¿Por qué no podemos todos —médicos, pacientes y el NICE— tener acceso a esta clase de información? Es una pregunta que planteé en 2010 a Kent Woods del MHRA y a Hans Georg Eichler, director médico de la Agencia Europea de Medicamentos. Los dos me dieron por separado la misma respuesta: no se puede confiar esta información a personas ajenas a la agencia porque pueden malinterpretarla, deliberadamente o por incompetencia. Ambos por separado —aunque imagino que charlarán en fiestas— plantearon el pánico sembrado por la vacuna MMR, como clásico ejemplo de cómo los medios de comunicación pueden provocar un pánico nacional basado en una evidencia imperfecta, creando, además, peligrosos problemas de salud pública. ¿Qué sucedería si publicasen datos en bruto sobre seguridad y quienes no saben cómo analizarlos debidamente vieran pautas imaginarias y suscitaran temores que disuadieran a los pacientes de tomar una medicación que les salvaría la vida?

Acepto que puede ser un riesgo, pero igualmente creo que se equivocan en el orden de prioridades: yo creo que son enormes las ventajas de que muchos ojos examinen estos problemas cruciales, y la posibilidad de que haya unos cuantos alarmistas irracionales no es excusa para ocultar datos. Las empresas farmacéuticas y los organismos reguladores afirman que la información necesaria se puede obtener en las páginas web de dichos organismos, resumida.

A continuación veremos que esto no es cierto.

Dos. Los organismos reguladores dificultan el acceso a sus datos

Las empresas farmacéuticas suelen indignarse si reciben críticas, y afirman que ya comparten datos de sobra con médicos y pacientes para tenerlos informados. «Se lo entregamos todo al organismo regulador —sostienen—. Allí puede obtener los datos». De igual modo, los organismos reguladores insisten en que basta con entrar en su página web para encontrar fácilmente los datos necesarios. En realidad, es un asunto enrevesado en el que se obliga a ir a médicos y académicos de ventanilla en ventanilla para averiguar los datos sobre un fármaco, a la caza de una información difícil de encontrar e inevitablemente defectuosa.

En primer lugar, como ya hemos visto, los organismos reguladores no disponen de todos los ensayos clínicos y no comparten todos los que tienen. Hay documentación resumida sobre los primeros ensayos que se llevan a cabo para lanzar un fármaco al mercado, pero solo siguiendo las indicaciones para que se conceda la licencia del mismo. Incluso en los casos en que al regulador se le han facilitado datos sobre seguridad para usos «al margen de las indicaciones» (a raíz del caso de la paroxetina citado anteriormente), la información sobre esos ensayos tampoco se hace pública a través de los organismos reguladores y permanece en sus archivos.

La duloxetina, por ejemplo, es otro de los fármacos SSRI de uso bastante generalizado, que suele administrarse como antidepresivo. Durante el ensayo para saber si era adecuada su prescripción para un propósito totalmente distinto —el tratamiento de la incontinencia—, parece que se produjeron varios suicidios[66]. Esta es una información importante e interesante, de la que la FDA retiene los datos relevantes, aunque realizó una revisión al respecto y llegó a la conclusión de que el riesgo era significativo, pero no se puede encontrar nada de eso en la web de la FDA, porque la duloxetina no obtuvo la licencia para su empleo en la incontinencia[67]. La FDA utilizó únicamente los datos como información en sus elucubraciones internas. Este modo de proceder es habitual.

Pero incluso cuando se permite el acceso a los resultados de los ensayos que ocultan las entidades reguladoras, conseguir la información en sus portales públicos de la red es enormemente complicado. Las funciones del buscador de la página FDA suelen no responder bien y el contenido está mal organizado, faltan muchos datos y la información es tan escasa que no permite dilucidar si en un determinado ensayo se produjeron sesgos metodológicos o no. De nuevo —aquí, en parte, por negligencia casual e incompetencia—, es imposible acceder a la información básica necesaria. Las empresas farmacéuticas y las entidades reguladoras alegan que entrando en sus sitios de la red se encuentra todo. Hagamos pues un breve recorrido por este exasperante esplendor. El caso que voy a exponer se publicó hace tres años en el JAMA como ejemplo ilustrativo del desorden reinante en el portal de la FDA[68]. En 2012 no ha cambiado nada.

Tomemos por caso que queremos encontrar los resultados de los ensayos clínicos en poder de la FDA sobre la pregabalina para tratar el dolor en diabéticos con nervios afectados por la enfermedad (una afección llamada «neuropatía periférica diabética»). Se busca la revisión de la FDA sobre ese empleo específico, que es el documento PDF que recoge todos los ensayos clínicos, pero si uno busca «revisión de la pregabalina» en el portal web de la FDA, se obtiene más de un centenar de documentos, ninguno de los cuales está claramente etiquetado ni es un documento sobre revisión de la FDA de la pregabalina. Si se teclea el número de solicitud a la FDA —la única referencia para identificar el documento de la FDA que se busca— no aparece nada en pantalla.

Si uno es listo, o tiene suerte, encuentra la página Drugs@FDA y tecleando «pregabalina» salen tres «Solicitudes a la FDA». ¿Por qué tres? Porque hay tres clases de documentos relativos a las distintas enfermedades en las que la pregabalina puede emplearse como tratamiento. El portal de la FDA no dice qué enfermedad corresponde a esos tres documentos, y hay que hacer una búsqueda empírica para averiguarlo. Y no es tan fácil como parece. Tengo delante de mí el documento correcto relativo a la pregabalina y la neuropatía periférica diabética: lo componen casi cuatrocientas páginas, pero hasta llegar a la número diecinueve no se dice que se trata de la neuropatía periférica diabética; no consta ninguna tabla al principio —en realidad, no lleva portada, página de contenidos ni la menor indicación sobre de qué trata el documento—, y salta al azar de un subdocumento a otro, todos escaneados y reunidos en un archivo gigantesco.

Si eres un cerebrito, tal vez pienses que son archivos electrónicos, y sí son PDF, un tipo de archivo específicamente diseñado para facilitar el envío de archivos electrónicos, y cualquier cerebrito sabe que no es difícil encontrar lo que se quiere en un documento electrónico; así que utilizas el comando «buscar», tecleas, por ejemplo, «neuropatía periférica», y el ordenador localiza inmediatamente la expresión. Pues no. A diferencia de cualesquiera documentos oficiales de cualquier país, los PDF de la FDA son fotografías de las páginas de texto y no un texto real, lo cual implica que no se puede buscar una expresión y que hay que recorrer todo el documento a ojo, yendo pacientemente de una página a otra.

Podría seguir. Y sí, seguiré. Hay una especie de «tabla de contenidos» en la página diecisiete, pero con números de paginación equivocados. Ya no digo nada más. En lo que sí insisto es en que semejante caos y confusión no tiene disculpa. No son dificultades que deriven de problemas técnicos propios de los ensayos clínicos, y no costaría tanto resolverlos. Es una situación de simple incompetencia y el único consuelo es que sea producto de la negligencia.

Es una tragedia, porque si se logra localizar un documento y descifrarlo, puede verse que está plagado de perlas terroríficas: ejemplos de casos en los que una farmacéutica ha recurrido a arteros métodos estadísticos para diseñar y analizar un ensayo, de tal modo que está predestinado —desde un principio— a exagerar los efectos benéficos del fármaco.

Por ejemplo, en los cinco ensayos sobre pregabalina y dolor, muchos participantes abandonaron la prueba. Esto es corriente en los ensayos médicos, como verán en breve, y muchas veces ocurre porque los pacientes notan que el medicamento es ineficaz o han sufrido efectos secundarios. En el curso de estos ensayos se mide el dolor a intervalos periódicos, pero si hay participantes que abandonan, se plantea un serio interrogante: ¿qué clase de puntuación del dolor se utilizará en los resultados en el caso de los que abandonan? Al fin y al cabo se sabe que existe mayor probabilidad de que abandonen los que han tenido una mala experiencia con el fármaco.

Pfizer optó por aplicar un método llamado «Suma y sigue a la última observación», que obviamente significa que se registra la última medición de la severidad del dolor mientras los pacientes toman el fármaco, justo antes de que abandonen y a continuación se añade al resto de las mediciones de dolor a las que han faltado, por no haber asistido a las citas de seguimiento.

La FDA lo desaprobó, señalando, acertadamente, que la estrategia de Pfizer haría que el fármaco pareciera mejor de lo que es. Para obtener una imagen más exacta hemos de asumir que quienes abandonaron dejaron de tomar el fármaco debido a efectos secundarios, por lo que en estos casos la puntuación del dolor ha de reflejar la realidad, que es que no obtuvieron beneficio alguno del fármaco en su uso normal. Por tanto, para ellos el nivel correcto de dolor que se debe registrar es su dolor al principio del ensayo, antes de aplicárseles el tratamiento (por si les interesa, esto se denomina «Observación de línea de base y suma y sigue»). Se repitió debidamente el análisis y se obtuvo un resultado de los beneficios del medicamento más modesto y más exacto. En este caso, resulta que con el método de «última observación» se sobreestimaba la mejoría del dolor en casi un cuarto.

Aquí viene la trampa. A continuación, se publicaron cuatro de los cinco ensayos en la bibliografía académica revisada por iguales, que los médicos consultan para asesorarse sobre si un fármaco funciona o no (uno de los ensayos no se publicó), y en cada uno de los análisis publicados se aplicó el método artero de «Suma y sigue a la última observación», el que infla los efectos positivos del medicamento, pero en ninguno de ellos consta que la técnica de «última observación» exagera los beneficios.

Comprenderán la importancia de tener acceso a toda la información posible de cualquier ensayo sobre un fármaco: no solo se ocultan ensayos completos, sino que muchas veces hay errores ocultos en los métodos empleados en ellos. Lo feo está en los detalles, y, como veremos en breve, hay muchos ensayos torticeros con fallos que no se ven claramente ni aun en las publicaciones académicas, y menos aún en los escuetos resúmenes de las entidades reguladoras que no dan ninguna información. Además, como mostraremos enseguida, suele haber inquietantes discrepancias entre los documentos del resumen del regulador y lo que realmente tuvo lugar en el ensayo clínico.

Por consiguiente, es imprescindible conseguir un documento más detallado de cada ensayo, lo que se denomina informe del estudio clínico (CSR, por sus siglas en inglés). Se trata de documentos muy extensos que a veces ocupan miles de páginas, pero que por su minuciosidad permiten que el lector reconstruya con exactitud qué experimentaron todos los participantes, y a través de sus páginas se descubre dónde se ocultan los esqueletos. Las farmacéuticas entregan a la entidad reguladora estos informes de la prueba clínica —aunque únicamente para la autorización formal del fármaco—, por lo que existen dos copias que deberían ser accesibles.

Veremos a continuación qué ocurre si se reclaman.

Tres. La entidad reguladora oculta los informes que obran en su poder sobre ensayos clínicos

En 2007, unos investigadores del Centro Nórdico Cochrane elaboraron una revisión sistemática de dos medicamentos para adelgazar muy vendidos, orlistat y rimonabant. Una revisión sistemática, como saben, es el resumen de referencia sobre la evidencia de si un tratamiento es eficaz. Son instrumentos que salvan vidas porque nos aclaran lo mejor posible los verdaderos efectos de los tratamientos sin omitir los efectos secundarios. Pero su elaboración requiere tener acceso a todas las evidencias científicas, y si faltan datos, sobretodo si son datos desfavorables, resulta deliberadamente difícil de obtener y se llegará a una conclusión distorsionada.

Estos investigadores sabían que los datos sobre los ensayos publicados en la bibliografía académica que iban a conseguir eran probablemente incompletos, ya que, por costumbre, no se publican los ensayos negativos. Pero sabían también que la Agencia Europea de Medicamentos (EMA) dispondría de gran parte de la información, pues las farmacéuticas están obligadas a entregar a la entidad reguladora informes sobre los ensayos clínicos para obtener la autorización de comercialización en el mercado. Como se supone que las entidades reguladoras han de actuar en interés de los pacientes, solicitaron a la EMA los protocolos e informes de los ensayos. Esto fue en junio de 2007.

En agosto, la EMA respondió diciendo que había decidido no entregar los informes sobre tales ensayos y alegaba el artículo de su normativa que le permite proteger los intereses comerciales y la propiedad intelectual de las empresas farmacéuticas. Los investigadores replicaron inmediatamente, casi a vuelta de correo, que no había nada en los informes sobre los ensayos que socavara la protección de intereses comerciales de nadie, pero que en caso de haberlo, rogaban a la EMA que explicase por qué se supeditaba el bienestar de los pacientes a los intereses comerciales de las farmacéuticas.

Haremos una pausa para reflexionar sobre las funciones de la EMA. La EMA es la entidad que aprueba y regula los medicamentos en toda Europa, con el propósito de proteger al público. Médicos y pacientes únicamente pueden adoptar decisiones lógicas sobre tratamientos teniendo acceso a todos los datos. La EMA tiene en su poder dichos datos, pero decide que los intereses de las empresas farmacéuticas son más importantes. Yo, que he hablado con muchos de los que trabajan en los organismos de regulación, puedo entender un poco qué diablos piensan. Según mi experiencia, a los reguladores les obsesiona la idea de ser ellos quienes vean todos los datos y en función de los mismos adoptar la decisión de si un fármaco ha de salir o no al mercado, y punto. Los médicos y los pacientes no necesitan ver los datos porque es la entidad reguladora quien asume la tarea.

Hay en ello un malentendido sobre la crucial diferencia entre las decisiones adoptadas por la entidad reguladora y las decisiones que adopta el médico. Contrariamente a lo que parecen pensar los organismos reguladores, un fármaco no es «bueno», y, en consecuencia comercializable, o «malo», y, en consecuencia, excluido del mercado. El organismo regulador adopta la decisión sobre si en interés de la población en general un fármaco debe aprobarse o no para su uso —incluso solo en casos de muy oscuras circunstancias, infrecuentes, y con cautela—. Esto supone poner el listón muy bajo, como veremos, y muchos medicamentos que no salen al mercado (de hecho la mayor parte de ellos) rara vez se utilizan.

En cuanto al médico, necesita disponer de la misma información que tenga la entidad reguladora para poder adoptar una decisión muy distinta: ¿Es este el medicamento adecuado para el paciente que tengo ante mí en este momento? El simple hecho de que se autorice la prescripción de un fármaco no significa que sea particularmente bueno, ni el mejor. De hecho, cada situación clínica requiere de por sí decisiones complejas sobre cuál es el mejor medicamento. Quizás el paciente no ha mejorado con uno determinado y el médico quiere probar con otro de distinta clase; quizás el paciente padece insuficiencia renal leve y el médico no quiera aplicar el fármaco más utilizado porque causa a veces problemas en pacientes con riñones problemáticos; tal vez lo pertinente es un fármaco que no interfiera los efectos de otros que ya toma el paciente.

Estas complejas consideraciones son la razón de que los médicos seamos partidarios de que haya en el mercado diversidad de fármacos, aunque en general una parte de ellos sean menos útiles, porque pueden serlo en circunstancias concretas. Pero es necesario que podamos consultar toda la información sobre los mismos para poder adoptar decisiones. No basta con que los organismos reguladores proclamen por todo lo alto que han autorizado un fármaco y que, por consiguiente, hemos de prescribirlo alegremente. Los médicos y los pacientes necesitan los datos tanto como los reguladores.

En septiembre de 2007 la EMA confirmó a los investigadores de Cochrane que no iba a desvelar los informes sobre los ensayos sobre el orlistat y el rimonabant, añadiendo que su política era no revelar datos que formaran parte de la licencia de comercialización, lo cual planteaba un serio problema. Esos medicamentos para adelgazar se prescribían de forma generalizada en Europa, pero ni médicos ni pacientes tenían acceso a información importante sobre si daban o no resultado, sobre cuáles eran sus efectos secundarios, sobre cuál de los dos era más eficaz y una serie interminable de interrogantes de peso, porque pacientes reales estaban expuestos a posibles daños por esa falta de información impuesta por la EMA.

Los investigadores apelaron al Defensor del pueblo europeo con dos claras alegaciones. En primer lugar, la EMA no había aportado razones suficientes para negarles el acceso a los datos; y, en segundo lugar, la concisa y despectiva afirmación de la EMA de que debían protegerse los intereses comerciales no estaba justificada porque no había intereses materiales comerciales en los resultados de los ensayos, salvo los datos sobre seguridad y eficacia, a los que obviamente han de tener acceso médicos y pacientes. En ese momento no lo sabían, pero aquello era el inicio de una batalla por los datos, vergonzosa para la EMA y que duraría más de tres años.

La EMA tardó cuatro meses en responder y en el año que siguió se limitó a reiterar su postura de que en lo que a la entidad se refería, cualquier tipo de revelación informativa que «socavara o perjudicara excesivamente los intereses comerciales de las empresas» era comercialmente confidencial, y añadía que los informes sobre ensayos podían contener información sobre los proyectos comerciales relativos al fármaco. Los investigadores replicaron que era improbable, pero que, en cualquier caso, su importancia era secundaria en relación con una situación más importante y acuciante: «Como probable consecuencia de la postura de [la] EMA, morirían pacientes innecesariamente, y serían tratados con fármacos de inferior calidad y potencialmente nocivos», y señalaban que consideraban la postura de la EMA éticamente indefendible, y que la EMA incurría en un obvio conflicto de intereses, puesto que esos datos podrían servir para cuestionar en los resúmenes las conclusiones sobre beneficio y riesgo del tratamiento. La EMA no daba ninguna explicación de por qué los médicos y los pacientes que tuvieran acceso a los informes de los ensayos y protocolos clínicos podrían socavar los razonables intereses comerciales de nadie, ni por qué esos intereses comerciales eran más importantes que el bienestar de los pacientes.

Casi a los dos años de iniciarse el conflicto, la EMA cambió de registro y comenzó de pronto a argumentar que los informes sobre ensayos contenían datos personales de pacientes, un argumento al que no había recurrido hasta entonces, pero que tampoco era cierto. Puede haber cierta información en ciertas secciones de los informes con mención de participantes concretos, extraños síntomas o posibles efectos secundarios, pero todos ellos se recogen en un apéndice que fácilmente podría excluirse.

Las conclusiones del Defensor del Pueblo de la UE eran terminantes: la EMA no había cumplido su cometido de facilitar una explicación adecuada o coherente de por qué negaba el acceso a tan importante información. Tras un inventario previo de la mala gestión del organismo, el Defensor no tenía obligación de ampliar su valoración sobre las débiles excusas alegadas por la EMA, pero lo hizo de todos modos. Su informe es demoledor. La EMA, en definitiva, no había dado una sola razón de peso que justificase la grave denuncia de que su postura de retener información sobre los ensayos perjudicara al interés público, exponiendo a los pacientes a consecuencias desconocidas. El Defensor explicaba, además, cómo había examinado minuciosa y personalmente los informes sobre los ensayos y que no había comprobado que contuvieran información comercial confidencial ni datos relativos al desarrollo comercial de los fármacos. Era falsa la alegación de la EMA de que cumplimentar la solicitud habría implicado una inadecuada carga administrativa, sobreestimándose el trabajo que ello pudiera implicar: excluir concretamente algunos datos personales, en los casos en que aparecieran, era tarea fácil, puntualizaba.

El Defensor ordenó a la EMA que facilitara los datos o diera una explicación convincente sobre por qué no debía hacerlo. Sorprendentemente, la EMA, el organismo regulador de los medicamentos en Europa, se encerró en su negativa de desvelar la documentación. Durante esta demora no cabe duda de los sufrimientos innecesarios causados a seres humanos, y posiblemente de la muerte en el caso de algunos. Sin embargo, el proceder de la EMA alcanzó un punto álgido y surrealista de degradación al argumentar que cualquier indicio sobre planes de las empresas de cómo llevar a cabo los ensayos, que pudiera desprenderse de la lectura del protocolo e informes sobre los mismos, afectaba comercialmente a sus opiniones y proyectos, circunstancia que se daba —añadía la EMA— aun cuando los fármacos estuvieran ya en el mercado, puesto que la información sobre ensayos clínicos era el principal propósito del proceso comercial del desarrollo de un fármaco. Los investigadores replicaron que era un criterio aberrante, pues les constaba que suelen ocultarse los datos negativos, pero que a lo sumo, si otra empresa veía datos negativos sobre un fármaco, lo más probable era que no se animara a lanzar al mercado un medicamento para competir si resultaba que sus beneficios eran más modestos de lo que habían creído.

Pero no acabó ahí la cosa. La EMA descartó olímpicamente la idea de que hubiese vidas en peligro, alegando que era competencia de los investigadores demostrarlo abrumadoramente. Para mí, esto —permítanme que lo diga— no es más que una postura cuando menos despectiva, y más teniendo en cuenta lo que leerán en el párrafo que viene a continuación. No cabe duda de que si médicos y pacientes no pueden calibrar cuál es el mejor tratamiento, adoptarán peores decisiones, y los pacientes quedarán expuestos a daños innecesarios. Además, es obvio el hecho de que cuantos más académicos aporten opiniones transparentes sobre datos de ensayos de acceso público, mejor se determinarán los riesgos y beneficios de una intervención, mejor desde luego que mediante un simple «sí o no» y un resumen emitido por un organismo regulador. Esto es innegable en el caso de medicamentos como el orlistat y el rimonabant, pero no lo es menos en el de cualquier otro, y veremos muchos casos en que los académicos detectaron complicaciones con fármacos que a los reguladores se les pasaron por alto.

Más adelante, en 2009, se retiró del mercado uno de estos dos fármacos, el rimonabant, debido al aumento del riesgo de graves problemas psiquiátricos y de suicidios, y ello al mismo tiempo que la EMA argumentaba que los investigadores estaban en un error al afirmar que la retención de información perjudicaba a los pacientes.

Por si fuera necesario reiterarlo, quisiera recordarles que el primer ensayo aparece en la Biblia, Daniel 1:12, y aunque los criterios básicos se han refinado a lo largo del tiempo, cualquier ensayo en sí mismo es un experimento idéntico, genérico en cualquier campo, y los fundamentos de los ensayos modernos se esbozaron hace al menos medio siglo. No hay una sola razón para que alguien afirme que el diseño de un estudio comparativo con distribución al azar es algo comercialmente patentable y de propiedad intelectual.

El asunto se estaba convirtiendo en una farsa. Los investigadores habían escrutado todo y resultaba que la EMA había incurrido en trasgresión de la Declaración de Helsinki, norma internacional de ética médica que estipula que quienquiera que intervenga en una investigación está obligado a hacer públicos los resultados. Los investigadores sabían que los trabajos que se publicaron solo eran una fracción de datos favorables del ensayo, y esto a la EMA le constaba. Morirían pacientes si la EMA se empecinaba en su postura de no desvelar datos que no encerraban un ápice de auténtico valor comercial; los resúmenes públicos de datos de la EMA no eran correctos; la EMA era cómplice en el abuso deshonesto de pacientes por lucro comercial.

Por entonces ya era agosto de 2009, y los investigadores llevaban más de dos años batallando por el acceso a los datos de dos medicamentos de prescripción generalizada, precisamente con el organismo supuestamente obligado a proteger a los pacientes y al público. No eran los únicos. Al boletín francés de «prescriptores» Prescribe, que intentaba en ese mismo momento conseguir la documentación de la EMA sobre el rimonabant, se le enviaron unos documentos inservibles, entre ellos el notable «Informe de evaluación final» de la agencia sueca que había gestionado la autorización del fármaco tiempo atrás. Se puede leer en PDF en la red. O mejor que no, porque ya en la portada se aprecia bien lo que es ese análisis científico del fármaco —el documento que la EMA remitió a una de la revistas francesas más prestigiosas de la profesión médica[69], lo que, a mi entender, es una descarada versión de la historia y para mayor inri se extiende a lo largo de sesenta páginas.

Entretanto, la Autoridad Médica Danesa hacía llegar a Cochrane más de 56 informes sobre ensayos (aunque aún esperan más de la EMA). El gobierno danés había desestimado de la farmacéutica una queja, haciendo constar que no veía ningún problema sobre información comercial (era inexistente), ni sobre acoso administrativo (era mínimo), ni que fuera cierto el criterio de que el diseño de un ensayo aleatorizado fuese información comercial (algo risible). Era un caos. La EMA —que como recordarán era responsable del EudraCT, ese instrumento de transparencia que guarda en secreto— se internaba en un limbo sui géneris, visto que parecía dispuesta a hacer lo que fuese con tal de no revelar la información a médicos y pacientes. Como veremos, este nivel de secretismo es, por desgracia, la norma.

Llegamos ya al desenlace de esta curiosa historia de la EMA. El organismo entregó todos los informes finales sobre ensayos al Defensor, recordándole que incluso la tabla de contenidos de cada uno de ellos era de índole comercial. La opinión del Defensor una vez tuvo en sus manos la documentación no se hizo esperar. Como no había en ella datos comerciales ni información confidencial sobre pacientes, dictaminó que se pusieran a disposición del público. La EMA se avino con parsimonia a marcar un plazo límite para el envío de datos a los investigadores, médicos y pacientes que los necesitasen. El fallo definitivo del Defensor se publicó a finales de noviembre de 2010[70]. La primera reclamación databa de junio de 2007: tres años y medio de escaramuzas, obstáculos y razonamientos espurios por parte de la EMA, durante los cuales hubo que retirar uno de los fármacos del mercado porque era perjudicial para los pacientes.

Visto este precedente, los investigadores de Cochrane comprendieron que partían de una postura favorable para solicitar más informes sobre ensayos clínicos, y se pusieron manos a la obra. El primer campo en el que intentaron solicitar más documentación fue el de los antidepresivos. Un buen punto de partida, ya que esta clase de fármacos han sido objeto de particular mala conducta durante años (aunque cabe recordar que la falta de datos sobre ensayos afecta a todos los campos de la medicina). Lo que ocurrió a continuación es más estrambótico aún que los tres años de batallas con la EMA por retener información sobre el orlistat y el rimonabant.