Introducción[1]

Esta obra es la consecuencia directa de un extraño y apremiante sueño que tuve cierta mañana de los últimos días del invierno de 1974.

Hacía varios años que trabajaba en una novela basada en la infantería de Marina de los Estados Unidos en la guerra de Corea. Aunque en general estaba satisfecho de la marcha del libro, me encontré de pronto en un callejón sin salida, cosa que sucede a menudo a los escritores: en medio de lo que parece ser un torrente narrativo, algo falla de modo inexplicable, desaparece la inspiración y uno se encuentra «bloqueado» ante un abismo de temible desesperación. Forcejeé, pues, en vano durante varias semanas, incapaz de seguir escribiendo una sola línea. Y fue aquel sueño lo que me salvó de aquella situación de una manera casi milagrosa.

Ya no recuerdo los detalles del sueño, salvo que lo protagonizaba una muchacha a quien traté brevemente en 1947, cuando yo, recién salido de la universidad, vivía en una casa de huéspedes intentando escribir mi primera novela. Mujer joven y hermosa, polaca y católica, mostraba todavía las huellas de su larga permanencia en un campo de concentración. Aun cuando era bastante mayor que yo y se hallaba en plenas relaciones íntimas con un hombre que vivía en la misma casa, la gran atracción que sentí hacia ella me llevó a tratarla de cerca durante algún tiempo. Su inglés era pobre, hasta el punto de que a veces teníamos que recurrir al francés. Nunca me habló del campo de concentración, y yo no llegué a preguntarle nada sobre su pasado. Sin embargo, había en ella muchas cosas —las cifras tatuadas en su muñeca, su obvia lucha para recuperar la salud, algunos restos de dolor en sus ojos— que me intrigaban y me impulsaban a querer conocer la dura prueba por la que sin duda había pasado. Pero no llegaría a tener esta suerte. Quiso la casualidad que yo dejara la casa en un momento en que ella estaba ausente, por lo que no pude decirle adiós, y tampoco volví a verla jamás. Al correr de los años —como sucede con tantos rostros, con tantas presencias fugaces—, su imagen fue desapareciendo de mi memoria.

Con todo, al cabo de un cuarto de siglo la muchacha resucitó en mi sueño, y hoy tengo la certeza de que el destino, a través de aquella evocación onírica, me impulsó a escribir sobre la misteriosa sobreviviente tras dar entrada en mi imaginación a los secretos de su pasado.

Dejé a un lado mi estancada novela sobre la infantería de Marina, me senté aquella misma mañana a mi mesa de trabajo y, con indecible entusiasmo, escribí más de dos mil palabras de un primer capítulo sobre las circunstancias de mi vida que precedieron y me llevaron al encuentro con aquella muchacha polaca en Brooklyn.

Por lo tanto, esta obra puede considerarse en ciertos aspectos como una novela autobiográfica. Los episodios descritos en los dos primeros capítulos (y muchos de los rasgos de la persona del narrador que aparecen a lo largo del relato) corren parejos con hechos que me sucedieron realmente en mis años mozos. Pero todo lo demás es producto de mi imaginación, y el propio libro —estoy seguro de que el lector lo percibirá— es un sincero intento de afrontar el tema más formidable, trágico y desafiante de nuestro tiempo: la negra noche del alma humana cuando millones de inocentes sufrían y morían bajo la dominación nazi.

Así pues, la Sophie de este libro, a la que dio forma definitiva un extraño y penoso sueño que tuve hace cinco años, es, al menos así lo espero, una fidedigna personificación de aquel espantoso período de horror y sufrimiento.