Por si no se han percatado —sinceramente, la propia profesión médica tardó en darse cuenta—, el gráfico encierra implicaciones devastadoras. Los ataques cardíacos son una causa de muerte increíblemente frecuente. Contábamos con un tratamiento eficaz y disponíamos de toda la información precisa para saber que daba resultado, pero, tampoco en este caso, se sintetizaron sistemáticamente los datos para llegar a la conclusión correcta. La mitad de los participantes en esos ensayos de la parte inferior del diagrama fueron distribuidos aleatoriamente para no administrarles el tratamiento de estreptocinasa, y creo que de manera poco ética porque, disponiendo de la información necesaria para saber que la estreptocinasa daba resultado, se les privó del tratamiento eficaz. Pero no fueron los únicos, lo mismo sucedió con el resto de los pacientes en todo el mundo.

Estas historias ilustran, espero, el porqué de la gran importancia de las revisiones sistemáticas y de los metaanálisis: es preciso recopilar todas las evidencias sobre un tema sin hacer una selección ventajosa de los datos parciales sobre los que detenernos o de los datos que optamos por analizar intuitivamente. Afortunadamente, la profesión médica ha llegado a reconocerlo en las dos últimas décadas, y ahora se aplican casi universalmente revisiones sistemáticas y metaanálisis como garantía de haber llegado al resumen más exacto posible de todos los ensayos realizados en un tema médico concreto.

Pero estas historias demuestran igualmente por qué es tan peligroso silenciar datos sobre los resultados de determinados ensayos. Si un investigador o un médico selecciona ventajosamente los datos al resumir los conocimientos existentes y únicamente tiene en cuenta los ensayos que confirman su corazonada, se obtiene una imagen engañosa de la investigación. Es un problema para ese individuo (y para cualquiera que tenga la torpeza o la mala suerte de dejarse influir por ello). Si no se dispone de los ensayos desfavorables, la comunidad médica y académica mundial, al recopilar toda la información para obtener la mejor perspectiva posible de lo que funciona —como es de rigor— está engañada y obtiene una impresión errónea sobre la eficacia del tratamiento, exagerando indebidamente sus beneficios; o quizá se llegue a la conclusión también errónea de que una intervención fue beneficiosa cuando en realidad fue nociva.

Ahora que ya entienden la importancia de las revisiones sistemáticas, comprenderán la importancia de los datos silenciados, pero también apreciarán que cuando me refiero a la gran cantidad de datos que faltan en los ensayos les ofrezco una visión honesta de conjunto sobre la bibliografía médica, y les explicaré lo que acabo de afirmar recurriendo a revisiones sistemáticas.

¿CUANTOS DATOS FALTAN?

Al querer demostrar que se han dejado ensayos sin publicar se plantea un curioso problema: habrá que demostrar la existencia de estudios a los que no se tiene acceso. Para soslayarlo, los interesados han ideado un sencillo enfoque: identificar una serie de ensayos que consta que han sido realizados y completados y comprobar a continuación si se han publicado. La dificultad de la tarea radica en dar con la lista de ensayos concluidos, para lo cual se recurre a diversas estrategias: rastrear la lista de ensayos autorizados por los comités deontológicos (o por «los paneles de revisión institucionales», en el caso de Estados Unidos), o localizar los ensayos que citan los investigadores en congresos.

En 2008, un grupo de investigadores decidió comprobar si se habían publicado todos los ensayos comunicados a la US Food and Drug Administration relativos a antidepresivos lanzados al mercado entre 1987 y 2004. Una ardua tarea. Los archivos de la FDA guardan una ingente cantidad de información sobre ensayos de nuevos fármacos sometidos a la entidad reguladora para obtener la licencia, pero distan mucho de constituir el total, porque faltan los que se llevan a cabo después de la salida del fármaco al mercado; y, además, la información que facilita la FDA es difícil de localizar y a veces insuficiente. Pero supone, no obstante, una parte importante de los ensayos y es más que suficiente para comenzar a indagar la frecuencia con que faltan ensayos y el porqué. Y, por otra parte, supone una porción significativa de los ensayos de las principales empresas farmacéuticas.

Los investigadores dieron con un total de 74 ensayos que recogían datos de 12 500 pacientes. En 38 ensayos los resultados eran positivos y se hacía constar que el nuevo fármaco era eficaz; en 36, eran negativos. En consecuencia, había realmente un empate de resultados entre éxitos y fallos del fármaco. Los investigadores emprendieron a continuación la búsqueda de los ensayos publicados en la bibliografía académica, que es la documentación accesible a médicos y pacientes. El cuadro cambiaba completamente: 37 de los ensayos positivos —todos menos uno— aparecían publicados íntegros, generalmente con desbordada grandilocuencia. Muy distinto fue el destino de los ensayos con resultados negativos: solo tres de ellos llegaron a publicarse; 22 se perdieron para la historia, y solo fue posible localizarlos en los polvorientos, desorganizados y escasos archivos de la FDA; los 11 restantes, con resultados negativos en los resúmenes de la FDA, aparecieron en la bibliografía académica, pero redactados como si el fármaco fuese un éxito. Si esto les parece absurdo, no les llevaré la contraria; en el capítulo 4, titulado «Malos ensayos clínicos», veremos cómo se retocan y pulen los resultados delos ensayos para distorsionar y exagerar los hallazgos.

Este trabajo de indagación es importante puesto que abarca más de doce fármacos de los principales fabricantes, sin que destaque ninguno «malo» en particular, y en él se expone muy claramente la situación del sistema porque, en realidad, hay 38 ensayos positivos y 37 negativos; y en la bibliografía académica, 48 positivos y 3 negativos. Barajen los datos mentalmente por un instante: «38 ensayos positivos y 37 negativos», o «48 ensayos positivos y solo 3 negativos».

Si estuviésemos hablando de un solo estudio realizado por un solo grupo de investigadores, que optaron por eliminar la mitad de los resultados porque no se ajustaban a la imagen de conjunto que deseaban, podríamos hablar con propiedad de «mala conducta de investigación». Pero tratándose, en cierto modo, del mismo fenómeno en el caso de ensayos completos que desaparecen entre cientos y miles de manos de individuos repartidos por todo el mundo —tanto en el sector público como privado— lo aceptamos como algo normal[12]. Esto ocurre ante los ojos vigilantes de entidades reguladoras y profesionales que se contentan con aplicar una burocracia rutinaria, pese a la indudable repercusión que su tarea tiene sobre los pacientes.

Más extraño aún es que se conozca el problema de la desaparición de estudios con resultados negativos casi desde cuando se viene haciendo ciencia seria.

Es un problema que documentó formalmente por primera vez un psicólogo llamado Theodore Sterling en 1959[13]. Sterling examinó todos los trabajos publicados en las cuatro principales revistas de psicología de la época y descubrió que de 294, 286 reflejaban un resultado estadísticamente significativo, dato que él calificó de «sospechoso»: no era posible que recogiese la representación imparcial de cada uno de los ensayos realizados, porque de creer eso, habría que creer que casi todas las teorías sometidas a prueba experimental por un psicólogo resultarían correctas. Si realmente los psicólogos fuesen tan geniales en predecir conclusiones, apenas tendría sentido molestarse en llevar a cabo experimentos. En 1995, al final de su carrera, casi media vida más tarde, este mismo investigador volvió a tratar el tema, comprobando que la situación apenas había cambiado[14].

Sterling fue el primero en enmarcar estas ideas en un contexto académico formal, pero la verdad de fondo se conoce desde hace siglos. Francis Bacon explicó en 1620 que muchas veces nos engañamos al recordar solo las ocasiones en que algo dio resultado, olvidando aquellas en que fue un fracaso[15]. Fowler, en 1786, confeccionó una lista de casos tratados con arsénico de los que él había sido testigo y señaló que bien podría haber encubierto los fallos, tal como otros pudieran sentirse tentados de hacer, pero que él no los eliminó[16]. Habría sido falaz hacer lo contrario, afirmó.

Pero hasta hace apenas tres décadas no comenzó a notarse que los ensayos desaparecidos planteaban un grave problema en medicina. En 1980, Elina Hemminki descubrió que casi la mitad de los ensayos realizados en Finlandia a mediados de la década de 1970 habían quedado sin publicar[17]. Más tarde, en 1986, un investigador estadounidense llamado Robert Simes decidió indagar en los ensayos sobre un nuevo tratamiento para el cáncer ovárico. Era un estudio importante porque estudiaba una cuestión de vida o muerte. La quimioterapia de varios fármacos para este tipo de cáncer presenta efectos secundarios muy severos y, sabiéndolo, muchos investigadores confiaban en que fuera mejor alternativa administrar primero un único fármaco de acción alquilante antes de emprender la politerapia. Simes examinó cuantos ensayos había publicados sobre el tema en la bibliografía académica que leen doctores y académicos, y vio que a partir de ella la administración previa de un solo fármaco parecía una buena idea: las pacientes con cáncer ovárico avanzado (un mal diagnóstico) a las que se administraba un fármaco de acción alquilante tenían mayores probabilidades de sobrevivir más tiempo.

A continuación, Simes tuvo una feliz idea. Sabía que había ensayos que a veces no se publicaban, y había oído que la mayor probabilidad de que eso ocurriera se daba en los trabajos con menos resultados «fascinantes». Pero demostrar que eso era efectivamente lo que ocurría resultaba muy difícil: hay que localizar un ejemplo imparcial representativo de todos los ensayos realizados y comparar sus resultados con el grupo más reducido de ensayos publicados para ver si se descubren diferencias inquietantes. No era fácil obtener esta información de las entidades reguladoras de medicamentos (de las que hablaremos más pormenorizadamente más adelante), así que optó por mirar en el Banco de Datos de la Investigación Internacional sobre el Cáncer y localizó en él un registro de ensayos interesantes en curso en Estados Unidos, que incluía la mayor parte de los financiados por el gobierno y otros muchos en diversos países. Distaba mucho de ser una lista completa, pero presentaba una característica fundamental: la fecha de registro de los ensayos era anterior a la obtención de resultados, por lo que cualquier lista compilada a partir de esa fuente, aunque no fuese completa, sería cuando menos una muestra representativa de la investigación conjunta llevada a cabo sin el sesgo, por el hecho de que los resultados fueran positivos o negativos.

Cuando Simes comparó los resultados de ensayos publicados con ensayos previamente registrados, las conclusiones fueron inquietantes. Examinando la bibliografía académica —los estudios que investigadores y editores de las revistas deciden publicar—, la administración de fármacos de acción alquilante parecía una gran idea, porque reducía significativamente la tasa de mortalidad del cáncer ovárico avanzado. Pero examinando solo los ensayos previamente registrados —la muestra imparcial no sesgada de todos los ensayos realizados— el nuevo tratamiento no resultaba mejor que la politerapia tradicional.

Simes advirtió rápidamente —como espero que también lo hagan ustedes— que la cuestión de si una modalidad de tratamiento del cáncer es mejor que otra era de poca monta comparada con la carga de profundidad que estaba a punto de lanzar en la bibliografía médica. Todo cuanto creíamos saber sobre si los tratamientos daban resultado o no estaba probablemente distorsionado, hasta un extremo difícil de calibrar, pero este hecho iba a tener sin duda enorme repercusión en el cuidado de los pacientes, porque habíamos estado considerando los resultados positivos sin tener en cuenta los negativos. Se imponía una decisión clara al respecto: abrir un registro para los ensayos clínicos, exigiendo que se hiciera constar cualquier ensayo antes de iniciarlo e insistir en que se publicasen los resultados una vez finalizado.

Esto ocurría en 1986. Desde entonces, una generación después, no se ha progresado nada. Prometo que en este libro no les abrumaré con datos. Pero tampoco quiero que ninguna empresa farmacéutica ni ningún organismo gubernamental regulador o entidad profesional, o quienquiera que dude de lo que afirmo, pueda plantear objeciones. Por eso a continuación expondré la evidencia existente sobre ensayos desparecidos —lo más sucintamente posible—, explicando los principales métodos que he utilizado. Cuanto van a leer seguidamente es un compendio de las revisiones sistemáticas más actuales sobre el tema, por lo que pueden tener la seguridad de que es una conclusión imparcial y no sesgada a partir de los resultados.

En esta clase de investigación, uno de los enfoques consiste en reunir los ensayos que tenga registrados una entidad reguladora de medicamentos, desde los más antiguos presentados para obtener la licencia del nuevo fármaco, y verificar a continuación si aparecen en la bibliografía académica. Es el método que, como vimos, se empleó en el trabajo anteriormente mencionado, en el que los investigadores localizaron todos los ensayos sobre doce antidepresivos y hallaron un 50/50 de resultados positivos y negativos convertido en 48 ensayos positivos y tres negativos. Este método se ha aplicado de forma generalizada en diversos campos de la medicina:

Pueden examinar, si lo prefieren, las presentaciones en congresos, en los que se aporta y debate gran cantidad de investigaciones, pero el mejor cálculo actual es que solo la mitad de esta investigación, aproximadamente, llega a publicarse en la prensa científica[21]. Es prácticamente imposible encontrar o citar estudios presentados solo en los congresos, y son particularmente difíciles de evaluar por la escasa información disponible sobre la metodología del ensayo (que a veces se reduce a un simple párrafo). Y, como veremos en breve, no todos los ensayos constituyen un test imparcial, ya que algunos presentan un sesgo metodológico, lo cual supone un reparo importante.

La revisión sistemática más reciente de estudios en que se indagó qué ocurre con los trabajos presentados en congresos, se llevó a cabo en 2010, y abarcaba 30 estudios dedicados a averiguar si las presentaciones negativas en congresos —en campos tan diversos como los anestésicos, la fibrosis quística, la oncología y accidentes y emergencias— desaparecerían antes de convertirse en trabajos académicos hechos y derechos[22]. Es abrumadora la probabilidad de que los resultados desfavorables desaparezcan.

Se puede localizar con suerte una lista de ensayos de los que se hizo constar la existencia de registro público previo al inicio de las pruebas, un registro quizás establecido para comprobar esa circunstancia concreta. En la industria farmacéutica, hasta hace bien poco, podía considerarse una verdadera suerte que semejante lista fuese de dominico público. La historia cambia poco en el caso de la investigación financiada con dinero público, con lo cual comenzamos a aprender otra lección: aunque la gran mayoría de ensayos los lleva a cabo la industria —y por tanto es quien marca la pauta general—, este fenómeno no se circunscribe al sector comercial.

Lo que se desprende de este aluvión de datos es sencillo: no es un campo en el que escasee la investigación; hace tiempo que disponemos de evidencias, y no son ni contradictorias ni ambiguas.

En dos estudios franceses de 2005 y 2006, el enfoque adoptado fue distinto: los investigadores solicitaron listas a comités deontológicos y obtuvieron las listas de ensayos aprobados; a continuación, indagaron entre los investigadores participantes si los ensayos habían dado resultados positivos o negativos, y, finalmente, localizaron los trabajos académicos publicados[27]. En el primero de estos estudios se evidenció que en ensayos con resultado positivo había el doble de probabilidades de publicación; en el segundo estudio, la probabilidad era cuatro veces mayor. En Gran Bretaña, dos investigadores enviaron un cuestionario a los principales científicos de ciento un proyectos financiados por la entidad de Investigación y Desarrollo de la NHS. Pese a no ser una investigación sobre la industria farmacéutica, merece la pena reseñarla porque obtuvieron resultados fuera de lo normal: no existía diferencia estadística significativa en cuanto a la tasa de publicación de los trabajos entre ensayos de resultados positivos o de resultados negativos[28].

Pero no basta simplemente con hacer una lista de ensayos. Recogiendo sistemáticamente la evidencia de que disponemos hasta ahora, ¿cuál es el cuadro general?

No vale reunir todos los estudios de esta naturaleza en una gigantesca hoja de cálculo para obtener una cifra resumen sobre sesgo en la publicación por tratarse de estudios muy distintos, en diferentes campos y con distinta metodología. Este es el obstáculo fundamental en numerosos metaanálisis (aunque no hay que exagerar, porque si tenemos muchos ensayos en que se compara un tratamiento con un placebo, por ejemplo, y a todos se les aplica el mismo parámetro en los resultados, es aceptable reunirlos).

Pero lo razonable es reunir los ensayos por grupos. La revisión sistemática más actual sobre sesgo en la publicación, de la que hemos extraído los ejemplos citados, data de 2010, y resume la evidencia en diversos campos[29]. Doce ensayos comparables se publicaron tras su presentación en congresos, arrojando en conjunto el resultado de que un ensayo con resultados positivos presenta 1,62 veces más probabilidades de ser publicado. En los cuatro estudios que reunieron listas de ensayos desde antes de su inicio, los resultados positivos en conjunto presentaban 2,4 veces más probabilidades de ser publicados. Esto resume los cálculos más exactos sobre la magnitud del problema. Son actuales y demoledores.

Todos esos datos que faltan no constituyen una simple cuestión académica abstracta; en el mundo real de la medicina se utiliza la evidencia publicada para adoptar decisiones sobre tratamientos, por lo que es un problema que afecta de forma inevitable a lo que haga el médico, y merece la pena examinar con detalle la repercusión que ejerce sobre la práctica médica. En primer lugar, como vimos en el caso de la reboxetina, médicos y pacientes son víctimas de un engaño respecto a los medicamentos que emplean y pueden llegar a adoptar decisiones que causen sufrimiento evitable, defunciones, incluso. Pueden provocar también que optemos por tratamientos innecesariamente costosos al vernos erróneamente inducidos a pensar que son de mayor eficacia que los aplicables con otros fármacos ya existentes más baratos. Este despilfarro económico priva de tratamiento en último término a otros pacientes, dado que las asignaciones para sanidad no son inagotables.

Merece también la pena dejar bien sentado que son datos que se ocultan a todos los integrantes del campo de la medicina, de arriba abajo. Por ejemplo, NICE, que es el Instituto Nacional de Salud y Excelencia Clínica creado por el gobierno británico para llevar a cabo minuciosos resúmenes exhaustivos y sin sesgo de la evidencia de los nuevos tratamientos, no tiene potestad de localización ni de acceso a los datos que ocultan investigadores o empresas sobre la eficacia de un fármaco; NICE no tiene más derecho legal a acceder a esos datos que ustedes o yo, a pesar de que adopta decisiones, por cuenta del NHS, sobre eficacia y coste-eficacia para millones de personas. De hecho, como veremos, el MHRA y la EMA (Agencia Europea de Medicamentos) —entidades reguladoras que autorizan la salida de fármacos al mercado en el Reino Unido— suelen tener acceso a esos datos, pero no los revelan al público, a los médicos ni al NICE. Es una situación increíble y aberrante.

Así que mientras a los médicos se les priva de los datos, a los pacientes se les expone a tratamientos de inferior calidad, a tratamientos ineficaces, a tratamientos innecesarios que no son mejores que otros más baratos; los gobiernos pagan tratamientos innecesariamente costosos y encubren el coste del daño causado por los tratamientos inadecuados o nocivos; y los participantes en los ensayos, como los del TGN 1412, se ven sometidos a experiencias atroces que ponen en riesgo su vida, y que dejan, sin necesidad —como hemos visto—, secuelas permanentes.

Al mismo tiempo, con ello se retrasa la investigación médica, dado que datos negativos vitales quedan vedados al acceso de quienes podrían utilizarlos. Ello afecta a todos los campos, pero es particularmente atroz en el caso de las «enfermedades no rentables», dolencias problemáticas que afectan a un reducido número de pacientes, ya que, de entrada, estas áreas de la medicina disponen de pocos recursos, por lo que sufren la marginación de los departamentos de investigación y de casi todas las empresas farmacéuticas al ser escasas las posibilidades de ingresos económicos. Quienes trabajan en el campo de las enfermedades sin interés comercial investigan muchas veces con fármacos ensayados en otras enfermedades y que no han dado resultado, pero que teóricamente podrían resultar eficaces en determinada enfermedad no rentable. Al no estar disponibles los datos de trabajos anteriores con esos fármacos en otras enfermedades, la tarea de su experimentación en enfermedades no rentables es más ardua y peligrosa, y quizás haya casos en que se ha demostrado previamente que un medicamento ejerce ciertos beneficios o efectos que permitirían progresos en la investigación, o tal vez ya se ha comprobado en otras enfermedades que son activamente nocivos, por lo que contribuiría a evitar sus efectos perjudiciales en participantes de futuros ensayos clínicos. Pero nadie informa.

Finalmente, y lo que quizás es aún más vergonzoso, permitir que los datos desfavorables no lleguen a publicarse es una traición a los pacientes que participaron en tales ensayos, personas que han prestado su cuerpo, y a veces dado su vida, con el convencimiento tácito de que contribuían a obtener un nuevo conocimiento que beneficiaría en el futuro a otros en su misma situación. De hecho, este convencimiento no es tácito, sino consecuencia de lo que les decimos en nuestro papel de investigadores, mintiéndolos a sabiendas, porque los datos pueden quedar ocultos.

¿De quién es, pues, la culpa?

¿POR QUÉ DESAPARECEN LOS ENSAYOS CON RESULTADOS NEGATIVOS?

No tardaremos en abordar casos más claros de farmacéuticas que ocultan datos —en situaciones en las que se pueden identificar a personas concretas— a veces en connivencia con organismos reguladores. Espero que crezca su indignación cuando lleguemos a ello. Pero antes vale la pena dedicar unos párrafos a comprobar que el sesgo de publicaciones ocurre independientemente del desarrollo comercial del fármaco y en campos académicos sin la menor relación, en los que la única motivación de sus integrantes es su reputación y sus intereses personales.

El sesgo de publicación es en muchos aspectos un proceder muy humano. Si uno realiza una prueba sin obtener resultados positivos espectaculares, puede llegar a la errónea conclusión de que el experimento carece de interés para otros investigadores. Interviene, además, la perspectiva de los incentivos, porque a los académicos se los suele juzgar, infundadamente, por drásticos parámetros, tales como el número de veces que se citan sus trabajos o el número de estudios de «alta repercusión» que llegan a publicar en prestigiosas revistas de amplia difusión. Si los resultados negativos son más difíciles de publicar en revistas importantes y es más difícil aún que los citen otros académicos, el incentivo para esforzarse en divulgarlos mengua. En el caso de un hallazgo positivo, uno siente que ha descubierto algo nuevo y cunde el entusiasmo entre cuantos te rodean por los excepcionales resultados.

En 2010 hubo un elocuente ejemplo de este problema. Un investigador estadounidense en psicología llamado Daryl Bem publicó un buen trabajo académico en una revista de prestigio dando cuenta de evidencia en la precognición, la capacidad de leer el futuro[*] El trabajo seguía una buena metodología y los resultados eran estadísticamente significativos, pero a muchos no les convenció por las mismas razones que a ustedes: si realmente los seres humanos pudiesen ver el futuro, es muy probable que lo supiéramos.

Una afirmación extraordinaria requiere pruebas apabullantes más que un experimento ocasional.

Pero, en realidad, el estudio se ha repetido sin que se hayan obtenido los datos positivos de Bem. Al menos dos grupos de académicos han repetido varios de sus experimentos, exactamente con los mismos métodos, sin que en ninguno se confirmara ninguna evidencia de precognición. Un grupo ofreció los resultados negativos al Journal of Personality and Social Psychology —la misma revista que en 2010 publicó el trabajo de Bem— y el editor rechazó sin contemplaciones el trabajo alegando que no publicaban trabajos que replicaran otros experimentos.

En medicina nos encontramos con el mismo problema: los resultados positivos cuentan con mayores probabilidades de ser publicados que los negativos. De vez en cuando, se publica un extraño resultado positivo que muestra, por ejemplo, que la gente puede ver el futuro. ¿Cuántos psicólogos no habrán tratado a lo largo de los años de encontrar pruebas de poderes físicos, realizando experimentos intrincados y tediosos en docenas de sujetos —si no cientos— sin hallar evidencia alguna de tales poderes? A cualquier científico que intente publicar tan inane hallazgo le costará mucho encontrar una revista seria que lo acepte, si la encuentra. Incluso si apunta claramente al trabajo de Bem sobre precognición —que recibió amplia cobertura en periódicos serios europeos y estadounidenses—, la misma revista académica que había mostrado un reciente interés por el tema de la precognición, se negó a publicar otro trabajo con resultados negativos, pese a que la repetición del ensayo era primordial —como el propio Bem afirmaba en su trabajo—, y pese a que es fundamental también el seguimiento de las repeticiones de experimentos que no dan resultado.

Quienes trabajan en un laboratorio pueden informales de que en ocasiones hay que repetir una y otra vez un experimento hasta obtener los resultados positivos deseados. ¿Qué significa esto? Que a veces los fallos son consecuencia de problemas técnicos comprensibles, pero otras es importantísimo el contexto estadístico, que incluso puede poner en entredicho el principal resultado de una investigación. No olviden que, en investigación, muchos hallazgos no son en absoluto resultados claros, sino leves correlaciones estadísticas. En el actual sistema, casi toda la información contextual sobre fallos se esconde debajo de la alfombra, lo cual tiene una repercusión colosal en el coste de las investigaciones de replicación, aunque no se evidencie de inmediato. Por ejemplo, investigadores que no han logrado reproducir los resultados de un experimento tal vez no sepan si han fallado porque el primer resultado fue una chiripa magnificada o porque han cometido algún error metodológico. De hecho, el coste de demostrar que un hallazgo ha sido erróneo supera con creces al de haberlo detectado a la primera, porque implica repetir muchas veces el experimento para demostrar la «ausencia» de un hallazgo por simple imposición del método estadístico para detectar efectos poco seguros, y además debe estarse absolutamente seguro de que se ha descartado cualquier problema técnico para no quedar como un idiota si la repetición del experimento resulta incorrecta. Estos obstáculos de la refutación explican en parte por qué es tan fácil irse de rositas publicando resultados que a la postre resultan erróneos[30].

El sesgo de publicación no es un simple problema de los más recónditos y abstrusos campos de la investigación psicológica. En 2012, un grupo de investigadores comunicó en la revista Nature el modo en que había intentado replicar 53 experimentos de laboratorio con fines prometedores en tratamientos para el cáncer: en 47 de los 53 casos fue imposible la replicación[31]. Este estudio refleja graves implicaciones en cuanto al desarrollo de nuevos fármacos porque esos resultados no reproducibles no son una simple cuestión académica abstracta: los investigadores construyen teorías basadas en ellos, confían en que sean válidas e investigan sobre la misma idea con otros métodos; si los engañan, orientándolos para que detecten errores casuales, se despilfarran enormes sumas de dinero para la investigación e ingentes esfuerzos, retrasándose gravemente el hallazgo de nuevos tratamientos médicos.

Los autores del estudio vieron claramente la causa y la solución del problema, y comentaron que existe mayor probabilidad de que se envíen a revistas hallazgos casuales y que se publiquen, que de que se publiquen aburridos resultados negativos de estudios más serios. Serían necesarios mayores incentivos a los académicos para que publiquen los resultados negativos, pero también debemos darles más oportunidades.

Esto implica cambiar el modo de proceder de las revistas académicas, y aquí se nos plantea un nuevo problema. Los editores de esta clase de publicaciones, aun siendo casi siempre académicos, miran por sus propios intereses y planes, y tienen más características en común con los editores de prensa corriente de lo que les gustaría admitir, como ilustra claramente el citado episodio del experimento sobre precognición. Si esta clase de publicaciones constituye un modelo mínimamente razonable para la comunicación y difusión de la investigación sigue siendo un tema académico de encarnizado debate, pero es la situación real. Las revistas son como porteros que deciden lo que es relevante e interesante para su audiencia y que compiten por tener más lectores.

Esta circunstancia puede llevar a los editores a adoptar pautas de publicación que no reflejen los mejores intereses de la ciencia porque el deseo particular de una determinada publicación de ofrecer un contenido atractivo puede entrar en conflicto con el imperativo general de ofrecer una imagen completa de la evidencia. Existe en periodismo un aforismo según el cual: «Si un perro muerde a una persona no es noticia, pero sí que es noticia que una persona muerda a un perro…». Esta pauta sobre la validez de una noticia en los medios de comunicación habituales ha quedado cuantitativamente demostrada. En un estudio de 2003, por ejemplo, se examinó la cobertura de noticias sobre salud de la BBC a lo largo de varios meses, calculándose cuántas personas tenían que haber muerto por una causa determinada para que fuera noticia. En cada una de las noticias sobre tabaco, los fumadores fallecidos eran 8571, mientras que se detectaron tres noticias por cada una de las defunciones causadas por «la enfermedad de las vacas locas» [CID por sus siglas inglés][32]. En otro estudio de 1992, se examinó la cobertura mediática sobre muertes por fármacos, observándose que se requerían 265 defunciones a causa del paracetamol para que en un periódico apareciera una noticia sobre ello; sin embargo, cualquier muerte por efecto de la MDMA constituía noticia[33].

Si estos mismos criterios influyen en el contenido de las revistas académicas se plantea un problema. Pero ¿es realmente cierto que las revistas académicas son el cuello de botella que impide que médicos y académicos tengan acceso a los resultados desfavorables de ensayos clínicos sobre seguridad y eficacia de los fármacos que recetan? Este es un argumento al que suele recurrir la industria y muchas veces también los investigadores, que se inclinan por achacar a las publicaciones el rechazo en general de trabajos con resultados negativos. Afortunadamente, hay investigaciones sobre la cuestión y, en conjunto, aunque las revistas no sean inocentes, difícilmente puede afirmarse que son las responsables de este problema de sanidad pública. Y menos desde que existe una serie de revistas académicas consagradas a publicar ensayos clínicos, con el compromiso explícito en sus estatutos de publicar resultados negativos.

Pero, por no eludirlo y por mor de la exactitud, y porque la industria y los investigadores son muy proclives a echar la culpa a las revistas académicas, vamos a analizar lo que hay de cierto en su alegación.

En una encuesta se planteó a los autores de trabajos no publicados la pregunta de si habían solicitado la publicación de los mismos. Se localizaron 124 trabajos no publicados, haciendo el seguimiento de los ensayos aprobados por un grupo estadounidense de comités deontológicos; cuando los investigadores entraron en contacto con los equipos que habían revisado los trabajos no publicados, resultó que solo seis de ellos habían sido presentados y rechazados[34]. Pensarán que tal vez fue un hallazgo anómalo. Otro enfoque consiste en el seguimiento de todos los trabajos enviados a una revista para comprobar si los que presentaban resultados negativos son rechazados con mayor frecuencia. También en este caso las revistas son intachables: se realizó el seguimiento de 745 manuscritos presentados al Journal of the American Medical Association (JAMA) sin que se detectara diferencia en el índice de aceptación entre datos significativos e irrelevantes[35]. El mismo método se ha seguido con trabajos presentados al BMÍ, el Lancet, Annals of Internal Medicine y el Journal of Bone and Joint Surgery[36]. En ninguno de los casos se detectó diferencia alguna. ¿Sería porque las publicaciones fueron imparciales al saber que estaban siendo observadas? Cambiar radicalmente los criterios de publicación en un caso concreto es difícil pero no imposible.

En todos estos estudios se indagó sobre lo que ocurre en la práctica habitual. Una última opción es llevar a cabo un experimento enviando idénticos trabajos a diversas publicaciones, pero cambiando al azar el sentido de los resultados para ver si con ello se produce alguna diferencia en los índices de aceptación. No es algo que anime a hacerlo muy a menudo ya que implica una pérdida de tiempo para muchas personas, pero como el sesgo de publicación es una cuestión importante, en ciertas ocasiones se ha considerado una intrusión justificada.

En 1990, un investigador llamado Epstein organizó una serie de trabajos ficticios, de idéntica metodología y presentación, que únicamente diferían en que la conclusión arrojaba resultados positivos o negativos, respectivamente. Epstein los envío al azar a 164 publicaciones: los trabajos con resultados positivos obtuvieron una aceptación del 35%, y los negativos, del 26%; una diferencia que no resultó suficiente para considerarla estadísticamente significativa[37]. En otros estudios se ha recurrido a la misma maniobra a menor escala, no presentando un trabajo a una revista determinada, sino distribuyendo por medio de ella una parodia de trabajos académicos a diversos revisores para una revisión entre iguales, sabiendo que estos no adoptan la decisión final de publicación, pero que aconsejan a los editores, por lo que resulta útil un muestreo del proceder. Los resultados de este tipo de estudios son más heterogéneos. En uno de ellos, de 1977, se enviaron falsos trabajos de idéntica metodología pero distintos resultados a 75 revisores, apreciándose cierto sesgo en contra de aceptar trabajos que contravenían sus propias opiniones[38].

En otro estudio de 1994, se cotejaron las respuestas de los revisores a un trabajo sobre electroestimuladores (TENS) —instrumentos muy polémicos que existen en el mercado para paliar el dolor—. Se identificó a 33 revisores con convicciones muy arraigadas a favor o en contra, y de nuevo se comprobó que sus opiniones sobre el trabajo guardaban estrecha relación con sus prejuicios, pese a lo reducido de la muestra[39]. En otro estudio se hizo lo mismo con trabajos sobre tratamientos de curanderos, y se detectó que el sentido de los hallazgos no influía en general en los revisores de publicaciones médicas en cuanto a su opinión sobre la aceptación de los mismos[40].

Finalmente, en 2010, se realizó un estudio a gran escala, por distribución aleatoria, para comprobar si los revisores de trabajos presentados los rechazaban basándose en convicciones preconcebidas (buen indicador de si en las revistas entra en juego el sesgo de publicación relativo a resultados, cuando el criterio del enfoque debería ser si un ensayo está debidamente diseñado y realizado). Se enviaron falsos trabajos, idénticos salvo en los resultados que reseñaban, a más de 200 revisores: la mitad de ellos recibieron trabajos con resultados de su agrado y la otra mitad, con resultados que no les agradaban. Los revisores mostraron mayor tendencia a recomendar su publicación si recibían la versión del manuscrito con resultados que les complacían (97% frente al 80%), y mayor tendencia a detectar errores en el manuscrito de resultados que no les gustaban[41].

En conjunto, aunque haya zonas ambiguas en ciertos aspectos, estos resultados no sugieren que las revistas sean la principal causa del problema de la desaparición de ensayos negativos. En los experimentos con revisiones aisladas entre iguales, se aprecia en las opiniones de los revisores algún sesgo en la valoración de ciertos trabajos, pero ellos no tienen la última palabra en cuanto a su publicación, y en todos los estudios en que se somete a examen qué ocurre con los trabajos de resultados negativos presentados a revistas en el mundo real, la evidencia demuestra que van a imprenta sin problemas. Quizá las revistas no sean totalmente inocentes, pero sería un error atribuirles la culpa.

A la luz de todo lo expuesto, son muy reveladores los datos de lo que los propios investigadores dicen sobre su modo de proceder. En diversas cuestiones comentan que pensaban que no tenía sentido presentar resultados negativos porque las revistas los rechazarían: el 20% de los investigadores médicos lo afirmaban en 1998[42]; el 61% de investigadores en psicología y educación afirmaron lo mismo en 1991[43], y así sucesivamente[44]. Cuando se les preguntó por qué no enviaron sus trabajos para que los publicaran, las razones más comunes aducidas atañían a resultados negativos, a falta de interés o a falta de tiempo.

Este es el extremo más abstracto del ámbito académico —muy alejado del ámbito concreto de los ensayos clínicos—, pero parece, cuando menos, que los académicos están equivocados respecto a la causa por la que los resultados negativos desaparecen. Tal vez las revistas pongan obstáculos a la publicación de resultados negativos, pero no taxativamente, y gran parte del problema reside en las motivaciones y percepciones de los propios académicos.

Pero es que además, en los últimos años, la era de libre acceso a publicaciones académicas va más en serio, y ahora hay varias revistas, como Trials, de libre acceso, con una política editorial que se basa en aceptar cualquier trabajo sobre un determinado ensayo, independientemente de los resultados, y que solicitan activamente resultados negativos. Con ofertas como esta en juego, cuesta mucho creer que alguien que lo desee tenga que esforzarse para publicar un ensayo con resultados negativos. Sin embargo, a pesar de ello, siguen desapareciendo resultados negativos y hay muchas multinacionales que retienen resultados sobre sus ensayos clínicos de medicamentos, pese a ser una acuciante necesidad para académicos y médicos.

Se preguntarán, no sin razón, si no habrá personas supuestamente dedicadas a impedir la ocultación de este tipo de datos, universidades en las que se llevan a cabo investigaciones, por ejemplo, o entidades reguladoras, o «comités deontológicos» encargados de proteger a los pacientes que participan en las pruebas. Lamentablemente, el propósito de nuestra indagación es escrutar el lado oscuro, y veremos que muchas de las personas y organizaciones de las que cabría esperar una defensa de los pacientes por el perjuicio que se les inflige ocultando datos, han optado por eludir su responsabilidad y, lo que es peor aún, veremos que muchas de ellas han contribuido activamente coadyuvando con las empresas en la ocultación de datos a los pacientes. Estamos a punto de abordar el examen de graves problemas, el fraude de ciertos individuos, y también de plantear algunas soluciones sencillas.

¿CÓMO NOS HAN DEFRAUDADO LOS COMITES DEONTOLÓGICOS Y LAS UNIVERSIDADES?

Espero que, a estas alturas, compartan mi opinión de que ocultar datos de ensayos clínicos es una falta de ética por la simple razón de que con la ocultación de datos se expone a los pacientes a daños evitables. Pero las transgresiones éticas rebasan el simple perjuicio causado a futuros pacientes.

Los pacientes y el público participan en los ensayos clínicos con notable coste para ellos mismos por exponerse a molestias e intrusiones en su intimidad, ya que los ensayos clínicos requieren generalmente reconocimientos físicos para evaluar los progresos, repetidos análisis de sangre y nuevos reconocimientos; pero, además, en ocasiones, los participantes se exponen a mayores riesgos y/o a la posibilidad de que se les aplique un tratamiento de inferior calidad. La gente lo acepta por altruismo, con el convencimiento implícito de que los resultados de esa experiencia a que se someten contribuyan a mejorar nuestro conocimiento sobre qué medicamentos dan buen resultado y cuáles no, y contribuyendo, a su vez, con ello al beneficio de futuros pacientes. En realidad, no es un convencimiento implícito, sino que en muchos ensayos es explícito, ya que al paciente, —cuando firma la aceptación de participar en el estudio—, se le explica que los datos se utilizarán como base en futuras decisiones. Si esto no es así y se ocultan los datos por el capricho de un investigador o de una empresa, se ha mentido a los pacientes a sabiendas. Malo, malo.

¿Cuáles son, pues, los acuerdos formales entre pacientes, investigadores y promotores? En un mundo lógico, lo ideal sería un contrato universal en el que estuviese claro que los investigadores están obligados a publicar los resultados y que los promotores de la industria —que tienen sumo interés en obtener resultados positivos— no van a ejercer control alguno sobre los datos. Pero a pesar de cuanto sabemos sobre la frecuencia con que la investigación financiada por la industria sufre sesgos sistemáticos, no se hace nada. De hecho, sucede todo lo contrario, y es perfectamente normal que investigadores y académicos que realizan ensayos financiados por la industria firmen contratos que les imponen cláusulas restrictivas que les prohíben publicar los datos de los ensayos realizados, hablar de los mismos o analizarlos sin permiso de quien los financia. Es una situación tan hermética y vergonzosa que, incluso por tratar de documentarla públicamente, puede verse uno en una situación comprometida, como veremos a continuación.

En 2006, JAMA publicó un trabajo explicando cuán extendido era el hecho de que los investigadores que realizan pruebas financiadas por la industria se encontraran con ese tipo de restricciones sobre sus derechos a publicar los resultados[45]. El autor del estudio fue el Nordic Cochrane Center, que examinó los ensayos autorizados en Copenhague y Frederiksberg. (Si se preguntan por qué se eligieron esas dos ciudades, les diré que fue una simple cuestión práctica, más el extraño hermetismo que envuelve este mundo, porque los investigadores del estudio hicieron inútilmente solicitudes en otros lugares, y en el Reino Unido se les negó explícitamente el acceso a los datos[46]). Los ensayos en cuestión estaban abrumadoramente financiados por la industria farmacéutica (98%), y de las condiciones que regulaban el uso de los resultados se desprende una historia que se sitúa en la consabida divisoria entre lo inquietante y lo absurdo.

En 16 de los 44 ensayos había que mostrar los datos a la empresa promotora a medida que se recogían, y en otros 16 esta tenía derecho a interrumpir la prueba en cualquier momento por la razón que fuese. Esto significa que una empresa puede comprobar si un ensayo se desarrolla en detrimento de sus intereses, teniendo potestad para interrumpir su continuación. Como veremos más adelante (en los apartados «Ensayos clínicos que se interrumpen antes de tiempo», y «Ensayos clínicos en los que se cambia el resultado principal una vez concluidos», págs. 173 y 187), esta circunstancia distorsiona los resultados de un ensayo y provoca un sesgo innecesario y oculto. Si, por ejemplo, se interrumpe un ensayo en su primera fase porque se ha echado una ojeada a los resultados preliminares, es posible exagerar un beneficio modesto o bien ocultar un resultado negativo adverso. Curiosamente, el hecho de que la empresa promotora tuviera potestad para introducir un sesgo no se mencionaba en ninguno de los trabajos académicos que reseñaban los resultados de los ensayos, por lo que nadie que leyera esas publicaciones podría saber que las pruebas adolecían, de antemano, de un grave fallo.

Incluso en el caso de que se hubiese permitido acabar el ensayo, habrían podido eliminar los datos, porque existieron restricciones en cuanto a la publicación en 40 de los 44 ensayos, y en la mitad de ellos el contrato especificaba que el promotor de la investigación era el exclusivo propietario de esos datos (y los pacientes, ¿qué?, podrían preguntarse), o que se reservaba la competencia de aprobar la publicación definitiva, o ambas cosas a la vez. En los trabajos publicados no se mencionaron tales restricciones y en ninguno de los protocolos o trabajos existe mención alguna de que el promotor tenga libre acceso a los datos del ensayo ni la última palabra en cuanto a su publicación.

Merece la pena dedicar un instante a reflexionar sobre lo que esto implica. Los resultados contenían sesgos que suponen una distorsión grave para la bibliografía académica, porque los ensayos que anticipadamente muestran indicios de resultados negativos (o los que arrojan un resultado negativo) pueden quedar excluidos del registro académico, pero nadie que los leyera podría haber imaginado que existiera esa cláusula de censura.

El estudio que acabo de citar lo publicó JAMA, una de las revistas médicas más importantes del mundo. Poco después aparecía en el BMJ[47] una escandalosa noticia sobre intromisión por parte de la industria. Lif, la asociación danesa de industrias farmacéuticas, protestaba por el trabajo en cuestión declarando en el Journal of the Danish Medical Association que se sentían «conmocionados e irritados por la inadmisible crítica», y pedía una investigación de los científicos, sin decir quiénes ni por qué motivo. A continuación, Lif se dirigió por escrito al Comité danés de Fraude Científico, acusando a los investigadores de Cochrane de mala conducta científica. No tenemos acceso a la carta, pero los investigadores de Cochrane comentaron que era una alegación enormemente grave —se les acusaba de distorsionar deliberadamente los datos—, aunque vaga y sin documentación o evidencia alguna que la corroborase.

No obstante, la investigación se prolongó un año porque a los académicos les gusta hacer las cosas como es debido y dan por sentado que cualquier reclamación se hace de buena fe. Peter Gøtzsche, director del centro Cochrane, declaró al BMJ que solo en la tercera carta de Lif, transcurridos diez meses del proceso, se hacían alegaciones susceptibles de ser investigadas por el comité. Dos meses después se retiraba la querella. Los investigadores de Cochrane no habían cometido dolo, pero antes de que quedaran libres de toda sospecha Lif envió copia de las cartas en que se alegaban falta de honradez científica al hospital en que trabajaban cuatro de ellos y a la dirección de la organización que gestionaba el hospital, así como a la Asociación Médica Danesa, al Ministerio de Sanidad, al Ministerio de Ciencia y a otros organismos. Gøtzsche y sus colegas protestaron por sentirse «intimidados y acosados» con el proceder de Lif, pero la entidad siguió insistiendo en que los investigadores eran culpables de mala conducta aun después de concluida la indagación. Así pues, la investigación en este campo no es nada fácil; cuesta encontrar financiación y la industria se ocupa de que quien emprenda la tarea se sienta como caminando sobre brasas.

Aun siendo el problema de dominio público general, no han servido de nada los intentos para solucionarlo[48]. El Comité Internacional de Editores de Revistas Médicas, por ejemplo, propuso en 2011 que el principal autor de cualquier estudio que se publicara firmase un documento declarando que los investigadores tuvieron libre acceso a los datos y pleno control sobre la decisión de publicarlos. Investigadores de la Universidad de Duke en Carolina del Norte examinaron los contratos entre facultades de medicina y promotores de la industria y observaron que este requisito se incumplía por rutina, y recomendaron contratos blindados en las relaciones entre la industria y el ámbito académico. ¿Fue una imposición? No. Los promotores continúan controlando los datos.

Cinco años después, en un amplio estudio publicado en el New England Journal of Medicine se investigó si algo había cambiado[49]; se preguntó a la administración de 122 escuelas acreditadas de medicina en Estados Unidos sobre los contratos con promotores (y, más concretamente, no fue un estudio sobre lo que «hacían», sino sobre lo que admitían en público). La mayoría de ellas comentaron que las negociaciones en los contratos sobre el derecho a publicar datos eran «difíciles» y un inquietante 62% declaró que estaba bien que el acuerdo sobre ensayos entre el ámbito académico y el promotor del sector industrial fuese confidencial, lo cual constituye un grave problema, ya que significa que quienquiera que lea un estudio no puede saber qué grado de intromisión se acordó con el promotor, una información importante para quien interpreta la investigación. La mitad de los centros consentían que el promotor redactara el trabajo sobre la investigación, lo cual es otro problema latente en medicina no menos relevante, pues es el modo de introducir discretamente sesgos y términos rimbombantes (como veremos con detalle en el capítulo 6). La otra mitad declaró que estaba bien que en los contratos se prohibiera a los investigadores compartir y publicar datos después del ensayo, lo que igualmente entorpece la investigación. Una cuarta parte declaró que era aceptable que el promotor insertase sus propios análisis estadísticos en el manuscrito. El resultado a las preguntas sobre desavenencias fue que el 17% de las administraciones habían sostenido controversias en el año anterior sobre a quién competía el control de los datos.

A veces estas discrepancias sobre el acceso a los datos causan serios problemas en los departamentos académicos, cuando se produce una divergencia de pareceres sobre lo que es ético o no. Aubrey Blumsohn era catedrático decano en la Universidad de Sheffield, y estuvo a cargo de un proyecto financiado por Procter & Gamble para investigar un fármaco para la osteoporosis llamado risedronato[50]. Se pretendía analizar muestras de sangre y orina de un ensayo anterior, dirigido por el director del departamento de Blumsohn, el profesor Richard Eastell. Tras la firma de los contratos, P&G remitió «resúmenes» de los hallazgos firmados por Blumsohn como primer autor y unas tablas resumidas de resultados. Estupendo, comentó Blumsohn, pero el investigador soy yo y me gustaría ver los datos sin elaborar para analizarlos. La empresa se negó alegando que no entraba en su política. Blumsohn se mantuvo firme y los trabajos no se publicaron. Pero, a continuación, vio que Eastell había publicado otro trabajo por cuenta de P&G, afirmando que todos los investigadores «habían tenido acceso a los datos y los habían analizado»; como no era verdad, se quejó y la Universidad de Sheffield le suspendió en el cargo, ofreciéndole un finiquito con una cláusula de silencio y 145 000 libras, y finalmente se vio obligado a dejar su empleo. Mientras tanto, Eastell fue objeto de censuras por parte del General Medical Council, pero al cabo de un asombroso plazo de varios años y sin que perdiera el puesto.

Por tanto, es habitual suscribir contratos que permiten a empresas e investigadores retener datos, algo lamentable, pero no solo porque induzcan a engaño a médicos y pacientes, sino porque vulneran otro compromiso vital: el acuerdo entre los facultativos y los pacientes que participan en los ensayos.

De hecho, la gente participa en los ensayos convencida de que los resultados del experimento contribuirán en el futuro a mejorar el tratamiento de pacientes como ellos. Esto que digo no es una simple especulación: en uno de los escasos estudios en que se preguntó a los pacientes por qué habían participado en un ensayo, se observó que el 90% consideraban que contribuían de forma «importante» o «moderada» al servicio de la sociedad, y el 84% se sentía orgulloso de ello[51]. Los pacientes no son tontos ni ingenuos por tener esta convicción, puesto que es lo que consta en los formularios que firman con su consentimiento; pero se engañan, ya que con frecuencia los resultados de los ensayos quedan sin publicarse, inaccesibles a médicos y pacientes. Esos documentos rubricados con el consentimiento son un engaño para la gente en dos aspectos de vital importancia. En primer lugar, no dicen la verdad: que la persona que dirige el ensayo, o quien lo financia, pueden decidir no publicar los resultados según la conclusión que arrojen al final de la prueba. En segundo lugar, y aún peor, es que en ellos se afirma explícitamente una falsedad: los investigadores aseguran a los pacientes que participan en la prueba para generar conocimientos que se utilizarán para mejorar futuros tratamientos, pese a que saben que en muchos casos no van a publicarse los resultados.

De esta situación cabe extraer una sola conclusión: los formularios de consentimiento mienten sistemáticamente a los pacientes que participan en los ensayos. Es una situación sin parangón, y más aún debido al ingente papeleo que debe afrontar cualquier persona que participe en un ensayo y a la obligatoriedad de informar minuciosamente a los participantes sobre su tratamiento. A pesar de todo este circo reglamentario —que en la práctica habitual entorpece la buena investigación (como veremos en las págs. 212-213)—, se consiente que en dichos formularios consten descaradas mentiras a los pacientes sobre el control de los datos, y se posterga así la solución de uno de los principales problemas éticos de la medicina en general. Para mí, el fraude en esos formularios de consentimiento es un ejemplo palmario de lo degradados y obsoletos que llegan a ser los marcos reguladores en medicina. Pero es que, además, a la postre, esto plantea también un grave problema para el futuro de la investigación.

Es imperiosamente necesario que los pacientes sigan convencidos de que contribuyen al bien de la sociedad, porque está en crisis la captación de participantes y cada vez es más difícil encontrar pacientes que colaboren. En un estudio reciente, se concluyó que en un tercio de los ensayos no se pudo reunir el número previsto de participantes y fue necesario establecer una prórroga en más de la mitad de las pruebas[52]. Si se propaga el hecho de que los ensayos muchas veces son más promocionales que genuinamente científicos, resultará cada vez más difícil conseguir voluntarios. Lo que debe hacerse no es ocultar el problema sino solucionarlo.

Hemos visto que universidades y comités deontológicos nos han defraudado, pero hay un grupo de personas de las que cabe esperar que den algún paso y encabecen un movimiento en reivindicación de esos datos de ensayo ocultos. Me refiero a las entidades oficiales de médicos y académicos, los Royal Colleges of General Practice, Surgery and Physicians, el General Medical Council, la British Medical Association, la Academia de Ciencias Médicas, las organizaciones de farmacéuticos, de fisiólogos del sistema respiratorio, de farmacólogos, etc.

En mano de estas organizaciones está el sentar buenas pautas en la medicina académica y clínica, en sus códigos de conducta, sus aspiraciones y sus reglamentos, ya que en ciertos casos tienen potestad para imponer sanciones, y todas ellas tienen autoridad para expulsar a miembros que incumplan los parámetros básicos de conducta ética. Espero haber dejado claro —más allá de toda duda— que la no publicación de pruebas en seres humanos es una mala conducta profesional en investigación, que induce a engaños a los médicos y que perjudica a los pacientes en todo el mundo. ¿Han utilizado esas organizaciones su poder para manifestarse y declarar taxativa y muy claramente que esto no debe continuar y que adoptarán medidas?

Una lo ha hecho: la Facultad de Medicina Farmacéutica, una modesta organización de 1400 miembros. Las demás ni se han molestado. Ninguna de ellas.

¿QUE PUEDE HACERSE?

Hay varias soluciones sencillas a estos problemas, que englobaremos en tres categorías. No existe ningún argumento, que yo sepa, que invalide las sugerencias que expongo a continuación. La dilación del problema de datos desaparecidos se debe a la negligencia institucional y a la reticencia de los académicos más relevantes a desafiar a la industria. Esta inhibición perjudica a los pacientes cada día que pasa.

Cláusulas mordaza

Si no hay nada vergonzoso en esta clase de cláusulas que imponen silencio —si empresas, legisladores, académicos y departamentos universitarios de contratación creen que son aceptables—, no hay por qué ocultarlas, se pueden mostrar para que quienes no forman parte de esos organismos puedan manifestar su aceptación o su rechazo.

  1. Siempre que existan cláusulas mordaza —y mientras no se erradiquen—, debe informarse de ello a los pacientes. Los participantes en un ensayo tienen derecho a saber si la empresa que lo patrocina se reserva el derecho a ocultar los resultados si no le gustan. En el formulario de consentimiento debe explicitarse también que la ocultación de resultados negativos redundará en fraude para médicos y pacientes respecto a la eficacia del tratamiento que se analiza en la prueba, y que puede provocar perjuicios innecesarios. Así, los participantes en el ensayo pueden decidir por sí mismos si esos contratos son aceptables o no.
  2. Siempre que la empresa promotora detente el derecho contractual de impedir la publicación, aunque no llegue a ejercerlo, el hecho de la existencia de una cláusula de esta índole debe expresarse claramente, así como en el registro normativo de acceso público a ensayos previo al inicio de la prueba. De este modo, quienes lean los resultados del ensayo podrán decidir por sí mismos si creen que tanto el promotor como el grupo investigador han publicado los datos negativos y han interpretado y comunicado los positivos teniéndolos en cuenta.
  3. Todos los contratos universitarios deben ajustarse a un formato inmodificable con prohibición de cláusulas mordaza. En caso contrario, las universidades estarán obligadas sin excepción a especificar claramente qué contratos han autorizado con este tipo de cláusula y a publicarlas online para que todo el mundo las vea y se dé cuenta de que una determinada institución está sistemáticamente implicada en una investigación sesgada, y, en consecuencia, pueda desestimar los resultados.
  4. Deben ilegalizarse las cláusulas mordaza, sin objeciones que valgan. Si se producen divergencias sobre análisis o interpretación entre quienes realizan la investigación y quienes la financian, debe figurar en las publicaciones académicas o en cualquier otro foro público sin que sea un secreto.

Organismos profesionales

  1. Los organismos profesionales deben manifestarse claramente sin excepción en cuanto a los datos de ensayo no publicados, calificando claramente el hecho de mala conducta en la investigación y expresando que en adelante este hecho será tratado como cualquier otra modalidad de mala conducta profesional grave que redunde en fraude a los médicos y en perjuicio para los pacientes. Que no lo hayan hecho es una mancha en el prestigio de esos organismos y de sus miembros más relevantes.
  2. Todo el equipo investigador que intervenga en pruebas con seres humanos debe considerarse plenamente responsable como garante conjunto de la publicación íntegra de las mismas en el plazo máximo de un año a partir de su conclusión.
  3. El nombre de todos los responsables de retener datos de los ensayos aparecerá en una base de datos para que cualquiera pueda conocer los riesgos de trabajar con ellos o de permitirles en un futuro el acceso a pacientes para la investigación.

Comités deontológicos

  1. No debe autorizarse a nadie a realizar pruebas en seres humanos sien el proyecto de investigación del que se hagan responsables se retienen datos para la publicación más de un año después de haberlo concluido. Si de un investigador que participa en un proyecto existe constancia previa de retraso en la publicación de datos de ensayo, se dará cuenta de ello al comité deontológico para que se tenga en cuenta como en un caso cualquiera de investigador culpable de mala conducta profesional.
  2. No se autorizará ningún ensayo sin la firme garantía de publicarlo en el plazo máximo de un año al término del mismo.

¿CÓMO NOS HAN DEFRAUDADO LAS ENTIDADES REGULADORAS Y LAS PUBLICACIONES CIENTÍFICAS?

Hasta ahora hemos dejado bien sentado que los comités deontológicos, las universidades y los organismos profesionales de investigadores médicos nos han defraudado en cuanto a la defensa de los pacientes por sus publicaciones sesgadas, pese a que la no publicación selectiva de datos desfavorables es un asunto grave en el campo de la medicina, visto que distorsiona y adultera las decisiones de investigadores, médicos y pacientes, exponiendo a estos últimos a sufrimientos evitables y a muertes. Esto es algo indiscutible, por lo que cabe imaginar que gobiernos, reguladores y publicaciones médicas habrán intentado tomar alguna medida.

Sus intentos han sido un fracaso, y peor que el fracaso en sí es el hecho de que repetidamente han recurrido a lo que podemos considerar «falsas soluciones», ya que solo se han conseguido leves cambios en la reglamentación y en las prácticas, anunciados, eso sí, a bombo y platillo, pese a haber quedado orillados sin que se hiciera caso de ellos. Este intento ha infundido en médicos, académicos y público en general la falsa tranquilidad de que el problema está resuelto. A continuación se expone la crónica de esas falsas soluciones.

REGISTROS

La primera solución y la más simple que se propuso, fue abrir un registro de ensayos clínicos: si antes de poner en marcha un ensayo se obliga a publicar los protocolos completos, luego cabrá la posibilidad de consultarlo y comprobar si se han publicado los resultados de las pruebas realizadas. Esto es muy útil por una serie de razones. En el protocolo de un ensayo se expone con gran pormenor técnico lo que los investigadores van a llevar a cabo: pacientes que participan, procedencia, modo de selección, grupos en que van a subdividirse, qué tratamiento se administra a cada grupo y qué resultado va a medirse para determinar si el tratamiento ha sido un éxito. Gracias al registro se puede comprobar si un ensayo se publica, pero también si en el curso del mismo hubo alguna desviación del protocolo con el fin de posibilitar la exageración de resultados (como se explica en el capítulo 4).

El primer estudio significativo en que se reclamaba un registro de los protocolos de ensayos clínicos se publicó en 1986[53], generando un verdadero aluvión. En 1990, Iain Chalmers (si quieren, podemos llamarle sir Iain Chalmers[*]) publicó un trabajo clásico denominado «Underreporting Research is Scientific Misconduct[55]» [La investigación no comunicada constituye una mala conducta científica], en el que examina la accidentada historia del registro de ensayos en el Reino Unido[56]. En 1992, a medida que la Cochrane Collaboration comenzó a ganar influencia, algunos representantes de la industria farmacéutica británica (la ABPI, por sus siglas en inglés) pidieron ser recibidos por Chalmers, quien, tras explicarles el modo de proceder de Cochrane y la vital importancia de la recopilación de resultados de todos los ensayos sobre un fármaco determinado, expuso claramente en qué medida los resultados no comunicados o sesgados perjudicaban a los pacientes.

Los representantes de la industria quedaron impresionados por sus palabras y no tardaron en adoptar medidas. Mike Wallace, consejero delegado de Schering y miembro de la delegación de ABPI[57], se mostró de acuerdo con Chalmers en que retener datos no era ético ni científicamente justificable, y afirmó que haría algo para impedirlo, aunque solo fuera por evitar que la industria se viera forzada a hacerlo en circunstancias menos cordiales. Wallace, distanciándose de sus colegas, se comprometió a registrar en Cochrane los ensayos de su empresa, decisión no muy bien recibida y objeto de reproches por parte de sus colegas, sobre todo de otras empresas.

GlaxoWellcome no tardó en seguir sus pasos y en 1998 el consejero delegado, Richard Sykes, publicó un artículo de fondo en la BMJ con el título de «Being a modern pharmaceutical company involves making information available on clinical trial programmes»[58] [Ser una empresa farmacéutica moderna implica que la información sobre programas de ensayos clínicos esté disponible]. La palabra crucial era programas, porque, como hemos visto y veremos con mayor detalle más adelante, los descubrimientos particulares solo cobran sentido si se evalúan en el contexto de todo el trabajo realizado relativo a un fármaco.

GlaxoWellcome puso en marcha un registro de ensayos clínicos y Elizabeth Wager, directora del grupo de escritores médicos de la empresa, formó un equipo selecto de toda la industria para llevar a cabo orientaciones en la presentación de resultados de investigación según directrices éticas. La ABPI, viendo que algunas empresas seguían esa pauta, vio claro lo que se le venía encima y decidió recomendar la política de GlaxoWellcome a toda la industria, y lanzó la iniciativa en una rueda de prensa en la que Chalmers —crítico donde los haya— tomó asiento en la mesa junto a la industria. AstraZeneca, Aventis, MSD, Novartis, Roche, Schering Healthcare y Wyeth comenzaron a registrar algunos de sus ensayos —solo los que afectaban a pacientes del Reino Unido y retrospectivamente—, pero al fin algo se movía.

Simultáneamente, algo se movía en Estados Unidos. El Modernization Act de la FDA de 1997 fue la ley que instauró el clinicaltrials.gov, un registro a cargo del National Institute of Health dependiente del gobierno. En virtud de esta ley, es de obligado cumplimiento registrar los ensayos, pero únicamente los relacionados con la solicitud de lanzar un nuevo fármaco al mercado, y, aun así, solo si este es para una enfermedad grave o con riesgo de muerte. El registro se inauguró en 1998 y el portal informático clinicaltrials.gov en el año 2000. En 2004 se ampliaron los criterios de inscripción.

Pero esta disposición no tardó mucho en fracasar. GlaxoWellcome se fusionó con SmithKline Beecham, transformándose en GlaxoSmithKline (GSK), y al principio las nuevas siglas aparecieron en el registro de ensayos antiguos. Iain Chalmers escribió a Jean-Paul Garnier, consejero delegado de la nueva empresa, dándole las gracias por mantener la encomiable transparencia, sin obtener respuesta. El registro online fue clausurado y los datos se perdieron (aunque GSK fue dos años más tarde obligado a abrir otro registro, como parte del acuerdo con el gobierno estadounidense relativo a los perjuicios causados por la retención de datos en ensayos de nuevos fármacos). Elizabeth Wager, de GSK, autora de las orientaciones para empresas farmacéuticas sobre buenas prácticas de publicación, perdió su empleo al cerrarse el departamento de redactores médicos de la empresa, y las orientaciones cayeron en el olvido.

Desde el primer momento en que se propuso la idea de los registros, y tras su apertura, se reconocía implícitamente el bochorno de que establecer tal registro público y no publicar después los ensayos bastaría para que todos obraran de buena fe. Pero el problema de entrada respecto al registro estadounidense, que habría podido ser fuente universal, fue que todo el mundo optó por no inscribir en él los ensayos. La normativa solo urgía a registrar una serie muy restringida de ensayos y nadie tuvo prisa en enviarlos si no era obligatorio.

En 2004, el Comité Internacional de Editores de Revistas Médicas (ICMJE, por sus siglas en inglés), un grupo de editores de las revistas más prestigiosas del mundo, publicó una declaración en la que afirmaba que ninguna de sus publicaciones afiliadas publicaría ensayos clínicos a partir de 2005 a menos que hubieran sido debidamente registrados antes de su inicio[59]. La iniciativa tenía como principal objetivo forzar a la industria y a los investigadores: si un ensayo arrojaba resultados positivos, los interesados tratarían desesperadamente de publicarlo en las revistas más prestigiosas a su alcance. Pese a no tener fuerza legal, los editores disponían del objeto más deseado para empresas e investigadores: la amplia divulgación. Insistiendo en el requisito del registro previo, los editores hacían cuanto podían por forzar a los investigadores y a los promotores de la industria a registrar los ensayos. Todo el mundo se felicitó: el problema estaba resuelto.

Si les parece extraño —o quizá poco realista— que un aspecto crucial en el armazón informativo de una industria que mueve 600 000 millones de dólares deba quedar en manos de una asociación oficiosa de editores académicos sin poder legislativo, no andan descaminados. Aunque todo el mundo comenzó a hablar como si el sesgo de publicación fuera cosa del pasado, en realidad todo siguió igual que antes, porque los editores de las publicaciones simplemente olvidaron sus promesas y amenazas. Más adelante (págs. 225, 274) veremos los fantásticos incentivos económicos que ofrecen a los editores por publicar trabajos positivos sobre la industria, incentivos que representan millones de dólares en reediciones y publicidad. Pero antes pasemos revista a lo que realmente hicieron tras su solemne promesa de 2005.

En 2008, un grupo de investigadores hizo una revisión de cada uno de los ensayos publicados en las principales revistas médicas, todas ellas miembros de la ICMJE, tras la expiración del plazo de inscripción. De 323 ensayos publicados en 2008 en esas publicaciones académicas de gran repercusión, solo la mitad estaban registrados (antes del ensayo, especificando debidamente el propósito principal) y en más de la cuarta parte, su registro brillaba por su ausencia[60]. Los editores de la ICMJE incumplían su palabra.

Mientras, en Europa, se producían extrañas novedades. La Agencia Europea de Medicina anunció, a bombo y platillo, la creación de un registro de ensayos denominado EudraCT. La legislación de la UE estipula colgar en ese portal los ensayos que afecten a pacientes europeos, y muchas empresas les dirán que han cumplido con sus responsabilidades de transparencia siguiendo la normativa. Pero el contenido de ese registro europeo permanece totalmente secreto; puedo informarles de que contiene unos 30 000 ensayos, porque es una cifra de dominio público, pero es cuanto puedo saber yo y cualquiera. A pesar de la legislación europea que obliga a facilitar público acceso a los fondos, el registro permanece cerrado, lo cual da lugar a una paradoja casi risible: el registro de ensayos clínicos de la UE es un instrumento de transparencia perfectamente secreto. A partir de marzo de 2011, tras sonadas críticas de los medios de comunicación (y mías, desde luego), una parte de los ensayos se hizo poco a poco pública en una página web llamada EudraPharm, pero en el verano de 2012, pese a las afirmaciones del organismo en el sentido de que el registro es accesible a todo el mundo, faltan al menos unos 10 000 ensayos, y el buscador funciona mal[61]. Es lo más extraño que he visto y nadie que no pertenezca a la UE calificaría este instrumento de registro de ensayos. Yo, desde luego, no; y creo que ustedes tampoco, y tanto el ICMJE como la OMS han señalado específicamente que EudraCT no es un registro significativo.

Mientras, en Estados Unidos se han hecho progresos que parecen aceptables. En 2007 se aprobó la ley Amendment Act de la FDA, una normativa más estricta que obliga a registrar todos los ensayos sobre fármacos y dispositivos médicos en cualquier fase de desarrollo, y no únicamente en su «primera pruen seres humanos» si se realizan en Estados Unidos, o si implican algún tipo de solicitud para lanzar un nuevo fármaco al mercado, y, por otro lado, impone un nuevo y sorprendente requisito: los resultados de cualquier ensayo deben enviarse a ​clinicaltrials.gov en tablas de resumen abreviadas, en el plazo de un año una vez finalizadas las pruebas en cualquier ensayo, o fármaco o medicamento comercializado completadas después de 2007.

De nuevo, entre grandes alborozos, todos pensaban que se había resuelto el problema. Pero no es así, por dos importantes razones.

En primer lugar, lamentablemente y pese a la evidente buena voluntad, exigir la publicación de los ensayos a partir de «ahora» no sirve para nada en la medicina actual. Es impensable una medicina clínica en ningún lugar del mundo en la que la práctica médica se base exclusivamente en ensayos concluidos en los últimos tres años, utilizando únicamente los medicamentos aparecidos en el mercado a partir de 2008. De hecho, sucede todo lo contrario, pues la gran mayoría de medicamentos recetados salieron al mercado en los últimos diez, veinte o treinta años, y uno de los principales retos de la industria farmacéutica actual es crear fármacos que sean comparativamente innovadores, como los obtenidos en lo que se denomina «edad de oro» de la investigación farmacéutica, época en que se desarrollaron la mayoría de los medicamentos más usados en las enfermedades más corrientes. Tal vez fuesen la «fruta al alcance de la mano» del árbol de la investigación, pero en cualquier caso son las píldoras que usamos.

Y es precisamente sobre estos fármacos —los que usamos actualmente— de los que es acuciante obtener información de ensayos completados en 2005 o en 1995, porque son los medicamentos que recetamos a ciegas, engañados por el muestreo sesgado de los ensayos, publicados por selección ventajosa, y de los que los resultados desfavorables siguen bien guardados en archivos secretos, enterrados (me dicen) en las montañas de Cheshire.

Pero hay una segunda razón para tomarse esas normativas con reparo, y es que en general no se ha hecho caso de ellas. En un estudio publicado en enero de 2012, se examinó un segmento de los ensayos sujetos a publicación obligatoria y se observó que solo en cinco se había cumplido con la obligación de comunicar los resultados[62]. Quizá no sea sorprendente, porque la multa por no hacerlo es de 10 000 dólares diarios, una cantidad que parece espectacular si uno no se percata de que representa unos 3,5 millones de dólares al año, lo que viene a ser el chocolate del loro para un fármaco que anualmente factura 4000 millones de dólares. Y, además, nunca se ha pagado una multa como esa desde que entró en vigor la ley.

Por todo ello es por lo que considero «falsas» las afirmaciones del ICMJE, de la FDA y de la UE de que se han adoptado medidas para solucionar el problema. De hecho, el resultado es peor que un fracaso, porque se ha difundido la falsa tranquilidad de que es un problema resuelto, la falsa tranquilidad de que ya no existe dicho problema, con lo cual miramos para otro lado. Hace ya cinco años que tanto en el ámbito médico como en el académico se habla del sesgo en las publicaciones como si fuese un problema del pasado, descubierto en la década de 1990 y a principios de la de 2000 y rápidamente resuelto.

Pero el problema de los datos escamoteados no ha desaparecido, y no tardaremos en exponer con todo detalle el vergonzoso proceder de ciertas empresas y entidades reguladoras a día de hoy.

¿Q PUEDE HACERSE?

El ICMJE debe cumplir su promesa, la UE debe ser más seria, y debe obligarse a cumplir a rajatabla la ley Amendment Act de la FDA de 2007. Pero antes expondré una larga lista de decepciones. Dejaré para el final del capítulo mi plan de acción sobre los datos desaparecidos.

PEDIR PERAS AL OLMO: INTENTAR CONSEGUIR DATOS DE LOS REGULADORES

Hemos dejado claro que médicos y pacientes han sido defraudados por una serie de personas y organizaciones, de quienes habría cabido esperar que adoptasen medidas para resolver el problema de los datos ocultos, puesto que representa un perjuicio importante para un inmenso número de pacientes en todo el mundo. Hemos constatado que los gobiernos no hacen nada contra quienes no publican los resultados, pese a la afirmación pública de lo contrario; y que no hacen nada contra quienes no registran los ensayos. Hemos visto que los editores de revistas médicas continúan publicando ensayos no registrados, a pesar de haber fingido públicamente que no lo harían. Hemos demostrado que los comités deontológicos no hacen hincapié en la publicación universal de los datos obtenidos, pese a sus declaraciones en pro de la defensa de los pacientes. Y hemos constatado también que las organizaciones profesionales no hacen nada contra la descarada mala conducta en el campo de la investigación, a pesar de que la evidencia demuestra que el problema de los datos retenidos alcanza proporciones epidémicas[63].

Aunque el registro de publicaciones académicas está distorsionado sin remedio, cabría esperar que quedase un medio al que recurrir para que pacientes y médicos pudieran tener acceso a los resultados de los ensayos clínicos: los organismos reguladores, que reciben una enorme cantidad de datos de las farmacéuticas durante el proceso de aprobación, y cuya obligación es sin duda la protección de la seguridad de los pacientes, ¿no? Lamentablemente, de nuevo, la situación es otro ejemplo de cómo nos defraudan los organismos que supuestamente nos protegen.

En este apartado examinaremos tres fallos clave. En primer lugar, el caso de que los reguladores no dispongan de la información. En segundo lugar, que el modo en que «comparten» los resúmenes de la información de los ensayos con médicos y pacientes es aleatorio y desastroso. Y, finalmente, que si se intenta conseguir toda la información aportada por una empresa farmacéutica —los documentos exhaustivos en los que suelen quedar enterrados los «esqueletos»—, los organismos ponen curiosos obstáculos y entorpecen la búsqueda de un modo alucinante, a veces durante años, incluso en el caso de fármacos que resultan ineficaces y nocivos. Nada de lo que voy a exponer disipará sus inquietudes.

Uno. Los reguladores retienen información

La paroxetina es un antidepresivo corriente, del grupo de fármacos denominados «inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina» o ISRS. Volveremos sobre esta clase de medicamentos más adelante, pero ahora utilizaré el ejemplo de la paroxetina para mostrar cómo han abusado las empresas de la proverbial permisividad en cuanto a ensayos retenidos y cómo han sabido descubrir lagunas en la incongruente normativa sobre comunicación de ensayos clínicos. Veremos que GSK retuvo datos sobre si la paroxetina funciona como antidepresivo, e incluso retuvo datos sobre efectos secundarios nocivos, pero lo más importante es que constataremos que en su proceder no hubo nada ilegal.

Para entender el porqué de todo esto, consideraremos primero una de las anomalías del proceso de licencia. Los fármacos no salen al mercado para usarse en cualquier enfermedad; para usar un medicamento en una enfermedad concreta se requiere una autorización específica de comercialización. A modo de ejemplo: puede obtenerse la licencia de un fármaco para el tratamiento del cáncer ovárico, pero no para el cáncer de mama, aunque eso no significa que no dé resultado en el cáncer de mama. Puede existir evidencia de que sea excelente también para el tratamiento de esa enfermedad, pero tal vez la empresa no quiera tomarse la molestia y el gasto de obtener la licencia comercial para ese uso específico. No obstante, los médicos tienen potestad para recetarlo para el cáncer de mama porque es un fármaco que se puede prescribir y en las farmacias hay cajones llenos de él (aunque, en rigor, únicamente tenga licencia comercial para su empleo en el cáncer ovárico), en cuyo caso, el médico receta el medicamento legalmente, pero «al margen de las indicaciones».

Es algo muy corriente, ya que obtener la autorización comercial para un uso específico es complicado y costoso; pero si el médico sabe que hay un fármaco que en ensayos de buena calidad se ha demostrado que es útil en el tratamiento de una enfermedad, sería aberrante y poco servicial por su parte no prescribirlo por el simple hecho de que la farmacéutica no haya solicitado licencia para la venta en ese uso específico. Hablaré de los intríngulis de todo esto con más detalle más adelante. De momento, lo que necesitan saber es que el uso de medicamentos para niños requiere una autorización de venta distinta a la de fármacos para adultos, lo cual tiene sentido porque la reacción de los niños a los medicamentos es muy diferente a la de los adultos y, por tanto, los riesgos y beneficios son muy distintos; por tal motivo, la investigación para usos pediátricos ha de efectuarse aparte, en niños. Pero esta singularidad presenta también ciertos inconvenientes. Obtener una licencia de uso específico implica un proceso muy complicado que requiere abundante papeleo y determinados estudios concretos, y a veces es tan costoso que las empresas no se toman la molestia de obtener la licencia específica de comercialización de un fármaco exclusivamente para niños por tratarse en general de un mercado más reducido.

Ahora bien, cuando en un país está a la venta un fármaco para un uso específico, como hemos visto, puede prescribirse para cualquier enfermedad. Por lo que no es infrecuente que se solicite licencia de un fármaco para su uso en adultos y que luego se recete en niños basándose en una corazonada o en el criterio de que no tendrá efectos nocivos, o en estudios que sugieren un beneficio pediátrico, consideraciones que probablemente serán insuficientes para cumplimentar el proceso formal específico para obtener la licencia de venta para su empleo en niños; o bien basándose incluso en buenos estudios, pero para una enfermedad en la que el mercado es tan reducido que la empresa ni se toma la molestia de solicitar la autorización para uso pediátrico.

Las entidades reguladoras saben que existe un grave problema con los fármacos de receta pediátrica «al margen de las indicaciones» sin investigación adecuada, y recientemente, para que las empresas emprendan investigaciones y soliciten oficialmente licencias, han comenzado a ofrecer incentivos, incentivos que consisten en prórroga de patentes, por lo que resultan lucrativos. Los fármacos pasan a dominio público aproximadamente a los diez años de salir al mercado y acaban como el paracetamol, que cualquiera puede fabricarlo a un módico precio. Si a las empresas se les concede una prórroga de seis meses para el uso de un fármaco, ganan con él mucho más dinero. Este es un buen ejemplo del pragmatismo de las entidades reguladoras, que se las ingenian para ofrecer posibles alicientes. Probablemente la licencia para uso pediátrico no le supone a la empresa muchos ingresos suplementarios, puesto que los médicos ya recetan el fármaco para los niños, aunque no tenga licencia ni posean evidencias, simplemente porque no existe otra alternativa. Por el contrario, seis meses de prórroga en la patente de un fármaco superventas sí que es lucrativa si hay un buen mercado para adultos.

Existe un encarnizado debate sobre si las farmacéuticas juegan limpio con esta clase de medicamentos. Por ejemplo, desde que la FDA comenzó a hacer esta oferta, se ha concedido licencia pediátrica a unos doscientos fármacos, aunque muchos de ellos eran para enfermedades poco corrientes en niños, como úlceras de estómago o dolencias reumáticas. En productos menos lucrativos susceptibles de receta pediátrica, ha habido una cifra sensiblemente menor de aplicaciones, como es el caso de los medicamentos modernos llamados «productos biológicos de grandes moléculas». Queda dicho.

Cuando GSK solicitó autorización para la comercialización de la paroxetina para uso pediátrico, se descubrió una situación inaudita que desencadenó una investigación más prolongada sobre la regulación de fármacos en el Reino Unido. Los resultados se publicaron en 2008[64], y pusieron en el candelero la posibilidad de que GSK tuviera algún tipo de culpabilidad constitutiva de delito, y quedando al descubierto que el proceder de la empresa —reteniendo importantes datos sobre seguridad y eficacia necesarios para médicos y pacientes— distaba mucho de ser ético y ponía en riesgo a los niños de todo el mundo; pero nuestras leyes son tan elásticas que no se pudo llegar a formalizar la acusación.

GSK realizó entre 1994 y 2002 nueve ensayos en niños con la paroxetina[65]. En los dos primeros no se obtuvo ningún beneficio, pero la empresa no hizo nada por informar cambiando «las indicaciones» del medicamento que reciben médicos y pacientes, pese a que, en realidad, una vez finalizados los ensayos, en un documento interno de la farmacéutica se afirmaba: «Sería comercialmente inaceptable incluir la afirmación de que no se ha demostrado su eficacia, porque degradaría la posición de la paroxetina». Al cabo de un año de esta circular interna, se habían extendido tan solo en el Reino Unido 32 000 recetas de uso pediátrico de la paroxetina; es decir, que, pese a que la empresa sabía que el fármaco no daba ningún resultado en niños, no se apresuró a advertírselo a los médicos a pesar de saber que una gran cantidad de niños tomaba el fármaco. En años sucesivos, se llevaron a cabo más ensayos —nueve en total— sin que ninguno demostrara que el medicamento fuese eficaz para el tratamiento de la depresión infantil.

Pero el asunto es todavía peor. Esos niños no solo tomaban un fármaco que la empresa sabía que era ineficaz para ellos, sino que al tomarlo estaban expuestos a los efectos secundarios de dicho medicamento, de lo cual no cabe la menor duda, puesto que todo tratamiento eficaz tiene efectos secundarios, y los médicos lo tienen en cuenta al valorar los beneficios (que en este caso brillaban por su ausencia). Pero nadie sabía hasta qué extremo eran nocivos tales efectos secundarios, porque la farmacéutica no informó ni a médicos, ni a pacientes, ni al organismo regulador, apoyándose en una laguna de la normativa que sólo obliga a informar a los reguladores sobre los efectos secundarios observados en ensayos relativos a «los usos específicos para los que el fármaco cuenta con autorización comercial», y como el uso pediátrico de la paroxetina se hacía «al margen de las indicaciones», GSK no estaba obligada legalmente a informar a nadie de los resultados.

Hace mucho tiempo que se sospechaba que la paroxetina aumentaba el riesgo de suicidio, aunque es realmente un efecto secundario difícil de detectar en los antidepresivos porque los pacientes depresivos son proclives al suicidio en una proporción muy superior a la de la población general, debido precisamente a su depresión. Por otro lado, se puede pensar que, cuando los pacientes salen de la depresión, y dejan atrás la etapa de dejadez y falta de motivación que suele acompañar a su profunda tristeza, puede haber un período en el cual sean más capaces de suicidarse por efecto de la tardanza en disiparse definitivamente la depresión.

Además, el suicidio, afortunadamente, es algo poco frecuente, lo que supone que es necesario experimentar el fármaco en un gran número de personas para detectar el incremento de dicho riesgo. Y, por otra parte, en los certificados de defunción, no siempre se registra debidamente el suicidio porque forenses y médicos son reacios a dar un veredicto que algunos podrían considerar «vergonzoso», de modo que la información que se quiere obtener a partir de los datos —el índice de suicidios— estará contaminada. Los pensamientos o conductas suicidas que no desembocan en defunción son más frecuentes que los suicidios consumados, y por tanto serían más fáciles de detectar, pero es muy difícil diferenciarlos en una recopilación rutinaria de datos, porque no suelen comunicarse a los médicos, y cuando se hace, pueden quedar enmascarados de muy diversas maneras entre los resultados favorables, si es que se indican. Dadas todas estas dificultades, es lógico que se procure disponer de todos los indicios posibles para poder valorar si este tipo de fármacos provoca ideas suicidas en los niños, y que se exija a expertos, en muy diversos campos, que examinen los datos y los discutan.

En febrero de 2003, GSK envió espontáneamente al MHRA información sobre riesgo de suicidio al tomar paroxetina, información que incluía algunos análisis realizados en 2002 relativos a datos adversos retenidos de ensayos que la empresa había realizado desde hacía más de diez años. El análisis de los mismos mostraba la no existencia de aumento del riesgo de suicidio, pero el análisis era engañoso porque, aunque en su momento no estaba claro, los datos de ensayos en niños estaban mezclados con datos de ensayos en adultos con mucho mayor número de participantes. Como consecuencia de ello, cualquier indicio de incremento del suicidio entre niños tratados con paroxetina quedaba enormemente diluido.

Más tarde, en 2003, GSK, para tratar de otro asunto relacionado con la paroxetina, celebró una reunión con el MHRA, al final de la cual los representantes de la empresa entregaron un documento resumido del acta de una reunión en la que se declaraba que estaba previsto solicitar a finales de año la autorización de comercialización de la paroxetina para uso pediátrico. Y señalaron al entregarlo que el MHRA tuviera en cuenta un hecho que la empresa había detectado: el aumento del riesgo de suicidios en los niños con depresión tratados con paroxetina, si se comparaba con los que tomaban pastillas de un placebo.

Eran datos sobre efectos secundarios de enorme importancia, que se presentaban con un extraordinario retraso y de un modo informal, a través de un cauce inadecuado y oficioso. A GSK le constaba que el fármaco se recetaba para uso pediátrico y sabía que existían reparos en cuanto a seguridad, pero había optado por no revelar la información. Y cuando comunicó los datos no hizo hincapié en el hecho de que constituyeran un riesgo evidente en el uso que se hacía del medicamento, ni que requiriesen atención urgente por parte del departamento correspondiente del organismo regulador, sino que los presentó como parte de una reunión informal relativa a una futura aplicación. Aunque los datos se entregaron a un departamento que no correspondía, el personal del MHRA que asistía a la reunión tuvo la inteligencia de detectar que se trataba de un problema de mayor envergadura, lo cual dio origen a una gran actividad: se hicieron los correspondientes análisis, y al cabo de un mes se remitió a los médicos una circular recomendándoles no recetar paroxetina a pacientes menores de 18 años.

¿Cómo es posible que los sistemas encargados de reclamar datos a las farmacéuticas sean tan inconsistentes que les consientan retener información crucial sobre la ineficacia de medicamentos activamente peligrosos? Aquí concurren dos problemas: primero, el acceso a la información por parte de los reguladores y, segundo, el acceso a la información por parte de los médicos.

No cabe duda de que las normativas contienen lagunas absurdas y es desalentador ver lo alegremente que se aprovechó de ello GSK. Como hemos señalado, la empresa no tenía la obligación legal de facilitar la información porque el fármaco se recetaba a niños al margen de las indicaciones oficialmente autorizadas para la paroxetina, pese a que GSK sabía que era una práctica generalizada. De hecho, de los nueve estudios realizados por la empresa solo se comunicaron los resultados de uno al MHRA, porque era el único realizado en el Reino Unido.

Después de este episodio, el MHRA y la UE modificaron parte de su normativa, aunque inadecuadamente, y establecieron la obligatoriedad de que las empresas comunicaran los datos sobre seguridad de fármacos también en el caso de usos al margen de la autorización de comercialización; pero, sin embargo, continuaron dispensados de ella para ensayos realizados fuera de la UE.

Estamos de nuevo ante un problema clave recurrente a lo largo del libro: son necesarios todos los datos para poder saber qué sucede en cuanto a los beneficios y riesgos de un medicamento.

Algunos ensayos clínicos realizados por GSK se publicaron parcialmente, pero está claro que resulta insuficiente, pues sabemos que si nos atenemos únicamente a una muestra sesgada de los datos, nos llamamos a engaño. Pero también es necesario disponer de todos los datos por la simple razón de que necesitamos gran cantidad de datos, puesto que los indicios sobre seguridad suelen ser débiles, sutiles y difíciles de detectar. En niños, son infrecuentes las ideas e intentos suicidas —tanto en los afectados por depresión, como en los medicados con paroxetina—, por lo que es necesario recopilar todos los datos de una gran cantidad de participantes para detectar indicios en la interferencia de las cifras. En el caso de la paroxetina, solo se evidenciaron los peligros después de reunir todos los efectos adversos de los diversos ensayos y analizarlos.

Esto nos lleva a la segunda laguna evidente en el sistema actual: los resultados de los ensayos —los datos sobre seguridad y los datos sobre eficacia se entregan en secreto a los organismos reguladores, quienes los analizan y adoptan decisiones sin dar cuenta a nadie. Esto constituye un problema monumental porque son necesarios muchos ojos para afrontar ese difícil escrutinio, y no es que yo crea que quienes trabajan en el MHRA lo hagan mal o sean incompetentes— conozco a muchos de ellos y sé que son listos y buenas personas, —pero no se debe confiar exclusivamente en ellos para el análisis de datos, del mismo modo que no hay que confiar en una sola organización dedicada al análisis de datos sin que nadie la supervise y verifique cómo trabaja, introduciendo así cierta rivalidad, críticas constructivas, diligencia, etc.

Esta circunstancia es mucho peor que el hecho de que no se compartan los datos de investigación básica en el ámbito académico, porque al menos en un trabajo académico se dan muchos detalles sobre el propio experimento y sobre cómo se llevó a cabo, mientras que la conclusión de un organismo regulador suele ser un breve resumen rudimentario, casi un «sí» o un «no» sobre efectos secundarios, lo cual supone la negación de la ciencia, una actividad fiable únicamente porque en ella todo el mundo muestra sus trabajos, explica por qué cree que algo es eficaz o seguro, comparte los métodos y resultados, y permite que otros digan si están de acuerdo con el modo de procesarlos y el análisis final de los datos.

Sin embargo, en cuanto a seguridad y eficacia de fármacos, uno de los análisis más importantes que realiza la ciencia, damos completamente la espalda a este método de trabajo y permitimos que se lleve a cabo a puerta cerrada, porque las farmacéuticas han decidido compartir discretamente con los organismos reguladores el resultado de los ensayos. Así que la tarea más importante en la medicina, basada en evidencias, y un perfecto ejemplo de un problema que mejoraría notablemente con el análisis de muchos ojos y muchas mentes, se lleva a cabo aisladamente y en secreto.

Este secretismo aberrante y malsano rebasa el ámbito de las entidades reguladoras. El Instituto Nacional de Salud y Excelencia Clínica (NICE, por sus siglas en inglés) se encarga de efectuar recomendaciones sobre qué tratamientos son más eficaces según la relación coste/ eficacia, y cuáles dan mejor resultado. En esta tarea va en el mismo barco que ustedes y yo, porque carece de derecho estatutario para examinar datos sobre seguridad y eficacia de los fármacos si una empresa no quiere revelarlos, a pesar de que en las entidades reguladoras constan todos ellos. En consecuencia, NICE recibe muestras de datos distorsionados, depurados y sesgados, y no solo sobre eficacia de los fármacos, sino también sobre posibles efectos secundarios adversos.

En ocasiones, NICE tiene acceso a datos complementarios no publicados por las farmacéuticas, pero es una información vedada a médicos y pacientes pese a que son quienes adoptan las decisiones sobre la prescripción de fármacos o sobre la aceptación de una medicación. Pero cuando el NICE obtiene esta clase de información suele ser bajo la estricta condición de confidencialidad, lo que da lugar a la publicación de documentos de lo más estrafalarios. En la página siguiente pueden ver el documento de NICE en el que se discute si es buena idea dar vía libre a Lucentis, un fármaco costosísimo —más de 1000 libras por tratamiento— que se inyecta en el ojo en el caso de una enfermedad denominada degeneración macular aguda.

Como pueden ver, el documento de NICE sobre si es conveniente este tratamiento está censurado. No solo los datos sobre eficacia del tratamiento han sido tapados con trazos gruesos, para que no los vea ningún médico o paciente, sino que, absurdamente, faltan hasta los nombres de algunos ensayos, de forma que el lector no pueda ni siquiera saber su existencia ni cruzar información relativa a los mismos. Lo más inquietante de todo, como observarán, es la puntilla final: los datos adversos también están censurados. Aunque parezca increíble, esto es algo que está dentro de lo normal, y reproduzco la página entera porque sospecho que, si no, les resultaría realmente difícil de creer.