CONSEGUIR LA AUTORIZACIÓN DE UN FÁRMACO
Después de todo el esfuerzo y el gasto necesario para descubrir una nueva molécula y llevar a cabo los ensayos clínicos, no se puede recetar sin obtener la autorización de venta por parte del organismo regulador en el territorio de su jurisdicción. Este es uno de tantos campos de la medicina que ha quedado oculto al escrutinio público debido a la compleja naturaleza del proceso y, en términos generales, ni los médicos entienden claramente el cometido de esos organismos. Un ejemplo ilustrativo de ello se desprende de una encuesta de Ipsos MORI de 2006 que dio como resultado que un 55% de los médicos que trabajaban en hospitales y un 37% de los médicos de medicina general[1] del Reino Unido no habían oído hablar del MHRA, la agencia oficial reguladora de medicamentos[2].
La tarea de un organismo regulador es en principio sencilla: aprobar el fármaco una vez comprobado que los ensayos clínicos demuestran su eficacia; velar por la seguridad una vez que se ha puesto a la venta; notificar eventuales riesgos a los médicos, y retirar del mercado los medicamentos inseguros e ineficaces. Lamentablemente, como veremos, una serie de problemas acosan a los reguladores: presiones por parte de la industria; presiones del gobierno; problemas de financiación; cuestiones de la competencia; conflictos internos de intereses; y, el peor de todos —insisto— la peligrosa obsesión por el secretismo.
PRESIONES SOBRE LOS ORGANISMOS REGULADORES
Los sociólogos de la regulación —tales personas existen, efectivamente— hablan de un concepto que denominan la «captación del regulador», proceso en virtud del cual un organismo regulador oficial acaba promocionando los intereses de la industria al la que supuestamente debe controlar, en detrimento del interés público. Esto ocurre por una serie de razones, muchas de ellas profundamente humanas. Si alguien trabaja en el sector técnico de aprobación de medicamentos o de farmacovigilancia, por ejemplo, ¿con quién puede hablar del trabajo cotidiano? Con un compañero es difícil y resulta pedante, mientras que quienes trabajan en los departamentos de asuntos reguladores de empresas farmacéuticas con los que tiene contacto a diario, son quienes le comprenden y con quien tiene más en común. Las entidades industriales —no necesariamente las empresas farmacéuticas— pueden ofrecer cosas tan intangibles como una amistad y oportunidades de establecer relaciones.
Es así como funciona la captación del regulador, y es un fenómeno del que se ha hablado largo y tendido en la bibliografía académica y que ha recibido no menos atención por parte de quienes buscan influir sobre los reguladores. Un ejemplo sincero y elocuente de cómo interpretan las industrias este proceso lo recoge el libro titulado The Regulation Game: Strategic Use of the Administrative Process [El juego de la regulación: uso estratégico del proceso administrativo]:
Ejercer presión de una manera eficaz requiere un estrecho contacto personal entre quien presiona y los funcionarios. En esa estrategia son cruciales los acontecimientos sociales. El propósito es establecer relaciones personales prolongadas que trasciendan cualquier asunto concreto. Los representantes de la empresa y de la industria deben ser vistos como «personas» por quienes adoptan decisiones en la agencia reguladora, no como simples administrativos de una entidad. A un funcionario de la entidad reguladora que deba adoptar una decisión se le debe inducir a que piense en sus consecuencias en un plano humano. Los funcionarios se mostrarán menos inclinados a perjudicar a las amistades sólidas que a una sociedad anónima. Naturalmente, en el proceso de presión intervienen también importantes factores tácticos […]. La mejor manera de llevarlo a cabo es discernir bien quiénes son los expertos principales en cada terreno relevante y contratarlos como consultores o asesores, o concederles subvenciones de investigación o favores similares. Esta actividad requiere un mínimo de delicadeza que evite un descaro excesivo para que estos expertos no se den cuenta de que han hecho dejadez de su objetividad y libertad de acción. Un programa de esta naturaleza reduce cuanto menos el peligro de que esos expertos puedan atestiguar o escribir algo que vaya en contra de los intereses de las empresas sujetas a regulación[3].
Por otro lado, existe libertad de trasiego de personal entre entidades reguladoras y farmacéuticas; es una puerta giratoria que causa problemas muy difíciles de impedir y de controlar. Los reguladores oficiales no suelen tener un sueldo muy boyante y, tras cierto tiempo de servicio en el MHRA, cualquiera de ellos se da cuenta de que en el departamento de asuntos reguladores de las empresas con las que trata —las «personas» con quienes ha hecho amistad— tienen todas mejores coches, viven en zonas mucho más caras y sus hijos van a mejores colegios, y son gente que, básicamente, hace el mismo trabajo, aunque al otro lado de la barrera. De hecho, por la condición de experto en asuntos internos del organismo regulador, se puede ser de gran utilidad para una empresa farmacéutica, y más siendo un campo en el que la normativa escrita suele ser extensa pero ambigua, y muchos de los trucos para «irse de rositas» son, en definitiva, conocidos por todos[4].
Este trasvase de personal crea otro problema: ¿y si algún empleado de una entidad reguladora, sin abandonar su trabajo, piensa ya sobre su futuro en una farmacéutica? Al fin y al cabo, es posible que se resista a adoptar decisiones que puedan enemistarle con un posible empleador. Se trata de un conflicto de intereses de gran calado para la vigilancia y el control, ya que no existen disposiciones explícitas y es difícilmente previsible saber quién va a marcharse; y tampoco existe la posibilidad de imponer sanciones retrospectivas. Por otra parte, si quienes trabajan en un organismo regulador cambian de comportamiento debido a un vago proyecto de un futuro empleo, no será probablemente pensando en un plan de trabajo concreto, ni en un intercambio concreto de favores, por lo que es difícil detectar pruebas claras de corrupción. Incluso puede ser un proceso apenas consciente y, en cualquier caso, todas las grandes organizaciones son como buques mercantes de contenedores que tardan mucho en cambiar de rumbo. Es más probable que se detecte un cambio de ánimo entre los trabajadores y una lenta y gradual reorientación de prioridades y objetivos implícitos de la organización.
El ejemplo más claro de cómo solventa estos problemas la Agencia Europea de Medicamentos lo representa el caso de su propio director. La EMA regula la industria farmacéutica de toda Europa y ha asumido la responsabilidad de los organismos reguladores de cada país miembro. En diciembre de 2010, Thomas Lonngren abandonó su cargo de director ejecutivo, enviando el 28 de ese mismo mes una carta al consejo de administración de la EMA anunciando que se disponía a aceptar el empleo de asesor privado en la industria farmacéutica en un plazo de cuatro días: el 1 de enero de 2011[5].
En ciertos organismos y en ciertos campos existe una normativa clara para esta situación. En Estados Unidos, por ejemplo, hay que esperar un año al dejar el empleo en el Departamento de Defensa para poder trabajar con un contratista de Defensa. En el caso de la EMA, su presidente contestó al cabo de diez días a Lonngren manifestándole que no había objeción a sus planes[6]. Así de sencillo; sin informarle de ninguna restricción, y lo más sorprendente es que sin siquiera pedir explicaciones sobre qué tipo de trabajo pensaba desempeñar[7]. En su carta, Lonngren señalaba que no existiría conflicto de intereses, y eso les bastó a los responsables del organismo.
Lo que me preocupa en este caso no es Thomas Lonngren, aunque no creo que nadie elogiara su conducta, dado que todos somos —al menos en Europa— sus antiguos empleadores. Lo interesante de la historia es más bien lo que deja al descubierto a propósito de la EMA y su enfoque desenfadado de esa clase de problemas. Un hombre cuyo cargo anterior era supervisar la autorización de medicamentos, aconseja ahora a empresas farmacéuticas sobre el modo de lograr que les autoricen los medicamentos, habiendo notificado sus planes a la EMA solo con cuatro días de anticipación, entre Navidades y Año Nuevo, sin que nadie en la organización plantee objeción alguna, pese a que es un caso flagrante de conflicto de intereses. En realidad, no es un hecho aislado: el Observatorio Europeo de Sociedades Anónimas emitió recientemente un informe con quince casos similares de altos funcionarios de la UE que cruzaron la puerta giratoria entre el gobierno y la industria[8].
Pero no son los empleados de organismos reguladores los únicos que incurren en conflictos de intereses (un concepto sobre el que profundizaré en el capítulo 6). Muchos de los portavoces de pacientes con asiento en el consejo de administración de la EMA, incluidos dos de la directiva, provienen de organizaciones muy subvencionadas por la industria farmacéutica. Y ello pese al reglamento de la EMA que estipula que «los miembros de la Directiva […] no tendrán en la industria farmacéutica intereses ni económicos ni de otra clase que puedan afectar a su imparcialidad».
El mismo problema existe entre los científicos y los expertos médicos que asesoran a las entidades oficiales y que forman parte de sus consejos de administración. En Estados Unidos, en la reunión de la FDA sobre gestión de analgésicos COX-2 como el Vioxx, a diez de entre treinta y dos miembros les era imputable algún conflicto de intereses, y nueve de ellos votaron a favor de mantener en el mercado esta clase de fármacos, en comparación con la proporción de 60/40 en el resto del comité. Una investigación centrada en las largas series de votaciones de la FDA arrojaba el resultado de que existe levemente mayor probabilidad de que los expertos voten a favor de los intereses de una empresa si tienen con ella vínculos económicos[9].
Son incontables las historias sobre conflictos de intereses en la FDA, donde decisiones reguladoras se han visto distorsionadas por presiones políticas. No me parecen muy relevantes estas historias (aunque me alegra que otros las documenten), porque suelen ser más comedia que ciencia, pero no cabe duda de que constituyen un problema[10], y que no es nada nuevo. En la década de 1950, el senador estadounidense Estes Kefauver dirigió una serie de comparecencias sobre actividades de la FDA, y señaló que era frecuente la autorización de fármacos pese a no presentar ninguna innovación beneficiosa. Kefauver, aparte de otros cambios, recomendaba que tras la obtención de la licencia, los fármacos fueran sometidos a rigurosas revisiones para renovarla una vez puestos a la venta, pero encontró la oposición de los funcionarios de la FDA, mientras que los funcionarios médicos se quejaron de una influencia generalizada de la industria. Una posible explicación de esta extraña situación son los pagos que se descubrieron: el jefe de una sección había recibido 287 000 dólares de empresas farmacéuticas, lo cual equivaldría actualmente a más de 2 millones[11].
Hoy en día aún se puede detectar un ambiente de prioridades tergiversadas en encuestas anónimas entre empleados de los organismos reguladores, aunque la influencia parece más de índole política que económica. La denominada —muy acertadamente— Union of Concerned Scientists llevó a cabo hace poco una encuesta entre 1000 científicos empleados en la FDA y halló que un 61% afirmaba conocer casos en que «en el Departamento de Sanidad y Servicios Humanos de la FDA, cargos nombrados políticamente, habían entorpecido indebidamente decisiones de actuación de la FDA». Una quinta parte de ellos declaró que les «habían pedido que en un documento científico de la FDA, y sin razones científicas, excluyeran o alteraran información técnica en sus conclusiones». Solo el 47% pensaba que la FDA «facilita al público información completa y exacta»[12]. Si al lector le preocupa el hecho de que un «think tank» organice encuestas, sepa que el Departamento de Sanidad y Servicios Humanos de Estados Unidos llevó a cabo otra encuesta dos años antes, en la que también una quinta parte de los encuestados declaró haber sufrido presiones para autorizar un fármaco a pesar de sus reservas respecto a la eficacia y seguridad del mismo[13].
Contamos también con testimonios internos de la organización. Durante la retirada del mercado del Vioxx, la FDA adoptó varias decisiones cuestionables. Posteriormente, David Graham, subdirector de Ciencia y Medicina en el negociado de Seguridad de Fármacos, declaró ante el Comité financiero del Senado: «La FDA se ha convertido en un agente de la industria. He asistido a numerosas reuniones internas, y en cuanto una empresa dice que no va a cumplir algo, la FDA da marcha atrás». Graham dice refiriéndose a la industria: «Nuestros colegas de la industria».
Se han apuntado diversas sugerencias a lo largo de los años sobre la manera de hacer frente a este problema de expertos reguladores con vínculos con la industria. Una solución, naturalmente, es excluirlos radicalmente del proceso de toma de decisiones, pero esto plantea nuevos problemas si tan difícil es encontrar profesionales que no tengan vínculos. Y no es porque los académicos sean corruptos y codiciosos, sino porque hace ya más de dos décadas que los gobiernos en todo el mundo han fomentado activamente una estrecha colaboración entre las gerencias universitarias y la industria, con el convencimiento de que ello estimulará la innovación y reducirá costes en el sector público. Dada la creación deliberada de tal pauta, ahora sería contradictorio considerar seriamente poder impedir que nuestros mejores académicos den su opinión en asuntos sobre eficacia y seguridad. La cuestión estriba, pues, en cómo controlar e impedir los conflictos de intereses que se plantean.
Otra sugerencia es la transparencia en las votaciones y en los miembros que componen dichos paneles. En este aspecto, la FDA va muy por delante de la EMA, donde desde su creación, miembros, votos y comentarios son secretos, si bien el año pasado hubo ciertas promesas de mayor transparencia (quizás hayan aprendido por lo que han leído anteriormente a no tener en cuenta, en principio, las promesas de la EMA, y a esperar acontecimientos). Vale la pena señalar que aunque no creo que vayan a cambiar las ideas de nadie sobre la transparencia, hay una explicación acerca de esas reuniones secretas en las que no se puede atribuir ningún comentario a nadie: la gente es más sincera en sus declaraciones oficiosas: «No debería decirle esto —puede declarar un profesor en una sala llena de personas en las que tiene confianza—, pero todo el mundo sabe en MGB que ese medicamento es una porquería y que el último ensayo no notificado tampoco es muy halagüeño».
Hay otros intríngulis que hacen que los reguladores se sientan —tal vez— desorientados en cuanto a quién deben ser leales. Hasta 2010, por ejemplo, la EMA tenía un asiento en el Directorio de la Comisión Europea de Empresas e Industria, pero no en el de Sanidad; circunstancia que les hará pensar que la supervisión política estaba orientada más bien hacia los beneficios económicos de una relación amistosa con la industria farmacéutica, que ingresa 600 000 millones, que hacia los intereses de los pacientes[14].
Tanto en Estados Unidos como en la Unión Europea, los organismos reguladores están casi exclusivamente subvencionados por la industria farmacéutica por medio de los pagos impuestos por los requisitos reguladores. Hasta hace unos años, cuando la autorización estaba centralizada en la EMA, esto era causa de particular inquietud en Europa, porque las farmacéuticas podían elegir país para solicitar la licencia, lo cual casi degeneraba en competición. La impresión general que da este modelo de financiación es que las empresas son los clientes, pero no solo porque extiendan el cheque, sino porque el cambio de financiación se instauró concretamente para mejorar el plazo de las autorizaciones a la industria.
AUTORIZACIÓN DE UN FÁRMACO
¿Qué es lo que los organismos reguladores entienden por «eficaz» cuando valoran los efectos beneficiosos de un nuevo medicamento? Los pormenores relativos a cada fármaco suelen ser cuestión de negociaciones ad hoc, y en las oscuras artes de obtener la licencia de un fármaco, los conocimientos internos y el boca a oído son muchas veces tan útiles como conocer las reglas: la investigación ha demostrado, por ejemplo, que las solicitudes de las grandes compañías, con mayor experiencia en el proceso regulador, reciben aprobación antes que las de empresas más pequeñas. Pero, en general, una empresa debe contar con tener que presentar dos o tres ensayos clínicos, con mil o más participantes, para demostrar que el fármaco es eficaz.
Aquí es donde empiezan las ambigüedades. Aunque el criterio del ensayo clínico con grupo de control de distribución aleatoria no debería llamar a engaño, en realidad entran en juego toda una serie de tergiversaciones, tanto en las comparaciones que se establecen como en los resultados que se valoran como favorables. Para mí, el interrogante de «¿Qué es lo que funciona?» es el planteamiento práctico básico que deben hacerse los pacientes, y la respuesta es sencilla. Los pacientes quieren saber cuál es el mejor tratamiento para su enfermedad.
La única manera de contestar esa pregunta cuando se pone a la venta un nuevo fármaco es compararlo con el mejor fármaco existente para el mismo tratamiento. Pero no es eso lo que exigen las entidades reguladoras para autorizar la comercialización de un nuevo medicamento. Muchas veces, aun cuando existan tratamientos eficaces, los reguladores se contentan con que una empresa demuestre simplemente que su fármaco es mejor que nada —o, mejor dicho, que es mejor que una píldora placebo sin ningún principio activo—, y la industria acepta alegremente ese listón tan bajo.
«MEJOR QUE NADA»
Este planteamiento suscita graves problemas, y el primero es de índole ética. No hay duda de que es un error hacer un ensayo con pacientes en el que a la mitad se les da un placebo cuando existe otro medicamento que es eficaz, porque con ello se priva al 50% de esos pacientes del tratamiento adecuado para su enfermedad. Recuerden que estos voluntarios no son realmente voluntarios sanos que prestan su cuerpo a cambio de un estímulo económico, sino pacientes reales, muchas veces con afecciones graves, que esperan un tratamiento y que se exponen a ciertos inconvenientes (con la confianza de que no sea más que eso) por mor del progreso de los conocimientos médicos y para beneficio de futuros enfermos.
Pero es que, además, silos pacientes participan en un ensayo en el que se emplea un placebo en lugar de un tratamiento eficaz ya disponible, se les causa un doble perjuicio porque lo más probable es que el objetivo de ese ensayo clínico en que participan no sea dar respuesta a una cuestión clínica importante y relevante en la práctica médica. Médicos y pacientes no tienen interés en saber si un nuevo fármaco es mejor que nada, salvo a título de curiosidad abstracta e irrelevante para la ciencia, y lo que interesa es la cuestión práctica de si el fármaco es mejor que la alternativa al uso; y cuando se aprueba un fármaco, lo menos que cabría esperar es que se llevaran a cabo ensayos que dieran respuesta a esa pregunta.
Pero no es eso lo que sucede. En un trabajo de 2011 se examinaron las pruebas que fundamentaban la autorización de cada uno de los 197 medicamentos aprobados por la FDA entre 2000 y 2010[15], y solo el 70% de los datos reflejaron que eran mejor que otros tratamientos (y eso sin contar fármacos para enfermedades en las que no existía tratamiento). En un tercio de ellos no existía ninguna prueba de que fueran mejores comparándolos con el mejor de los tratamientos disponibles, pese a que eso es lo único que realmente importa a los pacientes.
Como hemos visto, la Declaración de Helsinki da mucha importancia a que no se exponga a los pacientes a peligros innecesarios en los ensayos clínicos, y comenzó a dar importancia al mal uso de placebos en una enmienda del año 2000 que sostiene que el empleo de una pastilla placebo únicamente es aceptable si
existen motivos imponderables y metodológicos científicamente probados de que es necesario [el placebo] para determinar la eficacia y la seguridad de una intervención, y los pacientes a quienes se administra el placebo […] no se encuentren sujetos a riesgo de daño grave e irreversible. Se extremarán las medidas para evitar la trasgresión de este requisito.
Tal vez les interese saber que esta enmienda marcó el inicio del proceso en virtud del cual la FDA se distanció de la Declaración de Helsinki como fuente principal de directrices reguladoras, particularmente en ensayos clínicos realizados fuera de Estados Unidos (como señalamos anteriormente en los párrafos relativos a las CRO)[16].
Este mismo problema aberrante de la comparación inadecuada se da en la UE[17], donde para obtener una licencia de comercialización de un fármaco, la EMA no exige demostrar que supera en beneficios al mejor tratamiento existente, pese a que ese tratamiento sea universal; basta con demostrar que es mejor que nada. En un estudio de 2007, se observó que solo la mitad de los fármacos aprobados entre 1999 y 2005 se habían contrastado con otros tratamientos en el momento de recibir la autorización de venta (y, vergonzosamente, solo se publicó un tercio de los ensayos clínicos, públicamente accesibles a médicos y pacientes)[18].
Muchos investigadores han argumentado que este problema de «¿Mejor que qué?» debería ser explicado de la manera más entendedora posible, idealmente en el prospecto que se incluye con el medicamento, ya que es el único elemento de la comercialización e información sobre el cual los reguladores ejercen un control claro y terminante. En un reciente estudio se sugería una frase sencilla y clara: «Aunque se ha demostrado que este fármaco reduce la tensión mejor que un placebo, no se ha demostrado que sea más eficaz que otros de su misma clase»[19]. Nadie ha hecho caso.
REFERENTES SECUNDARIOS
Los controles con placebo en los ensayos clínicos que se llevan a cabo para obtener la licencia de venta no son el único problema. Muchas veces se autoriza un fármaco pese a haberse demostrado que no sirve de nada en situaciones del mundo real, como son infartos o defunciones, y esto se hace porque simplemente se ha demostrado un beneficio en «referentes secundarios», como, por ejemplo, un análisis de sangre, que solo está ligera o teóricamente asociado a la auténtica dolencia y a la muerte que se pretende evitar.
Lo entenderán mejor con un ejemplo. Las estatinas son medicamentos que reducen el colesterol, pero no se administran para modificar los índices de colesterol de los análisis de sangre, sino para reducir el riesgo de infarto de miocardio, o de muerte. Los ataques cardíacos y las defunciones son las consecuencias reales que nos interesan, y el colesterol es un referente secundario, una manifestación del proceso, algo que creemos asociado a la consecuencia real, pero que puede no estarlo en absoluto, o no tanto, quizá.
Muchas veces es razonable guiarse por un referente secundario, no como indicador único, pero sí al menos como indicador de alguna manifestación. La gente tarda en morir (es uno de los grandes problemas de la investigación, si me lo perdonan), por lo que si se desea una reacción rápida, no se puede estar a la espera de que se produzca el infarto y la muerte. En tales circunstancias, un referente secundario, como es un análisis de sangre, resulta un parámetro provisional razonable. Pero habrá que hacer un seguimiento a largo plazo en determinadas fases para averiguar si la sospecha en relación con el referente secundario era correcta. Lamentablemente, los incentivos para las empresas —que son con gran diferencia las que subvencionan la investigación— se centran exclusivamente en la mayor ganancia a corto plazo, para sacar a la venta el fármaco lo antes posible o para obtener resultados antes de que expire la patente del mismo y los derechos de propiedad.
Este es el principal problema para los pacientes, porque los beneficios sobre referentes secundarios no se traducen muchas veces en beneficios para la vida real. De hecho, la historia de la medicina está llena de ejemplos en que ocurre todo lo contrario.
Probablemente el caso más dramático y famoso es el del ensayo de supresión de las arritmias cardiacas (CAST, por sus siglas en inglés), en el que se estudiaron tres fármacos antiarrítmicos para ver si prevenían la muerte súbita en pacientes con un elevado riesgo por padecer un ritmo cardíaco anormal[20]. Los fármacos prevenían esas arritmias, y todos pensaban que eran estupendos. Se aprobó su venta para evitar muertes súbitas en pacientes con ritmos cardíacos anormales y los médicos no tuvieron reparo en recetarlos. Pero las inquietudes surgieron al realizarse un ensayo específico para medir las muertes, porque los fármacos incrementaban el riesgo de muerte de tal modo que hubo que poner fin al ensayo antes de lo previsto. Se había estado prescribiendo alegremente pastillas que mataban a la gente (se calcula que murieron más de 100 000 personas).
Aun en el caso de que no incrementen activamente el riesgo de muerte, hay ocasiones en que los fármacos que dan buen resultado incidiendo en los referentes secundarios no sirven para nada en las consecuencias reales que más nos interesan. La doxazosina es un fármaco caro indicado para la hipertensión que funciona notablemente bien en la reducción de la hipertensión registrada en clínica —casi tan bien como la clortalidona, un fármaco anticuado cuya patente expiró hace años—. Finalmente, se llevó a cabo un ensayo (con subvención oficial, dado que ninguna empresa mostraba interés económico) para comparar los dos fármacos en situaciones reales como un infarto de miocardio. El ensayo tuvo que interrumpirse porque los pacientes medicados con doxazosina reaccionaban mucho peor[21]. El fabricante de la doxazosina, Pfizer, montó una extraordinaria campaña publicitaria y el empleo del medicamento apenas se modificó[22]. Ya hablaré de esta campaña.
Hay ejemplos sin fin de fármacos en los que la única prueba de su efecto son referentes secundarios. Si un paciente padece diabetes, la principal preocupación es la muerte, y los horribles trastornos en pies, riñones, ojos, etc., y prestaremos mucha más atención al nivel de azúcar en sangre y al peso, porque son referentes útiles para saber si la diabetes está controlada, pero son inmateriales comparados con el interrogante básico: ¿Me reducirá este fármaco el riesgo de muerte? En la actualidad están a la venta todo tipo de fármacos antidiabéticos. Los fármacos «tipo glucagón de fijación al receptor peptídico-1», por ejemplo, resultan muy atractivos para muchos médicos. Si consultan la última revisión sistemática sobre sus beneficios, publicada en diciembre de 2011 (la tengo precisamente abierta delante de mí, pero podría haber mencionado cualquier otro fármaco), verán que reducen el azúcar en sangre, la hipertensión y el colesterol, lo cual es genial[23], pero nadie comprobó si realmente impide las defunciones, que es lo que realmente interesa a las personas que los toman.
Lo mismo es aplicable a los efectos secundarios. El Deporovera es un anticonceptivo razonablemente bueno, pero hay cierta sospecha sobre si causa mayor vulnerabilidad a las fracturas. La investigación al respecto atañe más a la densidad mineral ósea que a las propias fracturas[24].
En el momento de solicitar la licencia de venta de un fármaco, los organismos reguladores suelen permitir que al fabricante le baste aportar pruebas de eficacia exclusivamente sobre referentes secundarios. Para la «autorización acelerada» en fármacos innovadores de una nueva clase, o para el tratamiento de una enfermedad en la que no existe ninguno, no se exige más que un referente secundario apenas validado, lo que significa que ha habido poca investigación respecto a su relación con los resultados sobre la enfermedad en el mundo real. Para situarnos, vale la pena recordar que los ejemplos anteriores, que dieron lugar a engaño, eran producto de referentes secundarios considerados como «bien validados». Esto no tendría mayor importancia si la salida al mercado no fuese más que el principio de la historia, el pistoletazo de salida previo a una prudente prescripción, en el marco de un control más amplio de sus consecuencias en el mundo real. Lamentablemente, como vamos a ver, no es así.
AUTORIZACIÓN ACELERADA
Reunir y evaluar pruebas de un ensayo requiere mucho tiempo, pero los organismos reguladores tienen que equilibrar varias fuerzas opuestas. Los médicos atentos a la salud pública muchas veces se esfuerzan por asegurarse de que la prueba de un nuevo producto sea la mejor posible, en parte porque muchos fármacos nuevos son escasamente útiles en comparación con los ya existentes, pero también porque en la fase previa a la autorización es en la que hay mayor probabilidad de exigir a una empresa farmacéutica que cumpla los requisitos de investigación.
Las farmacéuticas, por su parte, desean lanzar al mercado el fármaco lo antes posible y con el menor gasto, y no es por simple impaciencia por los ingresos, sino por el temor a perder esos ingresos, ya que el tiempo de expiración de la patente comienza a contar incluso antes de que empiece el proceso de aprobación. Ese intenso incentivo comercial se transmite como un reflejo muscular a los gobiernos, quienes presionan a los organismos reguladores para que activen la autorización y muchas veces sopesan la rapidez de aprobación como el principal cometido del regulador.
Esto puede acarrear consecuencias preocupantes, que pueden inducir a pensar que la calidad de las pruebas no es el único factor inherente a la aprobación de un fármaco. Durante muchas décadas, por ejemplo, la actuación de la FDA se medía en función del número de fármacos que era capaz de autorizar en un año[25]. El hecho produjo un fenómeno conocido como el «efecto de diciembre», en virtud del cual gran número de las aprobaciones anuales se aceleraban frenéticamente en las semanas anteriores a Navidad. Por el gráfico de la proporción de autorizaciones en diciembre a lo largo de treinta años (véase la página siguiente, Carpenter, 2010) vemos la magnitud de este efecto, y podemos situar el comienzo de una instancia más dinámica a favor de la industria durante la presidencia de Ronald Reagan (1981-1989). Si se distribuyeran uniformemente las autorizaciones a lo largo del año, cabría calcular un 8% al mes, pero en los últimos años de la década de 1980, la proporción de diciembre aumentó más de la mitad, y cuesta creer que se hiciera cuando las evaluaciones estaban completadas.
Este tipo de presiones se observa igualmente en el plazo que transcurre para la aprobación de un medicamento, que se va reduciendo en todo el mundo. En Estados Unidos, se ha reducido a la mitad desde 1993, comparándolo con reducciones anteriores; y en el Reino Unido, la reducción fue aún más espectacular, de 154 días laborables en 1989 a 44 días diez años más tarde.
Sería un error pensar que las farmacéuticas son las únicas empresas que presionan para que se aceleren las autorizaciones rápidas, pues también los pacientes piensan que se les impide el acceso a los fármacos, y más si su situación es desesperada. De hecho, en las décadas de 1980 y 1990 la presión pública clave para autorizaciones más rápidas fue producto de una alianza entre las farmacéuticas y activistas del sida, como los de la organización ACT UP.
En aquella época, el VIH y el sida surgieron de la nada y jóvenes gais sanos enfermaban y morían en cifras aterradoras sin que hubiera ningún tratamiento. Nos da igual —aseguraban— que los fármacos cuya eficacia está en fase de investigación nos maten; los queremos porque de todos modos estamos muriéndonos. Perder un par de meses de vida porque un fármaco sin licencia resultara peligroso no era nada comparado con la esperanza de un plazo de vida normal. La comunidad VIH-positiva ejemplificaba en su máxima expresión las auténticas motivaciones que impulsan a la gente a participar en los ensayos clínicos y se mostraba decidida a exponerse a un riesgo elevado con la esperanza de que en el futuro se descubrieran mejores tratamientos para ellos y para otros como ellos. Con este fin, cortaron el tráfico en Wall Street, se manifestaron ante la sede de la FDA en Rockville, Maryland, y llevaron a cabo una interminable campaña reclamando plazos de autorización más rápidos.