Cuando yo era un escritor joven, hubo una etapa en que Camus, casi más que ninguna otra figura literaria contemporánea, daba radicalmente el tono de mi personal visión de la vida y de la historia. Leí su novela El extranjero algo más tarde de lo que debiera haberla leído —pasaba ya unos años de los treinta—, pero cuando la terminé recibí el aguijonazo de reconocimiento que dimana de leer la obra de un escritor que ha maridado la pasión moral con un estilo de gran belleza y cuya visión certera e imperturbable es capaz de estremecer el alma hasta la médula. La soledad cósmica de Meursault, el protagonista de esa novela, llegó a obsesionarme de tal modo que cuando me puse a escribir Las confesiones de Nat Turner no resistí al impulso de emplear el procedimiento de Camus de hacer que el relato discurra desde el punto de vista de un narrador aislado en la celda de su prisión durante las horas precedentes a su ejecución. Para mí existía un nexo espiritual entre la frígida soledad de Meursault y la tribulación de Nat Turner —su rebelde predecesor en la historia, cien años atrás— igualmente condenado y abandonado por el hombre y por Dios. El ensayo de Camus «Reflexiones sobre la guillotina» es un documento virtualmente único, con el peso de una lógica indómita y terrible; difícil es concebir que el más vengativo de los partidarios de la pena de muerte mantenga la misma actitud tras haber soportado una racha de demoledoras verdades expresadas con tal ardor y precisión. Sé que mi pensamiento quedó definitivamente alterado por esa obra, no sólo obligándome a dar un giro completo, convenciéndome de la esencial barbarie del máximo castigo, sino instaurando en mi conciencia postulados fundamentales respecto a cuanto atañe a la responsabilidad en general. Camus fue un formidable detergente de mi intelecto, que me libró de un sinfín de ideas ociosas, y a través de uno de los más inquietantes pesimismos con que había tropezado en mi existencia suscitó en mí un nuevo despertar con la enigmática promesa de la vida.
La contrariedad que siempre había sentido por no conocer en persona a Camus vino a combinarse con la de que ese encuentro estuviera realmente en un tris, impidiéndolo tan trágico motivo. Había hecho plan de verle en 1960, cuando proyectaba un viaje a Francia y el escritor Romain Gary me había dicho en una carta que iba a organizar una cena en París en la que me sería dado conocer a Camus. El inteligentísimo Gary, a quien conocía a la ligera por esa época y que posteriormente llegaría a ser para mí amigo muy querido, me había comunicado que Camus, a quien veía con frecuencia, había leído mi Un lit de ténèbres y lo había admirado; yo me sentí sumamente halagado, por supuesto, y estimaba que una reunión de ambos sería un acontecimiento espléndido. Pero antes de mi llegada a Francia se recibió la espantosa noticia: Camus se había visto implicado en un accidente de automóvil y había perdido la vida a la edad cruelmente temprana de cuarenta y seis años. Casi nunca he sentido de un modo tan intenso la pérdida de alguien a quien no conocía. Reflexioné inacabablemente sobre su muerte. Aunque Camus no conducía, cabe suponer que conocía al conductor, hijo de su editor, y sabía que llevaba el demonio de la velocidad en el cuerpo; así pues, hubo un elemento de temeridad en el accidente que le daba visos de un cuasi-suicidio, o al menos de un coqueteo con la muerte, y era inevitable que las conjeturas en torno al suceso remitieran al tema del suicidio en la obra del escritor. Uno de los más famosos pronunciamientos intelectuales del siglo es el que aparece al comienzo de El mito de Sísifo: «Sólo hay un problema filosófico realmente serio, y es el suicidio. Determinar si la vida merece o no la pena de ser vivida es tanto como responder a la pregunta fundamental de la filosofía». Leer esto por vez primera me desconcertó, y desconcertado seguí a lo largo de buena parte del ensayo, ya que a pesar de la elocuencia y la persuasiva lógica de la obra había mucho en ella que se me escapaba, y siempre volvía a enzarzarme en vano con la hipótesis inicial, incapaz de asimilar la premisa de que alguien llegue a acariciar el deseo de quitarse la vida como principio fundamental. Una novela corta posterior, La caída, suscitó mi admiración sin reservas; la culpa y autocondena del abogado-narrador, que devana tétricamente su monólogo en un bar de Amsterdam, parecía un tanto estridente y excesiva, pero en la época de mi lectura era incapaz de percibir que el abogado se comportaba de modo muy semejante a un hombre en las congojas de la depresión clínica. Tal era mi inocencia de la existencia misma de este mal.
Camus, me había dicho Romain, aludía de cuando en cuando a su profunda desesperación y había hecho referencia al suicidio. Algunas veces hablaba en broma, pero la broma tenía la calidad del vino avinagrado, confundiendo a Romain. Sin embargo, parece que nunca efectuó tentativas, y por eso quizá no es coincidencia que, pese a su permanente tono de melancolía, en el meollo de El mito de Sísifo se encuentre el sentimiento del triunfo de la vida sobre la muerte con su austero mensaje: en ausencia de esperanza debemos empero luchar por sobrevivir, y así lo hacemos —sobreviviendo de puro milagro. Hasta después de pasados algunos años no me pareció creíble que la declaración de Camus sobre el suicidio, y su general preocupación por el tema, pudieran dimanar de algún trastorno persistente del ánimo tan fuertemente por lo menos como de su interés por la ética y la epistemología. Gary volvió a repasar por extenso sus presunciones acerca de la depresión de Camus durante el mes de agosto de 1978, en ocasión en que le había cedido la casita de campo para invitados que tengo en Connecticut y bajé de mi residencia de verano en Viñedo de Marta a hacerle una visita de fin de semana. En el curso de nuestra plática tuve la impresión de que algunas de las suposiciones sobre la gravedad de la recurrente desesperación de Camus adquirían peso por el hecho de que también él había empezado a padecer depresión y lo admitía sin ambages. No era incapacitante, insistió, y la tenía bajo control, pero la sentía de cuando en cuando, ese lóbrego y venenoso talante del color del verdín, tan incongruente en mitad del lujuriante verano de Nueva Inglaterra. Judío ruso nacido en Lituania, Romain siempre había parecido dominado por una melancolía europeo-oriental, de suerte que no era fácil advertir la diferencia. De todos modos, él notaba el daño. Dijo que era capaz de percibir un asomo intermitente del desesperado estado de ánimo que le había sido descrito por Camus.
La situación de Gary veíase apenas aliviada por la presencia de Jean Seberg, su mujer, actriz nacida en Iowa, de la que estaba divorciado y, me parecía a mí, apartado desde hacía ya mucho tiempo. Supe que estaba allí porque su hijo, Diego, se hallaba en un campamento de tenis próximo. Su presunto extrañamiento hizo que me sorprendiera verla viviendo con Romain, como también me sorprendió —no, me consternó y entristeció— ver el aspecto que presentaba: toda su en otro tiempo frágil y luminosa belleza rubia había desaparecido bajo una máscara de entumecimiento. Se movía como una sonámbula, hablaba poco, y tenía el mirar inexpresivo y vacuo de quien se trata con calmantes (o está drogado, o ambas cosas) casi hasta el límite de la catalepsia. Comprendí cuánto apego se tenían aún, y me conmovió la solicitud de él, tierna y paternal. Romain me contó que Jean estaba en tratamiento por el mismo trastorno que a él le afligía, y mencionó algo acerca de medicamentos antidepresivos, pero nada de esto se me quedó grabado muy a fondo, y además significaba poco para mí. Es importante este recuerdo de mi relativa indiferencia porque tal indiferencia demuestra bien elocuentemente la incapacidad para captar la esencia de la enfermedad por parte de quien está al margen de ella. La depresión de Camus y ahora la de Romain Gary —y desde luego la de Jean— eran para mí achaques abstractos, pese a la compasión que me inspiraran, y no tenía ni un atisbo de sus auténticas dimensiones ni de la índole del sufrimiento que tantas víctimas experimentan mientras la mente continúa en su insidiosa disgregación.
Aquella noche de octubre en París supe que también yo me hallaba en el proceso de disgregación. Y de camino hacia el hotel, en el coche, tuve una revelación clara. En muchos, si no en la mayor parte, de los casos de depresión parece que interviene un trastorno del ciclo circadiano —los ritmos metabólicos y glandulares que rigen nuestra vida activa cotidiana—; por eso es tan frecuente un insomnio brutal y ésa es también con toda probabilidad la razón de que el esquema patológico de cada día presente períodos alternativos de intensidad y de alivio fácilmente previsibles. El alivio nocturno para mí —una incompleta pero sensible remisión, como el paso desde un diluvio torrencial a un aguacero moderado— llegaba en las horas siguientes a la cena y antes de la media noche, cuando el sufrimiento amainaba un poco y mi mente recobraba la lucidez suficiente para atender a cuestiones más allá del cataclismo inmediato que conmovía mi ser. Naturalmente, yo esperaba con ansiedad ese período, pues a veces estaba cerca de sentirme razonablemente cuerdo, y aquella noche en el automóvil tuve noción de una vislumbre de claridad que volvía, junto con la aptitud de articular pensamientos racionales. Tras haber sido capaz de evocar a Camus y Romain Gary, sin embargo, comprobé que mis reiterativos pensamientos no eran muy consoladores.
El recuerdo de Jean Seberg me atenazaba, llenándome de tristeza. Poco más de un año después de nuestro encuentro en Connecticut tomó una sobredosis de comprimidos y la encontraron muerta en un coche aparcado en un callejón sin salida de una avenida de París, donde su cadáver había estado abandonado muchos días. Al año siguiente estuve con Romain en la Brasserie Lipp durante un largo almuerzo mientras me refería que, pese a las dificultades de la pareja, la pérdida de Jean había ahondado tanto su depresión que de cuando en cuando le dejaba punto menos que inválido. Pero aun entonces fui incapaz de comprender la naturaleza de su angustia. Recuerdo que le temblaban las manos y, aunque difícilmente podía tenérsele por un anciano —andaba por los sesenta y pico— su voz tenía el son jadeante de la edad muy avanzada, que ahora comprendo que era, o podía ser, la voz de la depresión; en el vórtice de mi sufrimiento más intenso, yo mismo había empezado a tener esa voz de viejo. No volví a ver a Romain. Claude Gallimard, el padre de Françoise, me había hecho recordar de qué manera, en 1980, pocas horas después de otro almuerzo donde la charla entre los dos viejos amigos había sido despreocupada y tranquila, incluso animada, desde luego todo menos sombría, Romain Gary —dos veres ganador del Prix Goncourt (uno de estos galardones a un seudónimo, resultado de haber sabido engañar alegremente a los críticos), héroe de la República, condecorado por su valor con la Croix de Guerre, diplomático, bon vivant, putañero por excelencia— volvió a casa, a su apartamento de la rue du Bac y se metió una bala en los sesos.
Fue en algún punto en el transcurso de estas meditaciones cuando cruzó por mi campo de visión el rótulo HÔTEL WASHINGTON, trayéndome recuerdos de mi llegada a la ciudad tanto tiempo atrás, junto con la súbita y cruel comprensión de que nunca más volvería a ver París. Esta certeza me asombró y me llenó de un nuevo terror, pues aunque desde hacía ya tiempo los pensamientos de muerte eran corrientes durante mi asedio, soplando por mi mente como heladas ráfagas de viento, constituían, supongo yo, las amorfas imágenes de perdición con que suelen soñar quienes se debaten en las garras de afección tan grave. La diferencia ahora estribaba en que sabía a ciencia cierta que al día siguiente, cuando el tormento declinara una vez más, o pasado mañana —por supuesto en algún mañana no demasiado lejano— me vería obligado a juzgar que la vida no merecía la pena ser vivida y en consecuencia a responder, en cuanto a mí mismo por lo menos, a la pregunta fundamental de la filosofía.