VII

Fue al Dr. Gold, en su calidad de médico que me atendía, a quien llamaron para formalizar mi ingreso en el hospital. Por irónico lance, fue él quien me dijo una o dos veces durante nuestras sesiones (y después había yo planteado con bastantes titubeos la posibilidad de la hospitalización) que debía tratar de eludir el hospital a toda costa, por el estigma que me podría dejar. Tal comentario me pareció entonces, y me parece ahora, sumamente descaminado; tenía entendido que la psiquiatría había dejado muy atrás el punto en que el estigma se lo colgaban a cualquier aspecto de la enfermedad mental, sin excluir el hospital. Este refugio, aunque mal puede decirse que sea lugar agradable, es una instalación donde los pacientes pueden salir adelante cuando los fármacos fallan, como fallaron en mi caso, y donde el tratamiento que uno recibe podría considerarse una prolongación en un marco distinto, de la terapia que se inicia en consultas como la del Dr. Gold.

Es imposible decir, por supuesto, lo que el método de otro doctor podría haber sido, si también habría desaconsejado el hospital. Muchos psiquiatras, que lisa y llanamente no parecen capaces de entender la índole y la intensidad de la angustia que soportan sus pacientes, mantienen su obstinada lealtad a los fármacos en la creencia de que antes o después los medicamentos harán su efecto, el paciente responderá y los sombríos contornos del hospital podrán eludirse. El Dr. Gold era de éstos, parece claro, pero en mi caso estaba equivocado; tengo el convencimiento de que yo debería haber entrado en el hospital semanas antes. Pues, en realidad, el hospital fue mi salvación, y no deja de ser paradójico que en aquel lugar austero, con sus puertas cerradas y enrejadas y sus desolados pasillos verdes —las ambulancias ululando día y noche diez pisos más abajo— encontrara el reposo, la mitigación de la tempestad de mi cerebro, que había sido incapaz de encontrar en mi tranquila casa de campo.

Esto es resultado en parte del aislamiento, de la seguridad, del traslado a un mundo en el que el impulso de coger un cuchillo y clavárselo en el pecho desaparece una vez que se sabe, saber que pronto se le hace evidente hasta al nebuloso cerebro del depresivo, que el cuchillo con el que se intenta cortar el horrible bistec suizo es de plástico flexible. Pero el hospital también ofrece el suave trauma, el trauma singularmente gratificante, de la súbita estabilización: una salida de los demasiado familiares contornos del hogar, donde todo es ansiedad y desacuerdo, para pasar a una cautividad metódica y benigna donde la única obligación que uno tiene es la de ponerse bien. Para mí los verdaderos médicos fueron la reclusión y el tiempo.