VIII

El hospital fue una estación de paso, un purgatorio. Cuando entré en él, mi depresión parecía tan profunda que, en opinión de algunos de los facultativos, yo era un candidato a la TEC, la terapia electroconvulsiva, o de electrochoque, como es más conocida. En muchos casos éste es un remedio eficaz —se le ha perfeccionado y ha merecido una respetable rehabilitación, desembarazándose generalmente del desprestigio medieval al que en un tiempo se le relegara— pero es, sin duda alguna, un procedimiento drástico que cualquiera querría evitar. Yo lo evité porque empecé a mejorar, de un modo paulatino pero sostenido y constante. Me asombró descubrir que las fantasías de suicidio desaparecieron casi por completo a los pocos días de mi ingreso, y ello también es testimonio del efecto apaciguador que el hospital puede crear, de su valor inmediato como santuario donde la paz puede volver a la mente.

Conviene añadir, sin embargo, una última advertencia por lo que se refiere al Halcion. Estoy convencido de que este tranquilizante es culpable, cuando menos, de haber exacerbado hasta un punto intolerable las ideas de suicidio que me dominaron antes de ingresar en el hospital. La evidencia empírica que me tiene persuadido de ello dimana de una conversación que tuve con un psiquiatra de la plantilla tan sólo horas después de mi entrada en la institución. Cuando me preguntó lo que tomaba para dormir, y la dosis, le respondí que 75 mg de Halcion; a esto se ensombreció su rostro y comentó con tono categórico que eso era el triple de la dosis hipnótica normalmente prescrita y una cantidad especialmente contraindicada para una persona de mi edad. Me cambiaron de inmediato a Dalmane, otro hipnótico de la misma familia de efectos algo más prolongados, y resultó cuando menos tan eficaz como Halcion para hacerme conciliar el sueño; pero, lo más importante de todo, noté que muy poco después del cambio mis pensamientos de suicidio amainaron y finalmente desaparecieron.

En tiempos recientes se ha acumulado mucha evidencia que inculpa al Halcion (cuyo nombre químico es triazolam) de ser factor causativo en la producción de obsesiones de suicidio y otras aberraciones de los procesos mentales en individuos susceptibles. Debido a tales reacciones el Halcion ha sido terminantemente prohibido en los Países Bajos, y debería cuando menos ser administrado con mayor cautela entre nosotros. No recuerdo que el Dr. Gold cuestionara una sola vez la dosis exageradamente fuerte que sabía estaba yo tomando; presumiblemente no había leído la información preventiva en el Physicians’ Desk Reference. Aunque también haya que culpar a mi propia despreocupación al ingerir tal sobredosis, atribuyo dicha despreocupación a la desenfadada seguridad que se me dio unos años antes, cuando empecé a tomar Ativan por prescripción del expeditivo doctor que me dijo que podría tomar, sin perjuicio, todos los comprimidos que quisiera. Se acobarda uno cuando piensa en el daño que una forma tan negligente de prescribir sedantes potencialmente peligrosos como estos puede estar haciendo en pacientes por doquier. En mi caso el Halcion, desde luego, no actuó solo —yo iba ya camino del abismo— pero creo que sin él quizá no me hubiese visto empujado tan hondo.

Permanecí en el hospital casi siete semanas. No todos habrían respondido como yo lo hice; la depresión, debe uno insistir constantemente, presenta tantas variaciones y tiene tantas y tan sutiles facetas —depente tanto, en suma, de la totalidad de causas y respuesta del individuo— que lo que para una persona es una panacea puede ser una trampa para otra. Pero sin duda alguna el hospital (y hablo, naturalmente, de los muchos buenos) debe ser exonerado de su reputación amenazante, no debe considerársele con tanta frecuencia el método de tratamiento de último recurso. El hospital tampoco puede decirse que sea un centro de vacaciones; el que a mí me dio acogida (me cupo el privilegio de estar en uno de los mejores del país) poseía el ambiente lúgubre y aplanador de cualquier hospital. Si además se reúnen en una planta, como en la mía, catorce o quince varones y hembras de edad mediana en las congojas de la melancolía de una propensión al suicidio, entonces puede uno figurarse muy bien lo poco risueño del ambiente. Esto no mejoraba para mí con las comidas de línea aérea barata o con el vislumbre que tenía del mundo exterior: Dinastía y Knots Landing y las Noticias de Tarde de la CBS se nos servían invariablemente cada velada en la desguarnecida sala de recreo, haciéndome tomar conciencia a veces, por lo menos, de que el lugar donde había hallado refugio era un mundo de locos más benigno y suave que el que había dejado. En el hospital fui de los beneficiarios del que acaso sea único y reacio favor de la depresión: su capitulación final. Aun aquellos para quienes cualquier género de terapia es un empeño inútil pueden abrigar la expectativa de que algún día pase la tormenta. Si sobreviven a ella, su furor casi siempre declina y finalmente desaparece. Misteriosa en su llegada, misteriosa en su ida, la aflicción sigue su curso, y uno encuentra la paz.

A medida que iba mejorando hallaba cierta distracción sui generis en la rutina del hospital, con sus propias sentadas institucionalizadas. La Terapia de Grupo, me dicen, tiene algún valor; nunca quisiera yo quitar mérito a ningún concepto que haya demostrado ser eficaz para algunos individuos. Pero la Terapia de Grupo no hizo nada por mí salvo quemarme la sangre, posiblemente porque estaba supervisada por un chiquilicuatre odiosamente presumido, con una barbita oscura recortada (der junge Freud?), que en su empeño por hacernos desembuchar las motivaciones más íntimas de nuestro mísero estado se mostraba tan pronto condescendiente como amenazador, y en alguna ocasión redujo a una o dos de las pacientes femeninas, tan desamparadas con sus kimonos y sus rizadores, a lo que estoy seguro consideraría él un llanto satisfactorio. (Al resto del personal psiquiátrico del establecimiento lo tuve por ejemplar en su tacto y miramiento humano.) El tiempo se hace interminable en el hospital, y lo mejor que puedo decir de la Terapia de Grupo es que era una forma de ocupar las horas.

Más o menos lo mismo cabe decir de la Terapia de Arte, que no es otra cosa que infantilismo organizado. Nuestra clase la dirigía una jovencita delirante con una inamovible e infatigable sonrisa en los labios, que a todas luces había sido formada en una escuela que impartía cursos sobre Enseñanza del Arte para Enfermos Mentales; ni siquiera un maestro de niños retrasados muy pequeños se hubiera sentido impulsado a dispensar, sin instrucción deliberada, una colección de risitas y arrullos tan orquestados. Desenrollando largos rollos de escurridizo papel mural, nos inducía a tomar nuestros carboncillos y hacer dibujos ilustrativos de temas que nosotros mismos elegíamos. Por ejemplo: Mi Casa. Con humillada ira obedecía yo, dibujando un cuadrado, con una puerta y cuatro ventanas bizcas y una chimenea en lo alto de la que salía una voluta de humo. Ella me colmaba de alabanzas, y a medida que transcurrían las semanas y mejoraba mi salud, también lo hacía mi sentido de la comedia. Empecé a enredar felizmente con plastilina de colores, modelando para empezar una horripilante calaverita verde, con todos sus dientes, que nuestra maestra declaró una réplica espléndida de mi depresión. Fui pasando luego por fases intermedias de recuperación hasta culminar en una cabeza querubínica con una sonrisa de lo más amable. Al coincidir como coincidió con el momento de mi puesta en libertad, esta creación alborozó de veras a mi instructora (con la que a mi pesar había llegado a encariñarme), ya que, como me dijo, era emblemática de mi recuperación y por tanto un ejemplo más del triunfo de la Terapia de Arte sobre la enfermedad.

A la sazón se estaba entrando ya en el mes de febrero, y aunque todavía me encontraba flojo, supe que había emergido a la luz. No me sentía ya un cascarón vacío sino un cuerpo con algunos de los ricos jugos corporales de nuevo en ebullición. Había tenido mi primer sueño en muchos meses, confuso pero imperecedero hasta la fecha, con una flauta en algún punto impreciso, y un ganso silvestre, y una muchacha bailando.