Toda mi vida he pecado de cierta tendencia didáctica mal controlada. Sólo Dios sabe hasta qué profundidades de fastidio he sumido, a lo largo de los años, a mi familia y amigos, quienes por amor o amistad han tolerado mis frecuentes ataques de pedagogía disimulando, con mayor o menor éxito, los bostezos, el ligero crujido de los músculos de la mandíbula y las comprometedoras gotas en los lagrimales, señales inequívocas de una lucha a muerte contra el tedio. En algunas ocasiones, sin embargo, al acertar a la vez con el momento oportuno y con un auditorio de reacción positiva, mi habilidad enciclopédica de explayarme sobre un tema determinado me ha sido de gran utilidad. En los momentos en que la situación requiere el bendito desahogo de un desvío hacia la intrascendencia, nada puede ser tan sedante como una buena tanda de inútiles enseñanzas y vacías estadísticas. No debe pues extrañar que aquella tarde washingtoniana empleara todos mis conocimientos sobre los cacahuetes en un intento de cautivar a Sophie mientras deambulábamos ante una Casa Blanca inundada de luz y luego nos dirigíamos hacia el restaurante Herzog’s, el de «los mejores pasteles de cangrejo de la ciudad». Después de lo que Sophie me había contado, los cacahuetes me parecieron la trivialidad más adecuada como punto de partida de nuevos cauces de comunicación. Porque durante las dos horas que siguieron a su relato no pude dirigirle más de tres o cuatro palabras, y ella tampoco fue capaz de decirme a mí mucho más. Pero los cacahuetes me permitieron por fin abrir brecha en nuestro silencio y ha^er lo posible para que estallara la nube de depresión que se cernía sobre nosotros.
—El cacahuete no tiene nada que ver con los frutos como las nueces o las avellanas —expliqué—, pero sí con los guisantes. El cacahuete es primo hermano del guisante y de las alubias, aunque con una gran diferencia: sus vainas crecen bajo tierra. El cacahuete es una planta anual y no se alza mucho sobre el suelo. En Estados Unidos se cultivan tres clases principales de cacahuetes: el virginiano de semilla grande, el llamado «runner» y el español. Los cacahuetes necesitan mucho sol y un período de crecimiento sin heladas. Por eso se cultivan en el Sur. Nuestros estados más productores de cacahuetes son, por orden de importancia: Georgia, Carolina del Norte, Virginia, Alabama y Texas. Hubo un notable científico negro llamado George Washington y Carver que descubrió docenas de aplicaciones para los cacahuetes. Aparte de su utilización como alimento, se usan en la fabricación de cosméticos, plásticos, aislantes, explosivos, ciertos medicamentos y muchas cosas más. Los cacahuetes están en auge, Sophie, y creo que nuestra pequeña granja crecerá y crecerá, con lo que no sólo vamos a ser autosuficientes sino que pronto podremos ser ricos o, por lo menos, personas acomodadas. Así no tendremos que depender de editores como Alfred Knopf o Harper and Brothers para conseguir nuestro pan de cada día. Quiero que sepas algo sobre los cacahuetes porque al fin y al cabo vas a ser la dama del castillo, y es probable que tengas que intervenir en la dirección de su cultivo. Por lo que respecta a éste, al cultivo real, los cacahuetes se plantan después de la última helada con una separación de diez a veinte centímetros en filas que suelen distar medio metro entre sí. Las vainas maduran unos ciento veinte o ciento cuarenta días después de la siembra…
—¿Sabes, Stingo?, estaba pensando una cosa —dijo Sophie cortando mi soliloquio—. Es una cosa muy importante.
—¿De qué se trata?
—No sé conducir.
—¿Y qué?
—Hemos de vivir en esa granja, ¿no? Y, según dices, alejados de todo. ¿No crees que me será imprescindible saber conducir un coche? En Polonia no tuve ocasión de aprender a hacerlo. Sólo aprendían a conducir las personas mayores. Y aquí… Nathan dijo que me enseñaría, pero nunca llegó el momento de empezar. Sí, sí, he de aprender a conducir.
—Eso no es ningún problema —dije—. Yo te enseñaré. Allí ya hay una camioneta. En Virginia no son nada exigentes en cuanto a los permisos de conducir. Imagínate… Recuerdo que obtuve mi carné el mismo día en que cumplí catorce años. Legalmente.
—¿Catorce años? —dijo Sophie.
—Sí. Pesaba cuarenta kilos y apenas si alcanzaba a ver algo por encima del volante. Recuerdo que el funcionario que me examinó miró a mi padre y le dijo: «¿Es su hijo o es un enano?». Pero obtuve el permiso de conducir. El Sur es así… Es tan peculiar, incluso en las cosas más triviales… La cuestión de la juventud, por ejemplo. En el Norte nunca te concederían el carné de conducir a tan temprana edad. En el Sur es como si fueras mayor más pronto. Está relacionado con una maduración que yo llamaría precoz, con el desarrollo anticipado de ciertos instintos. A propósito… Se cuenta allá abajo un chiste sobre cuál es la definición que dan en Misisipi de una muchacha virgen. La respuesta es ésta: una chica de doce años que puede correr a mayor velocidad que su padre.
Me permití ahogar una risotada como primer indicio de un buen humor que no había experimentado desde hacía muchas horas. Y, de pronto, noté que mis ansias de llegar cuanto antes a Southampton County para ponerme a plantar cacahuetes eran casi tan intensas como mi verdadera necesidad de comerme alguno de aquellos famosos pasteles de cangrejo del restaurante Herzog’s. Comencé a inundar a Sophie con un torrente de oratoria, pensando más en todo lo que acababa de contarme que en su frágil estado de ánimo, consecuencia de su reciente confesión.
—Ahora bien —dije con mi mejor voz de pastor baptista—, creo deducir de algunas de tus palabras que temes encontrarte fuera de lugar cuando nos hayamos instalado allá abajo. Debes saber, sin embargo, que eso no puede estar más lejos de la verdad. Quizás al principio se muestren algo adustos y a ti te preocupe tu acento, tu condición de extranjera y otras cosas por el estilo, pero permíteme que te diga una cosa, querida Sophie: los sureños, cuando les has permitido que te conozcan, son las personas más afectuosas y acogedoras del país. No son como los gamberros y trapisondistas de las grandes ciudades del Norte. Así que no te preocupes. Por supuesto, tendremos que adaptarnos un poco al ambiente. Como ya te he dicho, creo que la boda tendrá que celebrarse lo antes posible, sólo para evitar habladurías, ¿sabes? Y haremos una larga lista de compras, tomaremos la furgoneta y nos iremos a Richmond. Necesitaremos miles de cosas. Como ya sabes, una gramola y un montón de discos. Después hemos de pensar en tu traje de boda y tu ajuar. Supongo que el día de la ceremonia querrás estar guapa y bien vestida. Compraremos, pues, en Richmond todo lo necesario. No encontrarás allí la alta costura de París, pero hay excelentes tiendas y almacenes…
—¡Stingo! —me cortó ella de repente—. No corras tanto en lo del vestido y el ajuar. ¿Qué crees que tengo guardado en la maleta? ¿No lo sabes?
Su voz había subido de tono, malhumorada y chillona, con una animosidad que no había empleado nunca antes conmigo.
Nos detuvimos, y me volví para observar su rostro en la penumbra del frío atardecer. Una nube de infelicidad cubría sus ojos, y de pronto me di cuenta, con una dolorosa opresión en el pecho, de que había dicho lo que no debía.
—¿Qué? —pregunté estúpidamente.
—Mi vestido y mi ajuar de novia —dijo sombríamente—. Mi traje de novia y demás prendas de Saks. Todo lo que Nathan me compró. Por lo tanto no necesito ningún vestido de boda, ni tampoco más ropas, ¿No ves que…?
Sí, ya lo veía. Lo veía, tremendamente angustiado. En aquel instante sentí por primera vez que nos separaba una gran distancia…, una intolerable distancia que, en mis engañosos sueños sobre nuestro nido de amor en el Sur, nos había mantenido alejados de modo tan real, sin que yo lo advirtiera, como pudiera serlo un ancho río a punto de desbordarse, un río que impedía cualquier comunión verdadera entre nosotros dos. Como mínimo, yo había fracasado a nivel amoroso. Nathan. Seguía totalmente cautivada por Nathan: las ropas nupciales que había traído consigo tenían para ella una importancia más que simbólica, y la retenían con una fuerza que casi podía tocarse. Y aún advertí otra verdad: lo ridículo y absurdo que era, por mi parte, creer en la posibilidad de una boda dichosa y largos años de felicidad en la vieja plantación, mientras la dama de mis pensamientos y mi pasión —que en aquel momento tenía ante mí con su rostro cansado y retorcido por el dolor— iba por el mundo arrastrando su traje de boda como homenaje a un hombre al que seguía amando por encima de todo. ¡Qué estupidez, la mía! Mi lengua se había convertido en una masa de hormigón; me esforzaba por articular alguna palabra, pero no podía decir nada. Por encima del hombro de Sophie, el cenotafio de George Washington se alzaba como un brillante estilete en el cielo nocturno. Me sentía débil y desesperanzado, con el corazón hecho trizas. Tenía la impresión de que, en cualquier momento, Sophie desaparecería de mi lado a la velocidad de la luz.
Entonces murmuró algo que no pude entender. Era un sonido sibilante, casi inaudible, pero la oí mejor una vez que, obedeciendo a un impulso repentino, se hubo echado en mis brazos en plena Constitution Avenue.
—Oh, Stingo —susurró—, perdóname, te lo ruego. No debí levantarte la voz. Sigo queriendo ir a Virginia contigo. Lo deseo, de veras. Reanudaremos el viaje mañana, ¿verdad? Es que cuando hablas de casarnos me siento tan… confusa, tan indecisa… ¿Lo comprendes, no?
—Sí —respondí. Y, en efecto, lo comprendía, aunque con un retraso considerable. La estreché contra mí—. Lo comprendo, Sophie, claro que sí.
—Y mañana hacia la granja… —dijo, estrechándome a su vez—. Allí iremos. Pero no me hables de boda, por favor.
En aquel momento también me percaté de que algo inauténtico había contribuido a mi espasmo de euforia. Existía una buena dosis de invención en mi empeño por pintar tan seductoramente los atractivos de aquel paraíso terrenal, un bendito lugar donde las moscas borriqueras no zumbaban, donde las bombas de aguá nunca se estropeaban, donde ninguna cosecha fallaba, donde ningún negro mal pagado trabajaba a regañadientes, donde la mierda de cerdo olía a gloria… A juzgar por la información que poseía hasta entonces, y a despecho de la confianza que me merecía la opinión de mi padre, mi Cinco Olmos querido podía ser una escuálida heredad de tierra improductiva. Por ello, intentar atraer a Sophie con semejante engañabobos, por así decirlo, y condenarla a la miseria rural de otra Ruta del Tabaco, habría sido una jugarreta injustificable. Pero aparté de mi mente estas cavilaciones: era algo que no estaba en condiciones de considerar. En cambio, tenía la horrible evidencia de que nuestro breve baño de burbujas y toda la ilusión que suponía había tocado a su fin. Todo había terminado. Cuando reanudamos nuestro paseo, el tenebroso desaliento que se cernía sobre Sophie era casi visible, palpable, como una niebla de la que yo hubiese retirado la mano mojada de desespero tras haber intentado alcanzar con ella a la mujer de mis sueños.
—Stingo —dijo Sophie—, si supieras cómo necesito un trago…
Continuamos andando aquel atardecer en un silencio total. Renuncié a señalarle los puntos más importantes de la ciudad, abandonando el sistema de los guías turísticos que había seguido al comienzo de nuestro recorrido para reanimar a Sophie. Veía con toda claridad que, por más que ella lo intentaba, no podía librarse del horror que se había visto impulsada a revelar en nuestra pequeña habitación del hotel. Ni yo tampoco. Allí, en la calle Catorce, inmersos en el frío aire nocturno de otoño, con los elegantes y oblongos espacios luminiscentes de L’Enfant a nuestro alrededor, no había duda de que tanto Sophie como yo no podíamos apreciar la simetría de la ciudad ni su atmósfera de saludable y benevolente paz. Washington me pareció de pronto paradigmáticamente norteamericana, estéril, geométrica, irreal. Me había identificado tan completamente con Sophie que me sentía polaco, como si corriera por mis venas corrompida sangre europea. Auschwitz aún acechaba en mi alma como en la de ella. ¿No habría fin para aquella tortura? ¿Nunca?
Finalmente, ya sentados a una mesa ignorando el Potomac con sus reflejos de luna, pregunté a Sophie por su hijo. Tomó un trago de whisky y después dijo:
—Aprecio tu pregunta, Stingo. Sabía que me la harías, y lo deseaba, pues, sin saber por qué, no podía decidirme a hablarte nuevamente de él. Sí, tienes razón. Con frecuencia me he dicho a mí misma: «Si al menos supiera qué fue dejan, si pudiera encontrarlo…». Eso podría salvarme de esa tristeza que siempre pesa sobre mí. Si hallara ajan, podría ser… eso, rescatada de todos esos terribles sentimientos que todavía me dominan, del deseo que he tenido, y tengo aún, de… acabar con mi vida. De decir adieu a este lugar tan extraño y misterioso y también tan… tan injusto. Creo que el encontrar a mi hijo podría salvarme.
»Incluso podría salvarme de la culpa que he sentido siempre en cuanto a Eva. En el fondo comprendo que no debiera ver maldad alguna en cosas como ésa. Sé que lo hice en un momento de desesperación, de horrible trastorno…, pero sigue siendo tan terrible despertarse cada mañana con un recuerdo que no me abandonará mientras viva… Si a eso le añades las otras maldades que cometí, comprenderás por qué la existencia se me hace insoportable. Totalmente insoportable.
»Son muchas, muchísimas, las veces en que me he preguntado qué probabilidades puede haber de quejan esté aún vivo. Si Höss hizo lo que me prometió, es posible que siga con vida en algún lugar de Alemania. Pero no creo que pudiese hallarlo nunca, después de los años transcurridos. A los niños destinados a Lebensborn les desposeían de su identidad y les cambiaban el nombre con tanta rapidez… Los transformaban tan deprisa en alemanes… No sé por dónde debería empezar para encontrarlo. Suponiendo que esté realmente allí. Cuando me hallaba en el centro de refugiados sueco no podía pensar en otra cosa, tanto de día como de noche: en recuperar la salud, en ponerme buena para poder ir a Alemania y tratar de encontrar a mi hijo. Pero entonces conocí a una polaca (recuerdo que era de Kielce). Tenía la cara más trágica y acongojada que hubiera visto en persona alguna. Había estado encerrada en Ravensbrück. También había perdido una criatura, una niña, que fue destinada al Lebensborn; me contó que había recorrido toda Alemania en busca de su hija, pero no llegó a encontrarla; ni ella ni nadie. Me dijo que haber perdido a su pequeña era una gran desgracia, pero que la angustia de buscarla era aún peor. «No vaya en su busca, no vaya —me dijo—. Si lo hace verá a su hijo en todas partes, en todas las ruinas de las ciudades destruidas, en la esquina de cada calle, en cada grupo de colegiales, en los autobuses, en los coches… Lo verá haciéndole “hola” con la manita en los campos de juego y deportes, en todas partes… Y lo llamará, y entonces correrá hacia él, para comprobar que no es el suyo. Y el alma se le partirá cien veces cada día… Y acabará pensando que eso es casi peor que saber que el propio hijo ha muerto.»
»Pero si he de ser sincera, Stingo, tal como te dije, no creo que Höss hiciera nunca nada por mí; creo más bien que Jan permaneció en el campo, y si fue así, estoy segura de que no sobrevivió. Cuando aquel invierno, antes de que terminara la guerra, estuve tan enferma en Birkenau, ignoraba algo que supe después y que me hizo enfermar de nuevo, con tanta gravedad que sentí muy cercana la muerté: las SS querían deshacerse de los niños que habían quedado; había aún varios centenares de ellos en el Campo Infantil, lejos de donde yo me encontraba. Los rusos se iban acercando y las SS querían eliminar a todas aquellas criaturas. La mayoría eran de nacionalidad polaca; los niños judíos ya habían muerto en su totalidad. Primero pensaron quemarlos en una gran fosa, o fusilarlos, pero luego decidieron hacer algo que no dejaría señales ni pruebas de su horroroso crimen: con un frío de varios grados bajo cero, condujeron a los niños al río y les ordenaron que se quitaran las ropas y las sumergieran en el agua helada, como si las lavaran; luego les obligaron a ponérselas de nuevo. Entonces los hicieron volver para formar delante de los barracones donde habían vivido «para pasar lista». La operación duró horas y más horas, con los niños de pie, inmóviles y empapados hasta que llegó la noche. Todos murieron, de frío o de pulmonía, con increíble rapidez. Creo quejan debía de encontrarse entre ellos…
»Pero no sé… —dijo Sophie por último, mirándome con unos ojos sin lágrimas, pero deslizándose poco a poco hacia la dicción pastosa que, vaso tras vaso, había ido dando el whisky a su lengua, junto con una compasiva insensibilización de su mente que le permitía recordar sin sufrimiento—, no sé si es mejor enterarte de que tu hijo ha muerto, incluso de modo tan horrible, o saber que la criatura vive, pero sin averiguar dónde y sin poder volver a verlo jamás. No sabría qué elegir. Supongamos que hubiese optado por dejar quejan se fuera…, que se fuera hacia el lado izquierdo del andén en vez de Eva. ¿Habría cambiado mi decisión alguna cosa? —Hizo una pausa para mirar al exterior, como si quisiera ver, a través de la noche, los oscuros límites de Virginia, ya de regreso, después de cruzar enormes inmensidades de espacio y tiempo, de su tenebrosa, maldita y (hasta para mí en aquel momento) casi incomprensible historia—. Nada habría cambiado nada. —Sophie no era aficionada a los gestos teatrales, pero por primera vez desde los varios meses que la conocía hizo algo extraño: se señaló el centro del pecho, retiró con los dedos un invisible velo como si quisiera exponer a la vista el más maltratado de los corazones y concluyó—: Creo que sólo «esto» ha cambiado. Ha sufrido tanto que se ha vuelto de piedra.
Pensé que era mejor que estuviéramos bien descansados antes de continuar nuestro viaje hacia la granja. Mediante varias estratagemas de locuacidad, que incluían más sabiduría agrícola amenizada con todos los chistes sureños que logré recordar, pude insuflar a Sophie el buen humor necesario para que le durara todo el resto de la cena. Bebimos, comimos pasteles de cangrejo y conseguimos olvidarnos de Auschwitz. Hacia las diez volvía a estar achispada y su modo de andar no mostraba un equilibrio excesivo —algo semejante a lo que me sucedía a mí después de la desmedida cantidad de cerveza que había consumido—, por lo que tomamos un taxi para regresar al hotel. Ya apoyaba la cabeza sobre mi hombro, adormilada, cuando pisamos los escalones de mármol y entramos en el vestíbulo del hotel Congress; y se aferró a mi cintura echando todo el peso de su cuerpo contra el mío cuando se puso en marcha el ascensor que nos llevaría a nuestra habitación. Sin decir palabra y sin desvestirse, se lanzó a la deslomada cama y se durmió al instante. La cubrí con una manta y, después de quitarme la chaqueta y los pantalones, me eché a su lado y me dormí como un bendito. Al menos por algún tiempo. Luego llegaron los sueños. La campana de la iglesia que luego sonó intermitentemente en mi duermevela no estaba desprovista de musicalidad, pero tenía una profunda estridencia, un tañido protestante que hacía pensar que estaba hecha de aleaciones baratas; en medio de mis turbulentas visiones eróticas, doblaba como una voz que recriminara mis culpas. El reverendo Entwistle, borracho de Budweiser y acostado con una mujer que no era su esposa, se sentía básicamente incómodo en aquel ambiente ilícito, incluso dormido. ¡PECA-DOR! ¡PECA-DOR!, repicaba la maldita campana.
Sí, estoy seguro de que fue tanto mi calvinismo residual como mi disfraz eclesiástico —y también la entrometida campana de la iglesia— lo que contribuyó a que diera un respingo cuando Sophie me despertó. Debían de ser las dos de la madrugada, poco más o menos. Sería precisamente en aquel momento de mi vida cuando, de forma literal y bien palpable, mis sueños, como suele decirse, se convertirían en realidad. A la tenue luz que se filtraba en la habitación, me di cuenta, por el tacto y por la prueba visual que me facilitaban mis empañados ojos, de que Sophie estaba desnuda, de que estaba lamiendo tiernamente mi oreja y de que buscaba a tientas mi falo. ¿Estaba dormido o despierto? Mis dudas desaparecieron cuando el sueño, se disipó ante estas susurrantes palabras de Sophie:
—Stingo, querido, tengo ganas de hacer el amor.
Al momento sentí que tiraba con fuerza de mis calzoncillos para sacármelos. La ayudé.
Me puse a besarla como si me estuviera muriendo de sed amorosa, y ella me devolvió los besos con pequeños gruñidos, pero es todo lo que hicimos (o pude hacer, a pesar de sus suaves, expertas y cosquilleantes manipulaciones) durante los primeros minutos. Engañaría al lector si insistiera demasiado en mi disfunción, o en su duración y los efectos que tuvo sobre mí, pero aquella vez el fallo fue tan completo que recuerdo mi decisión de suicidarme si el asunto no se arreglaba pronto por sí mismo. Y sin embargo, mi miembro seguía lacio y blando como un gusano entre los dedos. Entonces Sophie se deslizó sobre mí y comenzó a lamer. Esto me hace recordar ahora que cierta vez, en el abandono de sus confesiones respecto a Nathan, me dijo muy ufana que éste la llamaba «la chupadora más elegante del mundo». Y era posible que tuviera razón; nunca olvidaré la avidez y la naturalidad con que actuó para demostrarme su apetito y su devoción: plantó firmemente sus rodillas entre mis piernas como la más experimentada artesana y luego se inclinó hacia delante y, tomando con la boca a mi pequeño camarada, ya más crecidito y no tan encogido, logró que adquiriera su máximo volumen y dureza mediante una diestra, alegre y ruidosa mezcla de ritmos labiales y linguales que me hicieron sentir la dulce y resbaladiza unión como una descarga eléctrica que recorrió mi cuerpo desde la coronilla hasta la punta de los dedos de mis pies.
—Oh, Stingo, no te corras todavía, querido —dijo, al hacer una pausa para respirar.
Yo sólo pensaba en mi fantástica suerte. Estaba dispuesto a quedarme en aquella situación hasta que mi pelo se volviera gris y empezara a escasear.
Las variedades de la experiencia sexual son tan diversas y numerosas que sería una exageración decir que Sophie y yo hicimos aquella noche todo lo que es posible hacer. Pero puedo jurar que muy poco nos faltó, y asegurar a la vez que quedó grabada en mi mente para siempre nuestra increíble resistencia. Yo era inagotable porque tenía veintidós años, porque era virgen y porque —al fin— tenía entre mis brazos a la diosa de mis interminables fantasías. La lujuria de Sophie era tan ilimitada como la mía, de esto estoy seguro, pero por razones más complejas; tenía que ver, por supuesto, con su gran pasión instintiva, con sus poderosos apetitos primarios, pero también estaba relacionada con el deseo de olvidar sumergiéndose en la carnalidad. Y más que eso —ahora lo advierto—, sus libidinosos arrebatos constituían un frenético y orgiástico intento de rechazar la muerte. Pero en aquel momento yo era incapaz de comprender estas cosas, embalado como estaba con el empuje de un tanque Sherman, perdido casi el juicio bajo el imperio de la excitación y la maravilla de nuestro mutuo frenesí. Para mí era menos una iniciación que el logro de la plenitud, que el principio y el fin de mi aprendizaje en una sola clase, o tal vez más, a juzgar por la pasión didáctica de mi profesora, la cual no cesaba de animarme con su actuación y sus susurros a mi oído. Era como si mediante un cuadro viviente, del que yo mismo era partícipe, asistiera a la representación de todas las respuestas a las preguntas que casi me habían hecho enloquecer desde que comencé a leer secretamente manuales de la vida matrimonial y a sudar sobre las páginas de Havelock Ellis y otras eminencias en temas sexuales. Sí, los pezones femeninos saltaban entre los dedos como rosadas pelotitas de caucho semiduro, y Sophie me hizo incluso atrever a más dulces deleites pidiéndome que se los excitara con la lengua. Sí, el clitoris estaba allí, en su sitio, como un delicioso capullito; Sophie me guió hacia él. Y, ¡oh!…, su sexo estaba en efecto húmedo y caliente, rezumante de una viscosidad que me sorprendió por su temperatura; mi rígida verga se deslizó suavemente en un movimiento de avance y retroceso dentro de aquel incandescente túnel, con menos esfuerzo del que había soñado, con la particularidad de que cuando eyaculé prodigiosamente y por primera vez en su oscura profundidad inguinal, Sophie me gritó contra la mejilla que notaba mi chorro. Y el sexo tampoco sabía mal, como pude descubrir después mientras la campana de la iglesia —que había dejado de ser amonestadora— sonaba cuatro veces en la noche; era a la vez acre y salado. Oí que Sophie suspiraba al tiempo que me guiaba suavemente en mi labor lamedora tomándome por las orejas como si fueran dos mangos.
Y luego vino toda la serie de posiciones famosas. No las veintiocho descritas en los manuales, sino, además de cada posición tipo, tres, cuatro o cinco variaciones sobre la misma. En cierto momento, Sophie, al volver del cuarto de baño, donde guardaba el whisky, encendió la luz, lo que nos permitió vernos envueltos en un resplandor anaranjado; me encantó comprobar que la postura «con la mujer encima» era todo lo placentera que describía el doctor Ellis en su libro, no tanto por sus ventajas anatómicas (aunque tampoco éstas eran despreciables, pensé mientras desde abajo rodeaba los pechos de Sophie con mis manos ahuecadas o, alternativamente, sobaba y acariciaba sus nalgas) como por la visión de aquel bello rostro eslavo inclinado sobre mí con los ojos cerrados y con una expresión tan hermosamente tierna y abandonada a la pasión. «No paro de disfrutar», la oí murmurar, y yo sabía que decía la verdad. Descansamos un momento en silencio, echados uno al lado del otro, pero pronto ella, sin decir palabra, reanudó la sesión de modo que me permitió realizar, en una fenomenal apoteosis, todas mis fantasías pasadas. Tomándola por detrás mientras se mantenía arrodillada, la metí en la hendidura de sus suaves y blancos globos posteriores, cerré de pronto los ojos y consideré —recuerdo—, en un extraño arrebato de superconocimiento, la necesidad de volver a definir los términos «alegría», «realización», «plenitud», «éxtasis» e incluso «Dios». Varias veces nos detuvimos justo el tiempo necesario para que Sophie pudiese beber, y para que me vertiera en la boca whisky con agua. Aquellos tragos, lejos de atontarme, hicieron más vivas las imágenes y las sensaciones de lo que habría podido tomarse por fantasmagoría… Su voz en mi oído, las incomprensibles palabras en polaco que yo comprendía pese a todo y que me daban ánimos para alcanzar una meta que no paraba de alejarse. Copular en el duro y áspero suelo por una razón nada clara, oscura, estúpida… ¿Por qué diablos? Luego un brusco amanecer, como en una pantalla pornográfica, enlazados nuestros pálidos cuerpos en la imagen que nos devuelve el deslustrado espejo del cuarto de baño. Y después algo de características furiosas y obsesiva mudez, sin palabras polacas, ni inglesas, ni de ningún idioma, sólo con suspiros: el sesenta y nueve (recomendado por el doctor), en virtud del cual, después de asfixiarme un minuto tras otro, eyaculé por fin, logré el deseado espasmo con una intensidad tan prolongada y exquisita, después de una excitante demora, que estuve a punto de proferir algún grito a modo de arrebatado cántico de agradecimiento. Luego caí en un profundo sueño. Más que profundo. Con el pito totalmente frío. Anestesiado. Muerto.
Desperté con la cara bañada de sol, e instintivamente alargué la mano en busca del brazo, del pelo, de un pecho de Sophie…, lo que fuese. El reverendo Entwistle estaba, para decirlo con exactitud, dispuesto a amar de nuevo. Aquella exploración matutina a ciegas fue un reflejo pavloviano que experimentaría a menudo en años sucesivos. Pero dejemos a Pavlov. ¡Sophie no estaba allí! ¡Se había ido! Su ausencia, después de la más completa (o quizá debiera decir sublime) promiscuidad carnal de mi vida, había dejado una atmósfera fantasmal, pero casi palpable a pesar del vacío que se notaba en la habitación. Era un vacío que aún tenía que ver con el olor de Sophie, que permanecía como un vapor en el aire: un olor genital almizcleño, todavía provocador y lascivo. Aún aturdido por mi súbita vuelta a la realidad, di una mirada al panorama de sábanas y mantas arrugadas que me rodeaba, incapaz de creer que después de aquella larga y agotadora batalla amorosa mi miembro hubiera vuelto a ponerse tan gallardamente tieso, como el único palo de una tienda de campaña cuyo toldo era mi deshilachada sábana. Pero con todo, mi pánico fue tremendo y definitivo cuando el espejo del cuarto de baño no me devolvió su imagen: Sophie tampoco estaba allí. En el momento de saltar de la cama, el dolor de cabeza de la resaca me golpeó el cráneo como un mazazo, y mientras me ponía a toda prisa los pantalones fui presa de un pánico aún más intenso, casi verdadero terror; sonaron fuera unas campanas y las conté… ¡Eran las doce del mediodía!. Mis gritos al decrépito teléfono no obtuvieron respuesta. A medio vestir, maldiciéndome y recriminándome a mí mismo, lleno de malos augurios y esperando las peores noticias, salí disparado de la habitación y galopé escalera de incendios abajo hasta llegar al vestíbulo, con su único botones que en aquel momento manejaba una fregona, sus tiestos con plantas de caucho, sus viejos sillones y sus rebosantes escupideras. El viejo que me había atendido a la llegada descansaba medio adormilado tras el mostrador de recepción aprovechando la calma de la hora. Al verme se despabiló, y procedió a revelarme lo que, simplemente, era la peor noticia que hubiese oído jamás.
—Bajó muy temprano, reverendo —dijo mi informador—, tan temprano que tuvo que despertarme. —Miró al botones—. ¿A qué hpra calculas que se fue, Jackson?
—Serían las seis, poco más o menos.
—Sí, alrededor de las seis. Al amanecer. Tenía todo el aspecto de hallarse en un verdadero estado de… —Hizo una pausa, y con aire de disculpa, prosiguió—: Bueno, reverendo, quiero decir que me pareció que había bebido unas cuantas cervezas. Iba muy despeinada. Llamó enseguida por teléfono, este mismo; una conferencia interurbana, a Brooklyn, Nueva York. Aun sin querer, oí lo que decía. Habló con alguien, un hombre, creo. Se puso a llorar y dijo que se marchaba enseguida de aquí. Estaba realmente trastornada, reverendo. En cuanto a la persona con quien habló, la llamó varias veces Mason, o Jason. Algo así.
—Nathan… —dije, notando la vacilación de mi propia voz—. ¡Nathan! ¡Maldita sea!
Simpatía y preocupación —una amalgama emocional que de pronto me pareció típicamente sureña y trasnochada— fue lo que reflejaron los ojos del viejo empleado:
—Sí, Nathan. Eso es lo que dijo. Yo no supe qué hacer, reverendo —explicó—. Volvió a subir a la habitación y bajó en el acto con una maleta. Jackson la llevó a la Union Station. Como digo parecía muy trastornada, y pensé en usted y me pregunté… Pensé que podía llamarlo por el teléfono interior, pero era tan temprano… Y, además, no quise entrometerme. Quiero decir que no era asunto mío.
—¡Maldita sea! ¡Maldita sea! —seguí oyéndome susurrar, medio consciente de la interrogadora expresión que mostraba la cara del viejo, que, como miembro de la Segunda Iglesia Baptista de Washington, no estaba probablemente preparado para escuchar tales impiedades de boca de un pastor.
Jackson volvió a llevarme arriba en el viejo ascensor, en cuya hostil pared de hierro colado me apoyé con los ojos cerrados en un estado de total estupefacción, incapaz de creer lo que estaba sucediendo o, aún más intransigentemente, de aceptarlo. «Seguro que cuando ahora vuelva a entrar en la habitación —pensé—, Sophie estará echada en la cama, con su dorado pelo brillando en un rectángulo de sol, con las manos extendidas hacia mí, invitándome a renovar nuestro deleite…»
En su lugar, encontré una nota insertada en lo alto del espejo del cuarto de baño. Garrapateada con lápiz, era un fiel testimonio del imperfecto dominio que Sophie tenía del inglés escrito, hecho del que se había lamentado recientemente, y también de la influencia del alemán, lengua que su padre le había enseñado muchos años antes en Cracovia y que —hastá aquel momento no lo advertí— se había empotrado en la estructura de su mente cual cornisas y molduras góticas:
Queridísimo Stingo:
Tan hermoso amante lamento abandonar y perdóname por no decirte adiós, pero he de volver con Nathan. Créeme encontrarás alguna maravillosa Demoiselle que te hará feliz en la Granja. Te aprecio tanto… No creas que con esto soy cruel. Pero cuando desperté me sentí tan mal y tan desesperada por Nathan… Quiero decir tan llena de Culpa y pensamientos de Muerte que era como Hielo en mi sangre. Así que tengo que estar con Nathan de nuevo signifique esto lo que sea. Puede que no vuelva a verte pero créeme lo mucho que conocerte ha significado para mí. Eres un gran Amante, Stingo. Estoy tan angustiada… Pero tengo que irme ahora mismo. Perdona mi pobre inglés. Amo a Nathan pero odio la Vida y a Dios. Me importan un pepino Dios y su Universo. Y también la vida. E incluso el Amor que pueda quedar en el Mundo.
SOPHIE
Jamás pudo saberse exactamente qué sucedió entre Nathan y Sophie cuando ésta regresó aquel sábado a Brooklyn. Gracias a lo que ella me contó tan detalladamente sobre aquel terrible fin de semana con Nathan en Connecticut el otoño anterior, he sido probablemente la única persona capaz de conjeturar lo que ocurrió en la habitación donde se vieron por última vez. Pero aun así, sólo pude imaginármelo; no dejaron ninguna nota de última hora que me diera una pista segura sobre lo sucedido. Como suele ocurrir en todos los casos de difícil explicación, el asunto suscitaba ciertas dudas —dolorosas, por supuesto— sobre las probabilidades y el modo de haber evitado tan dramático desenlace (aunque no creo que hubiese podido evitarse definitivamente). La más importante de estas dudas se refería a Morris Fink, quien considerando su limitada capacidad, se comportó más inteligentemente de lo que habría podido esperarse. Nadie pudo determinar con exactitud en qué momento de las treinta y seis horas de nuestra ausencia volvió Nathan. Parece extraño que Fink —quien con tanta asiduidad y constancia había vigilado las entradas y salidas de los vecinos de la casa— no se hubiera enterado de que Nathan había regresado para encerrarse en el cuarto de Sophie. Aseguró que no lo vio en momento alguno, y yo considero que no había motivos para dudar de él, ni al afirmar que tampoco había visto a Sophie cuando ella entró en la casa. Suponiendo que no hubo retrasos ni accidentes durante el viaje en tren y metro, el regreso de Sophie al Palacio Rosado debió de tener lugar hacia el mediodía de la misma fecha en que dejó Washington.
La razón de que coloque a Fink en un punto tan crítico respecto a tales hechos reside en que Larry —que había vuelto de Toronto y se apresuró a ir a Flatbush para hablar con Morris y Yetta Zimmerman— encargó a Fink que le telefoneara tan pronto como viera entrar a Nathan en la casa. Yo le había dado las mismas instrucciones y, además, Larry le prometió una espléndida propina. Pero sin duda Nathan (en un estado mental y con unas intenciones difíciles de imaginar) entró en un momento en que Morris estaba distraído o adormilado, y lo mismo pudo suceder cuando, más tarde, llegó Sophie. Sospecho también que Morris aún se hallaba acostado cuando Sophie llamó a Nathan por teléfono. Si Fink se hubiera puesto en contacto con Larry más temprano, el doctor habría llegado allí al cabo de algunos minutos; era la única persona del mundo que habría podido tratar adecuadamente a su hermano demente, y estoy seguro de que, si hubiera sido llamado a tiempo, el desenlace de esta historia habría sido diferente. Quizá no menos calamitoso, pero distinto.
Aquel sábado, el veranillo de San Martín descendió sobre la costa oriental, trayendo consigo un tiempo que invitaba a ponerse en mangas de camisa, junto con moscas y el buen humor de la gente, aparte de la absurda y engañosa sensación, experimentada por la mayoría, de que el invierno estaba aún muy lejos. Es lo que sentí aquella tarde en Washington (a pesar de que mi mente no se preocupaba del tiempo), como me imagino que lo sintió Morris Fink en el Palacio Rosado. El despistado portero dijo más tarde que, con gran sorpresa, se dio cuenta por primera vez de que Sophie había regresado cuando le pareció oír música en su habitación. Esto sucedió a las dos de la tarde. No conocía en absoluto la música que ella y Nathan habían puesto con tanta frecuencia; él sólo la identificaba como «clásica», y me había confesado que aun cuando era demasiado «profunda» para poder entenderla, resultaba más agradable que las porquerías populacheras de las radios y tocadiscos de los otros inquilinos.
Lo cierto es que se sorprendió —más bien se quedó pasmado— al descubrir que Sophie había vuelto. Su mente, aunque no demasiado ágil, relacionó en el acto aquel retorno con Nathan y consideró por un momento la necesidad de telefonear a Larry. Pero al no tener la seguridad de que Nathan se hallaba en la casa, y ante la posibilidad de que se tratara de una falsa alarma, no lo llamó. Por aquel entonces, Nathan le causaba un miedo tremendo (dos noches antes, cuando yo estaba hablando con éste por teléfono, se hallaba suficientemente cerca de mí como para oír el pistoletazo a través del auricular), y había estado a punto de llamar a la policía, al menos como protección. Desde el último arrebato de Nathan notaba algo en la casa que le ponía la carne de gallina, y en general el binomio Nathan-Sophie lo hacía sentirse tan nervioso e inseguro que poco le faltó para dejar la habitación que ocupaba (a mitad de precio a cambio de sus servicios de portero y hombre para todo) e irse a vivir con su hermana en Far Rockaway. Ya no tenía la menor duda de que Nathan representaba la forma más siniestra de golem. Pero Larry había dicho que, bajo ningún pretexto, ni él ni nadie se pusiera en contacto con la policía. Por esto Morris esperó abajo, junto a la puerta de entrada de la casa, inquieto por el inopinado calor veraniego y la impenetrabilidad de la complicada música que manaba escaleras abajo.
Más tarde, maravillado, pudo ver cómo la puerta de la habitación de Sophie se abría lentamente y ésta se asomaba al rellano. No había nada anormal en su aspecto, según recordaría después; parecía quizás un poco fatigada y ojerosa, pero nada en su expresión revelaba infelicidad, pena, nerviosismo o cualquier otra emoción «negativa», como lógicamente habría podido esperarse después de la prueba por la que había pasado aquellos últimos días. Al contrario, durante el breve lapso de tiempo que permaneció a la entrada de su cuarto, acariciando con una mano el pomo de la puerta, un curioso y fugaz destello de satisfacción cruzó su rostro, como si fuera a reír; sus labios se separaron, sus dientes reflejaron el brillo de la luz de la tarde, y entonces él vio cómo la punta de su lengua recorría su labio superior interrumpiendo las palabras que iba a pronunciar. Morris advirtió que ella lo había visto, lo que provocó un retortijón en su barriga. La belleza de Sophie lo tenía chiflado; hacía muchos meses que estaba enamorado de ella sin otra esperanza que ocultar sus penas de amor y reprimir sus ataques de lujuria. Aquella muchacha merecía algo mejor que un meshuggener, que un loco como Nathan.
En aquel momento, le llamó la atención el modo como iba vestida. Lo que llevaba puesto parecía pasado de moda, anticuado, incluso para unos ojos tan poco expertos como los de él, pero sin duda hacía resaltar su extraordinaria hermosura: una chaqueta blanca sobre una falda de raso de color vino, un chal alrededor del cuello y una boina inclinada sobre la frente. Parecía una estrella de la pantalla, como Clara Bow, Fay Wray, Gloria Swanson y otras por el estilo. ¿No la había visto ya vestida de aquella manera en alguna otra ocasión? ¿Con Nathan? No lo recordaba exactamente. Morris no podía estar más desconcertado, no sólo por el aspecto de Sophie sino también por el hecho de que se encontrara allí. Sólo dos noches antes se había marchado precipitadamente y llena de pánico con su maleta y con… Aquel punto era otro motivo de desorientación. «¿Y Stingo?», estuvo a punto de preguntar. Pero antes de que pudiese abrir la boca, Sophie dio los pocos pasos que la separaban de la barandilla e, inclinándose, dijo:
—Morris, ¿te importaría traerme una botella de whisky?
Acto seguido le echó un billete de cinco dólares que bajó revoloteando y que él cogió entre sus dedos en el aire.
Fink anduvo cinco manzanas a lo largo de la avenida Flatbush y compró una botella de Carstairs. En aquel sofocante calor, se detuvo un momento al borde del parque para contemplar los campos de juego de los Parade Grounds, donde un buen número de muchachos jugaban a rugby lanzando alegres gritos y profiriendo obscenidades en la familiar y vocinglera jerga de Brooklyn; como no llovía desde hacía muchos días, el polvo se levantaba en remolinos cónicos y blanqueaba la hierba y el follaje del borde de los jardines. Morris, como solía sucederle con frecuencia, se distrajo fácilmente. Luego recordaría que había olvidado durante quince o veinte minutos el encargo que le habían hecho, y que volvió a la realidad cuando la música «clásica» que surgía a todo volumen de la ventana de Sophie a varios centenares de metros de distancia lo apartó de su vacía diversión. La música era estrepitosa y llena de algo parecido a trompetas; le recordó el encargo que había dejado a medio cumplir y lo hizo volver apresuradamente al Palacio Rosado. Cuando corría por la avenida Catón escapó casi milagrosamente de ser atropellado (luego recordaría con toda claridad un sinfín de detalles de aquella tarde) por un camión amarillo de mantenimiento perteneciente a la compañía Con Edison. La potencia de la música crecía a medida que él se acercaba a la casa, lo que le hizo pensar que no sería desacertado rogar delicadamente a Sophie que bajara el volumen de la gramola, pero luego reconsideró su propósito: al fin y al cabo era de día, y sábado, y el resto de los inquilinos se hallaba fuera. La música podía esparcirse inocuamente por la vecindad. Que cada cual se divirtiera a su modo.
Llamó con los nudillos a la puerta de Sophie. Dejó la botella de Carstairs en el suelo y, escaleras abajo, se dirigió a su propio cuarto. Allí se entretuvo una media hora contemplando sus álbumes de librillos de cerillas. Morris era un coleccionista; su habitación estaba llena de cápsulas de botellas de refrescos. Después se entregó a su acostumbrada siesta; cuando despertó, caía ya la tarde y la música había cesado. Le sería difícil de olvidar la pegajosa tenebrosidad que notó en el ambiente; su aprensión se debía en parte al opresivo e inesperado bochorno reinante y le hacía pensar en el sofocante calor de una cámara de calderas, un calor que incluso a última hora de la tarde seguía como suspendido en el aire inmóvil y que lo bañaba en sudor. De pronto, el lugar quedó tan silencioso… En el más lejano horizonte del parque, zigzagueó un relámpago y poco después creyó oír un trueno. Volvió a subir las escaleras en medio del silencio y la creciente oscuridad que llenaban la casa. La botella de whisky aún estaba al pie de la puerta, en el mismo sitio en que él la había dejado. Volvió a llamar con los nudillos. La puerta, ya muy usada, tenía un juego que dejaba como una rendija entre su borde y su marco, y, además de su cerradura de cierre automático, había un pestillo que sólo podía abrirse y cerrarse desde el interior; a través de esa rendija, Morris pudo ver que el pestillo estaba echado, por lo que tuvo la certeza de que Sophie no había dejado la habitación. Gritó su nombre dos o tres veces pero todo siguió en silencio, y su perplejidad se convirtió en preocupación cuando se cercioró, mirando por la rendija, de que no había luz en el cuarto, aun cuando estaba oscureciendo con rapidez. Y entonces pensó que lo mejor que podía hacer era llamar a Larry. El doctor llegó al cabo de una hora, y juntos forzaron la puerta…
Entretanto yo, apurado en otra pequeña habitación de Washington, tomaba una decisión que dejaba fuera de mi influencia el ulterior desarrollo de los acontecimientos relacionados con Sophie. Ella me llevaba seis horas de ventaja; aun así, si hubiera salido tras ella enseguida, podría haber llegado a Brooklyn a tiempo de desviar el golpe que en aquel momento estaba cayendo. Fuera como fuese, mi angustia era tremenda y, por razones que aún hoy no comprendo bien, decidí continuar sin Sophie mi viaje a Southampton. Creo que el resentimiento influyó bastante en mi decisión: el amor propio herido por su defección, las punzadas de unos verdaderos celos y la amarga y desesperada conclusión de que, a partir de entonces, la chica, con su experiencia y decisión, bien podría arreglarse sola. ¡Aquel bestia de Nathan! Yo había hecho cuanto había podido. Que se fuera, pues, si tanto le gustaba, con su loco cariño judío, aquel maldito bastardo. Así que, tras hacer recuento de los menguados recursos de mi cartera (irónicamente, yo seguía subsistiendo gracias al regalo de Nathan), abandoné el hotel lleno de vagos sentimientos antisemitas y, tras recorrer a pie en un selvático calor las incontables manzanas que me separaban de la estación de autobuses, llegué por fin a mi meta y compré un billete para el largo trayecto que me esperaba hasta Franklin, Virginia. Había tomado la resolución de olvidar a Sophie.
Serían por entonces las diez de la mañana. Apenas me di cuenta, pero lo cierto era que me encontraba en un momento de profunda crisis. En realidad, me había dolido tan intensamente aquella malvada deserción —¡aquella traición!—, que una especie de baile de San Vito había comenzado a apoderarse de mis piernas. Además, el malestar muscular y nervioso que me había dejado la resaca, me tenía como crucificado, mi sed era inapagable, y cuando el autobús empezaba a circular por el intenso tráfico de Arlington sufrí un ataque de ansiedad que todos mis detectores psíquicos comenzaron a mirar gravemente, lanzando señales de alerta por toda mi carne. En buena parte, esto tenía relación con el whisky que Sophie me había vertido en el gaznate. Nunca en mi vida había visto temblar mis dedos de modo tan incontrolable, ni podía recordar que hubiese tenido algún problema al encender un cigarrillo. Me afectaba también cierta sensación de pesadilla provocada por el paisaje lunar que veía a través de la ventanilla y que no hacía más que aumentar mi depresión y mis temores. Los lúgubres suburbios, las penitenciarías, el ancho Potomac viscoso a causa de las aguas de albañal, Cuando era un niño, no hacía mucho tiempo, aquellos arrabales dormitaban en un polvoriento encanto, en una cadena de bucólicos cruces de carreteras. ¡Dios mío, cómo estaban en aquel momento! Había olvidado la enfermedad que mi estado natal había sufrido; hinchada por el lucro de la guerra, la suciedad urbana indecentemente fecunda de Fairfax County pasaba ante mis ojos como una alucinada recapitulación de Fort Lee, Nueva Jersey, y de la extensa plaga de hormigón que el día anterior creía haber dejado atrás para siempre. ¿No se trataría simplemente del carcinoma yanqui extendiéndose por el Viejo Dominio, mi querida Virginia? Sin duda las cosas mejorarían a medida que me adentrara más en el Sur. Con todo, sentí necesidad de apoyar mi tierno cráneo en el respaldo del asiento, atormentado por una combinación de miedo y agotamiento como no había conocido en mi vida.
El conductor anunció: «Alexandria». Sabía que allí tenía que abandonar el autobús. «¿Qué pensaría cualquier médico del hospital de esta ciudad —me pregunté— si la estrafalaria y demacrada aparición en que me había convertido le pidiera que me pusiese una camisa de fuerza?» (¿Fue en aquel momento cuando tuve la certeza de que jamás volvería a vivir en el Sur? Creo que sí, pero ni siquiera puedo estar seguro.)
Sin embargo, conseguí un razonable dominio de mí mismo y luché con éxito contra los duendes de la neurastenia. Mediante una serie de medios de transporte (incluyendo un taxi, que me dejó casi arruinado) volví a la Union Station, adonde llegué justo a tiempo de tomar el tren de las tres con destino a Nueva York. Hasta el momento de sentarme en el sofocante vagón, no me había permitido ningún recuerdo de Sophie. ¡Dios misericordioso! ¿Qué sería de mi adorada polaca, en su empeño de precipitarse hacia la muerte? Me di cuenta, en un sorprendente destello de clarividencia, que la había excluido de mis pensamientos durante aquella abortada correría por Virginia por la simple razón de que mi subconsciente me habjía prohibido prever o aceptar lo que mi mente sabía a ciencia cierta, la verdad en que ésta insistía ahora, por dolorosa que fuera: que algo horrible iba a sucederle a Sophie, y también a Nathan, y que mi desesperado regreso a Brooklyn no podía ya alterar el destino que ellos habían escogido. No tuve conciencia de ello gracias a mis dotes de adivino, sino porque estaba volviendo a la normalidad después de un voluntario ataque de ceguera o atontamiento, o de ambas cosas a la vez. ¿No me había hablado con suficiente claridad su nota, un escrito cuyo significado hubiera podido adivinar una criatura de seis años? ¿Y no había cometido yo la negligencia, la vileza, podría decirse, de no salir corriendo inmediatamente tras ella en vez de hacer aquella insensata excursión en autobús a través del Potomac? La angustia volvía a atormentarme. A la culpa que ahora la estaba matando a ella con la misma seguridad que sus hijos fueron asesinados, ¿debía añadirse ahora mi propia culpa por haber cometido el pecado de ciega omisión que sin duda había ayudado a condenar a Sophie, y con ella a Nathan? De pronto me dije: «Dios mío…, un teléfono… He de avisar a Morris Fink o a Larry antes de que sea demasiado tarde». Pero mientras llegaba a esta conclusión el tren arrancó con un gran estremecimiento; y me percaté de que no podría comunicarme con ellos hasta…
Y así fue como tuve un ataque de religiosidad, breve pero intenso. La Sagrada Biblia —que llevaba junto a la revista Time y el Washington Post— venía acompañándome a casi a todas partes desde hacía años. Y, por supuesto, acababa de constituir el elemento principal de mi disfraz como reverendo Entwistle. No es que pudiera considerarme en ningún sentido una persona devota; las Escrituras eran para mí casi pura ayuda literaria, pues me facilitaban alusiones y citas para los personajes de mi novela, dos de los cuales se habían vuelto piadosos. Me consideraba a mí mismo un agnóstico, una persona suficientemente emancipada de los grilletes de la creencia y con valentía bastante para resistir la tentación de invocar a un ser etéreo como la Deidad, aun en tiempos de apuro y sufrimiento. Pero allí sentado —desolado, indescriptiblemente débil, totalmente perdido—, advertí que había dejado escapar todos mis apoyos, y que el Time y el Post no podían ofrecerme remedio alguno para mi tormento. Una dama negra de majestuosa corpulencia llenaba todo el asiento contiguo al mío y saturaba el ambiente de aromas de heliotropo. En aquel momento salíamos velozmente del distrito de Columbia. Me volví para mirarla. Me estaba observando con unos ojos redondos, castaños, húmedos y afectuosos del tamaño de bayas de sicomoro. Sonrió, carraspeó, y su rostro ofreció toda la preocupación maternal que mi dolorido y desesperado corazón anhelaba.
—Hijito —dijo—. Sólo hay un Libro Bueno. Lo tienes précisâmes te en la mano.
Aceptadas mis credenciales, mi compañera de peregrinaje sacó una biblia suya de la bolsa de la compra que llevaba, y se dispuso a leerla con un suspiro de placer y un húmedo chasquear de labios.
—Cree en su palabra —me recordó— y serás redimido. Lo dice el santo Evangelio y es la Ley de la verdad. Amén.
—Amén —contesté, al tiempo que abría mi biblia exactamente por la mitad y recordaba, de mis estúpidos días de la escuela dominical, que encontraría allí los Salmos de David—. Amén —volví a decir. Y leí—: «Como mi corazón latía por los arroyos de agua, así latía mi alma por ti, oh, Dios… Las aguas nos habrían sumergido, un torrente habría pasado sobre nosotros, habrían pasado sobre nuestra alma aguas voraginosas».
De pronto sentí la necesidad de esconderme de todos los ojos humanos. Fui hacia los lavabos y me encerré dentro del pequeño compartimento. Me senté en el retrete y escribí en mi cuaderno de notas mensajes apocalípticos dirigidos a mí mismo; apenas comprendía su contenido a pesar de que brotaban de mi agitada conciencia: los últimos boletines de un hombre condenado, o los desvarios de otro que, a punto de perecer encallado en la más remota e inaccesible costa, lanza botellas con precipitadas notas sobre el negro e indiferente fondo de la eternidad.
—¿Por qué lloras, hijito? —dijo la mujer cuando me dejé caer a su lado—. ¿Alguien te ha hecho daño?
No pude responder nada, pero ella hizo una sugerencia y, al cabo de un momento, mostré el mínimo de serenidad necesaria para leer al unísono con ella, con lo que nuestras voces se elevaron en un armonioso treno por encima del estruendo de las ruedas del vagón.
—Salmo ochenta y ocho —sugerí yo, a lo que ella contestó:
—Es un salmo muy bonito.
«Yahvé, Dios mío, a Ti clamo de día, y gimo de noche ante Ti; llegue hasta Ti mi oración, inclina Tu oído a mis suspiros. Porque mi alma de males está ahíta…»
Leimos en voz alta a través de Wilmington y Chester y hasta más allá de Trenton, pasando de vez en cuando al Eclesiastés, a Isaías y a Job. Después probamos con el Sermón de la Montaña, pero no me dio buen resultado. Luego, por habernos parecido más catárticas las penas del viejo y gran hebreo, volvimos a Job. Cuando, por fin, levanté los ojos y miré al exterior, vi que estaba llegando la noche. La oscura sacerdotisa, que se me había hecho muy simpática, bajó en Newark.
—Todo irá bien —predijo.
Aquella noche el Palacio Rosado parecía, desde el exterior, el escenario de una de aquellas intrigantes y brutales películas de detectives que yo había visto a docenas. Todavía recuerdo el sentimiento de resignación que me invadió cuando me dirigí hacia la casa. Al fin y al cabo, nada habría podido ya sorprenderme. Todos los símbolos de la muerte urbana estaban allí, precisamente tal como yo me los había figurado: ambulancias, camiones de bomberos, coches de la policía con palpitantes luces rojas. Era un exceso de servicios ante una mínima necesidad. Cualquiera habría creído que en el destartalado edificio había tenido lugar una terrible y gran matanza, y en cambio sólo albergaba la muerte de dos personas que habían querido llegar juntas al último momento de su vida, procurándose un final casi decoroso: el de dormirse juntas y en silencio para siempre. Un reflector lo inundó todo de luz, pusieron vallas con el letrero PROHIBIDO EL PASO, y en todas partes se veían grupos de policías mascando chicle. Tuve que discutir con uno de ellos —un colérico y malcarado irlandés— para defender mi derecho a entrar, y de no haber sido por Larry hubiera tenido que quedarme varias horas fuera. Al verme habló bruscamente al irascible agente, gracias a lo cual se me permitió entrar en el vestíbulo de la planta baja. En mi habitación, cuya puerta estaba casi totalmente abierta, vi a Yetta Zimmerman, que medio echada y medio sentada en un sillón murmuraba algo en yiddish. Era evidente que acababan de informarla de lo sucedido; su vulgar y ancho rostro, por lo común una perfecta imagen del buen humor, estaba exangüe y mostraba la mirada vacía propia de una fuerte conmoción nerviosa. Un practicante llegado en una de las ambulancias se disponía a ponerle una inyección. Sin decir nada, Larry me condujo arriba entre un grupo de investigadores de la policía y dos o tres fotógrafos que parecían reaccionar ante todo bicho viviente con explosiones de bombillas de magnesio. El humo de tabaco era tan espeso en el rellano que por un instante creí que había habido un conato de incendio. Cerca de la entrada de la habitación de Sophie, Morris Fink, más pálido aún que Yetta y con una expresión de auténtica congoja, decía algo a un policía con voz temblorosa. Esperé un momento para poder hablar con el desolado portero. Me contó someramente lo que había visto y oído durante la tarde, especialmente la música. Luego pude mirar al interior de la habitación.
Parpadeé sin poder distinguir nada a la suave luz coralina que iluminaba débilmente la estancia. Poco a poco, fui viendo a Sophie y a Nathan echados en la cama sobre el cobertor de color albaricoque. Estaban vestidos como el lejano domingo en que salimos juntos por primera vez (ella, con sus ropas deportivas de otros tiempos; él, con el anacrónico y canallesco traje de franela a rayas que otrora le había dado el aspecto de un próspero jugador de ventaja). Ataviados de aquel modo y entrelazados sus brazos, desde donde yo me hallaba parecían tan apacibles como dos amantes que se hubieran vestido alegremente para dar un paseo, pero que hubiesen decidido quedarse en el último instante para echarse a dormir un poco, besarse y hacer el amor o simplemente susurrarse cosas agradables, y se hubieran quedado petrificados de aquella manera para siempre.
—Yo, en tu lugar, evitaría mirarles la cara —dijo Larry. Luego, tras una pausa, añadió—: Pero no sufrieron. Fue cianuro sódico. Todo terminó en unos segundos.
Con vergüenza y disgusto, sentí que se me doblaban las rodillas, y no me caí porque Larry me sostuvo a tiempo. Entonces me recuperé y atravesé la puerta.
—¿Quién es éste, doctor? —dijo un policía, disponiéndose a impedirme el paso.
—Un miembro de la familia —respondió Larry, diciendo la verdad—. Déjelo entrar.
No había ni faltaba nada en la habitación que ayudara a explicar la presencia de la pareja en la cama. No pude mirarlos por más tiempo. Me acerqué al tocadiscos, que se había parado por sí solo, y observé el montón de discos que Sophie y Nathan habían puesto aquella tarde. El trompeta voluntario, de Purcell, el concierto de Haydn para violoncelo, parte de la sinfonía Pastoral, el lamento de Eurídice del Orfeo de Gluck… Eran sólo algunos de los discos de laca que yo saqué de la varilla del cambio automático. Había también dos composiciones cuyos títulos tenían para mí un significado especial. Una de ellas era un larghetto del concierto para piano en si bemol de Mozart —el último que escribió—; yo lo había escuchado varias veces en la habitación de Sophie, echada ella en la cama con un brazo sobre los ojos mientras los lentos, dulces y trágicos compases inundaban la estancia. Estaba Mozart tan cerca de la muerte cuando escribió aquella obra… ¿Quizá por ello (recuerdo que se preguntó cierta vez Sophie en voz alta) aquella música estaba llena de una resignación que era casi alegría? Y añadió que si hubiese tenido la suerte de ser una buena pianista, aquélla habría sido una de las primeras composiciones que hubiera deseado aprenderse de memoria, dominando cada matiz de lo que ella llamaba un sonido «eterno». Por aquel entonces yo no sabía nada de la historia de Sophie, cosa que no me permitió apreciar por completo lo que, después de una pausa, dijo sobre el concierto: que siempre que lo escuchaba oía voces de niños, de unas criaturas que, en su imaginación, jugaban en la penumbra mientras las sombras de la noche caían sobre un verde y tranquilo prado.
Dos empleados del depósito municipal de cadáveres con chaquetas blancas entraron en la habitación con unos crujidos procedentes de los sacos de plástico que llevaban. La otra obra musical había sido escuchada por Sophie y Nathan durante todo el verano. No quiero relacionarla más de lo necesario con ellos, considerando que hacía ya tiempo que habían abandonado la fe. Pero por haber hallado la correspondiente grabación en lo alto de la pila de discos ensartados por la varilla del cambio automático, mientras lo devolvía a su sitio no pude por menos de hacer instintivamente la siguiente conjetura: en su angustia final, o éxtasis, o cualquier otra absorbente revelación que los hubiera unido antes de la oscuridad, el último sonido que oyeron fue Jesús, alegría de los anhelos del hombre.
Estimo que las anotaciones que siguen, las últimas, debieron llamarse algo así como «Estudio sobre la conquista del dolor».
Enterramos a Sophie y a Nathan juntos en un cementerio de Nassan County. A pesar de las justificadas preocupaciones que surgieron sobre el aspecto legal del triste suceso, todo pudo llevarse a cabo con menos dificultades de las previstas. Al fin y al cabo, nada más que un judío y una católica que cumplieron un «pacto de suicidio» (según lo denominó el Daily News en un relato ilustrado de los hechos en la tercera página); dos amantes no casados que vivían en pecado, ambos de sugestiva belleza y buen aspecto; el instigador de la tragedia era un hombre joven con un historial de recurrentes trastornos psicóticos, y así por el estilo: con estos materiales se montó el superescándalo del año 1947. Pudo haber objeciones para un entierro doble. Pero fue relativamente fácil arreglar la ceremonia (gracias a la intervención de Larry), pues no debía observarse ningún requerimiento estricto de carácter religioso. Los padres de Nathan y Larry eran judíos ortodoxos, pero la madre había muerto y el padre, con más de ochenta años, se hallaba en un precario estado de salud y en la más completa senilidad. Y Sophie —¿por qué no llamar las cosas por su nombre?, nos dijimos— no tenía más pariente próximo que Nathan. Estas consideraciones facilitaron a Larry una base razonable para establecer los ritos que se celebrarían el lunes siguiente. Hacía años que ni Larry ni Nathan habían estado en una sinagoga. Y en cuanto a Sophie, cuando Larry me pidió mi parecer, le dije que ella no habría deseado la presencia de sacerdotes ni los servicios de la Iglesia: una suposición blasfema, quizás, y una decisión que sin duda mandaría a Sophie al infierno, pero yo estaba seguro (y lo estoy todavía) de que cumplir sus deseos era lo más correcto. Además, ella iba a estar en condiciones de soportar cualquier infierno.
Por lo tanto, en un céntrico puesto de la empresa funeraria Walter B. Cooke se celebraron las exequias, que resultaron tan civilizadas y decentes como fue posible considerando las circunstancias aunque con su correspondiente hedor (al menos para el público que fisgoneaba en el exterior) de sucia y fatal pasión. La nota discordante fue a cargo del predicador; el hombre resultó un verdadero desastre, pero tuve el acierto, como pronto se verá, de no tomármelo en serio. Los asistentes al duelo no fueron muchos. La primera persona en llegar fue la hermana de Landau, mayor que él y casada con un cirujano; había venido desde St. Louis con su hijo adolescente. Blackstock y Katz, los dos quiroprácticos, lujosamente vestidos, llegaron con un par de mujeres más bien jóvenes que habían trabajado con Sophie en el consultorio; lloraban a lágrima viva con la cara macilenta y la nariz enrojecida. Yetta Zimmerman, tambaleante de pesar, vino con Morris Fink y el gordo estudiante rabínico Moishe Muskatblit, que ayudaba a Yetta a sostenerse, pero que a juzgar por la palidez de su cara, el trastorno de que daba muestras y la inseguridad de su paso, era quien más apoyo necesitaba.
También asistieron al acto algunos amigos de Nathan y de Sophie. Eran seis o siete jóvenes profesionales y profesores del Brooklyn College que formaban lo que yo llamaba el «grupo Morty Haber», incluido el propio Morty. Era un erudito de hablar suave. Lo conocía, aunque ligeramente, y aquel día estuve charlando con él un buen rato. La ceremonia tuvo un marcado aire de solemnidad, sin que se colara el menor chiste o broma a que se prestan algunas defunciones: el silencio y los rostros sumamente apenados reflejaban bien a las claras la conmoción general, la realidad de la tragedia. Nadie se preocupó por la música, lo cual fue uya ironía y una vergüenza a la vez. Mientras los asistentes a la ceremonia salían en tropel hacia el vestíbulo entre destellos de bombillas de magnesio, oí un quejumbroso órgano Flammond que tocaba el Ave María de Gounod. Al pensar en lo que la música había significado para Nathan y sobre todo para Sophie, y en el amor que sentían por ella, aquella manifestación de improvisada vulgaridad me revolvió el estómago.
De todos modos, mi estómago ya estaba descompuesto, y no poco, así como mi equilibrio general. Después del viaje en tren desde Washington, apenas había disfrutado de un momento de tranquilidad o de sueño. Lo sucedido me había transformado en un ser insomne de andar maquinal y ojos arenosos; y al ver que el sueño no llegaba, llené aquellas tristes horas vagando por las calles y los bares de Flatbush sin cesar de preguntarme a media voz: «¿Por qué, por qué, por qué?», y bebiendo con obsesión, principalmente cerveza, que me mantuvo un tanto embriagado. Y medio bebido estaba, además de sufrirla más extraña sensación de agotamiento y desorientación (preludio de lo que habría podido ser una verdadera alucinosis, según advertí después), cuando me dejé caer en uno de los bancos de la iglesia de la empresa Walter B. Cooke y oí cómo el reverendo DeWitt «sermoneaba» ante los ataúdes de Nathan y Sophie. En realidad, lo del reverendo DeWitt no fue culpa de Larry. Consideró que necesitaba un sacerdote, de la clase que fuera, pero un rabino le pareció inapropiado, y un clérigo católico, inaceptable. Y entonces un amigo suyo le sugirió el reverendo DeWitt. Era universalista, un hombre de algo más de cuarenta años, con un rostro sintéticamente sereno, un pelo rubio y ondulado muy bien peinado y unos labios sonrosados, casi femeninos. Vestía un traje de color canela con un chaleco que ocultaba su naciente barriga. Llevaba en la solapa la llave de oro de la Omicron Delta Kappa, la famosa y selecta asociación de estudiantes universitarios.
Entonces ahogué la primera pero audible risotada, que causó un pequeño revuelo entre las personas más próximas. Yo nunca había visto llevar aquella llave a nadie mucho mayor que yo, especialmente fuera de los límites de un campus, lo que añadió otro rasgo de ridiculez a una persona que ya de entrada me había caído poco simpática. ¡Cómo se habría burlado Nathan de aquel goy, aquel gentil! Relajadamente hundido en el banco junto a Morty Haber, inhalando la almibarada fragancia de lirios de agua, llegué a la conclusión de que el reverendo DeWitt me incitaba (más que cualquier otra persona conocida) a exteriorizar el menor instinto homicida que yo pudiese tener. Hablaba con una monotonía casi insultante, invocando a Lincoln, Ralph Waldo Emerson, Dale Carnegie, Spinoza, Thomas Edison y Sigmund Freud. Mencionó a Jesucristo una vez, y en términos más bien distantes, aunque a mí no me importó, claro. Fui hundiéndome más y más en mi banco, y me puse a sintonizar al calamitoso sermoneador de tal forma que mi adormilada mente sólo captara sus trivialidades y gansadas. ¡Esa generación perdida, víctima de una época de desenfrenado materialismo! ¡La pérdida total de los valores universales! ¡El fracaso de los anticuados principios de la confianza en uno mismo! ¡La incapacidad para intercomunicarse!
«¡Jodido rollista!», pensé, pero enseguida me di cuenta de que había hablado en voz alta, porque sentí que la mano de Morty Haber me daba una palmadita en la pierna y oí su suave «¡Chsss…!», casi mezclado con una risa medio apagada que me confirmó que él compartía plenamente mi parecer. Entonces debí de adormilarme —no hundiéndome en un sueño corriente, sino pasando a una especie de estado cataléptico en el que todo posible pensamiento huía de mi cerebro en el mismo momento de formarse—, porque mi próxima sensación fue la de dos ataúdes metálicos que rodaban por mi lado, pasillo arriba, en sus brillantes carretillas.
—Creo que voy a vomitar —dije, demasiado alto.
—¡Chsss…! —hizo Morty.
Antes de salir hacia el cementerio en la limusina, me escabullí para comprar en un bar cercano un cuarto de galón de cerveza —casi un litro— envasado en cartón plastificado. Pagué sólo treinta y cinco centavos, el precio de aquellos tiempos. Era consciente de mi falta de tacto, pero a nadie pareció importarle. Estaba ya completamente bebido Cuando llegamos al lugar de la inhumación, algo más allá de Hampstead. Por una extraña casualidad, Sophie y Nathan figuraron entre los primeros moradores de aquella flamante necrópolis. Bajo el tibio sol de octubre, una inmensa extensión de césped virgen se perdía en el horizonte. Mientras nuestra procesión avanzaba hacia el distante emplazamiento de la sepultura, temí que mis dos queridos amigos fuesen enterrados en un campo de golf. Por un instante, mi impresión fue casi real. Había caído en una especie de enajenación llena de fantasías en la que todo estaba trastocado o modificado por un acto de prestidigitación, estado a que suelen llegar a veces los borrachos: veía una generación tras otra de jugadores de golf golpeando la pelota sobre la sepultura de Sophie y Nathan, gritando y corriendo de un lado a otro con sus palos mientras los cadáveres de los difuntos se revolvían bajo la vibrante tierra.
En uno de los Cadillacs, sentado junto a Morty, hojeé mi antología Untermeyer de poesía norteamericana que llevaba conmigo junto con mi cuaderno de notas. Había hablado a Larry de mi intención de leer alguna cosa en el momento del sepelio. Quería que, antes de nuestra despedida, Sophie y Nathan oyeran mi voz; la desvergüenza del reverendo DeWitt de pretender decir la última palabra era mucho más de lo que yo podía tolerar. Por eso busqué con diligencia el generoso espacio concedido a Emily Dickinson en la antología. Escogería las palabras más bellas que pudiera encontrar. Recordaba que fue Emily quien hizo que Nathan y Sophie se conocieran en la biblioteca del Brooklyn College, y por tanto consideré oportuno que fuera también ella quien les despidiera a los dos. La euforia y la alegría se apoderaron de mí de modo irresistible cuando encontré el poema perfecto, el más apropiado; estaba hablando conmigo mismo en el momento en que la limusina se detuvo junto a la sepultura; me lancé enseguida fuera del coche y sólo un milagro me salvó de no caer extendido sobre la hierba.
El réquiem del reverendo DeWitt en el cementerio fue una versión resumida de lo que nos había dicho en la ceremonia anterior. Tuve la impresión de que Larry le indicó que procurara ser breve. El ministro dio un impropio toque litúrgico al acto en forma de un frasco de polvo que se sacó del bolsillo al terminar su intervención para vaciarlo sobre los dos ataúdes, una mitad sobre el de Sophie y la otra sobre el de Nathan a metro y medio de profundidad. Pero no fue la acostumbrada y humilde ceniza de la mortalidad. Dijo a los presentes que aquel polvo había sido recogido en seis continentes distintos del mundo, incluida la Antártida subglacial, y que simbolizaba nuestra necesidad de recordar que aquella muerte era universal, porque afligía a gente de todas las creencias, razas y nacionalidades. Me llegó de nuevo el vivo recuerdo de la poca paciencia que Nathan tenía, en sus períodos de lucidez, ante el tipo de imbecilidad de DeWitt. Con qué gracia y alegría se hubiera burlado de aquel pesado charlatán con una de sus geniales imitaciones… Pero Larry me hizo una señal con la cabeza y, correspondiendo a ella, avancé unos pasos. En el silencio de la tibia y brillante tarde, no se oía más que el suave zumbido de las abejas atraídas por las flores depositadas al pie de las dos tumbas. Vacilante y algo aturdido, pensé en Emily, y en las abejas, y en la inmensidad de su canto, su susurrante metáfora de la eternidad,
Haz amplia esta cama.
Haz esta cama con temor;
espera en ella el postrer juicio,
sereno y excelente.
Dudé unos momentos antes de continuar. Nada me costaba dar forma a las palabras, pero me detuvo la hilaridad, esta vez unida al dolor. ¿No tenía un significado oculto el hecho de que toda la experiencia que había vivido con Sophie y Nathan estuviera circunscrita por una cama ya desde el momento en que —con una lejanía que parecía de siglos— los oí en aquel fantástico circo de su amor y hasta el cuadro final en el mismo lecho? ¿Cómo era posible que no permaneciera en mí aquella imagen hasta que la excesiva vejez me quitara la memoria o la muerte la borrara de mi mente? Creo que fue en aquel momento cuando comencé a sentirme verdaderamente débil, titubeante y desamparado.
Sea recto su colchón,
redonda sea su almohada;
que ningún rayo dorado de sol
llegue a perturbar esta tierra.
Muchas páginas atrás, mencioné las relaciones de odio-amor que mantuve con el diario que llevaba en aquellos tiempos, los tiempos de mi juventud. Los pasajes más vividos y valiosos —precisamente los que me abstuve de tirar— me parecerían más tarde los más relacionados con mis castraciones, con mi frustrada virilidad y mis pasiones truncadas. Incluían mis noches de negra desesperación con Leslie Lapidus y Mary Alice Grimball, que en su momento ocuparon un legítimo lugar en este relato. En cambio, buena parte del resto de mis notas se componía de inmaduras meditaciones, cursilerías seudognómicas y tontas incursiones por mundos filosóficos donde nada se me había pendido, por lo que decidí evitar cualquier posibilidad de que se perpetuaran haciéndolos objeto de un espectacular auto de fe en el patio trasero de mi casa, hace algunos años. Quiso el azar que algunas páginas se salvaran de la quema, pero las guardé menos por su valor intrínseco que por lo que podían añadir a mis testimonios históricos, es decir los testimonios de mi vida, de mí mismo. En la media docena de hojas que guardé de aquellos últimos días, por ejemplo —empezando por los frenéticos garabatos que hice en el retrete del tren cuando regresaba de Washington y terminando por lo que escribí un día después, del entierro—, sólo encontré tres líneas dignas de ser conservadas. Y aun éstas, lejos de tener algo que las haga imperecederas, conservan sólo el interés de que al menos, a pesar de sus defectos, fueron extraídas cual jugos vitales al exprimir un ser cuya supervivencia estuvo por algún tiempo pendiente de un hilo.
«Algún día comprenderé Auschwitz.» Era una afirmación muy valiente pero inocentemente absurda. Nadie comprenderá nunca Auschwitz. Lo que habría podido escribir al respecto con más cuidado y exactitud hubiera sido: «Algún día escribiré sobre la vida y la muerte de Sophie, y con ello quizás ayude a demostrar que el mal absoluto no se extinguió jamás en el mundo». Auschwitz mismo sigue siendo inexplicable. La síntesis más profunda que se ha hecho hasta ahora sobre Auschwitz no fue en absoluto una afirmación, sino una respuesta.
PREGUNTA: «Dígame, en Auschwitz, ¿dónde estaba Dios?».
RESPUESTA: «¿Y el hombre, dónde estaba?».
La segunda línea que he hecho resucitar del vacío, tal vez peque un poco de fácil, pero la guardé: «Dejad que vuestro amor fluya hacia todos los seres vivientes». Estas palabras, según el ángulo desde el que se miren, pueden tener el tono de una homilía. Sin embargo, son notablemente hermosas, y al verlas ahora en la página de mi diario, una hoja de papel de color narciso seco lentamente corroída por el tiempo hasta hacerla casi transparente, mis ojos se sorprenden ante la forma en que fue subrayada la frase —con laceraciones y arañazos—, como si el sufriente Stingo en que yo viví en otro tiempo o que otrora vivió en mí, al tener noticia, directamente y por primera vez en su vida adulta, de la muerte, el dolor, el fracaso y el tremendo enigma de la existencia humana, intentara excavar físicamente del papel la única verdad —quizá la única soportable— que le quedara por descubrir. «Dejad que vuestro amor fluya hacia todos los seres vivientes.»
Pero hay un par de problemas relativos a este precepto mío. El primero es, por supuesto, que no es mío. Brota del universo y pertenece a Dios, y los términos en que está expresado han sido interceptados —cazados al vuelo, por así decirlo— por mediadores como Lao-tsé, Jesucristo, Gautama Buda y miles y miles de profetas menores, incluido este narrador, que oyó la terrible verdad de aquellas atronadoras palabras en algún lugar entre Baltimore y Wilmington y las escribió con la furia de un loco dispuesto a esculpirlas en la piedra. Treinta años después aún siguen fuera, en el éter; vi celebrarlas exactamente como yo las he escrito en una vibrante canción de un programa radiofónico de música popular mientras atravesaba la noche camino de Nueva Inglaterra. Y esto nos lleva al segundo problema: la verdad de las palabras; o, si no su verdad, su imposibilidad. Porque, ¿no obstruyó Auschwitz efectivamente el fluir de ese titánico amor, como una fatal embolia en la corriente sanguínea del hombre? ¿Debemos alterar por completo la naturaleza del amor reduciendo al absurdo la idea de amar a una hormiga, a una salamandra, a una víbora, a un sapo o al virus de la rabia —o incluso cosas benditas y hermosas— en un mundo que permitió levantar el negro edificio de Auschwitz? No lo sé. Quizá sea demasiado pronto para decirlo. De todos modos, he conservado aquellas palabras como recordatorio de una frágil pero perdurable esperanza…
Las últimas palabras del diario que he guardado comprenden una frase poética mía. Espero que sean perdonables considerando el contexto en que surgieron. Porque después del entierro, como resultado del excesivo consumo de cerveza, mi borrachera me hizo alcanzar casi el máximo grado de amnesia momentánea que ese estado pueda provocar. Me dirigí a Coney Island en el metro con la intención de acabar con mi pena como fuera. Primero no sabía qué me había llevado de nuevo a aquellas calles tan llenas de vulgaridad, a un lugar cuyos atractivos no me parecieron nunca los mejores de la ciudad. Pero aquel atardecer el tiempo era tibio y agradable, yo me sentía infinitamente solo, y consideré que Coney Island era un sitio tan bueno como otro para perderme. El Steeplechase Park estaba cerrado, así como todas las demás diversiones, y el agua resultaba demasiado fría para los nadadores, pese a lo cual el lugar había atraído a muchos neoyorquinos gracias a su atmósfera sedante y a la suave temperatura del día. Caía el sol, y las luces de neón iluminaban unas calles llenas de haraganes y gente con ganas de divertirse. Me detuve frente a Victor’s, el pequeño café donde mis gónadas se habían visto tan quiméricamente agitadas por Leslie Lapidus y su vacía lujuria. Luego seguí adelante, pero enseguida di media vuelta para volver al mismo punto. Sí, el lugar sólo me traía reminiscencias de derrota, pero me pareció tan bueno como cualquier otro para mi aflicción. ¿Por qué motivo se dan a veces los humanos tales punzadas de malos recuerdos? Sin embargo, pronto olvidé a Leslie. Pedí un jarro de cerveza, y luego otro, hasta sumirme en un infierno de alucinaciones.
Más tarde, en las estrelladas horas de la noche, me quedé solo en la playa, con la única compañía del frío vientecillo del otoño y la humedad del Atlántico. El silencio era total, y la oscuridad, salvo por las brillantes estrellas, de un negro envolvente. Extrañas agujas y minaretes, tejados góticos y torres barrocas se alzaban en delgadas siluetas sobre el resplandor crepuscular que bañaba la ciudad. La más alta de aquellas torres, una arácnea grúa con cables que colgaban en lo alto, era el «salto en paracaídas». Desde la más elevada plataforma de aquel vertiginoso artefacto me llegó cierta vez la risa de Sophie mientras se hundía hacia abajo con Nathan, en una alegre caída. Era a principios del verano anterior, pero en aquel momento los vi a una distancia increíble.
Fue entonces cuando comencé a derramar lágrimas; pero no como las de un borracho, sino unas lágrimas que, desde que tomé el tren en Washington para regresar a Nueva York, había contenido como un hombre, pero que ya no podía reprimir más. Y era tanta la energía acumulada, que las vertí en forma de calientes y pequeños arroyos que se desbordaban entre mis dedos. Fue el recuerdo de Sophie y Nathan en su alegre y lejano lanzamiento lo que abrió las compuertas de mi llanto, pero lo provocó también el desahogo de mi rabia y mi dolor por todos aquellos que durante los últimos meses habían agitado mi mente y ahora pedían mis muestras de aflicción: Sophie y Nathan, sí, pero también Jan y Eva —Eva con su osito tuerto—, y Eddie Farrell, y Bobby Weed, y Artiste, mi joven salvador negro, y María Hunt, y Nat Turner, y Wanda Muck-Horch von Kretschmann, que eran sólo algunas de las criaturas apaleadas, asesinadas, martirizadas y traicionadas del planeta. No lloré por los seis millones de judíos, o los dos millones de polacos, o el millón de serbios o los cinco millones de rusos —no estaba preparado para llorar por la humanidad—, pero sí lo hice por todos aquellos que de un modo u otro se habían convertido para mí en seres queridos. Mis sollozos, pues, se oyeron en toda la playa sin que yo me avergonzara en absoluto de ello. Hasta que llegó un momento en que se me terminaron las lágrimas, y me agaché en la arena al doblárseme unas piernas que de pronto me parecieron extrañamente débiles y vacilantes para un hombre de veintidós años.
Y me dormí. Tuve unos sueños horribles, que eran como un compendio de todos los cuentos de Edgar Alian Poe. En ellos me vi partido en dos por monstruosos mecanismos, ahogado en un remolineante vórtice de cieno, emparedado entre piedras y, lo peor de todo, quemado vivo. Toda la noche tuve una viva sensación de desamparo, de mudez, de incapacidad de moverme o gritar contra el inexorable montón cada vez más pesado de tierra, que era lanzada con un sordo y reiterado ruido sobre mi cuerpo inmóvil en posición supina: un cadáver viviente al que estaban preparando para ser enterrado en las arenas de Egipto. El desierto era atrozmente frío.
Desperté a primera hora de la mañana. Yacía con la mirada fija en lo alto, en un cielo azul-verdoso con un translúcido chal de neblina; como una diminuta esfera de cristal, solitario y tranquilo, el planeta Venus brillaba a través de la calina sobre el plácido océano. Oí voces infantiles allí cerca. Me revolví. «¡Mira, se ha despertado!» «¡Parece increíble!» «¡Cómo se mueve!» Mientras bendecía mi resurrección, me di cuenta de que unos niños me habían cubierto de arena para protegerme y de que yacía tan seguro como una momia bajo aquella suave, protectora y envolvente capa. Fue entonces cuando grabé en mi mente: «Bajo la fría arena he soñado la muerte, / pero desperté al llegar la aurora para ver / en su gloria la brillante estrella matutina».
No era el día del juicio final. Sólo era la mañana. Una mañana cualquiera: serena y excelente.