Debo ahora relatar una pequeña historia que he tratado de componer en mi mente basándome en la efusión de remembranzas con que Sophie me obsequió aquel veraniego fin de semana. Supongo que el sufrido lector no podrá percibir inmediatamente la relación que este puñado de recuerdos tiene con Auschwitz, aunque la descubrirá en el momento oportuno, junto con la comprobación del siguiente hecho: de entre todos los intentos que llevó a cabo Sophie para poner orden en la confusión de su pasado, éste es sin duda uno de los más extraños y desconcertantes.
El lugar vuelve a ser Cracovia, y los hechos se desarrollan a primeros de junio del año 1937. Los protagonistas son Sophie, su padre y un personaje nuevo en esta narración: el doctor Walter Dürrfeld, de Leuna, cerca de Leipzig, uno de los directores de la IG Farbenindustrie, Interessengemeinschaft, o conglomerado industrial —increíblemente enorme en su tiempo—, cuyo prestigio y proporciones bastan para que la mente del profesor Biegański se ponga a bullir de euforia. Para no hablar del propio doctor Dürrfeld, quien a causa de la especialidad académica del profesor —los aspectos legales internacionales de las patentes industriales— es conocido por éste como uno de los capitanes de la industria alemana. El elogio excesivo e innecesario, por parte del profesor, de las manifestaciones de la potencia y poder alemanes podrían mostrarlo bufonescamente servil en presencia de Dürrfeld, pero al fin y al cabo posee la contrapartida de su ilustre reputación de experto y erudito en su campo. También es un hombre de considerable facilidad en el trato social. Sin embargo, Sophie observa que su padre se siente desmedidamente halagado por la simple proximidad física de ese titán, y que sus ansias de hacerse agradable casi lo hacen resultar empalagoso. No se trata de una cita profesional; el encuentro es puramente social, recreativo. Dürrfeld y su esposa están haciendo un viaje de vacaciones por la Europa oriental y un conocido de ambos, autoridad en patentes como el profesor, ha preparado su contacto por correo y varios telegramas de última hora. Debido al apretado programa de Dürrfeld, aquella etapa de su gira no debe llevarle mucho tiempo, ni siquiera puede incluir una comida en compañía de su improvisado cicerone: un breve vistazo a la universidad con su resplandeciente Collegium Maius, y luego el castillo de Wawel, los tapices, una pausa para una taza de té, tal vez alguna pequeña excursión secundaria, pero eso es todo. La ocasión de una agradable compañía durante la tarde, y después de nuevo al coche-cama, hacia Wroclaw. El profesor expresa con vehemencia su deseo de un contacto más prolongado, pero su agasajado considera que cuatro horas son suficientes.
Frau Dürrfeld está indispuesta; un poco de Durchfall, diarrea, la ha confinado en su habitación del hotel Francuski. Mientras los tres toman el té de media tarde tras su descenso de los parapetos del castillo de Wawel, el profesor se disculpa, quizá demasiado amargamente, de la mala calidad del agua de Cracovia y expresa con exageración su sentimiento por no haber tenido ocasión de ver, siquiera fugazmente, a la encantadora Frau Dürrfeld antes de que subiera apresuradamente a su habitación. Dürrfeld se muestra complacido con sus movimientos de cabeza; Sophie se retuerce, nerviosa. Sabe que el profesor requerirá luego su ayuda para volver a recrear su conversación para su diario. Sabe asimismo que ha sido obligada a tomar parte en esta salida turística por dos razones: porque es una knockout —como dicen ese año en las películas norteamericanas para referirse a una mujer atractiva—, pero también porque con su presencia, aplomo y lenguaje, puede demostrar a ese distinguido invitado, a ese dinámico timonel del comercio, hasta qué punto la fidelidad a los principios de la cultura y crianza alemanas son capaces de producir (precisamente en aquel singular rincón eslavo) la fascinante réplica de una fráulein que ni el más exigente purista racial del Reich podría desaprobar. Por lo menos, Sophie cumple de momento con su papel. Pero su inquietud no cede, y no para de rogar a Dios que la conversación —cuando, como es de suponer, toque temas más serios— no se adentre en la política nazi. Comienza a estar seriamente preocupada por el disparatado giro que están tomando las ideas raciales del profesor, y no se siente en condiciones de escuchar o hacerse eco de tan peligrosas imbecilidades.
Pero de momento no tiene por qué preocuparse. Sólo la cultura y los negocios —no la política— ocupan la mente del profesor mientras dirige con tacto la conversación. Dürrfeld escucha con una fina sonrisa en los labios. Es un hombre de escasas carnes, bien parecido, de unos cuarenta y cinco años, con una sonrosada piel de aspecto saludable y unas uñas (a Sophie le choca este detalle) increíblemente limpias y cuidadas. Parecen lacadas, pintadas, y diríase que sus extremos son de marfil. Su peinado es inmaculado, y su elegante y oscuro traje de franela negra, que sólo puede ser inglés, hace parecer chabacano y anticuado el de su padre con su vulgar rayado. Sus cigarrillos, observa Sophie, también son británicos: Craven A. Escucha al profesor con expresión divertida. Ella se siente vagamente atraída hacia él. Se da cuenta de que se ha sonrojado, nota el rubor en sus mejillas. Su padre no para de soltar sutiles precisiones históricas mientras se hallan sentados alrededor de la mesa donde les han servido el té, subrayando el efecto de la cultura de habla alemana en la ciudad de Cracovia y todo el sur de Polonia. ¡Qué duradera e indeleble ha sido esa tradición! Sí, por supuesto, y no es necesario decir (aunque el profesor lo dice) que Cracovia, en tiempos no demasiado lejanos, permaneció durante tres cuartos de siglo bajo dominación austríaca… Natürlich, eso ya lo sabe el doctor Dürrfeld, pero ¿sabe también que la ciudad es prácticamente la única de Europa occidental que posee una constitución propia? ¿Una constitución que aún hoy es conocida como los «derechos de Magdeburgo» y que se basa en leyes medievales formuladas en dicha ciudad? No debe pues extrañar que la comunidad haya compartido al máximo las leyes y costumbres alemanas, hasta el punto de que aún hoy existe entre los cracovianos el irrefrenable impulso de guardar una apasionada devoción por la lengua que, como dijo Von Hofmannsthal (¿o fue Gerhart Hauptmann?), es la más gloriosamente expresiva desde el griego antiguo. De pronto, Sophie advierte que el doctor ha centrado en ella su atención. «Incluso mi hija, que aquí ve —continúa el profesor—, cuya educación no ha sido, quizá, de las más amplias, habla con tal fluidez que no sólo domina a la perfección el Hochsprache, el alemán que se enseña en las escuelas, sino también el coloquial Umgangssprache, y además puede perfectamente imitar —para deleite del doctor— casi todos los acentos comprendidos entre esos dos tipos de lenguaje.»
Entonces siguen varios minutos realmente penosos (para Sophie) en que, a instancias de su padre, debe pronunciar una frase escogida al azar en varios acentos alemanes locales. Es un truco imitativo que aprendió fácilmente de niña y que al profesor le ha gustado explotar desde entonces. Es uno de los abusos que comete de vez en cuando con ella. Sophie, que ya se siente bastante avergonzada por otros motivos, detesta verse obligada a representar aquel número teatral para Dürrfeld, pero con una torcida y azorada sonrisa obedece hablando, según le ordena su padre, en suabo, luego con las indolentes cadencias de Baviera, después con la entonación de una natural de Dresde y de Frankfurt, para pasar enseguida al bajo alemán, al sajón de Hannover y por último —consciente de la desesperación que reflejan sus ojos— a la imitación de una vulgar campesina de la Selva Negra. «Entzückend! —dice Dürrfeld, riendo complacido—. ¡Encantadora! ¡Realmente encantadora!» Sophie ha advertido que Dürrfeld, aunque le ha gustado la exhibición, ha usado su tacto para conducirla, consciente de sus apuros, hacia un rápido fin. ¿O quizá se ha sentido ofendido por la actuación del profesor? No lo sabe. Espera que no. «Papá —piensa—, eres un… Oh, merde…»
Sophie apenas puede dominar su fastidio, pero consigue mantenerse atenta. El profesor orienta sutilmente la conversación (sin dar la impresión de ser indiscreto) hacia el tema que ocupa en su corazón el segundo lugar de preferencia: la industria y el comercio, especialmente la industria y el comercio alemanes, y el poder que se espera de esas actividades, ahora tan enérgicamente florecientes. Es fácil ganarse la confianza de Dürrfeld; el conocimiento que el profesor tiene de los entresijos del comercio mundial es muy extenso, enciclopédico. Sabe cuándo es oportuno abrir un tema, cuándo apartarse humildemente de él, cuándo conviene ser directo, cuándo discreto. Mientras acepta, quizá con demasiada gratitud, el fino cigarro cubano hecho a mano que le ofrece Dürrfeld, expresa su profusa admiración por una reciente hazaña alemana. Acaba de leer la noticia en la revista de economía de Zúrich a la que está suscrito. Se trata de la venta a Estados Unidos de grandes cantidades de caucho sintético recientemente perfeccionado por la IG Farbenindustrie.
—¡Qué golpe maestro para el Reich! —exclama el profesor.
En este momento Sophie advierte que Dürrfeld, que no parece ser un hombre sensible a las adulaciones, sonríe sin embargo complacido y comienza a hablar animadamente. Al parecer, le agrada la visión técnica que el profesor tiene del tema, y usa por primera vez sus cuidadas manos para acompañar con gestos sus afirmaciones. Sophie, incapaz de seguir el hilo de la conversación hasta sus más misteriosos detalles, observa y considera de nuevo a Dürrfeld desde un punto de vista singularmente femenino: es atractivo, piensa; luego, ligeramente avergonzada, aparta de su mente aquel pensamiento. (Casada y madre de dos hijos… ¿Cómo ha podido…?)
Entonces, aunque sin perder el dominio de sí mismo, Dürrfeld es presa de una furiosa agitación interior; los nudillos de una de sus manos se vuelven blancos al apretar el puño, y la tensión hace palidecer la piel que rodea su boca. Con una rabia apenas contenida se pone a hablar del imperialismo, de die Englander y die Hollander, de la conspiración por parte de las ricas potencias que son Inglaterra y Holanda consistente en acaparar el caucho natural y controlar su precio expulsando a las demás naciones del mercado.
—¡Y luego acusan a la IG Farben de prácticas monopolísticas! ¿Qué otra cosa podríamos hacer? —dice con una voz cáustica y cortante que sorprende a Sophie por su contraste con la suave ecuanimidad mostrada hasta entonces por el doctor—. ¡No es de extrañar que nuestro golpe maestro haya sorprendido al mundo! Con los británicos y los holandeses fijando criminalmente, como únicos dueños de Malaya y las Indias Orientales, precios astronómicos en el mercado mundial, ¿qué otra cosa podía hacer Alemania sino emplear su ingenio tecnológico para crear un sustituto sintético del caucho que, además de ser económico, duradero y elástico, fuese…?
—¡Resistente al petróleo!
¡Vaya! El padre de Sophie le ha quitado a Dürrfeld las palabras de la boca. ¡Resistente al petróleo! El astuto profesor ha sabido estar al día al retener en su memoria el importante hecho de que lo más revolucionario del nuevo producto sintético y lo que constituye la clave de su valor y atractivo es su resistencia al petróleo. Otro detalle que ha halagado al doctor, quien sonríe, otra vez complacido ante los conocimientos del profesor. Pero como sucede a menudo, éste no sabe cuándo debe detenerse. Envarándose ligeramente —y poniendo más en evidencia la caspa que salpica sus hombros—, comienza su exhibición murmurando términos químicos como «nitrilo», «Buna-N» y «polimerización de hidrocarburos». Su alemán es melifluo…, pero ahora Dürrfeld, desviado de su justiciero furor contra los británicos y los holandeses, se calma y vuelve a la actitud indiferente que le es propia; se queda mirando al pomposo profesor de arqueadas cejas sin dejar traslucir su irritación y fastidio.
No obstante, aunque parezca extraño, el padre de Sophie sabe ser un hombre encantador. Incluso puede llegar a redimirse. Y así, durante el viaje a la gran mina de sal de Wieliczka situada al sur de la ciudad, sentados juntos los tres en el asiento trasero de la limusina del hotel (un viejo pero mimado Daimler que huele a barniz de madera), su autorizada disquisición sobre la industria polaca de la sal y su historia milenaria es cautivadora, brillante, cualquier cosa menos aburrida. Emplea el talento que le ha permitido ser un sugestivo conferenciante y un orador público de vibrante penetración. Ya no es tan ampuloso ni está tan pendiente de sí mismo. El nombre del rey que fundó la mina de Wieliczka, Boleslaw el Casto, sirve de pretexto para una momentánea chanza; un par de chistes inocentes contados en el momento oportuno devuelven a Dürrfeld su buen humor y tranquilidad. Sophie puede observar mejor al doctor cuando éste se arrellana en el asiento junto a ella, y siente aumentar su simpatía por él. Dirige a Dürrfeld una mirada de soslayo y le sorprende no observar en él ningún signo de arrogancia; la conmueve el presentimiento en aquel hombre de algo oscuramente cálido, vulnerable…, ¿o acaso no es más que soledad? El campo muestra su creciente verdor, su tremolante follaje, la abundancia de flores de sus prados: la primavera polaca es un voluptuoso renacer. Sophie nota la presión del brazo del doctor contra el suyo, y se da cuenta de que su femenina piel desnuda se ha vuelto de carne de gallina por efecto de un repentino escalofrío. Intenta, sin éxito —en el atestado asiento—, apartarse del doctor. Aún tiembla un poco, pero enseguida se relaja.
Dürrfeld también se ha distendido; ha recuperado la calma tan por completo que incluso se siente obligado a decir unas palabras de vaga disculpa: no hubiera debido permitir que los británicos y los holandeses lo agitaran de aquel modo, dice al profesor con voz suave; añade que perdonen su arranque, pero que no hay duda de que las prácticas monopolísticas de esos dos países y su manipulación del suministro normal de un producto como el caucho, que todo el mundo debiera recibir equitativamente, es una verdadera aberración. Ciertamente, sólo un polaco, cuyo país —como Alemania— no posee ricas posesiones en ultramar, es capaz de apreciar este hecho. Ciertamente, no es el militarismo o el ciego deseo de conquista (que ha sido infamantemente imputado a ciertos países… sí, a Alemania, diantre, a Alemania) lo que hace probable alguna horrible guerra, sino esa codicia. ¿Qué debe hacer un país como Alemania cuando —desposeído de sus colonias, que habrían podido servirle como los Straits Settlements[22] de la Corona inglesa, y despojado del equivalente de las posesiones holandesas de Borneo y Sumatra— se encuentra frente a un mundo hostil, acorralado por los logreros y piratas internacionales? ¡La herencia de Versalles! ¡Sí, qué debe hacer! Debe crear con la máxima ferocidad. Debe fabricar su propia sustancia, ¡todo! Extraerlo del caos sin otra ayuda que su genio, y mantenerse entonces con la espalda contra la pared, enfrentándose a una hueste de enemigos. Así termina el pequeño discurso. El profesor sonríe satisfecho y se pone a aplaudir de veras.
Entonces Dürrfeld se queda silencioso. A pesar de su pasión está muy tranquilo. No ha hablado airadamente o con tono de alarma, sino con una elocuencia suave, breve y cortés, lo que contribuye a que Sophie se halle afectada por las palabras que acaba de oír y por la total convicción con que han sido expresadas. No está versada en política y problemas mundiales, pero tiene la sensatez de saberlo. No puede decir qué la excita más, si las ideas de Dürrfeld o su presencia física —tal vez una mezcla de ambas cosas—, pero encuentra muy razonables sus palabras, dichas, por otra parte, con honestidad y profunda convicción. Y, por supuesto, no se parece en nada al paradigmático nazi que han querido ver en él, con sus protestas, los elementos liberales y radicales de la universidad. «Quizá no sea un nazi», piensa con optimismo…, aunque es muy probable que un hombre situado a tal altura sea miembro del Partido. ¿Sí? ¿No? Bueno, ¿qué importa? Pero eso sí, hay algo que sabe con certeza: se siente acosada por un travieso y cosquilleante erotismo, un erotismo que la llena de la misma sensación de peligro, dulce y mareante a la vez, que experimentó en Viena años atrás cuando, siendo todavía una niña, se halló en lo más alto de la Gran Rueda del Prater: un placer delicioso y al mismo tiempo casi insoportable. (Sin embargo, mientras es presa de estas emociones no puede impedir que la angustie el recuerdo del cataclísmico acontecimiento doméstico que le da la libertad de sentir tan electrizante deseo: la silueta de su marido, envuelto en su bata, de pie en el vano de la puerta de su oscuro dormitorio sólo un mes antes, y las palabras de Kazik, tan dolorosas como un súbito corte en su cara producido por un cuchillo de cocina: «Debes meterte lo que voy a decirte en esa cabeza tan dura que tienes, quizá más dura de lo que dice tu padre. No puedo seguir haciendo “eso” contigo, no por falta de virilidad, ¿comprendes?, sino porque todo en ti, especialmente tu cuerpo, me deja totalmente insensible… Ni siquiera puedo soportar el olor de tu cama».)
Un momento después, a la entrada de la mina, mientras los dos contemplan el campo inundado de sol que, ondeante de cebada verde, se extiende a sus pies, Dürrfeld le hace algunas preguntas sobre ella. Sophie responde que es un ama de casa, la esposa de un profesor, pero que estudió piano y espera poder seguir haciéndolo en Viena dentro de uno o dos años. (Se han quedado solos por unos instantes y se hallan de pie, muy cerca uno de otro. Jamás había sentido Sophie un deseo tan agudo de encontrarse a solas con un hombre. Lo que ha posibilitado este momento es un pequeño contratiempo, un cartel que prohíbe la entrada a los visitantes porque se están haciendo reparaciones en la mina. Los labios del profesor vuelcan una cascada de disculpas y les dice que esperen, añadiendo que su amistad personal con el superintendente resolverá el problema.) Dürrfeld dice a Sophie que, por su aspecto, debe de ser muy joven. ¡Una muchacha! Cuesta creer que tenga ya dos hijos. Ella responde que se casó muy joven. Él también tiene dos hijos.
—Soy un hombre de familia —reconoce.
La observación ha sido hecha en un tono ambiguo, quizás algo picaresco. Por primera vez, los ojos de ambos se encuentran. Sus miradas se cruzan con increíble descaro, y ella se vuelve al sentir un repentino espasmo de adúltera culpabilidad. Se aparta un poco de él, hurtándole los ojos, preguntándose en voz alta dónde estará papá. Siente un temblor en la garganta, otra voz le dice en su interior que mañana deberá ir temprano a misa. Por encima del hombro, le llega la voz de él que le pregunta ahora si ha estado alguna vez en Alemania. Ella contesta que sí; un verano, ya hace años, estuvo en Berlín. Durante las vacaciones de su padre. Era todavía una niña.
Sophie dice que le gustaría ir de nuevo a Alemania, para ver la tumba de Bach, en Leipzig…, y se detiene, confusa, preguntándose por qué diantre ha soltado semejante cosa, aunque en realidad depositar unas flores sobre el sepulcro de Bach ha sido uno de sus deseos secretos. Sin embargo, no hay más que amabilidad y comprensión en la risa de Dürrfeld. ¡Leipzig, su ciudad natal! Claro que podría hacer eso si fuera allí… Y también podría visitar con él los más grandes santuarios musicales. Ella carraspea un poco, y se pregunta a sí misma: «Los “nosotros”, los “si usted viniera” que ha pronunciado varias veces, ¿deben tomarse como una invitación? Delicada, indirecta…, pero ¿una invitación?». Siente latir su pulso en las sienes y esquiva el tema; al notar que está demasiado cerca de él vuelve a apartarse un poco con prudencia.
—Tenemos muy buena música en Cracovia —dice—. Polonia está llena de música maravillosa.
—Sí —dice él—, pero no como Alemania. Si usted viniera, la llevaría a Bayreuth… ¿Le gusta Wagner? También podríamos ir a los grandes festivales de Bach, o a escuchar a Lotte Lehmann, a Kleiber, a Gieseking, a Furtwàngler, a Backhauss, a Fischer, a Kempff…
La voz de Dürrfeld parece un melódico murmullo amoroso; amable, cortés, pero tremendamente insinuante… e irresistible, y (para desdicha de ella) perversamente enloquecedora:
—Si le gusta Bach, tiene que gustarle Telemann. ¡Brindaremos a su memoria en Hamburgo! ¡Y a la de Beethoven en Bonn!
Justo en aquel momento, el ruido de pisadas sobre la grava anuncia el regreso del profesor, que en el colmo de la satisfacción exclama:
—¡Ábrete, sésamo!
Sophie puede casi oír el sonido de su corazón al desinflarse con irregulares latidos. «Mi padre —piensa— no tiene nada que ver con la música…»
Y eso (según puede desprenderse de sus evocaciones) es casi todo.
El prodigioso castillo subterráneo de sal, que ella ha visitado con frecuencia y que puede ser o no, como el profesor pretende, una de las siete maravillas de Europa debidas a la mano del hombre, es menos un anticlimax en sí mismo que un espectáculo que ella registra apenas en su conciencia a causa de la agitación que le ha provocado ese algo indefinible, ese apasionamiento que, como el calor de un rayo que la hubiese alcanzado de súbito, la ha debilitado hasta el punto de que se siente un poco enferma. No se atreve a permitir que sus ojos vuelvan a encontrarse con los de Dürrfeld, aun cuando no deja de observar sus manos y se pregunta por qué la fascinan de aquel modo.
Y luego, mientras descienden en el ascensor y dan un paseo por el blanco y brillante reino de cavernas abovedadas, laberínticos pasadizos y elevados cruceros —catedral subterránea, sepultado monumento conmemorativo de las épocas de penoso trabajo humano hundiéndose vertiginosamente hacia el Averno—, Sophie ignora tanto la presencia de Dürrfeld como la conferencia ambulante de su padre, perorata que al fin y al cabo ya escuchó con anterioridad más de una docena de veces. Se pregunta, desalentada, cómo es posible que sea víctima de una emoción a la vez tan insensata y devastadora. Lo que debe hacer es quitarse a ese hombre de la cabeza. Sí, sacárselo de la mente… Allez!
Y eso es lo que hizo. Borró tan por completo a Dürrfeld de sus pensamientos que, una vez que él y su esposa hubieron abandonado Cracovia —sólo un par de horas después de su visita a la mina de Wieliczka—, jamás volvió a perturbar su memoria; no permaneció en el más alejado pozo de su conciencia siquiera como un espejismo románticó. Quizás esto fue el resultado de una inconsciente fuerza de voluntad, o tal vez se debió tan sólo a que advirtió lo vana que era la esperanza de volverlo a ver. Como una piedra que cayera en una de las grutas sin fondo de Wieliczka, desapareció de su memoria: otro inofensivo flirteo destinado a un polvoriento diario jamás abierto. No obstante, volvería a verlo seis años más tarde, cuando la criatura objeto de todas las pasiones y deseos de Dürrfeld —el caucho sintético— y su lugar en la matriz de la historia habían convertido a este príncipe empresarial en el rey del enorme complejo industrial de Farben conocido por IG-Auschwitz. Cuando volvieron a verse allí, en el campo de concentración, su encuentro fue aún más breve y sobre todo menos personal que el que tuvieron en Cracovia. Sin embargo, Sophie se llevó de aquellos dos contactos tan alejados dos fuertes impresiones significativamente asociadas. Fueron éstas: durante la excursión de aquella tarde de primavera en compañía de uno de los antisemitas más influyentes de Polonia, su admirador Walter Dürrfeld, al igual que el anfitrión de éste, no pronunciaron una sola palabra sobre los judíos. Seis años más tarde, casi todo lo que oyó de labios de Dürrfeld se refirió a los judíos y a la condena de éstos al olvido.
Durante aquel largo fin de semana en Flatbush, Sophie no me habló de Eva más que para contarme en pocas palabras lo que ya he relatado: que la niña murió en Birkenau el mismo día de su llegada.
—Me quitaron a Eva —dijo—, y jamás volví a verla.
No me dio muchos detalles sobre aquel punto y yo no pude ni quise pedírselos; era algo —en una palabra— terrible, y aquella información, aunque breve e inconcreta, me dejó mudo de pasmo. Aún me maravilla la compostura que guardó Sophie. Volvió a hablar enseguida de Jan, que sobrevivió a la selección y que, según rumores que llegaron a sus oídos bastantes días después, había ido a parar a aquel tenebroso enclave conocido como Campo Infantil. Sólo pude conjeturar de todo lo que me dijo que la conmoción y el disgusto causados por la muerte de Eva habrían podido destruirla también a ella si no hubiera sido por la supervivencia de Jan; el solo hecho de que el niño siguiera con vida, aunque fuera de su alcance, y la esperanza de llegar a verlo algún día bastaron para sostenerla durante las fases iniciales de la pesadilla. Casi todos sus pensamientos tenían que ver con su hijo, y las pocas migajas de información que podía recoger respecto a él de vez en cuando —que seguía en un estado de salud aceptable, que aún vivía—, le proporcionaban el mínimo de consuelo necesario para soportar la infernal existencia a la que despertaba cada mañana.
Pero Sophie, como he señalado ya antes y como explicó ella a Höss el extraño día de su abortada intimidad, pasó a formar parte de la elite de aquel lugar, por lo que pudo decir que había tenido «suerte» en comparación con la mayoría de los recién llegados. Primero fue destinada a unos barracones donde, de haber seguido sujeta al curso normal de los acontecimientos, habría sufrido el estado de abreviada muerte en vida que sus verdugos habían calculado con toda precisión y que era la suerte que esperaba a casi todos sus compañeros de reclusión. (Fue al hablar de ese momento cuando ella me refirió la locución de bienvenida del Hauptsturmführer de las SS Fritzch, y considero que no estará de más repetir aquí literalmente lo que, según el relato de Sophie, dijo el oficial nazi. «Recuerdo exactamente sus palabras —dijo ella—. Fueron: “Os halláis en un campo de concentración, no en un sanatorio; y de aquí sólo se sale de una manera: chimenea arriba. Y al que no le guste esto puede colgarse en los alambres de la valla. En cuanto a los judíos, si los hay en este grupo, sepan que no tienen derecho a vivir más de dos semanas. —Y añadió—: ¿Hay monjas, por aquí? Lo mismo que los curas, sólo tenéis un mes. Todos los demás tres meses”.» Sophie tuvo, pues, conocimiento de su sentencia de muerte al cabo de veinticuatro horas de su llegada: bastó con que Fritzch diera validez al hecho en el lenguaje de las SS.) Pero según explicó ella después a Höss en un episodio que ya he narrado, un conjunto de pequeños aconteeimientos —el ataque de que la hizo objeto una lesbiana en los barracones, una riña y la intervención de una benévola jefa de bloque— la llevaron a ocupar un puesto de taquimecanógrafa-traductora y a alojarse en otros barracones, donde de momento quedó a salvo del mortal agotamiento del campo de concentración. Y, como tampoco ignora el lector, al cabo de seis meses otro golpe de suerte la llevó a disfrutar de las ventajas y la protectora comodidad de Haus Höss. Pero con anterioridad tuvo un encuentro crítico. Fue pocos días antes de ir a residir bajo el techo del comandante. Wanda —que había estado confinada todo aquel tiempo en una de las inmundas perreras de Birkenau y a quien no había visto desde la llegada de ambas aquel día de abril— se las arregló para llegar hasta Sophie y volcarse en un tumultuoso torrente de palabras que la llenaron de esperanzas respecto a Jan y la posibilidad de su salvación, pero que también la aterrorizaron con unas exigencias que requerían una dosis de valor que ella —no lo ignoraba— estaba muy lejos de poseer.
—Tendrás que trabajar constantemente para nosotros mientras vivas en ese nido de cucarachas —le susurró Wanda en un rincón de los barracones—. No puedes imaginarte lo provechosa que puede sernos esta oportunidad. Es lo que el movimiento clandestino ha estado esperando y deseando: ¡tener a alguien como tú en un sitio como ése! Tendrás que mantener alerta tus ojos y tus oídos las veinticuatro horas del día. Oye, querida, es tan importante que nos informes de lo que vaya sucediendo allí dentro… Cambios de personal, cambios de planes, traslados de los cerdos más importantes de las SS… Cuanto puedas decirnos es valiosísimo para todos. Es la sangre que puede dar vida al campo. ¡Noticias de la guerra! Cualquier cosa que pueda contrarrestar su asquerosa propaganda. La moral es lo único que nos queda en este infernal agujero, ¿lo comprendes, verdad? Una radio, por ejemplo… ¡No tendría precio! Sé que tus posibilidades de hacerte con un receptor de radio son prácticamente nulas, pero si pudieras conseguírnoslo podríamos escuchar Londres. Equivaldría a salvar miles y miles de vidas.
Wanda estaba enferma. La terrible magulladura que le habían hecho en la cara antes de salir de Varsovia no había desaparecido. Las condiciones de alojamiento en los barracones femeninos de Birkenau eran desastrosas, lo que había contribuido a agravar la bronquitis crónica que padecía (la cual daba a sus mejillas una alarmante y febril rubicundez, tan intensa que casi podía compararse al color rojo ladrillo de su pelo, o de los pocos y grotescos bucles que quedaban de él). Con una mezcla de horror, pena y culpa, Sophie presintió que era la última vez que veía a aquella valiente, decidida y ardorosa muchacha.
—Sólo dispongo de unos minutos —dijo Wanda.
Y pasando de pronto del polaco a un alemán rápido y coloquial, murmuró a Sophie que la malvada ayudanta de la jefa del bloque, una puta varsoviana con cara de rata traidora, estaba al acecho. Así pues, sugirió rápidamente a Sophie lo esencial de su plan relacionado con el Lebensborn, intentando hacerle ver que su puesta en práctica, por quijotesca que pareciese, era quizás el único modo de conseguir que Jan fuese liberado del campo de concentración.
La realización de aquel proyecto, dijo Wanda, requeriría una gran dosis de connivencia, muchas cosas que sabía que repugnarían instintivamente a Sophie. Hizo una pausa, tosió con dolorosos espasmos y prosiguió:
—Supe que debía verte tan pronto como me llegaron los rumores de tu nuevo destino. Tenemos noticia de todo. Durante todos estos meses he ansiado verte, claro, pero este puesto que te han dado ahora lo ha hecho absolutamente necesario. He corrido un gran riesgo para venir a verte. ¡Si me cogen, me matan! Pero en este infierno, si no arriesgas nada, nada consigues. Sí, te lo vuelvo a decir: Jan está bien, está todo lo bien que puede esperarse. No una vez, sino tres veces lo he visto a través de la cerca. No he de engañarte, claro; está delgado, como yo. ¡Qué detestable, ese Campo Infantil! Todo lo es en Birkenau, pero te diré otra cosa: los niños no pasan tanta hambre como el resto de los prisioneros. ¿Por qué? No lo sé, quizá sea debido a la mala conciencia de esos criminales. Una vez me las arreglé para hacerle llegar unas manzanas. Sigue bien. Conseguirá sobrevivir. Llora, querida, llora. Sé que todo eso es horrible, pero no debes perder la esperanza. Piensa, eso sí, que debes intentar sacarlo de aquí antes de que llegue el invierno. Y en cuanto al Lebensborn, parece una idea descabellada, pero es algo que existe de veras. Sucedió en Varsovia; nosotras lo vimos. ¿Recuerdas el hijo de Rydzón? Debes intentarlo, es la única manera de sacar a Jan de aquí, te lo digo yo. Sí, ya sé que es muy posible que se pierda si es enviado a Alemania, pero por lo menos vivirá, ¿lo entiendes, no? Y también es posible que logres seguir su pista. Esta guerra no va a durar siempre.
«¡Óyeme bien! Todo depende de la clase de relación que tengas con Höss. Es mucho lo que depende de eso, querida Zosia; no sólo lo que le suceda ajan y lo que te suceda a ti, sino a todos nosotros. Tienes que usar a ese hombre, trabajarlo. Vas a vivir bajo su mismo techo, ¿te das cuenta? ¡Úsalo! Para empezar, debes olvidar esa mojigatería cristiana que tienes y hacer uso de la sexualidad en todo lo que vale. Perdóname, Zosia, pero verás cómo después de una buena follada vendrá a comer en tu mano. Óyeme, el servicio de información del movimiento clandestino no ignora nada sobre ese hombre, ni muchas otras cosas: eso del Lebensborn, por ejemplo. Höss no es otra cosa que un burócrata más, deseoso, como cualquier otro, de un cuerpo de mujer. ¡Usa tu cuerpo! ¡Y úsalo a él! A él no le cuesta nada tomar a un niño polaco y someterlo a ese programa. Al fin y al cabo, será para él otra contribución al Reich. Y dormir con Höss no significa colaborar; ¡es espionaje, ama misión de la quinta columna! Así que debes trabajarte a ese tío al máximo. ¡Por Dios, Zosia, recuerda que es una ocasión única! Lo que hagas en esa casa puede significarlo todo para el resto de nosotros, para todos los polacos y judíos, para el espantoso montón de desgraciados que llenan este campo… para todos. Te lo ruego: ¡no nos abandones!
El tiempo transcurría. Wanda tenía que irse. Antes de marcharse, dio a Sophie las últimas instrucciones. Bronek, por ejemplo. En la casa del comandante encontraría a una especie de criado, un hombre para todo, llamado Bronek. Sería un enlace ideal entre la mansión y el movimiento clandestino del campo de concentración. Ostensiblemente servil para las SS, no era un lameculos ni el esclavo de Höss como lo hacía parecer la necesidad de adaptarse a las circunstancias. Höss confiaba en él, era el animal doméstico polaco favorito del comandante; pero dentro de aquel simple ser, superficialmente sumiso y servicial, latía el corazón de un patriota, un hombre leal que había demostrado que se podía contar con él para toda clase de misiones, a condición de que no fueran demasiado complejas o exigieran un excesivo esfuerzo mental. En realidad, había sido un hombre inteligente, pero los experimentos médicos que echaron a perder su agilidad de pensamiento lo convirtieron en un tonto fiable. No podía comenzar nada por iniciativa propia, pero era un instrumento eficaz. ¡Polonia ante todo! Sophie, según dijo Wanda, no tardaría en percatarse de que Bronek estaba tan seguro en su papel de sumiso e inofensivo esclavo del trabajo que, desde el punto de vista de Höss, quedaba fuera de toda sospecha. Wanda le dijo que confiara en Bronek, y que lo utilizara siempre que pudiese. En aquel momento Wanda tenía que marcharse y, efectivamente, después de un largo abrazo lleno de lágrimas se fue… dejando a Sophie más débil y desesperanzada que antes, y con una gran sensación de ineptitud…
Y Sophie pasó sus diez días bajo el techo del comandante, con el momento culminante de aquel turbulento y angustioso día que detalladamente recordaba y que ya he descrito: el día en que de su decidido pero desmañado intento de seducir a Höss no resultó posibilidad alguna de liberar a Jan, aunque sí la promesa —amarga y lacerante, pero dulcemente deseada— de que vería a su hijo en carne y hueso. El día en que no consiguió, a causa de una combinación de pánico y falta de memoria, exponer al comandante la idea del Lebensborn, perdiendo así la gran oportunidad de ofrecerle un medio legal de sacar ajan del campo. («A menos que…», pensó mientras bajaba aquella noche hacia el sótano, a menos que reuniera las fuerzas y el valor necesarios para hablar a Höss de su plan la mañana siguiente cuando, según éste le había prometido, trajera al chico a su despacho para que pudiese verlo un momento.) Fue también el día en que tuvo que añadir a los temores y miserias habituales la casi intolerable carga del desafío y la responsabilidad. Y, sí, cuatro años más tarde, en un bar de Brooklyn, me hablaría de la irreprimible vergüenza que aún sentía al recordar de qué modo aquel desafío y aquella responsabilidad la aterraron y acabaron por vencerla. Este episodio había llegado a ser una de las partes más oscuras de su confesión en el centro de lo que ella llamaba, una y otra vez, su «maldad». Así comencé a ver que aquella «maldad» iba mucho más allá de una culpa excesiva originada por su torpe esfuerzo de seducir a Höss, o incluso por su no menos inhábil intento de manipularlo mediante el panfleto de su padre; empecé a ver que, entre otros de sus atributos, el mal absoluto paraliza por completo. Al fin y al cabo, me dijo Sophie con angustia, su falta se reducía a su actitud ante una trivial —pero abrumadoramente importante— combinación de metal, vidrio y plástico: la radio que, según creía Wanda, Sophie nunca podría llegar a robar. Habría sido una suerte increíble. Y ella la echó a perder…
En la planta situada justamente debajo del rellano de la escalera que servía de antecámara del despacho de Höss, se hallaba el pequeño cuarto ocupado por Emmi, de doce años, miembro intermedio de los cinco retoños del comandante. Sophie había pasado muchas veces por delante de la estancia al subir o bajar del despacho, y había observado que la mayoría de las veces la puerta estaba abierta, hecho que nada tenía de particular si se consideraba que el más pequeño robo en aquella fortaleza tan despóticamente regulada era tan impensable como un asesinato. Sophie se había detenido más de una vez para darle un vistazo, contemplando un dormitorio infantil ordenado y sin rastro de polvo que no habría sido excepcional en Augsburgo o Münster: una robusta cama con una colcha floreada, animales de felpa amontonados sobre un sillón, algunos trofeos de platá, un reloj de cuclillo, una pared cubierta de fotografías enmarcadas (entre ellas, una escena alpina, una marcha de las Juventudes Hitlerianas, un panorama marítimo, la propia Emmi en traje de baño, unos ponis retozando, retratos del Führer, Himmler —el «tío Heini»—, la mamá y el papá sonriendo en traje de paisano), una cómoda con un montón de cajas de bisutería y otras baratijas, y, junto a ellas, una radio portátil. Era la radio lo que siempre atraía con más fuerza su atención. Sophie rara vez había visto u oído funcionar aquel pequeño aparato, sin duda porque sus encantos eran sobrepasados, con mucho, por la enorme radiogramola de abajo que bramaba a todas horas.
Cierta vez, al pasar por delante de la habitación, advirtió que el aparato estaba encendido; valses de ensueño, modernas imitaciones de Strauss, sonaban a través de una voz que identificó a la emisora como una estación de la Wehrmacht, posiblemente Viena, quizá Praga. Los instrumentos de cuerda sonaban con una precisión y claridad sorprendentes. Pero no fue la música lo que la fascinó, sino la propia radio; la cautivó por su tamaño, su forma y, sobre todo, por lo portátil que era. Sophie nunca habría creído que la tecnología hubiese logrado tal maravilla en tan reducido espacio, y se percató de que le habían pasado por alto los logros de la renacida ciencia electrónica del Tercer Reich durante aquellos explosivos años. La radio no era mayor que un libro de tamaño mediano. A un lado de la caja se veía el nombre Siemens grabado en relieve. Era de color marrón oscuro, y la tapa que cubría su parte delantera se levantaba sobre unos goznes y era impulsada por muelles para formar la antena, la cual quedaba alzada como un centinela sobre el pequeño chasis lleno de lámparas, condensadores, resistencias y pilas…, tan pequeño que se podía sostener fácilmente en la mano de un hombre. La radio sobrecogió a Sophie de terror y deseo a la vez. Y al atardecer de aquel día de octubre en que se enfrentó con Höss, al bajar a su rincón del sótano volvió a verla a través de la puerta abierta y sintió en sus entrañas todo el terror de su decisión: sin más dudas ni dilaciones, tenía que arreglárselas para robarla.
Se quedó en la oscuridad del pasillo, a unos pasos del pie de escalera que conducía a la buhardilla. La radio tocaba suaves y dulces melodías. Arriba, se oían las pisadas de las botas del ayudante de Höss; éste había salido de la casa para dar una vuelta de inspección. Sophie, allí inmóvil, se sintió de pronto sin fuerzas, hambrienta, temblorosa de frío, al borde de la enfermedad o el desmayo. Ningún día de su vida había sido tan largo como aquél, todo lo que esperaba de él se había esfumado. En realidad, no se había quedado sin nada: al menos había salvado del naufragio la promesa de Höss de que vería a Jan. Pero la total falta de habilidad de que había dado muestras, el volver a hallarse virtualmente en el punto de partida y ante la perspectiva de pasar ya la próxima noche en el campo de concentración, donde se perdería para siempre… Todo eso estaba más allá de su aceptación y comprensión. Cerró los ojos y, medio desvanecida por el hambre y las náuseas, se apoyó en la pared. Aquella mañana, en aquel mismo lugar, había vomitado los higos: el desagradable charco que dejó en el suelo había sido limpiado por algún polaco o algún paniaguado de las SS, pero tenía en su recuerdo una fragancia agridulce que en aquel momento intensificó dolorosamente el vacío que notaba en el estómago. Sin embargo intentó andar a tientas y, al levantar el brazo hacia la pared para orientarse, su mano palpó algo velloso. Tuvo la sensación de estar tocando las mismísimas pelotas del diablo. Ahogó a tiempo un grito y advirtió, al abrir los ojos, que había agarrado la barbilla de un cornudo ciervo…, muerto en 1938 —según oyó que Höss contaba cierta vez a un visitante de las SS— de un tiro en plena cabeza a una distancia de trescientos metros, «al primer disparo», en las laderas montañosas que dominan el Kônigssee y en un paraje tan próximo a Berchtesgaden que el mismo Führer, de haberse hallado entonces en su residencia (o, ¿quien sabe?, tal vez estaba en ella…), habría podido oír la fatal descarga.
En aquel momento, los ojos de cristal del ciervo, hábilmente detallados, mostrando incluso los pequeños y rojos capilares de sus globos oculares, le dieron una imagen gemela de ella misma: endeble, demacrada, con un rostro casi cadavérico. Permaneció unos instantes con la mirada fija en aquel duplicado suyo, y se preguntó cómo era posible que, a pesar de su agotamiento y de la tensión e indecisión que la dominaban en aquel momento, siguiera conservando la cordura. Durante los días en que Sophie, al subir y bajar sigilosamente la escalera, pasaba por delante de la habitación de Emmi, estudiaba su estrategia con terror y ansiedad crecientes. Se había prometido a sí misma que no traicionaría la confianza de Wanda pero ¡había que ver a qué precio! ¡Y con qué dificultades! El factor clave residía en una palabra: sospecha. La desaparición de una cosa tan escasa y valiosa como un aparato de radio de aquel tipo constituiría un delito de suma gravedad, que provocaría sin duda represalias, castigos, torturas e incluso ejecuciones al azar. Los prisioneros que servían en la casa se convertirían automáticamente en los primeros sospechosos; serían los primeros en sufrir registros, interrogatorios y malos tratos. ¡Incluso las gordas costureras judías! Pero había un elemento a su favor con el que Sophie debía contar: los propios miembros de las SS. Eran pocos los prisioneros que, como Sophie, tenían acceso a la parte alta de la casa, lo que eliminaba la idea de cualquier intento de robo por parte de ellos. Habría sido un suicidio. Pero muchos miembros de las SS subían al despacho de Höss día tras día: mensajeros, portadores de órdenes, memorandos, comunicaciones y traslados; toda clase de soldados rasos, cabos y sargentos con diversas misiones procedentes de todos los rincones del campo. También ellos debían de mirar con ojos codiciosos la pequeña radio de Emmi; algunos, por lo menos, no eran incapaces de robar, y también ellos serían objeto de sospechas. En efecto, al ser mayor el número de militares de las SS que subían a la buhardilla de Höss que el de prisioneros, a Sophie le pareció lógico suponer que las pocas personas de confianza, como ella misma, que vivían en la casa del comandante escaparían a las más inmediatas sospechas…, con lo que dispondría de más tiempo para desprenderse del cuerpo del delito.
Todo quedaba reducido, pues, a una cuestión de precisión, tal como había cuchicheado a Bronek el día anterior: tomar la radio, esconderla debajo de su blusón, correr luego escaleras abajo y entregarla a él en la oscuridad del sótano. Bronek, a su vez, se apresuraría a pasar el pequeño aparato a manos de su contacto del otro lado de las puertas de la mansión. Entretanto se daría la alarma. El sótano sería registrado. Bronek se uniría a los escudriñadores exhibiendo su acostumbrado celo de colaborador. La furia y la conmoción que se pusieran en juego no darían ningún resultado. Los asustados prisioneros acabarían por recobrar la tranquilidad. En algún lugar de la guarnición, un sargento de las SS con la cara llena de granos, helado de terror, se vería acusado de su atrevida felonía. Un pequeño triunfo para el movimiento clandestino. Y allí, en las profundidades del campo de concentración, en la oscuridad, hombres y mujeres se apiñarían peligrosamente en torno de la pequeña caja para escuchar el débil sonido de una polonesa de Chopin, buenas noticias y voces de exhortación y de apoyo que les harían experimentar la sensación de haber casi recuperado la vida.
Sabía que a partir de aquel momento debía obrar con rapidez, apoderarse de la radio o quedar condenada para siempre. Siguió, pues, adelante, alborotado el corazón, sin poder desprenderse del miedo —llevándolo pegado a ella como un malvado compañero—, y se escabulló hacia el interior de la habitación. Sólo tenía que andar algunos pasos, pero mientras los daba, avanzando de lado, tuvo la sensación de que algo iba mal, de que había cometido un error de táctica y de elección del momento más oportuno: en el instante en que puso la mano sobre la fría superficie de plástico de la radio, tuvo una premonición de desastre que llenó todo el espacio de la habitación como un grito inaudible. Y recordaría más tarde, en más de una ocasión, cómo en el momento exacto de tocar el pequeño objeto tan anhelado, se dio cuenta de su error (¿por qué lo relacionó de súbito con una competición de croquet?) al oír la voz de su padre en un lejano rincón de su mente, casi satisfecho de poder decir estas palabras: «Todo lo haces mal». Pero apenas tuvo tiempo de reflexionar sobre ello, pues se lo impidió otra voz que, detrás de ella —con una inevitabilidad que no pudo causarle sorpresa—, dijo: «Tus obligaciones te permiten pasar por el pasillo, pero no tienes nada que hacer en esta habitación». Sophie se volvió como movida por un resorte y vio a Emmi.
La muchacha se hallaba en la puerta del lavabo. Sophie nunca la había visto tan de cerca. Vestía unas bragas azul pálido; sus precoces pechos de onceañera se insinuaban con firmeza bajo un sostén del mismo color. Su cara era blanca y sorprendentemente redonda, como un bollo a medio cocer, coronada por un flequillo de ensortijado pelo rubio; sus facciones eran a la vez bellas y degeneradas; dentro de aquel redondo marco, la nariz, la boca y los ojos parecían pintados en la cabeza de una muñeca, pensó primero Sophie, pero no, luego vio que más bien parecían dibujados en un globo. Mirándola bien, podía observarse que, al fin y al cabo, sus facciones mostraban menos depravación que inocencia. Sin decir palabra, Sophie la miraba con fijeza, pensando: «Papá tenía razón cuando decía que todo lo hacía mal. Todo lo echo a perder. En este caso, habría tenido que investigar primero las cosas». Carraspeó y luego recuperó la palabra:
—Lo siento, gnädiges Fräulein, sí, señorita, yo sólo…
Pero Emmi la interrumpió:
—No intentes justificarte. Has entrado aquí para robar la radio. Te he sorprendido. Casi te he visto tomarla. —El rostro de Emmi no mostraba, o tal vez era incapaz de mostrar, expresión alguna. Con un aplomo que contradecía su casi total desnudez, alargó el brazo hacia el cuarto del lavabo, tomó de él un albornoz blanco y se lo puso. Entonces se volvió y dijo en un tono que no denotaba la menor emoción—: Voy a contarlo a mi papá. Te hará castigar.
—¡Sólo quería mirarla! —improvisó Sophie—. ¡Lo juro! He pasado por aquí tantas veces… Nunca había visto una radio tan… tan pequeña. Tan… ¡tan mona! No podía creer que funcionara, de veras… Sólo quería ver…
—Eres una mentirosa —dijo Emmi—, ibas a robarla. Lo he visto por la expresión de tu cara. Dabas la impresión de que querías tomarla y llevártela; no sólo tocarla y mirarla.
—Debe creerme usted —dijo Sophie, con un nudo en el fondo de la garganta, con las piernas frías y pesadas y sintiéndose casi desfallecer—. Yo no quería robarla…
Y entonces se detuvo, asaltada por la idea de que no importaba. Lo había echado todo a perder y ya daba igual. Sólo una cosa le interesaba todavía: ver a su hijo el día siguiente… ¿Podía Emmi acabar con aquella posibilidad?
— Tú querías robarla —insistió la muchacha—. Vale setenta marcos. Así habrías podido escuchar la música, allá abajo, en el sótano. Eres una puerca polaca. Todos los polacos son ladrones. Mi madre dice que los polacos son más ladrones que los gitanos, y también más sucios. —La nariz se arrugó en el centro de su cara circular—. ¡Hueles mal!
Sophie notó que se le nublaba la vista. Se sintió gemir. A causa del incalculable esfuerzo, el hambre, la angustia, el terror, o Dios sabía qué, su período se había retrasado al menos una semana (cosa que ya le había sucedido dos veces en el campo de concentración), y en aquel momento sintió de pronto entre sus piernas el húmedo y caliente flujo, al tiempo que la oscuridad le invadía los ojos sin que pudiera evitarlo. Lo último que vio fue la cara de Emmi: un borrón lunar atrapado en una negra telaraña. Y Sophie se sintió caer, caer… Como mecida por indolentes olas de tiempo, cayó en un agradable estupor para ir saliendo de él con indiferencia al sonido de un lejano alarido que apareció en sus oídos y que se hizo más fuerte hasta convertirse en un salvaje mgido. Por un breve instante, soñó que aquel mgido lo había lanzado un oso polar mientras ella flotaba sobre un iceberg en medio de gélidos vientos. Sus ventanas nasales ardían.
—Despiértate —dijo Emmi.
La redonda cara, blanca como la cera, se le acercó tanto que notó el aliento de la chica en su mejilla. Entonces Sophie advirtió que estaba tendida boca arriba en el suelo, y que la muchacha, agachada a su lado y con la mano alargada hacia ella, mantenía un pequeño frasco de amoníaco debajo de su nariz. La ventana de dos hojas había sido abierta, y un viento helado llenaba la habitación. El rugido que había oído era la sirena del campo de concentración; aún se escuchaba a lo lejos, en intensidad decreciente. Al nivel de sus ojos, detrás del brazo desnudo de Emmi, había un pequeño botiquín de plástico adornado con una cruz verde.
—Te has desmayado —dijo la muchacha—. No te muevas. Mantén la cabeza horizontal durante un par de minutos para que se te normalice la circulación. Aspira profundamente por la nariz. Este aire frío te reanimará. Entretanto, no te muevas.
Sophie estaba recuperando rápidamente los sentidos, y mientras tanto tuvo la sensación de que era un personaje de una obra de teatro en la que faltaba la escena principal. ¿Acaso no hacía un minuto (no podía haber transcurrido más tiempo desde entonces) que la chica le había hablado con la violencia de un oficial de las SS? ¿Podía ser aquella muchacha la misma que ahora la atendía con lo que habría de llamarse eficiencia humana, mostrando una compasión casi angelical? ¿Había desencadenado su desvanecimiento en aquella amenazadora Fráulein de cara de feto hinchado los benéficos impulsos de una enfermera? La pregunta recibió contestación en aquel preciso instante, al agitarse Sophie con un quejido.
—No debes moverte —le ordenó Emmi—. Tengo un certificado de primeros auxilios, de primera clase, para jóvenes. Haz, pues, lo que te digo, ¿comprendes?
Sophie permaneció inmóvil. No llevaba ropa interior y se preguntó hasta qué punto se había manchado, pues la parte posterior de su blusón estaba empapada. Sorprendida por su propia delicadeza, dadas las circunstancias, también se preguntó si no habría ensuciado también el inmaculado suelo del cuarto de Emmi. Algo en la manera de conducirse de la chica aumentó la intranquilidad de Sophie; tenía la sensación de ser socorrida y sacrificada a un tiempo. Comenzó a darse cuenta de que Emmi tenía la misma voz de su padre: fría y distante. Con su forma autoritaria de hablar y su eficiente actuación (en aquel momento se puso a dar fuertes palmadas en las mejillas de Sophie, diciendo que el manual de primeros auxilios indicaba que el vivo palmoteo de la cara ayudaba a reanimar a las víctimas de Synkope, y así siguió con médica precisión hasta que creyó cumplida su misión), parecía un Obersturmbannführer en miniatura: el espíritu, fundamento y esencia de las SS incrustados en sus mismísimos genes.
Al ver la muchacha que la tanda de bofetones en las mejillas de Sophie le habían producido una rubicundez aparentemente satisfactoria, ordenó a su paciente que se incorporara y que, sentada en el suelo, se apoyara en la cama. Sophie lo hizo con lentitud, pensando de pronto en la suerte que había tenido al desmayarse de aquella manera en el momento oportuno. Se cercioró de ello cuando, al mirar hacia el techo —con unas pupilas que, encogiéndose, estaban recuperando su enfoque normal—, advirtió que Emmi se había levantado y la observaba con una expresión que parecía benigna, o por lo menos de tolerante curiosidad, como si hubiera sido expulsado de su mente el furioso odio hacía Sophie por ser polaca y ladrona; a la muchacha, el arrebato médico parecía haberle resultado catártico: le había permitido ejercer su autoridad sobre otra persona, compensando así su frustración de enana de las SS, tras lo cual había recuperado el aspecto y el proceder de una muchacha corriente.
—¿Quieres que te diga una cosa? —murmuró Emmi—. Eres muy hermosa. Wilhelmine dice que debes de ser sueca.
—Oye —dijo Sophie con voz suave y solícita, explotando sin propósito definido aquella increíble calma—. ¿Qué significa ese dibujo que llevas cosido en la bata? Es muy bonito.
—Es la insignia de ganadora de un campeonato de natación. Fui la campeona de mi clase. De las principiantes. Entonces sólo tenía ocho años. Me gustaría que también aquí hubiese competiciones de natación, pero no es posible. Cosas de la guerra. He tenido que nadar en el Sola, y no me gusta. Es un río muy sucio. Fui una nadadora muy rápida en la competición de las principiantes.
—¿Dónde fue eso, Emmi?
—En Dachau. Teníamos una piscina estupenda para los niños de la guarnición. Hasta la calentaban. Pero eso fue antes de que nos trasladaran. Dachau era mucho más bonito que Auschwitz. Es que era en el Reich. Mira, aquí están mis trofeos. El del centro es el mayor que tengo. Me lo entregó personalmente el jefe nacional de Juventudes, Baldur von Schirach. Ahora voy a enseñarte mi álbum de recuerdos.
De un cajón de la cómoda, sacó un gran álbum lleno de fotografías y recortes de periódico. Lo llevó al lado de Sophie, deteniéndose en el camino sólo para encender la radio. Crujidos y silbidos perturbaban la emisión de música. Cambió de estación y los parásitos desaparecieron, dejando oír con claridad un lejano conjunto de trompas y trompetas, alborozado, victorioso, haendeliano. Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Sophie como una bendición de hielo.
—Das bin ich —«Ésta soy yo», comenzó a decir la muchacha una y otra vez, señalándose en interminables y repetidas posturas, enfundada en su adiposa carne juvenil pálida como un hongo en distintos trajes de baño. «¿No brillaría jamás el sol, en Dachau?», se preguntó Sophie, soñolienta y fastidiada—. Das bin ich…, und das bin ich —continuó Emmi con infantil monotonía, señalando las fotografías con su gordezuelo pulgar—. También comencé a aprender a bucear —dijo—. Mira, ésta soy yo.
Sophie dejó de mirar las fotografías —todo se convirtió en un borrón— y, en su lugar, sus ojos buscaron la ventana abierta de par en par al cielo de octubre, donde había aparecido ya la estrella vespertina, sorprendentemente brillante como un trozo de cristal. Cierta agitación en el aire, un súbito espesamiento de la luz alrededor del astro anunciaron la llegada del humo, llevado hacia la tierra por la circulación del viento frío de la noche. Por primera vez desde la mañana, Sophie olió, irresistible como una mano estranguladora, el olor de seres humanos quemados. Birkenau estaba consumiendo lo que quedaba de los viajeros que habían llegado de Grecia. ¡Trompetas! El éter volcaba un solemne y triunfante himnario hecho de hosannas, balidos de carneros, angélicas anunciaciones…, haciendo pensar a Sophie en todas las mañanas nonatas de su vida. Se puso a llorar y dijo a media voz:
—Al menos, mañana veré ajan. Al menos, eso.
—¿Por qué lloras? —le preguntó Emmi.
—No lo sé —contestó Sophie.
Y estuvo a punto de decir: «Porque tengo un niño en el campo D.
Y porque tu padre me lo dejará ver mañana. Casi tiene tu edad». Pero no lo hizo al verse sorprendida por la súbita voz de un locutor que, interrumpiendo la música, dijo: «Ici, Londres!». Era una voz lejana, que se oía como a través de una hoja de estaño, aunque clara de momento. La transmisión iba destinada a los franceses, pero había saltado los Cárpatos para hacerse oír allí, en el tenebroso límite de aquel infierno. Sophie bendijo al locutor desconocido como si hubiera sido su amado, y quedó impresionada al oír sus sorprendentes palabras: «L’Italie a déclaré qu’un état de guerre existe contre l’Allemagne…». Aunque Sophie no podía comprender el verdadero alcance de la noticia, su instinto, combinado con cierto tono de alegría en la voz procedente de Londres (que Emmi no entendía, según dedujo tras haberla observado atentamente), le dijo que lo que estaba escuchando representaba un verdadero desastre para el Reich. No significaba tan sólo que Alemania ya no podía contar con Italia, sino el principio de la ruina total de los nazis. Y mientras se esforzaba por oír la voz, en aquel momento oscurecida por una ráfaga de parásitos atmosféricos, siguió llorando, consciente de que lo hacía por Jan, sí, pero también por otras cosas, principalmente por ella misma: por haber fracasado en su intento de apoderarse de la radio y por saber con seguridad que jamás volvería a recobrar el valor suficiente para intentar robarla de nuevo. Aquella pasión suya tan maternal y defensiva que Wanda, sólo unos meses antes en Varsovia, había juzgado egoísta y deshonrosa era algo que, llevado a la última y más cruel prueba, Sophie no podía vencer…, que ahora le hacía verter lágrimas de aflicción y de vergüenza al ver cómo influía en su ineptitud. Se pasó sus temblorosos dedos sobre los ojos y, al fin, murmuró a Emmi:
—Lloro porque estoy muy hambrienta.
Cosa que era por lo menos cierta. Temía la posibilidad de volver a desmayarse.
El hedor se hizo más fuerte. El horizonte nocturno reflejó un tenue resplandor de fuego. Emmi fue hacia la ventana para cerrarla y evitar que entrara el frío, o la pestilencia, o ambas cosas a la vez. Al seguir a la chica con la mirada, vio en la pared una frase bordada sobre cañamazo (el bordado era tan complicado como las mismas palabras alemanas) y enmarcada con madera de pino lacada e historiadamente trabajada:
Tal como el Padre Celestial salvó a la gente
del pecado y del Infierno,
Hitler salvará al Pueblo Alemán
de la destrucción.
La ventana se cerró de golpe.
—Ese hedor es de los judíos que se están quemando —dijo Emmi, volviéndose hacia Sophie—, pero supongo que eso ya lo sabías. Está terminantemente prohibido hablar de ello en esta casa, pero tú… no eres más que una prisionera. Los judíos son los principales enemigos de nuestro pueblo. Mi hermana Ifigenia y yo compusimos una cancioncilla sobre los judíos. Comienza así: «Der Itzig…».
Sophie ahogó un grito y cubrió sus ojos con ambas manos.
—Emmi, Emmi… —susurró.
En su momentánea ceguera sintió de nuevo la aberrante visión de la muchacha en forma de feto, ya totalmente crecido, gigantesco, un leviatán sereno y falto de cerebro, nadando silenciosamente a través de las negras e insondables aguas de Dachau y Auschwitz.
—Emmi, Emmi —consiguió decir—. ¿Por qué se halla en esta habitación el nombre del Padre Celestial?
Fue, según diría Sophie mucho tiempo más tarde, uno de los últimos pensamientos religiosos que tuvo.
Después de aquella noche —la última que pasó como prisionera residente en la casa del comandante—, permaneció todavía cerca de quince meses en Auschwitz. Como he dicho antes, a causa de su empeño en silenciarlo, este largo período de su reclusión fue en su mayor parte (y aún sigue siéndolo) un misterio para mí. Pero hay una o dos cosas de las que puedo hablar con certeza. Cuando Sophie salió de Haus Höss, tuvo la suerte de recuperar su puesto de taquimecanógrafa-traductora en la plantilla general de esta especialidad, y así pasó a formar parte otra vez del pequeño grupo de prisioneros relativamente privilegiados; de este modo pudo escapar a la lenta e inevitable sentencia de muerte a que estaban sujetos casi todos los prisioneros. Fue sólo durante los últimos cinco meses de su encierro —en que las fuerzas rusas se fueron acercando al campo desde el este y el campo de concentración sufrió una desorganización gradual—, cuando Sophie tuvo que soportar los peores padecimientos físicos. La trasladaron al campo de mujeres de Birkenau y fue allí donde sufrió el hambre y las enfermedades que la llevaron tan cerca de la muerte.
Durante aquellos largos meses, casi nunca la inquietó el deseo sexual. Las enfermedades y la debilidad eran responsables de ello, por supuesto —especialmente durante los indescriptibles meses que pasó en Birkenau—, pero estaba segura de que también se debía a un factor psicológico: el penetrante hedor y la constante presencia de la muerte eliminaban cualquier estímulo o impulso erótico. Al menos ésta fue la reacción personal de Sophie y, al comentar conmigo esta cuestión, me dijo que se había preguntado algunas veces si no sería aquella total ausencia de sensaciones amorosas lo que a veces daba mayor intensidad erótica a sus sueños, como le sucedió con el que tuvo la última noche que durmió en el sótano en la casa del comandante. O quizá, pensó, fue precisamente aquel sueño lo que contribuyó a que se apagara en ella todo deseo ulterior. Como muchas personas, Sophie raramente recordaba con detalle los sueños por mucho tiempo, pero aquél fue tan violenta, inequívoca y agradablemente erótico, tan blasfemo y espantoso y, por lo tanto, también tan memorable, que mucho más tarde llegó a creer que por sí solo (con la ironía que sólo el paso del tiempo permite) podía haberle hecho sentir terror ante cualquier pensamiento de tipo sexual, completamente aparte de la mala salud y la mortal desesperación…
Después de salir de la habitación de Emmi se dirigió, escalera abajo, hacia el sótano y se dejó caer, agotada, en su jergón. Se durmió casi al instante, aunque no sin antes pensar un momento en el próximo día, que había de depararle la suerte de ver finalmente a su hijo. Y pronto se vio andando a lo largo de una playa, una playa que, como suele suceder en los sueños, le resultaba extraña y familiar a la vez. Era una orilla arenosa del mar Báltico, y algo le decía que era la costa de Schleswig-Holstein. A su derecha se hallaba la poco profunda bahía de Kiel, llena de barcos de vela azotados por el viento; a su izquierda vio, mientras se dirigía hacia el norte, en dirección a los distantes yermos costeros de Dinamarca, una extensión de dunas y, detrás de éstas, una floresta de pinos y siemprevivas resplandecía trémulamente bajo el sol de mediodía. A pesar de que iba vestida, notaba cierta desnudez, como si estuviera envuelta en una tela de seductora transparencia. Se sentía desvergonzadamente provocativa, consciente de que su trasero, oscilante entre los pliegues de su transparente falda, atraía las miradas de los bañistas ocultos bajo los parasoles a lo largo de la playa. Enseguida los dejó a todos atrás. Una senda que atravesaba la hierba de las marismas unía la playa con el lugar por donde ella andaba; dejó atrás la vereda, consciente de que la seguía un hombre y de que sus ojos estaban fijos en sus nalgas y en los grandes meneos que se sentía impelida a imprimirles. El hombre la alcanzó, se puso a su lado y la miró; ella le devolvió la mirada. No podía recordar de quién era aquel rostro, que pertenecía a un hombre de media edad, jovial, rubio, muy alemán, y atractivo…, no, más que atractivo: la hacía derretir de deseo. Pero el hombre en sí, ¿quién era? Hizo un esfuerzo por reconocerlo (su voz, familiar para ella, ronroneó un insinuante «Guten Tag»), y entonces tuvo casi la certeza de que era un famoso cantante, un Heldentenor, un tenor dramático de la Ópera de Berlín. El hombre le sonrió mostrando sus dientes blancos y limpios, le acarició el trasero, pronunció algunas palabras que enseguida se hicieron poco comprensibles, pero que eran especialmente lujuriosas, y desapareció. Sophie olía la cálida brisa del mar.
De pronto, se encontró a la puerta de una capilla situada sobre una duna desde la que se dominaba el mar. No podía ver al hombre pero sentía su presencia en alguna parte. Era una capilla de interior soleado, simple, con bancos de tosca madera a ambos lados de un único pasillo central; presidía el altar una cruz de madera de pino sin pintar, casi primitiva en su desnuda angulosidad, que en cierto modo era el desencadenante de la aprensión que a Sophie le causaba el lugar, por donde vagaba en aquel momento inflamada de lujuria. Se oyó reír a sí misma. ¿Por qué? ¿Por qué si la pequeña capilla acababa de llenarse súbitamente con el dolor de una voz de contralto y con los acordes de la trágica cantata Schlage doch, gewünschte Stunde?. Ahora Sophie se hallaba ante el altar, completamente desnuda; la música, que surgía de alguna fuente distante y cercana a un tiempo, envolvía su cuerpo como una bendición. Volvió a reír. Reapareció el hombre de la playa. Estaba desnudo, y de nuevo Sophie era incapaz de nombrarlo. Su adorador ya no reía; una expresión ceñuda, asesina, nublaba su rostro, y la amenaza que había en su semblante la excitaba, enardecía su lujuria. Él, con severidad, le dijo que lo mirara, hacia abajo. Su pene era grueso y estaba erecto. Ordenó a Sophie que se arrodillara y que se lo chupara. Ella, ardiente de deseo, obedeció en el acto: tiró del prepucio y apareció un glande en forma de pala de color azul oscuro, tan grande que no creyó poder rodearlo con los labios. Sin embargo lo logró, con una estremecedora sensación que la llenó de placer, mientras las armonías de Bach, cargadas con el eco de la muerte y del tiempo, resonaban a lo largo de su espina dorsal. Schlage doch, gewünschte Stunde! Entonces él la apartó de sí con un empujón y le mandó que se arrodillara delante del altar, debajo del esquelético emblema cruciforme de Dios sufriente, que brillaba como un hueso desnudo. Siguiendo sus órdenes, Sophie apoyó las manos en el suelo, además de las rodillas, y oyó pisadas de pezuñas, notó olor de humo, y gritó de placer cuando el velludo vientre se aplastó contra sus nalgas en un apretado abrazo y notó en lo más hondo de su sexo el atrevido cilindro, que la acometía una y otra vez…
El sueño aún permanecía en su mente horas después, cuando Bronek la despertó al traer su caldero de desperdicios:
—Anoche la esperé a usted, pero no vino —dijo—. Esperé tanto como pude, pero se hizo demasiado tarde. Mi hombre del otro lado de la puerta tuvo que irse. ¿Qué pasó con la radio?
Hablaba en voz baja. Las demás aún dormían.
¡Aquel sueño! Después de las horas que habían transcurrido aún seguía en su mente. Medio atontada, meneó la cabeza. Bronek repitió la pregunta.
—Ayúdeme, Bronek —dijo Sophie, sin acabar de salir del mundo de los sueños y levantando la mirada hacia el hombrecillo.
—¿Qué quiere decir?
—He visto a cierta persona… terrible. —Mientras hablaba, se dio cuenta de que lo que decía no tenía sentido—. Quiero decir… ¡Oh, Dios mío, tengo un hambre…!
—Entonces coma de esto —dijo Bronek—. Es lo que dejaron ayer del guisado de conejo. Hay mucha carne.
Los desperdicios eran viscosos, grasientos y fríos, pero ella se los comió con verdadera voracidad, en tanto que miraba el subir y bajar del pecho de Lotte, que dormía en un jergón cercano. Entre sorbos y engullidas, informó al hombre de su marcha, añadiendo:
—Dios mío, he pasado tanta hambre desde ayer por la tarde… Gracias, Bronek.
—Estuve esperando —insistió él—. ¿Qué pasó?
—La puerta de la chica estaba cerrada con llave —mintió ella—. Intenté entrar, pero no pude. Como le digo, la puerta estaba cerrada con llave.
—Y hoy mismo vuelve a los barracones… Sophie, la echaré de menos.
—Y o también a usted, Bronek.
—Quizás aún podría hacerse con la radio. Como aún tiene que volver a la buhardilla… Supongo.
¿Por qué no se callaba de una vez, aquel imbécil? Sophie no quería saber nada más de la radio…, ¡nada! Si su plan no hubiera fallado, habría escapado fácilmente a las sospechas, pero no esta vez. Si la radio desaparecía aquel día, aquella terrible criatura chivaría, con toda seguridad, la furtiva visita de Sophie la noche anterior. Cuanto tuviera que ver con la radio quedaba descartado, sobre todo en un día como aquél, en que tenía la certeza de ver a Jan, cosa que había esperado con una ansiedad inimaginable. Por lo tanto, insistió en su mentira:
—Tenemos que olvidar esa radio, Bronek. No hay modo de llegar a ella. Aquel monstruo de chica siempre tiene la puerta cerrada con llave.
—Bien, Sophie —dijo Bronek—, si sucede algo inesperado…, si puede tomarla, démela enseguida. Aquí, en el sótano. —Ahogó una risotada—. Rudi nunca sospecharía de mí. Cree que me tiene en el bolsillo. Cree que soy un deficiente mental.
Y en las sombras de primera hora de la mañana, desde una cavidad llena de dientes rotos, proyectó sobre Sophie una luminosa y enigmática sonrisa.
Sophie tenía una confusa y rudimentaria creencia en la precognición, incluso en la clarividencia (en varias ocasiones había presentido o predicho acontecimientos futuros), aunque no la relacionaba con lo sobrenatural, al menos desde que discutí la cuestión con ella.
Llegamos a la conclusión de que tales momentos de suprema intuición tenían su origen en ciertas «claves»: circunstancias que habían sido enterradas en nuestra memoria y que permanecían dormidas en el subconsciente. Su sueño, por ejemplo. Nada salvo una explicación metapsíquica podía dar la menor aclaración sobre el hecho de que su erótica pareja del sueño fuera un hombre al que finalmente reconoció como Walter Dürrfeld y de que, después de no haberlo visto desde hacía seis años, no hubiese soñado con él hasta la noche anterior. Como quedó fuera de toda explicación lógica y racional otro hecho: el de que el suave y seductor visitante que tanto la cautivó en Cracovia apareciera ante ella en carne y hueso justamente unas horas después de tal sueño (duplicando el mismo rostro y la misma voz del personaje onírico), cuando no había pensado en el hombre, y ni siquiera había oído nombrarlo, durante todo aquel tiempo. ¿O no era realmente así? Más tarde, repasando sus recuerdos, comprendió que había oído nombrarlo. ¿Cuántas veces había oído ordenar a Rudolf Höss a su ayudante Scheffler que lo pusiera en comunicación telefónica con Herr Dürrfeld de la fábrica de Buna sin advertir (excepto en su subconsciente) que el receptor de la llamada era su ñirt de aquel lejano día? Sin duda, una docena de veces. Höss había hablado por teléfono casi todos los días con alguien llamado Dürrfeld. Además, su nombre figuraba en lugar destacado en algunos de los documentos y memorandos de Höss que habían caído de vez en cuando bajo su mirada. Como conclusión, y tras analizar estas claves, no era nada difícil explicar el papel de Walter Dürrfeld como protagonista del sueño erótico de Sophie, su terrorífico y a la vez exquisito Liebestraum. Ni era tampoco difícil comprender por qué el amante de su sueño se metamorfoseó tan fácilmente en el diablo.
Aquella mañana, la voz que oyó desde la antesala del despacho de Höss era idéntica a la del hombre del sueño. No entró en la buhardilla inmediatamente, como había hecho durante los diez días anteriores, aunque ardía en deseos de irrumpir en la estancia para estrechar ajan entre sus brazos. El ayudante de Höss, quizás al corriente de la nueva situación de Sophie, le había ordenado bruscamente que esperara fuera. Entonces fue asaltada por una súbita duda. ¿Podía darse el caso de que, puesto que Höss le había prometido ver a su hijo, el muchacho se hallase ya en el interior del despacho, escuchando el extraño coloquio en voz alta entre Höss y la persona que tenía la misma voz que el hombre de su sueño? La agitación de Sophie era aún mayor bajo la fría mirada de Scheffler, quien, a juzgar por su fría acritud, ya se había enterado de la pérdida de privilegios que había sufrido Sophie; en efecto, volvía a ser una prisionera común. Notaba la hostilidad de aquel tipo; era un desprecio lleno de soberbia. Fijó los ojos en la fotografía enmarcada de Goebbels que adornaba la pared, pero pronto apareció en su mente una figura más interesante para ella: la de Jan de pie entre Höss y el otro hombre; el niño, con los ojos levantados, miraba primero al comandante y después al extraño cuya voz le era tan sorprendentemente familiar. De pronto, como acordes salidos de los tubos más graves de un órgano, oyó voces del pasado: «Podríamos visitar los más grandes santuarios musicales». Dio un ronco suspiro y advirtió el desconcierto del ayudante ante aquel inesperado sonido de ella. Con la sensación de recibir un golpe en plena cara, estuvo a punto de caer de espaldas al reconocer por fin de quién era aquella voz. Mientras se susurraba a sí misma el nombre de su dueño, aquel día de octubre y la lejana tarde de años atrás en Cracovia se fundieron por un fugaz instante en una sola imagen.
—Sí, Rudi, tienes razón, eres responsable de tu actuación ante tus superiores —dijo Walter Dürrfeld—, ¡y no sabes cómo respeto tu problema! Pero yo también lo soy, por lo que la cuestión parece difícil de solucionar. A ti te vigilan hombres de grado superior al tuyo; a mí, los accionistas. Me debo a una autoridad empresarial que en este momento sólo insiste en una cosa: que me suministren más judíos para poder mantener el ritmo de producción predeterminado. No solamente en Buna, sino en mis minas. ¡Necesitamos ese carbón! Cuanto antes, mejor. De momento no nos hemos quedado muy atrás, pero todas las opiniones, todas las predicciones estadísticas de que puedo disponer son… son desastrosas, como mínimo. ¡Necesito más judíos!
La voz de Höss, apagada al principio, se hizo más clara al contestar:
—No puedo obligar al Reichsführer a resolver asuntos de ese tipo. Ya lo sabes. Sólo puedo pedirle orientaciones, y también sugerirle ciertas cosas. Pero por la razón que sea, parece no poder decidirse sobre los judíos.
—Y tu opinión personal al respecto es, por supuesto…
—Mi opinión personal es la de que sólo debieran escogerse judíos verdaderamente fuertes y saludables para emplearlos en lugares como Buna y las minas de la Farben. Los enfermos se convierten enseguida en una carga para las instalaciones sanitarias. Pero mi opinión personal no cuenta aquí para nada. Hemos de esperar decisión de arriba.
—¿Y tú no puedes hacer que Himmler se preocupe de tomar tal decisión? —Se notó cierto tono de queja en la voz de Dürrfeld—. Como amigo tuyo que es, bien podría…
Se interrumpió.
—Ya te he dicho que sólo puedo hacer sugerencias —contestó Höss—. Y creo que ya sabes cuáles han sido. Comprendo tu punto de vista, Walter, y no he de molestarme por el hecho de que no veas las cosas exactamente como yo. Tú quieres cuerpos a toda costa. Piensas que incluso una persona en avanzado proceso tuberculoso es capaz de producir cierto número de unidades térmicas de energía…
—¡Eso es! —lo interrumpió Dürrfeld—. Y lo que pido para comenzar es un período de prueba de, digamos, no más de seis semanas, para ver qué utilidad podría darse a esos judíos que ahora son sometidos a… —pareció vacilar.
—La Operación Especial —dijo Höss—. Pero ahí está el quid de la cuestión, ¿te das cuenta? El Reichsführer es presionado por Eichmann por un lado, y por Pohl y Maurer por el otro: una cuestión de seguridad frente a una necesidad de mano de obra. Por razones de seguridad, Eichmann quiere que todos los judíos sean sometidos a la Operación Especial, sin distinción de edad o estado de salud. No salvaría a ningún judío por perfectas que fueran sus condiciones físicas. Hablando claro: las instalaciones de Birkenau fueron creadas para poner en marcha ese plan. Pero verás lo que ha pasado. El Reichsführer tuvo que modificar sus órdenes iniciales respecto a la aplicación de la Operación Especial a todos los judíos (naturalmente, a instancias de Pohl y Maurer) para cubrir las necesidades de mano de obra, no sólo de tu planta de Buna, sino de las minas y fábricas de material de guerra abastecidas por este mando. Y el resultado ha sido una «disociación»… Sí, esa palabra…, esa expresión psicológica que significa…
—Die Schizophrenie.
—Sí, ésa es la palabra —respondió Höss—. Tiene que ver con ese doctor de la mente vienés… Nunca recuerdo su nombre…
—Sigmund Freud.
Hubo unos momentos de silencio. Durante aquella pequeña pausa, Sophie, casi sin aliento, siguió concentrándose en la imagen de Jan, viéndolo con sus labios ligeramente separados debajo de su chata nariz mientras sus ojos azules se posaban tan pronto en el comandante (mientras andaba inquieto de un lado a otro del despacho según su costumbre) como en el poseedor de aquella incorpórea voz de barítono… que ya no era el diabólico protagonista de su sueño, sino simplemente aquel extraño que la había fascinado con promesas de viajes a Leipzig, Hamburgo, Bayreuth y Bonn. «¡Tiene usted un aspecto tan juvenil!», le dijo en aquella lejana ocasión con la misma voz que ahora acababa de escuchar. «¡Una muchacha!» Y luego: «Soy un hombre de familia». Estaba tan ansiosa por ver a Jan, tan impaciente por reunirse con él, que su curiosidad por el aspecto que pudiera tener Walter Dürrfeld después de tantos años fue sólo pasajera, para convertirse poco después en indiferencia. Sin embargo, el tono terminante y apresurado que adquirió de pronto aquella voz le dijo que lo vería casi al instante, y las últimas frases que dirigió al comandante quedaron grabadas, con cada matiz de inflexión y significado, en su memoria como en los surcos imborrables de un disco fonográfico de eterna duración.
La voz, irónica ahora, dijo una palabra que no había sido pronunciada en toda la conversación:
—Al fin y al cabo, tú y yo sabemos que, de un modo u otro, todos han de morir. Muy bien, de momento dejemos las cosas como están. Los judíos nos vuelven esquizofrénicos a todos, especialmente a mí. Pero supongo que no creerás que, cuando se trata de una insuficiencia de producción, puedo alegar motivos de enfermedad en la mano de obra al consejo de administración de mi sociedad. ¡Nada de eso!
Höss dijo algo con voz nerviosa y oscura, y Dürrfeld contestó, de mejor humor, que esperaba que pudieran reunirse de nuevo al día siguiente para seguir hablando del asunto. Unos segundos después, cuando al salir, Dürrfeld rozó a Sophie en la pequeña antecámara, no la reconoció en absoluto —¿qué haría allí aquella pálida polaca vestida con tan sucio blusón?—, aunque, al advertir que la había tocado ligeramente, su instinto le hizo proferir un «Bitte!» de disculpa en el mismo tono de cortesía que ella recordaba de Cracovia. Con todo, Dürrfeld parecía una caricatura del romántico personaje de antaño. Su cara se había hinchado, y la gordura porcuna de su vientre había echado a perder su gallarda silueta; además Sophie observó, no bien el hombre se ajustó en la cabeza el sombrero flexible que Scheffler le entregó obsequiosamente, que los dedos que la habían entusiasmado seis años antes por sus suaves y elegantes arabescos, parecían ahora pequeñas y rechonchas salchichas de caucho.
—Y finalmente, ¿qué le sucedió ajan? —pregunté a Sophie.
Volvía a sentir una imperiosa necesidad de saberlo. De las muchas cosas que me había revelado, el interrogante sin respuesta del destino de Jan era lo que más me intrigaba. (Creo recordar que yo, por aquel entonces, había absorbido, y luego confinado en el último rincón de mi mente, su curiosa y rápida mención de la muerte de Eva.) También comenzaba a darme cuenta que ella eludía esta parte de su historia con la mayor persistencia, dando la impresión de que describía círculos en torno de aquel punto como si se tratara de una cuestión demasiado penosa para ser tocada. Me sentía un poco avergonzado de mi impaciencia, y en realidad, a pesar de mi ansia de saber, no me agradaba entrometerme en una zona de su memoria que yo me imaginaba más frágil que una telaraña, aunque también intuía que estaba a punto de revelarme su secreto y por eso me permití presionarla con la voz más delicada que pude hacer salir de mis labios. Era a última hora de la noche del sábado —muchas horas después de nuestro desastroso episodio marino—, y nos habíamos sentado a descansar en el Maple Court. Por hallarnos muy cerca de medianoche y al final de un sabbat agotadoramente húmedo, estábamos casi solos en el cavernoso lugar. Sophie ya no acusaba los efectos del whisky, ambos habíamos optado por tomar otro refresco. Durante aquella larga velada, ella había hablado casi sin cesar, pero en aquel momento hizo una pausa para mirar la hora en su reloj y decir que tal vez había llegado el momento de volver al Palacio Rosado, donde pasaría la última noche.
—He de trasladar mis cosas a mi nueva casa, Stingo —dijo—. He de hacerlo mañana por la mañana, y luego he de volver al consultorio del doctor Blackstock. Mon Dieu!, me había olvidado de que soy una mujer que trabaja.
Su macilento rostro mostraba un gran cansancio. Se quedó con la mirada fija en el centelleante tesoro que era el reloj de pulsera que Nathan le había regalado. Era un Omega de oro con pequeños diamantes que señalaban los cuartos de hora en la esfera. Me pregunté cuánto habría costado. Como si acabara de leer mis pensamientos, Sophie dijo:
—En realidad, no debiera conservar las cosas que Nathan me regaló. —Y con una nueva inquietud reflejada en el tono de su voz, tal vez mayor que la experimentada durante la evocación de recuerdos del campo de concentración, añadió—: Creo que debiera desprenderme de ellas. Puesto que no volveré a verlo…
—¿Y por qué no te las quedas? —dije—. Él te las dio para siempre. ¡Pues quédatelas!
—Me harían pensar en él a cada instante —contestó con aire preocupado—. Aún lo amo.
—Entonces véndelas —dije, algo irritado—. Es lo que merece. Llévalas a una tienda de esas de compraventa.
—No, eso no, Stingo —dijo sin resentimiento—. Algún día sabrás lo que es estar enamorado.
Una sombría sentencia eslava infinitamente preocupante.
Ambos permanecimos un rato en silencio. Entretanto, consideré la profunda falta de sensibilidad que suponían estas últimas palabras, expresadas con una despreocupación total por lo que pudiera sentir hacia ella el tonto y no correspondido enamorado que las había estado escuchando. Para mis adentros, la maldije con toda la fuerza de mi descabellado amor. De pronto volví a sentir la presencia del mundo real; ya no me hallaba en Polonia, sino en Brooklyn. Y, aparte de la congoja que acababa de causarme Sophie, me sentí invadido por una ola de desdicha y malestar. Las preocupaciones más lacerantes comenzaron a torturarme. Me había absorbido de tal modo el relato de Sophie, que había perdido por completo de vista el hecho ineludible de que estaba a punto de convertirme en un indigente como resultado del robo de que había sido víctima el día anterior. Aquello, junto con la certeza de la inminente partida de Sophie del Palacio Rosado —y la consiguiente soledad en que me iba a encontrar allí, vagando por Flatbush sin un céntimo en el bolsillo y rumiando fragmentos de una novela inacabada—, hizo que me sintiera el hombre más desesperado del mundo. Me horrorizaba pensar en lo solo que estaría sin Sophie y sin Nathan; era mucho peor que mi falta de dinero. Seguí atormentándome interiormente mientras observaba el rostro pensativo y abatido de Sophie. Se hallaba en la postura que solía adoptar cuando reflexionaba, es decir, con las manos ligeramente ahuecadas sobre los ojos, como queriendo ocultar una mezcla de sentimientos inexpresables («¿En qué debe de estar pensando?», me pregunté): perplejidad, asombro, renovado terror, angustia resucitada, odio, ira, desamparo, amor, resignación… Todo eso, revuelto en oscura maraña, me sugirió la contemplación de su rostro. Luego aquel tumulto de emociones se fue atenuando hasta desaparecer. Entretanto, me di cuenta de que tanto ella como yo sabíamos que los cabos de su crónica que habían quedado sueltos, y que me habían conducido a una conclusión casi definitiva, aún necesitaban ser atados. También advertí que el impulso que la había movido a hacerme partícipe de tantos recuerdos durante aquella noche no había disminuido, y que a pesar de sus preocupaciones se sentía empujada a escurrir los restos de su pasmoso e inconcebible pasado hasta la última gota.
Aun así, seguía mostrando una curiosa ambigüedad respecto a la revelación definitiva de lo que le había sucedido a su hijo, como si algo le impidiera abordar directamente la cuestión, y cuando insistí una vez más diciendo: «¿Y Jan?», pareció sumirse en una especie de ensueño.
—Si supieras lo avergonzada que me siento, Stingo, por lo que hice al nadar de aquella manera en el mar… obligándote a arriesgarte de aquel modo… Obré mal, muy mal. Debes perdonarme. Pero si he de ser sincera contigo también debo decirte que no fue la primera vez, desde aquellos días de la guerra, que decidí suicidarme. Es algo que parece ir y venir como un péndulo. En Suecia, recién terminada la guerra, cuando me hallaba en aquel centro de desplazados, también intenté quitarme la vida. Y como en aquel sueño que te he contado, sobre la capilla y lo demás… tenía la obsesión de le blasphème. Entre los edificios del centro había una pequeña iglesia. No creo que fuera católica; me parece que era luterana, pero no importa… En mis reflexiones, había llegado a la conclusión de que si me suicidaba en la iglesia cometería el mayor de los sacrilegios posibles, la mayor blasfemia, le plus grand blasphème, porque, ¿sabes, Stingo?, ya nada me importaba; después de Auschwitz, dejé de creer en Dios y en su existencia. Me dije: «Me ha vuelto la espalda. Y si Él me ha vuelto la espalda, yo lo detesto hasta el punto de demostrar mi odio con el mayor sacrilegio que se me haya ocurrido». Que era mi propósito de suicidarme en la iglesia, en su iglesia, en terreno sagrado. Me sentí tan mal, tan enferma y débil…, pero una noche, sacando fuerzas de no sé dónde, decidí hacerlo.
»Así que salí del edificio del centro de recuperación con un trozo de cristal en la mano; lo había encontrado en el hospital en que era atendida. Resultaría fácil. La iglesia estaba muy cerca. No había allí guardianes ni nadie que vigilara; llegué al caer la tarde. El templo estaba poco iluminado, y permanecí largo tiempo sentada en la última fila de bancos, sola con mi trozo de cristal. Era verano. En Suecia no desaparece por completo la luz en las noches de verano; es una claridad fría y pálida. La iglesia, como las demás dependencias del centro, se hallaba en pleno campo, por lo que podía oír el croar de las ranas y oler la fragancia de los pinos y abetos. Era un olor muy agradable; me recordó mi excursión a los Dolomitas, de niña. Por un momento, me imaginé que tenía con Dios esta conversación: «¿Por qué quieres matarte aquí, Sophie, en mi lugar sagrado?», preguntó Él. Y recuerdo que le contesté en voz alta: «Si con toda tu sabiduría no puedes adivinarlo, tendrás que quedarte sin saberlo, porque yo no voy a decírtelo». Y entonces Él dijo: «Así que es tu secreto», y yo le respondí: «Sí, es mi secreto. Mi solo y último secreto». Y comencé a cortarme la muñeca. ¿Y sabes qué, Stingo? Me corté un poco la muñeca y me sangró algo, pero me detuve. ¿Y sabes por qué no seguí adelante? Sólo fue por una cosa, te lo juro. ¡Sólo por una cosa! No fue el miedo al dolor. Ya nada me daba miedo. Fue Rudolf Höss. Me detuve al pensar de pronto en Höss y en que estaría vivo en alguna parte de Polonia o Alemania. Tan pronto como empecé a cortarme la muñeca, vi su rostro ante mí. Y en el acto paré de cortarme. Sé que te parecerá una folie, una locura, Stingo, pero de repente me hice esta rápida reflexión: no podía morir mientras Höss siguiera con vida. Mi muerte en aquel momento habría sido su triunfo final.
Hubo entonces un largo silencio, que rompió con estas palabras:
— Nunca volví a ver a mi pequeño. Aquella mañana, ¿sabes?, Jan no estaba en el despacho de Höss. Cuando entré, no lo vi. Estaba tan segura de que lo encontraría allí dentro que incluso pensé que se había escondido debajo del escritorio…, para bromear, ¿sabes? Pensé que no podía ser más que una broma; yo sabía que tenía que estar allí, mirándome desde algún rincón. Pregunté a Höss dónde estaba mi hijo. Respondió: «Anoche, después de que te fueras, me di cuenta de que no podía traerlo aquí. Debes perdonarme por esta infortunada pero necesaria decisión. Traerlo aquí sería peligroso: comprometería mi situación». No podía creer lo que acababa de oír. No podía creer que me hubiera dicho aquello. No, no podía creerlo. Pero luego, de repente, lo creí. Lo creí por completo. Y entonces perdí la cordura. Enloquecí. ¡Sí, fue como si me hubiera vuelto loca!
»No recuerdo nada de lo que hice después, pues en aquel momento todo se oscureció para mí, pero sí sé que hice dos cosas. La primera es que lo ataqué, lo ataqué con mis manos. Lo recuerdo porque cuando desapareció la oscuridad que nublaba mi vista y me encontré sentada en una silla (hacia la que Höss me había empujado), vi, al levantar la mirada hacia él, que tenía un arañazo en la mejilla, sin duda causado por mis uñas. Se estaba secando con un pañuelo la poca sangre que brotaba del rasguño. Me miraba con fijeza, pero no había cólera en sus ojos; parecía muy tranquilo. Y la segunda cosa que recuerdo es el eco en mis oídos de las palabras que le grité un minuto antes de agredirlo: «¡Métame en la cámara de gas, tal como hizo con mi hijita! ¡Gaséeme, sí, gaséeme, y luego…!». Vociferé una y otra vez estas cosas y otras parecidas. Seguro que le solté una sarta de insultos en alemán, porque a veces vuelven aún a mis oídos como un eco. Pero entonces, después de haberlo agredido, sólo apoyé la cabeza entre mis manos y lloré. No le oía decir nada, pero finalmente noté la presión de su mano sobre mi hombro. Y escuché su voz: «Lo siento mucho, lo repito. No debí haber tomado esa decisión. Procuraré compensarte de alguna manera. ¿Qué puedo hacer por ti?». Fue tan extraño, Stingo, oír hablar a Höss de aquel modo… Oír cómo me hacía aquella pregunta con una voz tan suave, como de disculpa, preguntándome «a mí» qué podía hacer «él» para complacerme…
»Y entonces, por supuesto, pensé en el Lebensborn y en lo que Wanda me había dicho que hiciera…, lo que yo quería decir al comandante el día anterior pero que, por alguna razón, no llegué a mencionar. Así que procuré calmarme, cesé de llorar, levanté la mirada hacia él y le dije: «Sí, puede hacer una cosa por mí». Le expliqué mi plan y tan pronto como pronuncié la palabra Lebensborn advertí, por el brillo que noté en sus ojos, que sabía muy bien de qué le hablaba. Le dije esto, poco más o menos: «Podría hacer sacar a mi hijo del Campo Infantil para incluirlo en el programa del Lebensborn que tienen las SS y que usted sin duda conoce. Podría hacerlo enviar al Reich, donde se convertiría en un buen alemán. Es rubio, parece alemán y habla su idioma tan bien como yo. No hay muchos niños polacos como él. ¿Verdad que mi hijo sería muy adecuado para el Lebensborn?» Recuerdo que Höss no decía nada. Se había quedado allí, de pie, sin hacer otra cosa que tocarse la mejilla en que yo le había dado el arañazo. Pero por fin dijo algo así: «Creo que lo que dices podría ser una solución. Me ocuparé de ello». Pero aquello no me bastaba. Sabía que era un intento desesperado, pero tenía que decirlo: «No, debe darme una respuesta más concreta, no podría vivir con la incertidumbre». El comandante reflexionó un momento y dijo: «Muy bien, haré que lo saquen del campo». Pero aquello aún no me bastaba y pregunté: «¿Cómo lo sabré? ¿Cómo sabré con seguridad que se lo han llevado de aquí? Debe usted prometerme que se me informará del lugar de Alemania adonde ha sido enviado para que algún día, cuando la guerra haya terminado, pueda volver a verlo».
«Apenas creía que estuviera diciendo tales cosas, Stingo, que exigiese tanto a un hombre como aquél. Claro que, en realidad, ¿sabes?, contaba con sus sentimientos hacia mí, con la emoción que había mostrado al abrazarme el día anterior, cuando dijo: «¿Crees acaso que soy un monstruo?». Contaba con que le quedaría un poquito de humanidad, la suficiente para que me ayudase. Y así creí que sería, porque, después de otro silencio, me contestó: «Muy bien, lo prometo. Te prometo que el niño será sacado del campo de concentración y que tendrás noticias de su paradero de vez en cuando». Entonces, aun sabiendo que me exponía a su cólera, no pude por menos de decirle: «¿Cómo puedo estar segura de lo que dice? Mataron a mi hijita, y si desaparece Jan me quedaré sin nada. Ayer, usted me dijo que hoy me dejaría ver a Jan, pero no lo ha hecho. No ha cumplido su palabra». Aquello debió de…, bueno, llegarle a alguna parte, porque dijo: «Puedes estar segura. Recibirás un mensaje mío de vez en cuando. Te doy la seguridad de ello y mi palabra de oficial alemán, te doy mi palabra de honor».
Sophie hizo una pausa, y su mirada vagó por la lóbrega luz vespertina del Maple Court, que acababa de ser invadido por una revoloteante bandada de mariposas nocturnas. El local habría estado desierto a no ser por nosotros dos y el encargado de la barra, un irlandés de aspecto cansado que tecleaba sordamente la caja registradora. Mi compañera, de vuelta de su ensimismamiento, siguió diciendo:
—Pero aquel hombre no mantuvo su palabra, Stingo. Jamás volví a ver a mi hijo. ¿Cómo se me ocurriría pensar que aquel tipo de las SS tenía algo que pudiera llamarse honor? Quizá la culpa era de mi padre, que siempre estaba hablando del ejército alemán, de sus oficiales y su sentido del honor, de su fidelidad a los principios y otras cosas por el estilo. Fuera lo que fuese, Höss no cumplió con lo prometido, pues nunca recibí de él la menor información y yo me quedé sin saber qué había sido de Jan. Höss dejó Auschwitz para trasladarse a Berlín poco después de la escena que te he contado, y yo regresé a los barracones, donde volví a ser una simple taquimecanógrafa. Höss, que, como te digo, jamás me envió mensaje alguno, ni siquiera se puso en contacto cuando volvió al campo el año siguiente. Pasaba el tiempo y yo me decía: «Bueno, Jan ya no debe de estar en el campo; deben de haberlo llevado a Alemania y no tardaré en recibir un mensaje en el que se me diga dónde se halla, cuál es su estado de salud y otras cosas». Pero nada, ni una palabra. Entonces, algún tiempo después, recibí una terrible nota de Wanda escrita en un trozo de papel, que decía: «He vuelto a ver a Jan. Está todo lo bien que podría esperarse en estas circunstancias». Al leer aquello, por poco me muero, Stingo, porque significaba que al fin y al cabo no habían sacado a Jan del campo: Höss no había hecho nada para que fuese integrado en el Lebensborn.
«Entonces, algunas semanas después de esto, recibí otro mensaje de Wanda desde Birkenau, esta vez mediante una prisionera que pertenecía a la Resistencia francesa y que vino a parar a nuestros barracones. La mujer me dijo, por encargo de Wanda, que Jan ya no estaba en el Campo Infantil, lo cual me llenó de alegría por algún tiempo, hasta que me di cuenta de que en realidad aquellas palabras no tenían ningún sentido. Entre otras cosas, podían significar que Jan había muerto. No se lo habían llevado para lo del Lebensborn, sino que había muerto de enfermedad, o quién sabía… Tal vez por culpa del invierno; hacía ya tanto frío… Y no hubo manera de saber qué sucedió con Jan, si había muerto en Birkenau o si se hallaba en algún lugar de Alemania. —Sophie hizo una pausa. Luego, dijo—: Auschwitz era tan vasto… Resultaba muy difícil recibir noticias de una persona determinada. Pero lo cierto fue que Höss nunca me envió los mensajes que me había prometido. Mon Dieu!, fue una imbecilité por mi parte creer que un hombre de su calaña tuviera lo que él llamaba meine Ebre. ¡Mi honor! ¡Qué asqueroso farsante! No era nada más que lo que Nathan llama un crumbum, una persona de lo más despreciable. Y yo, al fin y al cabo, no era para él sino basura polaca. —Después de otra pausa, me miró por encima de sus manos ahuecadas—. Y no hubo modo, Stingo, de saber qué le había sucedido a Jan. Más hubiera valido que…
Y su voz se desvaneció en el silencio.
Quietud. Abatimiento. La sensación de haber sido vencido por el viento estival, de haber llegado al más amargo fondo de las cosas. Me encontraba sin voz para contestar a Sophie; y aún más mudo me quedé cuando la voz de ella, subiendo un poco de tono, articuló de pronto unas palabras que, con suponer para mí una triste y dolorosa revelación, no parecieron ser otra cosa, a la luz de cuanto acababa de oír, que un nuevo y angustioso episodio engastado en una interminable aria de aflicción:
—Aún no había perdido todas las esperanzas de descubrir algo sobre mi hijo. Pero poco después de haber recibido aquel último mensaje de Wanda, me enteré de que ella había sido encerrada en el bloque carcelario del campo al tener conocimiento los nazis de sus actividades como miembro de la Resistencia. La torturaron y la colgaron de un gancho, donde murió lentamente estrangulada… Ayer dije que Wanda era una kvetch. Es mi última mentira: era la persona más honrada y valiente que he conocido.
Sentados a la pálida luz de aquel lugar, Sophie y yo teníamos la sensación de que nuestras terminaciones nerviosas habían sido excitadas, hasta hacerlas restallar, por la lenta acumulación de imágenes virtualmente insoportables. Con un sentimiento de terminante y definitiva negación, nacido en realidad del horror que me saturaba, decidí no escuchar nada más sobre Auschwitz, ni una sola palabra. Sin embargo, la fuerza del impulso de que he hablado dominaba aún a Sophie y le hizo contar todavía, como en un breve estallido final, su despedida del comandante de Auschwitz:
—Me dijo: «Ahora, vete». Y yo me volví al tiempo que le contestaba: «Danke, mein Kommandant, gracias por ayudarme». Y entonces me preguntó… Sí, debes creerme, Stingo, me hizo estas preguntas: «¿Oyes esta música? ¿Te gusta Franz Lehar? Es mi compositor favorito». Quedé tan sorprendida que apenas pude contestar. ¿Franz Lehar?, pensé, y contesté maquinalmente: «No, en absoluto. ¿Por qué?». Por un instante, pareció decepcionado. Luego repitió: «Ahora, vete». Y yo me fui. Bajé la escalera y, al pasar por la puerta de la habitación de Emmi, vi la radio y oí su música. Esta vez hubiera podido llevármela con facilidad porque, después de observar cuidadosamente los alrededores, tuve la certeza de que Emmi no estaba por allí. Pero tal como te digo: no tuve el valor de hacer lo que debiera haber hecho. Claro que también temía que se malograran mis esperanzas sobre Jan. Además, sabía que esta vez hubiera sido la primera en despertar sospechas. Dejé pues la radio en su sitio, no sin que me invadiera un repentino sentimiento de odio contra mí misma. Pero allí la dejé, con su música. ¿Y sabes qué estaba tocando? ¿No te lo imaginas?
En toda narración hay momentos en que, como en ésta, la inyección de cierta dosis de ironía —pese al impulso instintivo del autor en tal sentido— parece inapropiada, quizás incluso «contraindicada», porque la ironía frena la acción, y se abusa con ello de la paciencia y credulidad del lector. Pero al ser Sophie mi único y fiel testigo, y al apoyar sobre ella misma esa ironía como una especie de coda de un testimonio en el que yo confiaba plenamente, me siento obligado a consignarla más abajo, añadiendo sólo que sus palabras al respecto fueron pronunciadas en un vacilante tono que denotaba la última y débil fase de una tremenda agitación emocional —en que dominaban por partes iguales la hilaridad y el más profundo dolor— que no había visto nunca en Sophie, y sólo raramente en alguna otra persona, y que reflejaba claramente un inicio de histeria.
—¿Qué estaba tocando la radio? —pregunté.
—La obertura de esa opereta de Franz Lehar —dijo—. Das land das Lächelns. «El país de las sonrisas».
Era bastante más de medianoche cuando nos dispusimos a recorrer las pocas manzanas que nos separaban del Palacio Rosado. No había nadie en la fragante oscuridad del exterior y, en el trayecto por las calles bordeadas de arces, las casas de los vecinos de Flatbush se encontraban oscuras y silenciosas. Mientras caminaba a mi lado, Sophie me rodeó la cintura con el brazo, y su perfume embriagó por un instante mis sentidos, pero comprendí enseguida que su gesto, a aquellas alturas, era meramente fraternal y amistoso; por otra parte, su largo relato me había llevado muy lejos de cualquier exaltación del deseo. La melancolía y el desaliento me invadían como la misma oscuridad de aquella noche de agosto, y me pregunté vanamente si sería capaz de dormir.
Al acercarnos a la fortaleza de la señora Zimmerman, en cuyo rosado vestíbulo una ínfima luz disipaba apenas las tinieblas, tropezamos ligeramente con el duro bordillo, momento en que Sophie habló por primera vez desde que habíamos salido del bar:
—¿Podrías prestarme tu despertador, Stingo? Mañana tengo que levantarme temprano para trasladar mis cosas a mi nueva casa y llegar puntual al trabajo. El doctor Blackstock ha tenido mucha paciencia conmigo durante estos últimos días, pero he de volver a ocupar mi puesto. ¿Por qué no me llamas hacia media semana?
La oí ahogar un bostezo.
Iba a contestarle que podía disponer de mi despertador cuando una sombra grisácea surgió de las oscuras tinieblas que rodeaban el porche de la casa. El corazón me dio un vuelco, al tiempo que exclamé:
—¡Dios mío!
Era Nathan. Susurré su nombre en el mismo instante en que Sophie, al reconocerlo también, dejaba escapar un leve gemido de sorpresa. Por un instante tuve la impresión, justificada a mi modo de ver, de que iba a atacarnos. Pero enseguida oí la voz de Nathan que gritaba lo más suavemente posible:
—¡Sophie!
Soltó con tal prisa el brazo con que me rodeaba la cintura que, de un brusco tirón, me sacó de los pantalones parte de la camisa. Me quedé plantado en el suelo, quieto y silencioso, mientras se lanzaban a un mutuo encuentro en el claroscuro de la débil y temblorosa luz de la entrada del Palacio Rosado, y chocaban y se abrazaban. Durante un buen rato permanecieron abrazados entre sí, fundidos el uno en el otro en medio de la oscuridad nocturna. Después vi que Nathan se arrodillaba lentamente sobre la dura acera, donde, rodeando con sus brazos las piernas de Sophie, permaneció inmóvil durante un rato que pareció interminable, petrificado en una postura de profunda devoción, de fidelidad, o arrepentimiento, o súplica… o quizá todo eso a la vez.