IX

La inmensa mayoría de las personas que pasan por depresiones, aun las más graves, sobreviven a ellas, y viven después al menos tan felizmente como las no afectadas por este mal. Salvo por lo terrible de algunos recuerdos que deja, la depresión aguda inflige pocas lesiones permanentes. Hay como un tormento de Sísifo en el hecho de que un número considerable —prácticamente la mitad— de los que sufren el estrago una vez serán atacados de nuevo; la depresión posee el hábito del retorno. Pero la mayor parte de las víctimas salen incluso de estas recaídas, y bien a menudo defendiéndose mejor por haber llegado a estar psicológicamente preparadas, merced a la pasada experiencia, para lidiar con el monstruo. Es de enorme importancia que a quienes sufren un asedio, acaso por vez primera, se les hable —se les convenza, más bien— de que la enfermedad seguirá su curso y ellos saldrán del trance. Ardua tarea, ésta: gritar «¡arriba esa barbilla!» desde la seguridad de la orilla a una persona que está ahogándose es casi tanto como insultarla, pero se ha demostrado una y otra vez que si el esfuerzo por dar ánimo es bastante tenaz —y el auxilio prestado no menos decidido y afanoso— la persona en peligro suele salvarse casi siempre. La mayoría de los que son presa de la depresión en su forma más nefasta se hallan, por la razón que sea, en un estado de quimérica desesperanza, atormentados por exagerados males y fatales amenazas que no guardan la menor semejanza con la realidad. Es menester por parte de amigos, amantes, familia, admiradores, una devoción casi religiosa para persuadir a los pacientes del valor de la vida, lo que tantas veces está en conflicto con el sentimiento de su propio demérito que tienen estas personas, pero tal devoción ha evitado incontables suicidios.

Durante el mismo verano de mi declinación, un íntimo amigo mío —un famoso columnista de prensa— fue hospitalizado a causa de una grave psicosis maniacodepresiva. Por las fechas en que yo comenzaba mi derrumbamiento otoñal mi amigo se había recobrado (gracias en gran medida al litio pero también a la psicoterapia dispensada en la salida de la crisis), y nos manteníamos en contacto por teléfono casi a diario. Su apoyo fue incansable e inapreciable. Él fue quien me amonestó sin tregua insistiendo en que el suicidio era «inaceptable» (él había sufrido una intensa propensión a suicidarse), y él fue también quien me presentó de un modo menos terrible e intimidante la perspectiva de ir al hospital. Todavía evoco con inmensa gratitud el interés que se tomó por mí. El auxilio que me prestó, dijo posteriormente, fue una prolongación de la terapia para él, demostrando así que, si no otra cosa, la enfermedad engendra un compañerismo duradero.

Después de iniciada mi recuperación en el hospital se me ocurrió preguntarme —por vez primera con auténtico interés— cuáles podrían ser las causas de haber sido visitado por semejante calamidad. La literatura psiquiátrica en torno a la depresión es enorme, y las teorías relativas a la etiología de este mal proliferan con tanta abundancia como las teorías acerca de la muerte de los dinosaurios o el origen de los agujeros negros. El número mismo de hipótesis es testimonio del punto menos que impenetrable misterio de la enfermedad. En cuanto al mecanismo inicial que la dispara —lo que yo he llamado crisis manifiesta— ¿puedo en realidad satisfacerme con la idea de que fuera la brusca retirada del alcohol lo que determinó el comienzo de la profunda caída? ¿Qué decir de otras posibilidades: la dura circunstancia, por ejemplo, de que más o menos por las fechas en que fui atacado doblaba los sesenta, ese hito tremendo de la mortalidad? ¿O pudo ser quizá que una vaga insatisfacción con los derroteros que llevaba mi obra —ese ataque de inercia que me ha acometido una y otra vez durante mi vida de escritor, tornándome hosco y descontento— me asediara también durante ese período más cruelmente que nunca, amplificando de alguna manera mi conflicto con el alcohol? Cuestiones irresolubles, tal vez.

Estas cosas, de todos modos, no me interesan tanto como la búsqueda de los orígenes primigenios de la enfermedad. ¿Cuáles son los hechos olvidados o enterrados que apuntan a una explicación última de la evolución de la depresión y su posterior florescencia en la locura? Hasta la embestida de mi propio mal y su desenlace jamás había prestado mucha atención a mi obra en términos de su conexión con el subconsciente: ámbito éste de investigación que corresponde a los detectives literarios. Pero una vez recobrada la salud y en condiciones de poder reflexionar sobre el pasado a la luz de mi reciente tormento, empecé a ver con claridad cómo había estado pegada la depresión a los bordes externos de mi vida por espacio de muchos años. El suicidio ha sido un tema persistente en mis libros: tres de mis principales personajes se quitan la vida. Al releer, por primera vez en años, secuencias de mis novelas —pasajes donde mis heroínas se precipitan dando bandazos por sendas de perdición— me asombró percibir con qué exactitud supe crear el paisaje de la depresión en los ánimos de aquellas mujeres jóvenes, describiendo, con acierto que sólo podía ser instinto, a partir de un subconsciente ya enturbiado por perturbaciones del ánimo, el desequilibrio psíquico que las empujaba a la destrucción. De suerte que la depresión, cuando a la postre me llegó a mí, no era en realidad ninguna extraña, ni siquiera una visita totalmente imprevista; llevaba decenios llamando a mi puerta.

La predisposición al mal provenía, he llegado a creer, de mis primeros años: de mi padre, que combatió a la gorgona durante buena parte de su vida y fue hospitalizado en mi niñez tras una desesperada caída en espiral que, en visión retrospectiva, he venido a estimar muy semejante a la mía. Las raíces genéticas de la depresión parecen hoy algo incontrovertible. Pero tengo el convencimiento de que un factor aún más significativo fue el fallecimiento de mi madre cuando contaba yo trece años; este trastorno y esta aflicción precoz —la muerte o desaparición de un progenitor, especialmente la madre, antes de o durante la pubertad— aparece reiteradamente en la literatura sobre la depresión como un trauma con probabilidades, a veces, de crear un estrago emocional casi irreparable. El peligro es especialmente manifiesto si el adolescente es afectado por lo que ha recibido la denominación de «duelo incompleto», es decir, si ha sido incapaz de alcanzar la catarsis del dolor y de este modo lleva dentro de sí en años ulteriores una carga insufrible de la que son parte sentimientos de enojo y culpabilidad, y no sólo pena reprimida, que se convierten en las virtuales semillas de la autodestrucción.

En un nuevo y esclarecedor libro acerca del suicidio, Self-Destruction in the Promised Land, Howard I. Kushner, que no es psiquiatra sino historiador social, expone persuasivos argumentos en favor de esta teoría del duelo incompleto y se sirve de Abraham Lincoln como ejemplo. Mientras que los héticos humores de melancolía de Abraham Lincoln son legendarios, es en cambio mucho menos sabido que en su juventud fue presa varias veces de una conmoción suicida y en más de una ocasión estuvo a punto de atentar contra su propia existencia. Tal comportamiento parece directamente relacionado con la muerte de la madre de Lincoln, Nancy Hanks, cuando él tenía nueve años, y con la no expresada aflicción exacerbada por el fallecimiento de su hermana diez años después. Analizando con clarividencia la crónica de los penosos esfuerzos de Lincoln para evitar el suicidio, Kushner defiende convincentemente no sólo la idea de la pérdida precoz como causa que precipita la conducta autodestructiva, sino también, y en sentido más favorable, la de que ese mismo comportamiento se torna una estrategia mediante la cual la persona afectada lucha a brazo partido con su culpabilidad y su enojo, y triunfa sobre la empecinada voluntad de infligirse la muerte. Tal reconciliación puede entrelazarse con la búsqueda de la inmortalidad: en el caso de Lincoln, no menos que en el de un escritor de ficción, el anhelo de vencer a la muerte merced a la obra venerada por la posteridad.

Conque si esta teoría del duelo incompleto tiene validez, y creo que la tiene, y si también es cierto que en los más hondos entresijos del comportamiento suicida de una persona ésta todavía se debate subconscientemente con una inmensa pérdida mientras trata de superar todos los efectos de su devastación, entonces mi propia evitación de la muerte quizá fuera un homenaje tardío a mi madre. Sé, en efecto, que en aquellas últimas horas antes de rescatarme a mí mismo, cuando escuchaba el pasaje de la Rapsodia para Contralto —que le había oído a ella cantar— mi madre estuvo muy presente en mi ánimo.