VI

Después de este abrazo volvimos a montar a caballo y continuamos nuestro camino en silencio, porque la emoción nos embargaba la voz.

La oscuridad se había hecho más densa, pero yo veía en el cura, cuyo semblante aún no conocía, algo luminoso; tan cierto es que la simpatía y la admiración se complacen en revestir a la persona simpática y admirada con los atractivos de la Divinidad.

Iba yo repasando en mi memoria los hermosos tipos ideales del buen sacerdote moderno, que conocía sólo en las leyendas, y a los cuales se parecía mi compañero de camino, y no recordaba más que a dos con los cuales tuviera una extraña semejanza. El uno era el virtuoso Vicario de aldea, de Enrique Zschokke, cuyo diario había leído siempre con lágrimas, porque el ilustre escritor suizo ha sabido depositar en él raudales de inmensa ternura y de dulcísima resignación.

El otro era el Padre Gabriel, de Eugenio Sué, que este fecundo novelista ha sabido hacer popular en el mundo entero con su famoso Judío Errante. En aquella época aún no había publicado Víctor Hugo Los miserables y, por consiguiente, no había yo admirado la hermosa personificación de monseñor Myriel, que tantas lágrimas de cariño ha hecho derramar después. Verdad es que conocía la historia de varios célebres misioneros cuyas virtudes honraban al cristianismo; pero siempre encontraba en su carácter un lunar que me hacía perder en parte mi entusiasta veneración hacia ellos. Sólo había podido, pues, admirar en toda su plenitud a los personajes ideales que he mencionado.

Así es que el haber encontrado en medio de aquellas montañas al hombre que realizaba el sueño de los poetas cristianos y al verdadero imitador de Jesús, me parecía una agradabilísima pero fugaz ilusión, hija de mi imaginación solitaria y entristecida por los recuerdos. Y, sin embargo, no era así; el sacerdote existía; me había hablado; caminaba junto a mí, y pronto iba a confirmar con mis propias observaciones la idea que acababa de darme su carácter asombroso, en pocas palabras dichas con una sencillez y una sinceridad tanto más incuestionables cuanto que ningún interés podía tener en aparecer de tal modo a los ojos de un viajero pobre, militar subalterno e insignificante. Cansado estaba yo, al contrario de encontrarme por ahí en los diversos pueblos que había recorrido con las tropas o solo, con párrocos alegres y vividores, de esos que se llaman a sí mismos campechanos, que habían creído halagarme, en mi calidad de soldado y de hombre de mundo, haciéndome participar de las dulzuras y placeres de una vida profana, alegre y libertina.

Nada, pues, tenía de común el carácter de este buen sacerdote con los que yo había conocido por dondequiera. Todas estas razones produjeron en mi ánimo la estupefacción que es de suponerse y que me hacía caminar al lado del cura con una alegría mezclada de incredulidad; si alguien hubiese venido a contarme que existía en un rincón de la República, a la sazón agitada por las pasiones del clero, un sacerdote como el que yo me había encontrado, francamente, lo habría creído con suma dificultad.[1]