LOS PATROCINADORES OBTIENEN LA RESPUESTA QUE SE AJUSTA A SUS DESEOS
Que quede algo bien claro antes de empezar: en el caso de estudios clínicos financiados por la industria, lo más probable es que se obtengan resultados positivos, a diferencia de lo que sucede en estudios clínicos independientes. Es la premisa fundamental del libro, y el capítulo que están a punto de leer es en realidad muy breve, porque se trata del fenómeno mejor documentado en el creciente campo de la «investigación sobre la investigación»; un fenómeno cuyo estudio, además, ha mejorado en los últimos años porque la reglamentación relativa a la financiación industrial se ha vuelto algo más transparente.
Abordaremos este tema a partir de algún trabajo reciente. En 2010, tres investigadores de Harvard y Toronto reunieron todos los estudios clínicos relativos a cinco clases principales de fármacos —antidepresivos, antiulcerosos, etc.— y los evaluaron con arreglo a las dos características clave de si eran positivos y estaban financiados por la industria[1]. De los más de quinientos estudios clínicos examinados, el 85% de los financiados por la industria era positivo, frente a solo el 50% de los financiados por el gobierno. Una diferencia muy significativa.
Otros investigadores examinaron en 2007 todos los estudios clínicos publicados dedicados a averiguar el beneficio de una estatina[2]. Las estatinas son fármacos reductores del colesterol y del riesgo de infarto de miocardio, de prescripción muy generalizada, y que aparecerán en el libro con mucha frecuencia. En este estudio se valoraron 192 ensayos clínicos que comparaban entre sí diversas estatinas o bien el uso de una estatina en distintos tratamientos. Una vez que los investigadores verificaron otros factores (más adelante hablaremos de lo que esto significa), descubrieron que los estudios clínicos financiados por la industria arrojaban una probabilidad veinte veces mayor de dar resultados favorables al fármaco. Se trata nuevamente de una gran diferencia.
Veamos un caso más. En 2006, unos investigadores examinaron todos los estudios clínicos de fármacos psiquiátricos en cuatro publicaciones académicas a lo largo de un año, recopilando los resultados de 542 estudios clínicos. En los financiados por la industria se recogía un 78% de resultados favorables del fármaco en cuestión, mientras que en las pruebas de financiación independiente los resultados positivos eran solo de un 48%. Si en un ensayo pagado por el promotor de un fármaco se comparara el resultado con otro de la competencia, este se vería en serias dificultades y solo obtendría en la mayoría de los casos un miserable 28% de resultados positivos[3].
Son resultados lamentables y aterradores, pero es lo que se desprende de los estudios. Ahora bien, si se lleva a cabo una amplia investigación en un campo concreto, siempre es posible que alguien —como yo, por ejemplo— seleccione caprichosamente los resultados y dé una visión parcial; yo podría, en definitiva, hacer exactamente lo mismo de lo que acuso a la industria farmacéutica y hablar únicamente de los estudios que apoyan mi alegato, ocultando al lector los casos no inquietantes.
Para evitar ese riesgo, los investigadores inventaron la revisión sistemática. No tardaremos en hablar de ello con más detalle (véase pág. 30), puesto que se trata del fundamento de la medicina moderna, aunque en esencia el concepto de revisión sistemática es sencillo. En una revisión sistemática en lugar de hacer un repaso de la bibliografía médica, recogiendo consciente o inconscientemente trabajos de aquí y allá que corroboran un convencimiento que existe a priori, se realiza una aproximación científica sistemática para indagar la evidencia científica sobre un aspecto, asegurándose de que la evidencia que se obtiene es la más completa y representativa posible en toda la investigación realizada hasta ese momento.
Las revisiones sistemáticas son muy, muy caras. En 2003 se publicaron dos cuyo propósito, casualmente coincidente, era examinar la cuestión concreta que nos interesa. Recogieron todos los estudios clínicos publicados y examinaron si la financiación de empresas iba asociada a resultados favorables a la misma. Se adoptó en ambos estudios un enfoque diferente para la localización de estudios de investigación, pero en ambos se llegó a la conclusión de que en las pruebas financiadas por la industria, en conjunto, la probabilidad de que dieran resultados favorables era unas cuatro veces superior[4]. En otra revisión de 2007, se examinaron los nuevos estudios publicados en los cuatro años siguientes a las dos primeras revisiones, y en los 20 trabajos más que aparecieron se demostró en casi todos que existía mayor probabilidad de que en las pruebas financiadas por la industria los resultados fueran favorables[5].
Cito minuciosamente estas evidencias porque quiero que quede totalmente claro que no hay duda al respecto. Las pruebas clínicas financiadas por la industria dan resultados favorables, y no es una opinión personal ni una corazonada de un estudio particular, sino un problema muy bien documentado e investigado a fondo, sin que nadie haya decidido tomar medidas al respecto, como veremos.
Hay otro estudio que quisiera exponer. Resulta que esa pauta de pruebas clínicas financiadas por la industria en las que es enormemente más probable que los resultados sean favorables persiste incluso si dejamos a un lado los trabajos académicos publicados y examinamos solo los informes sobre estudios clínicos de congresos académicos, estudios en los que suelen desvelarse datos por primera vez (de hecho, como veremos más adelante, a veces los resultados de las pruebas clínicas solo se mencionan en un congreso académico y con muy poca información sobre el modo en que se llevó a cabo la prueba).
Fries y Krishnan estudiaron todos los resúmenes de investigaciones presentados en las reuniones de 2001 del American College of Rheumatology en las que se informó sobre alguna clase de prueba clínica, con financiación empresarial reconocida, para averiguar qué proporción de estudios presentaba resultados favorables al fármaco que financiaba el ensayo. Hay una realidad impactante que se repite, y para entenderla tendremos que explicar a grandes rasgos las características de un trabajo académico de presentación. En términos generales, la sección sobre resultados en un trabajo académico es extensa, y en ella se citan cifras sin elaborar de cada uno de los resultados obtenidos y sobre cualquier posible factor causal, aunque en este caso no son cifras sin procesar. Se mencionan «variantes», tal vez se indaguen ciertos subgrupos, se aportan test estadísticos, y cada uno de los datos del resultado se recoge en forma de tabla con una explicación resumida en el texto, donde se mencionan solo los resultados más significativos. Este largo proceso suele extenderse a lo largo de varias páginas.
En Fries y Krishnan (2004) esta larga exposición de datos fue innecesaria. La sección de resultados es sencilla y —a mi entender— elocuente de por sí:
Los resultados de cada una de las pruebas clínicas de distribución aleatoria (45 RCT de 45) fueron favorables al fármaco del patrocinador de las mismas.
Este descubrimiento definitivo conlleva un efecto secundario muy interesante para quienes se interesen por los atajos para ahorrar tiempo. Como todas las pruebas clínicas financiadas por la industria arrojan resultados positivos, es todo cuanto se necesita saber en cualquier trabajo para predecir el resultado: si está financiada por la industria, se puede tener el absoluto convencimiento de que el resultado de la prueba clínica será que el fármaco es estupendo.
¿Cómo es posible algo así? ¿Cómo puede ser que las pruebas clínicas patrocinadas por la industria obtengan casi siempre resultados positivos? Se trata indudablemente de una combinación de factores. En ocasiones, los ensayos están mal diseñados, ya sea por consistir en la comparación de un nuevo fármaco con algo que se sabe que no sirve para nada —quizás otro fármaco en dosis inadecuada o una pastilla azucarada placebo casi sin efectos—, ya sea por elegir los pacientes muy selectivamente a fin de que existan mayores probabilidades de una mejoría con el tratamiento propuesto. O incluso se pueden seleccionar los resultados a mitad de la prueba y acabarla antes de tiempo si estos parecen aceptables (lo cual es —por interesantes motivos de los que hablaremos después— veneno estadístico). Y así sucesivamente.
Pero antes de abordar esos fascinantes serpenteos y florituras, esos codazos y tropiezos que impiden que una prueba clínica resulte un estudio imparcial o se compruebe si un tratamiento es eficaz o no, tenemos a mano algo mucho más sencillo.
A veces, las empresas farmacéuticas realizan numerosas pruebas clínicas y cuando ven que los resultados no son favorables, se contentan con no publicarlos. No es un problema nuevo ni exclusivo de la medicina. En realidad, la existencia de resultados negativos que desaparecen de la circulación es algo que afecta a casi todos los sectores de la ciencia, tergiversando los descubrimientos en campos tan distintos como la ecografía cerebral o la economía; supone, sin duda, una burla a cuantos esfuerzos se realizan por eliminar la parcialidad en los estudios científicos y, pese a lo que digan entidades reguladoras, empresas farmacéuticas e incluso algunos académicos, es un problema que se arrastra desde hace décadas.
De hecho, es algo que está tan arraigado, que aunque se solucionase ahora, en este mismo instante, de una vez para siempre y sin fallos ni lagunas en la legislación, no serviría de nada porque se seguiría practicando una medicina y se seguirían adoptando decisiones sobre cuál es el mejor tratamiento basándose en décadas de una evidencia médica que está —como habrá constatado el lector— completamente tergiversada.
¿POR QUÉ SON IMPORTANTES LOS DATOS QUE FALTAN?
La reboxetina es un medicamento que yo mismo he recetado. Al no hacer efecto otros fármacos en un determinado paciente, quisimos probar con algo nuevo. Leí los datos de la prueba clínica antes de extender la receta, y vi que se habían realizado estudios con buena metodología, imparciales, con resultados abrumadoramente positivos. La reboxetina era mejor que un placebo y tan buena como cualquier otro antidepresivo en condiciones de igualdad; está aprobada por la Agencia Reguladora de Medicinas y Productos Sanitarios (MHRA, por sus siglas en inglés), entidad que controla los medicamentos en el Reino Unido, y es un antidepresivo del que se prescriben millones de dosis al año en todo el mundo. La reboxetina era indudablemente un tratamiento seguro y eficaz. Mi paciente y yo lo comentamos brevemente, convinimos en que era el mejor tratamiento que se podía aplicar y yo firmé un papel, la prescripción, como prueba de que deseaba que mi paciente probara con el fármaco.
Pero los dos fuimos víctimas de un engaño. En octubre de 2010, un grupo de investigadores logró al fin reunir todos los ensayos clínicos realizados con la reboxetina[6] y, tras un largo proceso de investigación —revisando revistas académicas, solicitando simultáneamente con no pocos esfuerzos datos a los fabricantes y recopilando documentación de entidades reguladoras—, consiguieron reunir todos los datos, tanto de los ensayos publicados como de los que no habían aparecido en publicaciones académicas.
Una vez reunidos todos los datos de los ensayos, el cuadro resultante fue estremecedor. La metodología de siete ensayos había consistido en comparar la reboxetina con un placebo; solo uno de ellos con 254 pacientes presentaba un resultado positivo claro, y fue el que apareció publicado en una revista académica para que llegara a médicos e investigadores. Pero otros seis ensayos, realizados con casi diez veces más pacientes, arrojaban como resultado que la reboxetina no era mejor que una pastilla azucarada. No se publicó ninguno de esos ensayos y yo no tenía ni idea de su existencia.
Y lo que es peor: los ensayos en que se comparaba la reboxetina con otro fármaco daban los mismos resultados; tres estudios reducidos, con un total de 507 pacientes, mostraban que la reboxetina era igual que cualquier otro fármaco. Estos se publicaron todos, pero los estudios correspondientes a un total de 1657 pacientes no salieron a la luz, y los datos no publicados mostraban que a los pacientes que tomaron reboxetina les fue peor que a los que se les suministraron otros fármacos. Para mayor inri había, además, efectos secundarios. El fármaco parecía adecuado en los ensayos publicados en la bibliografía académica, pero viendo los ensayos no publicados resultaba que los pacientes presentaban mayor probabilidad de sufrir efectos secundarios, de abandonar la toma del fármaco y de no continuar el ensayo a causa de dichos efectos por ingerir reboxetina en vez de un fármaco de la competencia.
Si tienen alguna duda respecto a que las historias que expongo me indignan —les aseguro que, sean las que sean, me atendré a los datos y procuraré ofrecerles una imagen imparcial de todo cuanto sabemos—, les bastará con considerar simplemente lo que acabo de contar. Yo hice cuanto se supone que debe hacer un médico; leí todos los trabajos, los consideré de forma crítica, los entendí, los discutí con el paciente y adoptamos una decisión conjunta basada en la evidencia. En los datos publicados, la reboxetina aparecía como un fármaco seguro y eficaz, pero, en realidad, no era mejor que un placebo y, peor aún, iba más mal que bien. Como médico, hice algo que, en definitiva, perjudicó a mi paciente, por el simple hecho de que los datos desfavorables no se publicaron.
Si les parece sorprendente o indignante, piensen que esto no es más que el principio, pues se da la circunstancia de que nadie vulneró ninguna ley, la reboxetina sigue a la venta y el sistema que lo permite continúa vigente para cualquier fármaco en cualquier país del mundo. Los datos negativos desaparecen en todos los tratamientos y en todos los sectores de la ciencia. Las entidades reguladoras y profesionales de las que cabría razonablemente esperar que acabaran con esa práctica fraudulenta nos han defraudado.
Algunas páginas más adelante examinaremos la bibliografía que demuestra lo que acabo de afirmar sin ninguna duda y también que el «sesgo en las publicaciones» —proceso merced al cual los resultados desfavorables no se hacen constar— es endémico en todos los campos de la medicina y del ámbito académico, pese a que los datos acumulados desde hace décadas evidencian la envergadura del problema. Pero antes de abordar esa investigación es preciso que se entiendan las implicaciones que tiene, y para ello es imprescindible comprender cuál es la importancia de los datos desaparecidos.
La evidencia es la única manera de saber si algo da resultado —o no— en medicina. El procedimiento que se debe seguir es verificar las cosas, con el mayor rigor posible, en pruebas separadas y recopilar todas las evidencias recogidas. Este último paso es fundamental: si yo oculto la mitad de los datos a alguien, me resulta muy fácil convencerle de algo que no sea totalmente cierto. Si, por ejemplo, tiro una moneda al aire cien veces y solo revelo las veces en que sale cara, podré convencerles de que tiene cara y cruz; pero eso no significa que no juegue en realidad con una moneda con cara por ambos lados, sino que les estoy engañando y que son tontos por dejar que me salga con la mía. Esta es exactamente la situación que toleramos en medicina y que toleramos desde siempre. Los investigadores tienen libertad para realizar cuantos ensayos deseen y para elegir los que quieran publicar.
Las repercusiones de esta situación sobrepasan el simple engaño a los médicos en cuanto a beneficios y perjuicios en su actuación con los pacientes, y rebasan el simple marco de los ensayos clínicos. La investigación médica no es una meta académica abstracta, sino que afecta a personas de carne y hueso, y cada vez que se deja de publicar un trabajo de investigación exponemos a las personas a un sufrimiento innecesario y evitable.
TGN1412
En marzo de 2006, llegaron seis voluntarios a un hospital de Londres para someterse a una prueba clínica. Era la primera vez que se administraba el fármaco denominado TGN1412 a seres humanos y a cada uno de ellos pagaron 2000 libras[7]. Al cabo de una hora los seis hombres sufrieron dolor de cabeza, dolores musculares y malestar, y, peor aún, fiebre, agitación, períodos de desorientación sobre quiénes eran y dónde estaban. Poco después, temblores, rubor, aceleración del pulso y caída de la tensión arterial. A continuación, uno de ellos entró en insuficiencia respiratoria y sus niveles de oxígeno en sangre disminuyeron rápidamente al llenársele de líquido los pulmones sin explicación aparente. Otro sufrió una caída de la tensión arterial hasta 65/40, tuvo dificultades respiratorias y, desvanecido, fue trasladado urgentemente a una unidad de cuidados intensivos donde le intubaron, pues necesitó respiración asistida. Un día más tarde, los seis se encontraban realmente mal: líquido en los pulmones, graves dificultades respiratorias, insuficiencia renal, coagulación sanguínea general incontrolable y desaparición de glóbulos blancos. Los médicos les administraron de todo: esteroides, antihistamínicos, bloqueantes de los receptores del sistema inmunitario, y a los seis se los sometió a respiración asistida en cuidados intensivos. Los seis dejaron de producir orina y se les aplicó diálisis y exanguinotransfusión, primero lenta y luego intensiva; requirieron plasma, glóbulos rojos y plaquetas sin que cesara la fiebre. Uno de ellos desarrolló neumonía y a continuación se le interrumpió la circulación periférica, se le enrojecieron los dedos de las manos y de los pies, que se fueron poniendo marrones y después negros, para a continuación gangrenarse. Tras heroicos esfuerzos, los seis salvaron la vida.
Para desentrañar lo ocurrido, el Department of Health convocó un comité científico de especialistas que se planteó dos cuestiones[8]. En primer lugar, ¿podemos impedir que ocurran cosas así? Es una locura aplicar un tratamiento experimental a seis personas a la vez en una «primera prueba en seres humanos» cuando este tratamiento consiste en una dosis totalmente desconocida. Los nuevos fármacos deben administrarse a los voluntarios poco a poco, en un proceso escalonado a lo largo de un día. Este criterio fue considerado con notable atención por parte de los reguladores y de los medios de comunicación.
La segunda cuestión pasó más desapercibida: ¿se podía haber previsto el desastre? El TGN1412 es una molécula que se une a un receptor de los glóbulos blancos del sistema inmunitario llamado CD28. Era un tratamiento nuevo experimental que afectaba al sistema inmunitario según mecanismos poco conocidos y difíciles de replicar en modelos animales (a diferencia, por ejemplo, de la tensión arterial, porque los sistemas inmunitarios difieren según las especies animales). Pero, tal como se afirmaba al final del informe, existía un experimento similar no publicado. Había un investigador que ya había planteado el interrogante a la vista de los datos no publicados de un estudio realizado en un solo individuo diez años atrás, aplicando un anticuerpo que se une a los receptores CD3, CD2 y CD28, y en el que los efectos del anticuerpo guardaban paralelismo con los observados en el TGN1412, y la persona a quien se le hizo la prueba se sintió indispuesta. Pero es improbable que esto lo supiera alguien, porque los resultados nunca estuvieron al alcance de la comunidad científica, y permanecieron ignotos, sin publicar, cuando podrían haber servido para librar a seis hombres de una terrible y destructiva experiencia perfectamente evitable.
Aquel primer investigador fue incapaz de prever el daño específico a que contribuiría y difícilmente se le puede reprochar como individuo, pues actuaba dentro de una cultura académica en la que dejar datos sin publicar se considera totalmente normal. Esa misma cultura pervive en la actualidad. La conclusión definitiva del informe final sobre el TGN 1412 fue que es esencial compartir los resultados de la primera prueba clínica experimental en seres humanos; tales datos deben publicarse rutinariamente sin omisión alguna. Pero los resultados de estudios en fase 1 ni se publicaron ni se han publicado todavía. En 2009, se publicó por primera vez un estudio que examinaba en concreto cuántas de esas primeras pruebas clínicas experimentales en seres humanos llegan a ver la luz y cuántas quedan ocultas[9]. Reunidos todos los ensayos de este tipo aprobados por un comité deontológico a lo largo de un año, se constató que al cabo de cuatro años se habían publicado nueve de cada diez, y transcurridos ocho años, cuatro de cada cinco seguían sin estarlo.
En medicina, como veremos en repetidas ocasiones, la investigación no es algo abstracto, sino que está directamente relacionada con la vida, la muerte, el sufrimiento y el dolor. Por culpa de cada uno de esos estudios no publicados, nos vemos potencialmente y sin necesidad expuestos a un nuevo desastre tipo TGN1412. Ni siquiera una noticia de difusión mundial, con horribles imágenes de jóvenes con pies y manos ennegrecidos en camas de hospitales, bastaría para reaccionar y actuar, porque el problema de los datos desaparecidos es algo demasiado complicado para resumirlo en un solo párrafo.
Al no compartir los datos de una investigación básica, como en el caso de una primera prueba clínica en seres humanos, exponemos a personas a futuros riesgos innecesarios. ¿Fue este un caso extremo? ¿Se limita el problema a primeros casos, experimentales, a nuevos fármacos en estudios clínicos con pequeños grupos? No.
En la década de 1980, los médicos comenzaron a prescribir fármacos antiarrítmicos a pacientes que habían sufrido infarto de miocardio. Era una práctica totalmente lógica sobre el papel: se sabía que los antiarrítmicos contribuían a evitar las palpitaciones cardíacas anormales; se sabía también que es muy probable que las personas que sufren infartos de miocardio desarrollen arritmias; y se sabía, finalmente, que estas personas suelen pasar desapercibidas y que se quedan sin diagnóstico y sin tratamiento. Administrar fármacos antiarrítmicos a cuantos habían sufrido un infarto de miocardio era una medida sencilla, lógica y preventiva.
Por desgracia, resultó que era una medida errónea; una práctica con la mejor de las intenciones y según el mejor de los principios, pero que en realidad mataba personas. Y como los infartos de miocardio son muy frecuentes, las mataba en grandes cantidades: más de 100 000 personas murieron innecesariamente antes de que se llegara a advertir que la proporción entre beneficios y riesgos era muy distinta en los pacientes sin una arritmia demostrada.
¿Podría haberlo previsto alguien? Lamentablemente, sí. En un estudio de 1980 se había probado un antiarrítmico, la lorcainida, en un reducido grupo de varones —menos de cien— que habían sufrido infarto de miocardio. Nueve de 48 personas tratadas con lorcainida murieron, frente a una de las 47 a quienes se administró un placebo. El fármaco se hallaba en fase previa de desarrollo y poco después de este resultado se abandonaron las pruebas por razones comerciales y, como no salió al mercado, a nadie se le ocurrió publicar el ensayo clínico. Los investigadores asumieron que era una idiosincrasia de la molécula y lo olvidaron. Si hubiesen publicado los resultados, habríamos tenido mucho más cuidado en el ensayo de otros fármacos antiarrítmicos en personas con infarto de miocardio, y podría haberse evitado antes el terrible coste de más de 100 000 muertes prematuras. Más de diez años después, los investigadores publicaron por fin los resultados, con un mea culpa en el que reconocían el daño causado al no haberlos desvelado antes:
Cuando realizamos el estudio en 1980 pensamos que la elevada tasa de mortalidad que se producía entre el grupo de pacientes tratados con lorcainida era un efecto aleatorio. Se abandonó el desarrollo de la lorcainida por razones comerciales, y, en consecuencia, no se publicó el estudio; ahora es un buen ejemplo de «sesgo de publicación», ya que los resultados que figuraban en él podrían haber servido de advertencia sobre el posible daño[10].
Como expondremos dentro de poco, este problema de los datos no publicados está muy generalizado en medicina y en todo el ámbito académico, a pesar de que su envergadura y el perjuicio que causa están documentados sin ningún género de duda. Expondremos historias sobre investigación básica en cáncer, Tamiflu, fármacos superventas para el colesterol, fármacos contra la obesidad, antidepresivos y otros muchos, con evidencias que datan desde los albores de la medicina hasta la actualidad y con datos que siguen ocultos ahora mientras escribo sobre fármacos de uso generalizado, que muchos delos que leen este libro habrán tomado seguramente esta misma mañana. Veremos igualmente cómo las entidades reguladoras y académicas han fracasado reiteradamente al afrontar el problema.
Dado que los investigadores gozan de total libertad para ocultar los resultados que quieran, los daños a los que se ven expuestos los pacientes son de una magnitud inconmensurable en el campo de la medicina, desde la investigación a la práctica diaria. Los médicos ignoran totalmente los verdaderos efectos de los tratamientos que aplican. ¿Funciona realmente este fármaco o me han ocultado la mitad de los datos? Vaya usted a saber. ¿Vale la pena este costoso fármaco o se han maquillado los datos? Vaya usted a saber. ¿Matará este fármaco a los pacientes? ¿Hay alguna evidencia de que sea peligroso? Vaya usted a saber.
Es extraño que se dé esta situación precisamente en la medicina, una disciplina en la que se da por sentado que se basa enteramente en la evidencia y en la que la práctica diaria está estrechamente ligada a consideraciones médico-legales. Es uno de los campos más regulados de la conducta humana en el que, sin embargo, hemos decidido mirar hacia otro lado, y hemos consentido que la evidencia que rige la práctica se tergiverse y se adultere. Parece inimaginable. A continuación veremos hasta dónde alcanza el problema.
¿POR QUE SE HACE UN RESUMEN DE LOS DATOS?
La ausencia de datos en medicina ha sido objeto de numerosos estudios. Pero antes de exponer esta evidencia, hemos de entender bien la importancia que tiene desde un punto de vista científico, y para ello tenemos que comprender en qué consisten las revisiones sistemáticas y los «metaanálisis» en los que se fundamentan dos de los conceptos de mayor importancia en la medicina moderna. Se trata de dos criterios increíblemente sencillos, pero a los que, sorprendentemente, se llegó tarde.
Si se quiere averiguar si algo funciona o no, se realiza un ensayo. Es un proceso muy sencillo, y el primer intento documentado de una suerte de ensayo aparece en la Biblia (Daniel, 1:12, por si les interesa). Lo primero que se necesita es plantear una pregunta. Por ejemplo: «¿La administración de esteroides a parturientas prematuras aumenta las posibilidades de que sobreviva el niño?». Acto seguido se buscan participantes adecuados, en este caso madres a punto de dar a luz un bebé prematuro. Se requiere un número razonable de las mismas, pongamos unas doscientas para este ensayo concreto. Luego, se las divide en dos grupos al azar y se aplica a las madres de uno de esos grupos el mejor tratamiento existente (el habitual en la ciudad en que residan), y a las madres del otro grupo el mejor tratamiento disponible y los esteroides. Finalmente, cuando ya se ha sometido a las doscientas mujeres al tratamiento, se cuentan los bebés que han sobrevivido en ambos grupos.
Esta es una pregunta del mundo real y un tema sobre el que se han realizado muchos ensayos a partir de 1992. Dos de ellos demostraron que los esteroides salvan vidas, aunque en cinco no se observaron beneficios significativos. Ahora bien, habrán oído muchas veces que los médicos discrepan ante una evidencia no concluyente, y en este caso se da precisamente esa circunstancia. Tal vez surja un médico con una arraigada idea preconcebida de que los esteroides funcionan, interesado tal vez en algún mecanismo molecular teórico, por efecto del cual el fármaco pueda ejercer algún beneficio en el organismo, que diga: «¡Fíjense en esos dos ensayos favorables! ¡Claro que hay que administrar esteroides!», mientras otro médico, con una profunda intuición previa de que los esteroides no sirven para nada, y señalando con el dedo los cinco ensayos negativos, dirá: «La evidencia conjunta no demuestra un beneficio claro. ¿Para qué arriesgarse?».
Hasta hace muy poco era así básicamente como progresaba la medicina. Se escribían extensos y monótonos artículos de revisión —recopilados a partir de la bibliografía médica— en los que se reseñaban los datos de los ensayos revisados de un modo estrictamente sistemático, reflejando muchas veces prejuicios y valores personales. Más tarde, en la década de 1980 comenzó a llevarse a cabo lo que se denomina la «revisión sistemática», una revisión clara y exhaustiva de las publicaciones médicas, con la intención de recopilar la mayor cantidad posible de datos de los ensayos sobre un tema determinado y sin sesgo hacia ningún hallazgo concreto. En la revisión sistemática se describe detalladamente cómo se han indagado los datos, qué bancos de datos se han empleado y con qué herramientas de búsqueda, los índices que se han aplicado, citando incluso los vocablos utilizados en la búsqueda. Se mencionan a priori la clase de ensayos que se incluyen en la revisión y se presentan los resultados sin obviar los trabajos omitidos, con explicación del porqué. De este modo se tiene la garantía de que la metodología es totalmente transparente, repetible y abierta a críticas, ofreciendo así al lector un cuadro completo y claro de la evidencia. Tal vez parezca algo sencillo, pero las revisiones sistemáticas son extremadamente raras fuera de la medicina clínica y solo muy lentamente se van imponiendo como una de las ideas más importantes y rompedoras de los últimos cuarenta años.
Una vez reunidos los datos de todos los ensayos, se lleva a cabo lo que se llama un metaanálisis, situando todos los resultados en una gigantesca hoja de cálculo para recopilarlos resumidos en una sola cifra, el producto más exacto de todos los datos relativos a una cuestión clínica, representándola en lo que se llama un diagrama de bosque, como el que aparece en la página siguiente en el logotipo de Cochrane Collaboration, una entidad académica universal sin ánimo de lucro que viene publicando desde la década de 1980 revisiones modélicas sobre evidencia en cuestiones médicas importantes.