¿Por qué, entonces, los recetan los médicos? Aquí entra en juego el poder del aparato publicitario en medicina, muy importante como veremos en breve. En Estados Unidos, la campaña dirigida al consumidor fue enorme; solo en anuncios AstraZeneca gastó 260 millones de dólares en 2003[33], y purplepill.com, su portal para promocionar el medicamento, alcanzó más de un millón de visitas trimestrales. La única gran contrariedad fue que Kaiser Permanente, la gigantesca aseguradora médica estadounidense, excluyó el esomeprazol de su lista de fármacos recetables por lo absurdo del precio. Thomas Scully, director de Medicare y Medicaid, dio conferencias explicando que tomar ese medicamento era tirar el dinero, pero al no tener potestad sobre los fármacos que prescriben ambas organizaciones, tuvo que resignarse y ver cómo se gastaban 800 millones de dólares anuales en este fármaco tan caro[34]. En las conferencias que menciono, Scully afirmó: «A cualquier médico que prescriba Nexium (nombre de marca del esomeprazol) debería darle vergüenza». AstraZeneca remitió una queja a la Casa Blanca y al Capitolio, y Scully afirma que recibió presiones para que «cerrara la boca»[35]. Pero no lo hizo.
INVESTIGACIÓN SOBRE EFICACIA COMPARATIVA
No son historias que impresionen realmente a nadie, pero nuestras preocupaciones éticas respecto al proceder de las farmacéuticas en estas situaciones ocultan un problema de mayor importancia: haber permitido —en nuestra condición de prescriptores, de pacientes, de personas que pagan la sanidad pública— que no tengamos pruebas claras en la comparación entre dos tratamientos. No sabemos qué tratamientos son mejores y, en consecuencia, no sabemos cuáles son nocivos. Si alguien muere porque le aplican el tercer mejor tratamiento, habrá muerto innecesariamente; se habría podido evitar, y tiene derecho a irritarse en su tumba.
No parece tan difícil: hay que hacer más ensayos clínicos después de poner a la venta un medicamento, comparándolo con otros y uno por uno en distintos ensayos. La sanidad es una carga económica enorme para cualquier país, y en la mayoría de ellos, excepto en Estados Unidos, esa carga la asume el Estado. Si somos tan débiles como para no poder obligar a las farmacéuticas a través de los organismos reguladores a realizar ensayos serios, ¿tiene algún sentido que el Estado los subvencione? Esto es especialmente relevante y lógico si consideramos que en la mayor parte de los casos el coste de la prescripción irracional supera con mucho el coste de la investigación para evitarlo.
Un primer ejemplo claro de ello es el ensayo ALLHAT, iniciado en 1994, que costó 125 millones de dólares. El objeto del programa fue estudiar la hipertensión, una enfermedad que afecta a una cuarta parte de la población adulta, y la mitad recibe medicación. En este ensayo se comparó la clortalidona, una pastilla antigua y muy barata para la hipertensión, con la amlodipina, una nueva, muy cara, y de prescripción generalizada. Sabemos por ensayos comparativos que en los dos fármacos se observó la misma eficacia en el control de la presión arterial, pero esas cifras no son lo que le importa al paciente, y era necesario un ensayo en el que se administrara a ciertos participantes el fármaco antiguo, a otros el nuevo, y que se ponderara cuántos pacientes sufrieron infarto de miocardio y murieron. Cuando finalmente en el ALLHAT se estableció esta comparación midiendo los resultados en el mundo real, que es lo que interesa a los pacientes, resultó —para sorpresa general— que el fármaco antiguo era mucho mejor. El ahorro que supone llevar a cabo este estudio compensa con creces el gasto de su realización, pese a que este fue un programa de gran envergadura que se inició en 1994, cuando yo aún era estudiante, y finalizó en 2002, cuando ya había terminado las prácticas (doy estos detalles porque más adelante veremos cuán importante y difícil es para un médico estar al día).
Por tanto, la «investigación sobre eficacia comparativa», como se denomina este tipo de estudios, es crucial, pero solo se ha iniciado hace poco. Para ilustrarles lo lento y arduo que ha sido el proceso, señalaré que en 2008, poco después de ser elegido presidente, Barack Obama demostró a muchos académicos y médicos lo claramente que comprendía los grandes problemas de la sanidad al anunciar que gastaría 1000 millones de dólares en ensayos clínicos comparativos entre los fármacos que se emplean en los tratamientos más corrientes, para averiguar cuál es el mejor.
En este aspecto, como quienes tienen recursos suelen defender a las farmacéuticas de merecidas críticas, vale la pena recordar un dato: la atención médica es uno de esos campos dentro del cual estamos todos, literalmente hablando. Si uno es muy rico —forma parte del 0,2% de la población—, puede comprar prácticamente lo que quiera. Pero por muy rico que se sea, si uno se pone enfermo, es imposible innovar de la noche a la mañana un nuevo fármaco, porque lleva tiempo y cuesta más dinero del que uno pueda tener. Por otro lado, no se pueden conocer los auténticos efectos de los medicamentos delos que actualmente disponemos, porque nadie los conoce si no se han comprobado debidamente, y hay ensayos en que los resultados desaparecen «en combate». A este respecto, los médicos más caros del mundo son tan ignorantes como cualquiera, ya que un médico puede leer críticamente las mejores revisiones sistemáticas sobre un fármaco y sus efectos sobre la esperanza de vida, pero no hay manera de sortear los obstáculos de este sistema tan deteriorado. Aun siendo muy rico, aunque se gane diez millones de dólares al año, todos estamos en el mismo barco.
Por tanto, la investigación sobre eficacia comparada de fármacos es un campo de vital importancia para todos, y en muchos casos la utilidad de averiguar cuál es el fármaco existente que mejor resultado da supera con creces el coste de desarrollar nuevos fármacos. Este tipo de investigación constituye un campo en el que por pura lógica se debería invertir más[36].
VIGILAR LOS EFECTOS SECUNDARIOS
La eficacia es solo una parte de esta historia. Junto con la cuestión de cuál es el fármaco más eficaz se plantea el problema de la seguridad. Como a tantos médicos, no deja de asombrarme el entusiasmo con que mis colegas recetan nuevos fármacos. Cuando se pone a la venta un nuevo medicamento, sin haber demostrado efectos beneficiosos respecto a otros ya existentes, a médicos y pacientes se les plantea la siguiente elección: ¿utilizarán un viejo fármaco en una dosis determinada que cuenta con años de vigilancia efectiva en el control de efectos secundarios o bien optarán por un fármaco totalmente nuevo, sin ventajas demostradas, que no sabemos si provocará horribles efectos secundarios idiosincrásicos, aguardando tranquilamente a que se manifiesten?
En la Facultad de Medicina me enseñaron que en tal situación, el médico debe considerar al resto de la profesión médica especialistas de cine que no cobran, dejando que se arriesguen ellos a cometer errores, mientras uno espera, observa, aprende y adopta la decisión cuando es segura. En ciertos aspectos puede decirse que es un buen consejo general, pero ¿cómo se hace el seguimiento de los efectos secundarios?
Una vez autorizado un fármaco, hay que evaluar su seguridad. Es un asunto complejo con retos metodológicos particulares —para ser sincero— y fallos innecesarios que saltan a la vista. Los fallos son consecuencia de un secretismo absurdo, falta de comunicación y esa reticencia institucional a retirar fármacos del mercado. Para entenderlo, hemos de comprender los principios básicos de lo que se llama farmacovigilancia.
Antes de abordar este tema, conviene saber que siempre saldrán fármacos al mercado con efectos secundarios imprevistos. Ello se debe a que para detectar los efectos secundarios de un medicamento son necesarios datos sobre un gran número de pacientes, y los ensayos que se llevan a cabo para obtener la autorización de venta de un fármaco suelen ser reducidos y contar con una cifra de participantes de entre 500 y 3000. De hecho, se puede cuantificar la frecuencia de efectos secundarios para ser detectados en un reducido número de personas recurriendo a una simple regla aritmética: «la regla de tres». Si se estudian 500 pacientes en los ensayos previos a la autorización, solo nos permitirán detectar los efectos secundarios más corrientes en una de cada 166 personas; si se estudian 3000 pacientes, solo se detectan los efectos secundarios que afectan a más de una entre 1000. La aplicación de la regla es fácil: si un efecto secundario no se ha producido aún en n pacientes, se puede estar un 95% seguro de que se producirá en menos de 3/n de los pacientes. (Si quieren saber el porqué, en la nota a pie de página se ofrece la explicación matemática, pero me causa cierta mala conciencia incluirla aquí[*]). Pueden también aplicar la regla de tres a la vida real: si hay 300 paracaídas que se abren bien, por ejemplo, y no conocemos ningún otro dato, la posibilidad de que uno no se abra y de que por tanto nos estrellemos contra el suelo, es inferior a uno entre 300. Para ustedes puede resultar tranquilizador, o no.
Pero volviendo al tema que nos ocupa, el fármaco en cuestión puede hacer que una entre 5000 personas explote, literalmente —le estalla la cabeza, se le salten los intestinos—, por algún mecanismo idiosincrásico que nadie podía prever. Pero en el momento en que se autoriza un fármaco, después de haberlo administrado a tan solo 1000 personas, es muy probable que nunca se haya visto una de esas aparatosas y lamentables muertes. Mientras que después de que 50 000 personas hayan tomado el fármaco en el mundo real, cabe esperar ser testigo de la explosión de diez personas (ya que la media es de una por cada 5000).
Si el fármaco causa un efecto secundario muy adverso, como que explote la gente, es una suerte, porque los efectos secundarios raros no pasan desapercibidos y, como no es algo que ocurra todos los días, la gente hablará de pacientes que explotan, se escribirán breves informes para revistas académicas, se notificará probablemente a diversas autoridades, tal vez intervengan forenses, sonarán seguramente timbres de alarma y se empezará a indagar cuál es la causa de que la gente explote tan inesperadamente, y quizá se empezará a investigar inmediatamente después de la primera explosión.
Pero muchos de los efectos adversos causados por fármacos son episodios que ocurren con mucha frecuencia. Si el fármaco incrementa el riesgo de insuficiencia cardiaca, la verdad es que ya hay muchas personas con insuficiencia cardiaca, y si los médicos ven una más, probablemente no les sorprenderá, sobre todo si se debe a un fármaco de prescripción a personas mayores que ya de por sí padecen insuficiencia cardiaca. Incluso la detección de indicios de aumento de la insuficiencia cardiaca en un grupo numeroso de pacientes puede ser complicada.
Esto nos ayuda a entender los diversos mecanismos que emplean las empresas farmacéuticas, los organismos reguladores y los académicos para vigilar los efectos secundarios. Estos mecanismos pueden dividirse en tres grupos:
Los informes espontáneos son el recurso más sencillo. En casi todos los países, si un médico sospecha que un paciente ha desarrollado algún tipo de reacción adversa a un fármaco, lo notifica a la autoridad competente. En el Reino Unido esto se lleva a cabo a través del llamado Yellow Card System [Método de tarjeta amarilla]; estas tarjetas, cuyo envío es gratis, se entregan a todos los médicos, lo que facilita el proceso, y los pacientes también pueden notificar efectos adversos online en el portal yellowcard.mhra.gov.uk (háganlo, por favor).
Estos informes espontáneos se clasifican a mano y se incorporan a una hoja de cálculo gigantesca en la que hay una línea para cada fármaco a la venta y una columna para cualquier efecto adverso imaginable. De este modo, puede constatarse con qué frecuencia se notifica cada uno de los efectos adversos de un fármaco, y estimarse si la cifra es más alta de lo que se previó al azar. (Si les interesa la estadística, los nombres de términos utilizados como «ratio proporcional de notificación» y «redes neuronales de propagación del intervalo de confianza bayesiana» les servirán de orientación sobre el método de análisis de los datos en cuestión. Si no sienten interés por la estadística, no se pierden nada, como en tantas otras cosas en la vida).
Pero este método permite detectar efectos secundarios poco habituales: un fármaco que hace que la cabeza y el abdomen exploten, literalmente, es muy fácil de detectar, como hemos explicado anteriormente. En todos los países existen métodos parecidos, y la mayoría de los resultados los recopila la OMS en su banco de datos de Uppsala, accesible a académicos y empresas farmacéuticas, previa solicitud con distinto grado de aprobación (tal como se explica en la nota)[37].
Pero este enfoque adolece de un grave defecto: no todos los efectos adversos se notifican. Según el cálculo actual, en Gran Bretaña solo uno de cada veinte, aproximadamente, se notifica al MHRA[38]. Y no es porque los médicos sean negligentes. Si ese fuera el caso, al menos sabríamos que todos los efectos secundarios de los fármacos tendrían la misma probabilidad de no ser notificados, y se podría comparar la proporción de los informes sobre efectos secundarios y entre distintos medicamentos. Lamentablemente, la tasa de notificación de los diversos efectos secundarios de los distintos fármacos varía. Un médico se mostrará más inclinado a sospechar que un síntoma es un efecto secundario si el paciente toma un fármaco nuevo en el mercado, por ejemplo, y esos casos se notifican más que los efectos secundarios de medicamentos más antiguos. De igual modo, si un paciente desarrolla un efecto secundario asociado a un fármaco que ya se conoce, el médico se sentirá mucho menos inclinado a molestarse en notificarlo, por no ser un nuevo indicio interesante sobre seguridad, sino una manifestación de tantas de un aburrido fenómeno muy conocido. Y si hay rumores o noticias sobre problemas con un fármaco, los médicos se sentirán más inclinados a notificar espontáneamente episodios de efectos adversos, no por malevolencia, sino porque simplemente se acordará mejor de haber recetado el polémico fármaco cuando se le presente un paciente con un problema médico raro.
Por otra parte, la sospecha del médico de que alguna manifestación patológica es un efecto secundario será mucho más leve si se trata de un problema médico que ocurre con frecuencia, como ya hemos visto: la gente padece con frecuencia cefaleas, por ejemplo, o dolores articulares, o cáncer, en la vida diaria, por lo que a un médico no se le ocurrirá que esas dolencias tengan nada que ver con lo que le ha recetado. En cualquier caso, estos efectos adversos son difíciles de advertir dada la ingente cantidad de personas que los sufren, y todavía más si ocurren mucho después de que un paciente inicie la medicación con un fármaco nuevo.
Es enormemente difícil dar cuenta de estos problemas. Por ello, el informe espontáneo es útil si los episodios adversos son muy poco habituales al margen de las medicaciones, aparecen muy rápido, o son los fenómenos típicos que se dan en una reacción adversa a los fármacos (un sarpullido, por ejemplo, o un descenso brusco del recuento de leucocitos); pero, en general, aunque estos métodos son importantes y contribuyen a hacer sonar muchas alarmas útiles, normalmente solo sirven para detectar sospechas[39], sospechas que a continuación se contrastan con recopilaciones de datos más sólidas.
Los mejores datos se obtienen examinando las fichas médicas de gran número de pacientes dentro de lo que se denomina «estudios epidemiológicos». En Estados Unidos resulta difícil, y lo más parecido a que se puede recurrir son los bancos de datos de la administración utilizados para procesar los pagos de atención médica, que es el dato más relevante. Pero tenemos la suerte de que el Reino Unido ocupe un puesto destacado en este sentido. Ello se debe a que la sanidad pública corre a cargo del Estado, gratis no solo desde la primera visita, sino por simple inscripción en el NHS. Como consecuencia de esta feliz circunstancia, en el Reino Unido contamos con una cantidad ingente de historiales médicos que sirven para estudiar los beneficios y los riesgos de los tratamientos. Aunque no se ha reconocido plenamente su potencial, existe el llamado General Practice Research Database, con varios millones de historiales de pacientes de medicina general. Los archivos están bien guardados para proteger la intimidad de los interesados, pero hace ya varios años que a las empresas farmacéuticas, a los organismos reguladores y a las universidades se les permite el acceso a sectores específicos de dichos archivos para comprobar qué medicamentos concretos están asociados a efectos nocivos inesperados. (Manifiesto mi interés a este respecto, porque, como muchos académicos, llevo a cabo algunos trabajos de análisis de los datos de esos archivos, aunque no me ocupo de los efectos secundarios).
El estudio de la seguridad de los fármacos en los historiales de pacientes a quienes se les recetó un fármaco presenta enormes ventajas respecto a los datos de informes espontáneos por una serie de razones. Por un lado, se tienen a la vista las anotaciones médicas relativas a un paciente, de forma cifrada, tal como aparecen en el ordenador clínico sin que ningún médico tenga que adoptar la decisión de molestarse en rastrear un resultado en particular. Por otro lado, existen también otras ventajas importantes respecto a los ensayos clínicos reducidos que se realizan para conseguir la autorización de fármacos, porque hay muchos datos, permite observar resultados extraños y, además, se trata de pacientes reales, porque quienes participan en los ensayos clínicos suelen ser «pacientes ideales» poco representativos —más sanos que los pacientes reales y con menos problemas médicos de otra naturaleza, toman menos medicaciones, es menos probable que sean personas mayores, y muy poco probable que haya entre ellos mujeres embarazadas,
etc… Las empresas farmacéuticas prefieren ensayar los medicamentos en estos pacientes más sanos porque existe mayor probabilidad de que mejoren y de que eso se interprete como un dato a favor del medicamento. Es más probable, además, que estas personas den ese resultado favorable en un ensayo clínico más breve y más barato. De hecho, esta es otra de las características por las que los bancos de datos son mejores: los ensayos clínicos para autorizar un fármaco suelen ser breves, con lo que se expone a los participantes a los efectos del fármaco menos tiempo del que suele abarcar un tratamiento real. En cambio, los estudios realizados con bases de datos nos facilitan información sobre los efectos de los fármacos en pacientes del mundo real y en condiciones del mundo real (y, como veremos, esto no se limita exclusivamente al asunto de los efectos secundarios).
Con esta clase de datos se puede buscar una relación entre un fármaco determinado y un aumento del riesgo de una consecuencia ya conocida, como son los infartos, por ejemplo. Se puede comparar el riesgo de infarto entre pacientes que han recibido tres tipos de medicación para infección fúngica en los pies, por ejemplo, si se tiene la sospecha de que alguna causa cardiopatía. No es un trabajo fácil, desde luego, en parte porque hay que adoptar importantes decisiones en cuanto a qué comparar con qué, circunstancia que puede afectar a los resultados. Por ejemplo, ¿compararemos a las personas que toman el fármaco que nos preocupa con otras que toman otro parecido, o con personas iguales en edad pero que no toman fármacos? Si se opta por esto último, ¿son los pacientes con infecciones fúngicas en los pies decididamente comparables con pacientes sanos de la misma edad de la base de datos? O, ¿son tal vez los pacientes con infecciones fúngicas en los pies los más proclives a ser diabéticos?
Se puede también incurrir en un fenómeno llamado «encauzamiento», por el que los pacientes que han notificado problemas con un fármaco anterior reciben preferentemente otro con sólida reputación de ser seguro. Como consecuencia, los pacientes medicados con el fármaco seguro incluyen, para empezar, muchos de los pacientes que están más enfermos y que por ello son más proclives a notificar efectos adversos por causas que nada tienen que ver con el medicamento. Esto a veces acaba haciendo que el fármaco seguro parezca peor de lo que es y, en consecuencia, un fármaco que es peligroso parezca mejor por comparación.
Pero en cualquier caso, a falta de llevar a cabo ensayos clínicos masivos en la asistencia rutinaria —lo que no es ninguna tontería, como veremos más adelante—, este tipo de estudios es lo mejor de que disponemos actualmente para asegurarnos de que los fármacos no van asociados a graves consecuencias. Estos estudios los realizan los organismos reguladores, los académicos y muchas veces las farmacéuticas a requerimiento del regulador.
De hecho, aunque las empresas farmacéuticas deben cumplir una serie de requisitos, tanto generales como específicos, en la vigilancia de efectos secundarios, y tienen la obligación de notificar los resultados a la autoridad competente, en la práctica estas normativas no suelen funcionar bien. En 2010, por ejemplo, la FDA envió a Pfizer una carta de quejas de doce páginas por no haber notificado debidamente los efectos secundarios en ensayos realizados tras la comercialización de algunos fármacos suyos[40]. La F DA había llevado a cabo una investigación de seis semanas en el curso de la cual encontró pruebas de varios episodios adversos graves e inesperados que no le habían sido notificados: el Viagra, por ejemplo, causa graves problemas visuales e incluso ceguera. La FDA afirmaba que Pfizer no había notificado estos episodios a su debido tiempo, «clasificándolos mal y/o calificándolos en los informes de no graves, sin justificación razonable». Recordarán el caso anterior de la paroxetina en el que GSK no notificó importantes datos sobre suicidios. No se trata de simples incidentes aislados.
Finalmente, también se pueden obtener datos sobre efectos secundarios en los ensayos clínicos, a pesar de que los episodios adversos que se pretende detectar sean poco frecuentes y, por consiguiente, que sea mucho más difícil que se manifiesten en estudios reducidos. No obstante, también en este caso ha habido problemas. Por ejemplo, a veces las empresas farmacéuticas agrupan todo tipo de episodios adversos bajo un solo epígrafe, con una denominación que no responde realmente a la realidad de lo que les ocurre a los pacientes. En ensayos de antidepresivos, por ejemplo, a episodios adversos como ideas suicidas, conducta suicida e intentos de suicidio se les ha acuñado los marbetes de «inestabilidad emocional», «ingresos hospitalarios», «fallos del tratamiento» o «abandonos»[41]. Esas definiciones no expresan la realidad de lo que les ocurre a los pacientes.
Para tratar de subsanar estos problemas, en los últimos años la EMA ha instado a las empresas a entregar lo que denominan plan de actuación ante el riesgo (RMP, por sus siglas en inglés) referido a los fármacos, pero aquí también se plantean problemas porque los documentos los redacta la empresa y señala en ellos qué estudios sobre seguridad ha acordado con el organismo regulador; lo que no entiendo es por qué esta documentación se mantiene secreta, de modo que nadie sepa exactamente qué estudios han acordado realizar las empresas, a qué aspectos de la seguridad dan prioridad o a qué métodos recurren para investigarla.
Hay un breve resumen disponible para médicos, académicos y el público en general, y no hace mucho que los académicos han comenzado a publicar trabajos evaluando los contenidos, con inquietantes hallazgos[42]. Después de explicar que los cambios en el riesgo extraídos del RMP fueron notificados sin orden ni concierto e indebidamente a los médicos, la conclusión de uno de estos trabajos es la siguiente: «La principal limitación de este estudio es la falta de datos públicos relativos a los aspectos más importantes»; los investigadores no dispusieron de la información sobre los estudios realizados para la vigilancia de la seguridad del fármaco. En otro estudio parecido, con mejor acceso a los datos, se examinaron los estudios sobre seguridad contenidos en los RMP[43], y en aproximadamente la mitad de esos estudios, el RMP no proporcionaba nada más que una breve descripción o señalaba el compromiso de llevar a cabo cierto tipo de estudio, sin ninguna otra información adicional. En el documento completo del RMP, en el que cabría esperar que estuvieran bien reseñados los protocolos de los estudios, los investigadores no encontraron nada en ninguno de los dieciocho medicamentos considerados.
Si estos planes de actuación ante el riesgo se llevan a cabo en secreto, su contenido apenas trasciende y además sirven para poner a la venta fármacos con un umbral más bajo de requisitos, nos encontramos ante un grave y curioso problema: es posible que se utilicen como medio para tranquilizar al público más que como solución a un asunto importante[44].
Cuando hablamos de secretismo de los organismos reguladores está claro que es un aspecto consustancial de sus hábitos que requiere solución. Personalmente he dedicado bastante tiempo a tratar de entender el punto de vista de los servidores públicos, que son sin duda buenas personas, pero que siguen creyendo que ocultar documentos al público es conveniente. Lo único que se me ocurre es que los organismos reguladores están convencidos de que lo mejor es que sean ellos quienes adopten las decisiones sobre medicamentos, a puerta cerrada, y que, con tal de que adopten decisiones correctas, es aceptable que estas únicamente se notifiquen públicamente de forma resumida.
Creo que esta es la postura predominante y que es una postura equivocada en dos aspectos. Ya hemos visto muchos ejemplos de cómo los datos ocultos sirven de tapadera a la mala actuación, y de lo conveniente que es que sean muchos ojos los que escruten los problemas, pero el supuesto convencimiento del regulador de que hay que tener fe ciega en sus valoraciones pasa por alto algo fundamental.
Al organismo regulador y al médico les compete adoptar dos decisiones completamente distintas a propósito de un fármaco, pese a que utilicen —o, en el caso del médico, quisiera utilizar— la misma información. El regulador decide si es beneficioso para la sociedad que un determinado fármaco se ponga a la venta en un país concreto, aunque solo sea en circunstancias muy particulares, como el caso en que otros medicamentos no hayan dado resultado. El médico, en cambio, adopta la decisión de si debe utilizar ese fármaco en ese momento para el paciente que tiene delante. Los dos recurren a los datos sobre seguridad y eficacia a los que tienen acceso, pero para adoptar decisiones tan diferentes, ambos deben tener pleno acceso a los datos.
Esta distinción fundamental no la entienden todos los pacientes, que suelen imaginarse que un fármaco autorizado es seguro y eficaz. En 2011, por ejemplo, en una encuesta entre 3000 personas, se observó que el 39% creía que la FDA solo aprueba medicamentos «extremamente eficaces», y el 25%, que solo aprueba medicamentos sin efectos secundarios graves[45]. Pero esto no es así: los organismos reguladores aprueban muchas veces fármacos que son levemente eficaces, con graves efectos secundarios, por la sola posibilidad de que resulten útiles para alguien, en algún sitio, cuando no existan otras alternativas. Estos medicamentos los utilizan médicos y pacientes como la mejor alternativa secundaria, pero para adoptar decisiones seguras informadas deben conocerse todos los datos.
Habrá quien argumente que comienzan a aparecer grietas en ese secretismo gracias a la legislación sobre farmacovigilancia implantada en Europa en 2012, que supuestamente mejorará la transparencia[46], pero esa legislación es un cajón de sastre, cuando menos. No permite el acceso a los planes de previsión de riesgo, aunque afirma que la EMA debe publicar los programas, las recomendaciones, las opiniones y las actas de los diversos comités científicos, que ahora son totalmente secretos. Solo podremos juzgar este modesto cambio prometido a la vista de cómo se ponga en práctica, si es que lo hace, ya que, como hemos visto, anteriores actuaciones de la EMA no inspiran confianza. Aun dejando a un lado la increíble y aberrante actuación de la EMA en cuanto a las CSR en el caso del orlistat y el rimonabant —que recordarán del capítulo 1—, tampoco olvidemos que desde hace años su cometido es proveer un registro público de ensayos clínicos, lo cual no se ha hecho, y que sigue manteniendo en secreto gran parte de los mismos.
En cualquier caso, la legislación presenta varios fallos graves[47]. La EMA, por ejemplo, es depositaria de una base de datos sobre seguridad de los fármacos, y, sin embargo, la información sigue siendo secreta para los profesionales sanitarios, los científicos y el público en general. Pero lo más sorprendente de esta nueva legislación es su aspecto organizativo.
No faltaron peticiones para la creación de una nueva «agencia de seguridad de medicamentos», que controlase los riesgos después de la salida al mercado de los mismos, como una organización independiente con potestad y personal propios, totalmente al margen de la entidad encargada de autorizar la venta de fármacos[48]. Tal vez parezca una medida organizativa de poca monta, pero de hecho responde a uno de los problemas más lamentables detectado en las actuaciones de las entidades reguladoras en todo el mundo, puesto que, una vez que han autorizado un fármaco, se muestran muchas veces reacias a retirarlo del mercado por si se interpreta como el reconocimiento de un fallo en origen para detectar problemas.
No es hablar por hablar. En 2004, el epidemiólogo de la US Office of Drug Safety que dirigía la revisión del Vioxx declaró lo siguiente ante el Comité de Finanzas del Senado: «Mi experiencia con el Vioxx está en consonancia con el modo en que el CDER [en Centro de la FDA para Evaluación e Investigación de Fármacos] reacciona en general ante casos graves de seguridad en los fármacos […]. La división de nuevos fármacos que en primer lugar autorizó el medicamento, y que lo considera su retoño, resulta por antonomasia el mayor obstáculo para la gestión eficaz de los casos graves de seguridad de los fármacos». Es espeluznante que en 1963, hace medio siglo, un funcionario médico de la FDA, John Nestor, declarase ante el Congreso casi exactamente lo mismo: las decisiones de autorización previas eran «sacrosantas». «No debíamos cuestionarnos las decisiones adoptadas anteriormente», afirmó.
Es un problema universal en la política de gestión de las entidades reguladoras, que tiene su reflejo en las estructuras organizativas: en todo el mundo, los departamentos encargados de controlar la seguridad de fármacos y retirarlos del mercado son mucho más reducidos y tienen menos poder que los departamentos que aprueban los fármacos, lo cual disuade a las instituciones de decretar suspensiones. Como estamos hablando de asuntos de gestión directiva y de estructura organizativa, y tal vez piensen que es una mera aseveración desdeñable, les diré que también es el veredicto al que han llegado todos los estudios serios sobre organismos reguladores[49], desde el Instituto de Medicina[50] pasando por la biografía semioficial de la FDA[51], diversos académicos[52], e incluso los propios empleados de todas esas organizaciones.
Ese es el motivo de que hubiera numerosas peticiones para que Estados Unidos crease una nueva Agencia de Seguridad de Medicamentos, y lo más preocupante es que esos llamamientos hayan sido desoídos. De hecho, se han restablecido los viejos modelos con distintos nombres. El Comité Asesor de Riesgo y Farmacovigilancia de la EMA, que decide si se retira del mercado un medicamento autorizado, continúa dependiendo del Comité de Productos Médicos para Uso Humano, que es el que lo aprueba en primera instancia. Con ello se perpetúan todos los viejos problemas relativos a la dificultad de retirar un fármaco, porque esta medida es de rango inferior al trámite de autorización, y es embarazosa para quienes lo aprobaron.
¿Qué medidas puede adoptar un organismo regulador cuando está claro que hay un problema? En casos muy extremos puede retirar un fármaco del mercado (aunque en Estados Unidos, técnicamente, los fármacos permanecen en el mercado y la FDA recomienda que no se utilicen), pero lo más habitual es que remita un aviso a los médicos a través de una de sus revisiones de puesta al día de fármacos, en una carta tipo «Querido doctor», o que haga algún cambio en las «indicaciones» que acompañan al fármaco (en realidad, un confuso folleto). Estas puestas al día de fármacos se remiten a casi todos los médicos —aunque no acaba de estar claro si todos las leen—, pero lo sorprendente es que cuando un organismo regulador decide notificar a los médicos algún efecto secundario, la empresa farmacéutica puede oponerse y retrasar la documentación meses e incluso años.
En febrero de 2008, por ejemplo, el MHRA publicó un breve artículo en su boletín Drug Safety Update, que leen muy pocos. En aquel artículo se afirmaba que la agencia proyectaba cambiar las indicaciones en las estatinas, un tipo de fármaco que se receta para reducir el colesterol y prevenir infartos, después de haber efectuado una revisión de los datos de diversos ensayos clínicos, informes espontáneos de presuntas reacciones adversas al fármaco y otros aparecidos en la bibliografía médica. «Se va a poner al día la información de los productos de estatinas para reflejar una serie de efectos secundarios y efectos específicos de las estatinas —aseguraba—. Debe advertirse a los pacientes que el tratamiento con cualquier estatina puede ir asociado a veces a depresión, trastornos del sueño, pérdida de memoria y disfunción sexual». La agencia proyectaba igualmente hacer una nueva advertencia —algo muy poco habitual— de que la terapia con estatinas puede ir asociada a enfermedades del intersticio pulmonar, una enfermedad grave.
La decisión de incorporar esos nuevos efectos secundarios al prospecto se adoptó en febrero de 2008, pero hasta noviembre de 2009 no se anunció la implantación de la medida, lo cual supone una demora de casi dos años.
¿Por qué se tardó tanto? El Drugs and Therupeutics Bulletin daría razón del motivo: «Uno de los titulares de MA [Marketing Authorization] (Autorización de comercialización) no estaba de acuerdo con el redactado»[53]. Por tanto, una empresa farmacéutica pudo retrasar veintidós meses la inclusión de recomendaciones de alerta de toda una clase de fármacos prescritos a millones de personas en el Reino Unido porque no estaba de acuerdo con el redactado.
¿Qué beneficios habrían implicado los cambios en el prospecto?
Esta es la conclusión que puede extraerse de la historia. Resulta difícil que médicos y pacientes tengan una imagen clara y actualizada de los riesgos y beneficios de los fármacos —a partir de la fuente que sea—, pero dado que los organismos reguladores tienen un acceso privilegiado a la información, cabría esperar que llevaran a cabo una tarea divulgativa clara de la misma, ya que, por definición, son en este sentido la única fuente de información, sin que haya posibilidades de obtenerla en otra parte: los organismos reguladores son los únicos que tienen acceso a los datos completos.
Los organismos reguladores se deshacen en elogios con los prospectos como vehículos informativos sin parangón, por medio de los cuales médicos y pacientes reciben formación e información, cuando, en realidad, son caóticos y no dan tanta información como aseguran. Se citan en ellos muchas veces ensayos clínicos, pero sin una referencia que permita averiguar más datos, o imaginar a qué ensayo concreto hacen referencia. A veces, los elementos básicos de un ensayo son tan extrañamente distintos en el documento del regulador y en el trabajo publicado que cuesta relacionarlos por más que se intente, pero es que, además, en casi todos los prospectos se reseña una larga lista de centenares de efectos secundarios con poca información en cuanto a su frecuencia general, pese a que la mayoría son poco habituales y, en cualquier caso, ni siquiera están asociados con certeza al fármaco. Un exceso de información, comunicada de modo tan caótico, es tan inútil como la falta de información.
En Estados Unidos, algunos investigadores emprendieron campañas hace más de diez años para que se añadiera a la información densa y confusa que se ofrece a médicos y pacientes en el prospecto una «casilla con datos básicos del medicamento». Esta casilla sería un documento resumen con información cuantitativa clara sobre beneficios y riesgos del medicamento, enfocada según probadas estrategias de comunicación de datos estadísticos a los profanos. Hay pruebas de un ensayo clínico con controles de distribución aleatoria de que a los pacientes que se les entrega una casilla como esta con datos básicos del medicamento aprecian mejor sus beneficios y sus riesgos[54]. La FDA ha dado a entender que lo tendrá en cuenta. Espero que lo haga algún día, y que sea ella la autora de la información.
Ustedes mismos pueden ver la diferencia en la página siguiente, en la que se reproduce la casilla de datos básicos de un somnífero llamado Lunesta.
Es una casilla más breve que el prospecto oficial de la página opuesta, y yo creo que es mucho más informativa, aunque no resuelva todos los problemas de secretismo, ni siquiera los de ser una mala comunicación. Lo que sí demuestra muy claramente es que el organismo regulador ni hace honor a su estatus especial ni lo respeta cuando se trata de evaluar y notificar un riesgo.
SOLUCIONES
Ha quedado claro que se trata de un campo en el que existen problemas graves, tanto en el modo de autorizar los medicamentos como en la manera de supervisar la seguridad de los mismos una vez comercializados. Los medicamentos se autorizan con escasas pruebas de que sean más beneficiosos que otros tratamientos ya existentes, y en ocasiones ni siquiera de que tengan realmente beneficios. La consecuencia de ello es un mercado atiborrado de fármacos que no valen gran cosa, lo cual significa que no se ha logrado recoger mejores pruebas sobre ellos una vez puestos a la venta, pese a que existe el poder legislativo necesario para obligar a las farmacéuticas a realizar mejores ensayos clínicos, y con mayor motivo habiéndolo prometido. En definitiva, los datos sobre efectos secundarios se recogen de un modo un tanto peculiar, a puerta cerrada, en documentos secretos y en los llamados «planes de actuación sobre riesgos» no accesibles —sin ningún motivo explícito— a médicos ni a pacientes. Los resultados de esta supervisión de seguridad se notifican de forma incoherente a través de mecanismos poco informativos y que, por consiguiente, se hacen valer en pocas ocasiones y, en cualquier caso, están sujetos a enormes retrasos impuestos por las farmacéuticas.
Serían tolerables algunos de los problemas señalados considerados de forma aislada, pero sufrirlos todos a la vez crea una situación peligrosa en la que por norma se perjudica a los pacientes dejándolos desinformados. No importaría, por ejemplo, que el mercado estuviera inundado de fármacos de poca utilidad, o peores que los de la competencia, si los médicos y los pacientes lo supieran y pudieran averiguar rápido y fácilmente cuáles son las mejores alternativas para actuar en consecuencia, pero no es posible si los secretistas organismos reguladores no nos facilitan la información existente sobre riesgos y beneficios y si ni siquiera establecen la obligación de presentar datos de ensayos clínicos de buena calidad.