Los investigadores presentaron la solicitud a la EMA, quien contestó que la aprobación de los fármacos se había hecho en la época en que las autorizaciones de venta se concedían por países y no centralizadas en la EMA, que esas autorizaciones «se repetían» después en los demás países; la MHRA, entidad reguladora del Reino Unido, guardaba la información solicitada y que les instaba a que pidieran allí copia de la misma. Los investigadores, obedientemente, escribieron a la MHRA solicitando los informes de un medicamento llamado fluoxetina y aguardaron pacientemente. Al final les llegó la respuesta: la MHRA contestaba que habría tenido mucho gusto en remitir la información, pero había un problema: los documentos habían sido destruidos[71].

Y explicaban que esto se hacía en cumplimiento de su política de conservación de documentos en virtud de la cual solo guardaban en archivo los documentos de particular interés científico, histórico o político, y que lo solicitado no reunía esa condición. Hagamos una pausa para examinar los criterios. Los antidepresivos SSRI han protagonizado numerosos escándalos a causa de datos ocultos, y no habría que decir nada más; pero retomando lo dicho al principio del capítulo, recordaremos que uno de ellos —la paroxetina— estuvo envuelto en una investigación de cuatro años sin precedentes para determinar si existía culpabilidad delictiva por parte de GSK. Esta investigación en concreto fue la mayor realizada por la MHRA sobre seguridad de un medicamento y es, de hecho, la mayor investigación emprendida en la historia de la MHRA. Aparte de ello, los informes originales sobre los ensayos contienen importantes datos cruciales sobre seguridad y eficacia; pero eso no impidió que la MHRA considerara que no presentaban suficiente interés científico, histórico o político para destruirlos.

Las conclusiones se las dejo a ustedes[72].

¿HASTA DÓNDE HEMOS LLEGADO?

La epopeya de los datos que faltan es larga y compleja y lo que implica es que se ha sometido a riesgos innecesarios a pacientes de todo el mundo y que ciertos protagonistas de relieve nos han defraudado descaradamente. Como casi hemos llegado al final, es un buen momento para recopilar cuanto hemos tratado hasta aquí.

Los ensayos clínicos son una práctica habitual, pero después no se publican, con lo que se priva de ellos a médicos y pacientes. Solo llegan a publicarse la mitad de los ensayos, y los que arrojan resultados negativos tienen el doble de probabilidades de desaparecer frente a los que arrojan resultados favorables. Esto quiere decir que, en medicina, la evidencia que sirve de fundamento a las decisiones sobre fármacos sufre un sesgo sistemático tendente a la exageración de los beneficios en los tratamientos que aplicamos. Como no hay manera de subsanar este escamoteo de datos, no podemos conocer los auténticos beneficios y riesgos de los medicamentos que recetan los médicos.

Esto es una mala práctica en investigación, que se produce a escala internacional, y que, a pesar de estar reconocida universalmente, nadie se molesta en solucionar:

¿Q HACER AL RESPECTO?

Les pido paciencia porque a continuación vamos a ver horrores de mayor envergadura.

INTENTAR OBTENER DATOS SOBRE ENSAYOS DE LAS FARMACEUTICAS: LA HISTORIA DEL TAMIFLU

El gasto mundial de los gobiernos para almacenar el fármaco llamado Tamiflu asciende a miles de millones de libras. Solo el Reino Unido desembolsaría cientos de millones de libras —la cifra exacta aún no está clara— y hasta la fecha se han comprado pastillas de sobra para tratar al 80% de la población si se produjera un brote de gripe. Siento enormemente si algunos de ustedes padecen la gripe, porque es horrible estar enfermo, pero todo ese dinero no se ha gastado para reducir unas horas la duración de los síntomas que sufran en el caso de una pandemia (aunque con el Tamiflu se consigue bastante bien); esa suma se ha gastado para reducir la tasa de «complicaciones», eufemismo médico referido a la neumonía y las defunciones.

No faltan quienes creen que el Tamiflu servirá para ello. El Departamento de Salud y Servicios Sociales de Estados Unidos afirmó que salvaría vidas y reduciría ingresos hospitalarios; la Agencia Europea de Medicamentos aseguró que reduciría las «complicaciones»; la entidad australiana reguladora de medicamentos dijo lo mismo. En la página web de Roche las complicaciones se reducen en un 67%[73]. Pero ¿qué evidencia hay de que el Tamiflu reduzca realmente las complicaciones? En preguntas de este tenor se centra el trabajo básico de Cochrane Collaboration, que, como recordarán, es la extensa e independiente organización de académicos sin ánimo de lucro dedicada a la elaboración anual de centenares de revisiones sistemáticas sobre importantes temas médicos. En 2009 surgió el temor de una posible pandemia de gripe y se gastaron sumas ingentes de dinero en Tamiflu. Por tal motivo, los gobiernos del Reino Unido y de Australia solicitaron específicamente al grupo de Enfermedades Respiratorias de Cochrane la puesta al día de sus anteriores revisiones sobre el medicamento.

Cochrane somete sus revisiones a constantes ciclos de puesta al día porque cambia la evidencia a medida que se publican nuevos ensayos clínicos sobre medicamentos. La tarea habría debido ser una de tantas: de la anterior revisión, en 2008, se desprendían ciertas evidencias de que el Tamiflu reducía eficazmente la tasa de complicaciones. Pero un comentario de un pediatra japonés llamado Keiji Hayashi desencadenaría una revolución en la comprensión de cómo debe funcionar la evidencia en medicina. Hayashi no recurrió a una publicación ni escribió una carta, sino que se limitó a colgarlo en la revisión sobre el Tamiflu accesible en el portal de Cochrane.

Decía en su comentario que Cochrane había resumido los datos de todos los ensayos, pero que la conclusión positiva se originaba realmente en datos de un único trabajo de los citados, un metaanálisis financiado por la industria y dirigido por un autor llamado Kaiser. Este, «el informe Kaiser», resumía los hallazgos de ensayos anteriores, pero de esos diez ensayos, solo dos se habían publicado en la bibliografía científica, y en los otros ocho, la única información de Cochrane procedía del breve resumen de aquella fuente secundaria de la industria, por tanto, era suficientemente fiable.

Por si no les ha resultado evidente, añadiré que esto es ciencia en estado puro. La revisión de Cochrane es accesible online, y explica con transparencia los métodos utilizados para localizar los ensayos y analizarlos, de manera que cualquier lector informado pueda desglosar la información y entender de dónde proceden las conclusiones. Cochrane facilita a los lectores la posibilidad de plantear críticas y, lo que es fundamental, las críticas no caen en saco roto. Tom Jefferson, jefe del Grupo de Enfermedades Respiratorias de Cochrane y principal autor de la revisión de 2008, comprendió de inmediato que había cometido un error al aceptar a ciegas los datos de Kaiser. Lo admitió sin aducir excusas, poniéndose manos a la obra para recopilar información de un modo diligente y tenaz, iniciando con ello una batalla de tres años que aún no ha concluido pero que ha arrojado mucha luz sobre la necesidad de que los investigadores tengan acceso a los informes sobre ensayos clínicos en la medida de lo posible.

Los investigadores de Cochrane se dirigieron primero por escrito a los autores del informe Kaiser pidiendo más información, y recibieron la respuesta de que el equipo no disponía ya de los archivos y que se pusieran en contacto con Roche, fabricante del Tamiflu. Naturalmente, escribieron a Roche pidiendo los datos.

Y ahí comenzaron los problemas, Roche contestó que les entregaría algunos datos a condición de que firmasen un acuerdo confidencial, una condición inadmisible para cualquier científico que se precie, porque le impide realizar una revisión sistemática con un razonable nivel de claridad y transparencia. Pero es que, además, el contrato que les proponían suscitaba también graves reparos éticos en cuanto que obligaba al equipo de Cochrane a ocultar información al lector merced a una cláusula que estipulaba que, en virtud de la firma del contrato, los revisores no podían desvelar los términos del acuerdo secreto, prohibiéndoseles, además, declarar en público su existencia. Lo que exigía Roche era un contrato secreto, con condiciones secretas que exigían secreto sobre los ensayos en un debate sobre la eficacia y seguridad de un fármaco que había sido administrado a miles de personas en todo el mundo. Jefferson pidió aclaraciones sin obtener respuesta.

A continuación, en octubre de 2009, la empresa cambió de rumbo y dijo que estaba dispuesta a entregar los datos, pero que se daba la circunstancia de que otro equipo estaba realizando un nuevo metaanálisis, y, por haber cedido los informes sobre los ensayos, no se los podía facilitar. No era más que una simple incongruencia, dado que no hay motivo que impida que diversos grupos trabajen simultáneamente en una misma tarea. De hecho, lo cierto es todo lo contrario: la repetición es la piedra angular de la ciencia. La excusa de Roche no tenía sentido y Jefferson pidió explicaciones que nunca recibió.

Poco después, al cabo de una semana, sin previo aviso, Roche remitió siete breves documentos de unas doce páginas, con resúmenes de documentos internos de la empresa sobre cada uno de los ensayos clínicos del metaanálisis de Kaiser. Era algo, pero el contenido no alcanzaba el nivel de auténtica información de la que Cochrane pudiera colegir los beneficios o la tasa de episodios adversos ni entender plenamente los métodos seguidos en los ensayos.

Por otra parte, no tardó en evidenciarse que había extrañas incoherencias en la información sobre el medicamento. Se observaba, en primer lugar, una notable discrepancia en las conclusiones generales a que habían llegado quienes al parecer tuvieron acceso a distintos datos. La FDA opinaba que no aportaba beneficios en las complicaciones, mientras que los Centros para Control y Prevención de Enfermedades (encargadas de la salud pública en Estados Unidos, cuyo personal viste el uniforme de la Marina en honor a su historial en los puertos), decía que reducía las complicaciones, y la EMA señalaba que existía cierto beneficio. En un mundo lógico, estas tres organizaciones habrían debido manifestar opiniones semejantes por haber tenido acceso a una misma fuente de información.

En los portales de Roche también aparecían afirmaciones discrepantes en distintos ámbitos de competencia, según lo que hubiera afirmado la entidad reguladora en distintas localidades. Quizá sea ingenuo esperar coherencia en una empresa farmacéutica, pero a juzgar por esta y otras historias queda claro que el criterio que guía las declaraciones de la industria es la máxima posibilidad de salirse con la suya en diversos ámbitos más que ajustarse a una revisión coherente de las evidencias científicas.

Presos de la curiosidad, los investigadores de Cochrane comenzaron a detectar extrañas discrepancias en distintos bancos de datos sobre frecuencia de episodios adversos. El banco de datos globales sobre seguridad de Roche contenía 2466 episodios neurosiquiátricos adversos, de los cuales 562 aparecían calificados de «graves», mientras el banco de datos de la FDA para ese mismo período no contenía más que 1805 episodios adversos. Las reglas sobre lo que se debe notificar, a quién y dónde, varían, pero aun teniéndolo en cuenta, resultaba extraño.

En cualquier caso, como Roche negaba el acceso a la información necesaria para realizar una revisión como es debido, el equipo de Cochrane llegó a la conclusión de que tendría que excluir de su análisis los datos no publicados en el informe Kaiser al no poder verificar los pormenores siguiendo el método normal. No se pueden adoptar decisiones de tratamiento o de compra basadas en ensayos en que no estén claros los métodos y resultados, porque el «muerto» suele estar en algún dato, como veremos en el capítulo 4 sobre «malos ensayos», y no podemos confiar a ciegas en que cada estudio particular sea un test imparcial del tratamiento.

Este requisito es particularmente importante en el caso del Tamiflu, porque hay buenas razones para pensar que esos ensayos no siguieron la regla de oro, y que, como mínimo, los recuentos publicados eran incompletos. Examinándolos con detalle, los pacientes participantes, por ejemplo, eran muy poco representativos, hasta el punto de que los resultados no sean tal vez muy relevantes para pacientes griposos corrientes. En los informes publicados, se describe a los participantes en los ensayos como clásicos pacientes griposos que padecen los síntomas normales de la gripe, tos, fatiga, etc. En la práctica habitual no se realizan análisis de sangre a pacientes con gripe,

y cuando se hacen como medida preventiva —aun en pleno auge de la temporada gripal— se verifica que aproximadamente solo uno de cada tres afectados por la gripe está realmente infectado por el virus gripal, y en gran parte del año solo uno de cada ocho presenta el virus. (El resto está enfermo de otra afección, quizá por efecto de un simple virus de resfriado).

Dos tercios de los participantes en los ensayos resumidos en el informe Kaiser dieron positivo al test de la gripe. Se trata de una tasa extrañamente alta, y significa que los beneficios del fármaco resultarían exagerados porque se ensaya en pacientes ideales, los más proclives a mejorar por efecto de un medicamento que ataca selectivamente al virus de la gripe. En la práctica habitual, que es el terreno en que van a aplicarse los resultados de las pruebas, el médico receta el fármaco a pacientes reales diagnosticados con «enfermedad semejante a la gripe», que es lo único que puede hacerse en medicina clínica desde un punto de vista realista, ya que entre estos pacientes reales habrá muchos que no tengan realmente ningún influenzavirus. Esto significa que en el mundo real los beneficios que ejerza el Tamiflu sobre la gripe se diluirán y que se expone a los efectos del fármaco a un gran número de personas que en realidad no presentan el virus en su organismo, lo cual, a su vez, significa que es probable que los efectos secundarios aumenten en importancia, comparados con los beneficios. Por tal motivo hay que esforzarse por estar seguros de que todos los ensayos se llevan a cabo en pacientes típicos, de la práctica cotidiana, porque de no serlo, los resultados no son relevantes para el mundo real.

Cochrane publicó su revisión en 2009 prescindiendo de los datos del informe Kaiser, junto con material explicativo de por qué se habían excluido los resultados del mismo, a lo cual siguió un cierto frenesí de actividad. Roche colgó en la red los breves resúmenes que había enviado y se comprometió a dar acceso a informes completos de los estudios sobre ensayos (lo que no ha hecho hasta la fecha).

La información que Roche colgó online era incompleta, pero fue el inicio de una indagación de los académicos de Cochrane en la que aprendieron mucho más sobre la auténtica información que se recoge en un ensayo y cómo esta difiere de la que se facilita a médicos y pacientes en forma de breves informes académicos publicados. El núcleo de cada ensayo particular son los datos sin elaborar: los análisis de sangre y tensión arterial de cada paciente, las notas descriptivas de los médicos sobre síntomas inhabituales, las anotaciones de los investigadores, etc. El informe académico que se publica no es sino una breve descripción del ensayo, generalmente siguiendo la misma pauta: una introducción sobre antecedentes; una descripción de los métodos; un resumen de los resultados importantes, y una exposición discursiva sobre solidez o debilidad metodológica más las implicaciones de los resultados para la práctica clínica.

Un informe sobre un ensayo clínico (CSR, por sus siglas en inglés) constituye el documento intermedio entre los citados anteriormente, y puede ser muy largo, de miles de páginas en ocasiones[74]. Cualquier persona que trabaje en la industria farmacéutica está familiarizada con esta clase de documentos, pero los médicos y los académicos rara vez tienen constancia de su existencia. Los documentos de los que hablo son mucho más detallados con respecto a elementos como el plan exacto para el análisis estadístico de datos, descripciones pormenorizadas sobre efectos adversos, etc.

Estos documentos constan de distintas secciones o «módulos». Roche solo ha facilitado el «módulo 1» de siete de los diez informes sobre ensayos solicitados por Cochrane, y en tales módulos falta información muy importante, crucial; entre ella, el análisis del plan, los detalles de aleatorización, el estudio del protocolo (y la lista de desviaciones a partir del mismo), etc.

Pero, aun siendo incompletos, esos módulos bastaron para sembrar la inquietud respecto a la práctica universal de confiar en que en los informes académicos se recoja el proceso completo de lo que les ocurre a los pacientes en un ensayo clínico.

Si examinamos, por ejemplo, dos de los informes publicados de los diez de la revisión de Kaiser, vemos que en uno de ellos se afirma: «No hubo episodios adversos graves relacionados con el fármaco», sin que haya en el otro mención alguna sobre efectos adversos. Sin embargo, en la documentación correspondiente al «módulo 1» de esos dos mismos estudios figuran diez episodios adversos graves, y de tres de ellos se dice que posiblemente estén relacionados con el Tamiflu[75].

Otro informe publicado se autocalifica de ensayo del Tamiflu comparado con un placebo. Un placebo es una píldora neutra sin sustancia activa e indiferenciable a la vista de la píldora que contiene el auténtico medicamento o principio activo. Pero en el CSR de este ensayo figura que el medicamento auténtico era una cápsula gris marfil y que las cápsulas placebo contenían una sustancia química llamada ácido dehidrocólico que estimula la evacuación de la vejiga[76]. Nadie tiene una idea precisa del porqué y ni siquiera se menciona en el trabajo académico; pero, al parecer, no era realmente una cápsula placebo neutra.

Es de crucial importancia confeccionar una lista de los ensayos realizados sobre un tema si queremos evitar ver únicamente un resumen sesgado de la investigación realizada sobre el mismo; pero en el caso del Tamiflu incluso esto resultó casi imposible. Roche de Shangai, por ejemplo, informó al grupo Cochrane sobre un amplio ensayo (ML16369), pero Roche de Basilea no parecía saber nada de la existencia de dicho estudio. Sin embargo, colocando los ensayos uno al lado del otro los investigadores lograron localizar curiosas discrepancias; por ejemplo, el ensayo más amplio de «fase 3» —uno de los mayores realizados para lanzar un fármaco al mercado— quedó sin publicar, y apenas aparece mencionado en los documentos regulatorios[*].

Hubo otras extrañas discrepancias. Por ejemplo, ¿por qué se publicó en 2010 un ensayo sobre el Tamiflu, diez años después de haberse realizado[78]? ¿Por qué en algunos informes sobre ensayos figuran autores totalmente distintos, según el lugar en que fueron elaborados?

La caza prosiguió. En diciembre de 2009 Roche prometió: «Podrán acceder a informes de ensayos completos dentro de unos días en un portal protegido por una contraseña los facultativos y científicos que efectúen análisis legales». No se cumplió. A continuación comenzó un extraño juego. En junio de 2010 Roche manifestó cuánto lo lamentaba pero que creía que ya habían obtenido lo que pedían. En julio declaró que le preocupaba la confidencialidad respecto a los pacientes (lo recordarán de la historia de la EMA). Era una excusa extraña, porque en la mayor parte de toda esta documentación no está en juego la intimidad de nadie. El protocolo de los ensayos y el plan de análisis se llevan a cabo antes siquiera de tocar a un solo paciente. Roche no explicó por qué la intimidad del paciente les impedía desvelar los informes sobre los ensayos. Simplemente siguió reteniéndolos.

Después, en agosto de 2010, comenzó a plantear exigencias todavía más extrañas, dejando traslucir el inquietante convencimiento de que las empresas tienen perfecto derecho a controlar el acceso a la información que necesitan los médicos y pacientes de todo el mundo para adoptar decisiones no perjudiciales. Primero insistió en ver completo el plan de análisis de los revisores de Cochrane. De acuerdo, dijeron ellos, y enviaron por correo electrónico el protocolo, una práctica habitual en Cochrane, como debería de serlo en cualquier organización transparente posibilitando así que se hagan sugerencias sobre cambios importantes antes de empezar a trabajar. Hubo pocas sorpresas porque, en cualquier caso, los informes de Cochrane siguen todos un manual muy estricto, pero Roche siguió reteniendo los informes sobre los ensayos (incluidos, paradójicamente, sus propios protocolos, lo que precisamente la propia empresa exigió que Cochrane publicase y que, felizmente, había publicado).

Por entonces, Roche se había negado a publicar los nuevos informes sobre ensayos correspondientes a un año. De pronto, la empresa comenzó a plantear raras preocupaciones personales, alegando que algunos investigadores de Cochrane habían efectuado falsas afirmaciones a propósito del fármaco y de la empresa, pero se negó a especificar quiénes, cuándo y dónde. «Pensamos que ciertos miembros del grupo Cochrane que intervienen en la revisión de los inhibidores de la neuraminidasa no van a enfocar la revisión con la independencia exigible y justificada», alegaban. Es una situación inimaginable en la que una empresa se cree con derecho a impedir a unos investigadores concretos el acceso a datos que deben ser de dominio público, pero Roche siguió empecinada en no facilitar los informes sobre los ensayos clínicos.

A continuación se quejó de que los revisores de Cochrane incorporaban a sus correos electrónicos de respuesta a Roche frases copiadas de la prensa. Yo fui uno de los que copiaron esas interacciones informativas, y creo que estaba plenamente justificado. Las excusas de Roche se habían vuelto aberrantes sin que la empresa cumpliera su promesa de desvelar todos los informes sobre ensayos. Era evidente que la modesta presión que ejercen los investigadores en revistas académicas tenía escasa repercusión sobre la negativa de Roche a revelar los datos[79], y era un asunto importante de salud pública, tanto en el caso concreto del Tamiflu como en la cuestión más amplia del perjuicio que empresas y entidades reguladoras causan a los pacientes ocultando información.

A continuación el asunto se hizo más aberrante aún. En enero de 2011 Roche anunció que los investigadores de Cochrane habían recibido ya los datos necesarios. Mentira. En febrero insistió en que estaban publicados todos los estudios reclamados (en referencia a los trabajos académicos, que ahora se sabe que eran engañosos respecto al Tamiflu). Después, declaró que no entregaría nada más, alegando: «Tienen todos los detalles que necesitan para realizar una revisión». Lo que tampoco era cierto porque seguía reteniendo el material que había prometido públicamente entregar «en cuestión de días» en diciembre de 2009, un año y medio antes.

Simultáneamente, la empresa esgrimía el débil argumento que ya conocemos: corresponde a las entidades reguladoras establecer las conclusiones sobre beneficios y riesgos, no a los académicos. Pero el argumento no se sostiene en dos aspectos cruciales. Primero, como en el caso de muchos otros medicamentos, sabemos que ni siquiera los organismos reguladores ven todos los datos. En enero de 2012 Roche declaró que había «entregado todos los datos de los estudios clínicos a las autoridades sanitarias de todo el mundo para su revisión en cumplimiento del proceso de licencia». Pero la EMA no había recibido tal información en por lo menos quince ensayos, porque la entidad nunca los pidió.

Y esto nos conduce a la conclusión definitiva de que los organismos reguladores no son infalibles y cometen graves errores, adoptan decisiones cuestionables y deberían estar obligados a una segunda estimación de los datos y a que hubiese una posterior verificación de otros muchos revisores de todo el mundo. En el próximo capítulo veremos más ejemplos de errores cometidos por los reguladores «a puerta cerrada», pero de momento examinaremos una historia que ilustra perfectamente la conveniencia de una revisión realizada por «muchos ojos».

La rosiglitazona es un nuevo fármaco para la diabetes en el cual muchos investigadores y pacientes cifraron grandes esperanzas de que fuese seguro y eficaz[80]. La diabetes es una enfermedad corriente que cada año desarrollan un mayor número de personas. Quienes la padecen presentan trastornos sanguíneos, por lo que el propósito de los medicamentos para la diabetes, unido a medidas dietéticas, es controlar ese estado anormal. Aunque está muy bien mantener el control del azúcar sanguíneo en las cifras de los análisis o con electroestimuladores TENS de uso a domicilio, el único objetivo no es controlar esos índices, sino intentar controlar el azúcar en sangre confiando en que contribuya a reducir en el mundo real posibilidades como infartos de miocardio y defunciones cuya incidencia es más elevada en diabéticos.

La rosiglitazona se comercializó en 1999 y desde un principio centró todas las miradas por sus decepcionantes efectos. Aquel primer año, el doctor John Buse, de la Universidad de Carolina del Norte, mencionó en dos reuniones académicas un incremento del riesgo de afecciones cardíacas. El fabricante, GSK, se puso en contacto con él para intentar cerrarle la boca y a continuación hizo lo mismo con el jefe de departamento de este facultativo. Buse, sometido a presiones, firmó unos documentos legales. Para no alargarme: en 2007, tras una indagación documental de varios meses, el comité del Senado estadounidense sobre financiación emitió un informe calificando de «intimidación» el trato de que había sido objeto el doctor Buse.

Pero lo que más nos interesa son los datos sobre eficacia y seguridad. En 2003, el Uppsala Drug Monitoring Group de la OMS se puso en contacto con GSK en relación con una cifra alta poco habitual de informes espontáneos que asociaban la rosiglitazona a trastornos cardíacos. GSK realizó dos metaanálisis internos de sus propios datos en 2005 y 2006, que mostraban que dicho riesgo era real, pero aunque tanto a GSK como a la FDA les constaba esa conclusión, no la desvelaron públicamente y no se publicó hasta 2008.

En ese intervalo, gran número de pacientes se vieron expuestos a los efectos del fármaco, pero médicos y pacientes solo tuvieron conocimiento de este grave problema en 2007, cuando el profesor Steve Nissen, cardiólogo, y sus colaboradores publicaron un metaanálisis de referencia en el que se demostraba que en los pacientes medicados con rosiglitazona el riesgo de trastornos cardíacos aumenta en un 43%. Dado que en los diabéticos existe de entrada un incremento del riesgo de padecer trastornos cardíacos, y el fundamento del tratamiento antidiabético es reducir ese riesgo, el hallazgo fue un bombazo, que, confirmado en un trabajo posterior, hizo que en 2010 el medicamento fuera retirado del mercado o que se restringiera su administración en todo el mundo.

Bien. Mi alegato no va en el sentido de que habría debido prohibirse antes el fármaco, porque por aberrante que parezca, los médicos necesitan muchas veces medicamentos de inferior calidad a los que recurrir en último extremo. Puede darse el caso de que un paciente desarrolle efectos secundarios idiosincrásicos con una cápsula sumamente eficaz, lo que impide continuar el tratamiento. Si esto ocurre vale la pena probar con otra menos eficaz, si es mejor que nada.

Lo inquietante es que el debate se plantease con los datos a buen recaudo y con un acceso restringido a los organismos reguladores. De hecho, el análisis de Nissen solo fue posible gracias a una decisión judicial poco habitual, al probarse en 2004 que GSK retenía datos que demostraban la evidencia de graves efectos secundarios en medicación pediátrica de la paroxetina, ocasión en que se llevó a cabo en el Reino Unido una investigación sin precedentes de cuatro años, como expusimos anteriormente. En Estados Unidos, esa misma mala conducta desembocó en un proceso judicial por acusación de fraude, que se resolvió, junto con una importante multa, con la obligación de GSK de desvelar los resultados de los ensayos clínicos en una página Web pública.

El profesor Nissen la utilizó —una vez hecho públicos los datos sobre la rosiglitazona— y encontró inquietantes indicios perjudiciales; publicó entonces un informe para los médicos, algo que no hicieron los organismos reguladores pese a disponer desde hacía tres años de los datos. (Pero, por azar, antes de que los médicos los leyeran, le llegó a Nissen un informe de GSK sobre una copia de su informe aún no publicado obtenida fraudulentamente[81]).

Si esta información hubiera sido de dominio público desde un principio, los reguladores se habrían tomado más en serio sus decisiones y, lo que es más importante, médicos y pacientes podrían haberlos cuestionado y haber podido tomar medidas en consecuencia. Esta es la razón por la que es imprescindible en cualquier medicamento un mayor acceso a los informes sobre ensayos clínicos y a informes sobre ellos, y por eso es aberrante consentir que Roche se plantee siquiera la posibilidad de decidir a qué investigadores favorece con el permiso de examinar la documentación sobre el Tamiflu.

Sorprendentemente, un documento publicado en abril de 2012 por las agencias reguladoras del Reino Unido y de Europa sugiere que se avendrán a ampliar el acceso a los datos, con límite restringido y admoniciones en el caso de ciertos informes, en circunstancias determinadas y a su debido tiempo[82]. Antes de dejarse llevar por el entusiasmo, cabe tener en cuenta que se trata de una declaración cautelosa, obtenida tras las interminables batallas que he relatado; que no se ha llevado a la práctica; que hay que considerarla dentro de un marco de falsas promesas de todos los implicados en el terreno de los datos ausentes, y que, en cualquier caso, los organismos reguladores no disponen de todos los datos. Pero por algo se empieza.

No son desdeñables las dos principales objeciones que plantean estos organismos —si aceptamos sin profundizar su buena voluntad—, porque nos conducen al problema concluyente de por qué toleramos que los pacientes resulten perjudicados al carecer de los datos de los ensayos a que se someten. Se presenta en primer lugar la zozobra de que haya académicos y periodistas que utilicen los ensayos para realizar burdas revisiones de los datos, a lo cual yo vuelvo a replicar: «Que las hagan», porque esos malos análisis deben hacerse y desacreditarlos después públicamente.

Cuando por primera vez se facilitó el acceso público a las tasas de mortalidad de los hospitales del Reino Unido, a los médicos les aterró la idea de que pudiera juzgárseles arbitrariamente, pues, en definitiva, las cifras en bruto pueden ser malinterpretadas, dado que un hospital puede arrojar peores cifras que otros por el solo hecho de ser un centro modélico en el que ingresan más pacientes problemáticos; y cabe, además, esperar una variabilidad aleatoria en las tasas de mortalidad, de manera que ciertos hospitales parecerán extrañamente buenos, o malos, por ese albur. Pues bien, hasta cierto punto, los temores se confirmaron y se produjeron noticias arbitrarias y alarmistas por efecto de una interpretación abusiva de los resultados. Sin embargo, ahora las aguas casi han vuelto a su cauce y muchos profanos son conscientes de que son engañosos los análisis sin matizar de esas cifras. En cuanto a los datos sobre medicamentos, en los que tanto peligro existe por el hecho de ocultar información, y sobre los que muchos académicos ansían realizar análisis coherentes —y hay otros tantos deseosos de criticarlos—, la única opción saludable es desvelarlos.

Y, en segundo lugar, la EMA esgrime el fantasma de la confidencialidad del paciente, preocupación que esconde una última conclusión. Hasta ahora he tratado exclusivamente del acceso a informes sobre ensayos clínicos, a resúmenes de los resultados sobre el estado de los pacientes en esas pruebas. No hay motivos para creer que esto plantee ningún peligro para la confidencialidad del paciente, y cuando existan anotaciones específicas susceptibles de revelar la identidad de un paciente —quizás una descripción médica pormenorizada de cierto episodio adverso idiosincrásico en algún ensayo—, estas pueden suprimirse, dado que figuran en una sección aparte del documento. Los ensayos clínicos (CSR) deben ser documentos públicos sin excepción, con efecto retroactivo obligatorio aplicable a décadas anteriores, hasta los albores de la medicina.

Pero, en definitiva, todos los ensayos se realizan con pacientes individuales, y los resultados observados en esos pacientes se guardan para utilizarlos en el análisis final del estudio. Aunque no pretendo insinuar que sean de acceso público en una página web —porque sería fácil identificar a los pacientes debido a detalles de sus historiales— es sorprendente que los académicos casi nunca tengan acceso a esos datos relativos a los pacientes.

Compartir datos sobre resultados observados en ensayos clínicos en pacientes individuales, en lugar del resumen de resultados reunidos al final de la comunicación, presenta ventajas importantes. En primer lugar, por ser una salvaguardia frente a dudosas prácticas de análisis de datos. En el ensayo VIGOR sobre el analgésico Vioxx, por ejemplo, se adoptó una extraña decisión sobre la presentación de resultados[83]. El propósito de este ensayo era comparar el Vioxx con otro analgésico anterior más barato, para ver si se reducía la probabilidad de causar trastornos estomacales (era lo que se esperaba del Vioxx) y si, por otro lado, causaba más infartos de miocardio (lo que se temía). Pero la fecha límite para la medición de ataques cardiacos se adelantó mucho a la fecha de medición de trastornos estomacales. En consecuencia, los riesgos —en apariencia— fueron de menor importancia comparados con los beneficios, pero esta información que no estaba claramente expuesta en el trabajo publicado causó un gran escándalo cuando llegó a saberse. Si se desvelaran los datos sobre pacientes sin elaborar, estas artimañas serían más fáciles de detectar y se reduciría la posibilidad de que se recurriera a ellas.

Hay casos —cada vez menos— en que los investigadores pueden obtener datos sin elaborar para reanalizar trabajos anteriores ya publicados. Daniel Coyne, catedrático de Medicina en la Universidad de Washington, tuvo la suerte, tras una polémica de cuatro años, de obtener los datos de un ensayo clave sobre la epoetina, un fármaco que se administra a los pacientes sometidos a diálisis renal[84]. En la primera publicación académica de diez años atrás sobre este ensayo, aparecían modificados los resultados principales descritos en el protocolo (más adelante veremos cómo con ello se exageran los beneficios del tratamiento), y se había cambiado la principal estrategia de análisis estadístico (otra enorme causa de sesgo). Coyne pudo analizar el estudio, dado que los investigadores manifestaban inicialmente en el protocolo que pensaban hacerlo, y, al revisarlo, observó que habían exagerado espectacularmente los beneficios del fármaco. Llegó a una curiosa conclusión, como él mismo afirma: «Por extraño que parezca, sigo siendo el único que publica los resultados primarios y secundarios previstos en el mayor ensayo sobre efectos de la epoetina sobre pacientes sometidos a diálisis, cuando ni siquiera participé en el ensayo». En mi opinión, hay campo de sobra para que un buen contingente de investigadores haga la misma tarea reanalizando todos esos ensayos mal analizados con métodos engañosos y desviados del protocolo original.

Desvelar los datos aportará, por ende, otros beneficios, pues permitirá que se lleven a cabo más análisis exploratorios de datos y que se investigue mejor, por ejemplo, si un medicamento va asociado a un efecto secundario particularmente inesperado; también permitirá prudentes «análisis de subgrupos» para comprobar si un fármaco es particularmente útil, o particularmente inútil, en determinados tipos de pacientes.

El mayor beneficio inmediato de desvelar datos es que la incorporación a los metaanálisis de datos sobre pacientes individuales procura resultados más exactos que un análisis de las cifras brutas del resumen final del ensayo. Imagínense que en un estudio se cita una supervivencia de tres años como principal resultado en un fármaco anticanceroso, y que en otro informe la supervivencia es de siete años; sería problemático combinar las dos cifras en un metaanálisis, pero si se realiza dicho estudio teniendo acceso a los datos de cada paciente, con pormenores del tratamiento y la fecha de fallecimiento de todos ellos, se obtiene un limpio cálculo combinado de esa supervivencia de tres años.

Este es exactamente el tipo de tarea que se lleva a cabo en el área de investigación sobre el cáncer de mama, donde precisamente un reducido número de carismáticos y enérgicos científicos ha impulsado una cultura pionera que propicia la colaboración. Los resúmenes que ellos publican representan la colaboración real de muchísimas personas y de una ingente cantidad de pacientes, gracias a la cual se obtiene una orientación enormemente fiable para médicos y pacientes.

Este proceso arroja una intensa luz sobre el valor de los datos obtenidos solidariamente a gran escala. Obsérvese, por ejemplo, la lista de firmantes de un trabajo académico publicado en el The Lancet en noviembre de 2011: el informe de un colosal, definitivo y enormemente útil metaanálisis sobre resultados en el tratamiento del cáncer de mama, realizado a base de reunir datos de pacientes individuales recogidos en 17 ensayos clínicos. La lista está impresa en un tipo de letra tan pequeña (aunque sospecho que en una edición electrónica será invisible) porque incluye el nombre de 700 investigadores.