A la mañana siguiente, el tren de Pensilvania en el que Sophie y yo nos dirigíamos a Washington, D. C., camino de Virginia, sufrió un fallo de energía eléctrica y se detuvo en el puente de caballetes situado frente a la fábrica Wheatena, en Rahway, Nueva Jersey. Durante la interrupción —una parada que sólo duró unos quince minutos—, noté que me había sosegado hasta recuperar una notable tranquilidad. Aún me sorprende el recuerdo de aquella calma después de nuestra precipitada huida de Nathan y tras la noche que Sophie y yo habíamos pasado sin dormir en la estación. El cansancio me hacía sentir los ojos arenosos, y una parte de mi mente aún conservaba dolorosamente el impacto de la catástrofe a que estuvimos expuestos y de la que, al parecer, nos libramos por un pelo. A medida que el tiempo se consumía a lo largo de aquella noche, Sophie y yo creíamos cada vez más probable que Nathan no se hubiera encontrado cerca de nosotros cuando nos hizo su inquietante llamada telefónica; sin embargo, su terrible amenaza nos había hecho salir corriendo del Palacio Rosado sólo con una gran maleta en dirección a la granja de Southampton County. Acordamos que ya nos preocuparíamos más tarde del resto de nuestras cosas. Desde aquel momento nos sentimos poseídos —y en cierto modo unidos— por un solo y urgente propósito: huir de Nathan y alejarnos cuanto pudiésemos de él.
Aun así, la tranquilidad que por fin me invadió en el tren, apenas habría sido posible sin el resultado de la primera de dos llamadas telefónicas que había hecho desde la estación. Fue la que hice a Larry, quien comprendió inmediatamente la gravedad de la crisis de su hermano y me dijo que dejaría Toronto en el acto para ver si podía hallar a Nathan y enfrentarse a él de la mejor manera posible. Nos deseamos mutuamente buena suerte y prometimos mantenernos en contacto. Pude así sentir el descanso de haber descargado mi responsabilidad, y de no haber abandonado a Nathan en mi apresurada huida; al fin y al cabo, había corrido por mi vida. La otra llamada fue a mi padre; recibió encantado la noticia de que Sophie y yo marchábamos al Sur.
—¡Has tomado una decisión estupenda! —le oí gritar, con evidente emoción, a través de los muchos kilómetros que nos separaban—. ¡La decisión de dejar ese endiablado mundo!
Y así fue como, dominando la ciudad de Rahway desde el repleto vagón parado, con Sophie amodorrada a mi lado y mordisqueando un pastel de carne que habíamos comprado junto con un «cartón» de leche tibia, contemplé con afecto y ecuanimidad los años que tenía por delante. Ahora, después de haber dejado atrás a Nathan y a Brooklyn, estaba a punto de volver la página de un nuevo capítulo de mi vida. En primer lugar, calculé que a mi libro, que sería más bien largo, le faltaban dos terceras partes. Por casualidad, lo que había podido trabajar en casa de Jack Brown me permitía hacer un alto en la narración, precisamente en un lugar en que sabía que me sería fácil atar todos los cabos sueltos cuando me hubiera instalado con Sophie en la granja. Cuando, al cabo de una semana, poco más o menos, nos hubiéramos adaptado al ambiente rural —sabiendo apreciar la buena ayuda de los negros, acopiando provisiones, conociendo a nuestros nuevos vecinos y aprendiendo a manejar el viejo tractor que mi padre me había dicho que había en la finca—, estaría en perfectas condiciones para reanudar la marcha de la novela y, dedicándole el tiempo que merecía, podría tener el libro terminado y a punto de entregarlo a un editor hacia fines de 1948.
Mientras me entregaba a estos optimistas pensamientos miré una y otra vez a Sophie. No había tardado en dormirse con su enmarañada y rubia cabeza sobre mi hombro, y al rodear su cintura con mi brazo, rocé el pelo con mis labios. Sentí el vago aguijonazo de cierto recuerdo, pero lo descarté; con toda seguridad, no podía ser homosexual. ¿Cómo podía serlo sintiendo por aquella mujer un constante e intenso deseo? Por supuesto, una vez establecidos en Virginia tendríamos que casarnos; las características de la época y del lugar no nos permitirían cohabitar sin tal requisito. Pero confiaba en que Sophie se avendría a ello a pesar de algunos problemas que me preocupaban, como la diferencia de nuestras edades y la erradicación del recuerdo de Nathan, por lo que resolví comenzar a hablarle de mis planes tan pronto como despertase. Se removió y murmuró algo en sueños, y la vi tan hermosa aun hallándose desmejorada por el agotamiento, que sentí ganas de llorar. «Dios mío —pensé—, es muy posible que esa mujer sea pronto mi esposa.»
El tren dio una sacudida, avanzó un poco, vaciló, volvió a pararse y motivó con ello un lamento general dentro del vagón. Un marinero que iba de pie delante de mí se bebió las últimas gotas de su lata de cerveza. Una criatura se puso a llorar a mi espalda con toda la fuerza de sus pulmones, y se me ocurrió que, en los transportes públicos, el destino siempre reservaba el asiento más cercano al mío al único niño estridente de la concurrencia. Estreché a Sophie suavemente contra mí y pensé en el libro con un estremecimiento de orgullo y satisfacción al considerar la maestría con que había trabajado en él hasta entonces para desarrollar el argumento según tenía previsto y adelantar la acción, con gracia y belleza, hacia un dramático desenlace aún no escrito, pero mil veces contemplado mentalmente: la atormentada y alienada muchacha se encamina hacia su muerte solitaria a través de las indiferentes calles de la ciudad que yo acababa de dejar. Tuve un destello de desconfianza en mí mismo: ¿Podría reunir la pasión y destreza necesarias para describir aquel joven suicidio? ¿Podría hacer que todo pareciese real? Estaba seriamente preocupado por el esfuerzo de tener que imaginarme la severa prueba que esperaba a la muchacha. No obstante, me sentía bien seguro de la perfecta coherencia de una novela para la que ya había pensado un melancólico título: El legado de la noche. Lo había sacado del Requiescat de Matthew Arnold, una elegía al espíritu de una mujer con esta frase final: «Esta noche hereda el vasto vestíbulo de la Muerte». ¿Cómo podría un libro tal dejar de cautivar las almas de miles de lectores? Con la mirada fija en la fachada con incrustaciones de mugre de la fábrica Wheatena —que mostraba la pesada sencillez de sus ventanas industriales a los reflejos de luz matutina—, volví a estremecerme de orgullo, y además de felicidad, ante la gran calidad de lo que había en mi libro a fuerza de no poco sudor y trabajo solitario, y, sí, también de pasarlo mal algunas veces. Y al pensar una vez más en el clímax aún no escrito, me permití fantasear sobre una frase que aparecería en una deslumbrante crítica de mi obra en 1949 o 1950: «El más intenso y convincente monólogo interior de una mujer desde el de Molly Bloom». «¡Qué locura! ¡Qué presunción!», me dije enseguida.
Sophie seguía durmiendo. Enternecido, me pregunté cuántos días y noches dormiría o dormitaría a mi lado en los años venideros. Especulé sobre la cama de matrimonio que tendríamos en la granja, pensé en su forma y tamaño y, sobre todo, en la amplitud, elasticidad y resistencia que debería tener el colchón para sobrellevar la intensa actividad venérea a que sin duda estaba destinado. Pensé en nuestros hijos, en un buen número de pequeñas cabezas rubias saltando alrededor de la granja como cardos o botones de oro polacos, y mis cariñosas órdenes: «¡Es hora de ordeñar la vaca, Jerzy!». «¡Wanda, da de comer a las gallinas!» «¡Tadeusz! ¡Stefania! ¡Cerrad el establo!».
Y pensé también en la propia granja, de la cual sólo conocía el exterior por las fotografías que me había mandado mi padre e intenté figurármela como la mansión de una importante figura literaria. Como la casa de Faulkner en Misisipi, Rowan Oak, debía tener nombre, un nombre relacionado con el cultivo del cacahuete que era la razón de ser de la finca. Albergue del Cacahuete, que fue el primero que se me ocurrió, me pareció enseguida más que ridículo, lo que me hizo abandonar cualquier otro nombre en que entrara el cacahuete en favor de nombres más elegantes, dignos y distinguidos: quizá Cinco Olmos (esperaba que la granja tuviera cinco olmos, o al menos uno), o Palisandro, o Grandes Campos, o Sophie, en honor de mi amada dama. En el prisma de mi mente, los años pasaban en paz como azules colinas hacia el horizonte del lejano futuro. El legado de la noche había obtenido un éxito notable, con laureles raramente concedidos a la obra de un autor tan joven. Luego seguiría una novela corta, también aplaudida, relacionada con mis experiencias en tiempo de guerra: un texto agudo y mordaz que desentrañaría el ambiente militar en una tragicomedia de lo absurdo. Entretanto, Sophie y yo viviríamos en la modesta plantación dignamente aislados, con mi reputación siempre en alza, para ofrecer la imagen del autor crecientemente importunado por los medios de información que rechaza resueltamente todas las entrevistas. «Sólo cultivo cacahuetes», dice el famoso escritor volviendo a entregarse a su trabajo. Aproximadamente a la edad de treinta años, otra obra maestra, Estas hojas llameantes, la crónica del trágico agitador negro Nat Turnen.
Entonces el tren se sacudió y comenzó a avanzar con suave precisión hasta adquirir su velocidad normal, y mi visión se evaporó en un efervescente borrón sobre el fondo de las mugrientas y huidizas paredes de la fábrica Rahway.
Sophie se despertó de repente, con un pequeño grito. Bajé la mirada para observarla. Parecía calenturienta; tenía la frente y las mejillas enrojecidas, y un mostacho de diminutas gotas de transpiración brillaba sobre su labio superior.
—¿Dónde nos hallamos, Stingo? —preguntó.
—En algún lugar de Nueva Jersey —contesté.
—¿Cuánto tiempo dura el viaje hasta Washington? —dijo.
—Unas tres o cuatro horas —respondí.
—¿Y luego, hasta la granja?
—No lo sé exactamente. Tomaremos un tren hasta Richmond y luego un autobús que nos llevará a Southampton. Cosa de algunas horas. Nuestro lugar de destino se encuentra prácticamente en Carolina del Norte. Creo, pues, que será mejor pasar la noche en Washington y salir para la granja a la mañana siguiente. También podríamos dormir en Richmond, pero de este modo verás algo de Washington.
—Muy bien, Stingo —dijo, tomándome la mano—. Haré todo lo que tú digas. —Después de un momento de silencio, añadió—: Stingo, ¿quieres traerme un poco de agua?
—Enseguida.
Me abrí paso a lo largo de un pasillo abarrotado de gente, en su mayoría soldados y marineros, y encontré el grifo cerca del vestíbulo, en el que llené un vaso de papel de un agua de aspecto insípido que no tenía nada de fresca. Cuando volví, aún entusiasmado por mis fantásticos castillos en el aire, mi optimismo se hundió como hierro fundido a la vista de Sophie con una botella de whisky Four Roses en la mano, recién sacada de la maleta.
—Sophie —le dije—, por Dios, todavía nos hallamos en la mañana. Ni siquiera has desayunado. Enfermarás de cirrosis.
—Todo está en regla —dijo, vertiendo whisky en el vaso—. Comí un donut en la estación. Y bebí un Seven-Up.
Gruñí suavemente, sabiendo, por experiencia, que no había modo de enfrentarse con aquel problema, a no ser que quisiera complicar las cosas con una escena. Lo más que podía esperar era sorprenderla desprevenida y hacer desaparecer la botella, como ya había hecho una o dos veces. Volví a hundirme en mi asiento. El tren corría velozmente a través de los áridos y satánicos panoramas industriales de Nueva Jersey, lanzado entre sucios y asquerosos barrios, cobertizos de chapa metálica, cines para espectadores en coche estúpidamente anunciados con letreros giratorios, almacenes, boleras construidas como crematorios, crematorios construidos como pistas de patinar, pantanos de verde lodo químico, aparcamientos, bárbaras refinerías de petróleo con sus delgadas boquillas verticales que eyaculaban llamas y humo de color amarillo mostaza. Si Thomas Jefferson hubiese podido ver todo aquello, ¿qué habría pasado? Reflexioné en silencio. Sophie, inquieta, agitada, contemplaba el feo paisaje y se echaba whisky al vaso alternativamente, y acabó por volverse hacia mí para preguntarme:
—Oye, Stingo, ¿para este tren en algún sitio entre aquí y Washington?
—Sólo un par de minutos para tomar pasajeros o permitirles que bajen. ¿Por qué?
—Quiero hacer una llamada telefónica.
—¿A quién?
—Quiero ver si puedo hablar con Nathan. Quiero saber si está bien.
Un espantoso desasosiego se apoderó de mí al recapitular en un segundo las angustias de la noche anterior. Rodeé con la mano el brazo de mi compañera y lo apreté con fuerza, con demasiada fuerza; dio un respingo.
—Sophie —le dije—, escúchame. Escúchame bien. Ese episodio de tu vida ya terminó. No puedes hacer nada para cambiar las cosas. ¿Te das cuenta de que estuvo a punto de matamos a los dos? Larry regresará de Toronto, localizará a Nathan y… bueno, hará con él lo que más le convenga. Al fin y al cabo es su hermano, su pariente más próximo. ¡Nathan está loco, Sophie! ¡Debe ser… «institucionalizado»!
Se puso a llorar. Las lágrimas goteaban alrededor de los dedos con que se había cubierto los ojos; unos dedos que me parecieron muy finos, sonrosados y débiles cuando se los apartó de la cara para tomar el vaso. Y una vez más cayó bajo mi mirada el azul tatuaje de su muñeca.
—Es que no sé cómo voy a enfrentarme con… todo sin él. —Hizo una pausa, sollozando—. Podría llamar a Larry.
—No podrías ponerte en contacto con él en este momento —insistí—. Debe de hallarse en el tren, no muy lejos de Buffalo.
—También podría llamar a Morris Fink. Tal vez él sepa si Nathan volvió a la casa. Es lo que hacía a veces, ¿sabes?, cuando estaba drogado. Regresaba, tomaba Nembutal y se le pasaba todo durmiendo. Luego, cuando se levantaba, ya había vuelto a la normalidad. O casi. Morris podría decirme si esta vez hizo lo mismo.
Se sonó la nariz y siguió sollozando entre pequeños hipidos.
—Ay, Sophie, Sophie… —susurré, queriéndole decir pero no atreviéndome a hacerlo: «Sophie, todo eso terminó».
El tren entró estrepitosamente en la estación de Filadelfia, chilló, se estremeció y se detuvo en la sombría caverna, lo que me produjo un sentimiento de nostalgia que apenas había previsto. Vi en el cristal de la ventana el reflejo de mi cara, pálida por los esfuerzos literarios alejados del aire libre, y, detrás de ella, creo que sólo por un instante, tuve la visión de una réplica más joven de mi rostro: del muchacho que era diez años antes. Reí ante tal recuerdo y de pronto ambos resolvimos, inspirados y con nuevos ánimos, distraer a Sophie de su inquieta nostalgia y alegrarla, o al menos intentarlo.
—Esto es Filadelfia —dije.
—¿Es muy grande? —preguntó.
Su curiosidad, aunque mojada en lágrimas, me animó.
—Pues… medianamente grande. No es una enorme metrópoli como Nueva York, pero no tiene nada de pequeña. Me figuro que como Varsovia, antes de que la destruyeran los nazis. Filadelfia fue la primera gran ciudad que vi en mi vida.
—¿Cuándo?
—Hacia 1936, a los once años. Aún no había estado nunca en el Norte. Y recuerdo muy bien una curiosa y divertida anécdota, algo que me sucedió el mismo día de mi llegada a la ciudad. Tenía un tío y una tía que vivían en Filadelfia, y mi madre (esto sucedió aproximadamente dos años antes de que ella muriera), en verano, decidió enviarme a pasar una semana a su casa. Lo hizo mediante un autobús de la compañía Greyhound. Los niños solían viajar solos con frecuencia en aquellos tiempos; era muy seguro. De todos modos, era un viaje de un día entero, pues el autobús hacía un largo recorrido de Tidewater a Richmond, de allí a Washington y luego hasta Filadelfia pasando antes por Baltimore. Mi madre tenía una cocinera negra (recuerdo que se llamaba Florence), quien me preparó una bolsa de papel llena de pollo frito y un termo con leche fría. En algún lugar entre Richmond y Washington, me zampé aquel selecto producto de la cocina de viaje, y luego, cuando hacia media tarde el autobús se detuvo en Havre de Grace…
—Havre… ¿Como el puerto francés? —dijo Sophie.
—Sí, es una pequeña ciudad de Maryland. Pasaremos a través de ella, ya verás. Así que todos bajamos para aprovechar la parada de descanso en un pequeño restaurante donde podías orinar y tomar un refresco, y entonces vi la máquina de carreras de caballos que tanta alegría y apuros tendría que causarme. En Maryland, ¿sabes?, como en Virginia, se permiten legalmente ciertos juegos de azar. A aquella máquina podías ponerle una moneda de cinco centavos y apostar por uno de los doce pequeños caballos que corrían por una pista. Recuerdo que mi madre me había dado exactamente cuatro dólares para gastármelos como quisiera (era mucho dinero durante la Depresión) y me entusiasmó la idea de jugarme algo a uno de aquellos nobles brutos; por lo tanto, introduje la primera moneda en la ranura… No podrías imaginarte lo que sucedió a continuación, Sophie. Acerté algo así como el premio gordo de la máquina: todo se llenó de luces, y un verdadero torrente de monedas de cinco centavos —docenas, veintenas de ellas— fue a parar al suelo. ¡No podía creerlo! Debí de ganar unos quince dólares, todos en monedas de cinco centavos. Estaba loco de felicidad. Pero el problema estaba, ¿comprendes?, en transportar aquel botín. Llevaba unos pantalones cortos de tela blanca de lino, y me metí todas las monedas en los bolsillos, pero había tantas que no paraban de caérseme. Y lo peor fue esto: la mujer con cara de pocos amigos que era la dueña del establecimiento; cuando le pedí que, por favor, me cambiara las monedas por billetes de un dólar, se puso terriblemente furiosa, diciéndome que los menores de dieciocho años no podían usar aquella máquina y que a mí aún me faltaba mucho para llegar* a fa edad reglamentaria, lo que la exponía a perder el correspondiente permiso, y que si yo no salía corriendo de allí llamaría a la policía.
—Entonces tenías once años… —dijo Sophie, tomándome la mano—. No puedo imaginarme a Stingo a esa edad. Debías de ser un niño muy mono con tus pantalones cortos de lino blanco.
Sophie aún tenía la nariz enrojecida, pero había cesado de llorar y creí ver en sus ojos una chispa de algo parecido a diversión.
—Por lo tanto —proseguí yo—, volví a subir al autobús para hacer el resto del viaje hasta Filadelfia. Fue para mí la parte más larga del trayecto. Cada vez que hacía un movimiento, por ligero que fuese, una moneda o varias de ellas se salían de mis abultados bolsillos y rodaban pasillo abajo. Y cuando me levantaba del asiento para contenerlas aún era peor, porque una nueva cantidad de monedas volvía a caer al suelo. El conductor estaba medio loco cuando llegamos a Wilmington, después de un viaje de nerviosismo colectivo causado por el tintineo y el rodar de mis monedas. —Hice una pausa y contemplé las figuras anónimas que, como sombras, se alzaban sobre el andén y que parecían alejarse con un movimiento retrógrado cuando el tren, vibrando ligeramente, se puso en marcha—. Pero la tragedia final —proseguí, devolviendo a Sophie el apretón que había dado a mi mano— tuvo lugar en la estación del autobús, que no debe de estar lejos de aquí. Aquella tarde mi tío y mi tía me esperaban a la llegada, y al correr hacia ellos tropecé y caí de culo al suelo, se me reventaron los bolsillos y casi todas las malditas monedas rodaron por la rampa del andén yendo a parar debajo de los autobuses estacionados en el oscuro aparcamiento que había allí cerca, situado a un nivel algo inferior, de modo que cuando mi tío me levantó y me sacudió el polvo, me quedaban sólo cinco monedas en los bolsillos. Las demás habían desaparecido para siempre. —Me detuve encantado por aquella bonita y absurda fábula que conté como si fuera cierta—. Es un cuento con moraleja —dije para terminar, y añadí—: El exceso de codicia conduce a la destrucción de uno mismo.
Sophie tenía una mano sobre la cara que ocultaba su expresión, y por el temblor de sus hombros creí que había sucumbido a la risa. Sin embargo, me había equivocado. De nuevo eran lágrimas, unas lágrimas de angustia de las que, simplemente, no podía librarse. De pronto me di cuenta de que le había hecho recordar a su hijo. La dejé llorar en silencio. Al cabo de un rato el llanto disminuyó. Y acabó por volverse hacia mí para decirme:
—Allá donde vamos, en Virginia, ¿crees que habrá alguna escuela Berlitz, quiero decir, alguna escuela de idiomas?
—¿Para qué diablos la quieres? —dije—. Sabes muchas más lenguas que yo…
—Sería para el inglés —respondió—. Ya sé que ahora lo hablo mejor, casi bien, y que también lo leo con facilidad, pero he de aprender a escribirlo. Lo escribo tan mal… Y su ortografía es tan extraña…
—Pues… no lo sé, Sophie —dije—. Es posible que haya escuelas de idiomas en Richmond o en Norfolk. Pero estas ciudades se hallan muy lejos de Southampton. ¿Tanto te urge saber escribir bien el inglés?
—Es que quiero escribir sobre Auschwitz —dijo—. Quiero escribir sobre mis experiencias en aquel infierno. Supongo que sabría hacerlo en polaco o alemán, o quizás en francés, pero me gustaría tanto poder escribir todo eso en inglés…
Auschwitz. Era un lugar que los acontecimientos de los últimos días habían empujado a un rincón tan recóndito de mi cabeza que casi había olvidado su existencia, y al retornar entonces de golpe a mi conciencia lo hizo de forma realmente dolorosa. Observé cómo Sophie tomaba un trago de su vaso y luego soltaba un pequeño eructo. Su modo de hablar, como si lo hiciese con la lengua hinchada, había tomado las características que yo había aprendido a considerar como presagio de un pensamiento y una conducta difíciles de controlar. Yo ansiaba verter su vaso en el suelo. Y me maldije por la debilidad, indecisión, pusilanimidad o lo que fuera que aún me impedía tratar con más firmeza a Sophie en tales momentos. «Más vale que espere a que estemos casados», pensé.
—¡Son tantas las cosas que la gente ignora todavía sobre aquel lugar! —dijo fieramente—. Son tantas las cosas que aún no te he dicho a ti, Stingo, pese a lo mucho que te he contado… Sabes de qué modo estaba todo aquello, cubierto de hedor a judíos quemados, día y noche. Te lo expliqué. Pero ni apenas he mencionado nada sobre Birkenau, cuando comenzaron a hacerme pasar hambre y me puse tan enferma que estuve a punto de morir. O sobre la vez en que vi cómo un guardián arrancaba las ropas a una monja y la hacía atar y morder tan bestialmente por su perro en el cuerpo y en la cara que la pobre mujer murió pocas horas después. O… —Y aquí hizo una pausa, miró al espacio y dijo—: Son tantas, y tan terribles las cosas que aún podría decirte… Pero tal vez pueda contarlas en forma de novela, ¿sabes?, después de aprender a escribir bien el inglés, para conseguir que la gente comprenda cómo los nazis te obligaban a hacer cosas que tú nunca habrías creído poder efectuar. Como lo de Höss, por ejemplo. Jamás lo habría incitado a que hiciera el amor conmigo si no hubiese sido por Jan. Y nunca habría fingido odiar tanto a los judíos, o pretendido que había escrito el panfleto en colaboración con mi padre. Todo por Jan. Y aquella radio que no robé. Casi me mata sólo pensar que pude llevármela y no lo hice, pero ya puedes figurarte, Stingo, cómo aquello habría arruinado todos los planes que yo tenía para mi hijo. Y al mismo tiempo no pude abrir la boca, ni informar de nada a la gente de la Resistencia, ni decir una sola palabra sobre todas las cosas de que me había enterado trabajando con Höss…, no pude porque estaba asustada… —tartamudeó. Le temblaban las manos—. ¡Estaba tan aterrada! ¡Me hacían sentir tanto miedo de todo! ¿Por qué no decir la verdad sobre mí misma? ¿Por qué no escribir en un libro que fui una gran cobarde, asquerosa colaboradora, que hice tantas cosas malas sólo para salvarme? —Dio un gemido salvaje, tan alto por encima del barullo del tren que las cabezas más cercanas se volvieron con ojos extrañados—. ¡Stingo, no puedo vivir con todos esos recuerdos dentro de mí!
—¡Calla, mujer! —le dije con tono imperativo—. Sabes muy bien que no fuiste una colaboradora. ¡Te estás contradiciendo! También sabes que sólo fuiste una víctima. Tú misma me dijiste este verano que un lugar como aquél podía hacer comportarse a cualquiera de manera distinta a la habitual en el mundo ordinario. También me dijiste que allí no se podía juzgar según las normas de conducta usualmente aceptadas lo que tú o los demás hicierais. Por lo tanto, Sophie, por favor, ¡no te mortifiques más! Te estás torturando por cosas de las que no fuiste responsable. ¡Si sigues así, acabarás poniéndote enferma!
Bajé la voz y usé una palabra de cariño que nunca había empleado con ella y que me sorprendió a mí mismo:
—Te ruego pues, querida, que dejes de pensar de este modo.
La palabra «querida» parecía exagerada, como salida de labios de un esposo pero, sin saber por qué, me sentí impelido a decirla.
Iba a decirle también unas palabras que había tenido cien veces en la punta de la lengua durante todo aquel verano: «Te quiero, Sophie». La perspectiva de pronunciar aquella simple frase hizo aumentar la rapidez de mi ritmo cardíaco con el fallo de algunos latidos, pero antes de que pudiera abrir la boca, Sophie me dijo que tenía que ir al lavabo. Antes de irse, se bebió el whisky que quedaba en el vaso. Observé con ansiedad cómo se abría paso hacia la parte trasera del vagón con las piernas inseguras y la rubia cabeza bamboleante. Entonces me volví para dar un vistazo a la revista Life. Debí de adormilarme o quizá dormirme profundamente, agotado como estaba después de una caótica noche de tensión y angustia, porque cuando oí la voz del jefe del tren que gritaba, muy cerca de mí: «¡Todos arriba, señores!», salté literalmente del asiento; entonces me di cuenta de que había pasado más de una hora. Sophie aún no había vuelto a su asiento y, de pronto, el miedo me envolvió cual un cobertor hecho de un sinfín de manos mojadas. Dirigí la mirada hacia la oscuridad del exterior y vi la ristra de brillantes luces de un túnel que pasaban en dirección contraria a la del tren. Conocía aquel lugar: estábamos saliendo de Baltimore. Normalmente habría invertido un par de minutos en llegar al otro extremo del vagón entre la gente que lo atestaba, pero entonces lo hice en pocos segundos, derribando incluso a un niño de corta edad. Con insensato terror, golpeé la puerta del lavabo de señoras —¿qué pudo hacerme pensar que todavía estuviera allí?—, y una negra gordísima de enmarañado pelo semejante al de una peluca y con unos carrillos cubiertos de colorete sin difuminar asomó la cabeza por la puerta entreabierta para chillarme:
—¡Fuera de aquí! ¿Está usted loco?
En zonas más elegantes del tren me hallé envuelto en suaves efluvios de música y perfume, y fui perseguido por los acordes de Jardines campestres, de Percy Grainger, mientras inspeccionaba frenéticamente todos los compartimentos del coche-cama, creyendo en la posibilidad de que Sophie se hubiera extraviado en uno de ellos y se hubiese dormido. Pero alternaba esta suposición con la sospecha de que hubiera abandonado el tren en Baltimore, y esto…, esto no podía imaginármelo. Abrí las puertas de más lavabos, atravesé como un rayo cuatro o cinco coches-restaurante, esquivando con habilidad a los camareros negros de blanco delantal que iban arriba y abajo del pasillo entre los fragantes vapores de los platos que servían a los comensales. Y por último, el coche-salón. Detrás de una pequeña mesa con una caja registradora, la encargada, una agradable mujer de media edad y pelo gris, levantó la cabeza de su trabajo para mirarme con ojos apenados.
—Sí, pobrecita… —contestó a mi pregunta—, buscaba ansiosamente un teléfono. ¡Figúrese, en un tren! Quería hacer una llamada a
Brooklyn. Pobre chica, cómo lloraba… Parecía…, bueno, un poco bebida. Se ha ido por ahí.
Encontré a Sophie en el extremo posterior del vagón, una especie de umbrío vestíbulo parecido a una jaula y sacudido por constantes ruidos metálicos que era también el final del tren. Una puerta de cristal protegida por una reja de alambre y cerrada con un candado permitía ver el brillo de los raíles que se alejaban bajo el sol de última hora de la mañana para converger en un punto que señalaba el infinito entre los verdes bosques de pinos de Maryland. Estaba sentada en el suelo con el cuerpo y la cabeza descuidadamente apoyados en la pared y el pelo a merced de la corriente de aire. Con una mano agarraba la botella de whisky. Del mismo modo que semanas antes buscó el olvido, y algo más, en las aguas del océano —cuando el agotamiento, la culpa y el desconsuelo tanto la trastornaron—, ahora se había ocultado tan lejos como había podido. Alzó la mirada y dijo algo que no comprendí. Me incliné para escucharla de cerca, y entonces —en parte leyendo las palabras en sus labios y en parte captando una voz infinitamente angustiada— supe que decía:
—Me parece que no podré conseguirlo.
Es bien cierto que los empleados de hotel no cesan de topar con toda clase de tipos extravagantes. Aun así, todavía me pregunto qué pensaría, con su aspecto de venerable abuelo, el encargado de recepción del hotel Congress, situado no muy lejos del Capitolio de Washington, cuando apareció ante sus ojos el reverendo Wilbur Entwistle, un hombre joven vestido con un traje de tela de algodón a rayas acresponadas que nada tenía que ver con el de un sacerdote, pero que portaba ostentosamente una biblia entre las dos manos, acompañado, por si fuera poco, de su esposa, una desaliñada mujer de pelo rubio, que no cesó de murmurar palabras inconexas mientras duró el acto de registrar su entrada en el hotel y que mostraba una cara especialmente notable por las lágrimas y la suciedad que la cubrían. El viejo, que sin duda titubeó al principio, nos admitió gracias a mi camuflaje. A pesar de lo poco eclesiástico de mi atuendo, la mascarada que había ideado dio mejores resultados de los que podía imaginarme. En los años cuarenta, no estaba permitido que las parejas de no casados se alojaran en la misma habitación de un hotel; además, se consideraba como una felonía inscribirse falsamente con tal fin como marido y mujer. Y los obstáculos eran mayores si la señora estaba bebida. Por lo tanto, sabía que me arriesgaba, pero podía minimizarlo todo si conseguía echarle a la cosa una modesta aureola de santurronería. Para eso estaba la biblia con tapas de cuero negro que saqué de nuestra maleta antes de que el tren entrara en la Union Station, así como la dirección que escribí en el registro: Seminario de la Unión Teológica, Richmond, Virginia. Me tranquilicé al ver que mi artimaña había apartado de Sophie la atención del recepcionista; por ser un viejo caballero del Sur con toda su papada, el empleado (como muchos asalariados de Washington) se dejó impresionar por mis falsas credenciales y también por mi locuacidad típicamente sureña.
—Le deseo una buena estancia en nuestro hotel, reverendo, a usted y la señora. ¿A qué comunión pertenece usted?
Estuve a punto de contestar «la presbiteriana» pero, por su aspecto y maneras, intuí que pertenecía a aquella secta, por lo que dije:
—Soy baptista. Hace quince años que sirvo en la Segunda Iglesia Baptista de Washington; por cierto que ahora tenemos allí un predicador muy bueno, el reverendo Wilcox. ¿Lo conoce usted? Vino de Fluvanna County, Virginia, donde yo nací y me crié, aunque él es mucho más joven.
Cuando comenzaba a andar de lado, con Sophie agarrada pesadamente a mi brazo, para apartarme del mostrador de recepción, el viejo empleado hizo sonar el timbre para que nos atendiera un soñoliento botones negro, el único del hotel. Al mismo tiempo, me dijo:
—¿Le gustan a usted los mariscos, reverendo? Pruebe ese restaurante, allá abajo, en la ribera del río. Se llama Herzog’s. Los mejores pasteles de cangrejo de la ciudad. —Y cuando ya llegábamos al viejo ascensor de puertas color verde guisante, dijo aún—: Entwistle. ¿No pertenecería usted a los Entwistles de allá abajo, de Powhatan County, reverendo?
Me hallaba de nuevo en el Sur, sin lugar a dudas.
En el hotel Congress se respiraba un aire de troisième classe. El cubículo llamado habitación que habíamos tomado por siete dólares era oscuro y sofocante; su orientación, sobre un estrecho callejón, casi no permitía la entrada del sol del mediodía. Sophie, tambaleante y con unas tremendas ganas de dormir, se arrojó a la cama incluso antes de que el botones depositara nuestra maleta en una desvencijada mesita y aceptara mis veinticinco centavos. Abrí una ventana, en cuyo alféizar blanqueado con lechada de cal habían dejado su excrementicio rastro las palomas, y la brisa aireó enseguida la habitación. A lo lejos se oía el sonido metálico y los silbidos, amortiguados por la distancia, de los trenes de la Union Station, mientras de una fuente más cercana llegaban redobles de tambor y floreos de trompeta, percusiones de platillos: todo el sonoro orgullo de una banda militar. Un par de moscas zumbaban con no menos ostentación en la oscuridad cercana al techo.
Me eché en la cama al lado de Sophie. El colchón presentaba una cavidad en su parte central que no sólo me permitía, sino que me obligaba a rodar hacia ella como si cayera en el seno de una hamaca poco profunda. Las raídas sábanas desprendían un tenue olor entre almizcleño y clorado que tanto podía deberse a la colada como a restos de semen, o quizás a ambas cosas a la vez. Mi casi total agotamiento y la gran preocupación por el estado de Sophie habían mitigado la fuerza del deseo que había sentido continuamente por ella, pero el olorcillo y el hueco de la cama —seminal, erótica, hundida por diez mil fornicaciones— y el simple contacto o proximidad de mi amada me excitaron y me hicieron revolver y retorcer, con lo que no había modo de dormir. Una campana, a lo lejos, dio las doce del mediodía. Sophie dormía pegada a mí con los labios separados; su aliento aún olía ligeramente a whisky. El bajo escote del vestido de seda que llevaba permitió que un pecho entero, por lo menos, quedara a la vista, cosa que me causó unas irresistibles ansias de tocarlo; y así lo hice acariciando suavemente con las puntas de los dedos una piel que dejaba transparentar algunas venas azules, y comenzando después a sobar y sopesar con más detención la cremosa plenitud del seno con la palma de la mano y el pulgar. El arrebato de pura lujuria que me incitó a esta tierna manipulación fue acompañado por una punzada de vergüenza; había algo ruin, casi necrófilo en aquel acto, en abusar de la superficie epidérmica de Sophie en la intimidad de su alcoholizado sueño… Me detuve, pues, y retiré la mano.
Pero seguí sin poder dormir. Mi cerebro bullía de imágenes y sonidos del pasado y del futuro, a veces mezcladas entre sí: los gritos de rabia de Nathan, tan crueles y demenciales que tenía que apartarlos de mi peñsamiento como fuera; escenas de mi novela recientemente escritas, con sus personajes pronunciando el diálogo como actores en un escenario; la voz de mi padre en el teléfono, generosa, acogedora (¿por qué no iba a tener razón el viejo?, ¿por qué no convertir, ya para siempre, el Sur en mi hogar?); Sophie en la musgosa orilla de un lago o estanque imaginarios o en la profundidad del bosque, más allá de los primaverales campos de Cinco Olmos, exhibiendo su flexible cuerpo de largas piernas estupendamente recuperado sólo cubierto por un traje de baño de látex y mostrándose orgullosa de nuestro primer retoño agarrado a sus piernas; aquel espantoso disparo de pistola resonando aún en mi oído; puestas de sol, medianoches de loco amor abandonadas, magnánimos amaneceres, criaturas desaparecidas, triunfos, angustias, Mozart, lluvia, verde septiembre, reposo, muerte. Amor. La banda, ya distante, desvaneciéndose con la Marcha del coronel Bogey, me produjo una dolorosa y ávida nostalgia que me hizo recordar los años de la guerra, aún no demasiado lejanos, cuando hallándome de permiso en algún campamento de Carolina o Virginia, solía permanecer despierto (sin compañía femenina alguna) en un hotel de aquella misma ciudad, una de las pocas de Estados Unidos frecuentadas por fantasmas de la historia. También pensé en las calles que me rodeaban y en el aspecto que tendrían sólo tres cuartos de siglo antes, en medio de la guerra más cruel y dolorosa que hubiera habido alguna vez entre hermanos, cuando las aceras hormigueaban de soldados vestidos de azul, de jugadores de ventaja, prostitutas, ladinos estafadores con sombrero de copa, sucios zuavos, febriles periodistas, hombres de negocios buscando provecho en la situación, hermosas flirteadoras de floridos sombreros, enmascarados espías de la Confederación, carteristas y constructores de ataúdes (estos últimos siempre apresurados en su incesante labor, esperando las decenas de millares de mártires, la mayoría muchachos, que morían en la desesperada tierra del sur del Potomac y que luego eran apilados como leños en los sangrientos campos de batalla y en los bosques sólo un poco más allá de aquel soñoliento río). Siempre me ha parecido extraño, incluso aterrador, que la limpia y moderna capital de Washington, tan impersonal y oficial en su extensa belleza, tenga que ser una de las pocas ciudades de la nación importunadas por auténticos fantasmas. La banda acabó por desvanecerse totalmente, no sin antes arrullar mis oídos con suave y cada vez más lejana armonía. Me dormí.
Cuando desperté, Sophie estaba acurrucada en la cama sobre sus rodillas; me miraba. Yo dormía como si me hallase en coma, pero me di cuenta, por el cambio de luz de la habitación —en ella el mediodía me había parecido un atardecer, y ahora la oscuridad era casi completa—, que habían transcurrido varias horas. No podía decir si Sophie me había estado contemplando durante mucho tiempo, pero tuve la incómoda sensación de que hacía un buen rato que no me quitaba la mirada de encima. Su rostro seguía tan macilento como antes y unas oscuras ojeras subrayaban sus ojos, pero parecía reanimada y razonablemente serena. Parecía haberse recuperado, al menos de momento, del ataque sufrido en el tren. Cuando, pestañeando, alcé la mirada hacia ella, me dijo empleando el exagerado acento con que bromeaba a veces:
—Bueno, reverendo Ent-wiistle, ¿ha dormido usted bien?
—Oh, Sophie —dije algo asustado—, ¿qué hora es? He dormido como un tronco.
—Acabo de oír las campanadas de la iglesia de ahí cerca. Creo que han dado las tres.
Aún medio dormido, le acaricié el brazo y dije:
—Hemos de despabilarnos, como decían en la Marina. No podemos zanganear por aquí toda la tarde. Quiero que veas la Casa Blanca, el Capitolio y el monumento a Washington. También el teatro Ford, donde fue asesinado Lincoln. Y también el monumento a Lincoln. Hay tantas cosas… Y además podríamos comer alguna cosa…
—Yo, lo que es hambre, no tengo —dijo Sophie—. Pero quiero ver la ciudad. Me siento mucho mejor después de haber dormido.
—Te apagaste como una luz.
—Tú hiciste lo mismo. Cuando desperté, estabas ahí con la boca abierta, roncando.
—No bromees —dije, algo molesto—. Yo no ronco. ¡No he roncado en mi vida! Eso nadie me lo había dicho nunca.
—Es porque nunca has dormido con nadie, tonto —replicó con voz burlona.
Y entonces se inclinó hacia mí y me dio en los labios un maravilloso, húmedo y elástico beso con lengua y todo, un sorprendente apéndice bucal que irrumpió juguetonamente en mi boca y luego desapareció. Antes de que yo pudiese reaccionar, ya había vuelto a su posición anterior, de rodillas sobre la cama. Con el corazón a toda marcha, le dije:
—Por Dios, Sophie… No hagas estas cosas, a menos que…
Me pasé la mano por los labios.
—Stingo —me interrumpió—, ¿adonde vamos?
Un tanto desconcertado, respondí:
—Ya te lo he dicho. A ver lo más notable de Washington. Daremos una vuelta por los alrededores de la Casa Blanca. A lo mejor vemos a Harry Taiman…
—No, Stingo —me cortó, ahora con más seriedad—. Quiero decir adonde nos dirigimos en realidad. Anoche… Anoche… Bueno, quiero decir que la noche en que Nathan hizo lo que hizo y nosotros nos pusimos a llenar la maleta con tanta rapidez, no parabas de decir: «¡Hemos de volver a casa, a casa!». Sí, «a casa», una y otra vez. Yo te seguí porque tenía mucho miedo, y así es como ahora nos encontramos en esta extraña ciudad sin que sepa por qué. ¿Adonde vamos en realidad? ¿A qué casa?
—Bien, Sophie, ya te lo dije. Vamos a la granja de que te hablé, se halla en el sur de Virginia. No puedo añadir más a lo que ya te he contado sobre aquel lugar. Es, principalmente, una finca dedicada al cultivo de cacahuetes. Nunca la he visto, pero según mi padre es muy confortable, con todas las comodidades norteamericanas. Ya puedes figurártelo… Máquina de lavar, refrigerador, teléfono, calefacción, radio y todas esas cosas… Lo más moderno. Cuando nos hayamos instalado, iremos a Richmond para buscar una buena gramola y comprar todos los discos que nos gusten. Hay allí unos grandes almacenes, llamados Miller and Rhoads, con una estupenda sección de discos; al menos así era cuando yo iba a la escuela, allá, en Midlesex…
De nuevo me interrumpió, esta vez para decirme suavemente, pero con extrema curiosidad:
—¿«Cuando nos hayamos instalado»? ¿Qué sucederá entonces? ¿Y qué quieres decir con «instalado», querido Stingo?
Esta pregunta produjo un embarazoso y largo silencio que yo no me vi capaz de llenar con una respuesta inmediata, asustado al darme cuenta del importante significado que debía tener la contestación adecuada. Así que carraspeé para deshacer el nudo que se me había formado en la garganta, pero aún no dije nada, consciente de las rápidas y arrítmicas pulsaciones con que fluía la sangre a mis sienes y de la desolada quietud de tumba que había inmovilizado de pronto la habitación. Por fin, dije con lentitud, pero con una facilidad y una valentía de que no me habría creído nunca capaz:
—Sophie, estoy enamorado de ti. Te amo y quiero casarme contigo. Quiero que vivamos juntos en esa granja. Quiero escribir mis libros allí, quizá durante el resto de mi vida, y quiero que tú estés siempre a mi lado para ayudarme a crear una familia y a cuidar de ella. —Dudé un instante, pero luego proseguí—: Te necesito mucho, Sophie, muchísimo. ¿Es demasiado esperar que tú también me necesites?
Mientras pronunciaba estas palabras, observaba que sonaban igual, que tenían el mismo timbre y la misma vibración que una propuesta de matrimonio que George Brent, el rey de la papanatería, dirigía a Olivia de Havílland paseando por la cubierta de un absurdo y fabuloso trasatlántico; pero después de haber dicho con tanta decisión lo que tenía que decir, un destello de genialidad me hizo pensar que lo ridículo sería finalmente vencido por lo sublime, y que toda declaración de amor que se preciara debía ser asquerosamente cinematográfica.
Sophie bajó su cabeza hacia la mía, permitiéndome notar el calor de su mejilla ligeramente enfebrecida, y me habló al oído con voz queda mientras yo contemplaba el suave meneo de sus nalgas cubiertas de seda.
—Oh, Stingo, qué encantador eres… Has cuidado de mí de muchas maneras. No sé lo que haría sin ti. —Una pausa con sus labios rozándome el cuello—. Pero ¿sabes una cosa, Stingo?, tengo más de treinta años. ¿Qué harías con una vieja como yo?
—Me las compondría —dije—. Ya me las compondría de algún modo.
—Deberías preferir a una chica más joven y no a una mujer de mi edad, sobre todo considerando que quieres tener hijos. Además… —se interrumpió.
—Además, ¿qué?
—Pues que los médicos siempre me han dicho que debía andar con cuidado en cuanto a tener hijos, después de…
Volvió a guardar silencio.
—¿Te refieres a todo lo que sufriste?
—Sí, pero eso no es todo. Algún día me haré vieja y fea, y tú todavía serás joven. Entonces no podré reprocharte que persigas a las bellas demoiselles de tu edad.
—Oh, Sophie, Sophie… —protesté con un susurro, mientras pensaba desesperadamente: «No me ha respondido diciéndome “te amo”»—. No hables de esta manera. Tú siempre serás,mi… mi… —busqué a tientas una frase verdaderamente tierna, pero sólo fui capaz de decir—: mi Número Uno —cosa que no pudo sonar peor.
Se apartó un poco de mí para quedar sentada en la cama. Entonces dijo:
—Quiero ir contigo a esa granja. Tengo muchas ganas de ver el Sur, después de todo lo que me has contado y después de haber leído a Faulkner. Por qué no nos quedamos algún tiempo en ese lugar que dices, sin casarnos, y luego podríamos decidir…
—Sophie, Sophie —la interrumpí—. Lo encuentro muy acertado. Nada podría gustarme más. No soy un maniático del matrimonio. Pero tú no sabes cómo es la gente que vive allá abajo. Quiero decir que son personas decentes, generosas y de buen corazón, como la mayoría de los sureños, pero nos sería imposible vivir en un pequeño lugar de campo como ése sin estar casados. ¡Dios mío, Sophie, si está lleno de cristianos…! Cuando corriera la voz de que vivíamos en pecado (que es como lo llaman), esa buena gente de Virginia nos cubrirían de alquitrán y plumas, nos atarían a un largo tablón y nos echarían al otro lado de la frontera de Carolina. Es la pura verdad, eso es lo que sucedería.
Sophie ahogó una risita:
—Los norteamericanos son muy curiosos. Yo creía que Polonia era muy puritana, pero la gente del Sur…
Ahora me doy cuenta de que fue la sirena, o el coro de sirenas, así como el alboroto que acompañó sus chillidos, lo que rompió la frágil membrana del humor de Sophie que, gracias en parte a mi solicitud, se había abonanzado bastante. En la ciudad, las sirenas, incluso a gran distancia, son siempre un ruido odioso, la causa de innecesarios sobresaltos. Aquélla, subiendo de la estrecha calle hasta el tercer piso en que nos hallábamos, amplificada por el estrecho valle de casas y después de rebotar en el mugriento edificio de enfrente, entró a través de nuestra ventana como el morro alargado de un ululante animal, como un grito solidificado. Me enloqueció los tímpanos —puro tormento sádico concentrado en el oído—, y me hizo saltar de la cama para cerrar la ventana. Al final de la oscura calle, se alzaba un penacho de humo de lo que parecía un almacén, pero los camiones de bomberos que se habían detenido debajo de nosotros, atascados por algún obstáculo desconocido, no cesaban de lanzar hacia el cielo sus increíbles aullidos.
Cerrar la ventana nos alivió un poco, pero no pareció haber ayudado a Sophie en absoluto: yacía en la cama sacudiendo los pies y apretándose una almohada sobre la cabeza. Como habitantes de ciudad, estábamos acostumbrados a aquella agresión bastante corriente en las grandes poblaciones, aunque nunca la habíamos experimentado tan cerca ni con tanta intensidad. La tranquila ciudad de Washington nos obsequiaba con un estridente alboroto que yo nunca había oído en Nueva York. Pero ahora los camiones de bomberos superaron su obstáculo y el ruido disminuyó, y yo pude dedicar toda mi atención a Sophie, que seguía en la cama. Me estaba mirando. Lo que oí me había puesto los nervios de punta, pero a ella la había lacerado como un tremendo latigazo. Tenía la cara enrojecida y crispada, y de pronto rodó hacia la pared sacudida de nuevo por el llanto. Me senté a su lado. La observé durante cosa de un minuto, hasta que sus sollozos, poco a poco, fueron cesando. Entonces me dijo:
—Lo siento, Stingo. Por lo que parece, no soy capaz de controlarme.
—Eso no es nada —dije sin demasiada convicción.
Por unos instantes, permaneció completamente silenciosa en el mismo sitio. Luego dijo:
—Stingo, ¿has tenido alguna vez algún sueño que se haya repetido una y otra vez a lo largo de tu vida? Los llaman sueños recurrentes, ¿verdad?
—Sí —repliqué, recordando el sueño que tuve cuando muchacho, después de la muerte de mi madre (su ataúd abierto en el jardín, su demacrada cara empapada de lluvia que me miraba con profundo dolor)—. Sí, tuve uno que se repitió constantemente tras la muerte de mi madre.
—¿Crees que tendrán que ver siempre con los padres? El que yo he tenido durante toda mi vida es sobre papá.
—Es extraño —dije—. Tal vez. No lo sé. Los padres y las madres… permanecen siempre, de un modo u otro, en lo más esencial de nuestra vida. Al menos eso parece.
—Cuando, hace un rato, me dormí, tuve ese sueño sobre mi padre. Pero debí de olvidarlo al despertar. Después los bomberos…, esa sirena. Era terrible, pero tenía un extraño sonido musical. ¿Podría llamarse… música? La conmoción que me causó me hizo pensar de nuevo en el sueño.
—¿Sobre qué era?
—Tuvo que ver con algo que me sucedió de niña.
—¿Qué fue, Sophie?
—Bueno, antes de contarte el sueño debieras tener en cuenta algo que voy a explicarte. Sucedió cuando tenía once años, como tú cuando soñaste a tu madre por primera vez; fue durante nuestras acostumbradas vacaciones en los Dolomitas. Recordarás que te dije que mi padre alquilaba un chalé cada verano, allí, sobre Bolzano, en un pequeño pueblo llamado Oberbozen, que era de habla alemana, por supuesto. Había en aquel lugar una pequeña colonia veraniega: profesores de Cracovia y Varsovia y algunos…, bueno, supongo que podían llamarse aristócratas polacos; por lo menos, tenían dinero. Recuerdo que uno de los profesores era el famoso antropólogo Bronislaw Malinowski. Mi padre intentaba trabar amistad con él, pero Malinowski detestaba a mi padre. Una vez, en Cracovia, oí decir a una persona mayor que Malinowski pensaba que mi padre, el profesor Biegański, era un vulgar advenedizo. En cambio, había en Oberbozen una mujer conocida por princesa Czartoryska a quien mi padre había llegado a conocer bien, y con la que se vio muy a menudo durante aquellos veranos. Pertenecía a una familia polaca muy noble y muy antigua y mi padre la apreciaba porque era rica y, bueno, porque compartía sus sentimientos respecto a los judíos.
»Eso era en los tiempos de Pilsudski, ¿sabes?, cuando los judíos polacos estaban protegidos y disfrutaban de lo que podría llamarse una vida decente. Y como te decía, mi padre y la princesa se reunían a menudo, y hablaban del problema judío y de la necesidad de librarse de los judíos algún día. Es extraño, ¿sabes, Stingo?, porque mi padre, cuando estaba en Cracovia, siempre era muy discreto respecto a los judíos y al odio que sentía por ellos delante de mí, de mi madre o de cualquier otra persona. Al menos mientras fui una niña. Pero en Italia ¿sabes?, en Oberbozen, con la princesa Czartoryska era diferente. Era una mujer de ochenta años que siempre llevaba ricas y largas batas incluso en pleno verano, y también iba muy enjoyada; lo que más recuerdo es un gran broche de esmeraldas. Estas reuniones se celebraban en su Sennhütte, es decir, en su chalé, y hablaban de los judíos mientras tomaban el té. Siempre hablaban en alemán. La princesa tenía un precioso y enorme perro bernés con el que yo solía jugar cerca de ellos, y por esto oía casualmente sus conversaciones, casi siempre referentes a los judíos. Hablaban de la necesidad de expulsarlos, de enviarlos a algún lejano lugar, a todos, con lo que se librarían de ellos para siempre. La princesa estaba incluso dispuesta a iniciar una suscripción para reunir el dinero que fuese necesario. Siempre estaban hablando de islas; de Ceilán, Sumatra y Cuba, pero sobre todo de Madagascar, adonde ellos habrían enviado a los judíos. A veces sólo escuchaba a medias; era cuando jugaba a algo con el nieto de la princesa Czartoryska, que era inglés, o cuando escuchaba la música de su fonógrafo. Es la música ¿sabes, Stingo?, lo que tuvo que ver con mi sueño.
Sophie volvió a guardar silencio; apretó los dedos contra sus ojos cerrados, y como si algo la hubiera distraído de sus recuerdos y hubiese cambiado la dirección de su pensamiento, dijo de pronto, en un tono más vivo:
—Así, Stingo, tendremos música donde vayamos. Sin música, no podría vivir.
— Bueno, hablando con franqueza, Sophie, en el terruño, es decir, fuera de Nueva York, es muy poco lo que puede escucharse en la radio. Allí no hay emisoras como la WQXR o la WNYC. Sólo la Metropolitan Opera el sábado por la tarde. Lo demás, msticidades regionales. Algunas de ellas son horrorosas. A lo mejor, te convierto en una admiradora de Roy Acuff. Pero como te digo, lo primero que haremos cuando nos hayamos instalado será comprar una gramola y discos…
—Estaba tan bien acostumbrada —me interrumpió—, después de toda la música que me había comprado Nathan… Pero la música es mi sangre, la sangre de mi vida, ¿sabes? No puedo prescindir de ella. —Hizo otra pausa para recuperar el hilo de sus recuerdos, y luego dijo—: Como te he dicho, la princesa Czartoryska tenía un fonógrafo. Era uno de aquellos aparatos primitivos, no muy bueno, pero el primero que yo veía u oía. Una cosa rara, ¿verdad?, aquella vieja polaca aborrecedora de judíos con su amor a la música. Tenía un montón de discos y yo casi me volvía loca de placer cuando los ponía para nosotros, es decir, mi padre, mi madre y yo o quizás algún otro invitado. La mayoría de las grabaciones eran arias de óperas italianas y francesas, de Verdi, Rossini y Gounod, pero recuerdo en especial uno de los discos; me gustaba tanto que a veces creía que iba a desmayarme. Debía de ser un disco raro y precioso. Ahora costaría de creer, porque era muy viejo y lleno de ruidos, pero lo cierto es que me encantó enseguida. Eran Lieder de Brahms cantados por Madame Schuman-Heink. Recuerdo que en una cara había Der Schmied, es decir, «El herrero», y en la otra, Von ewige Liebe, o sea, «Del amor eterno», y la primera vez que las escuché aquella maravillosa voz me dejó extasiada; parecía la de un ángel que hubiese bajado a la tierra. Pero lo verdaderamente extraño es que no hubo segunda vez: no volví a oír aquellas canciones en ninguna de las otras visitas que mi padre hizo a la princesa en mi compañía. Yo ansiaba oírlas de nuevo. Habría hecho cualquier cosa, aunque hubiera sido lo peor del mundo, para volverlas a escuchar, pero era demasiado tímida para pedir a la princesa que volviera a poner el disco, y además mi padre me habría castigado si hubiese sido tan… tan atrevida…
»Así pues, en el sueño que tantas veces he tenido veo a la princesa Czartoryska con su hermosa bata. Se dirige hacia el fonógrafo, se vuelve y dice: «¿Te gustaría escuchar los Lieder de Brahms?». Y yo siempre voy a decir que «sí», pero antes de que pueda hacerlo mi padre me lo impide. Se halla de pie al lado de la princesa, y mirándome fijamente dice: «No, por favor, por favor no ponga esa música para esta tonta. Es demasiado estúpida para comprenderla». Y entonces despierto con un disgusto… Pero esta vez aún ha sido peor, Stingo, porque en el sueño que acabo de tener parecía que mi padre hablaba a la princesa… no de la música, sino… —Sophie vaciló y luego murmuró—: de mi muerte. Creo que quería que muriese.
Aparté la mirada de Sophie lleno de una inquietud y una sensación de desdicha que fueron para mí como un profundo dolor visceral. Había penetrado en la habitación un débil olor a quemado, pero aun a riesgo de aumentarlo di unos pasos hacia la ventana y la abrí. Entonces vi que el humo había invadido la calle en forma de frágiles velos azulados. A lo lejos, sobre el edificio incendiado, se distinguía una turbulenta nube rosada, pero no vi ninguna llama. De pronto el hedor se hizo más intenso: era de pintura quemada, —o barniz, o alquitrán— mezclada con caucho ardiente. Volvieron a sonar las sirenas, pero esta vez con poca fuerza, probablemente acercándose al lugar del siniestro desde un punto opuesto a nuestra calle. Divisé una pluma de agua que borboteaba hacia el cielo, se inclinaba después sobre unas ventanas invisibles para mí y caía sobre un oculto infierno para conventirse en una nube de vapor. A lo largo de las aceras, gran número de mirones en mangas de camisa se acercaban cautelosamente al incendio, mientras un policía comenzaba a cerrar la calle con barreras de madera. Ni el hotel ni nosotros corríamos ningún peligro, pero me encontré temblando de angustia.
Cuando me volví hacia Sophie, levantó la mirada hacia mí desde la cama y dijo:
—Stingo, debo decirte algo que no te había dicho nunca, ni a ti ni a nadie.
—Dímelo, pues.
—Sin saber esto, no comprenderías nada sobre mí. Y además, tengo necesidad de decirlo a alguien.
—Dímelo, Sophie, dímelo.
—Antes he de beber un poco.
Sin dudarlo un instante, abrí la maleta y saqué de entre el resbaladizo revoltijo de lino y seda la segunda botella de whisky que yo le había visto esconder allí. «Puedes emborracharte, Sophie —pensé—, te lo has ganado.» Entré entonces en el pequeño cuarto de baño, llené de agua hasta la mitad un vaso de plástico de color verde pálido y se lo llevé a la cama junto con la botella. Sophie vertió whisky en el vaso hasta llenarlo.
—¿Quieres un poco? —dijo.
Negué con un movimiento de cabeza, me acerqué de nuevo a la ventana desde donde se notaban las acres emanaciones del distante incendio.
—El día de mi llegada a Auschwitz —oí decir detrás de mí— se notaba la primavera. Habían florecido las forsitias.
«Pues yo —pensé— estaba comiendo bananas en Raleigh, Carolina del Norte.» No era la primera vez que evocaba aquel hecho desde que conocía a Sophie, pero nunca como entonces me di cuenta del verdadero significado de lo absurdo, y de su irrevocable horror.
—¿Y sabes una cosa, Stingo? Una noche de aquel invierno, en Varsovia, Wanda me había predicho su muerte, la mía y la de mis hijos.
No recuerdo exactamente en qué momento, durante la descripción que Sophie estaba haciendo de aquellos hechos, el reverendo Entwistle comenzó a susurrar:
—Dios mío, Dios mío…
Pero el falso sacerdote pareció convencerse, mientras duró el relato de Sophie, en tanto que el humo se arremolinaba sobre las terrazas y tejados vecinos y el fuego se alzaba por fin hacia el cielo con furiosa incandescencia, que aquellas piadosas exclamaciones presbiterianas habían quedado desprovistas de sentido. Con lo que quiero decir que los «Dios mío» o los «Jesucristo» que susurró una y otra vez estaban tan vacíos de significado, en contraste con tantos horrores, como los sueños de un idiota sobre Dios, o como la idea de que tal Ser existiera.
—A veces pienso —prosiguió Sophie— que todo lo malo de la tierra, que todos los pecados imaginables tenían que ver con mi padre. Sin embargo, aquel invierno, en Varsovia, no me sentía en absoluto culpable de lo que mi padre había escrito. Pero en cambio experimentaba una terrible vergüenza, que no es lo mismo que culpa. La vergüenza es un detestable sentimiento, más difícil de soportar, incluso, que la culpa, y yo la sentía con una increíble intensidad al pensar que los sueños de mi padre se estaban convirtiendo en realidad ante mis ojos. También llegué a percatarme de muchas otras cosas, porque vivía con Wanda, o muy cerca de ella. Ella conseguía mucha información sobre lo que sucedía en todas partes, lo que me permitía saber, ya entonces, que miles de judíos eran transportados a Treblinka y a Auschwitz. Al principio se creía que eran enviados a aquellos lugares sólo para trabajar, pero gracias al buen servicio de espionaje que tenía la Resistencia pronto supimos la verdad, nos enteramos de la existencia de los crematorios y cámaras de gas y de lo que sucedía en ellos. Era lo que había deseado mi padre, cosa que me ponía enferma.
»Cuando iba a trabajar a la fábrica de papel alquitranado, lo hacía a pie o en el tranvía que pasaba por delante del gueto. Los alemanes no lo habían desangrado todavía por completo, pero lo estaban consiguiendo. A menudo podía ver filas y más filas de judíos con los brazos en alto conducidos como ganado por los nazis, que los amenazaban con sus rifles. Parecían tan desamparados y tan… grises, aquellos judíos… Una vez tuve que bajar del tranvía por las ganas de vomitar que me entraron. Y en medio de todo aquello me parecía ver a mi padre…, que autorizaba aquel horror, y no sólo que lo permitía sino que, de algún modo, lo creaba. No podía guardarme esto por más tiempo y tenía que contarlo a alguien. Ninguna de las personas que trataba en Varsovia sabía mucho de mi pasado; vivía bajo mi nombre de casada. Y decidí decírselo a Wanda… Me refiero a la maldad de mi padre.
»Y además… además, Stingo, he de reconocer otra cosa: me sentía fascinada por aquellas cosas tan increíbles que les estaban sucediendo a los judíos. Era un sentimiento difícil de definir. No era precisamente de placer, sino lo contrario. Y sin embargo, cuando pasaba por delante del gueto a cierta distancia, me paraba para contemplar, encantada, determinadas escenas, para ver cómo los alemanes rodeaban y detenían a los judíos. Y llegué a comprender el motivo de mi fascinación, y me dejó pasmada. Casi me quedé sin aliento al comprobarlo: de pronto pensé que mientras los nazis tuvieran que emplear tantas energías en la destrucción de los judíos (en realidad, unas energías sobrehumanas) yo estaría a salvo. No completamente a salvo, claro, pero más segura. Por mal que nos fueran las cosas, nosotros, los polacos, no corríamos tanto peligro como aquellos judíos, tan desesperadamente cogidos en la trampa. Sí, mientras los alemanes estuvieran totalmente entregados a la destrucción de los judíos, yo me sentiría más segura, por lo que se refería a mí misma y a mis hijos y también a Wanda y a Jozef, a pesar de aquellas cosas tan peligrosas que hacían. Pero esto aún me hacía sentir más avergonzada. Por lo tanto, esa noche de que te hablo, decidí contárselo todo a Wanda.
»Estábamos terminando de comer. Poca cosa… Sopa de alubias y nabos con una especie de salsa que de salsa sólo tenía el nombre. Habíamos estado hablando de toda la música que no podíamos oír. Yo había retrasado durante toda la comida el momento de hacer mi revelación y, por fin, tuve el valor de hablar: «Wanda!», dije, «¿has oído nombrar alguna vez a un tal Biegański, Zbigniew Biegański?». Por un momento, los ojos de Wanda nada expresaron, pero enseguida dijo: «Ah, sí, te refieres al profesor fascista de Cracovia. Hubo un momento, antes de la guerra, en que fue muy conocido. Hacía discursos histéricos, aquí en la ciudad, contra los judíos. Me había olvidado de él por completo. No sé qué sería de él. Estará trabajando para los alemanes».
»Murió», dije yo. «Era mi padre.» Podía ver cómo Wanda temblaba. Hacía tanto frío en aquella habitación… Aunque no tanto como fuera. Los niños estaban acostados en el cuarto de al lado. Dormían allí porque yo me había quedado sin leña y sin carbón para calentar mi propio piso, y Wanda tenía al menos un gran edredón en la cama que los resguardaba bien del frío. Yo seguía mirando a Wanda, pero su rostro no mostraba emoción alguna. Un momento después dijo: «Así que era tu padre. Debe de resultar extraño tener a un hombre de esa clase como padre. ¿Cómo era?».
»Su reacción me sorprendió. Parecía tomarlo con tanta calma, con tanta naturalidad… Quiero decir que, de todos los miembros de la Resistencia de Varsovia, era la persona que más había hecho para ayudar a los judíos…, o para intentar ayudarlos, porque era tan difícil… Podría decirse que su especialidad era intentar prestar ayuda al gueto. Consideraba, también, que quienquiera que traicionara a los judíos, siquiera a un solo judío, traicionaba a Polonia. Fue Wanda quien inició a Jozef en su manera de matar polacos traidores a los judíos. Podía decirse que era una verdadera militante, por eso y por otras cosas. Era socialista. Pero no pareció asombrarse en absoluto de que mi padre hubiera sido lo que fue, y demostró no pensar en la posibilidad de que yo hubiera sido…, bueno, contaminada. Yo le dije: «Me resulta muy difícil hablar de él». Y ella me contestó, muy afectuosamente: «Pues no lo hagas, querida. No me importa quién era tu padre. No se te puede culpar de sus miserables pecados».
»Entonces yo dije: «Parece increíble… Fue muerto por los alemanes en el Reich. En Sachsenhausen».
»Pero ni siquiera esta…, bueno, esta ironía, pareció impresionarla. Sólo pestañeó y se pasó la mano por el pelo. Sus cabellos eran rojos y delicados, sin el menor brillo… a causa de la mala alimentación. Se limitó a decir: «Debió de ser uno de los catedráticos de la Universidad de Cracovia a los que apresaron a raíz de la ocupación».
»Yo respondí: «Sí, y también detuvieron a mi marido. Nunca te había hablado de ello. Era discípulo de mi padre. Te mentí. Espero que me perdones por haberte dicho que murió luchando durante la invasión…».
»Y antes de que terminara de disculparme, Wanda, que había encendido entretanto un pitillo (fumaba como un diablo cuando conseguía cigarrillos), dijo: «Zosia, querida mía, por el amor de Dios, ¿acaso crees que me importa lo que fueron? Eres tú la que me importa. Aunque tu marido hubiera sido un gorila y tu padre Joseph Goebbels, seguirías siendo mi mejor amiga». Fue hacia la ventana y bajó la persiana. Sólo lo hacía cuando acechaba algún peligro. Vivíamos en el quinto piso, pero el edificio se destacaba entre varios solares que habían sido casas bombardeadas y cualquier movimiento inhabitual por nuestra parte llamaba con mayor facilidad la atención de los alemanes. Por esto Wanda procuraba no arriesgarse. Recuerdo que entonces miró su reloj y dijo: «Vamos a tener una visita dentro de un minuto. Dos líderes judíos del gueto. Vendrán para recoger un paquete de pistolas».
»Recuerdo que pensé: «¡Dios bendito!». Mi corazón daba un terrible brinco siempre que Wanda mencionaba pistolas, reuniones secretas, o algo que fuera peligroso de llevar a cabo o que supusiera la posibilidad de apresamiento por los alemanes. Ser sorprendido ayudando a los judíos significaba la muerte, ¿sabes? ¡Y yo era tan cobarde! Enseguida perdía la serenidad y me ponía a temblar. A veces me preguntaba si aquella cobardía no era una cosa mala heredada de mi padre. Esperaba que Wanda no se hubiera dado cuenta de aquellos síntomas. En aquel momento, dijo: «Conozco de oídas a uno de esos judíos. Es tenido por un tipo muy valeroso, muy competente. No obstante, está desesperado. Hay en el gueto alguna resistencia, pero sin organización. Envió un mensaje a nuestro grapo en el que decía que se preparaba allí una revuelta importante para muy pronto. Hemos tenido tratos con otros judíos de aquel lugar, pero ese hombre es un verdadero activista. Creo que se llama Feldshon».
»Esperamos un rato a los judíos, pero no llegaban. Wanda me dijo que las pistolas estaban escondidas en el sótano del edificio. Yo entré en el dormitorio para dar una mirada a los niños. Incluso allí el aire era tan frío que parecía cortar como un cuchillo, y observé una nubecilla de vapor sobre las cabezas de Jan y Eva. Oía silbar el viento a través de las grietas de la ventana. Pero aquel edredón era enorme, de los mejores que se usaban en Polonia, y estaba lleno de plumón de ganso. No calentaba a los niños, pero los protegía. Por esto rezaba por conseguir un poco de carbón o de leña para calentar mi piso el día siguiente. Al otro lado de la ventana, había una negrura increíble: una ciudad en la más completa oscuridad. A mis estremecimientos de nerviosismo se añadía el temblor que me causaba el frío. Aquella noche Eva estaba resfriada y tenía dolor de oído, por lo que tardó mucho en dormirse. Pero Wanda pudo encontrar aspirinas, las cuales, naturalmente, andaban muy escasas (Wanda era capaz de encontrar cualquier cosa que necesitáramos), y en aquel momento Eva dormía profundamente. Volví a rezar, para que a la mañana siguiente la niña se encontrara mejor y no le doliera ya nada. Entonces oí que llamaban a la puerta del piso y volví al cuarto de estar.
»No recuerdo demasiado bien al otro judío, quizá porque casi no hablaba, pero recuerdo muy claramente a Feldshon. Era un hombre de aspecto fuerte, de cabello color de arena, de ojos penetrantes e inteligentes y de una edad que, según calculé, rebasaría pocos años de los cuarenta. Aquellos ojos te atravesaban a pesar de mirar a través de los gruesos cristales de sus gafas. Recuerdo que uno de ellos estaba agrietado. Y también recuerdo lo indignado que estaba, a pesar de su cortesía. Parecía arder en odio y resentimiento, aun cuando sus maneras eran estupendas. Sin rodeos, dijo enseguida a Wanda: «No podré pagarle ahora, darle en este momento lo que valen las armas —yo no entendía muy bien su polaco, era bastante impreciso y difícil—, pero podré haced o pronto».
»Wanda dijo a los dos que se sentaran, y se puso a hablar en alemán. Lo primero que dijo estaba lleno de crudeza: «Su acento es alemán. Con nosotras puede hablar alemán, o yiddish, si no le importa». Pero él la interrumpió, irritado, en un perfecto alemán: «No tengo ninguna necesidad de hablar en yiddish. Hablaba alemán antes de que usted naciera».
»Mas entonces fue Wanda quien interrumpió a Feldshon: «No necesito tantas explicaciones. Hable en alemán, y ya está. Ya ve que yo lo hablo, lo mismo que mi amiga. No se le pide que nos pague por las armas, ni ahora ni nunca, pero menos aún esta vez. Éstas fueron robadas a las SS, y, dadas las circunstancias, no queremos cobrarles nada. Podemos hacer uso de fondos, sin embargo. Ya hablaremos de dinero otra vez». Nos sentamos todos. Ella se sentó al lado de Feldshon debajo de la bombilla eléctrica. Su luz era débil, amarilla y temblorosa; nunca sabíamos lo que duraría. Wanda ofreció cigarrillos a Feldshon y al otro judío diciendo: «Son cigarrillos yugoslavos, también robados a los alemanes. A esta hora, esa luz puede apagarse de un momento a otro; por lo tanto, vamos al grano. Pero antes quiero saber una cosa. ¿Cuáles son sus antecedentes, Feldshon? Quiero saber con quién trato y tengo derecho a saberlo. Conque desembuche. Podríamos seguir en contacto para esto y otras cosas».
»Era notable, ¿sabes?, aquella manera tan directa de tratar a las personas que tenía Wanda, a todo el mundo, incluso a los extraños. Era casi… Creo que la palabra es «descarada»; y se comportaba como un hombre de los más duros, aunque tenía mucho de joven y femenina, y también cierta suavidad, lo que le permitía arreglárselas para salirse casi siempre con la suya. Recuerdo el aspecto que tenía en aquel momento. Se la veía muy… «macilenta», supongo que dirías tú. Se había pasado dos noches enteras sin dormir, siempre trabajando, moviéndose, siempre corriendo algún peligro. Había invertido muchas de aquellas horas trabajando en un periódico clandestino: una de las cosas más peligrosas. Creo haberte dicho que no era realmente hermosa. Tenía una cara de palidez lechosa, llena de pecas y con una gran mandíbula, pero el magnetismo que poseía la transformaba, la hacía extrañamente atractiva. Seguí mirándola: su cara mostraba tanta firmeza e impaciencia como la del judío. Era una intensidad de sentimientos digna de observar por su fascinación, por su carácter hipnótico.
»Feldshon dijo: «Nací en Bydgoszcz pero, de niño, mis padres me llevaron con ellos a Alemania». Entonces su voz reveló enfado y sarcasmo. «Ésta es la razón de que mi polaco sea tan pobre. Y confieso que algunos de nosotros hablamos lo menos posible en el gueto. Preferiría hablar cualquier otra lengua antes que la del opresor. ¿El tibetano? ¿El esquimal?» Y luego dijo con más suavidad: «Perdonen esta digresión. Crecí en Hamburgo y allí fui educado. Fui uno de los primeros estudiantes de la nueva universidad. Después fui profesor en una escuela superior. En Würzburg. Enseñaba literatura inglesa y francesa. Y allí estaba enseñando cuando me detuvieron. Cuando se descubrió que había nacido en Polonia, fui deportado aquí en 1938, con mi mujer y mi hija, junto con algunos otros judíos de origen polaco». Se detuvo y luego dijo con amargura: «Escapamos de los nazis y ahora aquí están sacudiendo nuestras paredes. Pero no sé a quién temo más: si a los nazis o a los polacos. Precisamente los polacos, a los que debería considerar mis compatriotas. Al menos sé de qué son capaces los nazis».
»Wanda ignoró el comentario final y volvió a hablar de las pistolas. Dijo que en aquel momento las armas se encontraban en el sótano del edificio, envueltas en papel fuerte. También había una caja de municiones. Miró su reloj y dijo que, exactamente al cabo de quince minutos, dos miembros del Ejército Nacional se hallarían en el sótano a punto de trasladar el paquete y la caja al vestíbulo de la casa. Habían convenido una señal. Cuando Wanda la oyera lo indicaría a Feldshon y al otro judío. Dejarían el piso inmediatamente y bajarían al vestíbulo por la escalera, donde los esperarían los paquetes. Entonces abandonarían el edificio con la mayor rapidez posible. Recuerdo que dijo que quería aclararles una cosa. Una de las pistolas, que eran Lugers, tenía el percutor o algo así roto, pero intentaría conseguirles el recambio tan pronto como pudiese.
»Entonces Feldshon dijo: «Hay algo que aún no nos ha dicho. ¿Cuántas armas nos entrega?». Wanda lo miró: «Creí que ya se lo habían dicho. Tres Lugers automáticas». La cara de Feldshon se volvió blanca, completamente blanca. «No puedo creerlo», susurró. «Me habían dicho que habría una docena de pistolas, tal vez quince. Y también algunas granadas. ¡No puedo creerlo!» Pude ver lo enfadado que estaba, pero también había desesperación en su modo de expresarse. Meneó la cabeza. «Tres Lugers, y una con el percutor roto. ¡Dios mío!»
»Wanda, con su decisión característica, pero haciendo lo posible por controlar su estado de ánimo, dijo: «Es lo máximo que podemos hacer en este momento. Intentaremos obtener más. Creo que lo conseguiremos. Hay cuatrocientos cartuchos. No les bastarán; también procuraremos facilitarles una cantidad mayor».
»De repente, Feldshon dijo con voz suave, con un ligero tono de disculpa: «Perdone mi reacción. Creía que iba a llevarme más armas, y he tenido una decepción. Precisamente esta mañana a primera hora, intenté tratar con otro grupo de partisanos para ver si podía confiar con su ayuda». Y entonces, tras una pausa en que miró a Wanda con furiosa expresión, añadió: «¡Fue algo horroroso, increíble! ¡Borrachos bastardos! Se echaron a reír en nuestras propias caras, se burlaron de nosotros, pues por lo visto nuestra proposición les resultó muy divertida. ¡Nos llamaron sucios judíos! Los que lo dijeron eran polacos».
»Wanda preguntó, decidida como siempre: «¿Quiénes eran esa gente?». «Miembros del ONR, el Partido Nacional Radical, según se llaman ellos mismos», respondió Feldshon. «Pero ayer tuve las mismas dificultades con otro grupo de la Resistencia.» Volvió a mirar a Wanda con la misma expresión de cólera y desespero y prosiguió: «He conseguido tres pistolas y un montón de risas y burlas para enfrentarnos con veinte mil soldados nazis. En nombre de Dios, ¿qué sucede?».
»Pude observar que Wanda se había ido agitando al oír las palabras de Feldshon. También estaba furiosa contra todo…, contra la misma vida: «¡El ONR, ese hato de colaboracionistas! ¡Fanáticos, fascistas! Como judíos, quizás habrían recibido ustedes mejor trato de los ucranianos o del propio Hans Frank… Pero permítame que le haga una última advertencia. Los comunistas son tan malos como ellos. O peor. Si algún día se encuentra con los partisanos rojos del general Korczynski, ¡cuidado!, podrían dispararles antes de dejarles abrir la boca».
»“¡Es increíble!”, dijo Feldshon. “Estoy agradecido por las tres pistolas, pero ¿se da usted cuenta de las ganas de reír que esto me causa? ¡Aquí pasa algo inaudito! ¿Ha leído alguna vez Lord Jim? ¿El segundo oficial que abandona su buque cuando está a punto de hundirse embarcándose en el único bote de salvamento disponible y dejando a los pasajeros a merced de las olas? Perdóneme por esta cita, pero no puedo por menos de ver aquí lo mismo. ¡Nos están dejando ahogar nuestros mismos compatriotas!”
»Wanda se levantó, se apoyó sobre la mesa con las yemas de los dedos y se inclinó un poco hacia Feldshon. De nuevo intentaba controlarse, pero yo veía que le era muy difícil. Estaba tan pálida y agotada… Y comenzó a hablar con voz airada: «Feldshon, es usted tonto, ingenuo o ambas cosas a la vez. No es de creer que quienquiera que aprecie a Conrad sea estúpido; por lo tanto, debe de ser usted un ingenuo. Está claro que no ha olvidado el hecho, simple en sí, de que Polonia es un país antisemítico. Usted mismo acaba de usar la palabra “opresor”. Viviendo en una nación que prácticamente inventó el antisemitismo, viviendo en un gueto al que nosotros los polacos dimos origen, ¿cómo podía usted esperar ayuda de sus compatriotas? ¿Cómo podía esperar algo, excepto de algunos de nosotros que polla razón que sea (idealismo, convicción moral o simple solidaridad humana), deseamos hacer lo que podamos para salvar algunas vidas judías? Dios mío, Feldshon… Sus padres probablemente dejaron Polonia con usted para librarse de los perseguidores de judíos. Los pobres… Sin duda no sabían que el regazo de Alemania, acogedor, asimilador, humano y amante de los judíos se convertiría en hielo y fuego para helarlos primero y fundirlos después. Y tampoco sabían que cuando usted, su mujer y su hija volvieran a Polonia, encontrarían a los mismos perseguidores de judíos esperándolos para molerlos hasta convertirlos en polvo. Éste es un país muy cruel, Feldshon. Se ha hecho tan cruel a través de los años a causa de las muchas veces que ha experimentado la derrota. A pesar de lo que se escribió en los Evangelios, la adversidad no produce comprensión y compasión, sino crueldad. Y la gente derrotada como los polacos saben ser altamente crueles con aquellos que se separaron de los demás, como los judíos. ¡Me sorprende que salieran ustedes tan bien librados de los del ONR, recibiendo sólo el requiebro de “sucios judíos”!». Se detuvo un instante y luego añadió: «¿Le extraña, pues, Feldshon, que siga amando a este país más de lo que soy capaz de expresar, más que la propia vida? ¿Y que si fuera necesario moriría con gusto ahora mismo por Polonia?». Feldshon miró fijamente a Wanda y contestó: «Creo que yo también lo haría llegado el momento, pero por ahora no me siento con ganas de morir».
»Wanda me preocupaba. Nunca la había visto tan cansada, creo que tú dirías «molida» o algo así. Había trabajado tanto, comiendo tan poco y sin dormir… La voz le fallaba con frecuencia y le temblaban los dedos que había apoyado sobre la mesa. En cierto momento, cerró los ojos, los apretó, se estremeció y osciló un poco. Creí que iba a desvanecerse. Entonces volvió a abrir los ojos y siguió hablando. Su voz era áspera y tensa, llena de resentimiento: «Hace un momento, ha citado usted a Lord Jim, un libro que precisamente conozco. Creo que su comparación es acertada, pero me parece que ha olvidado el final. No recuerda, por lo que parece, que el protagonista se redime de su traición, que se redime con su propia muerte. Su propio sufrimiento y su propia muerte. ¿Es demasiado pensar que algunos polacos queramos redimir la traición que nuestros compatriotas han cometido contra los judíos? ¿Incluso si no salimos con vida de nuestra lucha? No importa. Tanto si nos salvamos como sí no, yo por lo menos me sentiré satisfecha de haberlo intentado».
»Al cabo de un momento, Wanda dijo: «No he querido ofenderlo, Feldshon. Es usted todo un hombre, está bien claro. Ha arriesgado su vida viniendo aquí esta noche. No ignoro la prueba por la que está pasando; usted y los demás judíos. Tuve noticia de ella el verano pasado, cuando vi las fotografías sacadas clandestinamente de Treblinka. Fui una de las primeras personas que las vieron y, como todos los demás, al principio no creí que fueran auténticas. Pero ahora lo creo. No hay nada que pueda sobrepasar el horror de esa prueba. Cada vez que me acerco al gueto tengo la impresión de que me hallo ante un barril lleno de ratas sobre el que dispara un loco con una ametralladora. Así es como veo el desamparo de usted y de aquellos judíos. Y nosotros, los polacos, a nuestra manera, también estamos desamparados. Tenemos más libertad que los judíos (mucha más, mayor libertad de movimientos, más libertad para rehuir el peligro inmediato) pero, sin embargo, estamos constantemente sitiados. En vez de ser ratas dentro de un barril, somos ratas en un edificio en llamas. Podemos apartarnos del fuego, encontrar rincones fríos, buscar la seguridad del sótano. Algunos, poquísimos, podemos escaparnos de la casa. Cada día, muchos de nosotros somos quemados vivos, pero el edificio es enorme, y el hecho de ser tantos también nos salva a veces. El fuego no puede alcanzarnos a todos, y entretanto puede llegar el día en que el fuego se extinga por completo. Si esto llega a suceder, habrá muchos supervivientes. Pero en el barril… En el barril no quedará casi ninguna rata con vida». Wanda respiró profundamente y clavó sus ojos en los de Feldshon. «Permítame ahora una pregunta, Feldshon», dijo. «¿Cómo puede usted esperar que las aterrorizadas ratas del edificio se preocupen por las del barril…, unas ratas con las que, al fin y al cabo, no se han sentido nunca emparentadas?»
»Feldshon sólo miraba a Wanda. Hacía varios minutos que no le quitaba los ojos de encima. No contestó nada. Entonces Wanda miró su reloj y dijo: «Exactamente dentro de cuatro minutos oiremos un silbido. Será la señal para que ustedes dos salgan de aquí y bajen enseguida la escalera. Los paquetes los estarán esperando a la puerta de la casa. —Después de esta indicación, Wanda prosiguió—: Hace tres días estuve negociando en el gueto con uno de sus compatriotas. No mencionaré su nombre; no es necesario. Sólo diré que es el líder de una de esas facciones que se oponen violentamente a usted y a su grupo. Creo que es poeta o novelista. El hombre me gustó mucho, pero no pude soportar algo que dijo. Su modo de hablar de los judíos me pareció sumamente pretencioso. Usó esta frase: “Nuestra preciosa herencia de sufrimiento”».
»En este punto Feldshon tomó la palabra para decir algo que nos hizo reír a todos un poco. Incluso Wanda sonrió. Fue esto: «Sólo puede ser Lewental, Moisés Lewental, ese mentecato». Y Wanda prosiguió: «Detesto la idea de que el sufrimiento sea precioso. En esta guerra cada uno sufre a su modo: los judíos, los polacos, los gitanos, los rusos, los checos, los yugoslavos y todos los demás. Todos son víctimas de la situación. Pero los judíos son, además, víctimas de otras víctimas; aquí está la gran diferencia. Pero ningún sufrimiento es precioso: todos acaban muriendo de la manera más atroz. Antes de que se vayan, quiero mostrarles unas fotografías. Las llevaba en el bolsillo cuando estaba hablando con Lewental. Acababa de conseguirlas. Quería enseñárselas, pero por alguna razón no lo hice. Véalas».
»En aquel momento preciso la luz se apagó, la luz de la pequeña bombilla osciló y desapareció. Sentí en el corazón una punzada de miedo que conocía muy bien. Aveces la causaba el simple fallo de la corriente eléctrica. Sabía que cuando los alemanes preparaban una emboscada cortaban la corriente del edificio que querían registrar para atrapar mejor a la gente deslumbrándolos con sus proyectores. Todos nos quedamos un momento inmóviles. Sólo había la escasa luz de los rescoldos de la pequeña chimenea. Al cabo de un rato, cuando Wanda estuvo segura de que sólo se trataba de un fallo de corriente, encendió una vela y dijo: «Mírenlas».
»Todos nos inclinamos sobre la mesa para ver las fotografías. Al principio no pude distinguir lo que era aquello. ¿Un revoltijo de leños? Sí, parecía una gran masa de pequeños troncos o ramas de árbol. Pero pronto vi de qué se trataba. Era algo increíble: un vagón de carga lleno de cadáveres de niños; una gran cantidad, quizá cien, todos con una rigidez que sólo podía ser la de la muerte. En todas las fotografías se veía lo mismo: vagones llenos de criaturas muertas, todas rígidas, como congeladas.
»“Estos niños no son judíos”, explicó Wanda, “son criaturas polacas; ninguna de ellas tiene más de doce años. Son algunos de los ratones que no consiguieron sobrevivir en el gran edificio en llamas. Estas fotografías fueron tomadas por unos miembros del Ejército Nacional que irrumpieron en un apartadero ferroviario entre Zamość y Lublin. En estas imágenes hay centenares de cadáveres, y pertenecen a un solo tren. Había otros trenes en las vías contiguas, todos abarrotados de niños que se estaban muriendo de hambre, de frío o de ambas cosas a la vez. Esto es sólo una muestra. Los que murieron antes que ellos se cuentan por miles”.
»Nadie habló. Se podía oír la profunda respiración de todos nosotros, pero nadie decía nada. Por fin Wanda comenzó a hablar, y observé que por primera vez su voz era ronca y vacilante; se notaba en ella el agotamiento y el dolor que sufría la muchacha: «Aún no sabemos exactamente el origen de esas criaturas, pero creemos saber quiénes son. Se tiene casi la seguridad de que son niños rechazados del programa de germanización, del Lebensborn ese. Sospechamos que procedían de la región de Zamość. Me han dicho que formaban parte de los miles de criaturas que fueron sustraídas a sus padres para germanizarlos, pero que no se juzgaron racialmente apropiadas y quedaron disponibles (es decir, destinadas al exterminio) en Maidanek o Auschwitz. Pero ni siquiera llegaron allí. En un momento determinado, ese tren, como muchos otros, fue desviado a un apartadero donde se dejó morir a los pequeños en las condiciones que pueden ver aquí. Otros, que también murieron de hambre, sufrieron además el tormento de la sofocación en vagones herméticamente cerrados. Sólo en la región de Zamość, han desaparecido treinta mil criaturas. Miles y miles de ellos han muerto. Eso, Feldshon, también son asesinatos en masa». Se pasó la mano por los ojos y luego prosiguió: «También quería hablarles de los adultos, de los miles de hombres y mujeres inocentes asesinados sólo en Zamość. Pero estoy muy cansada, y siento un principio de mareo. Basta con lo de los niños».
»Wanda pareció perder el equilibrio. Recuerdo que la tomé por el codo y la empujé hacia abajo, para que se sentara. Pero ella siguió hablando a la luz de la vela, con una voz que se había vuelto grave y monótona, como si estuviera en trance: «Los de su raza, Feldshon, son los seres más odiados por los alemanes, y ustedes son, con mucho, los que más sufrirán, pero no crea que se detendrán con los judíos. ¿Cree acaso que cuando acaben con los judíos se limitarán a sacudirse el polvo de las manos, cesarán de asesinar y se mostrarán pacíficos con todo el mundo? Menosprecia la maldad de los nazis si se hace esta ilusión. Cuando terminen con ustedes vendrán por mí. Aun siendo medio alemana. Y no creo que me dejen escapar fácilmente; al menos, mientras todo esto dure. Entonces también detendrán a esta rubia y bella amiga mía y harán con ella lo mismo que habrán hecho con ustedes. Y no se olvidarán de sus hijos, del mismo modo que no se olvidaron de los pequeños muertos de hambre y de frío que puede ver en estas fotografías».
En la caja de zapatos que parecía la habitación que habíamos tomado en aquel modesto hotel de Washington, Sophie y yo, casi sin darnos cuenta de ello, habíamos intercambiado nuestros respectivos sitios de modo que en aquel momento era yo quien yacía en la cama mirando al techo mientras Sophie se hallaba de pie ante la ventana con los ojos fijos en el incendio distante. Quedó silenciosa por un momento, y yo observé el perfil de su rostro. Pese a tener la mirada puesta en el humeante horizonte, su expresión delataba lo sumida que aún estaba en sus recuerdos. En medio de aquel silencio, podía oír el zureo de las palomas en el alféizar exterior y la confusa conmoción del lugar donde los hombres luchaban aún con las llamas. Volvió a sonar la campana de la iglesia: eran las cuatro.
Sophie reanudó su relato:
—Al año siguiente, como te dije, detuvieron a Wanda, la torturaron y la colgaron de un gancho para que muriera estrangulada. Cuando lo supe pensé en ella y me la imaginé en muchos de los momentos que habíamos convivido, pero sobre todo la recordé y la recordaré siempre tal como la vi aquella noche en Varsovia. Aún contemplo en mi mente su aspecto después de que Feldshon y el otro judío se marcharan para bajar a recoger las pistolas, sentada a la mesa con la cabeza hundida en sus brazos, completamente extenuada. Cosa extraña, jamás la había visto llorar hasta entonces. Supongo que siempre lo consideró una muestra de debilidad. Pero recuerdo muy bien sus lágrimas, y que me incliné hacia ella para ponerle la mano en el hombro y decirle unas palabras de consuelo. Era tan joven… Sólo tenía mi edad. Y tan valiente…
»También era lesbiana, Stingo. No me importaban las demás cosas que fuera; entonces me daba igual. Pero he creído que no estaría de más decírtelo, después de haberte contado tantas cosas sobre ella y aquellos tiempos. Dormimos juntas un par de veces (tampoco tengo por qué callármelo), pero no creo que significara mucho para ninguna de las dos. Wanda sabía muy bien que yo…, bueno, no le correspondía adecuadamente, por lo que no insistió en que continuáramos. Nunca se enfadó ni nada parecido. Sin embargo, la quería, porque era mejor que yo y tan increíblemente valerosa.
»Así que, como te he dicho, predijo su muerte, la mía y la de mis hijos. Aquella noche acabó por dormirse con los brazos y la cabeza sobre la mesa. No la molesté, y me puse a pensar en los niños de las fotografías… Me sentí aterrorizada como nunca lo había estado, ni siquiera en medio de la más tenebrosa de aquellas oscuridades causadas por la falta de corriente, oscuridades que sabían a muerte. Entré en la habitación donde dormían mis hijos. Estaba tan trastornada por lo que Wanda había contado que hice algo de lo que no me di cuenta hasta que estuve haciéndolo: desperté a Jan y Eva y, cogiéndolos en brazos los apreté contra mí. Pesaban mucho y no paraban de moverse y quejarse, pero me parecieron extrañamente ligeros, probablemente a causa de mi frenético deseo de tenerlos a los dos abrazados y, también, del terror y la desesperación que me habían producido las palabras de Wanda sobre nuestro futuro, palabras que yo sabía que predecían una verdad contra la que yo no podía luchar por inmensa y monstruosa.
»Sólo había el frío y la oscuridad de una Varsovia sin luces azotada por el viento y la nieve al otro lado de la ventana. Recuerdo que la abrí y dejé entrar la helada noche. No me veo capaz de decirte lo cerca que estuve de arrojarme con los niños a aquella oscuridad…, como no podría contar las veces que luego me maldije a mí misma por no haberlo hecho.
El vagón del tren que llevaba a Auschwitz a Sophie, a sus hijos y a Wanda (junto con una mezcla de miembros de la Resistencia y otros polacos atrapados en la más reciente redada) no era un vagón corriente. No era ni un vagón de carga ni un vagón de los usados en el transporte de ganado. Aunque parezca increíble, era un vagón de lujo, antiguo pero todavía en buen uso, con su pasillo alfombrado, sus compartimentos, sus lavabos y unos pequeños letreros metálicos en forma de rombo, escritos en polaco, francés, ruso y alemán en cada ventana que advertían a los pasajeros que no se asomaran al exterior. Por su instalación y accesorios —sus asientos increíblemente gastados pero aún confortables, los adornados pero enmohecidos candelabros—, Sophie dedujo que el venerable vagón había llevado en otros tiempos a gente de primera categoría; sólo por una singular diferencia habría podido ser uno de los vagones en que su padre, viajero elegante, llevaba a la familia, cuando ella era todavía una niña, a Viena, Bozen o Berlín.
La diferencia —tan siniestra y opresiva que la dejó sin aliento con sólo advertirla— consistía en que todas las ventanas estaban tapiadas firmemente con tablas de madera. Y aún había otra diferencia: en cada compartimento, previsto para seis u ocho personas, los alemanes habían embutido cincuenta o sesenta cuerpos con el correspondiente equipaje. Esto significaba que, bajo la luz mortecina del vagón, cada medio metro cuadrado tenía que estar ocupado, sin distinción de sexo, por seis o más prisioneros, de pie o como pudieran, sin otro apoyo para contrarrestar los constantes movimientos de frenado y aceleración que la masa compacta que formaban, lo que los hacía caer continuamente sobre las rodillas de los que iban sentados. Un par de líderes de la Resistencia tomaron el mando. Se estableció un plan según el cual los que iban sentados y los que viajaban de pie alternarían sus posiciones; esto contribuyó algo a la comodidad general, pero nada pudo aliviar los efectos del sofocante calor de tantos cuerpos humanos comprimidos, ni el acre y fétido olor que persistió durante todo el viaje. No era por completo una tortura, sino más bien una cárcel desoladoramente incómoda. Jan y Eva eran los únicos niños del compartimento; fueron sentados por tumo sobre las rodillas de Sophie y de los demás. Más de una persona de la celda tuvo que vomitar o satisfacer sus necesidades, y su salida del compartimento para dirigirse a los lavabos a través del atestado pasillo supuso un desesperado esfuerzo muscular. «Habría sido mejor un vagón de carga —recordaba Sophie que alguien dijo—, al menos habríamos podido estirarnos.» Pero curiosamente, en comparación con lo que solía suceder en todos los transportes con destino al infierno que cruzaban por entonces Europa en todas direcciones —trenes atascados, desviados y retrasados en mil atolladeros de espacio y tiempo—, aquel viaje no fue desordenadamente largo: un trayecto que en condiciones normales se habría recorrido en una mañana no requirió días, sino sólo treinta horas.
Posiblemente porque (como ella me había confesado más de una vez) buena parte de la conducta de Sophie se basaba en vanas ilusiones, la tranquilizó un poco el hecho de que los alemanes hubieran utilizado con ella y los demás prisioneros que la acompañaban aquel nuevo medio de transporte. Todo el mundo sabía por entonces que los nazis usaban vagones de carga para conducir gente a los campos de concentración. Por esto Sophie rechazó, tan pronto como hubo subido al tren con Jan y Eva, la lógica idea de que sus apresadores utilizaban aquel lujoso —aunque viejo— vagón simplemente porque formaba parte del material ferroviario disponible y en buen estado (la chapuza de las ventanas tapadas con tablas de madera debería haber bastado para demostrarlo). Sin embargo, en vez de aceptar la realidad, se aferró a la consoladora creencia de que el uso de aquel casi suntuoso vagón, en el que los comodones polacos y los turistas ricos habían dormitado y cabeceado, indicaba ahora un privilegio especial, significaba que ella y sus hijos serían mejor tratados que los 1.800 judíos procedentes de Malkinia que viajaban en la parte delantera del tren, comprimidos, totalmente a oscuras, dentro de los vagones de ganado cerrados herméticamente desde hacía varios días. A la vista de cómo se desarrollaron luego los hechos, su idea fue disparatada (e indigna, en verdad), tanto, por lo menos, como las esperanzas que se había hecho respecto al gueto: que la mera presencia de los judíos, y la preocupación que tenían los nazis por su exterminio, redundarían en beneficio de su propia seguridad. Y la de Jan y Eva.
El nombre de Oswieçim —Auschwitz—, que fue murmurado varias veces en el compartimento, hizo que Sophie casi se desvaneciera de terror. Sin embargo, no habría necesitado aquellas indicaciones para cerciorarse del lugar a donde se dirigía el tren. Una pequeña línea de luz atrajo su atención hacia una grieta de la tabla de madera contraplacada que tapaba la ventana, y durante la primera hora del viaje pudo ver lo suficiente a la luz del amanecer para asegurarse de la dirección en que iban: sur. Lo supo al ver que pasaban por los pequeños pueblos que rodean Varsovia en vez de cruzar los barrios suburbanos, como lo supo al observar los verdeantes campos y los matorrales en que se alzaban muchos abedules. Sí, iban hacia el sur, en dirección a Cracovia. De todos los destinos posibles, sólo Auschwitz se hallaba en el sur; la evocación de aquel hecho hizo recordar de nuevo a Sophie el desespero que sintió al ver adonde los llevaban. La reputación de Auschwitz era siniestra, vil, aterradora. Aunque en la cárcel de la Gestapo los rumores se habían inclinado por Auschwitz como lugar al que serían enviados, Sophie había abrigado la esperanza —y rezado por ello— de ir a parar a un campo de trabajo alemán, a donde habían destinado a tantos polacos y donde, según otro rumor, las condiciones de vida eran menos brutales, menos duras. Pero a medida que el tren fue avanzando y la amenaza de Auschwitz se hizo más real, Sophie se fue dando cuenta de que era víctima de un castigo inmerecido; se le hacía compartir el delito de otras personas con las que la había unido la casualidad. No cesaba de decirse a sí misma: «No pertenezco a esto». Si no hubiera tenido la desgracia de haber sido detenida al mismo tiempo que un grupo de miembros del Ejército Nacional (un mal golpe de suerte complicado después por su relación con Wanda y por el hecho de vivir en la misma casa, a pesar de no haber movido ni un dedo para ayudar a la Resistencia), probablemente se la habría considerado culpable de dedicarse al contrabando de carne, un grave delito, pero no tan infinitamente peor como el de subversión, lo que la habría librado de una pena y un destino tan atroces. Además, advirtió que, entre otras ironías de su caso, destacaba ésta: no había sido juzgada ni declarada culpable de nada; sólo fue interrogada y luego olvidada. Después la habían echado accidentalmente entre aquellos partisanos, con lo que fue menos víctima de una justicia específica con una pena merecida que de una furia general por parte de los alemanes: una especie de frenética ansia de dominio y opresión que se apoderaba de los nazis siempre que se apuntaban un éxito contra la Resistencia, un éxito que aquella vez se había extendido a varios centenares de desaliñados polacos capturados en la última redada.
Sophie recordaba ciertos detalles del viaje con increíble claridad. La falta de aire, los hedores, el interminable cambio de posiciones, el levantarse, el sentarse, el volverse a levantar. La caída de una caja del portaequipajes sobre su cabeza al detenerse el tren que no le hizo mucho daño ni le hizo perder el conocimiento pero que le produjo un chichón del tamaño de un huevo. Las vistas del otro lado de la grieta de la tabla, en que la luz primaveral se oscurecía al lloviznar.
Y a través de la película de lluvia, abedules todavía atormentados por los aplastantes efectos de las nevadas del invierno, curvados en forma de arcos parabólicos, catapultas, hermosos esqueletos rotos, látigos… Amarillos lunares de forsitia en todas partes. Delicados campos verdes que se confundían en la lejanía con bosques de abetos, alerces y pinos. De nuevq la luz del sol. Los libros de Jan, que ella intentó leer, con el niño en sus rodillas, a la débil luz de que disponían en el vagón: La familia suiza Robinson, en alemán; las ediciones polacas de Colmillo blanco, de Jack London, y Penrod y Sam, de Booth Tarkington. Los dos tesoros de Eva que la niña se negó a dejar en la red de equipaje: la flauta y su mís, es decir, el osito de juguete tuerto y con una sola oreja que la pequeña había conservado desde la cuna.
Fuera más lluvia, un torrente. Luego el hedor de vómito, penetrante, inextinguible, que recuerda en cierto modo el olor a queso. Los pasajeros más cercanos: dos monjas jóvenes de unos dieciséis años, que sollozan, se duermen y se despiertan para murmurar oraciones a la Santa Virgen; Wiktor, un joven miembro del Ejército Nacional que ya está tramando la revuelta o el modo de escapar, que garrapatea mensajes sin parar en trozos de papel para que los compañeros los pasen a Wanda, que viaja en otro compartimento; una vieja loca de miedo que dice ser la sobrina de Wieniawski y asegura al mismo tiempo que el pergamino que aprieta contra el pecho es el original manuscrito de su famosa Polonaise, que pretende tener derecho a alguna clase de inmunidad y se deshace en lágrimas ante la malhumorada observación de Wiktor de que lo único que harían los nazis con la célebre e inútil Polonaise sería pasársela por el culo. Comienzan las punzadas del hambre. No hay nada que comer. Otra vieja, ya muerta, yace en el pasillo exterior, en el mismo sitio donde un ataque cardíaco la ha hecho caer, petrificadas las manos alrededor de un crucifijo y ensuciada ya su cara, de blancura yesosa, por las botas y zapatos de la gente que la pisa más o menos directamente. De nuevo a través de la grieta: Cracovia de noche, la estación tan familiar para Sophie, el apartadero ferroviario a la luz de la luna donde permanecen parados una hora tras otra. Bajo el verdoso resplandor lunar, una escena insólita: un soldado alemán de pie, con su uniforme completo y el rifle colgado del hombro, masturbándose a buen ritmo en la desierta vía muerta; con placentera y sonriente expresión, se exhibe a los curiosos, indiferentes o desconcertados prisioneros como podría hacerlo ante una mirilla de voyeur. Una hora de sueño; después, el esplendor de la mañana. Cruzan el Vístula, lóbrego y calinoso. Dos pequeños pueblos que ella reconoce a través del dorado y polvoriento polen: Skawina y Zator. Eva se pone a llorar por primera vez, atormentada por los espasmos del hambre. «¡Chsss…, niña!» Sophie se duerme todavía unos momentos, para tener un sueño espléndido, inundado de sol, emocionante, demencial: ella misma, con manto y diadema, sentada sobre el teclado de un piano delante de diez mil espectadores, y a la vez de modo sorprendente e incomprensible, volando, volando, remontando el vuelo hacia la liberación a los celestiales compases del concierto del Emperador. De pronto, sus párpados se separan. Un brusco y ruidoso frenazo. El tren se ha detenido. Auschwitz.
Tendrían que esperar dentro del vagón casi todo el resto del día. Poco después de la llegada, los generadores eléctricos dejaron de funcionar; las bombillas del compartimento se apagaron, dejando como única luz la palidez lechosa que se filtraba a través de las grietas de las tablas que tapaban las ventanas. La música distante de una banda se abrió paso hasta el interior del vagón. Hubo una vibración de pánico, era un terror casi palpable, que se sentía como una picazón de pelos en todo el cuerpo. Y en aquella casi oscuridad se inició un oleaje de ansiosos murmullos: un oleaje ronco, de intensidad creciente, pero tan difícil de entender como el susurro de un ejército de hojas movidas por el viento. Las monjas comenzaron a gemir al unísono, implorando a la Santa Madre. Wiktor les gritó que se callaran, y segundos después Sophie se animó al oír la voz de Wanda, quien, desde el otro extremo del vagón, rogó a los miembros de la Resistencia y a los deportados que conservaran la calma, que guardaran silencio.
Debió de ser a primera hora de la tarde cuando llegó la noticia sobre los centenares de judíos de Malkinia que habían viajado en los vagones delanteros del tren. «Todos los judíos en camiones», decía la nota recibida por Wiktor y leída por él mismo en la penumbra del vagón, una nota que Sophie, demasiado aturdida por el miedo para mantener siquiera ajan y a Eva apretados contra su pecho para tranquilizarlos como era debido, tradujo enseguida por: «Todos los judíos han sido enviados a las cámaras de gas». Sophie se unió a las monjas en sus rezos. Había comenzado a hacerlo cuando Eva se puso a llorar con toda la fuerza de sus pulmones. La criatura había resistido todas las incomodidades del viaje, pero en aquel momento el hambre que sentía se convirtió en insoportable. Sollozaba angustiada mientras Sophie intentaba mecerla en sus brazos para consolarla, pero nada parecía dar resultado; para Sophie, los gritos de la niña fueron por un momento más aterradores que la noticia sobre los judíos que iban a morir. Inesperadamente, fue Jan quien resolvió la situación a su manera: en tono cariñoso, le susurró algunas palabras en una lengua que sólo los dos conocían y se le acercó cuanto pudo con su libro en las manos. A la pálida luz del lugar, comenzó a leerle la historia de Penrod sobre las aventuras de unos muchachos en un delicioso y verde pueblo que era la misma esencia de Norteamérica; consiguió que riera, oportunidad que aprovechó su madre para, con la ayuda del agotamiento que sufría la pequeña y algunos arrullos, conseguir que se durmiera.
Pasaron varias horas. Era ya última hora de la tarde. Llegó entonces otro trozo de papel que fue entregado a Wiktor: «Vagón anterior, en camiones». Esto significaba claramente que, al igual que los judíos, los hombres del Ejército Nacional que iban apretados en el vagón de delante habían sido transportados a Birkenau y, por lo tanto, a los crematorios. Sophie fijó la mirada en un punto indefinido delante de ella, dejó descansar sus manos en el regazo y se dispuso a morir, sintiendo un inexpresable terror, y también, por primera vez, el sabor del bendito y amargo consuelo de la resignación. La vieja sobrina de Wieniawski había caído en un estupor y parecía hallarse en coma, arrugada la Polonaise entre sus manos y goteantes las comisuras de su boca de hilos de baba. Al tratar de reconstruir aquel momento después de tanto tiempo, Sophie se preguntó si no pasaría por unos momentos de inconsciencia, porque la próxima cosa que recordó fue su presencia en el andén con Jan y Eva y el deslumbramiento que le produjo la luz del día, y, enseguida, el enfrentamiento con el Hauptsturmführer Fritz Jemand, doctor en medicina.
Sophie no sabía su nombre ni lo sabría nunca. Lo he bautizado así —Fritz Jemand von Niemand—[23] porque me parece un nombre muy apropiado para un médico de las SS, para un tipo que apareció ante Sophie como salido de la nada y desapareció para siempre de su vista al cabo de unos instantes, pero que dejó tras de sí algunas huellas interesantes. Una de ellas: la impresión de una relativa juventud —de treinta y cinco a cuarenta años— junto a un inoportuno e inesperado buen aspecto bastante perturbador. Sí, el doctor Jemand von Niemand, con su físico de hombre bien parecido, su voz, sus maneras y otros atributos, dejaría para siempre más de una huella en la mente de Sophie. Las primeras palabras que le dijo: «Ich móchte mit dir schlafen». Lo que significa, del modo más brusco y más falto de seducción: «Me gustaría meterte en la cama conmigo». Unas palabras toscas, pronunciadas desde una intimidante posición de ventaja, sin clase ni finura, casi con crueldad, una expresión que habría podido esperarse perfectamente de una película procaz sobre las marranadas de los nazis. Pero éstas fueron sólo, según Sophie, las palabras que dijo en primer lugar. Modo de hablar indigno de un caballero (quizás incluso de un aristócrata), pero disculpable hasta cierto punto por el hecho de que el hombre estaba visiblemente borracho. Lo que, a primera vista, hizo pensar a Sophie que podría tratarse de un aristócrata —tal vez prusiano o de origen prusiano— fue su gran parecido con un oficial hijo de nobles que era amigo de su padre y a quien ella vio una vez cuando era una muchacha de dieciséis años en una visita a Berlín durante el verano. De apariencia nórdica, atractivo, de labios delgados, austero y rígido, el joven oficial de otros tiempos la trató fríamente durante su breve encuentro, casi con desprecio; sin embargo, no pudo por menos de sentirse fascinada por su impresionante atractivo que —sorprendentemente—, aunque no podía decirse que fuera el de un hombre afeminado, destacaba en su rostro por una peculiar sedosidad femenina. Era algo así como un Leslie Howard militarizado, actor del que se sintió algo enamorada desde El bosque petrificado. A pesar del desagrado que le inspiró el joven oficial de Berlín y de su satisfacción por no tener que volver a verlo, más tarde pensó alguna vez en él de modo perturbador. Según me dijo ella, era el tipo de persona de la que, de haber sido una mujer, yo mismo me habría enamorado perdidamente. Y allí, en el polvoriento andén de Auschwitz, a las cinco de la tarde, estaba su contrapartida, casi su réplica, con uniforme de las SS, enrojecido a causa del vino, el coñac o los licores, pronunciando unas palabras impropias de un patricio con el indolente acento de un patricio berlinés: «Me gustaría meterte en la cama conmigo».
Sophie ignoró lo que dijo, pero observó, mientras él hablaba, uno de esos insignificantes pero imborrables detalles —otra huella espectral del doctor— que siempre sobresaldría como una anomalía en la confusa superficie de recuerdos de aquel día: unos granos de arroz hervido en la solapa de la guerrera de las SS. Sólo cuatro o cinco; aún brillantes de humedad, parecían otros tantos huevos de abeja. Mientras los miraba desconcertada, advirtió por primera vez que lo que estaba tocando la banda que daba la bienvenida a los prisioneros —desafinando y con una total desorganización, pero excitando sin embargo los nervios de Sophie con su ritmo pomposo y eróticamente lastimero, como ya lo había hecho cuando ella se hallaba todavía dentro del vagón— era el tango argentino La cumparsita. ¿Cómo no se le había ocurrido antes su nombre? Pom-pom-pom, ta-ra-ra-ra-rá, pom-pom-pom…
—Du bist eine Polack —dijo el doctor—. Bist du auch eine Kommunistin? —Sophie rodeó con un brazo los hombros de Eva y con el otro la cintura de Jan sin decir nada. El doctor eructó; luego repitió, recalcando duramente las palabras—: Sé que eres polaca. ¿Eres también comunista?
Y después, en su obnubilación, se volvió hacia los otros prisioneros, dando la impresión de que se había olvidado de ella.
¿Por qué no se hizo la tonta? «Nicht sprecht Deutsch.» Diciendo que no hablaba alemán habría salvado la situación. Había tal apiñamiento de gente… Si no hubiera contestado en alemán, los habría dejado pasar a los tres. Pero ¿y su terror? El terror hizo que se comportara como no debía. Sabía entonces lo que un ciego y compasivo desconocimiento había impedido saber a la mayoría de los judíos que llegaban a aquel lugar, pero que su relación con Wanda y los demás le había permitido conocer y considerar con indescriptible pavor: la selección. En aquel momento, ella y los niños estaban pasando por la prueba de que le habían hablado en Varsovia entre otros rumores y cuchicheos, que nunca creyó llegar a sufrir. Pero allí estaba ella, y allí estaba el doctor. Y al otro lado de los vagones desocupados entonces por los judíos de Malkinia destinados a morir, se extendía Birkenau. El doctor podía elegir en aquel momento a cualquiera de los tres para hacerle cruzar las abismales puertas de aquel infierno. Este pensamiento le causó tal terror que en vez de mantener la boca cerrada dijo:
—Ich bin polnisch! In Krakow geboren! —Y después de haber dicho con estas palabras que era polaca y natural de Cracovia, añadió desconsolada—: ¡No soy judía! ¡Ni tampoco mis hijos! Son racialmente puros. Y hablan alemán. —Finalmente declaró—: Soy cristiana. Soy una devota católica.
El doctor se volvió hacia ella. Sus cejas se arquearon y miró a Sophie con ojos ebrios, húmedos y fugitivos. Ni rastro de su anterior sonrisa. Sophie se hallaba tan cerca de él que podía oler muy bien las emanaciones alcohólicas —un rancio efluvio de cebada o centeno—, pero no se sintió con fuerzas para devolverle la mirada. Fue entonces cuando se dio cuenta de que había dicho algo erróneo, quizá fatalmente erróneo. Volvió el rostro un instante y su mirada chocó con una cercana fila de prisioneros que, arrastrando los pies, pasaban por el gólgota de su selección, momento en que vio a Zaorski, el profesor de flauta de Eva, en el preciso instante de su condenación: cuando era enviado hacia la izquierda y por lo tanto a Birkenau, por un movimiento casi imperceptible de la cabeza del doctor. Éste se volvió enseguida para decir a Sophie:
—Así no eres comunista. Y eres una creyente.
—Sí, señor. Creo en Jesucristo.
¡Qué insensatez! Por la manera en que él la miró, Sophie comprendió que todo lo que estaba diciendo, lejos de ayudarla, la conducía rápidamente a su destrucción. «Más me habría valido ser una idiota», pensó.
La estabilidad del doctor sobre sus pies no era perfecta. Se inclinó un momento hacia un soldado que llevaba una tablilla sujetapapeles y murmuró algo mientras, absorto, se tocaba la nariz con la punta de los dedos. Eva, apoyándose pesadamente sobre la pierna de Sophie, rompió a llorar.
—Así ¿crees en Cristo el Redentor? —preguntó el doctor con una voz espesa y extrañamente abstracta, como la de un profesor que examinara el delicado matiz de cierta faceta de una proposición de lógica. Entonces añadió algo que, por un momento, fue totalmente desconcertante—: ¿No dijo Él: «Dejad que los niños se acerquen a mí»? —Y se puso de cara a ella moviéndose con la crispada meticulosidad de un borracho—. Pues puedes quedarte con una de las criaturas.
—¿Cómo? —dijo Sophie.
—Que puedes quedarte con una de las criaturas —repitió—. La otra tendrá que irse. ¿Con cuál te quedas?
—¿Quiere decir que tengo que escogerla?
—Tú eres polaca y no judía. Eso te da un privilegio, una opción.
Las facultades pensantes de Sophie disminuyeron, cesaron. Entonces tuvo la sensación de que las piernas no la aguantaban.
—¡No puedo elegir! ¡No puedo elegir! —empezó a gritar. ¡Cómo recordaba sus propios gritos, después de tanto tiempo!—. Ich kann nicht wählen! —repitió a gritos.
El doctor advirtió que a su alrededor se le estaba prestando más atención de la que deseaba.
—¡Cállate! —le ordenó—. Y ahora a escoger enseguida. Escoge de una vez, si no los envío a los dos allí. ¡Deprisa!
Sophie no podía creer lo que le estaba sucediendo. No podía creer que se hubiese arrodillado sobre el hiriente hormigón del andén estrujando a sus hijos contra ella con tanta fuerza que la carne de los pequeños se incrustó en la de ella aun a través de varias capas de ropa. Su incredulidad era total, insensata. Y reflejaron también incredulidad los ojos del flaco y joven Rottenführer, el cabo de primera ayudante del doctor, a quien se encontró mirando con expresión suplicante. El hombre parecía sorprendido y le devolvió la mirada con unos ojos abiertos de par en par que parecían decir: «No, no lo entiendo».
—No me haga elegir —susurró ella—. No puedo elegir.
—Bueno, pues mándelos a los dos a la izquierda —dijo el doctor al ayudante—, nach links, sí, hacia la izquierda.
— ¡Mamá! —oyó Sophie que decía su hija, con un grito débil pero estremecedor, en el instante en que ella la levantó de la superficie de hormigón con un torpe y vacilante movimiento.
—¡Tome a la niña! —gritó—. ¡Quédese con mi hijita!
En aquel momento el ayudante, con una delicadeza que Sophie habría querido olvidar, pero que recordaría siempre, tiró de la mano de Eva y la condujo hasta la legión de condenados. Siempre guardaría en su memoria la confusa impresión de que la niña recorrió aquel corto trecho mirando hacia atrás, suplicante. Las lágrimas que cegaban casi por completo sus ojos de madre desesperada le ahorraron el dolor de ver la expresión de Eva, fuera cual fuese. Y prefería que hubiera sido así, porque, desde lo más profundo de su corazón, sabía que no habría podido tolerar el recuerdo de aquella escena, que habría llegado al borde de la locura cada vez que la memoria le hubiese traído la postrera imagen de su hijita, como le sucedió al tener el último vislumbre de su pequeña y evanescente forma.
—Se fue con su osito y su flauta —dijo Sophie al terminar su relato—. Desde aquel momento nunca he podido soportar esas dos palabras. Oírlas o decirlas en cualquier lengua.
Desde el día en que Sophie me contó este triste episodio, he reflexionado más de una vez sobre el enigma del doctor Jemand von Niemand. Como mínimo, debió de ser una oveja descarriada, un excéntrico; ciertamente, lo que obligó a hacer a Sophie no se hallaba en ningún manual de normas de las SS. La incredulidad del joven Rottenführer lo atestiguó. El doctor, a juzgar por su actitud en el andén de Auschwitz, demoró cuanto pudo el momento de enfrentarse con Sophie y sus hijos con la esperanza de llevar a cabo su ingeniosa hazaña. Una hazaña cuyo objeto, en la intimidad de su miserable corazón, debió de ser la satisfacción de sus ansias de cometer a costa de Sophie o de alguien como ella —de algún débil y vulnerable cristiano— un pecado totalmente imperdonable. Creo que precisamente por su anhelo de cometer ese terrible pecado el doctor era un hombre excepcional, único, entre los autómatas de las SS: bueno o malo, aún conservaba en potencia cierta capacidad de bondad, así como de maldad, por lo que sus afanes, del signo que fueran, eran religiosos.
¿Por qué he dicho religiosos? En primer lugar, quizá porque prestó tanta atención a la profesión de fe de Sophie. Y aún me permitiré especular un poco más sobre este punto basándome en un episodio que Sophie añadió a su relato poco después. Me dijo que durante los caóticos días que siguieron a su llegada, estaba tan trastornada —tan destrozada por lo que había sucedido en el andén y por la desaparición de Jan en el Campo Infantil— que apenas podía conservar el mínimo de razón necesaria para actuar con coherencia. Aun así, un día, en su barracón, no pudo por menos de prestar atención a la conversación entre dos nuevas prisioneras judías alemanas que habían conseguido superar la selección y seguir con vida. Era evidente, a juzgar por la descripción física del médico de que hablaban —el que había sido responsable de la supervivencia de ambas—, que era el mismo doctor que había enviado a Eva a la cámara de gas. Lo que Sophie recordaba con mayor claridad era esto: una de las mujeres, que era del barrio berlinés de Charlottenburg, dijo que había conocido al doctor cuando ambos eran más jóvenes. Él no la reconoció en la rampa. Y ella, aun cuando no lo hizo enseguida, recordó después que había sido vecino suyo, del mismo modo que nunca había olvidado dos cosas: que era un gran devoto y qúe siempre había deseado ser sacerdote. Un padre despótico le obligó a estudiar medicina.
Otro de los recuerdos de Sophie también señalaba al doctor como a una persona religiosa. O por lo menos como un creyente fracasado con ansias de redención, un hombre que buscaba a tientas la renovación de su fe. Lo sugería, por ejemplo, su embriaguez. Puede deducirse de toda la información registrada sobre el tema que, durante el cumplimiento de las obligaciones, los oficiales de las SS, incluyendo a los médicos, eran casi monacales en cuanto a decoro, sobriedad y observación de las reglas. Era cierto que las exigencias de la práctica de la crueldad en su nivel más primitivo —especialmente en la proximidad de los crematorios— provocaba un gran consumo de alcohol, pero aquel sangriento trabajo corría generalmente a cargo de los soldados rasos, a quienes se permitía (y a menudo lo necesitaban de veras) aturdirse para desempeñar su trabajo. Además de ahorrar a los oficiales de las SS la participación directa en tales tareas, se esperaba de ellos un comportamiento digno, sobre todo mientras cumplían con su deber. Siendo así, ¿por qué tuvo Sophie la extraña experiencia de topar con un doctor como Jemand von Niemand en estado de embriaguez, bizco de tanto empinar el codo, y tan desaseado que aún llevaba en la solapa de su guerrera unos granos de arroz grasiento, muestra, probablemente, de una larga y bien regada comida? Tal actitud había de ser muy peligrosa para el doctor.
Siempre he supuesto que, cuando coincidió con Sophie, el doctor Jemand von Niemand estaba sufriendo la mayor crisis de su vida: se estaba desastillando como el bambú, se desintegraba en el instante en que con más fuerza deseaba alcanzar la salvación espiritual. Sólo puede especularse sobre los últimos tiempos de la carrera de Von Niemand, pero si era igual a su jefe Rudolf Höss, y a la mayoría de los miembros de las SS, era de suponer que se había declarado Gottgläubiger, es decir, que había rechazado el cristianismo para conservar una especie de teísmo. Pero ¿quién podía creer en Dios ejerciendo al mismo tiempo su profesión científica en un ambiente tan repugnante y desalmado? Después de esperar la llegada de incontables trenes procedentes de todos los rincones de Europa y separar luego los que estaban en buenas condiciones físicas de la patética horda de tullidos, ciegos, débiles mentales y espasmódicos, y de la interminable muchedumbre de viejos y niños desamparados, seguramente no ignoraba que la criminal empresa en que colaboraba (algo así como una enorme máquina de matar que regurgitaba pellejos que habían sido humanos) era una burla y una negación de Dios. Además, en el fondo era un vasallo de la IG Farben. Era imposible que pudiera conservar su fe permaneciendo en un lugar como aquél. No tenía otro remedio que reemplazar a Dios por la fe en la omnipotencia de los negocios. Puesto que una parte abrumadora de aquellos que dependían de su juicio eran judíos, debió de sentirse aliviado cuando llegó de nuevo la orden de Himmler en el sentido de que todos los judíos, sin excepción, fueran exterminados. Ya no se necesitaría su criterio selectivo. Esto lo apartaría de los horribles andenes y le permitiría entregarse a actividades médicas más normales. (Puede ser difícil de creer, pero la inmensidad y complejidad de Auschwitz permitía alguna labor médica benigna, además de los indescriptibles experimentos que allí se realizaban; trabajos espeluznantes que, por otra parte, el doctor Von Niemand —suponiéndole cierto grado de sensibilidad— habría rehuido.)
Pero las órdenes de Himmler pronto fueron sustituidas por contraórdenes. Se necesitaba carne para llenar las insaciables fauces de la IG Farben, y el atormentado doctor tuvo que volver al andén. La selección comenzó de nuevo. Al cabo de poco tiempo, sólo los judíos serían enviados a las cámaras de gas. Pero hasta que llegaran las órdenes finales, tanto los judíos como los «arios» tendrían que pasar por la selección. (Habría caprichosas excepciones, como los judíos procedentes de Malldnia.) Un renovado horror que roía el alma del doctor amenazaba con hacer trizas su razón. Comenzó a beber, a comer desmedida y chapuceramente, y a echar en falta a Dios. Wo, wo ist der lebende Gott? ¿Dónde está el Dios de mis padres?
Sospecho que, por fin, un día daría con la respuesta, y que la revelación le llenaría de felicidad. Tendría que ver con la cuestión del pecado o, más bien, con la ausencia del mismo, y también con su verificación de que la ausencia de pecado y la ausencia de Dios estaban inseparablemente entrelazadas. ¡Una carencia total de pecado! Había sufrido fastidio y ansiedad, incluso repugnancia, pero nunca el menor sentimiento de pecado como consecuencia de los bestiales crímenes en que había tenido que participar; ni había creído que al mandar a miles de infelices inocentes a la muerte hubiese transgredido la ley divina. Todo había sido increíblemente monótono. Y nada más. Toda su depravación había sido practicada en un impecable vacío y con metódica impiedad mientras su alma sentía sed de beatitud.
Nada era, pues, tan difícil como recobrar su creencia en Dios, y al mismo tiempo afirmar su capacidad humana para el mal; bastaba con cometer el más cruel de los pecados que pudiese concebir. La bondad podría venir después. Pero ante todo un gran pecado. Un pecado cuya magnificencia residiera en su sutil magnanimidad: una elección. Al fin y al cabo, estaba facultado para tomar a los dos niños. Ésta es la única manera en que he podido explicar lo que el doctor Jemand von Niemand hizo a Sophie cuando ella apareció con sus dos hijos en el andén de Auschwitz el primero de abril, Día de los Inocentes, mientras el desenfrenado ritmo del tango La cumparsita redoblaba y matraqueaba desafinadamente en la creciente oscuridad.