V

Uno de los momentos memorables en Madame Bovary es la escena en que la heroína recaba la ayuda del cura del pueblo. Abrumada por el sentimiento de culpa, trastornada, patéticamente deprimida, la adúltera Emma —encaminada ya al suicidio— intenta con mil tropiezos instigar al abate a que la ayude a encontrar una salida de la desesperada situación en que se encuentra. Pero el cura, alma simple y no muy esclarecida, no acierta a más que a pellizcarse la raída sotana, chilla aturrullado a sus monaguillos y ofrece trivialidades cristianas. Emma prosigue calladamente su rumbo frenético, más allá de todo consuelo de Dios o de los hombres.

Yo me sentí un poco como Emma Bovary en mi relación con el psiquiatra a quien llamaré Dr. Gold, al cual empecé a visitar inmediatamente después de mi regreso de París, cuando ya la desesperación había iniciado su despiadado redoble cotidiano. Nunca en mi vida había consultado a un terapeuta mental para nada, y me notaba torpe, además de un poco a la defensiva; mi tormento había llegado a ser tan intenso que consideraba muy improbable que la conversación con otro mortal, ni siquiera aquel con pericia profesional en trastornos anímicos, pudiera aliviar el sufrimiento. Madame Bovary acudió al cura con la misma duda y vacilación. Empero nuestra sociedad se halla estructurada de tal modo que el Dr. Gold, o cualquier otro como él, es la autoridad a quien no tiene uno más remedio que dirigirse en la crisis, y no es ésta del todo una mala idea, ya que el Dr. Gold —formado en Yale, altamente cualificado— proporciona al menos un punto focal hacia el que puede uno encaminar las agonizantes energías, ofrece consuelo si no mucha esperanza, y se constituye en recipiente de un aluvión de penas durante cincuenta minutos, lo que también sirve de alivio para la esposa de la víctima. Sin embargo, aunque nunca cuestionaría yo la virtual eficacia de la psicoterapia en las manifestaciones iniciales de las formas más benignas de la enfermedad —o posiblemente incluso en las secuelas de un ataque serio— su utilidad en la fase avanzada en que yo me encontraba tiene que ser prácticamente nula. Mi propósito más concreto al consultar al Dr. Gold era obtener auxilio a través de la farmacología… aunque esto también fuese, ¡ay!, una quimera para una víctima en situación límite como había llegado yo a ser.

Me preguntó si me sentía inclinado al suicidio, y no sin cierta renuencia le dije que sí. No entré en detalles —ya que no parecía venir al caso— y no le conté que a decir verdad muchos de los elementos físicos de mi casa se habían vuelto recursos potenciales para mi liquidación: las vigas del desván (y un arce o dos del jardín), un medio para colgarme; el garaje, un sitio donde inhalar monóxido de carbono; la bañera, un recipiente para el flujo de mis arterias abiertas. Los cuchillos de cocina en sus cajones no tenían más que una sola finalidad para mí. La muerte por ataque al corazón parecía especialmente seductora, absolviéndome como me absolvería de toda responsabilidad activa, y había jugado también con la idea de una pulmonía provocada: una larga caminata en mangas de camisa por la frialdad del bosque, un día de lluvia. No había pasado por alto la posibilidad de un supuesto accidente, a lo Randall Jarrell, saliendo al paso de un camión en la carretera vecina. Estos pensamientos podrán parecer grotescamente macabros —una broma con muy poca gracia— pero son auténticos. Sin duda serán especialmente repugnantes para norteamericanos saludables, con su fe en el perfeccionamiento personal. Pero en realidad estas fantasías horrendas, que hacen estremecerse a la gente de bien, son para el ánimo profundamente deprimido lo que las figuraciones lascivas para las personas de sexualidad vigorosa. El Dr. Gold y yo empezamos nuestras charlas dos veces por semana, pero era poco lo que podía yo decirle, salvo intentar, en vano, describir mi desolación.

Tampoco él podía decirme a mí mucho de valor. Sus trivialidades no eran cristianas sino dictámenes, casi tan ineficaces, extraídos directamente de las páginas de The Diagnostic and Statistical Manual of the American Psychiatric Association (buena parte de lo cual, como antes he reseñado, yo había leído ya), y el solaz que me ofrecía era una medicación antidepresiva llamada Ludiomil. El comprimido me ponía con los nervios de punta, desagradablemente hiperactivo, y cuando se aumentó la dosis al cabo de diez días, me obstruyó la vejiga durante horas una noche. Cuando informé al Dr. Gold de este problema, se me dijo que debían pasar diez días más para que el fármaco evacuara mi organismo antes de comenzar con otro medicamento distinto. Para quien está amarrado a semejante potro de tortura, diez días son como diez siglos… y esto sin contar el hecho de que cuando se inicia el tratamiento con un nuevo fármaco tienen que transcurrir varias semanas antes de que haga efecto, lo que, de todos modos, dista mucho de estar garantizado.

Esto viene a airear el asunto de la medicación en general. A la psiquiatría debe reconocérsele el mérito de su persistente lucha para tratar farmacológicamente la depresión. El uso del litio para estabilizar humores en la depresión maníaca es un espléndido logro médico; la misma sustancia se está empleando también con eficacia como preventivo en muchos casos de depresión unipolar. No cabe la menor duda que en ciertos casos moderados y algunas formas crónicas de la enfermedad (las denominadas depresiones endógenas) las medicaciones han resultado inestimables, alterando a menudo de forma espectacular el curso de una perturbación grave. Por razones que todavía no están claras para mí, ni las medicaciones ni la psicoterapia consiguieron detener mi zambullida hacia las profundidades. Si han de creerse las alegaciones de autoridades competentes en la especialidad —sin excluir aseveraciones hechas por médicos a quienes he llegado a conocer personalmente y a respetar— el progreso maligno de mi dolencia me situaba en una minoría bien delimitada de pacientes, gravemente afectados, cuyo achaque escapa a todo control. En cualquier caso, no quiero parecer insensible al feliz tratamiento disfrutado en estos últimos tiempos por la mayor parte de las víctimas de la depresión. Especialmente en sus fases tempranas, la enfermedad cede de un modo positivo a técnicas como la terapia cognitiva —sola o en combinación con medicaciones— y a otras estrategias psiquiátricas en constante evolución. La mayoría de los pacientes, después de todo, no necesitan ser hospitalizados y no intentan o perpetran realmente el suicidio. Pero hasta el día en que se descubra un agente de acción rápida, nuestra fe en la cura de la depresión grave por medios farmacológicos tendrá que seguir siendo provisional. La incapacidad de estos fármacos para obrar positiva y prontamente —defecto que hoy por hoy constituye el caso general— es en cierto modo análoga a la impotencia de casi todos los medicamentos para contener las infecciones bacterianas masivas en los años anteriores a la introducción de los antibióticos. Y puede resultar no menos peligrosa.

Así pues, encontré poca cosa de importancia en mis consultas con el Dr. Gold que me permitiera hacerme ilusiones. Durante mis visitas, él y yo continuamos intercambiando trivialidades, las mías con una pronunciación renqueante ya por entonces —puesto que mi discurso, emulando mi manera de andar, se había reducido al equivalente vocal de un arrastrar de pies— y puedo asegurar que tan tediosas como las suyas.

Pese a los todavía vacilantes métodos de tratamiento, la psiquiatría, a un nivel analítico y filosófico, ha aportado mucho a un conocimiento de los orígenes de la depresión. No es poco, por supuesto, lo que aún queda por aprender (y una parte considerable continuará sin duda siendo un misterio, debido a la naturaleza idiopática del mal, a su constante intercambiabilidad de factores), pero desde luego hay un elemento psicológico que ha quedado establecido allende toda duda razonable, y es el concepto de pérdida. La pérdida en todas sus manifestaciones constituye la piedra de toque de la depresión: en el desarrollo de la enfermedad y, con toda probabilidad, en su origen. En una fecha posterior iría convenciéndome poco a poco de que la pérdida abrumadora sufrida en la infancia hubo de figurar como probable génesis de mi trastorno; entretanto, cuando examinaba mi condición retrógrada, experimentaba pérdida a manos llenas. La pérdida de la estimación propia es un síntoma famoso, y mi sentimiento del yo había punto menos que desaparecido, junto con toda confianza en mí mismo. Esta pérdida puede degenerar en seguida en dependencia, y de la dependencia en un miedo infantil. Uno teme la pérdida de todas las cosas, de todas las personas allegadas y queridas. Hay un miedo intenso al abandono. Estar solo en casa, siquiera un momento, me producía un pánico y una alarma extraordinarios.

De las imágenes recordadas de aquellos días, la más grotesca y desconcertante sigue siendo la de mi persona, como un crío de menos de cinco años, arrastrándome por un mercado tras los talones de mi sufridísima esposa; ni por un instante podía permitirme perder de vista aquel alma de paciencia inagotable que se había convertido en niñera, mamá, consoladora, sacerdotisa y, lo más importante de todo, en confidente: consejera erguida en el centro de mi existencia como una roca cuya sabiduría excedía con mucho la del Dr. Gold. Y aventuraría la opinión de que muchas de las desastrosas secuelas de la depresión podrían conjurarse si las víctimas recibieran un apoyo como el que ella me dispensó a mí. Pero entretanto mis pérdidas crecían y proliferaban. No cabe duda que cuando uno se aproxima a las penúltimas profundidades de la depresión —que es como decir inmediatamente antes de la fase en que empieza uno a poner en obra el suicidio, en vez de ser un mero contemplador del mismo— el intenso sentimiento de pérdida se relaciona con una clara noción de que la vida se escapa de las manos a paso acelerado. Se adquieren unos apegos vehementes. Cosas absurdas —mis gafas de lectura, un pañuelo, determinado útil de escribir— se convertían en objetos de mi demencial sentido de la posesión. Cualquier extravío momentáneo de dichos objetos me llenaba de una consternación frenética, por ser cada uno de ellos el recordatorio tangible de un mundo que pronto iba a extinguírseme.

Transcurrió noviembre, lúgubre, crudo y helador. Cierto domingo se presentaron en casa un fotógrafo y sus ayudantes para obtener las ilustraciones gráficas de un artículo que iba a publicarse en una revista nacional. Es poco lo que alcanzo a recordar de la sesión, salvo los primeros copos de nieve del invierno punteando el aire allá fuera. Pensé que obedecía los ruegos del fotógrafo de sonreír a cada dos por tres. Un día o dos después el jefe de redacción de la revista telefoneó a mi mujer preguntándole si me prestaría a someterme a otra sesión. La razón que expuso fue que los retratos que me habían hecho, aun los con sonrisas, aparecían «demasiado llenos de angustia».

Había llegado por entonces a esa fase del trastorno en que todo sentimiento de esperanza se ha desvanecido, junto con cualquier idea de futuro; mi cerebro, esclavo de sus hormonas desmandadas, era ya menos un órgano de pensamiento que un instrumento que registraba, minuto por minuto, los diversos grados de su propio sufrir. Hasta las mañanas empeoraban ahora cuando vagaba letárgico de un lado para otro, a continuación de mi sueño sintético, pero las tardes seguían siendo lo peor de todo, a partir más o menos de las tres, hora en que sentía el horror, como una niebla compacta y venenosa, irrumpir sobre mi mente, obligándome a meterme en la cama. Y en ella permanecía por espacio de seis horas, soporoso y virtualmente paralizado, mirando al techo y esperando ese momento de primeras horas de la noche en que, misteriosamente, la crucifixión se mitigaba justo lo suficiente para permitirme la obligada ingestión de algún alimento y luego, como un autómata, procurar de nuevo una hora o dos de sueño. ¿Por qué no estaba en un hospital?