14

Nathan volvió a unirse a nosotros con facilidad y en el momento oportuno.

Después de la agradable y emocionante reconciliación que nos juntó a los tres de nuevo, una de las primeras cosas que recuerdo fue ésta: Nathan me dio doscientos dólares. Dos días después de nuestro reencuentro, cuando ambos se hubieron instalado en sus antiguas habitaciones del piso de arriba y yo guarecido otra vez en mi rosado refugio, Nathan supo por Sophie que me habían robado. (En honor a la verdad, Fink no era el culpable. Nathan advirtió que la ventana de mi cuarto de baño había sido forzada, cosa que Morris no habría tenido necesidad de hacer, y que a mí me hizo sentir vergüenza de mi maliciosa sospecha.) La semana siguiente, al volver de almorzar en un autoservicio de la Ocean Avenue, encontré sobre mi escritorio su cheque, por una suma que en mi estado de virtual indigencia sólo podía calificarse de fabulosa. Unida al cheque con un sujetapapeles, había la siguiente nota escrita a mano: «Para mayor gloria de la literatura del Sur». Naturalmente, aquel dinero fue una bendición de Dios, pues afianzó mi situación económica en un momento en que empezaba a sentirme frenéticamente angustiado por mi inmediato futuro. Me era imposible devolverle aquel dinero. Pero mis varios y ancestrales escrúpulos me prohibían aceptarlo como un regalo.

Por lo tanto, después de mucha palabrería y de una larga y amistosa discusión, llegamos a lo que podría llamarse un compromiso. Los doscientos dólares serían considerados como un regalo mientras yo fuera un escritor que no hubiese publicado nada, pero si al terminar mi novela encontraba editor y ello me rendía lo suficiente como para aliviarme de la presión económica, entonces, y sólo entonces, aceptaría Nathan cualquier devolución que quisiera hacerle (sin interés). Desde lo más recóndito de mi mente, una queda y maliciosa vocecita me dijo que aquella liberalidad era el procedimiento elegido por Nathan como reparación por su terrible ataque contra mi libro cinco noches antes, cuando, tan dramática y cruelmente, nos proscribió a Sophie y a mí de su existencia. Pero descarté aquel pensamiento por inmerecido, especialmente cuando Sophie me dijo que sin duda el desequilibrio producido en él por las drogas en aquellos momentos le había hecho decir cosas odiosas e irresponsables, palabras que, con toda evidencia, ya no recordaba. Palabras que —yo también estaba seguro de ello— se habían borrado de su memoria, lo mismo que su loca y destructiva conducta. Además, había resucitado mi devoción por Nathan, al menos por el Nathan seductor, generoso y lleno de vida que había limpiado su entorno de demonios. Y puesto que era ese Nathan el que había vuelto a nosotros, un Nathan bastante pálido y ojeroso, pero al parecer purgado de todos los horrores que lo habían poseído aquella reciente noche, el renacido afecto fraternal que sentía por él no podía ser más auténtico y sincero; mi entusiasmo sólo iba a ser superado por la reacción de Sophie, cuya desbordante alegría solamente podía calificarse de delirio controlado, muy emocionante de contemplar. Pero su renovada e inagotable pasión por Nathan me asustó un poco. Sophie había olvidado o perdonado por completo los insultos y malos tratos recibidos de él. Estoy seguro de que lo habría acogido en su regazo con aquella avidez e incauta indulgencia aunque hubiera sido un pervertidor de menores convicto o un sanguinario y truculento asesino.

Yo no sabía dónde había pasado Nathan los días y noches que nos separaban de su terrible golpe teatral en el Maple Court, aunque algunas fugaces alusiones de Sophie me hicieron creer que había buscado refugio en casa de su hermano, en Forest Hills. Pero su ausencia y su paradero durante aquellos días parecían no importar; del mismo modo, su devastador atractivo pareció reducir la importancia de las injurias que tan recientemente había volcado contra Sophie y contra mí mismo; ultrajes infligidos con tanta animosidad y rencor que nos hicieron sentir físicamente enfermos. Hasta cierto punto, la intermitente adicción de Nathan por las drogas que Sophie me había descrito de modo tan vivido y angustioso, hizo que ahora, a su regreso, me sintiera más atraído hacia él. Desde la perspectiva de mi romántica reacción, su lado demoníaco —aquel mister Hyde que lo poseía y le devoraba las entrañas de vez en cuando— parecía en aquel momento una parte integral y compulsiva de su extraño genio, que yo aceptaba casi sin temer que aquellos frenéticos arrebatos pudiesen repetirse en el futuro. Sophie y yo éramos —digámoslo sin rodeos— muy fáciles de dominar. Bastaba que Nathan hubiera entrado de nuevo en nuestras vidas trayéndonos lo mejor que conocíamos de él —optimismo, generosidad, energía, diversión, magia y amor— y que creíamos haber perdido para siempre. En realidad, su regreso al Palacio Rosado y su reinstalación en el nido de amor del piso de arriba me parecieron una cosa tan natural que hoy día no puedo recordar cuándo ni cómo volvió a transportar a su habitación todos los muebles, vestidos y demás pertenencias que se llevó aquella famosa noche, y que volvió a colocar en su sitio de modo que nadie hubiera dicho que aquellas cosas lo habían acompañado en su tormentosa y precipitada marcha.

Todo volvía a ser como antes. Comenzó de nuevo la rutina diaria como si nada hubiera pasado, como si el violento furor de Nathan no hubiese estado a punto de destruir para siempre nuestra camaradería y felicidad tripartitas. Nos hallábamos en el mes de septiembre, con el calor del verano todavía cerniéndose sobre las calles del barrio en forma de una fina y deslumbradora neblina. Cada mañana, Nathan y Sophie tomaban separadamente sus respectivos trenes subterráneos en la estación del metro de Church Avenue: él para dirigirse a su laboratorio de la Pfizer; ella al consultorio del doctor Blackstock, en la parte céntrica de Brooklyn. Y yo volvía, lleno de felicidad, a mi sencillo y pequeño escritorio de madera de roble. No me permitía a mí mismo que Sophie me obsesionara como objeto amoroso, cediéndola de buen grado al mayor de nosotros, a quien tan justa y naturalmente pertenecía, y reconociendo una vez más que mis pretensiones de llegar a su corazón habían sido a lo sumo la modesta actuación de un aficionado. Así, sin la posibilidad de que Sophie me hiciera vagar vanamente por el mundo de la fantasía, había vuelto a mi interrumpida novela animado de renacidos propósitos. Naturalmente, no me era posible ahuyentar el extraño hechizo y, hasta cierto punto, la depresión ocasional, que había dejado en mi espíritu todo lo que Sophie me contó sobre su pasado. Pero generalmente hablando, cada vez me fue más fácil sacarme de la cabeza aquella historia. La vida debía continuar. Además, había entrado en una fase de tremendo entusiasmo creativo y tenía plena conciencia de que también mi propia crónica trágica debía contarse y ocupar enteramente mis horas de trabajo. Posiblemente inspirado por el apoyo económico de Nathan —siempre la mejor forma de fortalecer el ánimo de un artista creativo—, me había puesto a trabajar con increíble velocidad, corrigiendo y puliendo sobre la marcha y gastando con no menos rapidez mis lápices Venus Velvet mientras cinco, seis, siete e incluso ocho o nueve páginas amarillentas se apilaban en mi mesa después de una larga mañana de labor.

Y (dejando a un lado los efectos del dinero) Nathan volvió de nuevo al papel de hermano protector, de mentor, de crítico constructivo y de querido amigo mayor a quien siempre podía recurrir, que yo había aceptado con respeto desde el primer momento. Y de nuevo comenzó a absorber mi prosa excesivamente elaborada llevándose el original a su habitación para leer el trabajo de varios días consistente en veinticinco o treinta hojas y volver, algunas horas después, generalmente sonriendo y casi siempre dispuesto a darme lo que más necesitaba: elogios. Aunque, a decir verdad, rara era la vez en que éstos no iban honestamente salpicados de una buena dosis de dura crítica; su percepción de la frase renqueante a causa de un ritmo poco ágil, de la reflexión sofisticada, del regodeo onanista, de la metáfora poco feliz, era increíblemente aguda. Pero por lo general daba sinceras muestras de sentirse cautivado por la oscura fábula del Tidewater, por el paisaje y el clima, que yo intentaba describir con toda la pasión, precisión y cariño de que era capaz mi joven talento en eclosión, por el pequeño y trastornado grupo de personajes que tomaban vida en mis páginas a medida que los conducía, presos de enfermiza ansiedad, en su funéreo viaje a través de las tierras bajas de Virginia, y finalmente, de modo aún más genuino, por alguna fresca visión del Sur que (a pesar de la influencia de Faulkner, que él detectaba y yo admitía enseguida) sólo era —como Nathan decía— «electrizantemente» mía. Y yo gozaba en secreto ante el hecho de que, mediante la alquimia de mi arte, parecía ir convirtiendo el prejuicio de Nathan contra el Sur en algo semejante a aceptación o comprensión. Advertí que ya no me dirigía sus acostumbradas pullas sobre los labios leporinos, la tiña, los linchamientos, los caciques y la esclavitud rural. Era evidente que mi obra había empezado a afectado bastante. Su reacción, pues, me conmovió y no hizo sino aumentar la admiración y respeto que sentía por él.

—Esa escena de la fiesta campestre me parece estupenda —me dijo un sábado por la tarde mientras me hallaba sentado ante los papeles en mi habitación—. Especialmente ese pequeño diálogo entre la madre y la doncella negra. No sé…, me parece muy acertado. Y esa atmósfera del verano sureño… No sé cómo lo haces.

Me pavoneé —sólo interiormente—, murmuré unas palabras de agradecimiento y me eché al gaznate parte de una lata de cerveza.

—No me sale mal del todo —le dije, consciente de mi forzada modestia—. Me alegra que te guste, me alegra mucho.

—Tal vez debería ir al Sur —dijo—, para ver cómo es. Eso que escribes me abre el apetito. Tú serías el guía. ¿Qué te parece, amigo mío? Una gira por la vieja Confederación.

La idea me hizo brincar de alegría.

—¡Me parece muy bien! —respondí—. ¡Sería fabuloso! Podríamos comenzar en Washington y seguir hacia abajo. Tengo un amigo de la escuela que es un enamorado de la guerra civil; colecciona todo lo que puede sobre ella. Podríamos ir a verlo: seguro que nos acompañaría en nuestra visita a todos los campos de batalla del norte de Virginia. Manassas, Fredericksburg, la zona boscosa de Wilderness, Spotsylvania. Entonces tomaríamos un coche y bajaríamos hacia Richmond, veríamos Petersburg, y nos dirigiríamos hacia la granja de mi padre en Southampton County. Dentro de poco, van a cosechar los cacahuetes…

Podría asegurar que Nathan se entusiasmó inmediatamente con mi propuesta, pues asintió con movimientos de cabeza cada vez más vigorosos a medida que yo iba embelleciendo todos los aspectos del viaje que describía anticipadamente. Yo consideraba la excursión educativa, seria y completa, además de divertida. Después de Virginia, la región costera de Carolina del Norte, donde se crió mi querido papá, luego Charleston, Savannah, Atlanta, y un lento recorrido por el corazón de Dixieland, las dulces entrañas del Sur —Alabama, Misisipi—, para terminar en Nueva Orleans, donde las ostras más llenas y jugosas valían dos centavos la pieza, donde el gombo era sensacional y los sabrosos langostinos iban tirados.

—¡Vaya viaje! —exclamé, abriendo una lata de cerveza—. Cocina sureña. Pollo frito. Tocino con guisantes. Farro. Jamón del país con salsa aguardentosa. El gourmet de Nathan se volverá loco de felicidad.

Me sentía maravillosamente eufórico a causa de la cerveza. El calor del día era sofocante, pero una ligera brisa procedente del parque que golpeaba la persiana de la ventana abierta de mi habitación refrescaba un poco el ambiente. A través del rumor de aquel suave golpeteo, oía los sones beethovenianos procedentes del piso de arriba. Los había iniciado, por supuesto, la mano de Sophie, que se hallaba en su habitación tras su media jornada de trabajo del sábado y que tenía la costumbre de poner en marcha el tocadiscos a toda potencia mientras se duchaba. Advertí, mientras prolongaba más de la cuenta mi fantasía sureña, que hablaba con demasiado énfasis, que cada una de mis palabras sonaba con un tono que me hacía parecer un profesional del Sur, ese tipo de persona cuya actitud aborrecía casi tanto como la del insolente neoyorquino condicionado por el falso liberalismo y la animosidad automática contra el Sur que tantos momentos desagradables me había deparado. Pero en aquel momento no me importaba; estaba entusiasmado después de una mañana de trabajo muy productivo, y el hechizo del Sur (a cuyas imágenes y sonidos había dado tan dolorosamente forma escrita, sudando sangre directamente salida de mi corazón) me hacía sentir ora un éxtasis menor, ora una angustia mayor. Por supuesto, ya había experimentado antes con cierta frecuencia aquel agridulce vaivén —cuyo ejemplo más reciente era el arrebato de meridionaliclad, mucho menos sincero que éste, durante el cual mi zalamería sureña no había conseguido proyectar ni pizca de su embrujo sobre Leslie Lapidus—, pero aquella tarde mi estado de ánimo parecía especialmente frágil, trémulo, translúcido; tenía la sensación de que, a pesar de mi exaltación, podía disolverme de un momento a otro en un mar de genuinas lágrimas. Entretanto el bello adagio de la Cuarta Sinfonía, que seguía bajando sobre nosotros como el sereno e inmutable latido de un pulso humano, contrastaba de forma discordante con mi desenfrenada perorata.

—Tienes razón, amigo mío —oí que decía Nathan detrás de mí desde su sillón—. Ya es hora de que vea el Sur, ¿sabes? Algo que dijiste a principios de verano sobre el Sur hizo mella en mí. O quizá debiera decir que tiene que ver con el Norte y el Sur. Recuerdo que durante una de las discusiones que solíamos tener dijiste algo referente a que los sureños, por lo menos, se habían arriesgado en el Norte, habían venido a ver cómo era, mientras que muy pocos norteños se habían tomado la molestia de viajar al Sur para ver cómo eran aquellas tierras de allá abajo y lo que allí sucedía. Recuerdo que hiciste mención de lo satisfechos que parecían sentirse los del Norte con su voluntaria y pretenciosa ignorancia. Dijiste que no era otra cosa que arrogancia intelectual. Lo dijiste con estas mismas palabras, que me parecieron terriblemente fuertes en aquel momento, pero luego comencé a ver que tenías razón. —Hizo una pausa y luego añadió con verdadera pasión—: Yo confieso tener esa ignorancia. ¿Cómo puedo haber detestado un lugar que no he visto ni conocido jamás? Me has convencido. ¡Haremos ese viaje!

—Bendito seas, Nathan —contesté, radiante de afecto y de Rheingold.

Con la cerveza en la mano, me dirigí al cuarto de baño para orinar. Estaba un poco más bebido de lo que creía. Mojé todo el asiento del retrete. Por encima del ruido del salpicarte chorro oí la voz de Nathan:

—A mediados de octubre, me corresponde hacer los días de vacaciones que aún me debe el laboratorio, y por aquellas fechas deberás de tener ya un buen montón de hojas escritas. Es probable que necesites tomarte un respiro. ¿Por qué no planeamos el viaje para entonces? Sophie no ha tenido un solo día de descanso desde que trabaja con aquel matasanos; será pues justo que se tome por lo menos un par de semanas como yo. Puedo pedir a mi hermano que me preste el coche, el convertible. No va a necesitarlo, acaba de comprarse un Oldsmobile. Saldremos de aquí para Washington…

Mientras él hablaba, mi mirada descansaba en el armario-botiquín, el escondrijo que tan seguro me había parecido hasta el reciente robo de que había sido víctima. ¿Quién había sido el ladrón, me pregunté, considerando que Morris Fink había quedado descartado del delito? Algún desvalijador de Flatbush; nunca faltaba algún amigo de lo ajeno que estuviera al acecho. En realidad, ya no me importaba la personalidad del delincuente, pero observé que la rabia y el disgusto que había sentido hasta aquel momento iban siendo sustituidos por una extraña y compleja intranquilidad respecto al dinero hurtado, el cual, al fin y al cabo, había sido producto de la venta de un ser humano. ¡Artiste! Una propiedad de mi abuela que había contribuido a mi salvación. De hecho, era Artiste, el muchacho esclavo, quien me había facilitado los medios para poder vivir en Brooklyn buena parte de aquel verano; con el sacrificio postumo de su carne y su pellejo había contribuido en gran manera a mantenerme a flote durante las primeras etapas de mi libro; por lo tanto, el hecho de que Artiste hubiera dejado de apoyarme quizá podía atribuirse a la justicia divina. Mi supervivencia ya no estaría asegurada por unos fondos manchados con una gran culpa durante más de un siglo. Hasta cierto punto me alegraba de no disponer ya de aquel sangriento dinero, de haber perdido toda relación con la esclavitud.

Sin embargo, ¿era posible que me librara alguna vez de las imágenes de esclavitud que persistían en mi mente? Se me hizo un nudo en la garganta y susurré, ahogando un grito: «¡Esclavitud!». Algo en mi interior me impelía a escribir sobre ella, a hacer que me revelara sus ocultos y atormentados secretos, del mismo modo que me sentía obligado a escribir sobre los herederos de una institución que en aquel momento, en los años cuarenta, forcejeaba aún en medio del aberrante apartheid del Tidewater virginiano…, a escribir sobre la querida y endemoniada familia burguesa del Nuevo Sur que iba tomando vida en las páginas de mi libro, cuyos gestos y movimientos sólo podían tener lugar —había comenzado a percatarme de ello— en presencia de una inmensa y pensativa multitud de testigos negros, surgidos de las entrañas del cautiverio. ¿Y acaso no continuábamos todos nosotros, blancos y negros, todavía esclavizados? Sabía que la fiebre que dominaba mi mente y las más inquietas regiones de mi ser me harían sentir encadenado por la esclavitud mientras siguiera siendo escritor. Entonces, de repente, a través de un suave, indolente y algo espirituoso viaje mental que me llevó de Artiste a mi padre, luego a la visión de un bautismo negro con ropajes blancos en el lodoso río James, y luego de nuevo a mi padre mientras roncaba en el hotel McAlpin, pensé en Nat Turner, y me sentí traspasado por un dolor nostálgico tan intenso que tuve la sensación de que era empalado con una lanza. Salí del cuarto de baño con una precipitación tan inesperada y una expresión tan destemplada en mis labios, que desconcerté a Nathan.

—¡Nat Turner! —dije.

—¿Nat Turner? —contestó Nathan, perplejo—. ¿Quién diablos es Nat Turner?

—Nat Turner —le expliqué— era un esclavo negro que, en el año 1831, mató a unas sesenta personas blancas…, ninguna de ellas judía, podría añadir. Vivía cerca de mi ciudad natal, junto al río James. La granja de mi padre se halla exactamente en medio del lugar donde llevó a cabo su sangrienta revuelta.

Y entonces comencé a contar a Nathan lo poco que yo sabía respecto a aquel prodigioso personaje negro, cuya vida y hechos quedaron sepultados en tal misterio que su misma existencia era apenas recordada por la gente de aquella apartada región, y menos aún por el resto del mundo. Mientras yo hablaba, Sophie entró en la habitación, pulcra, fresca, sonrosada y francamente hermosa, y se sentó en el brazo del sillón de Nathan. También escuchó enseguida mis palabras con cariñoso interés, lo que no le impidió acariciar entretanto la espalda de Nathan. Pero pronto terminé, pues me di cuenta de que era muy poco lo que podía decir sobre aquel hombre; surgió de pronto de la oscuridad de la historia para cometer su gigantesca y cataclísmica proeza, que tuvo caracteres de cegadora explosión, y luego se desvaneció tan enigmáticamente como había aparecido, sin dejar rastro de su identidad o de su imagen; nada quedó, salvo su nombre. Tenía que ser descubierto de nuevo, y aquella tarde, mientras hablaba de él a Nathan y a Sophie con un entusiasmo no ajeno a la cerveza que había bebido, me di cuenta por primera vez de que debía escribir sobre él y hacerlo mío: volver a crearlo para todo el mundo.

—¡Es increíble! —me oí decir con alcohólica alegría—. Has intuido algo, Nathan, que yo sólo había comenzado a ver. Voy a escribir un libro sobre ese esclavo. El momento que hemos elegido para nuestro viaje no puede ser más oportuno. Llegaré a un punto, en esa novela, en que podré interrumpir mi trabajo después de haber producido una buena cantidad de hojas y sin preocupaciones en cuanto a su continuación. Será precisamente entonces cuando podremos iniciar el recorrido previsto y además, cuando bajemos a Southampton, visitar el escenario de la hazaña de Nat Turner, hablar con la gente y observar con detención todas las casas antiguas y otros sitios de interés para mi propósito. Podré así empaparme del ambiente de aquel lugar, tomar todas las notas necesarias y recoger toda la información que pueda. Será mi próximo libro, una novela sobre Nat. Entretanto, tú y Sophie añadiréis algo muy valioso a vuestra ilustración. Será una de las partes más fascinantes de nuestra gira…

Nathan rodeó a Sophie con el brazo y le dio un enorme achuchón.

—Stingo —dijo—, me será difícil esperar. Saldremos para el Sur en octubre, tan pronto como comencemos las vacaciones. —Entonces dirigió los ojos hacia Sophie: la mirada de amor que cambiaron (la fusión de sus ojos entre sí, fugaz pero maravillosamente intensa) fue para mí tan embarazosamente íntima que me volví hacia otro lado—. Qué… ¿Se lo decimos? —preguntó a Sophie.

—¿Por qué no? —contestó ella—, Stingo es nuestro mejor amigo. Y espero que también nuestro mejor padrino. ¡Nos casamos en octubre! —dijo en el colmo de la alegría—. Por lo tanto, ese viaje será también nuestra luna de miel.

—¡Dios Todopoderoso! —exclamé—. ¡Felicidades! —Me acerqué al sillón en dos zancadas para besarlos: primero a Sophie, cerca de la oreja, aspirando una arrebatadora fragancia de gardenia, y luego a Nathan, a un lado de su noble nariz—. Es lo más maravilloso que podía oír —murmuré, convencido de lo que decía, habiendo olvidado totalmente cómo, en el pasado reciente, parecidos instantes de éxtasis, con su promesa de momentos aún más deliciosos, habían sido casi siempre un fulgor que había cegado los ojos a un súbito y brutal desastre.

Unos diez días después de todo eso, durante la última semana de septiembre, recibí una llamada telefónica de Larry, el hermano de Nathan. Una mañana me quedé sorprendido cuando Morris Fink me dijo que bajase al vestíbulo para ponerme al teléfono porque alguien preguntaba por mí, cosa inusitada. Pero aún me sorprendió más que la persona que quería hablar conmigo fuese un hombre a quien, pese a lo mucho que me habían hablado de él, no conocía personalmente. La voz que me llegó a través del auricular era agradable y afectuosa —parecía la de Nathan, aunque con un acento brooklyniano más marcado—, y no noté nada de particular hasta el momento en que adquirió cierto tono de apremio para preguntarme si podíamos concertar una entrevista lo antes posible. Dijo que prefería no venir a la casa de la señora Zimmerman, por lo que me rogaba que fuera a visitarlo a su casa de Forest Hills. Añadió que no creía necesario decir que el motivo de la reunión que solicitaba era Nathan… y que la consideraba urgente, Sin dudar un instante, dije que tendría mucho gusto en verlo, y acordamos que nos encontraríamos en su casa a última hora de la tarde de aquel mismo día.

Me perdí, casi sin esperanzas de encontrar el buen camino, en el laberinto de túneles del metro que une los distritos de Kings y Queens, no tomé el autobús que debía y finalmente fui a parar a una desolada extensión cercana a la bahía de Jamaica, en Long Island, con lo que llegué una hora más tarde de lo previsto; pero Larry me recibió con enorme cortesía y cordialidad. Me dio la bienvenida a la puerta de un amplio y confortable apartamento situado en un barrio que me pareció bastante distinguido. Podía decirse que no había conocido nunca a nadie que me atrajera de un modo tan real e inmediato. Era algo más bajo y visiblemente más rechoncho que Nathan y, por supuesto, de más edad: se parecía a su hermano de modo impresionante, pero la diferencia entre los dos se percibía enseguida porque todo lo que en Nathan era energía nerviosa, fugacidad y un comportamiento imposible de predecir, en Larry era calma, suavidad de palabra, casi flema, con unas maneras que inspiraban confianza y seguridad y que, aun cuando debían de formar parte de su fachada de doctor, me hicieron pensar que obedecían también a una indudable fuerza y honradez de carácter. Me tranquilizó en el acto cuando quise disculparme por mi tardanza y me ofreció amablemente una botella de cerveza canadiense Molson’s diciendo:

—Sé por Nathan que es usted un buen conocedor de bebidas malteadas —y mientras nos sentábamos en sendos sillones frente a una espaciosa ventana abierta, desde la que se dominaba un encantador complejo de edificios estilo Tudor cubiertos de hiedra, sus palabras me ayudaron a convencerme de que habíamos congeniado enseguida—. No creo necesario decirle que Nathan lo tiene a usted en gran estima —siguió diciendo Larry—, y en parte es por lo que le he pedido que viniera aquí. Me consta que, durante el tiempo relativamente corto que él lo conoce, se ha convertido usted en su mejor amigo. Me ha hablado de su trabajo, de lo buen escritor que considera que es. No encuentra palabras para elogiarlo. Hubo un tiempo, ¿sabe? (supongo que ya se lo habrá dicho), en que él pensó seriamente en ser escritor. Habría sido lo que hubiese querido… si le hubiesen ayudado las circunstancias. De todos modos, estoy seguro de que ha tenido usted ocasión de advertir la acertada sutileza de sus juicios literarios, y creo que le gustará saber que mi hermano no sólo cree que está usted escribiendo una novela estupenda, sino que piensa que el mundo de usted es, bueno…, fantástico.

Asentí con un movimiento de cabeza y dije, con un carraspeo, un par de palabras más bien ambiguas mientras me invadía una ola de satisfacción. ¡Dios mío, con qué avidez absorbí aquellas alabanzas! Lo que no impidió, claro, que siguiese intrigado por el objeto de mi visita. Lo que dije entonces — ahora me doy cuenta de ello— nos llevó a centrar nuestra atención en Nathan con mayor rapidez que si hubiésemos seguido hablando de mi talento y mis virtudes personales:

—Tiene usted razón en lo que dice de Nathan. Es algo muy poco común, ¿sabe?, encontrar a un científico que se interese como él por la literatura y, mucho menos, que posea su enorme comprensión de los valores literarios. Quiero decir que un hombre como él, un biólogo, un investigador de primera categoría al servicio de una enorme compañía como la Pfizer…

Lany me interrumpió suavemente, con una sonrisa que no podía ocultar la pena que había detrás de su plácida expresión:

—Perdóname, Stingo… Creo que puedo tutearte, ¿verdad? Perdóname, pero quiero decirte algo sin rodeos, junto con otras cosas que también debes saber. Nathan no es biólogo, ni investigador. No puede llamársele científico; jamás ha sido graduado en nada. Todo lo que dice al respecto es simple invención. Lo siento, pero más vale que lo sepas.

¡Dios mío! ¿Era mi destino el de ir por la vida como un crédulo y confiado bobalicón, sorprendido a cada paso por la falsedad de las personas de mi mayor aprecio? No bastaban las mentiras que Sophie no había parado de soltarme. Era preciso que Nathan también…

—No comprendo —comencé—, ¿quiere decir que…?

—Quiero decir lo que has oído —volvió a interrumpir Larry sin perder su tono cordial—. Quiero decir que todo eso de la biología es una farsa de mi hermano…, una tapadera, nada más que eso. Bueno, él va a la Pfizer todos los días. Trabaja allí, sí, pero en la biblioteca de la compañía; disfruta de una sinecura que poco le exige y que le permite leer cuanto quiere sin que nadie se preocupe por ello. Ocasionalmente, hace alguna pequeña investigación, una búsqueda de datos, para alguno de los verdaderos biólogos de la compañía. Su farsa no perjudica a nadie, al menos por ahora. Nadie tiene conocimiento de ella y menos que nadie esa dulce amiguita suya, Sophie…

Nunca me había encontrado tan cerca de perder la palabra.

—Pero cómo… —me esforcé por articular.

—Uno de los principales directivos de la compañía es amigo íntimo de nuestro padre. Nos hizo un gran favor. Comprendió enseguida la situación: cuando Nathan no ha perdido el control de sí mismo, hace a la perfección el poco trabajo que se le exige. Al fin y al cabo, como bien sabes, Nathan da a veces muestras de una brillantez sin límites; incluso se comporta, en alguna ocasión, como un verdadero genio. Sólo sucede que no funciona como es debido, no siempre está en sus cabales. Siempre fue así. No tengo la menor duda de que habría brillado fantásticamente en cualquier cosa que hubiera intentado. Literatura. Biología. Matemáticas. Medicina. Filología. Lo que fuese. Pero su mente siempre falló. —Larry mostró de nuevo su débil y dolorida sonrisa y apretó entre sí las palmas de las manos—. La verdad es ésta: mi hermano está completamente loco.

—Dios mío… —murmuré.

—Paranoico esquizofrénico; al menos así reza el diagnóstico, pero no estoy seguro de que esos especialistas del cerebro sepan realmente con qué tienen que habérselas. Sea lo que sea, se trata de uno de esos casos en que pueden transcurrir semanas, meses, incluso años, sin ninguna manifestación de anormalidad, y entonces, de pronto ¡cataplum!, desaparece la cordura. Lo que ha agravado terriblemente su estado en estos últimos meses son las drogas que ha ido tomando. Es algo de lo que quería hablarte.

—Dios mío… —volví a decir.

Allí sentado, mientras escuchaba las desgracias que Larry me contaba con increíble resignación y ecuanimidad, intenté calmar la agitación de mi cerebro. Me sentía herido por una emoción que casi podía llamarse angustia, y no habría sido mayor mi pena si me hubiese dicho que Nathan se estaba muriendo de una enfermedad física incurable. Agarrándome a los últimos restos sólidos que, a mi modo de ver, quedaban de mi ilusión, tartamudeé:

—¿Cómo es posible? Es tan difícil de creer… Cuando me hablaba de Harvard…

—Nathan jamás estuvo en Harvard. Nunca fue a la universidad. No porque no le sobrara capacidad mental para cualquier clase de estudios superiores, por supuesto. Por su cuenta, lleva leídos más libros de los que yo podré llegar a leer en toda mi vida. Pero cuando una persona está tan enferma como lo ha estado Nathan varias veces, no puede ajustarse a la continuidad necesaria para recibir una educación adecuada. Sus verdaderas escuelas han sido Sheppard Pratt, McLean’s, Payne Whitney y otras clínicas por el estilo. Ha estudiado en las escuelas más caras y divertidas que puedas imaginarte.

—Eso es horrible, y tremendamente triste —me oí susurrar—. Yo sabía que Nathan era… —vacilé.

—Quieres decir que sabías que no era una persona perfectamente estable. Que no era normal…

—Sí —contesté—, no hay que ser muy listo para advertirlo. Pero lo que yo no sabía era…, bueno, lo seria que era la cosa.

—Hubo un tiempo (un período de unos dos años cuando se hallaba cerca de los veinte) en que pareció completamente restablecido. Fue una ilusión, por supuesto. Nuestros padres vivían entonces en Brooklyn Heights; era aproximadamente un año antes de la guerra. Cierta noche, después de una furiosa discusión, Nathan se metió en la cabeza que debía quemar la casa; lo intentó y estuvo a punto de conseguirlo. Tuvimos que recluirlo por un largo período. Fue la primera vez…, y no sería la última.

Cuando Larry mencionó la guerra, me hizo recordar algo que me había intrigado desde que conocí a Nathan, pero que, al no tener ocasión de aclarar, había confinado entre otros interrogantes en el más remoto y polvoriento rincón de mi mente. Por su edad, Nathan tenía que haberse incorporado a su debido tiempo a las fuerzas armadas, pero como nunca me habló por propia iniciativa de su servicio militar, no quise tocar el tema; al fin y al cabo, era asunto suyo. Pero en aquel momento no pude resistir la pregunta:

—¿Qué hizo Nathan durante la guerra?

—Ay, obtuvo a duras penas la clasificación… Durante uno de sus períodos de lucidez intentó formar parte de las tropas paracaidistas, pero no pasó de los primeros ejercicios. No era apto para servir en ninguna parte. Se quedó en casa, leyendo a Proust y los Principia de Newton. Y sin dejar de hacer, de cuando en cuando, sus visitas al sanatorio mental.

Guardé silencio un buen rato, intentando asimilar lo mejor que pude una información que de modo tan concluyente confirmaba mis reparos en cuanto a Nathan, reparos y recelos que hasta entonces había conseguido reprimir por completo. Seguí sentado en el mismo sitio, cavilando en silencio, hasta que una hermosa mujer de pelo oscuro y unos treinta años entró en la habitación, se acercó a Larry y, tocándole el hombro, le dijo:

—Salgo un momento, querido.

Me levanté, y Larry me la presentó como su esposa Mimi.

—Encantada de conocerlo —dijo, dándome la mano—. Ojalá pueda ayudamos ayudando a Nathan. Nos preocupa mucho, ¿sabe? Nos habla de usted tan a menudo que, sin conocerlo personalmente, he llegado a considerarlo como un hermano menor.

Pronuncié unas palabras de cortesía, pero antes de que pudiera añadir cualquier otra cosa, dijo:

—Os dejo solos para que podáis hablar tranquilamente. Espero volver a verte, Stingo.

Era sorprendentemente bonita y agradable, y mientras observaba su partida, sus ondulantes y graciosos movimientos al alejarse sobre la gruesa alfombra de la habitación, percibí por primera vez el sobrio lujo de paredes revestidas de madera, la abundancia de libros y el ambiente acogedor, y se me oprimió el corazón. ¿Por qué, en vez de ser un torpe escritor sin blanca que aún no había publicado nada, no era un atractivo e inteligente urólogo judío bien pagado y con una mujer sexy?

—En realidad, no sé lo que Nathan ha llegado a contarte de sí mismo. O de su familia —siguió Larry, sirviéndome otra cerveza.

—No mucho —dije, momentáneamente sorprendido de que, en efecto, así fuera.

—No quiero fastidiarte con un exceso de detalles. Sólo te diré que nuestro padre hizo…, bueno, algún dinero. Sobre todo, enlatando sopas permitidas como alimento por la religión judía. Cuando llegó aquí procedente de Letonia, no hablaba una sola palabra de inglés, pero al cabo de treinta años su situación económica no era nada despreciable. Pobre hombre… En este momento se halla en una clínica de reposo…, muy cara, claro. Verás, Stingo, no quiero parecer vulgar. Sólo te hablo de estas cosas para que tengas una idea de la clase de cuidados médicos que la familia ha podido dar a Nathan. Se le han aplicado los mejores tratamientos que existen sin reparar en gastos pero nada ha dado resultado de manera definitiva.

Larry hizo una pausa y dio un profundo suspiro revelador de pesar y melancolía. Luego prosiguió:

—Y así es como estos últimos años ha estado entrando y saliendo de Payne Whitney, Riggs, Menninger y otros lugares parecidos, alternando con esos largos períodos de relativa calma en que se comporta tan normalmente como tú o yo. Cuando le conseguimos ese puesto en la biblioteca de la Pfizer, creíamos que había alcanzado una mejora permanente. Tales mejoras, o curaciones, se producen a veces. En realidad, hay un porcentaje razonablemente alto de curas definitivas. Allí parecía estar satisfecho de su trabajo, y aunque sabíamos que fanfarroneaba ante todo el mundo y que exageraba sin medida la categoría de su cargo, no le dábamos importancia porque con ello no perjudicaba a nadie. Incluso sus grandes farsas sobre la creación de una nueva maravilla médica eran por completo inofensivas. Aparte de esto, su juicio parecía más estable y daba muestras de hallarse camino de…, bueno, la normalidad. O de toda la normalidad que pueda alcanzar un chiflado. Pero ahí tenemos a esa dulce, triste, hermosa y engañada muchacha polaca que no puede vivir sin él. Pobre chica… Nathan me ha dicho que van a casarse… ¿Qué piensas de eso, Stingo?

—No puede casarse con ella. ¿Cómo puede hacerlo, siendo como es? —dije.

—Difícilmente. —Larry se detuvo un momento—. Aunque, por otra parte, ¿quién se atreve a advertirle en tal sentido? Si fuera rematadamente loco, podríamos, y deberíamos, apartarlo para siempre de la sociedad. Sería una lástima, peró eso lo solucionaría todo. La dificultad, que yo considero invencible, reside en esos largos períodos en que parece haber vuelto a la normalidad. ¿Y quién puede decir que una de estas largas mejoras no acabará por convertirse alguna vez en curación completa? Se registran muchos de estos casos. ¿Cómo puede inhabilitarse a un hombre impidiéndole que lleve una vida como los demás sólo por presumirse lo peor, por suponerse que volverá a la demencia total, cuando podría no darse tal caso? Pero supongamos también que se casa con esa linda muchacha y tienen un hijo. Y sigamos suponiendo que él vuelve entonces a enloquecer. ¡Qué injusto sería eso para…, bueno, para todos! —Tras un momento de silencio, me observó con una penetrante mirada y dijo—: Yo no tengo la respuesta. ¿La tienes tú? — Suspiró de nuevo y añadió—: A veces pienso que la vida es una horrible trampa.

Me revolví, nervioso, en mi sillón, de pronto tan tremendamente deprimido que tuve la sensación de que soportaba en mi espalda el peso de todo el universo. ¿Cómo podía decir a Larry que pocos días antes había visto a su hermano, a mi querido amigo, más cerca de la demencia que en cualquier otra ocasión? Durante toda mi vida había oído hablar de la locura, y la había considerado como un trastorno padecido por unos pobres diablos que rabiaban en remotas celdas acolchadas, con los cuales, por fortuna, nada tenía que ver; pero ahora estaba conviviendo con la locura.

—¿Y qué es lo que cree que puedo hacer? —pregunté—. Quiero decir que por qué…

—¿Por qué te he pedido que vinieses aquí? —me interrumpió amablemente—. Ni yo mismo estoy completamente seguro de saberlo. Creo que te he llamado porque pienso que podrías ayudarle a dejar las drogas. En este momento son el problema más acuciante que tiene Nathan. Si se mantuviera alejado de la Benzedrine, podría tener una buena oportunidad de enderezarse. Pero es poco lo que yo puedo hacer. Él y yo nos parecemos en muchos aspectos (me guste o no, soy para Nathan una especie de modelo), pero también sé que represento para él un personaje autoritario cuyas advertencias sólo puede recibir con hostilidad. Además, no le veo con suficiente frecuencia como para orientarle como yo quisiera. Pero tú…, tú sí que estás cerca de él, con la ventaja de que te respeta. Sólo me pregunto si sería posible que hallaras el modo de convencerle (quizá sea una palabra demasiado fuerte), de influir en él para que dejara esa porquería que puede llegar a matarle. También (y no te lo pediría si Nathan no se encontrara en una situación tan peligrosa) podrías observarle y tenerme al corriente de su estado por teléfono. Muy a menudo he perdido completamente el contacto con él, y a veces he desesperado de recuperarlo. Me prestarías, pues, un gran servicio si de vez en cuando me informaras de cómo sigue. ¿Crees que hay en todo esto algo irrazonable?

—No —respondí—, por supuesto que no. Me encantará ayudarle.

Y ayudar a Nathan. Y también a Sophie. Ya sabe el aprecio que les tengo a todos.

Algo me dijo que habíamos llegado al punto final del asunto que me había llevado allí, y me levanté para irme. Mientras daba la mano a Larry, le dije, en un murmullo que sólo pudo parecer, en lo más íntimo de mi conciencia, una expresión de desesperado optimismo:

—Creo que así las cosas irán mejor.

—Así lo espero —contestó Larry, pero la expresión de su rostro, apenada a pesar de sus esfuerzos por sonreír, me hizo ver que su optimismo era tan débil e injustificado como el mío.

Me temo que, poco después de este encuentro, fui culpable de una grave negligencia. La breve conversación que Larry había tenido conmigo no había sido otra cosa que una llamada de socorro por su parte; había recurrido a mí para que vigilara a su hermano e hiciera de enlace entre él —Lany— y el Palacio Rosado, para que le sirviera de centinela y fuese a la vez una especie de benigno perro guardián que pudiera morder suavemente los talones de Nathan para mantenerlo así en vereda. A pesar de su limitado optimismo, Larry contaba con que durante aquella delicada pausa en el período toxicomaníaco de Nathan yo podría calmarle, hacerle conservar la sensatez, y quizá conseguir en él algún cambio favorable y duradero. Al fin y al cabo, ¿no estaban para estos casos los buenos amigos? Pero yo le fallé (expresión no tan en uso entonces como ahora, pero perfectamente descriptiva de mi descuido o, para ser más exactos, de mi abandono). A veces me he preguntado qué habría sucedido si yo hubiese permanecido en escena durante aquellos días cruciales, si habría podido influir sobre Nathan y evitar su último deslizamiento hacia la ruina, y con demasiada frecuencia la contestación a mí mismo ha sido un desolador «sí» o «probablemente». Y, además, ¿no habría debido informar a Sophie, por desagradable que fuese, de lo que me había dicho Larry? Sin embargo, al haberme quedado sin saber a ciencia cierta lo que habría pasado, siempre he tendido a tranquilizarme con la débil excusa de que Nathan se hallaba al principio de una furiosa, inalterable y predeterminada caída en picado hacia el desastre…, una caída en que el destino de Sophie iba indisolublemente unido al suyo.

Una de las particularidades de aquel momento fue una pequeña ausencia mía, de menos de diez días. Si exceptuamos mi excursión con Sophie a aquella playa, a la Jones Beach, la salida a que ahora me refiero fue mi primer viaje más allá de los confines de Nueva York desde mi llegada a la metrópoli muchos meses antes. Y aun así, el lugar de mis improvisadas vacaciones se hallaba poco más allá de los límites de la ciudad: una pacífica y rústica casa en Rockland County a no más de media hora en coche del puente de George Washington. Todo esto fue el resultado de otra inesperada llamada telefónica, la de un antiguo amigo mío de la infantería de Marina que tenía el nombre —realmente poco excepcional— de Jack Brown, el abolicionista que en 1859 promovió un levantamiento de esclavos en Virginia. La llamada fue para mí una sorpresa total, y cuando pregunté a Jack cómo diantre me había seguido la pista, me dijo que le fue muy fácil encontrarme: telefoneó a Virginia y obtuvo de mi padre mi número de teléfono en Brooklyn. Me encantó oír de nuevo su voz: su cadencia sureña, tan rica y amplia como los fangosos ríos que cruzan las tierras bajas de Carolina del Sur donde nació mi amigo, cosquilleó en mi oído como una querida música de banjo no oída desde mucho tiempo atrás. Pregunté a Jack cómo le iban las cosas.

—Estupendo, chico, estupendo —contestó—, viviendo aquí arriba entre los yanquis. ¿Te gustaría venir a pasar unos días conmigo?

Yo adoraba a Jack. Hay amigos que se hacen en plena juventud, con una espontaneidad y una alegría de corazón que garantizan hacia ellos una fidelidad y un cariño eternos que, misteriosamente, no se encuentran en las amistades venideras por verdaderas que parezcan; Jack era uno de esos amigos. Era de espíritu brillante, compasivo, muy bien leído, con un notable don por la inventiva cómica y un maravilloso olfato por los impostores y los fanfarrones. Su ingenio, que era a menudo mordaz y se basaba muchas veces en un uso sutil de la retórica judicial (sin duda derivada en parte de la profesión de su padre, que era un distinguido juez), no paró de hacerme reír durante los agotadores días que pasamos en Duke, donde la infantería de Marina, empeñada en transformarnos de bisoños en guerreros de primera clase, intentó embucharnos en menos de un año la educación de dos, creando así una generación de graduados a medio cocer. Jack me superaba algo en edad: unos nueve meses que resultaron críticos, pues hicieron que fuera cronológicamente programado para entrar en combate, mientras que yo tuve la suerte de escapar con el pellejo intacto. Las cartas que me escribió desde el Pacífico —después de que las exigencias militares nos hubieran separado y él se estuviera preparando para el asalto a Iwo Jima en tanto que yo aún estudiaba tácticas de pelotón en los cenagales de Carolina del Norte eran admirables y largos documentos altamente satíricos y llenos de una hilaridad furiosa aunque resignada, unos escritos que yo consideré siempre de su exclusiva propiedad hasta que más tarde los vi resucitar milagrosamente en Trampa 22, la famosa novela de Josep Heller sobre la Segunda Guerra Mundial. Aun cuando fue horriblemente herido —entre otras cosas, perdió una pierna en Iwo Jima—, siguió conservando su buen humor, que yo sólo habría podido describir como exaltada alegría, manifiesto en las cartas que me escribió desde su cama del hospital, burbujeantes con una mezcla de joie de vivre y una causticidad propia de un Jonathan Swift. Estoy seguro de que sólo su poderoso estoicismo evitó la caída en una desesperación suicida. Su pierna artificial no pareció perturbarlo nunca lo más mínimo. Según decía, le daba una cojera más bien seductora, como la de Herbert Marshall.

Señalo todo esto sólo para dar una idea del notable encanto personal de Jack, y para poder justificar por qué acepté casi en el acto su invitación a costa de desatender mis obligaciones respecto a Nathan y Sophie. En Duke, Jack quiso convertirse en escultor, y después de sus estudios de posguerra en la Asociación de Estudiantes de Arte, se había trasladado a las tranquilas colinas situadas detrás de Nyack para dedicarse allí a moldear enormes objetos de hierro fundido y chapa metálica, ayudado por lo que podía llamarse —me confió sin la menor reticencia— una estupenda dote, pues la muchacha con quien se había casado era hija de uno de los más importantes industriales algodoneros de Carolina del Sur. Cuando, en el primer momento, vacilé en aceptar su ofrecimiento objetando que mi novela —que entonces llevaba muy buena marcha— podía resultar perjudicada con aquella brusca interrupción, puso fin a mis preocupaciones insistiendo en que su casa tenía una pequeña ala donde podría trabajar completamente aislado.

—Además —añadió—, la hermana de Dolores, mi esposa, está pasando una temporada con nosotros. Se llama Mary Alice. Tiene unos estupendos veintiún años y, créeme, amigo mío, es tan bonita que parece sacada de un cuadro. De una pintura de Renoir, diría yo. También es muy ansiosa.

No se me escapó en absoluto lá palabra «ansiosa». Le di todo su valor, aun cuando podría creerse fácilmente —dada mi patética esperanza perennemente renovada de lograr una plena satisfacción sexual, como consta ya en esta crónica— que yo ya no necesitaba nuevas incitaciones.

Mary Alice. Dios mío, Mary Alice… Pasaré a hablar de ella casi inmediatamente. La chica es importante para esta narración por el perverso efecto psíquico que ejerció en mí, un efecto que, por una vez, y a pesar de su compasiva brevedad, colorearía malignamente los últimos momentos de mi relación con Sophie.

En cuanto a Sophie y a Nathan, debo mencionar brevemente la pequeña fiesta que celebramos en el Maple Court la noche de mi partida. Tendría que haber sido un acontecimiento alegre —y para un observador ajeno a nuestro grupo pudo haberlo parecido—, pero hubo en ella dos cosas que me llenaron de inquietud y malos presagios. La primera fue la propensión de Sophie a la bebida. Durante los pocos días transcurridos desde el regreso de Nathan, Sophie se había abstenido, como pude observar, de sus whiskis, quizá sólo porque temía la imprevisible reacción de Nathan; en los «viejos tiempos», raramente había visto tomar a los dos más alcohol que su acostumbrada botella de Chablis. Pero ahora Sophie había vuelto a los excesos libatorios con que me sorprendió durante la ausencia de Nathan, echándose al gaznate trago tras trago de Schenley’s aunque, como de costumbre, no acusara perturbación alguna, aparte de cierta torpeza al hablar. Yo no tenía idea del porqué de aquel retorno a las andadas. No dije nada, por supuesto, pues Nathan era ostensiblemente el dueño de la situación, pero me preocupó mucho que Sophie estuviera dando pruebas de recaer tan rápidamente en lo que podía llamarse un vicio; pero lo que más me desconcertó fue que Nathan no pareciera darse cuenta de lo que sucedía, o que, si lo había advertido, no tomara las medidas de precaución requeridas por aquella desmedida manera de beber, potencialmente tan peligrosa. La segunda cosa de mal agüero vino poco después.

Aquella noche Nathan exhibió todo el encanto de su locuacidad y pidió para mí jarras y más jarras de cerveza hasta que empecé a sentirme achispado y a punto de hallarme en las nubes. Nos cautivó, a mí y a Sophie, con una serie de animadas y jocosas escenas teatrales marcadamente judías que había sacado de algún sitio y que nos ofreció en aquella ocasión con su genial estilo. Consideré que se hallaba en uno de los mejores momentos, en cuanto a normalidad física y mental, que había podido observarle desde los primeros días de nuestra amistad, meses antes de que pusiera cerco a mi conciencia y a mi corazón; me sentí realmente estremecido de placer en presencia de aquel ser humano tan divertido y animadamente atractivo. Pero cuando acabábamos de levantamos para regresar al Palacio Rosado, su tono se volvió serio y, mirándome desde aquella oscura región de la pupila del ojo donde yo sabía que acechaba la demencia, dijo:

—Hay una cosa que no he querido confiarte hasta ahora, para que tengas algo en que pensar mañana cuando te halles camino del campo. Cuando vuelvas, podremos celebrar una cosa realmente increíble. Es esto: mí equipo de investigación está a punto de anunciar una vacuna contra la po-lio-mie-li-tis —dijo haciendo una pausa para deletrear esa palabra que con tanto miedo se pronunciaba en aquellos tiempos.

¡Dios mío! Era el fin de la parálisis infantil. Se habían terminado las colectas públicas para combatirla. Nathan Landau acababa de convertirse en uno de los máximos benefactores de la humanidad. Las lágrimas acudieron a mis ojos. Iba a decir algo, pero de pronto recordé lo que Larry me había contado sobre su hermano y me quedé mudo, y así anduve en la oscuridad hasta llegar a la casa de la señora Zimmerman, mientras escuchaba la insensata y alambicada prédica de Nathan sobre cultivos de tejidos y células, y me detenía una vez para exorcizar el hipo de Sophie dándole una súbita palmada en la espalda, aunque seguí sin ánimos para hablar. No me lo permitía mi corazón, rebosante de piedad y de terror…

Me gustaría poder decir, aun después de tantos años, que mi estancia en Rockland County fue para mí un período relajante que me compensó de las preocupaciones sobre Nathan y Sophie; una semana o diez días de intenso y productivo trabajo amenizado con la alegre fornicación que las indirectas de Jack Brown me habían permitido imaginar. Tales actividades habrían constituido una merecida recompensa por la ansiedad que había sufrido y que, con evidente desamparo del cielo, volvería a padecer pronto en una medida que jamás hubiera creído soportable. Pero lo cierto es que recuerdo aquella visita, o la mayor parte de ella, como un fracaso cuyas pruebas irrefutables dejé registradas en la misma libreta en que antes había anotado mi aventura con Leslie Lapidus. Lógicamente, aquellas vacaciones campestres habrían tenido que ser el apacible y agradable acontecimiento que tan ardientemente ansiaba. Al fin y al cabo, no faltaba ninguno de los ingredientes esenciales: un atractivo, soleado y enorme caserón de estilo colonial holandés en medio del bosque, un encantador y joven anfitrión con su bella y simpática esposa, una cama, comodísima, abundancia de platos sureños, más cerveza, vino y licores de los que pudiera desear… y la sublime esperanza de la —por fin— consumación sexual en brazos de Mary Alice Grimball, la muchacha de radiante y perfecto rostro triangular con graciosos hoyuelos, de atractivos y húmedos labios casi siempre «ansiosamente» separados, de abundante cabellera color de miel, con un diploma de inglés del Converse College, y el más imponente y apetecible trasero que se hubiera visto de Spartanburg para arriba.

¿Podía haber más incitantes y prometedoras perspectivas? Ya me veía, pues, escribiendo provechosamente todo el día, sin otra conciencia del exterior que el agradable tintineo de las herramientas de mi amigo escultor y el olor de sabrosas frituras procedente de la cocina, notando cómo mi obra cobraba mayor fuerza y más abundancia de exquisitos matices con el conocimiento, agradablemente asomado al borde de mi mente, de que el anochecer me traería un cordial relajamiento, buena comida, una murmurante conversación llena de nostalgias sureñas…, todo ello animado por la fragante y seductora presencia de dos jóvenes mujeres, a una de las cuales, en la oscuridad de la cercana noche, haría suspirar, gemir y chillar de deleite entre las calientes y enredadas sábanas, entregados ambos al enredo aún más caliente del amor. Y, sí, tuve ocasión de comprobar que mi fantasía no había sido mal forjada, al menos en sus aspectos domésticos. Trabajé mucho durante aquellos días con Jack Brown, su mujer y Mary Alice. Los cuatro nadamos a menudo en la piscina rodeada de frondosos árboles (con una temperatura que se mantuvo todavía benigna), nuestros encuentros a la hora de las comidas fueron alegres y cordiales, y nuestras conversaciones estuvieron llenas de ricas reminiscencias. Pero también hubo sufrimiento: Mary Alice me expuso reiterada y literalmente a un excéntrico hábito sexual que yo nunca había soñado que existiera y que jamás experimenté hasta entonces. Porque Mary Alice era, según la describí ceñuda y comparativamente en mis notas escritas con los mismos frenéticos garabatos con que había registrado mi desastrosa aventura de meses atrás…

… algo peor que una calientapolla: una artista de la excitación por vía manual. Me hallo aquí sentado, en las horas que preceden al amanecer, escuchando los grillos y meditando sobre el arte de Mary Alice en la tercera mañana consecutiva, todavía sorprendido de la calamidad que me ha caído encima. Me he vuelto a observar en el espejo del cuarto de baño y no he visto nada incorrecto en mi fisonomía; sí, he de reconocer, aunque con modestia, que no hay nada desdeñable: mi poderosa nariz y mis inteligentes ojos castaños, una tez de color sano, una excelente estructura ósea (no tan fina, a Dios gracias, como para parecer «aristocrática», pero con suficientes angulosidades como para desechar la sospecha de un aspecto plebeyo), y una boca y un mentón más bien graciosos, todo ello en una cara que, sin exagerar, corresponde a la de un hombre guapo, aunque se halla muy lejos de la belleza estereotipada de ese tipo que sale en los anuncios del famoso Vitalis. Por lo tanto, mi aspecto no puede repelerle. Mary Alice es una chica sensible, literariamente ilustrada, es decir, muy leída en cuanto a uno o dos libros que a mí también me interesan, tiene un decente sentido del humor (no se ríe a carcajadas: sonríe, y posee algo de la agudeza de Jack Brown), parece relativamente avanzada y «liberada» en cuestiones «mundanas» para una muchacha de su crianza, que es intensamente sureña. Aunque atávicamente, parece mencionar la iglesia con demasiada frecuencia. Ni ella ni yo hemos cometido el despropósito de hacerle ascos al amor, y es bien visible que la sexualidad no la deja indiferente. Sin embargo, en este aspecto es la imagen contraria de Leslie, pues a pesar de la pasión (creo que en parte fingida) que muestra en nuestros ardientes abrazos no puede ser más mojigata (como la mayoría de las muchachas sureñas) respecto al lenguaje. Cuando, por ejemplo, hallándonos en una de nuestras primeras sesiones «eróticas» nocturnas, estaba tan embalado que me permití una suave observación sobre el maravilloso culo que yo le suponía y en mi excitación intenté posar una mano sobre él, se apartó con un salvaje susurro («¡Detesto esa palabra! —dijo—. ¿No puedes decir “posaderas”?»), lo que me hizo ver que cualquier nueva indecencia de aquel calibre podía serme fatal.

Sus redondos y pequeños pechos me recuerdan dos macizos meloncetes de Cantalupo, pero nada en ella tiene la perfección de su culo, que, quizás exceptuando el de Sophie, es el más perfecto modelo de trasero que haya visto jamás: dos globos lunares de tan despiadada simetría que incluso envueltos en las faldas de franela que lleva a veces, me hacen sentir una punzada de dolor en las gónadas sólo comparable a los efectos de una coz animal. Habilidad osculatoria: regular; es una novata comparada con Leslie, cuyo trabajo lingual me dejó marcado para siempre. Pero aunque Mary Alice, como Leslie, no me permite poner ni un dedo en ninguno de los más interesantes rincones o hendiduras de su tan deseable cuerpo, ¿cómo es posible que me halle desconcertadamente derrotado por el extraño hecho de que la única cosa que hace —sin el menor asomo de placer y más bien chapuceramente— es manipularme hora tras hora sin parar, hasta dejarme como un sarmiento sin jugo y sin vida, agotado y hasta humillado por su estúpido empeño? Al principio, la cosa me resultó bestialmente deliciosa: casi la primera experiencia de esta clase en mi vida, el contacto de aquella manita baptista con mi verga prodigiosamente erecta… Capitulé inmediatamente, quedando los dos empapados, a lo que, con gran sorpresa por mi parte (dados sus escrúpulos), no dio la menor importancia; se limitó a limpiarse indiferentemente con el pañuelo que le ofrecí. Pero después de tres noches y nueve orgasmos (tres cada noche, metódicamente contados), llegué muy cerca de la insensibilización; empecé a darme cuenta de que había algo demencial en aquella actividad. En cierto momento, mi muda insinuación (un suave empujón hacia abajo dado a su cabeza con mi mano) de que realizara conmigo lo que los latinos llaman fellatio fue recibida con tan bruscas muestras de repugnancia —como si la obligaran a comerse una porción de carne cruda de canguro—, que abandoné para siempre aquella pretensión.

Nuestras noches transcurren, pues, en un sudoroso silencio. Sus dulces y jóvenes pechos permanecen firmemente aprisionados, rígidos dentro de su férreo sostén Maidenform, detrás de una casta blusa de algodón. Vedado el acceso al ansiado tesoro que guarda entre los muslos: está mejor guardado que el oro de Fort Knox. Pero a cada hora asoma de nuevo mi rígido falo, y Mary Alice lo trata con estoica indiferencia para hacerme jadear y gritar necedades como: «¡Oh, qué bueno que es esto, Mary Alice!», mientras percibo la fugaz imagen de un bello rostro totalmente despreocupado que no se altera ni cuando llego a un clímax compuesto de lujuria y desesperación por partes iguales. Acaba de amanecer y las colinas de Ramapo están llenas de niebla y gorjeo de pájaros. Mi pobre miembro está lacio y moribundo como un gusano despellejado. Me pregunto por qué he necesitado esa serie de noches para percatarme de que mi desespero proviene, por lo menos parcialmente, de la patética certeza de que el acto que Mary Alice practica en mí con tanta sangre fría es algo que yo mismo podría hacerme, sin duda con más cariño.

Fue hacia el final de mi estancia en casa de Jack Brown —cierta mañana gris y lluviosa que trajo el primer soplo frío del otoño— cuando hice la siguiente anotación en mi cuaderno. La irregular e insegura letra con que la escribí (que, por supuesto, me es imposible reproducir aquí), es testimonio de mi trastorno emocional.

Una noche sin pegar ojo, o casi. No puedo culpar a Jack Brown, a quien tanto aprecio, ni de mi frustración ni del concepto equivocado que tiene de su «ansiosa» cuñada. No es culpa suya el hecho de que Maiy Alice me atormente de ese modo. El pobre cree que Mary Alice y yo nos hemos pasado una semana copulando como gatos en un tejado; lo digo por ciertas indirectas suyas (acompañadas de significativos codazos) que indican claramente su convencimiento de que he disfrutado a más no poder con la bella hermana de su esposa. Mi cobardía no me permite desengañarle. Anoche, después de una estupenda cena que incluía el mejor jamón de Virginia que jamás hubiera probado, fuimos los cuatro a ver una estúpida película en Nyack. Luego, poco después de medianoche, Jack y Dolores se retiraron a su dormitorio, y Mary Alice y yo nos acomodamos en nuestro nido de amor —la encristalada solana de la planta baja— para reanudar nuestro maldito ritual. Empiezo bebiendo unos buenos tragos de cerveza, para darme ánimos. Y comienza el besuqueo, muy agradable al principio. Al cabo de varios minutos de este juego preliminar, se inicia un repetitivo programa que ha llegado a convertirse para mí en una asquerosidad casi insoportable. Ya no es necesario que yo dé el primer paso; Maiy Alice busca a tientas con la manita a punto de practicar su lánguida operación en mi no menos desmayado órgano. Sin embargo, esta vez la detengo antes de comenzar, decidido a poner las cartas boca arriba, tal como he proyectado durante todo el día.

—Mary Alice —digo—, ¿por qué no nos sinceramos de una vez? Por lo que sea, no hemos hablado del problema en que esto se ha convertido. Me gustas mucho pero, francamente, no puedo soportar más este juego tan frustrante. ¿Es por miedo de…? —No me atrevo a ser demasiado explícito, pensando en lo sensible que es respecto al lenguaje—. ¿Es por miedo de…? Ya te figuras a qué me refiero, ¿verdad? Si es eso, sólo quiero decirte que cuento con los medios y procedimientos necesarios para prevenir cualquier… accidente. Te prometo que tendré mucho cuidado.

Después de un silencio, apoya sobre mi hombro la cabeza, con su hermosa y abundante cabellera que huele enloquecedoramente a gardenia, suspira y luego dice.

—No es eso, Stingo.

Otro silencio.

—Entonces, ¿qué es? —pregunto—. ¿Te das cuenta de que aparte de besarte, no te he tocado literalmente… nada? No me parece bien, Mary Alice. En realidad, hay algo muy perverso en lo que estás haciendo.

Otra pausa, y la muchacha dice:

—Ay, Stingo, no sé… Me gustas mucho, pero no estamos enamorados, ¿sabes? La sexualidad y el amor son inseparables. No pienso negar nada al hombre a quien ame de verdad. Fue tan grande el escarmiento que recibí una vez…

Yo le respondo:

—¿Escarmiento? ¿Qué quieres decir? ¿Estuviste enamorada de alguien?

Ella contesta:

—Sí, y yo creía que él también me amaba. Pero me escarmentó de tal modo… No quiero que vuelvan a escarmentarme.

Y al explicarse, al contarme las peripecias de su lamentable amor, surge una tremenda historia que parece un cuento sacado de la revista Cosmopolitan, y que es al mismo tiempo una ilustración de la moralidad de los años cuarenta y de la psicopatología que le han permitido atormentarme tal como queda aquí registrado. Tuvo un novio, un tal Walter, según me dice, un aviador naval que la cortejó por espacio, de cuatro meses. Durante todo ese tiempo, que precedía a su compromiso de matrimonio (me aclara con un perifrástico lenguaje completamente apto para menores), no tuvieron relaciones sexuales propiamente dichas, aunque a instancias de él aprendió, y practicó, presumiblemente con la misma falta de ardor y de ritmo con que me ha tratado a mí, el arte de la excitación («aprendí a estimularlo», según ella), entregándose a este pasatiempo noche tras noche para «relajarlo» un poco (usa realmente esta odiosa palabra), sin duda para proteger la aterciopelada caja fuerte en que él se moría por entrar. (¡Cuatro meses! ¡No me atrevo a pensar cómo quedarían los azules pantalones de Walter!) Hasta que el desdichado aviador le declaró formalmente sus intenciones y le compró un anillo, momento a partir del cual (sigue contándome Maiy Alice con insípida inocencia) le permitió el usufructo de su deseado tarro de miel… porque, según la religión baptista en que ella había sido educada, sólo podía esperarse que cayeran las peores calamidades sobre quienes se entregaran al ayuntamiento carnal sin contar por lo menos con la perspectiva del matrimonio. De hecho, según sigue diciendo, comprende que lo que ha estado haciendo conmigo hasta este momento es una perversión. Entonces Mary Alice hace una pausa y, rectificando hasta cierto punto su actitud anterior, me suelta algo que hace rechinar mis dientes de furor:

—No es que no te desee, ¿sabes, Stingo? Tengo fuertes deseos de… Walter me enseñó a hacer el amor…

Y mientras continúa hablando, extendiéndose sobre banalidades como «la consideración», «la ternura», «la fidelidad», «la comprensión», «la simpatía» y otras beatas zarandajas experimento un inusitado e irresistible deseo de cometer una violación. Bueno…, concluyamos la historia de Mary Alice: Walter la dejó poco antes del día de la boda, lo que constituyó «el mayor golpe de su vida».

—Por eso estoy tan terriblemente escarmentada, Stingo —añade—, y lo único que quiero es no volver a tener un escarmiento como aquél.

Guardo unos momentos de silencio.

—Lo siento —digo—. Es una historia muy triste. Son cosas que, me imagino, suceden a más de una chica. Y además creo saber por qué Walter te abandonó. Escúchame bien, Mary Alice, ¿crees de verdad que dos jóvenes sanos que se sientan atraídos el uno hacia el otro tienen que pasar por la mascarada del matrimonio para poder joder a gusto? ¿De veras lo crees así?

Noto su súbita rigidez y oigo su ahogada exclamación ante el horroroso verbo; se aparta de mí, y su afectado disgusto aún me pone más furioso. Queda pasmada (y ahora justificadamente, lo reconozco) al ver cómo se desata mi cólera y cómo también me aparto; me levanto temblando de rabia, perdido por completo el control de mí mismo, y observo que sus labios, manchados con la pegajosidad de nuestro besuqueo, forman un pequeño óvalo de terror.

—¡Walter no te enseñó a hacer el amor ni nada parecido! ¡Estás mintiendo como una estúpida tonta! —vocifero—. ¡Apuesto a que no lo has hecho en tu vida! ¡Walter sólo te enseñó a excitar a los desgraciados que quieran cruzar la barrera de tus bragas! Te hace falta algo, ¿sabes?, para ayudarte a menear con alegría ese hermoso culo que tienes: un pene en ese coño que te empeñas en mantener cerrado a cal y canto. Oh, me cago en la… —Me detengo ahogando un grito, sofocado por la vergüenza de haber cedido a tal arrebato, pero a punto también de carcajearme como un chiflado, pues Mary Alice se ha metido los dedos en las orejas como una chiquilla mientras las lágrimas le corren mejillas abajo. Lanzo un eructo producido por la cerveza. Estoy repulsivo. Sin embargo, no puedo abstenerme de gritarle—: ¡Vosotras, las calientapollas, habéis convertido a millones de bravos mozos, muchos de los cuales murieron por vuestros preciosos culos en los campos de batalla de todo el mundo, en una generación de delirantes traumatizados sexuales!

Salgo entonces de la solana como un huracán y subo a acostarme pateando los peldaños de la escalera. Y tras varias horas de insomnio total, me adormezco y sueño algo que, por sus evidentes motivaciones freudianas, me resistiría a poner en una novela, pero que, Querido Diario, no puedo por menos de decirte: ¡miprimer sueño homosexual!

En cierto momento de aquella mañana, no mucho después de terminar la anotación en mi diario del episodio transcrito y de escribir algunas cartas, me hallaba aún sentado ante la mesa en que había trabajado aquellos días, pensando, de pésimo humor, en la sorprendente aparición homoerótica que había cruzado mi mente como un negro y espeso nubarrón (amargando mi corazón y haciéndome temer por mi equilibrio anímico), cuando oí en las escaleras las pisadas renqueantes de Jack Brown, seguidas de su voz que me llamaba. No respondí enseguida, pues no debí de reaccionar inmediatamente a sus llamadas, sumido como estaba en mi profundo miedo de haberme vuelto un ciudadano de la acera de enfrente. La relación entre el rechazo de que me había hecho objeto Mary Alice y la súbita sospecha de mi desviación sexual parecía demasiado acomodaticia, pero era una posibilidad que no podía excluir por completo.

Había leído bastante sobre problemas sexuales cuando estudiaba psicología en aquel santuario que era la Universidad Duke, lo cual me permitió llegar a algunas conclusiones definitivas: que los primates machos en cautividad, por ejemplo, cuando se veían privados de la compañía de hembras intentaban practicar la sodomía entre ellos, a menudo con gran éxito; y que eran muchos los prisioneros que, después de largos períodos de encarcelamiento, se mostraban tan propensos a las actividades homosexuales que confirmaban con su actitud lo que parecía ser una norma. Y también que los hombres que permanecían muchos meses en el mar se las arreglaban para pasarlo bien los unos con los otros; y cuando estuve en la infantería de Marina, quedé intrigado al enterarme del antiguo origen de la expresión pogey bait, que en la jerga de los marinos significaba algo así como «recluta guapo o afeminado» y que se usaba como equivalente de «caramelo», sinonimia sin duda alusiva a los favores obtenidos —o sólo deseados— de los bisoños de tersas mejillas y delicado trasero por los marinos de más edad. «Bueno —acabé por pensar—, si me he convertido en un marica sin saberlo, ¿qué le vamos a hacer?» Al fin y al cabo, no faltaban circunstancias que me predisponían a que así fuera, pues aunque no había estado literalmente confinado o enjaulado, era como si, considerando mis esfuerzos fallidos de toda una vida para lograr unas sanas y completas relaciones heterosexuales, hubiera estado en presidio desde tiempo inmemorial o navegando toda una eternidad en un bergantín. ¿No era posible que alguna válvula psíquica de mi interior, análoga a cualquier otro dispositivo semejante destinado a controlar la libido de un convicto de veintidós años o de un simio suspirante de amor, hubiese reventado por un exceso de presión, haciéndome diferente sin la menor culpa por mi parte, convirtiéndome en víctima inocente de las fuerzas naturales de la selección biológica, pero dejándome, a pesar de todo, transformado en perverso?

Estaba considerando sombríamente esta posibilidad cuando el alboroto que produjo Jack ante mi puerta me hizo levantar de golpe.

—¡Vamos, levántate, chaval, te llaman por teléfono! —gritó.

Mientras bajaba la escalera, pensé que la llamada sólo podía proceder del Palacio Rosado, donde había dejado el número de Jack, y tuve un mal presentimiento que se intensificó enormemente cuando oí la voz familiar, y excitada, de Morris Fink.

—Tienes que venir aquí enseguida —dijo—. Se ha desencadenado la peor de las trifulcas.

Mi corazón vaciló; luego empezó a latir alocadamente.

—¿Qué ha pasado? —susurré.

—Nathan ha vuelto a descarrilar. Esta vez de muy mala manera. ¡Maldito cabrón!

—¿Y Sophie? —dije—, ¿Cómo está Sophie?

—Muy bien. El muy bestia volvió a pegarle, pero está bien. Dijo que iba a matarla. Ella salió corriendo de la casa y ahora no sé dónde está. Pero me ha pedido que te llame. Será mejor que vengas.

—¿Y Nathan? —pregunté.

—También se ha ido, pero dijo que volvería. ¡Loco bastardo! ¿Crees que debo llamar a la policía?

—No, no —respondí enseguida—. ¡No llames a la policía, por el amor de Dios! —Tras una pausa, añadí—: Voy para allá. Intenta encontrar a Sophie.

Después de colgar el teléfono, el estupor me inmovilizó por un par de minutos. Luego bajó Jack, y tomé en su compañía una taza de café procurando calmar mi agitación. Le había hablado de Sophie y Nathan y de su folie à deux, pero sólo a grandes rasgos. Me vi entonces obligado a explicarle algunos de los más penosos detalles. Me sugirió inmediatamente lo que a mí, por alguna estúpida razón, no se me había ocurrido:

—Debes llamar a su hermano —insistió.

—Claro que sí —dije.

Me lancé de nuevo hacia el teléfono, sólo para encontrarme con uno de esos obstáculos que las más de las veces parecen interponerse en el camino de las personas en los momentos más críticos. Una secretaria me dijo que Larry se hallaba en Toronto, para tomar parte en una convención profesional. Su esposa lo acompañaba. En aquellos tiempos antediluvianos, anteriores a la generalización de los viajes en reactor, Toronto estaba tan lejos como Tokio, y al pensarlo lancé un gemido de desesperación. Acababa de colgar cuando volvió a sonar el teléfono. Era de nuevo el fiel y resuelto Fink, cuyas troglodíticas maneras bendecía ahora a pesar de haberlas criticado con frecuencia.

—Acabo de tener noticias de Sophie —dijo.

—¿Dónde está? —grité.

—Ha estado en el consultorio de ese doctor polaco para el que trabaja. Pero ahora ya no está allí. Ha ido al hospital para que le hagan una radiografía del brazo. Dijo que Nathan, el muy cabrón, no se lo rompió de milagro. Pero quiere que bajes lo antes posible. No se moverá del consultorio del doctor hasta que tú llegues.

Y allá me dirigí.

Para muchos de los seres que se hallan en los últimos y críticos momentos de la adolescencia, los veintidós años son los más llenos de ansiedad. Me doy cuenta ahora de lo intensamente descontento que estaba, de lo rebelde que era y de lo atribulado que me sentía, pero también recuerdo que mis más serios trastornos emocionales acababan por aplacarse en un seguro remanso: la novela que estaba escribiendo era para mí un instrumento catártico mediante el cual podía descargar sobre el papel la mayor parte de mis miserias y contrariedades. Y aún era más que eso; era el vehículo de mi autorrealización. Por eso quería a mi libro como uno quiere a las células y tejidos de su propio cuerpo. Aun así, era muy vulnerable; a veces aparecían fisuras en la armadura en que me había envuelto, y entonces me asaltaba la angustia kierkegaardiana. La tarde en que salí precipitadamente de la casa de Jack Brown para reunirme con Sophie fue uno de esos momentos: una pmeba de difícil cumplimiento, con una terrible sensación de incompetencia y autodesprecio. En el tambaleante autobús que me condujo a Manhattan a través de Nueva Jersey, permanecí inmovilizado por el agotamiento de aquellos días y por el indescriptible pánico que sentía ante el futuro inmediato. Además, aún me duraba la resaca, lo que no hacía sino aumentar mi nerviosismo y aprensión ante la perspectiva de tener que mediar entre Sophie y Nathan. Mi fracaso con Mary Alice (ni siquiera me despedí de ella) había consumido la poca virilidad que me quedaba, lo cual contribuía a afirmar mi sospecha —infundada, por supuesto— de que durante aquellas vacaciones había derivado hacia propensiones homosexuales. Cuando me hallaba cerca de Fort Lee, capté un reflejo de mi ceniciento y desdichado rostro sobre el panorama de gasolineras y estacionamientos que me ofrecía la ventana del autobús. Cerré los ojos tratando de calibrar hasta dónde puede llegar a veces el horror de la existencia.

Eran casi las cinco de la tarde cuando entré en el consultorio del doctor Blackstock, situado en la parte céntrica de Brooklyn. Ya no debía de ser hora de visita porque la sala de espera estaba vacía, exceptuando una delgada solterona que alternaba con Sophie el puesto de secretaria-recepcionista; me dijo que ésta, que no se había marchado hasta el mediodía, aún no había vuelto de hacerse la radiografía, pero que llegaría de un momento a otro. Me invitó a sentarme, y yo respondí que prefería esperarla de pie, o andando nerviosamente de un extremo a otro de la habitación, que fue como me encontré sin proponérmelo. Era una estancia pintada —ahogada, hubiera sido más exacto— del más espantoso tono de púrpura fuerte que hubiera visto nunca. No pude comprender cómo Sophie había podido trabajar tanto tiempo envuelta en los reflejos de un color tan horrible. Aquellas paredes y aquel techo estaban cubiertos del mismo mortecino magenta —según supuse basándome en lo que me había contado Sophie— que adornaba el hogar de Blackstock en Saint Albans. Me imaginé que aquella atrocidad decorativa era también obra de la difunta Sylvia, cuya fotografía, adornada con colgaduras negras, como la de un santo, sonreía desde una de las paredes con una especie de abrumadora benignidad. Otras fotografías, pegadas o colocadas por doquier, atestiguaban la familiaridad con que Blackstock trataba a los semidioses y semidiosas de la cultura popular en una ostentosa exhibición de afectuosa camaradería: Blackstock con un Eddie Cantor de ojos saltones, Blackstock con Grover Whalen, con Sherman Billingsley y Sylvia en el Stork Club, con el mayor Bowes, con Walter Winchell, e incluso con las hermanas Andrews, las tres aves canoras con un abundante pelo que rodeaba la cara del doctor como grandes y sonrientes ramilletes; Blackstock aparecía con el pecho hinchado de orgullo sobre las dedicatorias escritas con tinta: A Hymie, con todo el cariño de Patty, Maxine y LaVerne. En el enfermizo y nervioso estado en que me encontraba, las fotografías del alegre quiropráctico y sus amigos me sumieron en la más profunda depresión, y rogué para que Sophie llegara pronto y aliviara con su presencia mi impaciente inquietud. En aquel momento cruzó la puerta.

Mi pobre Sophie… Tenía los ojos hundidos y el pelo desgreñado, no podía parecer más agotada, y la piel de su cara tenía el pálido color blanco azulado de la leche desnatada…, pero sobre todo parecía haber envejecido; cualquiera la habría tomado por una madura señora de cuarenta años. La rodeé suavemente con mis brazos y nada nos dijimos por unos momentos. No lloró. Luego le pregunté:

—Y tu brazo, ¿qué tal?

—No está roto —respondió—. Sólo una fuerte magulladura.

—Menos mal —dije, y añadí—: ¿Y él, dónde está?

—No lo sé —murmuró, meneando la cabeza—. No lo sé en absoluto.

—Hemos de hacer algo —dije—, hemos de vigilarlo para que no pueda hacerte daño. —Hice una pausa al darme cuenta de la futilidad de mis palabras… y al sentirme atrozmente culpable—. Debí haber estado aquí —dije con un suspiro—. Aún no sé por qué me marché. Si me hubiese quedado, habría podido…

Sophie me interrumpió para decir:

—¿Quieres callarte, Stingo? No es justo que pienses de ese modo. Vayamos a beber algo.

Cuando estuvimos sentados en sendos taburetes en el falso bar marroquí de un horroroso restaurante chino lleno de espejos de Fulton Street, Sophie me contó lo que había sucedido durante mi ausencia. Primero todo fue alegría y felicidad. Nunca había conocido a Nathan tan sereno y de tan buen humor. Sólo pensando en nuestro viaje al Sur y ansiando que llegara el día de la boda, su entusiasmo lo llevó a una verdadera fiebre de preparativos. Hizo que Sophie lo acompañara durante un fin de semana en lo que pareció una borrachera de compras (incluyendo una visita a Manhattan donde pasaron dos horas en los almacenes Saks de la Quinta Avenida), en el curso de la cual compró a Sophie un anillo de compromiso con un enorme zafiro, un ajuar propio de una princesa de Hollywood y un vestuario que, según Nathan, sorprendería a los provincianos sureños de lugares como Charleston, Atlanta o Nueva Orleans. Incluso entraron en Cartier’s, donde él compró para mí un soberbio reloj. Dedicaron las horas vespertinas de los días siguientes a estudiar la geografía y la historia del Sur y a reunir guías de viaje, e invirtieron mucho tiempo en documentarse sobre los campos de batalla de Virginia pensando en las excursiones que les había prometido que efectuaríamos por aquellos lugares.

Todo se llevó a cabo según el modo de hacer de Nathan, con cuidado, con inteligencia, con método, prestando la misma atención a los arcanos de las varias regiones que pensábamos visitar (la botánica del algodón y los cacahuetes, el origen de ciertos dialectos locales como el gullah y el cajun, e incluso la fisiología de los cocodrilos) que la que habría podido esperarse de un constructor del imperio británico de la época victoriana antes de ponerse en camino hacia las fuentes del Nilo. Contagió su entusiasmo a Sophie, impartiéndole todo tipo de informaciones útiles e inútiles sobre el Sur, que ella acumulaba sorbo a sorbo y bocado a bocado. Al amar a Nathan, amaba todo lo que a él le interesaba o gustaba, incluyendo detalles de tan poco valor como el hecho de que en Georgia se cosecharan más manzanas que en cualquier otro estado del país o que el punto más elevado de Misisipi se hallara a doscientos cincuenta metros de altura. Nathan llegó incluso al extremo de ir a la biblioteca del Brooklyn College para pedir en préstamo dos novelas del escritor sureño George Washington Cable. Y se acostumbró a hablar de un modo lento y suave que llenó de alegría a su compañera.

¿Por qué no pudo detectar Sophie las señales de alarma cuando comenzaron a manifestarse? Durante todo aquel tiempo, lo había observado cuidadosamente, y estaba segura de que había cesado de tomar anfetaminas. Pero el día anterior a su ataque, cuando los dos se hubieron ido al trabajo —ella al consultorio del doctor Blackstock y él a su «laboratorio»—, algo debió de apartarlo de la buena senda. ¿Qué fue? Sophie nunca lo sabría. En cualquier caso, se encontraba estúpidamente desprevenida cuando él mostró las primeras señales, las mismas de la vez anterior, y no supo interpretar lo que presagiaban: la eufórica llamada por teléfono desde la Pfizer, la voz demasiado subida de tono y el excesivo entusiasmo que denotaba, y el anuncio de increíbles victorias en perspectiva, un momento culminante como pocos, un grandioso descubrimiento científico. ¿Cómo pudo haber sido tan tonta? Su descripción del furioso arrebato de Nathan y de los consiguientes estragos me resultó agradable —en mi estado de decaimiento— por su laconismo, pero fue mayor la desazón que esa misma brevedad me causó.

—Morty Haber —explicó— daba una fiesta para despedir a un amigo que se iba a estudiar a Francia. Aquella noche trabajé hasta tarde, pues tuve que hacer algunas facturas que debían enviarse con urgencia, y por ello dije a Nathan que comería cerca del consultorio y después iría a reunirme con él en casa de su amigo. Nathan llegó allí mucho más tarde que yo, y entonces sí que noté que estaba drogado. Me di cuenta tan pronto como lo vi, y estuve a punto de desmayarme al pensar que probablemente se hallaba en aquel estado desde las primeras horas del día, incluso cuando llamó por teléfono y yo fui tan estúpida que ni siquiera…, bueno, me alarmé. En la fiesta se comportó muy bien. Quiero decir que no se mostró exaltado o… agitado, pero yo podía ver que había tomado Benzedrine. Habló a algunos de los presentes de su nueva cura de la polio, y sentí que me fallaba el corazón. Entonces me dije que tal vez el efecto de la droga que Nathan había tomado iría disminuyendo y que acabaría por irse a dormir sin más consecuencias. A veces sucedía así, ¿sabes?, sin que llegara a ponerse violento. Por fin él y yo nos fuimos a casa; no era demasiado tarde, las doce y media, poco más o menos. No empezó a gritarme hasta que estuvimos en el Palacio Rosado. Se puso muy furioso, e hizo lo mismo de siempre, ¿sabes? Cuando estuvo en el peor momento de su tempête, me acusó de serle infiel. De que hacía el amor con otro.

Sophie se detuvo un instante y levantó la mano izquierda para echarse atrás un mechón de pelo; noté cierta falta de naturalidad en su gesto y me pregunté qué podría ser, momento en que advertí que no había usado la mano derecha para no mover el brazo correspondiente, que colgaba como muerto sobre su costado. Era evidente que le dolía.

—¿De quién sospechó esta vez? —le pregunté—. ¿De Blackstock? ¿De Seymour Katz? Te lo juro, Sophie, si ese desgraciado no estuviera tan loco, no podría aguantarme: le daría de puñetazos hasta dejarlo sin dientes. Dios mío… ¿Con quién creerá que le has puesto los cuernos ahora?

Sophie meneó la cabeza con violencia, y su brillante.y despeinada cabellera se sacudió sobre su triste y macilento rostro.

—¿Qué importa? —respondió—. Alguien de por ahí.

—Sí, claro… ¿Y qué más sucedió?

—No paraba de vociferar y de hablarme a gritos. Tomó más Benzedrine…, quizá también cocaína, no lo sé exactamente. Y entonces se marchó dando un fuerte portazo. Gritó que nunca volvería. Me quedé echada allí, en la oscuridad; estaba tan preocupada y asustada que tardé mucho en dormirme. Se me ocurrió llamarle, pero era muy tarde. Por fin me venció el sueño. Ignoro el tiempo que dormí; sólo sé que cuando Nathan volvió estaba amaneciendo. Entró en el cuarto como una explosión. Gritando, desvariando. Despertó a todos los de la casa. Me sacó a rastras de la cama y me echó al suelo sin parar de gritarme. Sobre mis relaciones sexuales con…, bueno, ese hombre, y diciendo que me mataría a mí y al hombre ese, y que después se suicidaría. Mon Dieu, Stingo… ¡Nunca, nunca le había visto en aquel estado, nunca! Y acabó dándome puntapiés… muy fuertes, aquí en el brazo, y luego se marchó. Y después yo también me fui. Y eso es todo —terminó Sophie.

Lenta y suavemente, apoyé la cara sobre el mostrador de caoba del bar sin que me importara su húmeda pátina y los cercos de agua que lo cubrían; sólo un deseo me llenaba desesperadamente: quedarme en estado de coma o sumirme en cualquier otra forma de benéfica inconsciencia. Luego levanté la cabeza, miré a Sophie y le dije:

—Sophie, no quisiera decirte esto: Nathan debe ser apartado de ti. Es peligroso. Hay que recluirlo. —Mi voz enronqueció con un sollozo que juzgué ridículo, pero proseguí—: Para siempre.

Con mano temblorosa, Sophie hizo señas al camarero y pidió un whisky doble con hielo. Comprendí que no podía impedírselo aun cuando había comenzado a hablar con voz pastosa. Cuando le trajeron la bebida, tomó un buen trago y volviéndose hacia mí dijo:

—Debo decirte algo más. Sobre cuando Nathan volvió al amanecer.

—¿Qué? —pregunté.

—Llevaba una pistola.

—Maldita sea —dije, y después me oí murmurar, como un disco rayado—: Maldita sea, maldita sea, maldita sea…

—Dijo que iba a hacer uso de ella. Apuntó a mi cabeza. Pero no disparó.

Cuchicheé una invocación que no consideré excesivamente blasfema:

— Jesucristo, apiádate de nosotros.

Pero no podíamos quedarnos allí dejando que nuestras heridas sangraran hasta morir. Tras un largo silencio, decidí poner en práctica mi plan. Iría con Sophie al Palacio Rosado y la ayudaría a hacer el equipaje. Ella dejaría la casa inmediatamente y tomaría una habitación, al menos para aquella noche, en el hotel St George, que no se hallaba lejos del consultorio de Blackstock. Entretanto, procuraría arreglármelas para ponerme en contacto con Larry.

—Vámonos —dije—. Ahora mismo.

En la casa de la señora Zimmerman, pagué cincuenta centavos a la fiel mole que era Morris Fink para que nos ayudara a preparar el equipaje. Sophie sollozaba, y pude ver, a juzgar por la inseguridad de sus movimientos mientras iba de un lado a otro de su habitación recogiendo las ropas, las joyas y los productos de belleza con que iba llenando una gran maleta, que aún seguía bajo los efectos del whisky.

—Mis hermosos vestidos de Saks —murmuró—. ¿Qué voy a hacer con ellos?

—Llévatelos, mujer —dije con impaciencia, poniendo, sus muchos pares de zapatos en otra maleta—. En momentos como éste es mejor olvidarse del protocolo. Debes apresurarte. Nathan puede volver en cualquier momento.

—¿Y mi precioso traje de novia? ¿De qué va a servirme?

—¡Llévatelo también! Si no puedes ponértelo, quizá puedas empeñarlo.

—¿Empeñarlo?

—Sí, en una casa de empeños… Pignorarlo.

No había querido ser cruel, pero mis palabras hicieron que Sophie, nerviosa, dejara caer al suelo una combinación de seda y luego se llevara las manos a la cara y se echara a llorar desconsoladamente. Morris nos lanzó una adusta mirada cuando apoyé mis manos en los hombros de la muchacha y le dije unas palabras de consuelo. Fuera había oscurecido y el súbito sonido del claxon de un camión que pasaba por la calle me hizo dar un brinco, lo que evidenció el grado de excitación de mis nervios. Por si aquello fuera poco, sonó a continuación en el vestíbulo el estridente timbre del teléfono, y creo recordar que ahogué un grito. Pero mi agitación llegó al máximo cuando Morris, tras silenciar el aparato descolgando el auricular, bramó que la llamada era para mí. Bajé, dije «diga» y escuché.

Era Nathan. Nathan en persona. Era Nathan, inequívocamente, indiscutiblemente, sin lugar a dudas: me indujo a pensar que era Jack Brown que llamaba desde Rockland County para preguntarme cómo andaban las cosas. La culpa fue de aquel modo de hablar. Era una imitación del acento del Sur tan perfectamente modulada que me hizo creer que estaba hablando con un auténtico sureño. Aquella voz era tan sureña como la verbena, como los baptistas, como los podencos, como John C. Calhoun…, y creo recordar que hasta sonreí y dije, en el mismo tono:

—¿Qué pasa, azucarito? ¿Cómo te va por ahí? —Y luego exclamé de pronto, con fingida cordialidad—: ¡Nathan! ¿Cómo estás? ¿Dónde estás? ¡Dios mío, qué suerte tener noticias tuyas!

—Bueno —decía él—, qué… Supongo que aún podemos hacer el viajecito por el Sur… Tú, yo y la buena de Sophie.., ¿Cuándo salimos para allá abajo?

Sabía que tenía que seguirle la corriente, continuar hablando de modo que él mismo revelara su paradero —tarea sutil y nada fácil—, por lo que respondí al instante:

—Claro que vamos a hacer ese viaje, Nathan. Precisamente estaba hablando de eso con Sophie en este instante. ¡Vaya vestidos que le compraste! ¡Sensacionales, chico! ¿Dónde estás, amigo mío? Quisiera verte, ¿sabes? Para hablar del viaje y de otras cosas que se me han ocurrido sobre él…

— Si supieras… Tengo unas ganitas de viajar contigo y con la señorita Sophie… Lo vamos a pasar como nunca, ¿verdad, chaval?

—Sí, serán los mejores días… —comencé.

—Y también tendremos mucho tiempo libre, ¿verdad? —dijo él.

—Claro que vamos a tener tiempo libre —contesté, sin saber en absoluto a qué se refería—. Todo el que queramos, para hacer cuanto se nos antoje. Allá abajo aún no hace frío en octubre. Podremos nadar. Pescar. E ir en bote en la bahía de Mobile.

—Eso es lo que yo quiero —dijo arrastrando la voz—. Mucho tiempo libre. Quiero decir que tres personas que viajen tanto tiempo juntas, aunque sean los mejores amigos del mundo, pueden llegar a encontrar fastidioso eso de no separarse ni un minuto. Por lo tanto yo, de vez en cuando, podría disponer de tiempo libre para ir solo a donde quisiera, ¿verdad? Sólo un par de horas para bajar hasta Birmingham, Baton Rouge o algún otro lugar como ésos. —Hizo una pausa y oí una risa ahogada—. Y eso también te daría tiempo libre a ti, ¿no? Incluso dispondrías de tiempo suficiente para divertirte un poco. Un chico del Sur ya crecidito como tú tiene derecho a joder un poco de vez en cuando, ¿no te parece?

Me puse a reír nerviosamente, sorprendido por el hecho de que una conversación tan desquiciada y con un trasfondo tan desesperado, al menos por lo que a mí se refería, hubiese derivado hacia temas sexuales. Y así fue como mordí el cebo que Nathan me ofrecía, sin soñar en el cruel anzuelo que me reservaba para capturarme con todo el salvajismo de que era capaz.

—No te digo que no, Nathan —dije—. Espero que, en algún que otro lugar, podré encontrar buen género disponible. Las chicas sureñas —añadí, pensando en el terrible caso de Mary Alice Grimball— son difíciles de penetrar, y perdona la expresión, pero cuando se sueltan el pelo son tremendamente estupendas en la cama…

—No, guapo —me interrumpió de pronto—. ¡No hablo de los chochos sureños! ¡Me refiero a los polacos! Quiero decir que cuando el bueno de Nathan se vaya a ver la Casa Blanca de mister Jeff Davis o la plantación donde Scarlett O’Hara mataba de tanto trabajar a los negros que recogían sus cosechas…, Stingo se hallará en el motel Magnolia Verde, ¿y sabes qué estará haciendo? ¡A ver si lo adivinas! ¡Adivina lo que estará haciendo Stingo con la mujer de su mejor amigo! Pues eso: Stingo se habrá acostado con ella, para disfrutar de ese bomboncito polaco… Total, ¡que estarán disfrutando como dos locos! ¡Je, je!

Mientras Nathan pronunciaba estas palabras, advertí que Sophie se me había acercado para murmurarme algo que no entendí; no pude comprenderlo en parte por la sangre que me golpeaba ardientemente los oídos, y quizá también por el hecho de que, aturdido y horrorizado como estaba, sólo podía prestar atención a la increíble debilidad de mis dedos y rodillas, que habían empezado a crisparse y agitarse sin que pudiese dominarlos.

—¡Nathan! —dije con voz ahogada—. Pero… por Dios…

Y entonces su voz, que había vuelto al tono que yo siempre consideré como de las personas educadas del alto Brooklyn, se convirtió en un rugido tan feroz que ni siquiera los zumbidos electrónicos de la línea y los latidos que perturbaban mis oídos amortiguaron la fuerza de aquella furia demencial:

—¡Miserable pordiosero! ¡Puerco asqueroso! ¡Que Dios te condene al fuego eterno por haberme traicionado a mis espaldas, a ti, en quien confiaba como en el mejor de los amigos que hubiera tenido jamás! ¿De qué podría servirme aquella hipócrita sonrisa tuya, cuando yo te daba mi parecer sobre las hojas del original de tu libro que me habías dado a leer («Oh, Nathan, muchísimas gracias»), cuando no hacía ni un cuarto de hora que te habías estado revolcando en la cama con la mujer con la que iba a casarme…? Digo «iba» a casarme, en tiempo pasado, porque preferiría quemarme en el infierno antes que casarme con una infiel y despreciable polaca que se ha abierto de piernas para un ruin mierdica sureño que me ha traicionado como…

Me aparté el auricular de la oreja para volverme hacia Sophie, quien, boquiabierta, daba muestras de haber adivinado sobre qué estaba delirando Nathan tan furiosamente.

—Dios mío, Stingo —la oí susurrar—, no quería que supieras que era contigo con quien decía que yo…

En mi impotente angustia, escuché luego a través del teléfono:

—Y ahora voy enseguida, para ocuparme de vosotros.

Hubo entonces un momento de silencio, lleno de ecos, desconcertante. Después oí un clic metálico. Pero la línea no se había cortado

—¡Nathan! —dije—. ¡Por favor! ¿Dónde estás?

—No muy lejos, chaval, al volver la esquina. Dentro de un momento nos veremos, amigo desleal. ¿Y sabes qué haré? ¿Sabes qué os haré a los dos, indecentes puercos traidores? Esto…

Oí una explosión. Sofocado por la distancia o por alguna de las muchas cosas que, en un teléfono, amortiguan el sonido y evitan que se dañe el oído humano, el impacto de un disparo de pistola me dejó más pasmado que dolorido, aun cuando siguió en mi tímpano un prolongado zumbido sólo comparable al que produciría un enjambre de mil abejas. Nunca podré saber si Nathan hizo aquel disparo en el mismo micrófono del teléfono que sostenía, en el aire, o contra alguna pared anónima, pero el tiro sonó suficientemente cerca como para creer que él, según acababa de decir, se hallaba a la vuelta de la esquina, lo que me hizo soltar el auricular presa de un gran pánico y volverme para agarrar la mano de Sophie. No había oído ningún disparo desde la guerra, y estoy casi seguro de que creía que no volvería a oír otro en mi vida. Me enternece ahora mi ciega inocencia. En la actualidad, con el paso del tiempo en este sangriento siglo, cada vez que ha sucedido uno de esos hechos inimaginables que sobrecogen el alma, mi recuerdo se ha vuelto hacia Nathan —el pobre lunático a quien tanto quise, drogado y con una pistola humeante en una desconocida habitación o cabina telefónica—, y siempre he tenido la sensación de que su imagen fue el símbolo de esos interminables y terribles años de locura, ilusiones, errores, sueños y luchas. Pero en aquel momento sólo sentí un terror indescriptible. Miré a Sophie, ella me miró a mí, y salimos corriendo.