Para muchos de quienes conocíamos a Abbie Hoffman, siquiera superficialmente como era mi caso, su muerte en la primavera de 1989 fue un acontecimiento doloroso. Rebasados apenas los cincuenta, era demasiado joven y se le veía demasiado lleno de vida para un final semejante; un sentimiento de pena y consternación acompaña siempre la noticia de casi todo suicidio, y la muerte de Abbie me pareció a mí especialmente cruel. Lo había conocido durante los turbulentos días y noches de la Convención Demócrata de Chicago de 1968, donde acudí con objeto de escribir una reseña para The New York Review of Books, y más tarde fui uno de los que prestaron declaración a favor suyo y de sus colegas demandados en el juicio que tuvo lugar, también en Chicago, en 1970. Entre las pías insensateces y mórbidas perversiones de la vida norteamericana, su estilo excéntrico y provocador era de lo más estimulante, y resultaba difícil no admirar el descomedimiento y el brío, el anárquico individualismo de aquel hombre. Quisiera haberle tratado más en los últimos años; su repentina muerte me dejó un peculiar vacío, como por lo común dejan siempre los suicidas a cuantos los conocen. Pero se dio al suceso una dimensión más de patetismo a causa de la que debe uno empezar a considerar reacción previsible en el ánimo de muchos: la negativa, el rechazo a aceptar el hecho mismo del suicidio, como si el acto voluntario —en contraposición a un accidente o a la muerte por causas naturales— tuviese cierto matiz de delincuencia que de alguna manera menoscabara al hombre y su carácter.
Apareció en televisión el hermano de Abbie, todo afligido y consternado; no podía uno menos que sentir compasión al ver el empeño que ponía en descartar la idea de suicidio, insistiendo en que Abbie, a fin de cuentas, siempre había sido muy descuidado con los comprimidos, y nunca habría dejado voluntariamente a su familia desamparada. Sin embargo, el forense confirmó que Hoffman había tomado el equivalente de 150 fenobarbitales. Es muy natural que las personas más allegadas a las víctimas del suicidio se apresuren con tanta frecuencia y tanto ardor a recusar la verdad; el sentimiento de implicación, de culpa personal —la idea de que uno habría podido impedir el acto si hubiera tomado determinadas precauciones, si de alguna manera su comportamiento hubiera sido diferente— quizá sea algo inevitable. Aun así, es frecuente que a la víctima —ya se haya quitado efectivamente la vida, o intentado hacerlo, o meramente proferido amenazas—, merced a esta negativa por parte de otros, se le haga aparecer injustamente como un malhechor.
Un caso análogo es el de Randall Jarrell —uno de los excelentes poetas y críticos de su generación— quien cierta noche de 1965, cerca de Chapel Hill, en Carolina del Norte, fue atropellado por un automóvil y perdió la vida. La presencia de Jarrell en aquel particular tramo de carretera, a una hora inusitada de la noche, resultaba enigmática, y como algunos de los indicios recogidos fueron que había dejado deliberadamente que el coche le atropellara, la primera conclusión fue que su fallecimiento se debió a suicidio. Eso es lo que dijo Newsweek, entre otras publicaciones, pero la viuda de Jarrell protestó en una carta dirigida a esa revista; hubo un clamor de indignación de muchos de sus amigos y partidarios, y al cabo un jurado dictaminó que la muerte había sido accidental. Jarrell venía padeciendo una depresión extrema y había estado hospitalizado; sólo pocos meses antes de su accidente en la carretera y mientras se hallaba en el hospital, se había hecho cortes en las muñecas.
Cualquiera que tenga conocimiento de los anfractuosos perfiles de la vida de Jarrell —sus violentas fluctuaciones de ánimo, sus accesos de negra desesperación— y que, además, haya adquirido una información básica acerca de las señales de peligro de la depresión, cuestionaría seriamente el veredicto de aquel jurado. Pero el estigma de la muerte que uno se inflige a sí mismo es para algunas personas un baldón aborrecible que exige ser borrado a todo trance. (Más de dos décadas después de su muerte, en el número de The American Scholar del verano de 1986, un antiguo alumno de Jarrell, al escribir la reseña de una colección de cartas del poeta, hacía de esta reseña no tanto una valoración literaria o biográfica cuanto una ocasión para continuar intentando exorcizar el vil fantasma del suicidio.)
Casi puede asegurarse que Randall Jarrell se mató por propia voluntad. Y lo hizo así no porque fuera un cobarde, ni por ninguna suerte de debilidad moral, sino porque sufría una depresión tan abrumadora que le fue imposible seguir soportando un día más aquel tormento.
Este desconocimiento general de lo que es en realidad la depresión se puso más recientemente de manifiesto en el caso de Primo Levi, el notable escritor italiano y superviviente de Auschwitz quien, a la edad de sesenta y siete años, se arrojó por el hueco de una escalera en Turín, en 1987. Debido a mi propia relación con la enfermedad, me había interesado por la muerte de Levi más de lo ordinario, y así, a finales de 1988, cuando leí en The New York Times una reseña acerca de cierto simposio sobre el escritor y su obra celebrado en la Universidad de Nueva York, me quedé alucinado, pero, finalmente, aterrado. Pues, según el artículo, muchos de los participantes, escritores e intelectuales de todo el mundo, parecían desconcertados por el suicidio de Levi, desconcertados y decepcionados. Era como si este hombre a quien todos habían admirado tanto, y que tanto padeció a manos de los nazis —hombre de una fortaleza de ánimo y una valentía ejemplares— hubiera demostrado con su suicidio una fragilidad, un desmoronamiento de carácter que les repugnaba aceptar. Frente a ese absoluto terrible —la destrucción propia— su reacción era la indefensión y (el lector no podía evitar percibirlo) un asomo de vergüenza.
Tan intenso fue mi fastidio por todo ello que me apresté a escribir un suelto para la página de opinión del Times. El argumento que desarrollaba era bastante llano y directo: la tortura de la depresión grave es totalmente inimaginable para quienes no la hayan sufrido, y en muchos casos mata porque la angustia que produce no puede soportarse un momento más. Hasta que no exista una conciencia general de la naturaleza de este tormento continuará en pie el obstáculo para la prevención de muchos suicidios. Merced a la acción curativa del tiempo —y gracias también a la intervención médica o a la hospitalización en muchos casos— la mayor parte de los afectados sobrevive a la depresión, lo que quizá constituya su único aspecto benigno; mas para la trágica legión de quienes se sienten impulsados a quitarse la vida no debe formularse mayor reproche que para las víctimas de cáncer terminal.
Había explayado mis pensamientos en aquel artículo del Times de forma bastante apresurada y espontánea, pero la respuesta fue igualmente espontánea… y enorme. Hablar con desenfado del suicidio y del impulso hacia el mismo no había supuesto, especulé, ninguna originalidad o audacia especial por mi parte, pero, al parecer, había subestimado yo el número de personas para quienes el tema había venido siendo tabú, cuestión de secreto y de vergüenza. La abrumadora reacción me hizo percibir que inadvertidamente había contribuido a quitar el cerrojo a un armario del que muchas almas estaban ávidas por salir y proclamar que también ellas habían experimentado los sentimientos que yo describía. Es la única vez en mi vida que he estimado que valía la pena ver invadida mi propia intimidad y hacerla pública. Y pensé que, dado el ímpetu adquirido por el asunto, y con mi experiencia de París como ejemplo detallado de lo que sucede durante la depresión, sería provechoso tratar de hacer la crónica de algunas de mis experiencias personales con la enfermedad y de paso tal vez establecer un marco de referencia del que pudieran extraerse una o más conclusiones valiosas. Tales conclusiones, conviene destacar, deben basarse no obstante en los hechos acaecidos a un solo hombre. Al exponer estas reflexiones no es mi intención que la dura prueba por la que he pasado valga como representación de lo que sucede o pueda suceder a otros. La depresión es demasiado compleja en su causa, sus síntomas y su tratamiento para que puedan sacarse conclusiones indiscriminadas de la experiencia de un solo individuo. Aunque, como enfermedad que es, la depresión presenta ciertas características invariables, también da pie para muchas idiosincrasias; yo me he quedado atónito ante algunos de los caprichosos fenómenos —no referidos por otros pacientes— que ha urdido por entre los recovecos del laberinto de mi mente.
La depresión aflige a millones de seres humanos directamente, y a otros cuantos millones más que son parientes o amigos de las víctimas. Se ha calculado que por lo menos uno de cada diez norteamericanos padecerá la enfermedad. Tan categóricamente democrática como un cartel de Norman Rockwell, afecta a todas las edades, razas, credos y clases sociales sin distinción, aunque las mujeres corren un riesgo considerablemente más alto que los hombres. El catálogo por ocupaciones (modistas, patrones de barcaza, jefes de cocina sushi, miembros del gabinete) de sus pacientes es demasiado largo y tedioso para darlo aquí; baste con decir que muy pocas personas se libran de ser víctimas potenciales del mal, al menos en su forma más benigna. Pese al ecléctico alcance de la depresión, se ha demostrado de forma bastante convincente que los artistas (y en especial los poetas) son particularmente vulnerables a este trastorno, que en su manifestación clínica más grave empuja al suicidio a un veinte por ciento de sus víctimas. Precisamente unos cuantos de estos artistas caídos componen una triste pero esplendente nómina: Hart Crane, Vincent van Gogh, Virginia Woolf, Arshile Gorky, Cesare Pavese, Romain Gary, Vachel Lindsay, Sylvia Plath, Henry de Montherlant, Mark Rothko, John Berryman, Jack London, Ernest Hemingway, William Inge, Diane Arbus, Tadeusz Borowski, Paul Celan, Anne Sexton, Sergei Esenin, Vladimir Mayakovsky… y la lista continúa. (El poeta ruso Mayakovsky criticó con aspereza el suicidio de su insigne contemporáneo Esenin pocos años antes, lo cual debería servir de aviso para todos aquellos que encuentran censurable el acto de quitarse la vida.) Cuando uno piensa en esos hombres y mujeres tan espléndidamente dotados para la creación como trágicamente predestinados, se siente movido a contemplar su infancia, en la que, por lo que a cualquiera se le alcanza, echan firme raíz las semillas de la enfermedad; ¿cabe que algunos de ellos tuvieran un barrunto, entonces, de la caducidad de la mente, de su extrema fragilidad? ¿Y por qué sucumbieron, mientras que otros —igualmente afectados— resistieron y lograron salir?