Hacia el final de una de las primeras películas de Ingmar Bergman, Como en un espejo, una joven, que se revuelve en las garras de la que parece ser profunda depresión psicótica, sufre una alucinación aterradora. Cuando espera la llegada de algún trascendental y salvífico vislumbre de Dios, ve en su lugar la palpitante figura de una araña monstruosa que intenta violarla sexualmente. Es un instante de horror y demoledora verdad. Y, sin embargo, aun en esta visión de Bergman (que ha sufrido cruelmente de depresión), se tiene la sensación de que todo su consumado talento artístico se queda corto en cierta manera sin alcanzar a plasmar con autenticidad la espantosa fantasmagoría de la mente que se ahoga. Desde la antigüedad —en el torturado lamento de Job, en los coros de Sófocles y Esquilo— los cronistas del espíritu humano han venido forcejeando con un vocabulario que pudiera dar expresión adecuada a la desolación de la melancolía. En el discurrir de la literatura y el arte, el tema de la depresión se ha mantenido como un perpetuo hilo de desdicha —desde el soliloquio de Hamlet a los versos de Emily Dickinson y Gerard Manley Hopkins, de John Donne a Hawthorne y Dostoyevski y Poe, Camus y Conrad y Virginia Woolf. En muchos de los grabados de Alberto Durero hay espeluznantes descripciones de su propia melancolía; las maníacas estrellas giratorias de Van Gogh son las precursoras del hundimiento del artista en la demencia y la extinción del yo. Es un sufrimiento que tiñe a menudo la música de Beethoven, de Schumann y Mahler, e impregna las cantatas más sombrías de Bach. La vasta metáfora que más fielmente representa este suplicio sin fondo, empero, es la del Dante, y sus conocidísimos versos todavía suspenden la imaginación con su augurio de lo incognoscible, el atroz combate que hay que librar:
Nel mezzo del cammin di nostra vita
Mi ritrovai per una selva oscura,
Ché la diritta via era smarrita.
A mitad del camino de la vida
Vine a encontrarme en una selva oscura,
Con la derecha senda ya perdida.
Podríamos asegurar que estas palabras han sido empleadas más de una vez para conjurar los estragos de la melancolía, pero su tétrico presagio ha ensombrecido, a menudo, los últimos versos de la parte más conocida del poema, con su evocación de esperanza. Para la mayoría de los que lo han experimentado, el horror de la depresión es tan abrumador que excede con mucho toda posibilidad de expresión, de ahí la frustrada sensación de insuficiencia que suele hallarse en la obra de los artistas, aun de los más grandes. Pero en la ciencia y en el arte proseguirá, sin duda, la búsqueda de una representación clara de su significado, que a veces, para aquellos que lo han conocido, es un simulacro de todo el mal de nuestro mundo: de nuestra discordia y caos cotidianos, nuestra irracionalidad, guerras y crímenes, tortura y violencia, nuestro impulso hacia la muerte y nuestra huida de ella mantenidos en el intolerable contrapeso de la historia. Si nuestras vidas no tuvieran otra configuración más que ésta, deberíamos desear, y acaso mereciéramos, perecer; si la depresión no tuviera término, el suicidio sería, ciertamente, el único remedio. Pero no necesita uno hacer sonar la nota de la ficción o de la inspiración para destacar la verdad de que la depresión no es la aniquilación del alma; hombres y mujeres que se han repuesto del mal —y son incontables— dan testimonio de la que quizá constituya su única merced: no es invencible.
Para los que han morado en la selva oscura de la depresión y conocido su indescriptible agonía, su retorno del abismo no es diferente al ascenso del poeta, subiendo penosamente más y más arriba hasta salir de las negras profundidades del infierno y emerger por fin a lo que él percibió como «el claro mundo». Allí, todo el que ha recobrado la salud ha recobrado casi siempre el don de la serenidad y la alegría, y esto quizá sea reparación suficiente por haber soportado la desesperación más allá de la desesperación.
E quindi uscimmo a riveder le stelle.
Y otra vez contemplamos las estrellas.