Cuando por primera vez tuve conciencia de que era presa del mal, sentí la necesidad, entre otras cosas, de formular una enérgica protesta contra la palabra «depresión». La depresión, como bien pocos ignoran, solía conocerse por el témino «melancholia», una palabra que aparece en inglés ya en el año 1303 y sale a relucir más de una vez en Chaucer, quien en su empleo parece bien informado de sus matices patológicos. Diríase, sin embargo, que «melancholia» es una palabra muchísimo más apta y sugerente para las formas más funestas del trastorno; pero fue suplantada por un sustantivo de tonalidad blanda y carente de toda prestancia y gravedad, empleado indistintamente para describir un bajón en la economía o una hondonada en el terreno, un auténtico comodín léxico para designar enfermedad tan seria e importante. Acaso el científico a quien generalmente se tiene por culpable de su uso corriente en los tiempos modernos, un miembro de la Johns Hopkins Medical School justamente venerado —el psiquiatra Adolf Meyer, nacido en Suiza— no tuviera muy buen oído para los ritmos más delicados del inglés y, por tanto, no se percatara del daño semántico que infligía al proponer «depression» como nombre descriptivo de tan temible y violenta enfermedad. Como quiera que sea, por espacio de más de setenta y cinco años la palabra se ha deslizado anodinamente por el lenguaje como una babosa, dejando escasa huella de su intrínseca malevolencia e impidiendo, por su misma insipidez, un conocimiento general de la horrible intensidad del mal cuando escapa de todo control.
Como quien ha sufrido de este morbo in extremis y ha vuelto no obstante para contarlo, yo propugnaría una designación que fuese de verdad impresionante. «Brainstorm» [tormenta en el cerebro, en sentido literal], por ejemplo, se ha adoptado infortunadamente en primera acepción para describir, un tanto jocosamente, la inspiración intelectual. Pero se necesita algo en esa línea. Al oír que la perturbación psíquica de alguien se ha convertido en tormenta —una auténtica tempestad rugiente en el cerebro, que es de hecho a lo que la depresión clínica se parece más que a ninguna otra cosa— hasta el profano desconocedor del mal mostraría compasión, en vez de la reacción típica que la depresión suscita, cosas como «Bueno, ¿y qué?» o «Ya saldrás de ella» o «Todos tenemos días malos». La frase «nervous breakdown» [crisis nerviosa] parece que lleva camino de desaparecer, merecidamente sin duda, debido a su insinuación de vago enervamiento, pero aún parecemos destinados a que nos carguen con «depression» hasta que se encuentre un nombre mejor y más expresivo.
La depresión que a mí me postró no fue del género maníaco —la acompañada de cúspides de euforia— que con toda probabilidad se habría presentado en una época anterior de mi vida. Contaba sesenta años cuando la enfermedad me atacó por primera vez, en la forma «unipolar», que lleva directamente al derrumbamiento. Jamás sabré lo que «causó» mi depresión, como nadie sabrá nunca nada acerca de la suya. Es probable que el llegar a saberlo resulte siempre una imposibilidad, tan complejos son los entremezclados factores de química anormal, comportamiento y genética. En suma, intervienen componentes múltiples —quizá tres o cuatro, muy probablemente más—, en insondables permutaciones. Por eso la mayor falacia en lo que respecta al suicidio está en la creencia de que hay una respuesta única inmediata —o tal vez respuestas combinadas— en cuanto a la causa de su perpetración.
La inevitable pregunta «¿Por qué lo hizo?» conduce por lo general a extrañas especulaciones, en su mayor parte falacias también. En seguida se alegaron razones respecto a la muerte de Abbie Hoffman: su reacción a un accidente de automóvil que había sufrido, el fracaso de su libro más reciente, la grave enfermedad de su madre. En el caso de Randall Jarrell fue un declinar de su carrera cruelmente recapitulado por una perversa recensión de uno de sus libros y su angustia consiguiente. Primo Levi, se rumoreó, había tenido que asumir la carga de cuidar de su madre paralítica, lo que para su ánimo resultaba más oneroso aún que su experiencia en Auschwitz. Cualquiera de estos factores pudo pesar como una espina clavada en el costado de los tres hombres y suponer un tormento. Tales agravaciones pueden ser decisivas y no deben desatenderse. Pero la mayor parte de la gente soporta en silencio el equivalente de daños, carreras en decadencia, recensiones de libros asquerosas, enfermedades en la familia. Una inmensa mayoría de los supervivientes de Auschwitz se ha recobrado bastante bien. Ensangrentados y humillados por los maltratos de la vida, la mayor parte de los seres humanos todavía sacan fuerzas de flaqueza para seguir camino, inmunes a la depresión verdadera. Para descubrir la causa de que algunas personas se precipiten por la espiral descendente de la depresión, debe uno indagar más allá de la crisis manifiesta —y aun entonces no hacerse ilusiones de averiguar nada que vaya más allá de la discreta conjetura.
La tempestad que dio conmigo en un hospital en diciembre empezó como una nube no mayor que un vaso de vino el mes de junio anterior. Y la nube —la crisis manifiesta— implicaba el alcohol, sustancia de la que llevaba abusando cuarenta años. Como muchísimos otros escritores americanos, cuya adicción al alcohol, letal en ocasiones, ha llegado a hacerse tan legendaria como para dar pábulo a un torrente de estudios y libros por sí misma, utilizaba yo el alcohol como conducto mágico que me transportaba a la fantasía y a la euforia, y a la efervescencia de la imaginación. No es menester ni lamentarse ni disculparse por mi uso de este agente confortante, y a menudo sublime, que contribuyó en medida considerable a mi escritura; aunque jamás compuse una línea mientras me hallaba bajo su influencia, lo utilizaba —frecuentemente en combinación con la música— como un medio de ayudar a mi mente a concebir visiones a las que el cerebro inalterado y sereno no tiene acceso. El alcohol era un asociado eminente, inestimable, de mi intelecto, además de ser un amigo cuyos solícitos auxilios buscaba yo a diario: los buscaba también, ahora comprendo, como un medio de calmar la ansiedad y el incipiente terror que durante tanto tiempo guardaba ya escondidos en algún lugar de las mazmorras de mi espíritu.
Lo malo fue, a comienzos de ese singular verano, que el amigo me traicionó. Me asestó el golpe de la forma más repentina, casi de la noche a la mañana: ya no podía beber. Fue como si mi cuerpo se hubiese alzado en protesta, junto con mi mente, y hubiera conspirado para rechazar ese baño diario de ánimo que tanto tiempo había recibido con suma complacencia y, ¿quién sabe?, tal vez hasta había llegado a necesitar. Muchos bebedores han experimentado esta intolerancia con el avance de la edad. Sospecho que la crisis fue por lo menos en parte metabólica —el hígado sublevándose, como si dijera: «Basta, basta»—, mas, como quiera que fuese, descubrí que el alcohol en cantidades minúsculas, incluso una pizca de vino, me producía náusea, un aturdimiento desesperante e ingrato, una sensación de postración y finalmente una repugnancia manifiesta. El amigo consolador me había abandonado no de manera gradual y resistiéndose a dejarme, como habría hecho un verdadero amigo, sino como un rayo… y me quedé encallado, y ciertamente en seco, y sin timón.
Ni por voluntad ni por elección me habría vuelto yo abstemio; la situación era desconcertante para mí, pero también traumática, y fecho el inicio de mi humor depresivo a partir del comienzo de esta privación. Lógicamente, cualquiera habría acogido con alborozo que el cuerpo repudiara de forma tan categórica una sustancia que estaba minando su salud; fue como si mi organismo hubiera generado una forma de Antabus que habría debido permitirme salir con bien de la situación, satisfecho de que una artimaña de la naturaleza me hubiese librado de una dependencia perniciosa. Pero en cambio empecé a experimentar un malestar vagamente aflictivo, la sensación de algo que se hubiera torcido en el universo doméstico en el que había vivido, tanto tiempo, tan confortablemente. Si bien la depresión no es en modo alguno desconocida cuando la gente deja la bebida, por lo general suele darse en una escala que no resulta amenazadora. Pero hay que tener siempre presente cuán idiosincrásicos pueden ser los rostros de la depresión.
No fue realmente alarmante al principio, puesto que el cambio fue sutil, pero sí advertí que mi entorno adquiría un tono distinto en determinados momentos: las sombras del anochecer parecían más lóbregas, mis mañanas eran menos vivaces, los paseos por el bosque perdieron aliciente, y había un rato durante mis horas de trabajo a la caída de la tarde en que se apoderaba de mí una especie de pánico y ansiedad, sólo por unos minutos, acompañado de un hámago visceral: tales accidentes eran como para alarmarse algo por lo menos, a fin de cuentas. Al poner por escrito estos recuerdos, comprendo que debería haber estado claro para mí que era ya presa de la génesis de un trastorno psíquico, pero en aquel entonces ignoraba todo lo relativo a dicho estado.
Cuando pensaba en esta curiosa alteración de mi conciencia —y me sentía lo bastante confuso a ratos para pensar en ella— daba por supuesto que todo tenía que ver de un modo u otro con mi retirada forzosa del alcohol. Y, desde luego, hasta un cierto punto esto era verdad. Pero hoy abrigo la firme convicción de que el alcohol me jugó una malísima trastada cuando nos dimos el último adiós: aunque, como todos deben saber, es un deprimente de primer orden, a mí nunca me había deprimido realmente en mis largos años de adicto a la bebida, obrando en cambio como escudo protector contra la ansiedad. Y de pronto se desvaneció, el formidable aliado que durante tanto tiempo había tenido a raya a mis demonios ya no estaba allí para impedir que esos demonios empezaran a pulular por el subconsciente, y yo estaba emocionalmente en cueros vivos, vulnerable como jamás me había visto hasta entonces. Sin duda, la depresión llevaba años rondándome, aguardando el momento de abalanzarse sobre mí. Y ahora me hallaba en la primera fase —premonitoria, como un tenue relámpago apenas percibido— de la torva tempestad de la depresión.
Estaba en Viñedo de Marta, donde he pasado buena parte de cada año desde la década de los sesenta, durante aquel verano excepcionalmente hermoso. Pero había empezado a responder con indiferencia a los placeres de la isla. Sentía una especie de entumecimiento, una enervación, pero de forma más concreta una extraña sensación de fragilidad, como si mi cuerpo realmente se hubiera vuelto deleznable, hipersensible y de alguna manera desarticulado y torpe, falto de la normal coordinación. Y pronto me vi sumido en las angustias de una profunda hipocondría. En mi físico nada marchaba del todo bien; había contracciones nerviosas y dolores, a veces intermitentes, a menudo con viso de constantes, que parecían presagiar todo género de horrendos achaques. (Dadas estas muestras, se comprende muy bien que, ya en el siglo diecisiete —en las notas de médicos contemporáneos y en las percepciones de John Dryden y otros— se establezca una relación entre melancolía e hipocondría; los términos son a menudo intercambiables, y fueron así utilizados hasta el siglo diecinueve por escritores tan diversos como Sir Walter Scott y las Brontë, que también vincularon la melancolía a una preocupación por dolencias corporales.) Es fácil apreciar cómo dicho estado es parte del aparato de defensa de la psique: negándose a aceptar su propio deterioro progresivo, anuncia a su conciencia interior que es el cuerpo con sus defectos acaso corregibles —no la preciosa e insustituible mente— el que se está saliendo de quicio.
En mi caso, el efecto general fue inmensamente perturbador, aumentando la ansiedad que ya por entonces no estaba nunca del todo ausente de mis horas de vigilia y alimentando además otra extraña pauta de conducta: una inquieta temeridad que me tenía en constante y pleno movimiento, algo que dejaba perplejos a mi familia y amigos. Una vez, a finales del verano, en un vuelo a Nueva York, cometí la temeraria equivocación de echarme al coleto un scotch con soda —mi primer alcohol en meses— que de manera inmediata me hizo entrar en barrena, produciéndome una impresión tan horrorizada de indisposición y de ruina interior que al día siguiente sin esperar a más corrí a un internista de Manhattan, quien inició una larga serie de pruebas. Normalmente habría quedado yo satisfecho, a decir verdad más que contento, cuando, al cabo de tres semanas de evaluación con medios de alta tecnología y extraordinariamente cara, el doctor me declaró totalmente sano; y sí, me sentí feliz, por un día o dos, hasta que una vez más comenzó la rítmica erosión diaria de mi ánimo: ansiedad, agitación, temor difuso.
Para entonces había regresado a mi casa de Connecticut. Era octubre, y uno de los rasgos inolvidables de esta fase de mi trastorno fue el modo en que mi propia casa de campo, mi hogar querido durante treinta años, adquiría para mí, en aquel punto en que mi ánimo se hundía de ordinario en su nadir, un cariz siniestro casi palpable. La luz menguante de la atardecida —tal como ese famoso «slant of light» [«declive de la luz»] de Emily Dickinson, que a ella le hablaba de muerte, de gélida extinción— había perdido todo su familiar encanto otoñal, enviscándome en cambio en una lobreguez sofocante. Me preguntaba cómo era posible que aquel lugar amigable, rebosante de evocaciones de (nuevamente en palabras de ella) «Lads and Girls» [«Mozos y Mozas»], de «laughter and ability and Sighing, / And Frocks and Curls» [«risa y donaire y Suspiros, / Y Vestidos y Rizos»], pudiera parecer, de un modo casi tangible, tan hostil y repulsivo. Físicamente no estaba solo. Como siempre, hallábase presente Rose, y escuchaba mis quejas con paciencia infatigable. Pero yo sentía una inmensa y dolorida soledad. No podía ya concentrarme durante esas horas de la tarde que durante años habían constituido mi tiempo de trabajo, y el acto mismo de escribir, al hacerse cada vez más difícil y agotador, se atascaba, y finalmente cesó.
Sobrevenían también terribles, repentinos ataques de ansiedad. Cierto día radiante, en un paseo por el bosque con mi perro, oí una bandada de gansos del Canadá graznando allá arriba sobre los árboles de frondas resplandecientes; una vista y un son que normalmente me habrían alborozado, el vuelo de aves me hizo detenerme, clavado de temor, y permanecí allí encallado, desvalido, temblando, consciente por vez primera de que era presa no de las meras ansias de la privación de alcohol sino de una grave enfermedad cuyo nombre y entidad era capaz al fin de reconocer. De vuelta a casa, no podía quitarme de la cabeza el verso de Baudelaire, exhumado del lejano pretérito, que llevaba varios días deslizándose por los bordes de mi conciencia: «He sentido el viento del ala de la locura».
Nuestra quizá comprensible necesidad moderna de embotar los dentados filos de tantas afecciones de las que somos herederos nos ha llevado a desterrar los ásperos vocablos antiguos: casa de orates, manicomio, insania, melancolía, lunático, locura. Pero no se dude jamás que la depresión, en su forma extrema, es locura. La locura es consecuencia de un proceso bioquímico aberrante. Ha quedado establecido con razonable certeza (después de fuerte resistencia por parte de muchos psiquiatras, y no hace de ello tanto tiempo) que dicha locura es químicamente inducida entre los neurotransmisores del cerebro, probablemente como consecuencia de un estrés sistémico que por razones desconocidas motiva un agotamiento de los agentes químicos norepinefrina y serotonina, y el aumento de una hormona, el cortisol. Con todo este desbarajuste en los tejidos del cerebro, la privación y la saturación alternas, nada tiene de extraño que la mente empiece a sentirse afligida, maltrecha, y el encenagado proceso del pensamiento registre la zozobra de un órgano en convulsión. Algunas veces, aunque no con mucha frecuencia, una mente así perturbada desarrollará ideas violentas respecto a los demás. Pero en las agonías de tener vuelta la mente hacia dentro, las personas con depresión sólo son peligrosas por lo común para sí mismas. La locura de la depresión es, generalmente hablando, la antítesis de la violencia. Es una tormenta, sí, pero una tormenta de tinieblas. Pronto se manifiestan síntomas como la lentitud cada vez mayor en las respuestas, una semiparálisis, el corte de la energía psíquica hasta casi cero. Por último es afectado el cuerpo, y se siente socavado, exangüe.
Aquel otoño, a medida que el trastorno tomaba paulatinamente plena posesión de mi organismo, empecé a imaginar que mi mente misma era como una de esas centrales de teléfonos anacrónicas de pequeñas ciudades que poco a poco iba quedando inundada por la crecida: uno tras otro, los circuitos normales comenzaban a anegarse, motivando que algunas de las fundones corporales y casi todas las vegetativas y del intelecto fuesen desconectándose lentamente.
Hay una lista bien conocida de algunas de estas funciones y de sus fallos. Las mías se descomponían de un modo bastante ajustado al catálogo, siguiendo muchas de ellas la pauta de los ataques depresivos. Recuerdo especialmente la lamentable semidesaparición de mi voz. Sufrió una extraña transformación, tornándose a veces muy apagada, jadeante y espasmódica; un amigo observó posteriormente que era la voz de un nonagenario. La libido también hizo un mutis precoz, como suele en la mayor parte de las enfermedades importantes: es necesidad superflua para un cuerpo en situación de asedio. Muchos pierden por completo el apetito; el mío era relativamente normal, pero vi que comía tan sólo por la subsistencia: los alimentos, como todo lo demás en el ámbito de la sensación, estaban para mí enteramente desprovistos de sabor. La más angustiosa de todas las perturbaciones de la vida vegetativa era la del sueño, junto con uña total ausencia de ensueños.
El agotamiento combinado con el insomnio es una tortura como hay pocas. Las dos o tres horas de sueño que conseguía tener por la noche lo eran siempre a instancia del Halcion, cuestión ésta que merece particular atención. De cierto tiempo a esta parte muchos expertos en psicofarmacología han avisado que la familia de sedantes basados en la benzodiazepina, a la que pertenece el Halcion (Valium y Ativan son otros), es capaz de deprimir el ánimo e incluso precipitar una depresión mayor. Más de dos años antes de mi quebranto, un médico descuidado me había recetado Ativan como ayuda para conciliar de noche el sueño, diciéndome con evidente ligereza que podía tomarlo tan despreocupadamente como la aspirina. La Physicians’ Desk Reference, la biblia farmacológica, revela que el medicamento que yo había estado ingiriendo era (a) de una fuerza tres veces la normalmente prescrita, (b) no aconsejable como medicación durante más de un mes o cosa así, y (c) que debe ser usado con especial cautela por personas de mi edad. En la época de la que hablo no tomaba ya Ativan, pero me había vuelto adicto al Halcion y consumía grandes dosis. Parece razonable pensar que éste sería un factor contributivo más a la calamidad que se me vino encima. Ciertamente debería servir de aviso para otros.
De todos modos, mis escasas horas de sueño concluían por lo común a las tres o las cuatro de la mañana, hora en que abría los ojos al inmenso bostezo de la oscuridad, considerando con estupor y angustia la devastación que arrasaba mi mente y esperando el alba, que por lo general me permitía un breve duermevela febril y sin ensueños. Estoy bastante seguro de que fue durante uno de estos trances de insomnio cuando me asaltó la certidumbre —una fantástica y atroz revelación, tal la de una verdad metafísica envuelta en luengo sudario— de que aquella situación me costaría la vida si continuaba por tales derroteros. Esto debió de ser muy en vísperas de mi viaje a París. La muerte, como he dicho, era ya una presencia diaria que soplaba sobre mí en frías ráfagas. No tenía una noción precisa de cómo sobrevendría mi fallecimiento. En una palabra, todavía mantenía a raya la idea del suicidio. Pero, francamente, la posibilidad estaba a la vuelta de la esquina, y pronto me encontraría con ella cara a cara.
Lo que había empezado a descubrir es que, misteriosamente y de formas del todo remotas respecto a la experiencia normal, la gris llovizna de horror causada por la depresión adquiere la cualidad del dolor físico. Pero no es un dolor identificable de inmediato, como el de un miembro fracturado. Acaso sea más exacto decir que la desesperación, debido a alguna infame trastada que le juega al cerebro enfermo la psique que lo habita, viene a semejar la diabólica desazón de hallarse encerrado en un cuarto bárbaramente sobrecalentado. Y como en esta caldera no circula el menor soplo de aire, como no hay escapatoria de este asfixiante confinamiento, es lo más natural que la víctima empiece a pensar incesantemente en el olvido.