Ya de madrugada, tras su largo soliloquio, tuve que llevar a Sophie a la cama (mejor dicho: tuve que depositarla en ella). Me sorprendió que después de haber bebido tanto se conservara tan coherente hasta aquella hora avanzada de la noche, pero en el momento de cerrar el bar —las cuatro de la madrugada— observé que estaba completamente agotada. En un acto de fanfarronería, tomé un taxi para llevarla al Palacio Rosado, que distaba cosa de un kilómetro y medio del Maple Court; Sophie hizo este recorrido adormilada contra mi hombro. La ayudé a subir la escalera, empujándola por la cintura desde atrás, tambaleante sobre unas piernas que casi no la sostenían. Unos pequeños suspiros fueron su única señal de vida cuando la ayudé a echarse totalmente vestida en la cama, donde quedó sumida, a juzgar por su aspecto y la palidez de su rostro, en lo que parecía un verdadero estado de coma. Yo, no menos bebido y agotado que ella, la cubrí con una colcha. Bajé entonces a mi habitación y, tras desvestirme, me introduje entre las sábanas para dormirme en el acto como un cretino.
Desperté con la luz del sol de última hora de la mañana en pleno rostro y con los oídos llenos del piar de los pájaros y el griterío de jovenzuelos procedentes del vecino parque. Todos esos sonidos llegaban a mi conciencia refractados a través de una cabeza dolorida y del palpitante malestar de la peor resaca que había sufrido desde hacía uno o dos años. Quedaba demostrado que también la cerveza puede estragar el cuerpo y el alma si se toma en cantidad suficiente. Me sentía víctima de una ruda y terrible intensificación de todas las sensaciones: la pelusa de la sábana en que reposaba mi desnuda espalda parecía una rastrojera; el piar de un gorrión en el exterior, el graznido de un pterodáctilo; y la rueda de un camión sacudida en la calle por un bache, un estruendo que no habrían hecho ni las mismas puertas del infierno al cerrarse de golpe. Todos mis ganglios nerviosos estaban estremecidos. Y otra cosa: ardía de lujuria, indefenso entre las garras de la concupiscencia provocada por el alcohol y conocida, al menos en aquellos tiempos, por «calenturas de la resaca». Ya normalmente lleno de unas ansias lascivas jamás satisfechas —como no debe de ignorar el lector a estas alturas—, me convertía, durante aquellos arrebatos causados por la resaca, por fortuna poco frecuentes, en un organismo olvidado de Dios, absolutamente esclavo del instinto sexual, capaz de violar a cualquier criatura de cualquier sexo, dispuesto a copular con el primer vertebrado de sangre caliente que se me pusiera por delante. Por otra parte, la burda autosatisfacción no podía calmar tan imperioso y febril deseo. Era un apetito demasiado avasallador, surgido de fuente procreadoras demasiado exigentes, para contentarse con unos simples meneos manuales. No creo caer en ninguna exageración al juzgar ese desarreglo (porque en realidad no era otra cosa) como primordial: «Me habría follado el fango» era la frase con que los infantes de la Marina intentaban expresar entonces tales ardores. Volviendo a mi caso y circunstancia, sacudido por un gesto de hombría que recibió mi propio aplauso, salté bruscamente de la cama pensando en la playa conocida por Jones Beach y en Sophie, a quien había dejado en la habitación de arriba.
Me asomé al pasillo y la llamé. Oí unos acordes de algo perteneciente a Bach. Aunque la respuesta de Sophie llegó sofocada desde detrás de la puerta, me sonó suficientemente alegre como para entregarme enseguida a mis abluciones matinales. Era sábado. La noche anterior, en lo que me pareció un rapto de afecto hacia mí (o que fue, quizá, simple euforia alcohólica), Sophie me prometió que no se marcharía de la casa, para trasladarse a su nuevo lugar de Fort Greene Park, hasta después de aquel fin de semana. También aceptó con entusiasmo una salida conmigo a Jones Beach. Yo nunca había estado allí, pero sabía que era una playa menos concurrida que Coney Island. En aquel momento, mientras me enjabonaba bajo un tibio chorro en el ataúd metálico vertical de color rosa que servía de cuarto de ducha, comencé a hacer rápidos y serios planes sobre Sophie y el futuro inmediato. Era consciente, como nunca, de lo tragicómica que resultaba mi pasión por Sophie. Por una parte, poseía suficiente sentido del humor como para darme cuenta de los ridículos vaivenes y contorsiones que me producía la mera noción de su existencia. Las montañas de literatura romántica que había leído me bastaban para saber que mis frustradas ilusiones sólo asaz cómicamente podían llamarse «amor no correspondido».
Sin embargo, mi situación sólo era cómica a medias. Porque la ansiedad y el dolor que me causaba aquel amor unidireccional era para mí tan cruel como si hubiese pillado alguna enfermedad mortal. La única cura para esa enfermedad era la correspondencia de su amor… y un genuino cariño por parte de ella parecía tan lejano e imposible como la cura del cáncer. Había ocasiones (y aquélla era una de ellas) en que me sentía capaz de insultarla en voz alta; a solas, claro —«¡Esa puta de Sophie!»—, pues casi habría preferido su mofa y su odio a aquel sucedáneo de amor que podía llamarse afecto o aprecio pero nunca auténtico cariño. Resonaban aún en mi mente los ecos de su efusión verbal de la noche anterior, con su brutalidad, su ternura, su desespero y su perverso erotismo, su hedor a muerte y su terrible visión de Nathan. «¡Dios te maldiga, Sophie! —dije a media voz, pronunciando con lentitud las palabras mientras me enjabonaba la entrepierna—. Pero ahora que Nathan ha quedado fuera de tu vida, que se ha ido para siempre, que la fuerza de la muerte ha desaparecido, ¡ámame, Sophie! ¡Quiéreme! ¡Ama la vida!»
Mientras me secaba, consideré en términos mercantiles las razones de peso que Sophie pudiese oponer a la posibilidad de aceptarme como novio, siempre que, por supuesto, mis palabras consiguieran perforar la muralla emocional que nos separaba y yo llegase —de momento, no sabía cómo— a ganarme su amor. Sus objeciones en potencia no eran precisamente alentadoras. Sí, lo sabía, era varios años más joven que ella (y un grano pospubescente en pleno florecimiento a un lado de la nariz confirmaba aquel irrebatible hecho), pero en realidad era una cuestión trivial con muchos precedentes históricos que la hacían correcta, o al menos aceptable. Además, mi solvencia económica distaba mucho de la de Nathan. Aunque no podía ser tachada de derrochadora, Sophie amaba la esplendidez de la vida norteamericana; la aceptación a medias de cualquier invitación no se contaba entre sus cualidades más visibles, por lo que me pregunté, con un pequeño pero audible gruñido, cómo diantre podría mantener a ambos. Y en aquel momento, como obedeciendo a un pensamiento reflejo, saqué de su escondrijo del botiquín la cajita donde guardaba mi tesoro. ¡Estaba vacía! Con indescriptible horror, vi que todo mi dinero, hasta el último dólar, había desaparecido. Me sentí reducido a la nada.
De entre el tumulto de negras emociones que atraviesan la mente de un recién robado —disgusto, desesperación, rabia, odio contra el género humano—, la más sobresaliente suele ser también la más venenosa de todas: la sospecha. En mis adentros, no pude por menos de señalar a Fink con un dedo acusador. Morris Fink vagaba siempre por toda la casa y tenía acceso a mi habitación, cosa que aumentaba sus posibilidades de culpabilidad, pero mi sospecha sin pruebas, quizá por el hecho de que el corpulento hombre para todo había comenzado a resultarme simpático, era bastante débil. Fink me había hecho algún pequeño favor, lo que no hacía más que complicar la desconfianza que ahora me veía obligado a sentir hacia él. Y, por supuesto, no me atreví a comunicar a nadie mi sospecha, ni siquiera a Sophie, que recibió la noticia de la depredación afectuosamente conmovida:
—¡Oh, no, Stingo, no! ¡Pobre Stingo! ¿Cómo es posible? —Gateando, salió de la cama, donde, apoyada en las almohadas, había estado leyendo una traducción francesa de Fiesta, de Hemingway—. ¡Stingo! ¿Quién puede haberte hecho una cosa como ésta? —Sólo vestida con su floreada bata de seda se me echó encima para rodearme con sus brazos. Mi turbación fue tan intensa que no pude reaccionar en modo alguno, ni siquiera al notar la agradable presión de sus pechos—. ¡Stingo! ¡Te han robado! ¡Qué cosa más horrible!
Sentí que me temblaban los labios, estaba a punto de caer en la ridiculez de echarme a llorar.
—¡Ha desaparecido! —exclamé—. ¡Todo! ¡Más de trescientos dólares! ¡Lo único que me separaba del asilo! ¡Cómo podré ahora escribir mi libro! Me han quitado cuanto tenía, hasta el último céntimo…, excepto… —Un pensamiento tardío me hizo tomar mi cartera y abrirla—. Excepto cuarenta dólares…, estos cuarenta dólares que tuve la suerte de llevarme anoche al salir de aquí contigo. ¡Oh, Sophie, qué desastre! —Medio inconscientemente, me encontré imitando a Nathan—: ¡Me han dejado para el arrastre!
Sophie poseía el misterioso don de calmar las más desbordadas pasiones, entre las que descollaban las de Nathan cuando no enloquecía de modo incontrolable. Era una extraña facultad de hechicera que nunca llegué a explicarme y que seguramente tenía que ver con el hecho de que era europea y con algo que había en ella de oscura y seductoramente maternal. «¡Chsss…!», hacía en cierto tono de fingida reprensión, ante lo cual uno no podía sino tranquilizarse y acabar por sonreír. La desolación que sentía en aquel momento excluía cualquier cosa parecida a una sonrisa, pero Sophie se las arregló para calmar rápidamente mi frenesí.
—Stingo —me dijo, jugueteando con los hombros de mi camisa—, lo que te ha sucedido es algo terrible, sí, pero no debes comportarte como si te hubiera caído encima la bomba atómica. Un chico tan crecidito como tú… y parece que vayas a echarte a llorar. ¿Qué son trescientos dólares? A no tardar mucho, cuando seas un gran escritor, esos trescientos dólares los ganarás cada semana. Esta pérdida es un gran contratiempo, mais, chéri, ce n’est pas tragique, la cosa no es tan trágica, ¿sabes? No puedes hacer nada para remediarlo; así que lo más sensato en tu situación es olvidarlo, al menos por ahora, e irte conmigo a Jones Beach tal como habíamos quedado. Allons-y!
Sus palabras me ayudaron mucho a serenarme. Por seria que hubiera sido mi pérdida, no podía hacer casi nada para cambiar las cosas, por lo que me propuse relajarme y al menos pasarlo bien con Sophie el resto del fin de semana. Ya quedaría tiempo para enfrentarme con el monstruoso futuro que me esperaba el lunes. Comencé a ansiar nuestra salida a la playa con la misma euforia escapista de quien evade sus cargas fiscales buscando la pérdida del propio pasado en Río de Janeiro.
Aunque bastante sorprendido por mis gazmoñas objeciones, intenté prohibir a Sophie que metiera en su bolsa de playa la media botella de whisky que quedaba. Pero ella insistió de buen humor, diciendo:
—Tengo derecho a traguear un poco, ¿no te parece? —expresión sin duda tomada de Nathan—. No eres el único que desea beber a su gusto, Stingo —añadió.
¿Fue en aquel momento cuando empecé a preocuparme seriamente por su afición al alcohol? Creo que hasta entonces había considerado aquella nueva tendencia de Sophie como una anomalía pasajera, como un deseo momentáneo de buscar consuelo y olvido, provocado ante todo por el abandono de que Nathan la había hecho objeto. Pero ahora ya no estaba tan seguro de mi hipótesis: la duda y la preocupación no me dejaban tranquilo mientras viajábamos en un atestado y bullicioso vagón del metro. Pronto lo dejamos para tomar el autobús que salía de la cochambrosa terminal de la avenida Nostrand y que nos llevaría a Jones Beach. Aquella estación era un lugar lleno de brooklynianos desmandados que sólo pensaban en abrirse paso a empujones para asegurarse el transporte que les permitiría gozar del sol. Sophie y yo fuimos los últimos en subir a nuestro autobús. Parado en un túnel sepulcral, el maloliente vehículo permaneció unos momentos en una oscuridad absoluta y totalmente silenciosa pese a estar relleno de inquietos cuerpos humanos. El efecto de aquel silencio era realmente siniestro —era increíble, pensé mientras nos ladeábamos para avanzar hacia la parte trasera, que tal gentío no dejara escapar allí dentro ni un murmullo, ni un suspiro, ni la menor señal de vida—, y en medio de él llegamos por fin a nuestros sucios y desastrados asientos.
En aquel momento, el autobús arrancó y salió hacia la luz del sol. Entonces pude discernir a nuestros compañeros de viaje. Sólo vi niños y niñas: pequeños judíos a punto de salir de la infancia o recién entrados en la adolescencia; todos ellos sordomudos. Supuse que eran judíos porque uno de los niños llevaba una gran pancarta que, con letras pintadas a mano, decía: ESCUELA ISRAELITA BETH PARA SORDOMUDOS. Dos maternales y tetudas mujeres recorrían el pasillo repartiendo alegres sonrisas, expresándose con movimientos digitales, como si dirigieran un coro desprovisto de voces. Aquí y allá, un crío contestaba agitando las manos como alas. Me sentí temblar dentro del tubo de drenaje sin fondo de mi resaca. Tuve una terrible sensación de pánico. A mis atormentados nervios sólo les faltaba la contemplación de aquellos ángeles incapacitados y el mareante olor de los gases de combustión defectuosa que salían del motor para sumirlos en un fantasmagórico mar de ansiedad. Tampoco el amargo tono de la voz de Sophie y lo que comenzó a decirme contribuyeron a disminuir mi angustia. Tras tomar algunos sorbos de la botella, había aumentado increíblemente su locuacidad. Pero lo que más me sorprendía de sus palabras era lo que decía de Nathan y el rencor que traslucían. Apenas podía creer en la realidad de aquel nuevo tono y lo atribuí al whisky. La oía a través del rugido del motor, de la azulada niebla de hidrocarburos, que me atontaban y me producían un intenso malestar; rogaba a Dios que me permitiera respirar cuanto antes el aire puro de la playa.
—Anoche —dijo—, anoche, Stingo, después de contarte lo que sucedió en Connecticut, me di cuenta por primera vez de una cosa. Me percaté de que estaba contenta de que Nathan me hubiera dejado. Quiero decir contenta de veras. Dependía tanto de él, ¿sabes…? Y eso no era bueno. No podía dar un paso sin él. No podía tomar la más pequeña decisión sin pensar primero en Nathan. Sí, ya sé que tenía esa deuda por lo mucho que había hecho por mí, lo sé muy bien, pero era una situación morbosa, la mía, haciendo de gatita para que él pudiera mimarme. Mimarme y usarme en la cama…
—Sí, pero ¿no me dijiste que era drogadicto? —la interrumpí. Sentí una extraña necesidad de decir algo en defensa de Nathan—. Quiero decir… ¿No es cierto que sólo era tan terrible contigo cuando se hallaba bajo los efectos de las drogas…?
—¡Drogas! —dijo ella cortándome bruscamente—. Sí, era drogadicto. Pero por Dios, ¿bastaba esa excusa? ¿Lo justificaban todo, las drogas? Estoy tan cansada de oír decir que hay que apiadarse de las personas que se hallan influidas por las drogas… Que eso excusa su conducta… ¡Déjate de pamplinas, Stingo! —exclamó empleando un típico nathanismo—. ¡Por poco me mata, ese tío! ¡Me pegaba! ¡Me lastimaba! ¿Por qué tenía que seguir amando a un hombre como ése? Incluso me hizo una cosa que omití decirte anoche. Me rompió una costilla a puntapiés. ¡Una costilla! Tuvo que llevarme a que me viera un médico (no, Larry no; se habría enterado de todo). Me llevó a un médico que me hizo radiografías y me obligó a ir envuelta en esparadrapo durante seis semanas. Y tuvimos que inventar un cuento para aquel doctor: que había resbalado y que, al caerme, me había roto la costilla contra el pavimento. ¡Ay, Stingo, cómo me alegro de haberme librado de ese tipo! ¡De un hombre tan cruel, tan… tan malhonnête, tan… ruin! Me siento dichosa de haber roto con él —dijo, quitándose con el dedo una pequeña mancha de saliva del labio—. Si quieres que te diga la verdad, me siento extasiada. Ya no necesitaré a Nathan. Nunca más. Aún soy joven, tengo un buen empleo, soy sexy y puedo encontrar otro hombre con facilidad. ¡A lo mejor me caso con Seymour Katz! ¿Te figuras cómo se sorprendería Nathan si me casara con ese quiropráctico? ¿Precisamente con uno de los hombres con quien, según sus falsas acusaciones, tuve relaciones deshonestas? ¡Y cómo se lo tomarían sus amigos! ¡Los amigos de Nathan!
Me volví para mirarla: sus ojos brillaban de furor. Al observar que su voz se hacía más chillona, estuve a punto de decirle que no gritara tanto, pero no lo hice al darme cuenta que sólo yo podía oírla.
—No podía soportar a sus amigos —prosiguió—, te lo aseguro. En cambio, su hermano me era muy simpático. A Larry voy a echarlo de menos, y también me agradaba Morty Haber. Pero los demás amigos suyos… Aquellos judíos, con sus psicoanálisis… Siempre hablando de su confusión mental, preocupándose sólo del estado de sus brillantes cerebros, de sus analistas y todo ese rollo. Tuviste ocasión de oírlos, Stingo. Ya sabes a qué me refiero. ¿Escuchaste nunca algo tan ridículo? «Mi analista esto, mi analista aquello…» ¡Qué espectáculo más repugnante, el de esos comodones judíos norteamericanos, con su doctor Fulano de Tal, al que pagan un montón de dólares por hora para que les examine sus miserables almitas judías! ¡Puah! —terminó, y una sacudida nerviosa recorrió su cuerpo al tiempo que se volvía hacia el otro lado.
La furia y el rencor de Sophie, combinados con su afición al whisky —cosas, todas ellas, nuevas para mí—, aumentaron mi agitación hasta el punto de hacérseme casi insoportable. Mientras ella seguía hablando, advertí varios desafortunados cambios en mi cuerpo: notaba una tremenda acidez de estómago, sudaba como un fogonero y una traviesa tumescencia había puesto tieso como un palo a mi querido y olvidado miembro. Sin duda alguna, el diablo había tenido algo que ver en las amenidades de aquel viaje. Tenía la impresión de que no volveríamos a salir jamás del decrépito autobús que, en aquel momento, bamboleante y ruidoso, exhalando pestilentes tufos, avanzaba pesadamente por los yermos salpicados de hotelitos de Queens y Nassau. En medio de la muda algarabía de los gesticulantes crios que nos acompañaban, la voz de Sophie me dolía como un aria desafinada. Lástima que las condiciones emocionales en que me hallaba no me permitiesen aceptar mejor la carga de su mensaje…
—¡Los judíos! —exclamó—. Al fin y al cabo, no puede ser más cierto: sous la peau, en el fondo, todos son exactamente iguales, ¿sabes? Mi padre tenía mucha razón cuando decía que nunca había conocido un judío que diera algo sin pedir nada a cambio. Un quid pro quo, una cosa por otra, según él. Y Nathan… ¡Qué ejemplo de todo eso fue Nathan! Sí, me ayudó mucho, me hizo poner buena, pero ¿por qué? ¿Crees que lo hizo por amor o por bondad? ¡No, Stingo! Lo hizo sólo para poder utilizarme, para tenerme, para joderme, para pegarme, como si fuera una cosa de su propiedad. Eso es todo: un objeto, y nada más. El comportamiento de Nathan no pudo ser más judío. Me dio su amor, me compró con él, como hacen todos ellos. No me extraña que los judíos fuesen tan odiados en Europa. Creían que podían conseguir cuanto desearan sólo pagando un poquito más de Geld, de dinero. ¡Incluso el amor creen que pueden comprar! —Al proferir estas palabras, me agarró la manga y se me acercó más: el olor de whisky de centeno llegó a mi nariz a través de las emanaciones de gasolina—. ¡Los judíos! ¡Dios mío, cómo los detesto! Sí, Stingo, te dije muchas mentiras. No había ninguna verdad en lo que te conté de Cracovia. Toda mi niñez, toda mi vida odié a los judíos a más no poder. Era un odio merecido. ¡Oh, cómo odio a esos puercos judíos, a esos cochons!
—Por favor, Sophie, por favor —le dije.
Yo sabía que estaba trastornada, que no sentía realmente nada de lo que decía, y también sabía que le era más fácil escoger como blanco la condición de judío de Nathan que lanzar sus improperios contra su persona, pues era evidente que seguía chiflada por él. Aquel morboso desahogo verbal me molestó, aun cuando creía conocer su origen. Sin embargo —¡ah, cuán fuerte puede llegar a ser el poder de la sugestión!—, su salvaje enfurecimiento removió en mí algunas susceptibilidades atávicas; por ejemplo, mientras el autobús llegaba penosamente al aparcamiento de asfalto de Jones Beach, me encontré cavilando siniestramente sobre el reciente robo de que había sido víctima. Y pensando en Morris Fink. ¡Fink! «Ese maldito judío», me dije intentando dedicarle un eructo que no llegó a salir de mi boca.
Los pequeños sordomudos abandonaron el autobús al mismo tiempo que nosotros, saltando y gateando a nuestro alrededor, pisándonos los pies, dejándonos un momento sitiados mientras llenaban el aire de gesticulaciones de mariposa. Parecía que no íbamos a poder despegarnos de ellos; nos acompañaron hasta la playa en muda y alucinante procesión. El cielo, tan esplendoroso en Brooklyn, se había nublado; el horizonte era plomizo y sólo una marejada de indolentes y aceitosas olas agitaba la superficie del océano. Eran muy pocos los bañistas que, aquí y allá, se veían en la playa; el aire era bochornoso e irrespirable. Me sentía insoportablemente ansioso y deprimido; en cambio, mis nemos ardían de excitación. Resonaba en mis oídos, de modo delirante, un pasaje de La Pasión según San Mateo que la radio de Sophie me había dejado oír, casi como un sollozo, a primera hora de aquella misma mañana, y que me hacía recordar, sin ninguna razón especial aunque como adecuada antífona, unas frases del siglo XVII que había leído poco tiempo atrás: «… puesto que la muerte debe ser la Lucina de la vida, y aun cuando los paganos pudieran dudarlo, si vivir fuese morir…». Sudaba de angustia, preocupado por aquel maldito robo y por mi estado próximo a la indigencia, preocupado por mi novela y por cómo podría terminarla alguna vez, preocupado por si denunciaría o no a Morris Fink. Como en respuesta a una señal silenciosa, los niños sordomudos se dispersaron de pronto cual pequeñas aves acuáticas hasta desaparecer por completo. Sophie y yo, solos, seguimos andando a lo largo de la orilla, bajo un cielo gris como piel de topo, hasta encontrar un sitio donde descansar.
—Nathan tenía todos los defectos de los judíos —sentenció Sophie—. No poseía ninguna de sus pocas buenas cualidades.
—Pero ¿tienen acaso los judíos algo de bueno? —me oí decir con voz fuerte y resentida—. Fue ese judío de Morris Fink quien me robó los billetes. ¡Estoy seguro! ¡Ese bastardo judío ávido de dinero, loco por el dinero!
Dos antisemitas en una salida veraniega.
Una hora después, calculé que Sophie se había bebido poco menos de un cuarto de litro de whisky. Se lo echaba al gaznate como una fulana cualquiera de un bar polaco de Gaiy, Indiana. Sin embargo, no observaba en ella ningún fallo de coordinación o locomoción. Al contrario, su lengua se había destrabado (no farfullaba, sino que hablaba con mayor rapidez y soltura, a veces atropelladamente) e, igual que la noche anterior, yo escuchaba y miraba maravillado cómo el poderoso disolvente que era el alcohol del inofensivo centeno borraba por completo sus inhibiciones. Entre otras cosas, el hecho de haber perdido a Nathan parecía producirle un efecto perversamente erótico que le hacía evocar amores pasados.
—¿Sabes? Antes de que me enviaran al campo de concentración —dijo—, tuve un amante en Varsovia. Era algunos años más joven que yo. No llegaba siquiera a los veinte. Se llamaba Jozef. A Nathan nunca le hablé de él, no sé por qué. —Hizo una pausa, se mordió el labio y prosiguió—: Sí, lo sé. Porque sabía lo celoso que era Nathan, tan locamente celoso que me habría odiado y castigado por haber tenido un amante en otro tiempo. Ya ves lo celoso que Nathan podía ser. Así que no le dije nunca una palabra sobre Jozef. ¿Qué te parece? ¡Odiar a una persona porque había tenido un amante en el pasado! Pero murió.
—¿Murió? —dije yo—. ¿Cómo murió?
Ella no pareció oírme. Dio media vuelta sobre sí misma encima de la manta en que estábamos echados. Dentro de su bolsa de playa había traído —con gran sorpresa y mayor alegría por mi parte— cuatro latas de cerveza. Ni siquiera me preocupó que se hubiera olvidado de dármelas antes. Ya estaban, por supuesto, más que calientes, pero dadas las circunstancias poco me importaba (¡de qué modo necesitaba, también yo, animarme con un poco de alcohol!). En aquel momento abrió la tercera de ellas y me la entregó, desbordante de espuma. También había en su bolsa algunos bocadillos de incierto aspecto, pero que no habíamos tocado. Deliciosamente aislados, descansábamos en una especie de oculto callejón sin salida entre dos altas dunas ligeramente cubiertas de áspera hierba. Desde aquel sitio, el mar —que venía a bañar la arena con indiferencia, adquiriendo un curioso y repugnante color verde grisáceo, como de aceite para máquinas— era casi totalmente visible, pero nosotros no podíamos ser vistos, excepto por las gaviotas que revoloteaban en lo alto, en un aire completamente estático. La humedad nos rodeaba en forma de niebla casi palpable; el disco solar apenas se dejaba ver, oculto detrás de nubes grises en continuo y lento movimiento. En cierto modo, aquel panorama marítimo era muy melancólico, lo que no me animó a permanecer allí mucho tiempo, pero la bendita cerveza Schlitz alivió, al menos de momento, todas mis angustias y pesimismos. Sólo mi excitación seguía igual, o quizás agravada por la proximidad de Sophie con su bañador de látex blanco y por el absoluto aislamiento de nuestro arenoso escondrijo, cuya clandestinidad no hacía sino aumentar mis ardores. Me mantenía aún en un estado de priapismo tan tremendo e irremediable —era la primera erección de aquellas proporciones desde la maldita noche con Leslie Lapidus—, que el ejemplo de autocastración que continuaba ofreciendo me pareció, por un fugaz momento, cosa digna de considerar sin frivolidad. Por cuestión de modestia, mientras seguía en mi papel de confesor permanecía boca abajo, pues sólo iba cubierto por mi vulgar y verdoso taparrabos de la infantería de Marina. Y hallándome de nuevo con mis antenas en estado de máxima sensibilidad receptora, capté la impresión de que no había evasión alguna ni nada equívoco en lo que ella estaba intentando decir.
—Pero había otra razón por la que no habría contado nada de Józef a Nathan —prosiguió—. No se lo habría mencionado aun cuando no hubiese sido tan celoso.
—¿Qué quieres decir? —pregunté.
—Quiero decir que Nathan no habría creído nada de lo que le hubiese contado sobre Jozef. Era algo que también tenía que ver con los judíos.
—No lo entiendo, Sophie.
—Es todo tan complicado…
—Procura explicarte.
—También tenía que ver con las mentiras que ya había dicho a Nathan sobre mi padre —dijo—. Me habría hecho un lío, me habría vuelto loca.
Respiré profundamente:
—Sophie, hablas de una manera muy confusa. Procura desenmarañar un poco las cosas, por favor.
—De acuerdo, Stingo. Verás… Nathan no creía nada bueno de los polacos en temas relacionados con los judíos. No podía convencerlo de que había polacos buenos que habían arriesgado la vida para salvar judíos. Mi padre… —Se detuvo un instante, algo había obstruido su garganta. Luego, tras un momento de visibles dudas, dijo—: Mi padre. ¡Maldita sea! Ya te lo he dicho, Stingo: respecto a él, mentí a Nathan del mismo modo que te mentí a ti. Pero al fin te dije la verdad, ¿sabes?, cosa que no habría podido hacer con Nathan, porque… no habría podido decirle la verdad porque… porque yo era una cobarde. Había llegado a percatarme de que mi padre era un monstruo tan enorme que tenía que esconder la verdad sobre su persona, aun cuando su forma de ser y actuar no fuera culpa mía. Aunque yo no tuviese nada que ver en todo ello… —Volvió a vacilar—. Si supieras lo frustrada que me sentí… Mentí acerca de mi padre y Nathan no me creyó. Después de aquello, quedé convencida de que jamás podría hablarle de Jozef. Que era bueno y valiente. Y entonces sí que le habría dicho la verdad. Recuerdo algo, muy norteamericano a mi modo de ver, que solía decir Nathan: «Ganas una cosa y pierdes otra». Estaba visto que yo no podía ganarlo todo.
—¿Y Jozef, qué? —insistí con cierta impaciencia.
—Vivíamos en un edificio de Varsovia que fue bombardeado y luego reconstruido a medias. Se podía vivir en él, pero sin ninguna comodidad. Era un lugar horrible. No puedes imaginarte lo terrible que era Varsovia durante la ocupación. Escaseaba la comida, a menudo sólo teníamos un poco de agua, y hacía un frío glacial en invierno. Yo trabajaba en una fábrica de papel alquitranado. Trabajaba diez, doce horas diarias. El papel alquitranado me hacía sangrar las manos. No paraban de sangrarme. Trabajaba por el dinero, claro, pero sobre todo para poder tener una tarjeta… La tarjeta de trabajo me evitaba que pudiera ser enviada a Alemania, a uno de aquellos campos de trabajo donde todos eran tratados como esclavos. Vivía en un piso muy pequeño, en la cuarta planta de la casa, y Jozef ocupaba otro debajo del mío con su hermanastra. Ella se llamaba Wanda y era algo mayor que yo. Ambos pertenecían a la Resistencia. Quisiera poder describir bien a Jozef, pero no puedo, me faltan las palabras adecuadas. El chico me gustaba mucho, pero en realidad aquello no era un verdadero enamoramiento. Era pequeño, musculoso, muy apasionado y nervioso. Su piel era muy oscura para un polaco. Cosa extraña, aun cuando dormíamos con frecuencia en la misma cama, no hacíamos el amor a menudo. Decía que debía reservar sus energías para la lucha. No era muy instruido, ¿sabes?, al menos de manera sistemática. De hecho su caso era parecido al mío (la guerra acabó con muchas oportunidades de tener una verdadera educación). Pero había leído mucho; sabía muchas cosas. Ser comunista era poco para él; era anarquista. Adoraba la memoria de Bakunin y su ateísmo era completo, lo que también me resultaba extraño porque en aquellos tiempos yo todavía era una devota católica y a veces me preguntaba a mí misma cómo podía gustarme un hombre que no creía en Dios. Acordamos que nunca hablaríamos de religión y así lo hicimos.
»Jozef era un asesino… —Hizo una pausa para reconstruir su pensamiento y dijo—: Bueno, se dedicaba a matar. Mataba. Eso es lo que hacía para la Resistencia. Mataba a los polacos que traicionaban a los judíos, que denunciaban el lugar donde se ocultaban. En Varsovia había muchos judíos escondidos que no procedían de ningún gueto, naturellement, sino que pertenecían a clases más elevadas: assimilés, la mayor parte intelectuales. Había muchos polacos que denunciaban a los judíos ante los nazis, a veces por una recompensa, a veces por nada. Jozef era uno de los que estaba a las órdenes de la Resistencia para matar a los que traicionaban a los judíos. Los estrangulaba con una cuerda de piano. Se las arreglaba para encontrarlos y entonces los estrangulaba. Cada vez que mataba a uno de aquellos traidores, vomitaba. Llegó a matar a seis o siete de ellos. Jozef, Wanda y yo teníamos una amiga en la casa de al lado; se llamaba Irena, era muy hermosa y todos la apreciábamos mucho. Tenía entonces treinta y cinco años, y había sido profesora antes de la guerra. Enseñaba literatura norteamericana, cosa que me sorprendió, y recuerdo que conocía muy bien la obra de un poeta llamado Hart Crane. ¿La conoces tú, Stingo? También trabajaba para la Resistencia; quiero decir que eso era lo que creíamos… porque al cabo de algún tiempo nos enteramos de que era una agente doble y que, por lo tanto, traicionaba a los judíos. Fue Jozef quien tuvo que matarla. A pesar de cuanto la había apreciado. La estranguló con la cuerda de piano a última hora de una noche, y al día siguiente se quedó largo rato en mi habitación mirando al cielo a través de la ventana, sin decir palabra.
Sophie guardó un largo silencio. Apoyé la cara sobre la manta que nos separaba de la arena y, pensando en Hart Crane, me estremecí al oír el graznido de una gaviota, ante el rítmico ir y venir de las tétricas olas. «Y tú a mi lado, bendita ahora mientras las sirenas nos dedican sus cantos y furtivamente nos conducen, meciéndonos, hacia el día…»
—¿Y cómo murió? —pregunté.
—Después de haber dado muerte a Irena, los nazis dieron con él. Sucedió al cabo de una semana. Los nazis tenían a su servicio a unos ucranianos que hacían el trabajo de asesinos. Vinieron una tarde mientras yo estaba fuera y le hicieron un terrible corte en el cuello. Cuando llegó Wanda, ya había muerto. Se había desangrado en la escalera hasta morir.
Permanecimos varios minutos en silencio. Yo sabía que todas las palabras que había pronunciado reflejaban la más pura verdad; por esto me sentí desolado. Era un sentimiento inadecuado, y morboso hasta cierto punto; pese a que la parte lógica de mi mente razonaba que no debía sentirme culpable de que a Jozef las cosas le hubieran ido de un modo y a mí de otro, no podía por menos de pensar con repugnancia en mi modo de vivir en los últimos tiempos. ¿Qué estaba haciendo yo mientras Jozef (y Sophie, y Wanda) estaban escribiendo en Varsovia otro indescriptible Gehenna, el bíblico lugar en cuyas cercanías se sacrificaban niños a Moloch? Pues escuchaba a Glenn Miller, bebía cerveza, vagaba por los bares, no daba golpe. ¡Dios mío, qué mundo más inicuo! De pronto, poco antes de que se rompiera aquel interminable silencio, hallándome todavía con la cara hundida en la manta, sentí que los dedos de Sophie se colaban en mi taparrabos y acariciaban ligeramente esa zona epidérmica sensible donde el muslo y la nalga se unen en un profundo pliegue… Bueno, un lugar que distaba escasamente un centímetro de mi sexo… Fue un gesto a la vez sorprendente y desvergonzadamente erótico; oí subir un involuntario gorgoteo del fondo de mi garganta. Los dedos se apartaron.
—Qué, Stingo…, ¿nos desnudamos?
—¿Qué dices? —le contesté con expresión estúpida.
—Que nos desnudemos, que nos quitemos lo que llevamos puesto.
Imagínate, lector, lo que voy a proponerte. Imagínate que has vivido, durante un tiempo indeterminado pero más bien largo, en la fundada sospecha de que sufres una enfermedad fatal. Cierta mañana suena el teléfono; es el doctor que te dice: «No debe usted preocuparse en absoluto por eso. Todo fue una falsa alarma». O figúrate lo que sigue. Has sufrido un serio revés económico que te ha llevado tan cerca de la penuria y la ruina que incluso has pensado en acabar con tu vida para salir del atolladero. También esta vez el teléfono te salva; a través de él, te comunican que has ganado un millón de dólares en la lotería. No exagero —podrá recordarse que una vez dije que, en realidad, nunca había tenido ocasión de contemplar a una mujer completamente desnuda— al afirmar que tales noticias no me habrían causado la mezcla de asombro y bestial felicidad que sentí ante la amable sugerencia de Sophie. Combinada con el reciente toqueteo de sus dedos, francamente lascivo, su invitación aceleró increíblemente mi ritmo respiratorio. Creo que caí en el estado conocido médicamente como hiperventilación, y pensé por un momento que iba a perder el sentido.
Pues bien, sin preocuparse de que la estuviera mirando, se quitó su traje de baño, permitiéndome contemplar a un palmo de distancia (por primera vez pese a lo crecidito que yo ya estaba) el siguiente panorama: un joven cuerpo de mujer cremosamente desnudo, unos pechos agradablemente redondeados de provocativos pezones de color marrón, un vientre ligeramente curvado desde cuyo centro me guiñaba con descaro el ombligo, y («no te desboques, corazón mío», recuerdo que pensé) un triángulo hermosamente simétrico de vello rubio como la miel. Mis condicionamientos culturales —diez años de peripuestas calientabraguetas y un total desconocimiento de las formas del cuerpo femenino— casi me habían hecho olvidar que las mujeres poseían aquello, y aún estaba con la mirada fija en ello, maravillado, cuando Sophie se dio la vuelta y empezó a correr playa abajo.
—¡Vamos, Stingo —gritó—, quítate esos calzones y ven conmigo al agua!
Me levanté para observar, estupefacto, cómo se alejaba; hablo sinceramente al decir que ningún casto, ávido y atormentado caballero cristiano del Santo Grial habría podido observar con más boquiabierta admiración el objeto de su búsqueda que la que yo dediqué al bien formado trasero de Sophie, deleitable complemento de su parte delantera. Poco después la vi zambullirse en el tenebroso océano.
Creo que fue el lastre de consternación que llevaba dentro de mí lo que me impidió seguirla hasta el agua. Todo había sucedido tan deprisa que no conseguía aclarar mis sentimientos, y no pude hacer otra cosa que quedarme clavado en la arena. El repentino cambio de humor de Sophie…, su espeluznante crónica de Varsovia, seguida sin transición de aquella juguetona audacia… ¿Qué significaba todo aquello? Me sentía atrozmente excitado, pero desesperadamente confuso, sin ningún precedente que me guiara en aquel brusco giro de los acontecimientos. Con un exceso de reparos —a pesar del total aislamiento del lugar—, me despojé de mi taparrabos y me quedé erguido bajo el extraño y agitado cielo gris ostentando desamparadamente mi condición masculina ante los mismos serafines. Observé cómo nadaba Sophie. Lo hacía bien y, en apariencia, con relajado placer; esperé que no estuviera demasiado distendida, y por un momento me preocupó la mezcla que pudiera resultar de la natación con todo el whisky que había bebido. El aire era abrasador, sofocante, pero yo me sentía en las garras de temblores y escalofríos palúdicos.
—Oh, Stingo —dijo Sophie con una risa retozona—, tu bandes.
—¿Tu… qué?
—Que se te ha empinado.
Sophie la había visto inmediatamente. No sabiendo qué hacer con «ella», pero con el propósito de evitar torpezas excesivas, «ella» y yo nos habíamos colocado sobre la manta en una postura lo más inocua posible, dentro de lo que me permitía mi febril estado, y con mi parte erecta oculta tras mi antebrazo; el intento no tuvo éxito: la impúdica saltó a la vista tan pronto como Sophie se dejó caer a mi lado segundos antes de que rodáramos sobre la manta como dos delfines en un mutuo apretón. Desde aquel día siempre he desesperado de conseguir un recuerdo claro y exacto de lo que sucedió durante aquel torturante y sensacional abrazo. Me oía a mí mismo lanzando pequeños relinchos de poni mientras la besaba, pero besar fue todo lo que logré; la agarré por la cintura con la obsesión de un maníaco, como aterrorizado por la posibilidad de que se desintegrara bajo la presión de mis rudas manos dondequiera que la acariciase. Tuve la sensación de que su caja torácica era muy frágil. Y pensé en los puntapiés de Nathan, pero también en la pasada desnutrición de ella. Yo no paraba de temblar y de sacudirme sin fin determinado; sólo era consciente de la dulzura de su boca impregnada de whisky y de nuestras lenguas fogosamente entrelazadas.
—Stingo, te sacudes de una manera… ¡Relájate, hombre! —me susurró en cierto modo.
Pero lo que me preocupaba en aquel instante era mi estúpida y excesiva salivación: otra humillación que torturó mi mente mientras nuestros labios permanecieron húmedamente pegados entre sí. No podía imaginarme por qué mi boca babeaba de aquella manera, y esta preocupación me impidió, entre otras causas de inhibición, explorar sus pechos, sus nalgas o —¡ay, Dios mío!— el íntimo rincón que era la máxima ansia de mis sueños. Me encontraba refrenado por una desconocida y diabólica parálisis. Era como si mil profesores de la escuela dominical presbiteriana, apretujados en forma de amenazadora nube sobre Long Island, paralizaran mis dedos con su presencia. Los segundos transcurrían como si fueran minutos, los minutos como horas, y sin embargo no conseguía atreverme a nada sustancial. Pero entonces, como para acabar con mis sufrimientos, o quizás en un esfuerzo de poner las cosas en marcha, Sophie tomó la iniciativa.
—Tienes un schlong muy bonito, Stingo —dijo, cogiéndome la verga con delicadeza, pero también con una sutil firmeza de buena conocedora.
—Gracias —me oí susurrar. No podía creer lo que veía y sentía. «Sí, la está cogiendo», pensé, pero intenté salvar la situación dándomelas de hombre experimentado—. ¿Por qué la llamas schlong? Allá abajo, en el Sur, la llamamos de otro modo.
Mi voz se quebró.
—Nathan la llama así —me respondió—, ¿Cómo la llamáis en el Sur?
—A veces, la llamamos pecker —le dije sin alzar la voz—. Y en algunas partes del Sur septentrional la llaman dong o tool. O peter.
—He oído a Nathan llamar dork. Y también putz.
—¿Te gusta la mía? —me oí apenas decir.
—Es muy mona.
No recuerdo qué fue —si alguna cosa determinada— lo que dio fin a tan horrible diálogo. Había esperado que me elogiara de manera más brillante —«gigantesca»; «une merveille», incluso «grande» me habría bastado; casi todo menos «mona»—, y fue quizá mi hosco silencio lo que la decidió a comenzar a acariciarme con una gracia y un empuje en que se mezclaban la maestría de una cortesana y de una ordeñadora de vacas. Era algo exquisito; oía el rápido ritmo de su respiración; yo no cesaba de suspirar, y cuando me susurró: «Vuélvete boca arriba, querido Stingo», destellaron en mi mente las escenas de insaciable amor oral con Nathan que tan francamente me había descrito. Pero era demasiado, demasiado para poder soportarlo… Aquella divina y perfecta fricción («Dios mío —pensé—, me ha llamado querido»,..), y la súbita orden de unirme a ella en el paraíso: con un desmayado balido, semejante al de un carnero a punto de ser sacrificado, sentí que se me cerraban los párpados de golpe y que mis compuertas se abrían en un imparable torrente. Quedé como muerto. Lo único que no habría esperado en aquel grave momento era que Sophie se echase a reír, pero fue lo que hizo, aunque ahogadamente.
Sin embargo, al advertir mi desesperación unos minutos después, me dijo:
—No te preocupes, Stingo. Esas cosas suceden a veces; te lo digo yo.
Me quedé desmadejado como una bolsa de papel mojada, con los ojos herméticamente cerrados, totalmente incapaces de contemplar las profundidades de mi fracaso. Ejaculatiopraecox (Psicología 4B en la Universidad Duke). Una pandilla de maliciosos diablillos comentaron cómicamente la frase en el negro abismo de mi desespero. No quería volver a lanzar jamás mi mirada al mundo. Deseaba convertirme en un molusco aprisionado por el cieno, que era para mí, en aquel momento, el ser más dichoso del universo.
Al volver a oír su risa, abrí los ojos y miré hacia arriba.
—Mira, Stingo, ¿ves? —dijo ante mi incrédula mirada—, es bueno para el cutis.
Y tuve que contemplar cómo aquella alocada polaca tomaba un trago de whisky directamente de la botella, mientras con la otra mano —la que me había proporcionado aquella mezcla de placer y mortificación— se masajeaba la piel del rostro embadurnándose con el producto de mi desgraciada polución.
—Nathan siempre decía que el esperma está lleno de esas maravillosas vitaminas —explicó. Por alguna razón, mis ojos se quedaron fijos en su tatuaje; era algo incongruente con la frivolidad del momento—. No pongas esa cara tan tragique, Stingo. Eso no es el fin del mundo; sucede a todos los hombres alguna que otra vez. En Varsovia, par exemple, cuando Jozef y yo intentamos hacer el amor por primera vez, le sucedió exactamente lo mismo. Él también era virgen.
—¿Cómo lo sabías, que era virgen? —dije con un suspiro de desventura.
—Verás, Stingo… Sabía que no tuviste éxito con aquella chica…, con Leslie, y que aquello de que te acostaste con ella sólo fueron historias tuyas, inventadas. Pobre Stingo… Bueno, en realidad, Stingo, no lo sabía. Sólo me lo figuré. Pero estaba en lo cierto, ¿no?
—Sí —gruñí—. Puro como la nieve recién caída.
—Jozef se parecía a ti en muchas cosas: honesto, franco, con aquella manera de ser que a veces lo hacía parecer un chiquillo. No es fácil de explicar. Quizá por eso me gustas tanto, Stingo; por lo mucho que te pareces a Jozef. Tal vez me habría casado con él si no lo hubieran matado los nazis. Ninguno de nosotros pudo nunca descubrir quién lo traicionó después de haber dado muerte a Irena. Fue un misterio total, pero alguien tuvo que denunciarlo. También hacíamos salidas como ésta. Durante la guerra, era muy difícil; había tan pocos alimentos… Pero fuimos al campo alguna vez y nos tendimos así sobre una manta…
La cosa no podía ser más asombrosa. Después de la ardiente sexualidad de momentos antes, después de lo que había sucedido entre nosotros —pese a mi comportamiento chapucero y vacilante, que aún me recuerda el más cataclísmico y turbador acontecimiento de esta clase que haya experimentado alguna vez—, estaba evocando amores pasados sumida en una especie de ensueño, sin que, al parecer, nuestra prodigiosa intimidad la hubiese enternecido más que un fox-trot bailado conmigo en cualquier local público. ¿Podía deberse esto en parte a algún pernicioso efecto de la bebida? Por entonces su mirada se había vuelto un poco vidriosa y hablaba con la velocidad de un subastador de tabaco. Fuera cual fuese la causa de todo ello, su súbita indiferencia me produjo una gran decepción. Allí estaba, esparciéndose despreocupadamente por las mejillas mis apasionados espermatozoos como si estuviera usando crema Pond’s, hablando… no de mí (¡a quien había llamado «querido»!), no de nosotros, sino de un amante suyo muerto y enterrado años antes. ¿Había olvidado acaso que sólo unos minutos antes había estado a punto de iniciarme en los misterios de la fellatio, un sacramento que yo había esperado con ansiosa ilusión desde los catorce años? ¿Podían, pues, apagar las mujeres su lujuria como si cerraran el interruptor de la luz? ¡Y Jozef! La preocupación de Sophie por él era de locura, y me costaba lo indecible alejar la sospecha de que la precipitada pasión que había malgastado por unos instantes conmigo no fuera otra cosa que una transferencia de identidad; que yo no había sido más que un momentáneo sustituto de Jozef, la carne imprescindible para ocupar el espacio de una efímera fantasía. De todos modos, también advertí en ella algunas señales de incoherencia; su voz tenía una entonación a la vez torpe y altisonante, y sus labios se movían de un modo extraño y artificial, como entumecidos por la novocaína. Un aspecto de hipnotizada como para alarmarse seriamente. Le quité de la mano la botella, en la que quedaba algo así como un dedo de whisky.
—Me apena tanto, Stingo, tanto, pensar en cómo podrían haber sido las cosas y en cómo no fueron… Si Jozef no hubiera muerto… Me gustaba mucho. En realidad, más que Nathan. Jozef nunca me maltrató como Nathan. ¿Quién sabe? Quizá nos habríamos casado y tal vez nuestra vida habría sido diferente. Sólo una cosa, par exemple, su hermanastra, Wanda. Lo habría apartado de su mala influencia, cosa que hubiera sido muy buena para él. ¿Dónde está la botella, Stingo? —Mientras me hacía esta pregunta, yo vertía en la arena, detrás de mi espalda y sin que ella lo viera, lo que quedaba de whisky—. Sí, la botella. De todos modos, aquella kvetch de Wanda, ¡qué bruja era! —Kvetch. ¡Nathan, Nathan de nuevo!—. Ella tuvo la culpa de que mataran a jozef. Sí, lo admito, il fallait que… Quiero decir que era necesario que alguien vengara las traiciones que se hacían a los judíos, pero ¿por qué había de ser siempre Jozef el único en acabar con los delatores? ¿Por qué? Era la influencia de Wanda, aquella pesada kvetch. Ella era una jefa de la Resistencia, de acuerdo, pero ¿era justo que lo obligara a matar a toda aquella gente en nuestra parte de la ciudad? ¿Crees que era justo? Vomitaba cada vez que mataba. ¡Sí, vomitaba!
Me quedé sin aliento al ver cómo su rostro palidecía hasta volverse de un color blanco ceniciento, al tiempo que tentaba en busca de la botella farfullando.
—Sophie —le dije—, Sophie, el whisky se terminó.
Abstraída, anclada en sus recuerdos, parecía no oírme. Además, estaba a punto de echarse a llorar. De pronto, por primera vez en mi vida, tuve plena conciencia del significado de la frase «melancolía eslava»: la aflicción inundaba su rostro como negras sombras sobre un campo nevado.
—¡Maldita bruja, esa Wanda! Fue la culpable de todo. ¡De todo! ¡De que Jozef muriera y de que yo fuese a parar a Auschwitz! ¡De todo! —Comenzó a sollozar y el rastro de las lágrimas desfiguró su cara. Yo estaba ridiculamente agitado sin saber qué hacer. Y aunque Eros había huido, me acerqué a ella y la rodeé con mis brazos, haciendo que se echara junto a mí. Apoyó el rostro sobre mi pecho—, ¡Maldita sea! ¡Qué terriblemente desdichada soy, Stingo! —se lamentó—. ¿Dónde está Nathan? ¿Dónde está Jozef? ¿Dónde están todos? ¡Oh, Stingo, quiero morirme!
—Cálmate, Sophie —le dije con suavidad, acariciando su espalda desnuda—, todo se arreglará.
¡Contando siempre con la buena suerte, claro!
—Abrázame, Stingo —susurró desesperadamente—, abrázame, ¡Me siento tan frustrada, tan perdida! ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué haré yo? ¡Estoy tan sola!
La bebida, el cansancio, el desconsuelo, el húmedo calor: ésas fueron las causas de que Sophie se durmiera en mis brazos. En cuanto a mí, agotado y saciado de cerveza, también me dormí, estrechamente abrazado a ella como para proporcionarle seguridad. Soñé a la buena de Dios, tuve sueños retorcidos, de la misma clase que, al parecer, ha sido siempre mi especialidad; sueños dentro de sueños con absurdas persecuciones, con búsquedas de algo innominable que me llevan a lugares desconocidos: subiendo empinadas y angulosas escaleras, remando en una barca por canales de tranquilas aguas, a través de inestables pistas de bolera y laberínticas estaciones de ferrocarril (donde vi a mi adorado profesor de inglés de la Universidad Duke que, vestido con su traje de cheviot, manejaba los mandos de una rápida locomotora de maniobras), a través de monótonas extensiones de sótanos deslumbradoramente iluminados, de túneles y más sótanos; también a lo largo de una extraña y terrible cloaca. Mi meta, como siempre, era un enigma, aunque parecía tener algo que ver con un perro perdido. Esta vez, lo primero que advertí al despertar, sobresaltado, fue la ausencia de Sophie. Se había librado de mi abrazo y se había ido. Me oí lanzar un grito, un grito que no llegó a serlo porque se quedó en el fondo de mi garganta como un gemido. También noté que mi corazón se ponía a latir alborotadamente. Volví a ponerme el taparrabos y subí a lo alto de las protectoras dunas, desde donde se dominaba la playa de un extremo a otro: no vi nada en la lóbrega extensión de arena, nada en absoluto.
Miré detrás de las dunas: una desolada vastedad de marchitas hierbas de las marismas. Nadie. Y tampoco en la playa, salvo una indistinta mole humana, rechoncha y maciza, que avanzaba hacia donde yo me hallaba. Corrí hacia la figura, que poco a poco tomó la forma de un corpulento y bronceado bañista que devoraba un bocadillo de salchicha. Su pelo formaba un negro emplasto en la cabeza, con raya al medio; me sonrió amablemente.
—¿Ha visto usted a alguien… una muchacha rubia, quiero decir una chica estupenda, muy rubia…? —tartamudeé.
Hizo un movimiento de cabeza afirmativo sin dejar de sonreír.
—¿Dónde? —pregunté aliviado.
—No hablo inglés[21] —fue su respuesta.
Aquella escena quedó profundamente grabada en mi memoria, seguramente porque en el mismo instante en que oía tan confusa respuesta vi a Sophie a lo lejos, por encima del velludo hombro de mi interlocutor; sólo su cabeza, no mayor que un punto dorado en las verdosas olas. No lo pensé ni medio segundo: me lancé al agua para ir a reunirme con ella. Puede decirse que soy buen nadador, pero aquel día actué con auténtica bravura olímpica, consciente, mientras avanzaba por entre el suave y salado oleaje, de que sólo el terror y la desesperación daban fuerza a los músculos de mis brazos y piernas, impulsándome mar adentro con un vigor y una ferocidad que no creía poseer. Avancé rápidamente, pero aun así me sorprendió lo que tardaba en alcanzarla. Cuando me detuve un instante para ponerme en posición vertical y poder así orientarme e intentar localizarla, vi, desolado, que aún seguía surcando el océano, dispuesta, supuse, a no parar hasta llegar a Venezuela. La llamé una y otra vez, pero continuó nadando.
—¡Sophie, vuelve! —le grité, pero todo fue en vano.
Llené mis pulmones, recé una pequeña y retrógrada oración a la deidad cristiana —la primera que rezaba desde hacía muchos años—, y reanudé mi heroico crol hacia el sur, en dirección a aquella mata de pelo dorado que tan inalcanzable parecía. Pero entonces, inesperadamente, advertí que mi velocidad aumentaba de un modo verdaderamente sensacional; a través de la salada nebulosidad que empañaba mis ojos, veía crecer la cabeza de Sophie, la sentía cada vez más cerca. Observé que había parado de nadar, lo que me permitió alcanzarla al cabo de unos segundos. Estaba sumergida casi hasta los ojos, lo que no significaba que estuviera precisamente a punto de ahogarse; sin embargo, su mirada era tan salvaje como la de un gato acorralado: estaba tragando agua y era evidente que se hallaba al borde del agotamiento.
—¡Déjame! ¡Déjame! —dijo con voz débil, intentando rechazarme con pequeños empujones de su mano.
Pero yo arremetí contra ella, la agarré firmemente por la cintura desde detrás y le grité:
—¡Cállate!
Mi tono fue verdaderamente histérico, pero obedecía a una apremiante necesidad.
Casi lloré al ver inmediatamente que, una vez en mis brazos, no ofrecía la resistencia que yo había previsto, sino que se abandonaba contra mi cuerpo y me permitía nadar lentamente con ella a remolque hacia la costa, no sin dejar escapar algunos desconsolados y pequeños sollozos que burbujeaban sobre mi mejilla y mi oreja.
Tan pronto como llegué a la playa y la conduje casi a rastras fuera del agua, se dejó caer sobre la arena y, a gatas, vomitó casi dos litros de agua. Entonces, todavía en el mismo lugar en que la había dejado, tosiendo y farfullando ininteligibles palabras, se extendió boca abajo y, como si le hubiera dado un ataque de epilepsia, comenzó a temblar de manera incontrolable, presa de un acceso de dolorosa y convulsiva frustración como yo jamás había presenciado en un ser humano.
—Dios mío —se lamentó Sophie—, ¿por qué no me has dejado morir? ¿Por qué no has dejado que me ahogara? He sido tan mala… ¡Tan terriblemente mala! ¿Por qué no has permitido que me ahogara?
Allí, de pie junto a la orilla, contemplaba su forma desnuda sin saber qué hacer. El bañista solitario a quien yo me había dirigido nos miraba, también paralizado. Noté que el hombre tenía restos de salsa de tomate en los labios; daba consejos en castellano con voz lastimosa y apenas audible. De pronto me dejé caer al lado de Sophie, consciente de lo acoquinado que estaba, y me decidí a ayudarla a incorporarse rodeándole la desnuda espalda con mi delgado brazo. Mi sentido del tacto aún puede reproducir lo que noté en aquel momento: el esquelético contorno de una espina dorsal de vértebras diferenciadas con toda su ondulante longitud moviéndose arriba y abajo al ritmo de su dolorosa y difícil respiración. Había comenzado a caer una llovizna tibia y brumosa que cubrió mi rostro de gotas. Apoyé la cabeza en su hombro. Entonces la oí decir:
—Habrías debido dejar que me ahogara, Stingo. Nadie lleva dentro tanta maldad. ¡Nadie! ¡Nadie es tan mala como yo!
Pero por fin conseguí que se vistiera, y volvimos a tomar el autobús para regresar al Palacio Rosado. El café la ayudó a serenarse, y durmió desde media tarde hasta el anochecer. Cuando despertó estaba aún muy desanimada —el recuerdo de aquel viaje por mar, solitario y sin rumbo, la había trastornado en gran manera—, pero aun así se había recuperado bastante, sobre todo teniendo en cuenta el esfuerzo realizado. En cuanto a daños físicos, parecía no haber sufrido ninguno de importancia. Lo único que podía apreciársele eran los efectos de la gran cantidad de agua salada que había tragado: primero un irreprimible hipo, y luego varias horas de sonoros eructos impropios de una dama.
Y después… Bueno, Dios es testigo de que, en el terreno de la imaginación, Sophie ya me había llevado con ella hasta lo peor de su pasado. Pero según me demostró, aún me había dejado con preguntas sin contestar. Quizás había llegado al convencimiento de que no podía volver al presente de modo efectivo si no lo hacía totalmente limpia, por así decirlo, y echaba luz sobre lo que todavía me ocultaba y que (¿quién sabe?) tal vez se ocultaba a sí misma. Y así fue como durante el resto de aquella tarde empapada de lluvia me contó mucho más sobre su estancia en el infierno. (Mucho más, pero no todo. Había una cosa que permanecía enterrada en su interior, en el reino de lo inexplicable.) De este modo llegué por fin a discernir los contornos de aquella «maldad» (y del correspondiente remordimiento) que había seguido sus huellas como un demonio desde Varsovia hasta Auschwitz y desde allí a las agradables calles burguesas de Brooklyn.
Sophie fue detenida hacia mediados de marzo de 1943, pocos días después de que Jozef muriera en manos de los esbirros ucranianos. Era un día gris de nubes amenazadoras y con ráfagas de viento que llevaban la huella de la rudeza del invierno. Recordaba que el hecho tuvo lugar a última hora de la tarde. Cuando el rápido y pequeño tren eléctrico de tres vagones en que viajaba rechinó y se detuvo en las afueras de Varsovia, tuvo algo más que una premonición: tuvo la certeza…, la certeza de que sería enviada a un campo de concentración. Aquella perturbadora visión llegó a ella incluso antes de que los agentes de la Gestapo —media docena o más— irrumpieran en el vagón y ordenaran a todo el mundo que saliera de él. Ella sabía que era una lapanka, una redada, contingencia que había temido y presentido incluso antes de que el tren se parara; algo, en aquella súbita deceleración del tren y en la vertiginosidad de los acontecimientos, le permitió leer la palabra «fatalidad». También había fatalidad en el acre y metálico hedor de las ruedas al ser frenadas y rechinar sobre los raíles, y en la manera en que los pasajeros del abarrotado tren, tanto los sentados como los que iban de pie, fueron empujados hacia adelante, todos a la vez, por la inercia. «Esto no es un accidente —pensó Sophie—, es la policía alemana.» Y entonces oyó vociferar la orden: «¡Todos abajo!».
Encontraron enseguida la carne de cerdo. La estratagema de la muchacha —consistente en atarse al cuerpo, debajo del vestido, el bulto envuelto en papel de periódico de modo que pareciera embarazada— era por aquel entonces demasiado conocida para no llamar la atención, y ya había dejado de ser un hábil y eficaz medio de pasar contrabando; sin embargo, lo había puesto en práctica aconsejada por la campesina que le había vendido la preciosa mercancía. «Es mejor que la lleve así —le dijo la mujer—. Si la lleva a la vista de todo el mundo, seguro que la atraparán. Además, por su aspecto y por la manera como va vestida parece usted una intelectual, no una de nuestras rústicas mujeres. Eso también la ayudará.» Pero Sophie no había previsto la lapanka ni su eficiencia. Así pues, uno de los agentes de la Gestapo, empujando a Sophie contra un húmedo muro de ladrillo y no haciendo ningún esfuerzo para disimular su desdén por aquel ingenuo truco, se sacó un cortaplumas del bolsillo de su guerrera y lo clavó, con poca delicadeza y mirando maliciosamente a la muchacha, en la falsa y abultada placenta. Sophie todavía recordaba el olor de queso que desprendía el aliento del nazi, y también que su única observación, mientras hundía el cuchillo en el anca de lo que hasta hacía poco había sido un feliz cochino, fue ésta: «¿Por qué no dices “¡ay!”, Liebcherit». Ella, en su terror, sólo fue capaz de excusarse desesperadamente con trivialidades nada convincentes, pero fue felicitada por el buen alemán que hablaba.
Temía ser sometida a tortura pero, por el motivo que fuera, escapó a ella. Los alemanes, precisamente aquel día, parecían muy nerviosos y atareados; en todas las calles de la ciudad, centenares de polacos eran acorralados y detenidos, por lo que el delito que había cometido Sophie, suficientemente grave como para merecer en otra ocasión un más detallado registro, no recibió la debida atención a causa de la confusión general. Lo cual no quiere decir que Sophie pasara inadvertida, ni tampoco su jamón. En el abominable cuartel general de la Gestapo —terrible simulacro en Varsovia de la antecámara de Satanás—, el jamón reposaba, rosáceo y sin su envoltura, sobre el escritorio de un hiperactivo y fanático nazi con monóculo muy parecido a Otto Kruger. Éste preguntó a Sophie (que, de pie y esposada, se hallaba al otro lado de la mesa) dónde había obtenido aquel contrabando. La intérprete, una muchacha polaca, tuvo un ataque de tos.
—¡Tú ser una contrabandista! —gritó él en tosco polaco.
Sophie respondió en alemán, y recibió la segunda felicitación del día acompañada de una dentona sonrisa nazi que parecía recién sacada de una película de 1938 en Hollywood. Pero el asunto no era para sonreír, al menos para ella. Continuó el interrogatorio. ¿No se daba cuenta de la gravedad de su delito? ¿Ignoraba que la carne, de cualquier clase, y especialmente la de aquella calidad, sólo debía estar a disposición del Reich? Con una de sus largas uñas, el alemán arrancó del jamón una grasienta tira y se la llevó a la boca. La mordisqueó y dijo:
—Hochqualitätsfleisch.
Su voz, después de elogiar con esa larga palabra la gran calidad de la carne, se endureció de repente. Quería saber dónde había adquirido Sophie el jamón. ¿Quién se lo había vendido? Ella pensó en la pobre campesina y en el castigo que recibiría, por lo que, evadiendo el verdadero sentido de la pregunta, contestó:
—Esa carne no era para mí, señor. Era para mi madre, que vive en el otro extremo de la ciudad. Está gravemente enferma: tuberculosis.
Como si aquellos sentimientos altruistas pudieran producir algún efecto en aquella caricatura de nazi, que por otra parte comenzaba a sentirse acosado por quienes llamaban a su puerta y por el repiqueteo del teléfono. ¡Qué día tan revuelto para los alemanes y su lapanka!.
—¡Tu madre me importa un pepino! —gritó—. ¡Quiero saber de dónde sacaste esa carne! ¡Dímelo ahora o te lo haré confesar de otro modo!
Pero continuaban llamando a la puerta, y los teléfonos no paraban de sonar; el pequeño despacho se había convertido en una celda de locos. El oficial de la Gestapo chilló a un subordinado que se llevara a aquella perra polaca. Y fue la última vez que Sophie lo vio. A él y al jamón.
Si hubiese elegido otro día para su pequeño contrabando, quizá no la habrían sorprendido en el tren. La ironía de este hecho no cesó de atormentarla mientras estuvo esperando con otros detenidos en una celda casi totalmente a oscuras. Eran una docena, de ambos sexos, todos de Varsovia, pero desconocidos por ella. La mayor parte eran jóvenes, gente de veinte a treinta años. Algo en su actitud —quizá sólo era la impasible y pétrea comunión de su silencio— dijo a Sophie que eran miembros de la Resistencia. La AK (Armia Krajowa), el Ejército Nacional. Y allí fue donde se le ocurrió que si hubiera hecho aquel viaje a Nowy Dwór para comprar la carne sólo un día después, como había planeado, no habría estado en aquel vagón de ferrocarril que (en aquel momento lo advertía) probablemente fue objeto de aquella emboscada con el fin de atrapar a ciertos miembros de la AK que viajaban entre los demás pasajeros. Al tender una amplia red para capturar a tantos peces gordos como pudieran, los nazis daban también con toda clase de peces pequeños pero interesantes, y aquel día Sophie fue uno de éstos. Allí, sentada sobre el suelo de piedra, cerca ya de medianoche se sintió vencida por la desesperación al pensar en Jan y Eva, a quienes había dejado en casa sin que nadie cuidara de ellos. Fuera de la celda, en los corredores, se escuchaba una constante algarabía y un continuo rumor de pisadas mientras seguía llenándose con las víctimas de aquella redada. En cierto momento, a través de la enrejada abertura de la puerta, tuvo la fugaz visión de un rostro familiar. Su corazón se sobresaltó. La cara estaba llena de sangre. Pertenecía a un joven a quien había conocido sólo por su nombre de pila: Wladyslaw. Era el director de un periódico clandestino que varias veces había hablado brevemente con ella en el apartamento de Wanda y Jozef, un piso más abajo que el suyo. No sabía por qué, pero aquella coincidencia la indujo a pensar que Wanda también había sido detenida. Luego se le ocurrió otra cosa. «Madre de Dios», susurró en un rezo instintivo, al tiempo que se sentía decaída como una hoja marchita. Acababa de darse cuenta de lo siguiente: el jamón (aparte de que a aquellas horas ya habría sido devorado por la Gestapo) sin duda había sido olvidado como cuerpo del delito, y el destino de ella —fuera el que fuese— había quedado unido al de aquellos miembros de la Resistencia; un destino cuya sola prefiguración se apoderó de Sophie con tal abrumadora fuerza que hizo palidecer la misma palabra «terror».
Sophie no durmió en toda la noche. La celda era fría y oscura como una tumba, y sólo podía advertir que la forma humana que tenía a su lado —aparecida allí a primera hora de la madrugada tras abrirse la puerta para dar entrada a otro detenido— era una mujer. Y cuando la luz del alba se filtró a través de las rejas, le chocó, aunque no la sorprendió del todo, que la mujer que yacía junto a ella fuese Wanda. A la pálida luz del amanecer, poco a poco fue distinguiendo la gran magulladura que Wanda tenía en la cara; era repulsiva: a Sophie le recordó un racimo de uvas aplastadas. Iba a despertarla, pero lo pensó mejor, dudó y retiró la mano con que iba a tocarla…, precisamente en el instante en que Wanda se despertaba con un gemido. Parpadeó, abrió los ojos y los fijó en los de Sophie, quien jamás olvidaría la expresión de asombro que inundó el desfigurado rostro de Wanda:
—¡Zosia! —exclamó abrazándola—. ¿Qué diablos haces aquí?
Sophie rompió a llorar, y sollozó con tal desespero sobre el hombro de Wanda que transcurrieron varios minutos antes de que pudiera murmurar la primera palabra. La paciente fortaleza de Wanda fue consoladora; como siempre. Sus tranquilizantes palabras, así como las suaves y cariñosas palmadas que dio en la espalda de Sophie, la sosegaron de tal modo que estuvo a punto de dormirse en sus brazos. Pero por otra parte era demasiada su ansiedad, por lo que, tan pronto como hubo recuperado el dominio de sí misma, refirió la historia de su detención en el tren. Lo hizo en cosa de segundos. Oyó cómo sus propias palabras caían unas sobre otras como un torrente, consciente de su simplificación y de su acuciante necesidad de llegar cuanto antes a la respuesta de la pregunta que le había estado retorciendo los intestinos por espacio de doce horas:
—¡Los niños, Wanda! Jan y Eva. ¿Están a salvo?
—Pues… sí, están a salvo. Se hallan aquí, en algún lugar de este edificio. Los nazis no les hicieron ningún daño. En nuestra casa detuvieron a todo el mundo… a todo el mundo, incluso a los niños. Hicieron una buena limpieza. —Una atormentada expresión recorrió sus anchas y fuertes facciones, desfiguradas desde hacía pocas horas por aquella espantosa magulladura—. ¡Dios mío! —prosiguió—. ¡Cuánta gente han apresado en la redada de hoy! Desde que mataron a Jozef, sabía que no nos dejarían tranquilos por mucho tiempo. ¡Es una catástrofe!
Por lo menos los niños no habían sufrido ningún daño. Bendijo a Wanda por el alivio que habían supuesto sus noticias. Entonces no pudo reprimir un impulso: dejó que sus dedos pasaran, como volando, sobre la deformada mejilla, sobre la purpúrea y esponjosa carne magullada, pero no llegó a tocarla; luego retiró la mano. Entretanto, se encontró de nuevo llorando.
—¿Qué te hicieron, querida Wanda? —le cuchicheó.
—Un bestia de esos de la Gestapo me echó escaleras abajo y después me pateó. Esos malditos… —dijo mirando hacia arriba, pero la imprecación que estaba a punto de proferir murió en sus labios. Los alemanes habían sido maldecidos sin cesar y durante tanto tiempo que el peor improperio, por nuevo que fuera, parecía insípido; más valía dejar descansar la lengua—. Al fin y al cabo, no me han hecho tanto daño como pensaba. No creo que me hayan roto nada. Estoy segura de que me duele menos de lo que hace suponer su aspecto. —Volvió a rodear a Sophie con sus brazos—. ¡Pobre Zosia! ¿Es posible que hayas llegado a caer en esta inmunda trampa?
¡Wanda! ¿Cómo podía Sophie definir alguna vez su último sentimiento si éste era una mezcla inextricable de cariño, envidia, desconfianza, dependencia, hostilidad y admiración? Ambas se parecían mucho en ciertos aspectos, y sin embargo, ¡eran tan diferentes! Al principio, fue la fascinación que compartían por la música lo que las unió. Wanda había ido a Varsovia para estudiar en el conservatorio, pero la guerra había roto sus ilusiones, como hizo con las de nuestra protagonista. Cuando por casualidad Sophie se trasladó a la misma casa que Wanda y Jozef, fueron Bach y Buxtehude, Mozart y Rameau quienes sellaron su amistad. Wanda era una joven mujer alta, de complexión atlética, de formas que en cierto modo recordaban las de un muchacho, de graciosos brazos y piernas y de llameante pelo rojo. Sus ojos eran de un azul zafiro claro como jamás había visto Sophie. Su rostro era una nube de diminutas pecas ambarinas. Un mentón algo prominente disipaba la impresión de una verdadera belleza, pero tenía una vivacidad, una intensidad luminosa que a veces la transformaba de modo espectacular; resplandecía, se convertía en chispas y fuego (a Sophie la hacía pensar en la palabra fogueusé), como su pelo.
Había por lo menos una gran semejanza entre la formación cultural de Sophie y Wanda: ambas habían sido educadas en un ambiente de arrebatado germanismo. Wanda tenía un apellido trascendentalmente alemán, Muck-Horch von Kretschmann, como resultado de su nacimiento de padre alemán y madre polaca en Lodz, donde la influencia de Alemania sobre el comercio y la industria, especialmente en el sector textil, había sido muy fuerte por no decir total. Su padre, fabricante de lanas baratas, le hizo aprender pronto el alemán; como Sophie, lo hablaba con gran fluidez y sin acento alguno, pero su alma y su corazón eran polacos. Sophie nunca pudo creer que un patriotismo tan exacerbado como el de su amiga pudiera albergarse en un pecho humano, aun en una tierra de ardientes patriotas. Wanda era la reencarnación de la revolucionaria Rosa Luxemburg, a la que idolatraba. Raras veces mencionaba a su padre, y nunca explicó por qué había rechazado tan completamente el componente alemán de su herencia; Sophie sólo sabía que Wanda respiraba, bebía y soñaba la idea de una Polonia libre —dicho de manera más exacta y esplendorosa, un proletariado polaco liberado después de la guerra—, y tal pasión la había convertido en uno de los miembros más firmes y comprometidos de la Resistencia. Era inquieta, valerosa, inteligente…, una agitadora. Su gran conocimiento del idioma de las hordas conquistadoras la hacía muy valiosa, por supuesto, para el movimiento clandestino, aparte de su celo y otras cualidades. Y fue su convicción de que también Sophie poseía un dominio innato del alemán, y la negativa de ésta a poner aquel don al servicio de la Resistencia, lo que comenzó a hacer perder la paciencia a Wanda para acabar creando una enemistad casi completa entre las dos. Porque Sophie tenía un profundo y tremendo miedo a verse envuelta en el movimiento clandestino contra los nazis, y tal falta de compromiso era juzgada por Wanda no sólo como antipatriótica sino como un acto de cobardía moral.
Algunos días antes de la muerte de Jozef y de la redada, ciertos miembros de la Resistencia se apoderaron de un camión de la Gestapo en Pruszków, no lejos de Varsovia. El camión contenía un verdadero tesoro en documentos y planos; ello permitió a Wanda examinar las gruesas y voluminosas carpetas llenas de información altamente secreta y, dada su trascendencia, llegó a la rápida conclusión de que debían traducirse cuanto antes los documentos más importantes. Cuando pidió a Sophie que la ayudara a verterlos al polaco, su amiga se negó una vez más a colaborar, cosa que reavivó sus ya viejas rencillas.
—Yo soy socialista —dijo Wanda—, pero tú eres totalmente apolítica. Además tienes algo de cristiana, ¿no? Muy bien, allá tú. En otros tiempos no habría sentido más que desprecio por ti, Zosia, desprecio y repulsión. Sé de amigos míos que no quisieran tratar con una persona como tú. Pero creo que, en general, hemos superado este punto de vista. No me gusta la rigidez de algunos de mis camaradas. Y por otra parte te tengo mucho aprecio, como ya sabes. Por ello no apelo a ti en el terreno político o ideológico. No todos los que colaboran con el movimiento lo hacen por ideas políticas. Yo acudo a ti en nombre de la humanidad. Intento apelar a tu sentido de la decencia, a tu conciencia de ser humano y de polaca.
En este punto Sophie, como solía hacer después de una de las fervientes arengas de Wanda, desvió la mirada sin decir nada. Contempló, a través de la ventana, la glacial desolación de Varsovia, los edificios destruidos por las bombas y los montones de escombros amortajados (no había otra palabra más adecuada) por la nieve ennegrecida por el hollín: un panorama que en otro tiempo hubiera provocado lágrimas de aflicción, pero que en aquel momento sólo podía mirarse con indiferencia, pues formaba parte de la lobreguez y la miseria de una ciudad saqueada, aterrada, hambrienta, moribunda. Si el infierno hubiera tenido suburbios, se habrían parecido mucho a aquella desolación. Se chupó las yemas de sus maltrechos dedos. El penoso trabajo de la fábrica de papel embreado sin la protección de unos guantes le había echado a perder las manos; se le había infectado dolorosamente un pulgar. Por fin, contestó a Wanda:
—Ya te he dicho, y te lo vuelvo a decir, querida, que no puedo. Y no quiero. Eso es todo.
—Y supongo que por la misma razón de siempre…
—Sí. —¿Por qué no podía aceptar Wanda su decisión como definitiva, desistir de su empeño, dejarla tranquila? Su insistencia era inaguantable—. Wanda —dijo Sophie con suavidad—, no quiero insistir en eso más de lo que ya he insistido. Siento repetir lo que debería ser evidente para ti, pues no ignoro tu perspicacia. Pero mi situación me obliga a repetírtelo: no puedo arriesgarme; tengo dos hijos.
—No eres la única. Otras mujeres de la Resistencia también los tienen —la cortó Wanda bruscamente—. ¿Cómo es posible que no te entre eso en la cabeza?
—Ya te he dicho más de una vez que yo no soy una de esas «otras mujeres», porque no pertenezco a vuestro movimiento clandestino —replicó Sophie, esta vez con irritación—. ¿No puedo ser yo misma? ¿Por qué no puedo actuar según mi conciencia? Tú no tienes hijos. Por lo tanto, te es fácil hablar de ese modo. Yo no puedo arriesgar la vida de Jan y Eva. Ya lo pasan bastante mal como viven ahora.
—Tu actitud, Zosia, ponerte en un nivel diferente de los demás, me parece muy ofensiva. Eso de ser incapaz de sacrificarte…
—Y a me he sacrificado —dijo Sophie amargamente—. He perdido a mi padre y a mi marido, y mi madre se está muriendo de tuberculosis. ¿Hasta dónde debe llegar mi sacrificio?
Wanda no podía suponer la antipatía —llamémosle indiferencia— que Sophie sentía hacia su padre y su marido, que yacían muertos en sus tumbas de Sachsenhausen desde hacía tres años; por ello esta justificación, y el tono en que fue expresada, hicieron moderar el tono de Wanda. Su voz adquirió un matiz casi halagador.
—Para ayudarnos no tendrías que hacer ningún trabajo demasiado arriesgado, ¿comprendes, Zosia? Tu situación no tendría por qué ser excesivamente vulnerable… Nada que se pareciese ni remotamente a lo que vienen haciendo algunos de los camaradas, incluso yo misma. Sólo se trata de tu cerebro, de tu cabeza. Con tu conocimiento del alemán, son tantas las cosas en que podrías colaborar que tus servicios serían valiosísimos. Escuchando, por ejemplo, sus emisoras de radio, traduciendo lo que oyeras… Esos documentos que encontramos en el camión de la Gestapo apresado en Pruszków. Limitémonos de momento sólo a ellos. ¡Valen su peso en oro, estoy segura! Yo podría ayudar a traducirlos, por supuesto, pero hay tantos… y además tengo muchas otras cosas en la cabeza. ¿Te das cuenta, Sophie, de lo útil que podrías sernos si permitieras que te trajera algunos de esos documentos aquí, en un lugar seguro como éste? Nadie sospecharía nada. —Hizo una pausa y luego añadió con gran énfasis—: Debes reconsiderar tu postura, Zosia. Se está haciendo deshonrosa. ¡Piensa en lo que puedes hacer por todos nosotros! ¡Piensa en tu país! ¡Piensa en Polonia!
Comenzaba a oscurecer. Desde el techo, una pequeña bombilla eléctrica proyectaba una luz temblorosa y mortecina. Parecía que aquella noche tendrían suerte, pues a menudo ni luz había. Desde el amanecer Sophie había estado apilando hojas de papel embreado, y al pensar en ello se dio cuenta de que el dedo hinchado por la infección no le dolía tanto como la espalda. Como de costumbre, se sentía sucia, mugrienta. Con ojos cansados, enrojecidos, observó de nuevo el desolado panorama de la ciudad, sobre el cual el sol parecía decidido a no volver a proyectar nunca el más mínimo rayo. Bostezó, agotada, ya sin escuchar la voz de Wanda, o más bien sin prestar atención al sentido de las palabras…, una voz que se había vuelto monótona, pero estridente e intimidante, que quería ser inspiradora. Se preguntó por dónde andaría Jozef, si estaría corriendo algún peligro. Sólo sabía que había salido con su mortífera cuerda de piano bajo la chaqueta para eliminar a alguien en el otro extremo de la ciudad: un muchacho de diecinueve años llevando a cabo su misión de muerte y venganza. No era auténtico amor lo que ella sentía, pero se preocupaba mucho por él; le gustaba su calor cuando se hallaba a su lado en la cama, y siempre que salía para cumplir una misión como la presente no quedaba tranquila hasta verle volver. «¡Santa María, Madre de Dios —pensó—, qué vida!» En la sombría calle de abajo —gris e impersonal como la suela de un zapato—, un pelotón de soldados alemanes, colgados sus rifles del hombro, caminaban con fuertes pisadas entre una borrascosa ventolera que levantaba los cuellos de sus guerreras; Sophie observó con indiferencia cómo daban la vuelta a la esquina y desaparecían en una calle donde ella sabía que habría podido ver, de no haber sido por un edificio bombardeado que interceptaba su mirada, el patíbulo público de hierro y acero en cuya barra horizontal incontables ciudadanos de Varsovia habían sido colgados. Y aún seguían siéndolo. ¿No terminaría nunca, aquello?
Estaba tan preocupada que ni siquiera intentó gastar a Wanda una broma pesada que le rondaba por la cabeza: contestarle diciéndole algo que en aquel momento llenaba su corazón. «Lo único que podría tentarme a entrar en vuestro mundo —le habría dicho— es la radio. Sobre todo la de Londres. La sintonizaría, sí, pero no para escuchar las victorias aliadas, las noticias sobre el ejército polaco en lucha, ni las órdenes del gobierno de Polonia en el exilio. Nada de eso. Simplemente, creo que arriesgaría la vida como tú, e incluso daría una mano o un brazo por añadidura, con tal de poder escuchar de nuevo, aunque fuese una sola vez, la ópera Cosí fan tutte dirigida por sir Thomas Beechan.» ¡Qué idea más chocante y egoísta! Sophie se dio cuenta de la vileza de aquel pensamiento cuando pasó por su mente, pero no pudo evitarlo: era lo que sentía.
Por un momento, Sophie se sintió avergonzada por haber tenido aquella ocurrencia, por mantener aquella opinión en la casa donde lo compartía casi todo con Wanda y Jozef, por tener unas ideas que atentaban contra la dignidad de aquellos dos seres altruistas y valerosos cuyo amor a la humanidad y a sus compatriotas polacos y cuya preocupación por los judíos perseguidos era la negación de cuanto había sostenido su padre. Pese a su inocencia respecto a las ideas del profesor Biegański, Sophie se sentía sucia, contaminada por la colaboración que le había prestado durante aquel obsesivo año anterior a su muerte y por el atroz panfleto que resultó de aquel insensato período. Por eso la breve relación con la intachable Wanda y su hermano le había proporcionado momentos de gracia purificadora. Sintió un escalofrío, al tiempo que aumentaba la fiebre de su vergüenza. ¿Qué pensarían si supieran cómo era su padre o si se enterasen de que ella había llevado consigo, durante tres años, un ejemplar del panfleto? ¿Y la inconfesable razón por la que lo había conservado? Para usarlo como una pequeña cuña, como un instrumento de posible negociación con los nazis si se presentaba la ocasión. «Sí —se contestó a sí misma—, sí, no había paliativos para aquel indigno acto.» Y en aquel momento, mientras Wanda seguía perorando sobre el deber y el sacrificio, se sintió tan turbada por su secreto que, aunque sólo fuese para salvar la compostura, hizo un esfuerzo para apartarlo de su mente como un asqueroso desperdicio. Escuchó de nuevo.
—Llega un momento en la vida en que todo ser humano debe alzarse y servir para algo —estaba diciendo Wanda—. Ya sabes el buen concepto que tengo de ti. Y en cuanto a Jozef, ¡moriría por ti! —Su voz se elevó y se volvió más áspera—. Pero no puedes seguir tratándonos de esa manera. Debes ser una mujer responsable, Zosia. Has llegado a un punto en que no puedes continuar en esa postura frívola. ¡Debes elegir! ¡Lo que sea!
En aquel instante, abajo, en la calle, aparecieron sus hijos. Avanzaban despacio por la acera, hablando animadamente, retrasando el momento de volver a casa, como suelen hacer todos los niños. Algunos transeúntes, también camino de sus hogares, pasaban por su lado adelantándolos, como huyendo de la creciente oscuridad; uno de ellos, un hombre de edad increíblemente abrigado contra el viento y el frío, dio un brusco empujón ajan para demostrarle que impedía el paso a los que iban más aprisa, y el niño respondió a su grosería con un gesto de la mano no menos falto de finura. Luego siguió andando al mismo ritmo junto a su hermana y se entregó de nuevo a su parloteo, explicando… explicando. Había ido a recoger a Eva como siempre que ésta tenía lección de flauta, cosa que no sucedía en días fijos, sino según lo ocupado que estaba el profesor, y a veces de improviso, en un destartalado sótano, dos manzanas más abajo. El profesor, que se llamaba Stefan Zaorski, había sido flautista de la orquesta sinfónica de Varsovia, y Sophie había tenido que colmarlo de halagos y súplicas para que tomara a Eva como discipula; aparte del dinero que Sophie podía pagar, una pequeñísima cantidad, eran muy pocos los incentivos que encontraba un músico como él para dar lecciones en aquella lóbrega y moribunda ciudad, en la que los mejores medios de ganarse el pan solían ser también los más ilegales. Padecía una grave artritis en ambas rodillas, lo que no ayudaba precisamente a mejorar su situación. Pero Zaorski, hombre todavía joven y soltero, se prendó enseguida de Sophie (como solía suceder a casi todos los hombres que entraban en contacto con ella), y la posibilidad de gozar de vez en cuando de su trato y su belleza fue sin duda, más que todos los ruegos, lo que le hizo transigir.
La flauta. La flauta mágica. En una ciudad de pianos destruidos o desafinados parecía el instrumento adecuado para iniciar a una niña en la música. Eva estaba loca por la flauta y, al cabo de unos cuatro meses de tomar lecciones, Zaorski comenzó a sentir admiración por la pequeña, sorprendido de sus dotes naturales, preguntándose si sería un prodigio, como la Landowska o Paderewski, una nueva aportación de Polonia al panteón musical… Y acabó incluso por no aceptar la insignificante cantidad que Sophie le pagaba. En aquel momento se materializó en la calle, como salido de la nada, cual un genio rubio…, pero de aspecto famélico, delgadísimo, con un pelo semejante a cerdas de escoba y una inquieta preocupación en sus pálidos ojos. El suéter de lana que llevaba, de un verde fuliginoso, parecía un mosaico de agujeros de polilla. Sophie, sorprendida, se inclinó sobre el cristal de la ventana. El generoso y neurótico profesor había corrido detrás de los niños hasta alcanzarlos, movido por una razón que Sophie no podía adivinar. Pero de pronto quedó aclarada la misión que lo había sacado tan de repente de su sótano. Sempiterno y apasionado pedagogo, en realidad había seguido a Eva cojeando, se había apresurado a lo largo de las dos manzanas que lo separaban de su casa para corregir, explicar o perfeccionar algo que acababa de enseñarle en su reciente lección (algo sobre el modo de mover los dedos, sobre el fraseo…). ¿Qué? Sophie no lo sabía, pero se sintió conmovida y regocijada a la vez.
Abrió un poco la ventana para oír la conversación del pequeño grupo que habían formado cerca de la entrada de la casa de enfrente. Eva llevaba recogido su rubio cabello en coletas. Había perdido, por la edad, casi todos los dientes delanteros. ¿Cómo era posible, se preguntó Sophie, que aquella pequeñaja tocara aquel instrumento? Zaorski había hecho abrir a Eva su funda de cuero para sacar de ella la flauta, la tomó y la levantó frente a la niña como si fuera a tocarla, pero de momento no se la llevó a la boca. Simplemente, le mostró algunos silenciosos arpegios con los dedos. Luego la puso entre sus labios y tocó varias notas. Pero Sophie no pudo oír nada. Unas grandes sombras cruzaron el cielo invernal. En lo alto, una escuadrilla de bombarderos de la Luftwaffe atronaba el espacio en dirección hacia Rusia. A muy baja altura, cinco, diez, veinte monstruosos aparatos extendían sus siniestras formas de buitre. Pasaban cada tarde a última hora como obedeciendo a una norma estricta, haciendo temblar la casa con fuertes vibraciones. La voz de Wanda quedó ahogada por el estruendo.
Cuando hubieron pasado los aviones, Sophie volvió a prestar atención al grupo de abajo. Eva estaba tocando, pero cesó de hacerlo al cabo de un instante. La música le resultaba familiar, pero no recordaba de quién era (¿Haendel, Pergolesi, Gluck?). Un dulce escalofrío de aguda nostalgia y milagrosa simetría. Doce notas, no más, que hicieron repicar campanas antifonales en lo más profundo de su alma. Le hablaron de todo lo que ella había sido, de todo lo que ansiaba ser y de cuanto deseaba para sus hijos fuera cual fuera el futuro que Dios les destinase. Casi perdió el sentido mientras un doloroso y devorador sentimiento amoroso se apoderaba de ella. Y, al mismo tiempo, alegría… Una alegría inexplicablemente deliciosa y desesperante a la vez recorrió su piel como una fría llamarada.
Pero aquel delicado y perfecto sonido se había evaporado ya en el aire. «¡Maravilloso, Eva! —oyó Sophie decir a Zaorski—. ¡Muy bien!»
Y entonces vio cómo el profesor daba una cariñosa palmadita en la cabeza de Eva y luego otra en la de Jan antes de dar la vuelta para dirigirse de nuevo, calle arriba, a su sótano. Jan tiró de una de las coletas de Eva y ella dio un chillido: «¡Basta, Jan!».
Luego, Wanda insistió diciendo:
—¡Debes tomar una decisión!
Sophie aún permaneció silenciosa unos instantes. Por último, mientras oía el barullo y las pisadas de los niños que subían la escalera, contestó suavemente:
—Mi elección ya está hecha. Como ya te dije, no quiero comprometerme. ¡Lo dije y lo sostengo! Schluss! —Su tono se elevó al pronunciar esta palabra, y enseguida se preguntó por qué se había puesto a hablar en alemán—. Schluss… aus! ¡Es mi última palabra! ¡Se acabó!
Durante los cinco meses anteriores a la detención de Sophie, los nazis habían hecho un gran esfuerzo para que el norte de Polonia quedara Judenrein, limpio de judíos. En virtud de la aplicación de un programa de deportación que comenzó en noviembre de 1942 y que se prolongó hasta fines del siguiente mes de enero, los miles de judíos que vivían en el nordeste de la provincia de Bialystok fueron apiñados en vagones de tren y enviados a campos de concentración por todo el país. Embutidos en el complejo ferroviario de Varsovia, la mayoría de esos judíos del norte fueron a parar a Auschwitz. Entretanto, en la propia Varsovia hubo un momento de respiro en la acción contra los judíos, por lo menos en cuanto a grandes deportaciones. Con todo, algunos datos estadísticos demuestran que ya había habido importantes deportaciones en Varsovia. En 1939, antes de que los alemanes invadieran Polonia, la población judía de su capital se acercaba a 450.000 almas, cifra sólo superada por Nueva York, donde existe la mayor concentración mundial de judíos en una sola ciudad. Sólo tres años más tarde, la cifra de judíos que vivían en Varsovia había descendido a 70.000; la mayor parte de los demás habían muerto no sólo en Auschwitz, sino también en Sobibór, Belzec, Chelmno, Maidanek y, sobre todo, en Treblinka. Este gran campo de concentración estaba situado a una distancia ventajosamente corta de Varsovia y, a diferencia de Auschwitz, que estaba destinado en especial a los trabajos forzados, se convirtió en un lugar dedicado totalmente al exterminio. No se debió en absoluto a la casualidad el hecho de que los enormes «reajustes» de población del gueto de Varsovia, que tuvieron lugar en julio y agosto de 1942 y convirtieron aquel barrio en un fantasmal cascarón, coincidieran con la puesta en marcha del bucólico refugio de Treblinka y sus cámaras de gas.
De los 70.000 judíos que quedaron en la ciudad, aproximadamente la mitad siguieron viviendo en situación «ilegal» en el asolado gueto (precisamente mientras Sophie languidecía en la cárcel de la Gestapo, muchos de ellos se estaban preparando para morir como mártires en el levantamiento de abril, que tendría lugar sólo unas semanas más tarde). La mayor parte del resto de 35.000 judíos —ciudadanos clandestinos del llamado interghetto— vivían desesperados entre las minas como animales perseguidos. No bastaba con que fueran acosados por los nazis; tenían que soportar constantemente el miedo a ser denunciados por los viles «cazadores de judíos» —las presas de Jozef— y otros mercenarios polacos, como Irena, aquella profesora de literatura norteamericana que, además, era agente doble. Incluso había sucedido (y más de una vez) que fueran puestos en evidencia, a través de retorcidos artificios, por sus compañeros judíos. Era horrible, como Wanda había dicho repetidamente a Sophie, que la denuncia y la muerte de Jozef hubiesen marcado el inicio de lo que pensaban llevar a cabo los alemanes a gran escala. ¡Qué lástima, lo que estaba sucediendo con aquel quebrantado sector del Ejército Nacional! Pero al fin y al cabo, había añadido Wanda, no podía decirse que aquello los hubiese cogido por sorpresa. Sucedía realmente así porque a causa de los judíos todos acababan cociéndose en el mismo caldero. Era significativo que la organización incluyera, entre sus miembros más activos, a algunos judíos. De lo que resultaba lo siguiente: aunque el Ejército Nacional, como todos los componentes de la Resistencia de cualquier otro país europeo, tenía otras preocupaciones además de la de socorrer y salvaguardar a los judíos (con el caso extremo de una o dos facciones de partisanos polacos que habían permanecido irremediablemente antisemitas), tal ayuda, hablando en general, seguía siendo importante en su lista de prioridades; por lo tanto, puede decirse con seguridad que, al menos en parte, los esfuerzos de aquellos hombres y mujeres a favor de los judíos más acosados y más expuestos a la muerte fueron la causa de que docenas y docenas de miembros del movimiento clandestino se vieran acorralados, y de que también Sophie —la Sophie sin mácula, la inaccesible, la no comprometida— cayera casualmente en la trampa.
Durante la mayor parte del mes de marzo, incluyendo el período de dos semanas en que Sophie estuvo encerrada en la cárcel de la Gestapo, las expediciones de judíos de la provincia de Bialystok con destino a Auschwitz a través de Varsovia cesaron temporalmente. Eso tal vez podría explicar por qué Sophie y los miembros de la Resistencia —que alcanzaban entonces la cifra de doscientos cincuenta prisioneros— no fueron enviados inmediatamente al campo de concentración: los alemanes, siempre fanáticos de la eficiencia, esperaban poder unir sus nuevos rehenes a una expedición de carne humana aún más importante, y como por entonces no se deportaban judíos de Varsovia, aquel retraso era para ellos lo más oportuno. Otra cuestión clave —el cese de la deportación de judíos del nordeste— requiere comentario aparte; este punto estaba relacionado sobre todo con la construcción de los crematorios de Birkenau. Desde el comienzo de la utilización del campo, el primer crematorio instalado en Auschwitz, junto con su cámara de gas, fue el principal instrumento de extermino masivo al servicio del complejo Auschwitz-Birkenau. Sus primeras víctimas fueron prisioneros de guerra rusos. De hecho era una estructura perteneciente al país: los cuarteles y demás edificios de Auschwitz eran, cuando los alemanes se apoderaron de ellos, el núcleo de unas antiguas instalaciones de la caballería polaca. En otro tiempo, aquel edificio bajo de estilo indefinido y tejado de pizarra inclinado había sido un almacén de hortalizas, y los alemanes encontraron que su arquitectura no podía ser más adecuada a sus propósitos: la gruta subterránea donde se amontonaban hasta gran altura los nabos y las patatas era perfectamente apropiada para la asfixia simultánea de grandes cantidades de personas, del mismo modo que las antecámaras anejas parecían hechas de encargo para la instalación de los hornos crematorios. Sólo fue necesario añadirles una chimenea para que los exterminadores pudieran empezar su tarea.
Pero enseguida se vio que todo aquello era demasiado limitado para el gran número de condenados que los trenes arrojaban al campo. A pesar de que en 1942 fueron levantadas algunas casamatas, más bien pequeñas, con destino al exterminio, las instalaciones para matar resultaban insuficientes, y ello no se remediaría hasta quedar completados los nuevos e inmensos crematorios de Birkenau. Los alemanes —o más bien sus esclavos judíos y no judíos— trabajaron duramente aquel invierno. El primero de los cuatro gigantescos incineradores que se construyeron se puso en marcha una semana después de la captura de Sophie por la Gestapo, y el segundo sólo ocho días mas tarde, pocas horas antes de que ella llegara a Auschwitz el primero de abril. Había salido de Varsovia el treinta de marzo. Aquel día, ella, Jan y Eva, junto con los doscientos cincuenta miembros de la Resistencia, incluida Wanda, fueron amontonados en los vagones de un tren que ya transportaba mil ochocientos judíos y que por fin habían sido enviados desde Malkinia, un campo de tránsito situado al nordeste de Varsovia en el que se había retenido el resto de la población judía de la provincia de Bialystok. En el tren, además de los judíos y los miembros del Ejército Nacional, se incluyó también un grupo de polacos —ciudadanos de Varsovia de ambos sexos, cuyo número ascendía a unos doscientos— que habían sido capturados por la Gestapo en una de sus ocasionales pero brutales lapankas, cuyas víctimas no solían ser culpables más que de la tremenda mala suerte de hallarse en la calle inadecuada en una hora poco propicia. Así pues, a lo sumo, la naturaleza del delito cometido por ellos era sólo técnica, por no decir producto de la fantasía.
Entre esos infortunados se encontraba Stefan Zaorski, que no tenía permiso de trabajo y que ya había confiado a Sophie el presentimiento de que llegaría a encontrarse en aquella grave situación. Sophie quedó aturdida cuando se enteró de que también él había sido capturado. Lo vio en la cárcel desde cierta distancia y también lo avistó un instante en el tren, pero no tuvo ocasión de hablar con él en la confusión de humo, ruido y cuerpos apretujados. Era una de las expediciones más numerosas que habían llegado a Auschwitz desde hacía bastante tiempo. Las mismas proporciones del contingente eran quizás una indicación de lo ansiosos que estaban los alemanes por emplear las nuevas instalaciones de Birkenau. Aquella vez no se hicieron entre los judíos las habituales selecciones para escoger los que eran útiles para trabajar. Aunque no era raro que una expedición completa fuese exterminada, la matanza en cuestión debería considerarse como un caso especial por constituir un ejemplo de la afición de los nazis a las proezas y porque con ella se demostraron a sí mismos la eficacia de su último, mayor y más refinado instrumento de la tecnología de la muerte: mil ochocientos judíos fueron eliminados en el acto inaugural del Crematorio II. Ni uno solo de ellos escapó a la muerte inmediata en las cámaras de gas.
Aunque Sophie fue extremadamente sincera conmigo en cuanto a su vida en Varsovia, su captura y su estancia en la cárcel, se mostró curiosamente evasiva respecto a su deportación y su llegada a Auschwitz. Al principio pensé que su actitud tenía que ver con su deseo de no evocar tantos horrores, y estaba en lo cierto, pero hasta más tarde no llegaría a saber el verdadero motivo de su silencio, inimaginable para mí en aquel momento. Los párrafos anteriores, con su acumulación de estadísticas —que he reunido usando datos difícilmente obtenibles salvo por quienes estuvieron profesionalmente relacionados con aquel lejano año que precedió al final de la guerra—, pueden haber parecido áridos y abstractos al lector, pero me he permitido consignarlos aquí ante la necesidad de recrear, después de tantos años, el ambiente y las circunstancias de los acontecimientos en los que Sophie y los demás se vieron irremisiblemente arrastrados.
Desde entonces he reflexionado mucho. A menudo me he preguntado cuáles habrían sido los pensamientos del profesor Biegański si hubiese vivido lo suficiente como para ver que el destino de su hija, y especialmente el de sus nietos, había dependido de —y había estado inextricablemente entrelazado con— la consumación del sueño que compartía con sus ídolos nacionalsocialistas: la liquidación de los judíos. Pese a su adoración por el Reich, él era un orgulloso polaco. Es de suponer que fue excepcionalmente astuto en cuestiones relativas al poder. Resulta, pues, difícil de comprender cómo pudo ser tan ciego ante el hecho de que el gran acontecimiento exterminador forjado por los nazis contra los judíos europeos tendría también que caer como asfixiante niebla sobre sus compatriotas: un pueblo detestado con tal ferocidad que sólo tenía como muralla protectora ante la eliminación que lo amenazaba la intensidad aún mayor del odio contra los judíos. Y fue ese destino de los polacos, por supuesto, lo que condenó a muerte al propio profesor. Pero su obsesión debió de cegarlo de muchas otras maneras, porque resulta verdaderamente irónico que —aun cuando los polacos y otros eslavos no figuraban en los primeros puestos de los grupos étnicos que debían ser aniquilados— no previera que un odio tan desmedido acabaría por absorber hacia su núcleo destructor, como limaduras metálicas atraídas hacia un potente imán, a incontables millares de víctimas que no llevaban el distintivo amarillo. Sophie me dijo una vez, al contarme ciertos períodos de su vida aún no revelados, que por autoritario e implacable que fuera el desprecio que el profesor le demostraba, la adoración que éste sentía por sus dos nietecillos era tierna, genuina, total, Es imposible especular sobre la reacción de aquel hombre atormentado si hubiese sobrevivido como para ver caer ajan y a Eva en el negro abismo que su imaginación había forjado para los judíos.
Siempre recordaré el tatuaje de Sophie. La siniestra pequeña excrecencia que marcaba su antebrazo con lo que parecía un rosario de diminutas mordeduras fue el único detalle de su aspecto que al instante —la noche en que la vi por primera vez en el Palacio Rosado— hizo surgir en mi mente la equivocada idea que era judía. En la vaga y uniforme mitología de aquel tiempo, los supervivientes judíos y aquella patética marca iban indisolublemente unidos. Pero si yo hubiera sabido entonces la metamorfosis que sufrió el campo de concentración durante la terrible quincena sobre la que acabo de explayarme, habría comprendido que aquel tatuaje estaba directamente relacionado con el hecho de que Sophie había sido considerada como una judía aunque no lo fuera. Era esto… Ella y sus compañeros no judíos fueron objeto de una clasificación que, paradójicamente, los libró de una inmediata vinculación a la muerte. La explicación estaba en una reveladora cuestión burocrática. El tatuaje de los prisioneros «arios» fue practicado sólo a partir de finales de marzo, y Sophie debió de encontrarse entre los primeros contingentes de no judios que fueron marcados. Aunque a primera vista esta medida podría parecer desconcertante, la modificación de la antigua norma es fácil de explicar: tenía que ver con la puesta en marcha de la nueva máquina de matar. Con la «solución final» ahora llevada a la práctica según órdenes recibidas de Berlín, y contando con la cantidad de judíos suficientes para que las cámaras de gas recién inauguradas trabajaran a pleno rendimiento, ya no sería necesario numerar a ningún hebreo. Himmler había dado la orden de que todos los judíos debían ser eliminados sin excepción. El campo de concentración, desde entonces limpio de judíos, sólo encerraría arios tatuados para su identificación: esclavos que se deslizarían poco a poco hacia la otra clase de muerte prevista para ellos; de ahí el tatuaje de Sophie. (O tal vez ése era, en líneas generales, el plan inicial. Pero como sucedía con frecuencia, el proyecto volvió a ser cambiado; hubo contraórdenes. Se produjo un cierto conflicto entre el ansia de asesinar y la necesidad de mano de obra. Hacia el final de aquel invierno, después de la llegada al campo de los judíos alemanes, se determinó que todos los prisioneros en buenas condiciones físicas —hombres y mujeres— fueran destinados a trabajos forzados. Así fue como en la sociedad de muertos en vida de que Sophie pasó a formar parte se mezclaron judíos y no judíos.)
Y luego llegó el Día de los Inocentes, según se celebra el primero de abril en buena parte del mundo occidental. Bromas y engaños. El poisson d’avril. En polaco, como en latín: Prima Aprilis. Cada vez que al correr del tiempo ha llegado de nuevo ese día, marcando el paso de los años durante mis últimas décadas, la asociación de tal fecha con Sophie me ha hecho sentir un punzante dolor, sobre todo al ser víctima de las pequeñas, inofensivas e inocentes jugarretas perpetradas por mis hijos («¡Inocentada, papá!»); en tales ocasiones, el padre de familia siempre tan indulgente, ha solido ponerse de un pésimo mal humor. Odio el primero de abril como odio al Dios judeo-cristiano. Fue el día que marcó el final del viaje de Sophie, y creo que la broma más pesada de aquella jornada no fue tanto la vulgar coincidencia que he mencionado como el hecho de que, sólo cuatro días después, una comunicación cursada por Berlín a Rudolf Höss ordenaba que no se enviaran más prisioneros no judíos a las cámaras de gas.
Por algún tiempo, Sophie se abstuvo de darme detalles sobre su llegada, o tal vez su estado emocional no se lo permitía. Pero aun así, antes de que llegara a contarme todo lo que realmente le sucedió, pude reconstruir de forma aproximada los acontecimientos de aquel día, un día primaveral que las crónicas describen como prematuramente cálido y floreciente de verdor, con los helechos desplegándose, la forsitia a punto de abrirse antes de tiempo y el aire claro y soleado. Los mil ochocientos judíos fueron cargados sin pérdida de tiempo en camiones y llevados a Birkenau, operación que duró dos horas a partir del mediodía. Como he dicho, no hubo selecciones. Hombres en buenas condiciones físicas, mujeres, niños…, todos murieron. Poco después, como poseídos por el deseo de barrer hasta la última de las víctimas que tuvieran a mano, los oficiales de las SS encargados de la recepción de expediciones en el andén enviaron el contenido de un vagón —es decir, doscientos prisioneros, todos ellos miembros de la Resistencia— a las cámaras de gas. También éstos fueron llevados a Birkenau en camiones, dejando tras ellos a unos cincuenta camaradas suyos incluida Wanda.
Hubo entonces una curiosa interrupción en las operaciones que se estaban efectuando, y una espera que duró casi toda la tarde. En los dos vagones todavía por descargar, además del resto de componentes de la Resistencia, habían quedado Sophie, Jan y Eva, así como una serie de desaliñados polacos capturados en la última redada de Varsovia. La espera se alargó muchas horas más, casi hasta el anochecer. En el andén, los hombres de las SS —oficiales, médicos experimentados y guardianes— parecían moverse de un lado a otro con ansiosa indecisión. ¿Órdenes de Berlín? ¿Contraórdenes? Uno sólo puede especular sobre la causa de aquel nerviosismo. Pero no importa. Finalmente se vio con claridad que las SS habían decidido continuar su trabajo, aunque esta vez efectuando la selección. Los suboficiales encargados de aquella tarea obligaron a salir de los vagones a todos los prisioneros que quedaban y los hicieron formar en largas colas. Entonces intervinieron los médicos. La selección duró poco más de una hora. Sophie, Jan y Wanda fueron enviados al campo de concentración. Cerca de la mitad de los prisioneros fueron escogidos según ese criterio. Entre quienes fueron enviados a morir en el Crematorio II de Birkenau se hallaba el profesor de música Stefan Zaorski y su discipula, la flautista Eva María Zawistowska, que al cabo de poco más de una semana hubiera cumplido ocho años.