I

Fue en París, en una fría anochecida de finales de octubre de 1985, cuando por vez primera tuve conciencia plena de que la lucha contra el desorden de mi mente —lucha en la que llevaba ya empeñado varios meses— podía tener un desenlace fatal. Llegó el momento de la revelación cuando el automóvil en que viajaba tomó por una calle lustrosa de lluvia, no lejos de los Campos Elíseos, y se deslizó junto a un rótulo de neón de desvaído resplandor que anunciaba HÔTEL WASHINGTON. Hacía casi treinta y cinco años que no veía ese hotel, desde la primavera de 1952, cuando durante varias noches se convirtió en mi primer dormitorio parisiense. En los meses iniciales de mi Wanderjahr, había bajado a París en tren desde Copenhague, y vine a parar al Hotel Washington por obra de un agente de viajes neoyorquino. Por aquellas fechas el hotel era una de las muchas hospederías húmedas y feas destinadas a turistas, principalmente norteamericanos de recursos muy modestos, quienes, si eran como yo —tropezando, nerviosos, por vez primera con el francés y sus extravagancias— siempre recordarían cómo el exótico bidé, sólidamente emplazado en el grisáceo dormitorio, junto con el cuarto de aseo, allá en el extremo del mal alumbrado pasillo, definían virtualmente la sima que separa las culturas gala y anglosajona. Pero sólo permanecí en el Washington poco tiempo. Al cabo de unos días me sacaron de allí unos jóvenes americanos con los que había hecho amistad recientemente y me acomodaron en un hotel todavía más astroso, pero con más color, sito en Montparnasse, no muy lejos de Le Dôme y otras querencias convencionalmente literarias. (Allá por mis veintitantos años, acababa yo de publicar una primera novela y era una celebridad, aunque de muy baja estofa, pues pocos de entre los americanos que había en París tenían noticia de mi libro, no hablemos ya de que lo hubieran leído.) Y con el paso de los años el Hôtel Washington se había ido borrando poco a poco de mi conciencia.

Reapareció, sin embargo, aquella noche de octubre cuando pasaba frente a la fachada de piedra gris envuelto en una llovizna, y la memoria de mi llegada tantos años atrás inició su retorno como una riada incontenible haciéndome sentir que había regresado fatalmente al punto de partida. Recuerdo haberme dicho que cuando saliera de París para Nueva York a la mañana siguiente sería para siempre. Me estremeció la certidumbre con que aceptaba la idea de que no volvería a ver Francia nunca más, como tampoco recuperaría nunca una lucidez que huía de mí con celeridad aterradora.

Tan sólo unos días antes había llegado a la conclusión de que padecía una grave enfermedad depresiva, y me debatía impotente y desamparado en mis esfuerzos por superarla. No me alegraba con la ocasión festiva que me había llevado a Francia. De las muchas manifestaciones temibles de la enfermedad, tanto físicas como psicológicas, el sentimiento de odio de sí mismo —o para decirlo de forma menos categórica, la ausencia total de autoestima— es uno de los síntomas más universalmente experimentados, y yo había venido padeciendo cada vez más una sensación general de inanidad a medida que el mal progresaba. Mi malsana tristeza era, pues, tanto más irónica dado que había volado a París en un precipitado viaje de cuatro días con objeto de recoger un premio que debería haber restaurado mi ego en toda su brillantez. Ese mismo verano me comunicaron que había sido designado para recibir el Prix Mondial Cino del Duca, otorgado anualmente a un artista o científico cuya obra refleje temas o principios de un cierto «humanismo». El premio se instituyó en memoria de Cino del Duca, inmigrante italiano que amasó una fortuna en los años inmediatamente anteriores y posteriores a la segunda guerra mundial imprimiendo y distribuyendo revistas ilustradas baratas, principalmente libros de historietas, aunque más tarde amplió sus actividades a publicaciones de calidad; llegó a ser propietario del periódico Paris-Jour. También fue productor de cine, y un destacado poseedor de caballos de carreras a quien cupo el placer de alzarse con muchas victorias en Francia y en el extranjero. Aspirando a satisfacciones culturales más nobles, vino a ser un filántropo de bastante renombre, y en esta línea fundó una editorial que empezó a sacar a la luz obras de mérito literario (por cierto, mi primera novela, Lie Down in Darkness, fue una de las ofrecidas al público por del Duca, en traducción titulada Un lit de ténèbres); para la fecha de su muerte en 1967, esta casa, Éditions Mondiales, había pasado a ser una importante entidad de un imperio múltiple, que era rico y, no obstante, lo bastante prestigioso para que apenas quedara ya recuerdo de sus orígenes como promotor de libros de historietas, cuando la viuda de del Duca, Simone, creó una fundación cuyo objetivo principal era la concesión anual del galardón epónimo.

El Prix Mondial Cino del Duca ha llegado a merecer sumo respeto en Francia —nación a la que chiflan los premios culturales— no sólo por su eclecticismo y el buen juicio mostrado en la elección de sus receptores, sino por la prodigalidad del premio mismo, que aquel año ascendía a unos 25.000 dólares. Entre los ganadores de este premio en los veinte últimos años se cuentan Konrad Lorenz, Alejo Carpentier, Jean Anouilh, Ignazio Silone, Andrei Sajarov, Jorge Luis Borges y un norteamericano, Lewis Mumford. (Ninguna mujer todavía, tomen nota las feministas.) Como norteamericano, encontraba yo especialmente cruel no sentirme honrado por la inclusión en su compañía. Aunque el dar y recibir premios suele inducir una malsana erupción de falsa modestia, maledicencias, autoflagelo y envidias de toda laya y procedencia, mi personal opinión es que algunos galardones, aunque no necesariamente, pueden resultar muy gratos de recibir. El Prix del Duca fue para mí tan francamente halagüeño que cualquier autocrítica a fondo parecía estúpida, así que acepté agradecido, escribiendo en respuesta que cumpliría con el razonable requisito de estar presente en la ceremonia. En aquel momento contemplaba la perspectiva de un viaje tranquilo y placentero, no una apresurada incursión de ida y vuelta. De haber podido prever el estado de mi mente a medida que la fecha de entrega del premio se acercaba, no habría aceptado en modo alguno.

La depresión es un desorden psíquico tan misteriosamente penoso y esquivo en la forma de presentarse al conocimiento del yo —del intelecto mediador— que llega a bordear lo indescriptible. De este modo permanece casi incomprensible para aquellos que no lo han experimentado en su forma extrema, aunque el abatimiento, la «morriña», que muchos sufren ocasionalmente y asocian con, la brega general de la existencia cotidiana, son males tan generalizados que pueden dar a muchas personas una idea de lo que es la enfermedad en su forma catastrófica. Pero en la época de la que escribo había sobrepasado yo con creces esas familiares y manejables cancamurrias. En París, puedo apreciarlo ahora, me hallaba en una fase crítica del desarrollo de la enfermedad, situado en un aciago punto intermedio entre sus pródromos difusos de ese verano y el cuasi-violento desenlace de diciembre, que dio conmigo en el hospital. Más adelante intentaré describir la evolución de este morbo, desde sus más tempranos orígenes hasta mi hospitalización y recuperación, pero el viaje a París ha conservado un notable significado para mí.

El día de la ceremonia, que iba a celebrarse a mediodía seguida por un almuerzo de gala, desperté a media mañana en mi cuarto del Hôtel Pont-Royal diciéndome que me sentía razonablemente bien, y comuniqué la buena noticia a mi mujer, Rose. Con ayuda del Halcion, un sedante menor, había conseguido vencer el insomnio y dormir unas horas. Así que me encontraba con cierto buen ánimo. Pero esta animación incolora era una ficción habitual que yo sabía significaba muy poco, pues estaba seguro de que volvería a sentirme tétrico antes del anochecer. Había llegado a un punto en que vigilaba meticulosamente cada fase de mi proceso de deterioro. Mi aceptación de la enfermedad se produjo al cabo de varios meses de negativa durante los cuales, al principio, había atribuido el malestar y la desazón y los súbitos ataques de ansiedad a mi retirada del alcohol; de golpe y porrazo, en junio, había dejado el whisky y todos los demás brebajes etílicos. En el curso de empeoramiento de mi clima emocional, había leído unas cuantas cosas sobre el tema de la depresión, tanto en libros de divulgación para profanos como en obras de mayor enjundia para profesionales, entre ellas la biblia de los psiquiatras, DSM (Manual de Diagnóstico y Estadística de la Asociación Psiquiátrica Norteamericana). A lo largo de buena parte de mi vida me he visto impelido, imprudentemente quizá, a convertirme en un autodidacta en medicina, y he acumulado conocimientos de amateur bastante por encima de la media acerca de temas médicos (a los que muchos de mis amigos, imprudentemente sin duda, han recurrido a menudo); por eso me llenó de pasmo el descubrimiento de que me faltaba poco para ser un lego absoluto respecto a la depresión, que puede constituir un problema médico tan serio como la diabetes o el cáncer. Lo más probable es que, como depresivo incipiente, hubiera rechazado u omitido siempre de un modo subconsciente el saber oportuno; se acercaba demasiado al entresijo psíquico, y de aquí que le diera de lado como un añadido inconveniente a mi acopio de información.

De cualquier modo, y aprovechando las escasas horas en que el propio estado depresivo experimentaba alivios por tiempo suficiente para permitir el lujo de la concentración, había yo colmado recientemente este vacío mediante lecturas bastante prolijas, asimilando muchos conocimientos fascinadores e inquietantes, de los que, sin embargo, no podía sacar partido en la práctica. Las más acreditadas autoridades se enfrentan de plano con el hecho de que la depresión grave no es afección que pueda tratarse fácilmente. A diferencia, por ejemplo, de la diabetes, donde la adopción de medidas inmediatas para recomponer la adaptación del organismo a la glucosa pueden invertir de forma espectacular un proceso peligroso y controlarlo, para la depresión en sus fases mayores no se dispone de ningún remedio al que acudir en seguida. La imposibilidad de hallar alivio es uno de los factores más angustiosos de dicho desorden tal como se le manifiesta a la víctima y contribuye a situarlo sin reservas en la categoría de las afecciones graves. Salvo en aquellas enfermedades estrictamente catalogadas como malignas o degenerativas, esperamos siempre alguna clase de tratamiento y eventual mejoría, por medio de medicamentos, o terapia física, o dieta, o intervención quirúrgica, con una progresión lógica desde el inicial alivio de síntomas hasta la curación final. Pero para consternación suya, el profano que sufre de una depresión grave y echa un vistazo a unos cuantos de los muchos libros que actualmente hay en el mercado encontrará información abundante en lo que respecta a teoría y sintomatología y muy poco que sugiera con algún fundamento la posibilidad de un pronto auxilio. Los que pretenden dar a la cosa una solución fácil son de índole charlatanesca y con toda probabilidad fraudulentos. Hay obras decentes y generalmente estimadas que señalan con inteligencia el camino hacia el tratamiento y la curación, demostrando cómo ciertas terapias —psicoterapia o farmacología, o una combinación de ambas— pueden en realidad restablecer la salud de estos pacientes en todos los casos, salvo los más persistentes y devastadores; pero los más doctos y prudentes de tales libros subrayan la cruda verdad de que las depresiones graves no desaparecen de la noche a la mañana. Todo esto pone de relieve una esencial aunque difícil realidad que creo indispensable declarar al comienzo de mi crónica personal: el trastorno llamado depresión sigue constituyendo un enorme misterio. Ha revelado sus secretos a la ciencia de bastante peor gana que muchos de los demás males importantes que nos acechan. El intenso y, a veces, cómicamente ruidoso sectarismo que existe en la psiquiatría de nuestro tiempo —el cisma entre los creyentes en la psicoterapia y los adeptos de la farmacología— se parece mucho a las disputas médicas del siglo dieciocho (sangrar o no sangrar) y casi define en sí mismo la inexplicable naturaleza de la depresión y la dificultad de su tratamiento. Como un especialista en este campo me dijo con sinceridad y, estimo yo, con una sorprendente capacidad para la analogía: «Si se compara nuestro saber con el descubrimiento de América por Colón, América está todavía por descubrir; nos encontramos aún en esa islita de las Bahamas».

En mis lecturas había aprendido, por ejemplo, que al menos en un aspecto interesante mi propio caso era atípico. La mayor parte de los que empiezan a padecer el mal se encuentran abatidos por la mañana, con un efecto tan pernicioso que son incapaces de levantarse de la cama. Se sienten mejor únicamente a medida que va pasando el día. Pero mi situación era todo lo contrario. Mientras que podía muy bien levantarme y funcionar casi con normalidad durante la primera parte del día, empezaba a experimentar el comienzo de los síntomas mediada la tarde o un poco después: la oscuridad me invadía tumultuosamente, tenía un sentimiento de terror y enajenación, y, sobre todo, de sofocante ansiedad. Sospecho que es básicamente indiferente que sufra uno al máximo por la mañana o por la tarde: si estos estados de penosísima semiparálisis son análogos, como probablemente son, cabe suponer que lo de la hora es pura cuestión académica. Pero fue, sin duda, la rotación del habitual inicio diario de los síntomas lo que me permitió aquella mañana en París acudir sin contratiempo, sintiéndome más o menos dueño de mí mismo, al palacio gloriosamente ornamentado de la Orilla Derecha donde tiene su sede la Fundación Cino del Duca. Allí, en un salón rococó, se me hizo entrega solemne del premio ante una pequeña multitud de figuras culturales francesas, y pronuncié mi discurso de aceptación con una dosis de aplomo que a mí me pareció pasadera, declarando que aunque donaba la mayor parte del dinero de mi premio a diversas organizaciones que fomentan las buenas relaciones francoamericanas, entre ellas el American Hospital de Neuilly, el altruismo también tiene un límite (esto dicho en tono jocoso) y, por tanto, esperaba no se tomase a mal si me quedaba con una pequeña cantidad para mí mismo.

Lo que no dije, y no era broma, fue que la cantidad que me reservaba era para pagar dos billetes al día siguiente en el Concorde, a fin de poder regresar rápidamente con Rose a los Estados Unidos, donde pocos días antes había concertado una cita para ver a un psiquiatra. Por razones que, estoy seguro, tenían que ver con cierta renuencia a aceptar la realidad de que mi mente se estaba deteriorando, había evitado buscar auxilio psiquiátrico durante las pasadas semanas, mientras mi trastorno se intensificaba. Pero sabía que no podía demorar la confrontación indefinidamente, y cuando al cabo establecí contacto por teléfono con un terapeuta muy recomendado, éste me animó a hacer el viaje a París, asegurándome que me vería en cuanto volviese. Necesitaba muchísimo volver, y aprisa. Pese a la evidencia de que me hallaba en un trance muy serio, quería mantener el punto de vista favorable. Buena parte de la literatura disponible acerca de la depresión es, como ya he dicho, de un jovial optimismo, y no escatima las garantías de que casi todos los estados depresivos se estabilizarán o contrarrestarán sólo con que se acierte a encontrar el antidepresivo oportuno; el lector, por supuesto, se deja llevar fácilmente por promesas de un pronto remedio. En París, incluso mientras formulaba mis observaciones, me acuciaba la necesidad de que el día terminara de una vez, sentía una urgencia y una comenzón por realizar el vuelo a América y correr a la consulta del médico, que barrería mi malestar con sus milagrosas medicaciones. Recuerdo ahora con claridad aquel momento, y apenas puedo creer que abrigara tan ingenua esperanza, o que pudiera ser tan inconsciente de la perturbación y el peligro que me aguardaban.

Simone del Duca, una mujerona de cabello oscuro con aires de reina, se mostró comprensiblemente incrédula al principio, y después indignada, cuando tras la ceremonia de entrega le dije que no podía acompañarla en el almuerzo, en la planta alta de la suntuosa mansión, junto con una docena o cosa así de miembros de la Académie Française, que me habían designado para el premio. Mi negativa fue tan categórica como cándida; le dije a bocajarro que, a trueque, había concertado almorzar en un restaurante con mi editora francesa, Françoise Gallimard. Por supuesto que esta decisión por mi parte era afrentosa; a mí y a todos los demás interesados se nos había anunciado con meses de antelación la circunstancia de que un banquete —y además, un banquete en mi honor— formaría parte de la gala del día. Pero mi comportamiento era en realidad consecuencia de la enfermedad, que había progresado ya lo suficiente para producir algunos de sus más famosos y siniestros estigmas: confusión, fallo de enfoque mental y lapsos de memoria. En una fase posterior mi mente entera se vería dominada por desconexiones anárquicas; como ya he dicho, había ahora algo que semejaba una bifurcación del ánimo: cierta lucidez mediocre en las primeras horas del día, ofuscación creciente por la tarde y noche. Debió de ser durante ese estado de obnubilación, la noche de la víspera, cuando concerté con Françoise Gallimard la fecha del almuerzo, olvidando mis obligaciones para con del Duca. Esa decisión se mantuvo dueña por completo de mi pensamiento, creando en mí una determinación tan obstinada que fui capaz de infligir ese venial ultraje a la honorable Simone del Duca. «Alors!», exclamó dirigiéndose a mí, y su rostro se encendió de enojo mientras giraba en una mayestática volte-face, «au… re-voir!». Súbitamente me quedé sin habla, horrorizado ante lo que había hecho. Me imaginé una mesa a la que estaban sentadas la anfitriona y la Académie Française, la invitada de honor en La Coupole. Imploré a la coadjutora de Madame, una mujer con gafas, clipboard en mano y una expresión lívida y mortificada, que intentara rehabilitarme: todo era una terrible equivocación, una confusión, un malentendu. Y luego farfullé algunas palabras que toda una vida de equilibrio general y una fatua creencia en la inexpugnabilidad de mi salud psíquica me habían impedido creer que pudiera jamás pronunciar; y ahora me dejaba helado el hecho de oírme decírselas a aquella perfecta desconocida. «Estoy enfermo», dije, «un problème psychiatrique».

Madame del Duca se mostró magnánima al aceptar mis excusas y el almuerzo se desarrolló sin más tensiones, aunque no pude librarme del todo de la sospecha, mientras charlábamos un tanto envarados, de que mi benefactora estaba todavía molesta por mi conducta y me tenía por un bicho raro. Fue un almuerzo muy largo, y cuando terminó me sentí penetrar en las sombras de la tarde con su avasallamiento de ansiedad y temor. Fuera esperaba un equipo de televisión de uno de los canales nacionales (me había olvidado de ellos, también), listo para llevarme al recién inaugurado Museo Picasso, donde se había convenido que me filmarían mirando las obras expuestas e intercambiando comentarios con Rose. Esto resultó ser, como yo había previsto, no un paseo atractivo sino una lucha exigente, una prueba severísima. Cuando por fin llegamos al museo, tras la brega con el intenso tráfico, pasaban de las cuatro, y mi cerebro había empezado a soportar su conocido asedio: pánico y desgobierno, y la sensación de que el proceso de mi pensamiento se hundía bajo una marea tóxica e inenarrable que obliteraba toda respuesta placentera al mundo viviente. Lo cual es como decir, en términos más concretos, que en vez de placer —el placer que, sin duda, debería haber experimentado en aquel suntuoso escaparate de coruscante genio— lo que sentía en mi ánimo era una sensación cercana —aunque indescriptiblemente distinta— al verdadero dolor. Esto me induce a referirme de nuevo a la evasiva naturaleza de semejante afección. Que no es fortuito el obligado recurso al término «indescriptible», pues conviene recalcar que si el dolor fuera fácilmente descriptible la mayoría de los incontables pacientes de este antiguo padecimiento habrían sido capaces de especificar fidedignamente para sus amigos y seres queridos (y aun sus médicos) algunas de las auténticas dimensiones de su tormento, y tal vez atraerse una comprensión que generalmente no ha existido; tal incomprensión ha obedecido por lo común no a falta de compasión humana, sino a la incapacidad básica de las personas sanas para representarse una forma de tormento tan ajena a la experiencia de cada día. En cuanto a mí se refiere, el sufrimiento es algo muy afín al ahogamiento o la asfixia, pero incluso estas imágenes distan mucho de dar una idea. William James, que luchó con la depresión durante muchos años, renunció a la búsqueda de una descripción adecuada, dejando implícita su práctica imposibilidad al escribir en The Varieties of Religious Experience: «Es una zozobra positiva y activa, una especie de neuralgia psíquica enteramente desconocida en la vida normal».

Persistió el tormento durante mi gira por el museo y alcanzó un crescendo en las horas inmediatas cuando, de regreso en el hotel, me dejé caer en la cama y permanecí mirando al techo, casi paralizado y en un trance de malestar supremo. El pensamiento racional solía estar ausente de mi mente en tales momentos, de ahí que hable de trance. No se me ocurre ninguna otra palabra más apropiada para ese estado, una situación de desvalido estupor en que la cognición era reemplazada por esa «zozobra positiva y activa». Y uno de los aspectos más insoportables de tales interludios era la incapacidad de dormir. Había sido costumbre mía de casi toda la vida, como la de tantísima otra gente, echarme a dar una cabezada por las tardes, pero el trastorno de las pautas normales del sueño es un rasgo particularmente devastador de la depresión; al ultrajante desvelo que me afligía noche tras noche venía a sumarse la vejación de este insomnio de la siesta, mucho menor en comparación, pero tanto más horrendo cuanto que incidía durante las horas de más intenso suplicio. Estaba claro que ya nunca se me concedería siquiera el alivio de unos pocos minutos en mi enervamiento de horario completo. Recuerdo claramente haber pensado, allí tendido mientras Rose leía sentada cerca del lecho, que mis tardes y noches iban empeorando a un ritmo casi mensurable, y que aquel episodio era el peor hasta la fecha. Pero de un modo u otro conseguí rehacerme para cenar con —¿quién más?— Françoise Gallimard, víctima junto con Simone del Duca del espantoso contretemps de la hora del almuerzo. La noche estaba ventosa y cruda, por las avenidas soplaba un aire húmedo y destemplado, y cuando Rose y yo nos reunimos con Frangoise, su hijo y un amigo en La Lorraine, una resplandeciente brasserie no lejos de L’Étoile, la lluvia caía a torrentes de los cielos. Alguien del grupo, notando mi estado de ánimo, presentó disculpas por la mala noche, pero recuerdo haber pensado que aunque hubiera sido uno de esos anocheceres cálidamente perfumados, ardientes, por los que París ha ganado justa fama, yo habría respondido como el zombie que había venido a ser últimamente. La meteorología de la depresión no conoce variaciones, su luz está mermada por restricción del voltaje.

Y como puede ocurrirle a un zombie, mediada ya la cena, perdí el cheque del premio de del Duca por valor de 25.000 dólares. Como me había guardado el cheque en el bolsillo interior de la chaqueta, dejé vagar mi mano ociosamente hasta dicho lugar y comprobé que había desaparecido. ¿Me «habría propuesto» perder el dinero adrede? Recientemente venía mortificándome la idea de que no merecía el premio. Yo creo en la realidad de los accidentes que perpetramos subconscientemente contra nosotros mismos, y así, cuán fácil parecía que aquel extravío no fuese tal sino una forma de repudio, derivación de ese autoaborrecimiento (distintivo señero de la depresión) en virtud del cual estaba yo persuadido de no ser digno del premio, de que en verdad no merecía ninguna de las formas de reconocimiento de que había sido objeto en los últimos años. Fuera cual fuese la causa de su desaparición, el cheque no estaba allí, y su pérdida ensamblaba perfectamente con los demás fallos de la cena: mi fallo al no tener apetito para el fastuoso plateau des fruits de mer que me pusieron delante, la ausencia de toda risa ni siquiera forzada, y, por último, mi falta virtualmente absoluta de conversación. En este punto, la feroz interioridad del sufrimiento había producido una confusión inmensa que me impedía articular palabras más allá de un bronco murmullo; me daba cuenta de que extraviaba los ojos, de que me había tornado monosilábico, y también de que mis amigos franceses iban percatándose con inquietud del apuro en que me hallaba. Al final aquello fue una escena de opereta mala: todos nosotros por el suelo, buscando el dinero desaparecido. Justo en el momento en que yo indicaba que era hora de irnos, el hijo de Françoise descubrió el cheque, que de algún modo se me había escurrido del bolsillo y había volado hasta caer bajo la mesa vecina, con lo que salimos de nuevo a la noche lluviosa. Entonces, ya en el automóvil, pensé en Albert Camus y Romain Gary.