Durante años había llevado un cuaderno —no estrictamente un diario, sus anotaciones eran erráticas y escritas un tanto a la ventura— cuyo contenido no me habría gustado nada que curiosearan otros ojos que no fuesen los míos. Lo tenía oculto en un lugar bien apartado de la vista, en mi casa. No es que se tratara de nada escandaloso; las observaciones eran muchísimo menos escabrosas, o malignas, o reveladoras de mis intimidades de lo que mi deseo de mantener el cuaderno en secreto parecería indicar. Sin embargo, el pequeño volumen constituía un material que tenía yo el firme propósito de utilizar profesionalmente y luego destruir antes de ese día lejano en que el espectro de la clínica de reposo se aproximara demasiado. Así que cuando mi mal se agravó comprendí, no sin cierta desazón, que si un día decidía desembarazarme del cuaderno, ese momento coincidiría necesariamente con mi decisión de poner fin a mi existencia. Y una noche de principios de diciembre ese momento llegó.
Esa tarde me habían llevado (hacía ya tiempo que yo no podía conducir) a la consulta del Dr. Gold, donde éste anunció que había decidido tratarme con el antidepresivo Nardil, fármaco más antiguo que tenía la ventaja de no causar la retención urinaria de los otros dos que había prescrito. Sin embargo, había inconvenientes. El Nardil probablemente no haría efecto antes de un mes o mes y medio —apenas si podía creérmelo— y tendría que obedecer yo cuidadosamente ciertas restricciones dietéticas, por fortuna más bien sibaríticas (nada de embutido, ni de queso, ni de paté de foie gras), a fin de evitar un choque de enzimas incompatibles que podría causar un síncope. Además, dijo el Dr. Gold con una cara muy seria, el fármaco a dosis óptimas podía tener como efecto secundario la impotencia. Hasta ese momento, aunque abrigaba algún recelo respecto a su personalidad, no le había creído totalmente falto de perspicacia; ahora no estaba ya seguro en modo alguno. Poniéndome en el lugar del Dr. Gold, me pregunté si pensaría en serio que aquel exhausto y maltrecho semiinválido con su cascada voz de viejo y su arrastrar de pies se despertaba cada mañana de su sueño inducido por el Halcion ávido de retozo carnal.
Hubo algo tan desconsolador en la sesión de aquel día que volví a casa en un estado de particular desventura y preparado para la noche. Teníamos invitados a cenar, algo que yo ni temía ni recibía con agrado y que ya de por sí (esto es, en mi tórpida indiferencia) revela un interesantísimo aspecto de la patología de la depresión. Esto atañe no a los umbrales de sufrimiento que nos son conocidos sino a un fenómeno paralelo, y es la probable incapacidad de la psique para absorber dolor más allá de previsibles límites de tiempo. Hay una región en la experiencia del dolor en que la certeza del alivio permite a menudo un aguante sobrehumano. Aprendemos a convivir con el dolor en grados diversos por todo un día, o por períodos más largos, y las más de las veces terminamos misericordiosamente por vernos libres de él. Cuando soportamos fuerte malestar de índole física nuestra capacidad de adaptación nos ha enseñado desde niños a realizar transacciones con las exigencias del dolor, es decir a aceptarlo, ya sea valerosamente o gimiendo y quejándonos, según nuestro personal grado de estoicismo, pero en cualquier caso aceptarlo. Salvo en el dolor terminal intratable, casi siempre hay alguna forma de alivio, ya sea mediante el sueño, el Tylenol, la autohipnosis, un cambio de postura, o las más de las veces, gracias a la capacidad del cuerpo humano para curarse a sí mismo, y nos abrazamos a este eventual respiro como a la recompensa natural que se nos concede por haber sido, temporalmente, tan buenos militantes y abnegados sufridores, unos hinchas tan optimistas de la vida, en realidad.
En la depresión, esta fe en el rescate, en el final restablecimiento, falta por completo. El sufrimiento es inconmovible, y lo que hace intolerable la situación es saber de antemano que no llegará ningún remedio: ni en un día, una hora, un mes o un minuto. Si se da una ligera mitigación, sabe uno que es sólo temporal; le seguirá más tormento. Aun más que dolor, es desesperación lo que apabulla el alma. Así, en las determinaciones del vivir cotidiano, no cabe, como en los asuntos normales, cambiarse de una situación enojosa a otra que lo sea menos —o de la incomodidad a una comodidad relativa, o del aburrimiento a la actividad— sino moverse de tortura en tortura. No abandona uno, siquiera por breve tiempo, su lecho de clavos, sino que vive pegado a él dondequiera que vaya. Y esto se traduce en una experiencia sorprendente: la que yo he llamado, recurriendo a la terminología militar, situación del herido ambulante. Pues en casi toda otra enfermedad grave, un paciente que experimente devastación análoga estará bien acostado en la cama, posiblemente bajo la acción de sedantes y enganchado a los tubos y alambres de los sistemas mantenedores de vida, pero, como mínimo, en una postura de reposo y en un marco de aislamiento. Su estado de invalidez se considerará necesario, incuestionable y de todo merecimiento. Sin embargo, el que padece depresión no tiene opción alguna de este género, y por lo tanto, al igual que un herido de guerra obligado a caminar por su pie, se ve empujado a las más intolerables situaciones familiares y sociales. En ellas, pese a la angustia que le devora el cerebro, tiene que poner una cara que no desdiga mucho de la que se considera concorde con acontecimientos y actos de sociedad ordinarios. Tiene que procurar dar conversación a la gente, y contestar preguntas, y asentir con la cabeza o fruncir el ceño en los momentos pertinentes, y, Dios le valga, hasta sonreír. Pero ya es un suplicio intentar pronunciar unas pocas y simples palabras.
Aquella velada de diciembre, por ejemplo, podía haber permanecido en cama como de costumbre, durante unas horas que eran para mí las peores, o avenirme a estar en la cena que mi mujer había organizado en el piso de abajo. Pero la idea misma de una decisión era algo puramente abstracto. Cualquiera de las dos soluciones equivalía a tortura, y escogí la cena no porque viera en ello ningún mérito particular sino por indiferencia ante lo que sabía muy bien que serían ordalías indistinguibles de nebuloso horror. En la cena apenas fui capaz de hablar, pero el cuarteto de invitados, que eran todos buenos amigos, estaban al tanto de mi situación y pasaron cortésmente por alto mi mutismo catatónico. Luego, después de cenar, sentados en la sala, experimenté una curiosa convulsión interna que acierto a describir únicamente como desesperación más allá de la desesperación. Salió de la fría noche; no creía posible angustia semejante.
Mientras mis amigos charlaban tranquilamente delante del fuego me excusé y subí al piso de arriba, donde recobré mi cuaderno del lugar especial donde lo guardaba. Luego me encaminé a la cocina y con nítida claridad —la claridad de quien sabe que está empeñado en un rito solemne— distinguí todas las inscripciones de marca de fábrica en los artículos que empecé a reunir para deshacerme del volumen de marras, artículos bien conocidos por la publicidad comercial: el rollo nuevo de toallas de papel Viva que abrí para envolver el cuaderno, la cintilla de marca de Scotch con que lo ceñí y até, la caja vacía de Post Raisin Bran donde metí el paquete antes de llevármelo fuera y embutirlo bien hondo en el cubo de la basura, que vaciarían a la mañana siguiente. El fuego lo habría destruido más aprisa, pero en la basura había una forma de aniquilación del yo apropiada, como siempre, a la pertinaz humillación de sí mismo característica de la melancolía. Sentí latirme con violencia el corazón, como el de un hombre que se enfrenta a un pelotón de fusilamiento, y supe que había tomado una decisión irreversible.
Un fenómeno que ha observado cierto número de personas al pasar por estados de depresión profunda es la sensación de hallarse uno acompañado por un segundo yo: un observador fantasmal que, no compartiendo la demencia de su doble, es capaz de mirar con desapasionada curiosidad mientras su compañero lucha contra el desastre que se le avecina o decide asumirlo. Hay algo de teatral en todo ello, y en los días que siguieron, mientras iba estólidamente de un lado para otro preparando mi eliminación, no podía quitarme de encima un sentimiento de melodrama: un melodrama en el que yo, la inminente víctima de autoasesinato, era a la vez el actor solitario y el miembro único del auditorio. Todavía no había elegido el modo de mi tránsito al otro mundo, pero sabía que ese paso vendría a continuación, y pronto, tan ineludible como la noche.
Observábame pues en un estado mezcla de terror y fascinación cuando empecé a realizar los preparativos necesarios: ir a ver a mi abogado en la ciudad vecina —para reescribir mi testamento— y pasar parte de un par de tardes en un confuso intento de dejar a la posteridad una carta de despedida. Resultó que componer una nota de suicida, cuya necesidad me tenía obsesionado, era la tarea de redacción más ardua que jamás había emprendido. Había demasiadas personas a quienes expresar reconocimiento, gratitud, a quienes dedicar cumplidos postumos. Y en definitiva me era imposible dar forma convincente a la pura solemnidad fúnebre de la ocasión; había algo que hallaba casi cómicamente ofensivo en la pomposidad de expresiones como «De algún tiempo a esta parte he percibido en mi trabajo una creciente psicosis que es, sin duda, un reflejo de la tensión psicótica que inficiona mi vida» (éste es uno de los pocos pasajes que recuerdo al pie de la letra), así como algo degradante en la traza de un testamento, al que yo deseaba infundir al menos alguna dignidad y elocuencia, reducido a un exhausto tartamudeo de inoportunas excusas y explicaciones interesadas. Debería haber tomado como ejemplo la incisiva declaración del escritor italiano Cesare Pavese, que al irse escribió simplemente: No más palabras. Un acto. No volveré a escribir más.
Pero hasta unas pocas palabras llegaron a parecerme demasiada palabrería, e hice pedazos todas mis tentativas, resolviendo marcharme en silencio. Más avanzada una noche cruelmente fría, cuando supe que no me sería posible sobrellevar el día siguiente, me acomodé en la sala de la casa bien envuelto en ropa para resistir la frialdad; le había sucedido algo a la estufa. Mi mujer se había ido a la cama, y yo me obligué a ver una película en la que a una joven actriz, que había figurado en una de mis obras, le habían dado un papel poco importante. En cierto punto del filme, que se desarrollaba en el Boston de finales del diecinueve, los personajes bajaban por el amplio pasillo de un conservatorio de música, y del otro lado de sus paredes, acompañada por músicos invisibles, llegaba una voz de contralto, un pasaje de la Rapsodia para Contralto de Brahms que se elevaba de repente.
Este son, al que, como a toda música —como a todo placer en realidad—, había permanecido yo insensible, en mi aturdimiento, durante meses, me traspasó el corazón como un puñal, y en un desbordamiento de recordación súbita pensé en todas las alegrías que la casa había conocido: los niños que habían correteado por sus habitaciones, las fiestas, el amor y el trabajo, el sueño honradamente ganado, las voces y el ajetreo, la sempiterna tribu de gatos, perros y pájaros, «risa y donaire y Suspiros, / Y Vestidos y Rizos». Todo esto, comprendí, sobrepasaba con mucho lo que jamás podría yo abandonar, más aún cuando lo que con tal deliberación me disponía a hacer excedía en tan gran medida lo que me era lícito infligir a aquellos recuerdos, a aquellos seres, tan entrañables para mí, con quienes los recuerdos se vinculaban. Y no menos imperiosamente comprendí que no podía cometer aquel sacrilegio conmigo mismo. Me valí de algún postrer destello de cordura para percibir las atroces dimensiones de la dinámica de muerte en que había caído. Desperté a mi mujer y sin más dilación se efectuaron llamadas telefónicas. Al día siguiente me ingresaron en el hospital.