Epílogo

de

JAVIER GARCÍA SANCHEZ

El osito y la flauta

Lector, acabas de leer una novela, o al menos eso es lo que crees. Y no, en absoluto estoy tratando de confundirte, aunque tal vez lo parezca. Más bien al contrario: intentaré que aclaremos juntos algunos conceptos sobre lo que has leído.

Quizá incluso pienses que has leído una gran novela. Eso, al mismo tiempo, es cierto y no lo es. Creo que te has enfrentado, acaso sin saberlo, a un artefacto endiabladamente perfecto en forma de novela. Has leído no sólo una de las obras capitales de la literatura norteamericana, sino posiblemente de las letras universales de cualquier época. Y quiero advertirte aquí de lo siguiente: tal vez pienses que fuiste tú quien manejó el artefacto literario con el nombre de La decisión de Sophie, pero en realidad temo que ha sido justo a la inversa: él te ha manipulado a ti en todo momento, y durante tantas y tantas páginas ha ido forzando o suavizando la presión emocional sobre tus sentidos de modo que ni te has dado cuenta. Pero de eso se trata: has (hemos) sido una especie de juguete ente las redes de su portentosa fantasía.

Piensa un instante, lector, si al acercarte al final de la novela has sentido esa doble sensación que por un lado te aboca a querer saber cómo concluye la historia y, por otro, ibas lamentándote interiormente conforme constatabas, mudo y afligido, que en efecto cada vez estaba más próximo a concluir eso tan especial, y temo inexplicable, que se dio entre tu persona y las vidas de aquellos sobre los que leiste. De ser así, no lo dudes, acabas de leer un clásico, y tal circunstancia, sospecho, se da en muy contadas ocasiones a la largo de la existencia.

Otras obras de William Styron, como La larga marcha, Tendidos en la oscuridad, Esta casa en llamas o Las confesiones de Nat Turner brillan con luz propia en el panorama reciente de las letras norteamericanas. Pero son novelas de esas que rellenan el periplo literario de un gran, aunque no prolífico, novelista. O que en el fondo tienen la misión de gravitar en torno a un gran y único sol. Eso sería Sophie’s Choice, La decisión de Sophie, el novelón que acabas de leer y que, puedo asegurártelo, echarás mucho de menos a lo largo de los próximos años. Aunque, también te lo garantizo, podrás releer con renovado placer y emoción transcurrido el tiempo. Es lo que tienen los clásicos.

Artefacto más que novela, decía. De algún modo, mientras dura la lectura de esta cautivadora novela nos vemos obligados a actuar como si fuéramos técnicos artificieros, esas personas cuyo trabajo es, por lo general, desactivar explosivos. Otras, hacerlos estallar sin que nadie salga dañado. En mi opinión eso último es lo que logra Sophie en nuesto inconsciente: ya que resulta enormemente complicado «desactivar» Sophie, sólo resta la opción de hacer que estalle. Y ahí se da la implosión, maravillosa y aturdidora a un tiempo. Se trata de una explosión de ideas y sensaciones que se produce hacia dentro, hacia lo más remoto de nuestra conciencia. Uno no puede compartirlo con alguien que no haya leído también esta novela. Pero Sophie va dejando adeptos —me atrevería a afirmar que feligreses— a su paso. Al final, quienes sucumbimos a su influjo, quienes padecimos su prolongada y extasiante implosión, tanto psíquica como intelectual, formamos una suerte de secta.

Sophie tal vez sea la última gran novela del siglo XIX que se escribe en el siglo XX. Posee todos los elementos tradicionales que caracterizan a esas obras de la centuria en la que eclosionó este género. Al mismo tiempo cuenta con características que la hacen profundamente innovadora, por lo que entroncaría con corrientes narrativas más propias de nuestra época. Para expresarlo claramente: Sophie es el vórtice —no el único, por supuesto, pero sí uno de los más brillantes— de todas las constelaciones novelísticas, pues siendo por vocación una novela, o un novelón como los de antes, se proyecta centrípetamente hacia el futuro, hacia la narrativa que se hará en el siglo XXI.

Vuelvo al principio, lector, llamando tu amable atención sobre un punto de este juego que supuso la lectura de Sophie: ¿eres consciente, lo eres en toda su dimensión, de cómo Styron ha ido manipulando (y no se vea una connotación peyorativa en esto, ya que tratándose de ficción es todo lo contrario, un atributo y un logro artístico) tu sensibilidad, tu capacidad de evocación, tus más nobles instintos, y a veces también otros no tan nobles? Porque, si no te has dado plena cuenta, a lo largo de las muchas páginas que conforman este rutilante fresco que es Sophie, su autor ha utilizado cuantas técnicas se usan al gestar una novela. El narrador, Stingo, es sólo una excusa, omnipresente y entrañable, pero excusa a fin de cuentas. Hay flash-backs, hay género epistolar, la trascripción de informes de lectura, disquisiciones acerca de las cosas más diversas y a veces antagónicas. Hay enormes dosis de humor. Hay dolor como en pocas obras literarias que hayamos leído nunca. Lector, ¿te imaginas lo que cuesta mezclar, precisamente, esos dos ámbitos narrativos, humor y dolor, con apenas unas páginas de separación? En Sophie se produce esa magia. Si nos hallamos ante un mar de humor, de repente nos vemos sumergidos —o rodeados— por un océano de dolor.

La novela tan pronto frecuenta lo coloquial, los diálogos realistas, como se eleva hacia cumbres de un lirismo sobrecogedor. Y, repito, todo ello en un mínimo espacio, comprimido, como ese artefacto que he aludido y que debemos desactivar o hacer estallar. ¿Cable rojo o cable azul…, cuál corto? Y así una página tras otra, un capítulo tras otro. Sophie, manipulándonos, nos configura a su imagen y semejanza, en el sentido de que, tras su lectura, todos somos un poco más Stingo, Nathan o la propia Sophie. Un dato: justo antes de que leamos la pavorosa escena del capítulo 15, cuando Sophie se ve obligada a elegir entre su hijo y su hija (¿cable rojo o cable azul?) en un instante, arrodillada en el andén de Auschwitz, frente al médico de las SS que la ha abocado a ese terrible dilema, insisto, apenas unas páginas antes de una escena tan demoledora, Styron nos arranca sonrisas con sus reflexiones sobre el sexo, o sobre los cacahuetes que de la Virginia natal del narrador. De alguna manera la novela te lleva a bofetadas hasta el final. Y al final uno se apercibe de que lo que ha leído es, fundamentalmente, contradictorio. Se trata de la novela con las escenas más tristes que se pueda concebir, pues sus páginas son de una tristeza tenebrosa y concentrada. Más aún, al ser Auschwitz el auténtico protagonista de la obra (es decir, el Mal), Sophie se nos muestra como una verdadera y meticulosa vivisección del horror en su máxima expresión, pero simultáneamente, y de ahí el milagro de esta novela, todo en ella deviene un cántico al amor, a la belleza, a la vida. Narrativamente Sophie supone una de las mayores, si no la mayor, paradojas imaginables, ya que no es bueno mezclar el agua y el aceite, pero aquí funciona. Y lo hace para que podamos pensarlo primero y soportarlo después. Aunque no salgamos indemnes. Tras la terrible escena del andén en la que Sophie debe elegir entre Jan y Eva, optando por el niño, con lo que la pequeña es conducida en el acto a las cámaras de gas de Birkenau, Sophie le confiesa a Stingo:

«Se fue con su osito y su flauta —dijo ella al terminar su relato—. Desde aquel momento nunca he podido soportar esas dos palabras. Oírlas o decirlas en cualquier lengua».

El osito y la flauta no dejan de ser dos metáforas sublimes, pues es de suponer que, siendo uno un juguete y lo otro un instrumento musical, acabarán por ir a alguna parte, a manos de a saber qué otros niños en qué otros lugares y tiempo. Esos objetos presumiblemente sobrevivieron en su mundo anímico, pero su dueña real, Eva, de apenas cinco años, fue gaseada en Birkenau.

Sophie es una supernova que explosiona, o implosiona, para nosotros cuando tiramos mentalmente del hilo, simplemente recordándola. Lo tiene todo: poesía, psicología, antropología, costumbrismo, filosofía, pero fundamentalmente tiene estilo. El monólogo de Stingo es esa voz que nos mece el oído y los sentidos, haciendo que nos entreguemos sin dudarlo. Por eso considero que Styron como creador de ficción y Sophie como su obra más emblemática están a otro nivel, incluso a un nivel pionero y superior, de muchos narradores norteamericanos quizá más célebres. No es tan «sureño» como Faulkner ni como Flannery O’Connor, no es tan inocente, desnudamente puro y bello como Emily Dickinson, o tan agudo como Capote. Sobre todo, no es tan torrencial como su admirado Thomas Wolfe, pero Styron supo absorber (así se lo dice Nathan a Stingo) lo mejor de todos ellos, sin hacerle ascos a algo que la mayor parte de los narradores norteamericanos ignoran o desprecian: la cultura europea. Styron la conocía a la perfección, y eso se nota. En mi opinión como lector, pero también como novelista, me atrevo a afirmar que, excepción hecha del hercúleo Thomas Wolfe —inclasificable en sí mismo—, William Styron es uno de los tres grandes narradores norteamericanos del siglo XX. Él es el maestro de ese género indefinido de lo que vendría a ser la novela total. Stephen King lo sería en el género fantástico, y el enigmático Thomas Pynchon, en esa senda que podría definirse como literatura de vanguardia, la que siempre está en vanguardia. Los tres son clásicos.

Pero hay una evidencia respecto a la que quisiera llamar tu atención una vez más, lector: Sophie, como metanovela o como novela de novelas, demuestra que es precisamente este género (del que numerosos «expertos» han vaticinado a lo largo de décadas su inminente, cuando no consumada, defunción) el que puede y debe explicar hechos y cosas que ninguna otra forma de discurso se ve capaz de abordar. La auténtica Historia, el latido de las civilizaciones no lo contarán los historiadores, ni los psicólogos o los periodistas. Lo harán los novelistas. Me refiero al Mal, a Auschwitz.

Tuvo que ser Sophie la obra que, en mi opinión, diera al traste con dos teorías que, nacidas en el seno de la más selecta filosofía del siglo XX, parecían haberse convertido en fortalezas inexpugnables. A saber, dos frases-talismán que marcaron el compás intelectual de varias generaciones de pensadores y artistas. Una es la afirmación de Ludwig Wittgenstein al final de su famoso Tractatus, cuando sentencia crípticamente: «De lo que no se puede hablar, mejor es callarse». Con ese prurito aniquilador y sin salida concluía su obra más representativa quien quizá sea (como lo fue Nietzsche en el siglo anterior) el filósofo más ingenioso, lapidario y profundo del siglo XX. De ese Mal absoluto que simboliza Auschwitz no puede hablarse, porque cualquier intento de discurso lógico al respecto se descompone sobre la marcha. Como castillos de arena que el agua de las olas va desintegrándonos una y otra vez. Pues bien, Sophie nos demuestra que sí se puede pensar en Auschwitz (¡y cómo!) de manera descarnada pero necesaria para no enloquecer del todo.

La otra frase-icono que Styron viene a demoler con su obra es aquella de Adorno cuando afirmó que era «imposible hacer poesía después de Auschwitz». Ahí está La decisión de Sophie para rebatirlo. Nunca la prosa lírica, la poesía camuflada de narrativa a fin de cuentas, alcanzó cotas tan elevadas. Y, lo auténticamente sorprendente, me atrevería a decir que prodigioso: Auschwitz nos es mostrado con nitidez, de modo que lo hacemos comprensible (para espanto nuestro, pero también como alivio, pues por fin somos capaces de asimilarlo) y, ahí la lección magistral, aprendemos a convivir con su presencia simbólica, lo que sin duda debe mejorarnos como personas.

Confieso aquí que llevo muchos años queriendo escribir una novela sobre el tema. El tema es siempre Auschwitz, el Mal. En mi casa hay decenas y decenas de libros sobre él. Pues bien, pocos textos como determinados párrafos de Sophie me han enseñado tanto de cara a acceder a través de una finísima grieta al núcleo del Mal, con todo su sistema de valores, con toda su complejidad. Por ello Sophie (escriba o no su novela) me acompañará siempre a modo de libro de cabecera.

Sophie, no lo olvides nunca, lector, es la historia de una mentira. O de sucesivas mentiras que van cayendo como piel de cebolla. El símil no es gratuito, pues por momentos notamos las lágrimas que pugnan por salir. La ficción, en teoría, es únicamente una forma de recrear mentiras, o sea, seres, cosas y acontecimientos que no existen. Por eso Sophie, gran monumento a la mentira, es la novela de la vida, porque nuestras vidas, no sólo la de los personajes de la novela, también están constituidas de zonas oscuras. En tal sentido, esta novela nos delata ante nosotros mismos. Y ello supone una catarsis de primer orden.

Pienso que toda la locura del nazismo, del Holocausto, del Mal como concepto y de Auschwitz como amarga y demencial realidad, lo resume una escena que tuvo lugar durante el juicio en Israel a Adolf Eichmann, uno de los mayores burócratas de aquella demencia exterminadora. En un momento determinado de la vista oral, durante la que Eichmann apenas había hablado, mostrándose en todo instante recatado y respetuoso, tomó de improviso la palabra para aclararle a uno de los jueces que finalmente lo condenarían a la horca: «Perdón, señoría, yo no fui antihumano. Yo sólo fui antisemita». Leyendo Sophie uno puede asomarse a ese abismo sin fondo.

También a nosotros, tras la lectura de la novela, nos será difícil enfrentarnos a esas dos palabras, «osito» y «flauta», sin acordarnos de la pequeña Eva y de lo que ésta significa en última instancia. Al releer la historia de Sophie es posible que cojamos nuestro osito y nuestra flauta, caminando sin mirar atrás por el andén que lleva a la nada, sí, pero también a la esperanza.