—Hijo mío, el Norte cree que tiene la exclusiva de la virtud —dijo mi padre pasándose cuidadosamente el índice por su ojo recién amoratado—. Pero el Norte no tiene razón, claro está. ¿Crees que los barrios bajos de Harlem representan verdaderamente una mejora respecto a los negros que trabajan en un campo de cacahuetes del condado de Southampton? ¿Crees que el negro se considera satisfecho en medio de tanta miseria y suciedad? Algún día, hijo mío, el Norte tendrá que arrepentirse dolorosamente de esos hipócritas intentos de magnanimidad, de esos gestos pretendidamente sabios y transparentes a los que da el nombre de «tolerancia». Algún día, recuerda bien lo que te digo, se demostrará con claridad que el Norte está tan lleno de prejuicios como el Sur, si no más. Al menos, en el Sur los prejuicios están a la luz del día. —Se detuvo para tocarse de nuevo su ojo amoratado—. Me estremezco sólo de pensar en la violencia y el odio que se está acumulando en esos barrios de mala vida.
Mi padre, un liberal sureño de casi toda la vida, consciente de las injusticias del Sur, nunca había pretendido achacar irrazonablemente al Norte los defectos de aquél; no sin cierta sorpresa, pues, lo escuché con atención, sin darme cuenta —aquel verano de 1947— de lo proféticas que sus palabras iban a resultar.
Después de la medianoche, nos hallábamos sentados a la luz tenue y acogedora que reinaba en el bar del hotel McAlpin, adonde yo llevé a mi progenitor tras un desastroso altercado que tuvo con un taxista llamado Thomas McGuire, licencia de taxi número 8608, sólo una hora después de su llegada a Nueva York. El viejo (uso este término sólo en el sentido paternal-vernáculo, pues a sus cincuenta y nueve años su aspecto era saludable y vigoroso) no había recibido ningún mal golpe, pero sí había habido un alboroto de padre y muy señor mío junto con una cierta pérdida de oscura sangre, aunque sin importancia, a causa de un corte superficial en la ceja. Un poco de gasa y esparadrapo habían bastado. Una vez restablecido el orden y mientras bebíamos (él un bourbon, yo el invariable estimulante de toda mi minoría de edad: cerveza Rheingold) y hablábamos (en especial del abismo que separaba el diabólico engendro urbano que era cualquier gran ciudad situada al norte del virginiano puente de peaje de Chesapeake y las deliciosas praderas del Sur), pensé más de una vez en cómo el altercado de mi viejo con el taxista me había ofrecido por lo menos una momentánea distracción de mi reciente desesperación.
Porque, como se recordará, todo eso tuvo lugar sólo unas horas después del momento en que, allá en Brooklyn, pensé que Sophie y Nathan habían desaparecido para siempre de mi vida. Sin duda alguna, estaba convencido —puesto que no tenía motivos para creer otra cosa— de que jamás volvería a verlos. Y así fue como la melancolía que se apoderó de mí al dejar la casa de Yetta Zimmerman para tomar el metro que me llevaría a Manhattan junto a mi padre, estuvo a punto de producirme el más doloroso malestar físico de mi vida (por lo menos, desde la muerte de mi madre). Ahora se trataba de una inextricable mezcla de inmenso desamparo e infinita ansiedad. Las dos sensaciones se turnaban en mi espíritu. Con la mirada fija y atontada en las estroboscópicas alternancias de viva luz y profunda oscuridad del túnel del metro que se producían al paso de mi vagón, sentí aquel dolor combinado como un gran peso que me oprimiera los hombros y me apretara los pulmones; era tanta la realidad con que experimentaba aquellas sensaciones, que respiraba con un fuerte jadeo. No lloraba —o no podía llorar— pero, aunque a medias, me di cuenta varias veces de que corría el peligro de desvanecerme. Era como si hubiese sido testigo de un caso de muerte súbita e imprevista, como si Sophie (y también Nathan, pues a pesar del enojo, el resentimiento, la pena y la confusión que había provocado en mí, estaba implicado demasiado inseparablemente en la relación entre nosotros tres como para que abandonara de repente el afecto y la lealtad que sentía por él) hubiese desaparecido en uno de esos catastróficos accidentes de tráfico que ocurren en un abrir y cerrar de ojos y que dejan tan aturdidos a los sobrevivientes que ni ánimo les queda para maldecir al cielo. Lo que veía con claridad, mientras el tren retumbaba a través de las goteantes catacumbas del subsuelo de la Octava Avenida, era que, con una rapidez que apenas podía creer, me había visto privado de las dos personas que más apreciaba en aquel momento, y que la sensación que este inesperado hecho me había producido podía compararse a la angustia de quedar enterrado bajo una tonelada de ceniza.
—No sabes cómo admiro tu valentía —dijo mi padre mientras cenábamos a última hora de la noche en un restaurante de la cadena Schrafft—. Creo que las setenta y dos horas que pienso pasar en esta ciudad es lo máximo que puede soportar cualquier mortal procedente de un lugar civilizado. No sé cómo te las arreglas para aguantarlo. Tu juventud, supongo, la maravillosa flexibilidad propia de tu edad, es lo que permite que esta ciudad-pulpo te estimule a vivir y a crear en vez de devorarte. Nunca he estado en Brooklyn, pero ¿es posible que, como me has escrito, haya allí lugares que recuerden a Richmond?
Pese al largo viaje en tren desde el lejano Tidewater y al incidente con el taxista, mi padre estaba de un humor magnífico, lo que me ayudó a alejar de mi mente, al menos momentáneamente, el trastorno espiritual que estaba sufriendo. Dijo que no había estado en Nueva York desde los últimos años treinta y que la ciudad parecía más babilónica y disoluta que nunca.
—Eso se debe a la guerra, hijo mío —me dijo él, uno de los hombres que había ayudado a construir gigantes navales como los portaaviones Yorktown y Enterprise—. Todo se ha ido enriqueciendo en este país. Por lo visto, necesitábamos esa guerra para librarnos de la Depresión y poner en marcha todo lo necesario para convertirnos en la nación más poderosa del mundo. Si hay alguna cosa que nos permita llevar ventaja a los comunistas durante muchos años, es precisamente esto: el dinero, cosa que no nos falta, gracias a Dios.
(No debe inferirse de esta alusión que mi padre fuese, ni remotamente, lo que aquí llamamos un cazador de rojos. Como ya he dicho, se inclinaba visiblemente hacia la izquierda considerando que era un hombre del Sur: seis o siete años después, en el momento culminante de la histeria macartista, dimitiría de su cargo de presidente electo de la confraternidad virginiana de los Hijos de la Revolución Norteamericana, a la que había pertenecido durante un cuarto de siglo por razones mayormente genealógicas, cuando aquella fosilizada organización hizo público un manifiesto en apoyo del senador por Wisconsin.)
Por muy versados que sean en cuestiones económicas, los visitantes de Nueva York procedentes del Sur (o de cualquier otro lugar del interior del país) raramente dejan de quedarse pasmados ante las tarifas y precios de la gran ciudad, y mi padre no fue una excepción al refunfuñar agriamente ante el precio de una cena para dos: creo recordar que la nota ascendió a unos cuatro dólares —¡imaginaos!—, suma que no tenía nada de exorbitante a nivel metropolitano en aquellos tiempos de deflación.
—Allá abajo, en casa, por cuatro dólares —se quejó— podrías pasar un fin de semana estupendo.
Sin embargo, dejó ese tema cuando, caminando hacia Broadway, atravesamos en dirección norte Times Square, lugar que hizo reaccionar al viejo con una expresión que habría podido parecer de aturdida mojigatería si yo no hubiera sabido que nunca había destacado precisamente como gazmoño. Creo que su actitud obedeció menos a una verdadera desaprobación de lo que vio que a la sorpresa —comparable a un sopapo en la cara— que le causó la increíble atmósfera de libertinaje que se respiraba en aquella zona.
A mi modo de ver, Times Square, que aún no presentaba los caracteres de degenerada Sodoma que adquiriría más adelante, ofrecía aquel verano, en cuanto a corrupción carnal, poco más que cualquier plaza de ciudades como Omaha o Salt Lake City; sin embargo, tenía ya entonces sus correspondientes buscavidas y seres estrafalarios de ambos sexos que se contoneaban a la luz de los arcos iris y remolinos de neón. Todo eso y las exclamaciones que susurraba mi padre —entre ellas, «Jerusalén!», con la rústica llaneza de un personaje de Sherwood Anderson—, me ayudaron a mitigar un poco mi abatimiento; y no hablemos de lo mucho que me chocaba la mirada del viejo cuando seguía las iridiscentes ondulaciones de seda artificial de alguna furcia mulata bien provista de tetas, una mirada que alternaba en rápida secuencia la más viva incredulidad y cierta dosis de irreprimible excitación. Me pregunté si mi padre había aprovechado alguna vez oportunidades de ese tipo. Viudo desde hacía nueve años, lo tenía bien merecido, pero como la mayoría de sureños de su edad (y en este sentido diría que incluso de estadounidenses) era reticente, y hasta reservado, en lo tocante a la sexualidad, por lo que esta esfera de su vida era para mí un misterio. A decir verdad, no creía que en su madurez ofreciera sacrificios en el altar de Onán, como su desamparado retoño. ¿O podía ser simplemente que hubiera malinterpretado su modo de mirar y que el viejo se hallase ya, por fortuna suya, libre de aquella fiebre?
En el Columbus Circle tomamos un taxi y nos dirigimos de nuevo al hotel McAlpin. Sin duda me dejé vencer de nuevo por el desaliento, pues oí que mi padre decía:
—¿Qué te pasa, hijo mío?
Murmuré algo sobre cierto dolor de estómago causado por la comida del restaurante, con lo que quedó justificado mi mal humor. Necesitado como estaba de descargar en alguien mi pena, me encontraba en la imposibilidad de divulgar nada sobre uno de los más serios trastornos de mi vida. Y tampoco me era posible llegar a medir el alcance de mi pérdida y, menos aún, comprender los entresijos de la situación que me habían conducido a ella: mi pasión por Sophie, la estupenda camaradería con Nathan, el loco arrebato y la repentina desaparición de éste sólo hacía unas horas. Por no ser lector de novelas rusas (con las que parecía tener semejanza, en sus aspectos melodramáticos, el argumento de aquella tragedia), mi padre habría encontrado la historia totalmente incomprensible.
—¿No tendrás problemas de dinero? —preguntó, añadiendo que no podía esperarse que el producto de la venta del joven esclavo Artiste, dinero que me había sido enviado algunas semanas antes, durara eternamente. Y entonces comenzó a insinuar, mediante algunas indirectas que yo consideré inspiradas por el cariño que me guardaba, la posibilidad de que me fuera a vivir de nuevo al Sur. Apenas había tocado el tema (sólo brevemente y para tantear el terreno) cuando el taxi se detuvo frente al hotel McAlpin—. No creo que sea muy saludable —me decía en aquel momento— vivir en un lugar donde haya gente como la que acabamos de ver.
Fue entonces cuando tuvo lugar la violenta escena a que he aludido hace poco, un episodio por sí suficiente para ilustrar la triste y cismática división de Norte y Sur con mayor claridad que la mejor obra artística o sociológica imaginable. El lance implicaba dos lastimosos errores —uno por cada parte— mutuamente imperdonables, ambos derivados de unos puntos de vista tan alejados y opuestos entre sí como la canadiense ciudad de Saskatoon y la Patagonia. El primero fue seguramente de mi padre. Aun cuando en el Sur —por lo menos en aquel momento— las propinas habían sido generalmente evitadas o jamás tomadas en serio, el viejo hubiera debido saber que era menos sensato dar una moneda de cinco centavos a Thomas McGuire que no darle absolutamente nada. Y el error de Thomas McGuire consistió en reaccionar insultando a mi padre; concretamente con estas palabras:
—¡Jodido estúpido!
Eso no quiere decir que en el mismo caso un conductor de taxi sureño, pese a estar acostumbrado a recibir pocas propinas, no se hubiera molestado un poco; sin embargo, por violento que se hubiese sentido en su interior, se habría mantenido exteriormente pacífico. Ni significa tampoco que los oídos de un neoyorquino no hubieran retumbado al escuchar semejante epíteto; con todo, hay que tener en cuenta que tales palabras son moneda corriente entre los taxistas y otras personas de las calles de Nueva York, y que la mayoría de sus habitantes se habrían tragado la bilis sin abrir la boca.
A medio salir del taxi, mi padre asomó la nariz por la ventanilla delantera y dijo con voz casi incrédula:
—¿Qué le he oído decir?
Su manera de formar la frase era importante. No dijo: «¿Qué ha dicho usted?» o «¿Qué es lo que ha dicho?», sino que subrayó la palabra «oído» para dar a entender que su aparato auditivo jamás había escuchado tales palabrotas separadas y, menos aún, juntas. En la oscuridad, McGuire era un informe bulto de cuello grueso y pelo rojizo. No pude distinguir bien su rostro, pero la voz me pareció bastante joven. Si el hombre hubiera desaparecido inmediatamente en la noche con su taxi, todo habría terminado bien, pero noté en él una ligera vacilación, una intransigencia y un nervioso resentimiento irlandés que corrían parejas con la irritación del viejo ante aquel intolerable lenguaje. McGuire, al responder, dio incluso una forma mucho más gramatical a su pensamiento.
—He dicho que usted tiene que ser un jodido estúpido.
La voz de mi padre se oyó como un grito contenido —no muy fuerte, pero lleno de furia— al querer contrarrestar las ofensivas palabras del otro:
—¡Y yo creo que usted debe de formar parte de la infinita inmundicia que nació de las heces de esta repugnante ciudad como muchos otros deslenguados de su ralea! —declamó el viejo, expresándose en el estilo retórico de sus antepasados—. ¡Pertenece usted a la peor escoria de la sociedad, no es más civilizado que una rata de cloaca! ¡En cualquier lugar decente de los Estados Unidos, una persona que vomitara tanta basura como usted sería azotada en una plaza pública! —Su voz sonó un poco más alta; los transeúntes comenzaron a detenerse debajo de la luminosa marquesina del hotel McAlpin—. Pero esta ciudad no es un lugar decente ni civilizado, y en ella puede usted arrojar impunemente su putrefacto lenguaje sobre sus conciudadanos.
Mi padre se vio entonces sorprendido por el súbito arrancar del coche, que salió disparado hacia la avenida. El viejo, levantando los brazos como si quisiera agarrarse al aire, giró sobre sí mismo tambaleándose por su propia inercia hasta ir a chocar con el duro poste de una señal de prohibición de estacionamiento; al dar con el metal, su cabeza produjo, como en una película de dibujos animados, un vibrante ¡boinnng! Pero la cosa no tuvo nada de divertida. Yo estaba convencido de que el desenlace iba a ser más trágico.
Sin embargo, allí estaba media hora después bebiendo su bourbon y despotricando contra la «exclusiva de la virtud» que se atribuía el Norte. Había sangrado bastante, pero como el médico del hotel se encontraba casualmente en el vestíbulo en el momento en que yo ayudaba a entrar a mi padre, pudo ser atendido enseguida. El doctor tenía todo el aspecto de un alcohólico impenitente, pero demostró que sabía cómo tratar un ojo morado. Agua fría y un poco de gasa y esparadrapo habían detenido la pequeña hemorragia, aunque no el ultraje recibido. El viejo, mimando su herida en la penumbra del bar del hotel McAlpin, con un ojo hinchado que cada vez se parecía más al de su padre cuando quedó tuerto ochenta años antes delante de Chancellorsville, continuó maldiciendo la desvergüenza de Thomas McGuire con una letanía de inútiles expresiones de rencor. Pese a lo pintoresco de su lenguaje, pronto comenzó a hacerse fastidioso, lo que no me impidió advertir que su ira no se debía a provincianismo ni a mojigatería —como trabajador en un astillero y, antes de eso, marino mercante sus oídos estaban sin duda acostumbrados a escuchar palabrotas de todas clases—, sino a una firme creencia en las buenas maneras y en la decencia pública. «¡Conciudadanos!» Este grito era en realidad una especie de igualitarismo frustrado del que procedía —comencé a observar— buena parte de su indignación. Dicho con simplicidad, la gente ignoraba su igualdad cuando era imposible hablar unos con otros en términos humanos. Mi padre se fue calmando y olvidó por fin a McGuire para permitir que su animosidad se ampliara hasta abarcar de un modo general los múltiples pecados del Norte, entre los que descollaban la arrogancia y una hipócrita pretensión de superioridad moral. De pronto me percaté de lo poco que había evolucionado su atavismo sureño, y me sorprendió que, al parecer, ello no contradijera su liberalismo básico.
Finalmente, tantas diatribas —junto, quizá, con los efectos del golpe recibido— parecieron agotarlo; la forma en que había empalidecido me movió a aconsejarle que subiera a acostarse. Lo hizo a regañadientes echándose en una de las camas gemelas de la habitación que para los dos había reservado cinco pisos más arriba, lejos de la ruidosa avenida. Yo pasaría allí dos noches sin pegar ojo (principalmente a causa de mi persistente desesperación por lo sucedido con Sophie y Nathan), inquieto y vencido por la desmoralización, bañado en sudor bajo la araña rotativa de un ventilador eléctrico que hendía el aire en pequeñas e insuficientes rachas. A pesar de su fatiga, mi padre siguió hablando del Sur. (Más tarde llegué al convencimiento de que, en buena parte, el objeto de su visita había consistido en una sutil misión de rescate: el rescate de su hijo de las garras del Norte. Aunque nunca se expresó directamente, el travieso y astuto viejo dedicó casi todo el tiempo que permanecimos juntos a evitar que me pasara a los yanquis.) La primera noche, sus últimos pensamientos antes de dormirse tuvieron relación con su esperanza de que yo abandonara aquella desconcertante ciudad para volver a mi tierra natal. Su voz sonaba ya muy lejana cuando susurró algo sobre las «dimensiones humanas».
Aquellos pocos días transcurrieron como habrían transcurrido para cualquier joven de veintidós años obligado a pasar tantas horas en Nueva York y en verano acompañado de un padre sureño descontento de cuanto lo rodeaba. Visitamos un par de atracciones turísticas que ambos confesamos no haber presenciado jamás: la Estatua de la Libertad y la terraza del Empire State Building. Hicimos una excursión alrededor de Manhattan en un vapor de recreo. Fuimos al Radio City Music Hall, donde nos adormilamos con la representación de una comedia por Robert Stack y Evelyn Keyes. (Recuerdo ahora que, durante aquella dura prueba, la aflicción que sentía al pensar en Sophie y Nathan me envolvía como un sudario.) Dimos un vistazo al Museo de Arte Moderno, lugar que yo temí que escandalizara al viejo, aunque más bien pareció llenarlo de regocijo: el claro brillo de los ortogonales del holandés Mondrian deleitaron especialmente sus ojos de técnico. Comimos en el pasmoso restaurante automático Horn and Hardart, en el Nedick y en el Stouffer, y —haciendo una excepcional incursión en lo que aquellos días yo consideraba haute cuisine— en uno de los restaurantes Longchamps. Fuimos a dos o tres bares (incluyendo accidentalmente un tugurio gay de la calle Cuarenta y dos, donde tuve ocasión de observar cómo el rostro de mi padre, tras volverse gris como la ceniza, quedaba por completo desfigurado por la incredulidad), pero por la noche nos retiramos temprano, después de volver a hablar de aquella granja situada en medio de los campos de cacahuetes. Mi padre roncaba. ¡Y cómo, Dios mío! La primera noche apenas pude conciliar el sueño un par de veces entre aquel alborotado mar de ronquidos y otras sonoras amenidades procedentes de su boca y su nariz. Pero ahora recuerdo que aquellos ruidos (producto de un tabique nasal desviado, habían orquestado toda su vida nocturna y, en las noches de verano, soliviantado a todos los vecinos con el estruendo que salía de las ventanas abiertas de su habitación) formaron parte, durante la última noche, del mismo contexto de mi insomnio y constituyeron un turbulento contrapunto del tumultuoso torrente de mi pensamiento: de un fugaz pero amargo sentimiento de culpa, de un espasmódico ardor erótico que me devoraba interiormente como un terrible súcubo y, finalmente, de un arrebatador, dulce y casi intolerable recuerdo del Sur, todo lo cual me mantuvo despierto hasta las primeras horas del amanecer.
Culpa. Mientras yacía insomne, recordé que cuando yo era un muchacho mi padre nunca me castigó con severidad salvo una vez, y sólo por haber cometido una falta que merecía un riguroso castigo, relacionada con mi madre. El año anterior a su muerte, cuando yo tenía doce años, el cáncer que la devoraba comenzó a apoderarse de sus huesos. Un día su pierna más débil cedió; cayó y se rompió la tibia, que nunca se recompuso. Desde entonces tuvo que llevar una prótesis especial y caminar a la pata coja con la ayuda de un bastón. No le gustaba quedarse en la cama; prefería levantarse para permanecer sentada siempre que podía. Cuando adoptaba esta postura lo hacía con la pierna enferma apoyada sobre un taburete o una otomana. Tenía entonces sólo cincuenta años, y yo no ignoraba que ella era consciente de que le quedaba poco tiempo de vida; a veces podía darme cuenta de ese temor. Mi madre leía sin cesar —los libros fueron su narcótico hasta que llegó un momento en que los verdaderos narcóticos tuvieron que reemplazar a Pearl S. Buck—; la imagen más viva que tengo de aquel período, el último de su vida, es la de su pelo gris sobre un rostro demacrado, pero de expresión suave, y el brillo de sus gafas enfocadas sobre You can’t go home again [Ya no puedes volver a casa], de Wolfe (era una devota admiradora de este autor antes de que yo hubiera leído una sola palabra escrita por él, pero mi madre también leía libros de gran venta y título sugerente como Morderás el polvo, El sol es mi perdición, etc.). En tal actitud, mi madre era el retrato de la más plácida y absorta contemplación, una figura tan en armonía con su entorno hogareño como la de un estudio de Vermeer, excepto por la prótesis metálica apoyada sobre un taburete. También recuerdo una venerable y desgastada colcha de estambre con que solía cubrirse las piernas, especialmente la enferma, cuando hacía frío. No se registraban temperaturas verdaderamente bajas en aquella parte del Tidewater virginiano pero, aunque breve, el frío podía ser muy intenso en los meses de invierno, y siempre nos cogía por sorpresa. En nuestra casa no demasiado grande teníamos un hogar de carbón en la cocina, cuyo débil calor era reforzado por la pequeña chimenea del cuarto de estar.
Era delante de este fuego, sentada en un sofá, donde mi madre leía en las tardes de invierno. Por ser todavía un niño, no se me imponían tareas inmoderadas, aunque no podía escapar a las que eran clásicamente propias de un chico de mi edad; una de las pocas que se me exigían en los meses de invierno, al salir por la tarde de la escuela, era la de correr a casa para ver si había bastante leña en la chimenea, pues aun cuando mi madre no se hallaba totalmente incapacitada, su estado no le permitía echar troncos al fuego. Teníamos teléfono, pero estaba unos escalones más bajo, insalvables para ella, en una habitación contigua. No es por lo tanto difícil de adivinar cuál fue mi fallo: cierta tarde me olvidé de ella. Estaba entusiasmado por la promesa de un compañero de escuela: una vuelta con su hermano mayor en el Packard Clipper que éste acababa de comprarse y que era uno de los automóviles más ostentosos de la época. Estaba loco por aquel coche. Su vulgar elegancia me fascinaba. Recorrimos velozmente los helados alrededores, hasta que cayó la tarde, y con ella el mercurio del termómetro. Hacia las cinco el Clipper se detuvo en un pinar muy alejado de mi casa. Y entones me acordé por primera vez de la tierra, del frío y de mi madre abandonada. Mi alarma fue tremenda. Dios mío, culpa…
Diez años más tarde, acostado en aquella cama del quinto piso del hotel McAlpin y mientras escuchaba los ronquidos de mi padre, reflexioné, angustiado, sobre mi culpa (que aún no se había borrado), pero mi angustia estaba mezclada con un tierno sentimiento de gratitud por la bondad que el viejo demostró ante mi descuido. (No creo haber dicho que había acabado por abrazar el cristianismo, precisamente en uno de sus aspectos más caritativos.) Aquella plomiza tarde —recuerdo los copos de nieve que comenzaron a danzar en el viento cuando el Packard emprendió velozmente el camino de regreso—, mi padre había vuelto ya del trabajo y hacía media hora que se hallaba al lado de mi madre cuando yo llegué a casa. Le hablaba en voz baja y con tono cariñoso mientras le friccionaba las manos. Las paredes de estuco de la modesta casita habían dejado penetrar un cruel invierno que parecía haber estado al acecho en espera de aquella ocasión. Hacía horas que el fuego se había apagado y el viejo encontró a mi madre desamparada y tiritando debajo de su colcha, con un gesto amargo en sus lívidos labios y un rostro que se había vuelto blanco como el yeso tanto a causa del frío como del terror a la soledad. La habitación estaba llena de humo a causa de un leño que se había consumido sin llama; mi madre había intentado empujarlo hacia el fuego con su bastón, pero no lo consiguió por completo. Sólo Dios sabe las visiones de témpanos de hielo y las escenas de la vida esquimal que pasarían por su imaginación cuando se hundió entre sus «libros más vendidos», aquellos gruesos «libros del mes» con que intentaba hacer una barricada que la protegiera de la muerte, cuando sintió que las articulaciones metálicas de la prótesis de su pierna se enfriaban hasta parecer carámbanos. Recuerdo que, cuando irrumpí en el cuarto de estar, una impresión se apoderó tan completamente de mi alma que pareció llenar toda la estancia: la que me produjeron sus ojos castaños a través de sus gafas; aún mostraban su terror, y su indescriptible mirada se cruzó con la mía para desviarse seguidamente en otra dirección. Fue la rapidez con que giró los ojos lo que desde entonces definiría mi culpa; aquel movimiento, rápido como el de un machete al cortar una mano, bastó para hacerme advertir con horror la inmensidad de su aflicción. Entonces lloró, y yo también, pero por separado, contemplando mutuamente nuestros llantos como a través de un amplio y desolado lago.
Estoy seguro de que mi padre —habitualmente tan benigno y tolerante— dejó escapar una expresión áspera, mordaz. Pero no fueron sus palabras lo que yo siempre recordaría, sino el horrible frío y la oscuridad de la cabaña para guardar la leña, donde mi padre me hizo permanecer hasta mucho después de que oscureciera y la helada luz de la luna se filtrara entre las grietas de mi celda. No puedo recordar el tiempo que pasé llorando y temblando allí dentro. Sólo sabía que sufría exactamente igual que mi madre, y que mi castigo no podía ser más adecuado a mi falta; ningún malhechor soportó jamás con menos rencor la pena infligida. Supongo que mi reclusión no duró más de dos horas, pero tengo la seguridad de que me habría quedado allí voluntariamente hasta el amanecer o hasta morir de frío, con tal que expiase mi delito. ¿Presintió acaso el elevado sentido de justicia de mi padre la necesidad que yo tenía de tal expiación? En cualquier caso —y aunque el viejo, sin perder su serenidad, hizo cuanto pudo para complacerme en ese sentido—, yo jamás llegué a purgar mi crimen, porque éste permanecería siempre imbricado en mi mente con la muerte de mi madre.
Su muerte no pudo ser más horrible: en pleno paroxismo de dolor. Un caluroso día de julio, siete meses más tarde, dejó de existir sumida en el estupor de la morfina, después de que yo me pasara una noche entera contemplando aquel débil rescoldo en la fría y humeante habitación y pensando, horrorizado, en la posibilidad de que mi descuido de aquel día fuera la causa de una larga decadencia de la que mi madre nunca se recuperaría. Culpa. Odiosa culpa. Corrosiva como la salmuera. Como sucede con el tifus, uno puede llevar dentro de sí toda la vida la toxina de la culpa. Mientras me retorcía sobre el duro y húmedo colchón en el hotel McAlpin, el dolor del remordimiento atravesó mi pecho como una lanza de hielo en el momento en que el recuerdo me trajo de nuevo la expresión de terror que apareció en los ojos de mi madre aquella tarde, y volví a preguntarme si el sufrimiento que le causé no aceleró de algún modo su muerte y si ella llegó a perdonarme alguna vez. «Dejémoslo», decidí. De pronto, cierto barullo en la habitación contigua desvió mi pensamiento hacia la sexualidad.
El aire sonorizado por el defectuoso tabique nasal de mi padre se había convertido en una rapsodia selvática: gritos de monos, parloteo de cotorras, berridos de paquidermo… A través de los intersticios, por así decirlo, de aquel salvaje concierto oí cómo una pareja se refocilaba en la habitación vecina, según el arcaico término que empleaba mi padre para referirse a la fornicación. Suaves suspiros, el ruido de una cama sacudida, un voluptuoso grito de evidente placer. «Dios mío… —pensé, revolviéndome en la cama—, ¿estaré condenado a ser un eterno y solitario oyente de los juegos amorosos sin poder tomar nunca parte en ellos?» Atormentado por mi frustración, rememoré mi primer contacto auditivo con Sophie y Nathan y llegué a esta conclusión: «Stingo, eres un desgraciado écouteur». Como si se hubiera hecho cómplice del sufrimiento que me causaba la pareja del otro lado de la pared, mi padre cambió de posición en su cama con un gruñido y se quedó momentáneamente silencioso, permitiendo que mis oídos escuchasen todos los detalles de la gozosa sesión. Era un sonido tridimensional, increíblemente cercano, casi palpable («Oh, vida-vida-vida-mía», susurraba la mujer). Un rítmico chupeteo de líquidos ecos (que mi imaginación amplificó como un altavoz) me llevó a pegar una oreja a la pared. Me maravilló el serio coloquio que sorprendí: él preguntó a la mujer si había profundizado suficientemente, después si había llegado al «clímax». Ella contestó que no lo sabía. La cosa era para preocuparse. Luego se produjo un súbito silencio (un cambio, supuse, de posiciones) que el imaginativo prisma de mi mente convirtió en Evelyn Keyes y Robert Stack en un jadeante soixante-neuf, sin embargo, no tardé en abandonar aquella fantasía, pues la lógica me obligó a repoblar mi mise en scène con personajes más a tono con el hotel McAlpin y sus clientes (dos encallecidos profesores de baile, el Señor y la Señora Universo, un par de insaciables recién casados de Chattanooga en plena luna de miel y así por el estilo). El espectáculo pornográfico que se desarrollaba en mi mente era tan pronto un caldero de turbulentas sensaciones como una fuente de sufrimiento. (Por entonces jamás me habría imaginado —ni lo habría creído si me lo hubiesen predicho para antes de terminar nuestro siglo— que unas cuantas décadas después los locales cinematográficos me permitirían, en aquella misma avenida y sólo por cinco dólares, hartarme de sexualidad sin trabas ni ansiedades, del mismo modo que los conquistadores de otros tiempos contemplaron el Nuevo Mundo: relucientes y coralinas vulvas tan inmensas como la entrada de las cavernas de Carlsbad; vello púbico en cantidad, como lujuriantes extensiones cubiertas de musgo español; priápicos aparatos eyaculadores del tamaño de secuoyas; imponentes tías desvergonzadas maquilladísimas y de expresión soñadora en todas las posturas concebibles, meticulosamente detalladas, del chupeteo y la jodienda.)
Soñé con la encantadora malhablada Leslie Lapidus. La humillación de las horas estériles que pasé con ella me había llevado a borrarla de mi memoria durante aquellas últimas semanas. Pero ahora, conjurándola en calidad de típica «hembra superior» recomendada por dos famosos consultores de amor familiar (el doctor y la doctora Van de Velde y Marie Stopes), cuyas obras había leído a escondidas en casa algunos años antes, permití que Leslie jugueteara a horcajadas encima de mí hasta sentirme asfixiado por sus pechos y medio ahogado bajo el negro torrente de su cabellera. Sus palabras, estimulantemente obscenas, satisficieron plenamente mis oídos. Desde el inicio de la pubertad, mis sesiones de autoerotismo, aunque no desprovistas de inventiva, habían estado dirigidas por la firme mano de la moderación protestante; no obstante, aquella noche la pasión me arrolló como una estampida y fui virtualmente pisoteado por ella. Ay, cómo me dolían los testículos mientras revivía una tormentosa escena de amor carnal no sólo con Leslie, sino con otras dos encantadoras muchachas que, en su momento, me habían apasionado… Eran, por supuesto, María Hunt y Sophie. Pensando en las tres, advertí que la primera era una Sarah Lawrence judía, la segunda una blanca anglosajona del Sur y la tercera una polaca: un grupo que se distinguía no sólo por su diversidad, sino también por mi sensación de que sus tres componentes habían muerto; no realmente (sólo una, la almibarada María Hunt, había vuelto a la morada de su Hacedor) sino extinguidas, difuntas, liquidadas, en relación con mi vida.
¿Era posible, me pregunté en medio de mi loca fantasía, que lo que alimentaba tan ardientemente mi anhelo de aquel momento fuera la conciencia de que aquellas tres muñecas de porcelana se me habían escapado de las manos por alguna trágica deficiencia sólo a mí achacable? ¿O que, en efecto, su definitiva inaccesibilidad —el hecho de que hubieran desaparecido de mi vida para siempre— fuera la verdadera causa de aquel nocturno infierno de lujuria? Me dolía la articulación de la mano derecha. Estaba sorprendido por mi promiscuidad y por la desenfrenada indiferencia con que me entregaba a ella. Así, Leslie se había transformado en María Hunt, junto a la que estaba tendido en una arenosa playa de Chesapeake Bay en un tórrido mediodía de verano; en mi fantasía, sus frenéticos ojos se revolvían bajo sus párpados mientras me mordía el lóbulo de la oreja. «¿Quién habría podido imaginárselo? —pensé—. ¡Estoy poseyendo a la protagonista de mi novela!» Aún pude prolongar un buen rato el éxtasis con María; todavía nos hallábamos en el séptimo cielo cuando mi padre abortó un ronquido con un ahogado y primitivo bufido, saltó de la cama y se dirigió al cuarto de baño. Esperé con la mente en blanco hasta que, por fin, regresó a la cama y se puso de nuevo a roncar. Después de eso, con un deseo tan insatisfecho y tumultuoso cual oceánicas rompientes de sufrimiento, me encontré fornicando vorazmente con Sophie. Por supuesto, era ella quien lo había deseado. Algo realmente pasmoso. Sí, porque tan pueril, idealizada y ruinosamente romántica había sido mi pasión por Sophie aquel verano que, a decir verdad, nunca había permitido que mi mente forjara ninguna fantasía sexual de contornos bien definidos, multidimensional o vivamente coloreada en que ella tuviera alguna participación. Entonces, mientras la angustia por su pérdida me oprimía la garganta como dos manos apretadas a su alrededor, comprendí por primera vez lo poco que podía esperar de mi amor por ella, y me di cuenta también de las enormes proporciones de mi lujuria. Con un gemido lo suficientemente fuerte como para despertar a mi padre —un gemido que sin duda evidenciaba el más intenso desconsuelo—, abracé a mi fantasmal Sophie y grité su nombre al tiempo que se destaponaba torrencialmente mi efusión erótica. En la oscuridad, oí agitarse a mi padre. Noté el contacto de su mano extendida hacia mí.
—¿Te encuentras bien, hijo mío? —dijo con voz preocupada.
Fingiéndome amodorrado, murmuré algo intencionadamente ininteligible. Pero ambos estábamos despiertos. La inquietud de su voz Se convirtió en expresión de buen humor.
—Has gritado «soapy»[19] —dijo—. Alguna pesadilla extraña. Debe de haberte sorprendido en la bañera.
—No recuerdo lo que hacía —mentí.
El viejo guardó silencio unos instantes. El ventilador eléctrico seguía zumbando rítmicamente, amortiguando con intermitencias los inquietos ruidos nocturnos de la ciudad. Por fin, mi padre dijo:
—Algo te preocupa. Estoy seguro. ¿Puedo saber de qué se trata? Quizá pueda ayudarte. Es una muchacha… una mujer, ¿verdad?
—Sí —dije después de un momento de duda—, una mujer.
—¿Quieres hablarme de ello? También yo tuve problemas de esa índole en otros tiempos.
Me sentí mejor al podérselo explicar, aun cuando mi relato fue vago y esquemático: una refugiada polaca —cuyo nombre no mencioné—, algunos años mayor que yo, indescriptiblemente hermosa, víctima de la guerra. Aludí oscuramente a Auschwitz y no dije nada de Nathan. La había amado brevemente, seguí contándole, pero por varios motivos la situación no había podido mantenerse. Le hablé ligeramente de los detalles: su infancia polaca, su venida a Brooklyn, su trabajo, su relativa dificultad para desenvolverse sola en aquel lugar. Simplemente, un día desapareció, le dije, y no tenía esperanzas de volverla a ver. Hice una breve pausa y luego añadí con voz estoica:
—Creo que podré superarlo cuando haya pasado algún tiempo.
Dejé entender con claridad que quería cambiar de tema. Hablar de Sophie volvía a afectarme dolorosamente, a producirme tremendas sacudidas en el estómago.
Mi padre cuchicheó algunas palabras de consuelo convencionales y luego calló. Por fin, dijo:
—¿Cómo va tu trabajo?
Aunque antes había esquivado el tema, sentí que mi estómago comenzaba a relajarse.
—Muy bien —dije—. He podido trabajar muy bien, allí en Brooklyn. Al menos hasta el contratiempo que tuve con esa mujer, quiero decir hasta su desaparición. El asunto me puso en un callejón sin salida, pero ahora veo que se trata más bien de un breve período de inactividad. —Eso, por supuesto, lo dije sin demasiada convicción. Cuando pensaba en mi regreso a la casa de Yetta Zimmerman y en la posibilidad de reanudar allí mi trabajo, en el desolado vacío dejado por Sophie y Nathan, escribiendo en un lugar que ahora sólo era una triste cámara de resonancia evocadora de buenos ratos compartidos con ellos, el terror me paralizaba—. Me parece que volveré a entregarme a mi tarea —añadí con no demasiados ánimos.
Noté que nuestra conversación empezaba a languidecer. Mi padre bostezó.
—Bien, si quieres reanudar tu trabajo de veras —murmuró con voz amodorrada—, ten presente que aquella vieja granja de Southampton te está esperando. Sé que sería un lugar estupendo para un escritor. Espero que pienses en ello, hijo mío.
Y se puso a roncar de nuevo, abandonando esta vez su popurrí zoológico para pasar a imitar un bombardeo masivo, algo así como la banda sonora de un noticiario cinematográfico sobre el sitio de Stalingrado.
Desesperado, hundí la cabeza en mi almohada.
Sin embargo, adormilándome a ratos conseguí descansar bastante. En sueños vi a mi fantasmal benefactor, el joven esclavo Artiste, y mi fantasía onírica se mezcló con la imagen de otro esclavo que había conocido años antes: Nat Turner. Desperté con un fuerte suspiro. Amanecía. Fijé la mirada en el techo iluminado por una luz opalescente mientras escuchaba el ulular de una sirena de la policía en la calle de abajo; creció de intensidad, se hizo más y más desagradable, demencial. La escuché con la medrosa ansiedad que aquella estridente alarma siempre me provocaba; luego el sonido se debilitó con la distancia, como el apagarse de un demoníaco alarido, y por fin desapareció en la lejanía del West Side de Manhattan. «Dios mío, Dios mío —pensé—, ¿cómo es posible que el Sur y ese horrible chillido puedan coexistir en nuestro siglo?» Era algo que estaba fuera de toda comprensión.
Aquella mañana mi padre se dispuso a volver a Virginia. Tal vez fue Nat Turner quien me hizo evocar tantos recuerdos, aquella febril nostalgia por el Sur que se había apoderado de mí mientras permanecía echado en la cama del hotel a la naciente luz de la mañana. O quizás esa sensación se debía tan sólo al ofrecimiento de mi padre para que me fuera a vivir en la granja de Tidewater, proposición que no podía parecerme más atractiva después de perder a las únicas personas que apreciaba de veras en Brooklyn. Fuera lo que fuese, mientras desayunábamos en el café del hotel McAlpin, dejé mudo de asombro a mi padre cuando le dije que comprara otro billete de tren y que me esperara en la estación de Pensilvania. Con un respiro de súbito alivio y felicidad, le anuncié mi decisión de irme al Sur con él e instalarme en la granja. Sólo debía concederme el resto de la mañana para que pudiera recoger mis cosas de la casa de Yetta Zimmerman.
Sin embargo, como ya he tenido ocasión de mencionar, no fue eso lo que hice…, al menos de momento. Llamé a mi padre desde Brooklyn, forzado a decirle que había decidido quedarme en la ciudad. Porque aquella mañana encontré a Sophie en el Palacio Rosado, sola en medio del desorden de la habitación que yo creía que había abandonado para siempre. Ahora me doy cuenta de que llegué en un misterioso momento decisivo. Si yo hubiera entrado allí sólo diez minutos más tarde, ella se habría marchado con lo que quedaba de sus pertenencias y yo seguramente no habría vuelto a verla jamás. Es una tontería especular sobre hechos irremediablemente pasados, pero aun hoy no puedo por menos de preguntarme si no habría sido mejor que Sophie hubiese seguido adelante sin mi accidental intervención. En tal caso, quizás habría sobrevivido a su propio drama en algún lugar…, quizás en Brooklyn o incluso fuera de Norteamérica.
Una de las operaciones más siniestras y menos conocidas de los planes nazis fue el programa Lebensborn. Producto del delirio filogenético de los nazis, el Lebensborn (literalmente, fuente de vida) fue proyectado para aumentar las filas del Orden Nuevo, al principio mediante la sistematización de un programa educativo y, después, gracias al rapto organizado, en las zonas ocupadas, de niños racialmente «idóneos» que eran enviados al interior de su tierra natal para que residieran en hogares fieles al Führer, con lo que se esperaba que se criasen en una atmósfera asépticamente nacionalsocialista. Teóricamente, esas criaturas tenían que constituir la más pura progenie alemana. Pero el hecho de que muchas de esas jóvenes víctimas fueran polacas es otra medida demostrativa del cínico pragmatismo de los nazis en cuestiones raciales, pues aun cuando los polacos eran considerados infrahumanos y, junto con otros pueblos eslavos, dignos sucesores de los judíos en el plan de exterminio, satisfacían en muchos casos ciertos requisitos de tipo físico: unos rasgos faciales que podían hacerlos pasar por seres de sangre nórdica y, con frecuencia, una piel clara y un pelo rubio que eran el ideal estético de los nazis.
El Lebensborn nunca logró el amplio alcance que sus creadores esperaban, pero sí algunos éxitos parciales. Las criaturas arrebatadas a sus padres ascendieron sólo en Varsovia a decenas de miles, y la gran mayoría de ellas —rebautizadas con nombres como Karl o Liesel, Heinrich o Trudi y absorbidos por el abrazo del Reich— nunca volvieron a ver a sus familias. Al mismo tiempo, incontables niños y niñas que pasaron con éxito por las pruebas iniciales, pero que luego no reunieron las características raciales exigidas por un examen posterior más riguroso, fueron exterminados; algunos, en Auschwitz. El programa, por supuesto, debía ser secreto, como la mayor parte de los abominables planes de Hitler, pero aquella iniquidad no pudo ocultarse por completo. A fines de 1941, en Varsovia, un hermoso niño rubio de cinco años, hijo de una amiga de Sophie que vivía en un piso de la misma casa medio destruida por los bombardeos donde ella se alojaba, desapareció para no volver a ser visto jamás. Aunque los nazis echaron una cortina de humo alrededor del crimen, todo el mundo tuvo clara evidencia, incluso Sophie, de quiénes eran los culpables. Pero aquel hecho, que tanto horrorizó a Sophie en Varsovia —y que le hizo temer que sucediera lo mismo con su hijo Jan hasta el punto de esconderlo en un armario cada vez que oía pisadas sospechosas en la escalera de la casa—, se convirtió en Auschwitz, con todo lo que suponía el Lebensborn, en algo febrilmente deseado por ella. Se lo sugirió una amiga y compañera de cautiverio y, a partir de entonces, lo consideró el único medio de salvar la vida a Jan.
Sophie me dijo que aquella tarde, en la buhardilla de Höss, tenía intención de proponer la aplicación del Lebensborn a favor de su hijo. Tendría que hacerlo de una manera inteligente, indirecta. Desde hacía varios días venía razonando, con indudable lógica, que el Lebensborn le ofrecía la única posibilidad de liberar a Jan del Campo Infantil. No era un propósito descabellado, pues Jan se había criado, como ella misma, en un ambiente bilingüe, polaco y alemán. Y entonces me contó algo que me había ocultado hasta entonces. Tras ganarse la confianza del comandante, pensaba sugerirle que hiciese uso de su inmensa autoridad para que un hermoso niño polaco de habla alemana, rubio, de ojos azules y pecoso rostro caucásico, con el perfil de un pequeño piloto de la Luftwaffe, fuese trasladado, con buenos tratos, del Campo Infantil a alguna unidad burocrática de Cracovia, Katowice, Breslau, o algún otro lugar no demasiado alejado, que cuidara de su transporte, alojamiento y seguridad en Alemania. No exigiría que le dijeran el destino del pequeño; incluso renunciaría al conocimiento de su paradero o de su futuro mientras pudiera tener la seguridad de que estuviese a salvo en algún lugar del corazón del Reich, lejos de Auschwitz, donde seguramente acabaría por morir. Pero estaba escrito que aquella tarde todo iba a salirle mal. Confusa y aterrorizada, pidió sin rodeos a Höss la libertad de Jan, y a causa de la inesperada reacción del comandante a aquel ruego —su tremendo enfado—, se encontró por completo desconcertada, incapaz de hablarle del Lebensborn, aun cuando se hubiese acordado de ello. Sin embargo, aún no estaba todo perdido. Si quería tener ocasión de proponer a Höss su plan, difícilmente realizable, para la salvación dejan, debía esperar… Y eso provocaría, al día siguiente, una extraña y angustiosa escena.
Pero Sophie no pudo contármelo enseguida. Aquella tarde, en el Maple Court, después de describirme cómo cayó arrodillada ante el comandante, detuvo de súbito su relato y apartando de mí sus ojos los fijó a lo lejos a través de la ventana. Luego, tras una rápida disculpa, desapareció en los lavabos de señoras. La gramola automática arrancó de golpe: de nuevo las hermanas Andrews. Levanté la mirada hacia el reloj de plástico con manchas de moscas que anunciaba el whisky Carstairs: eran casi las cinco y media; advertí, sorprendido, que Sophie había estado hablando sin parar casi toda la tarde. Nunca había oído mencionar a Rudolf Höss hasta aquel día, pero a través de su simple elocuencia lo hizo existir de un modo tan vivido en mi mente que dejó en segundo plano cualquiera de las apariciones neuróticas que solían surgir en mis sueños. No obstante, era comprensible que no pudiese hablar indefinidamente de un hombre y un pasado tan horribles y que, por este motivo, se hubiese interrumpido tan bruscamente. Y, ciertamente, pese a la sensación de misterio y fragmentariedad que me había dejado, no cometería la rudeza de acosarla con mis preguntas. Yo me proponía terminar para siempre aquel capítulo, aun cuando la revelación de que Sophie tuvo un hijo había aumentado la curiosidad. Pero el esfuerzo que le costaron sus confesiones fue excesivo; lo percibí con una simple mirada a sus ojos: fantasmales e insondables, doloridos quizá por la evocación de unos recuerdos más espantosos de lo que su mente podía soportar. Por lo tanto, decidí considerar zanjado el tema, al menos por entonces.
Pedí una cerveza al desaliñado camarero irlandés y esperé el regreso de Sophie. Los clientes habituales del Maple Court, policías libres de servicio, ascensoristas, porteros de edificios de apartamentos y adictos accidentales de cualquier mostrador, habían comenzado a llenar el local trayendo consigo emanaciones de la humedad que, en forma de aguacero, se había adueñado de la calle durante varias horas. Aún sonaban los truenos en los lejanos límites de Brooklyn, pero el leve tamborilear de la lluvia, parecida al intermitente taconeo de un bailarín de claqué, me dijo que el diluvio ya había cesado. Escuché con una oreja una discusión sobre el equipo de béisbol de los Dodgers, preocupación que aquel verano estuvo a punto de convertirse en chifladura general. Me puse a engullir la cerveza con un súbito y bestial deseo de emborracharme. Buena parte de este arranque se debía a las imágenes de Auschwitz descritas por Sophie: me habían hecho sentir el hedor real de aquella atmósfera, una fetidez semejante a la de las mortajas podridas y húmedos montones de huesos que vi cierta vez entre las zarzas del cementerio de pobres de Nueva York (una isla apartada que conocí en un pasado bastante reciente, un lugar donde dominaba, como en Auschwitz, la pestilencia de la carne quemada y que era, como aquel siniestro campo de concentración, morada de prisioneros). Fui destinado allí brevemente hacia el final de mi servicio militar. Volví, pues, a sentir aquel olor de osario, e intenté sofocarlo con unos tragos de cerveza. Pero otra parte de mi inquietud tenía que ver con Sophie; miré hacia la puerta de los lavabos de señoras movido por una repentina punzada de ansiedad —¿y si se hubiera escabullido de allí?, ¿y si hubiera desaparecido?—, incapaz de considerar cómo podría enfrentarme tanto con la nueva crisis que Sophie había provocado en mi vida como con la atracción que sentía hacia ella, una especie de avidez patológica que tenía paralizada mi voluntad. Mi educación presbiteriana no había podido prever tal confusión.
Porque ahora lo más terrible para mí era que, justamente cuando acababa de encontrarla de nuevo —precisamente cuando su presencia había comenzado a confortarme—, surgiera la posibilidad de que desapareciese de mi vida. Aquella misma mañana, cuando la descubrí en el Palacio Rosado, una de las primeras cosas que me dijo fue que seguía decidida a marcharse de allí. Sólo volvía para recoger algunas cosas que había dejado en la habitación. El doctor Blackstock, siempre solícito, preocupado por su ruptura con Nathan, le había encontrado un pequeño apartamento mucho más cercano al consultorio en la parte céntrica de Brooklyn, adonde ella se trasladaba. Mi corazón estaba destrozado. Era evidente que, aunque Nathan la había abandonado para siempre, seguía loca por él; cuando lo mencioné, la angustia ensombreció sus ojos a pesar de la vaguedad de mi alusión. Aun dejado eso de lado, yo carecía del valor necesario para expresarle los sentimientos que me inspiraba. Si no quería pasar por loco, no podía seguirla a su nuevo lugar de residencia, situado a varios kilómetros de distancia de la casa de Yetta; no podía hacerlo, aun cuando hubiera dispuesto de los medios necesarios. Me sentía frustrado, mutilado por la situación, mientras que ella, enajenada por su absurdo amor no correspondido, se hallaba fuera de la órbita de mi existencia. Fue tan sobrecogedora la sensación que experimenté al advertir que estaba a punto de perderla, que creí que iba a desmayarme. Luego me invadió una melancólica e irrazonable ansiedad. Por eso, al ver que Sophie no regresaba de los lavabos después de lo que me pareció una eternidad (sólo algunos minutos), me levanté con la intención de invadir aquel íntimo recinto para buscarla… pero, ¡ah!, quiso la suerte que reapareciese en aquel momento. Para mi alegría y sorpresa, estaba sonriendo. Aún hoy día, me sorprende a veces un fugaz recuerdo de Sophie cruzando la sala del Maple Court. Entonces, casualmente o por designio celestial, un polvoriento rayo de sol salido de entre las últimas nubes de la tormenta en retirada, iluminó un instante su rostro y sus cabellos y los rodeó de un inmaculado halo propio de una madonna del siglo XV. Luego el halo desapareció y ella avanzó hacia mí con la seda de la falda ondeando, en un inocente y voluptuoso juego, sobre las bien delineadas curvas de su abdomen: oí, en lo más hondo de mi espíritu, un esclavo —o un borrico— que lanzaba un desconsolado bramido. ¿Cuánto duraría aquello, Stingo, cuánto?
—Siento haber tardado tanto, Stingo —dijo Sophie sentándose a mi lado. Costaba creer, después de su relato de aquella tarde, que estuviese de tan buen humor—. En los lavabos he encontrado una bohémienne rusa…, una diseuse de bonne aventure, ¿sabes?
—¿Qué? —dije yo—. ¿Quieres decir una de esas gitanas que adivinan el porvenir?
Había visto otras veces a la vieja bruja en el bar. Era una de las muchas que andaban por Brooklyn a la caza de incautos.
—Sí, y me ha leído la palma de la mano —dijo, radiante—. Me ha hablado en ruso. ¿Y sabes qué? Me ha dicho esto… Me ha dicho «Últimamente has tenido muy mala suerte. La culpa es de un hombre. Un amor desgraciado. Pero no temas. Todo se arreglará». ¿No es maravilloso, Stingo? ¿No es formidable?
Por aquellos tiempos yo estaba convencido, como sigo estándolo —y perdóneseme el aparente machismo—, de que las mujeres de aspecto más racional son precisamente las más vulnerables a esos inofensivos escalofríos, pero hice caso omiso de ello y nada dije. El augurio pareció alegrar mucho a Sophie, y yo no pude evitar que se me contagiara su buen humor. («Pero ¿cómo puede estar tan contenta?», me pregunté, preocupado. Nathan se había ido.) El Maple Court iba llenándose de sombras malsanas, ansiaba encontrarme a la luz del sol; cuando propuse a Sophie un paseo al aire de la tarde, aceptó enseguida.
La tormenta había limpiado Flatbush confiriéndole un nuevo brillo. Algún rayo había caído en las cercanías; la calle olía aún a ozono, que eclipsaba incluso la fragancia del sauerkraut y de los bagels, los gustosos panecillos judíos; los párpados me dolían. La cegadora luz del exterior me hizo pestañear; después del lóbrego relato de Sophie y de la penumbra crepuscular del Maple Court, los bloques de casas burguesas del Prospect Park me parecieron refulgentes, etéreos, casi mediterráneos como los de una Atenas moderna. Pasamos por un extremo de los cercanos jardines, los Parade Grounds, y nos detuvimos a mirar cómo los niños jugaban al béisbol en la zona arenosa. En lo alto, el zumbante avión que aquel verano se vio casi constantemente bajo el cielo ultramarino veteado de nubes de Brooklyn, anunciaba, con la banderola que llevaba a remolque, más emociones nocturnas en el hipódromo de Aqueduct. Durante un buen rato permanecimos sobre el húmedo césped, donde expliqué a Sophie la mecánica, del béisbol; era una buena alumna de ojos atentos agradablemente interesada. Me absorbió de tal modo mi éxtasis didáctico, que las dudas y el asombro que había dejado en mi espíritu el reciente y largo relato de Sophie acabaron por esfumarse, incluso el punto más terrible y misterioso de cuanto me contó: ¿qué le había sucedido finalmente a su hijo?
Sin embargo, esta pregunta volvió a inquietarme mientras caminábamos a lo largo de la manzana que nos separaba de la casa de Yetta. Me pregunté si aquella infortunada madre podría revelarme alguna vez la historia completa de Jan. Pero esa perplejidad no tardó en desaparecer de mi mente. Otra preocupación la sustituyó enseguida: comenzó a intranquilizarme seriamente la situación y los planes de la propia Sophie. Y mi angustia se intensificó cuando volvió a decir que aquella misma noche se trasladaría a su nuevo apartamento. ¡Aquella misma noche! Estaba demasiado claro que «aquella misma noche» quería decir al instante.
—Voy a echarte de menos, Sophie —le solté mientras subíamos los peldaños de la entrada del Palacio Rosado. Era consciente de la ruda vibración de mi voz, que había alcanzado un tono de verdadera desesperación—. ¡Te añoraré, Sophie, de veras!
—Bueno, pero no dejaremos de vernos… No te preocupes, Stingo. ¡Nos veremos a menudo! Al fin y al cabo, no me voy tan lejos… Seguiré viviendo en Brooklyn.
Su forma de expresarse me tranquilizó, aunque no demasiado; sus palabras denotaban lealtad, cierta clase de cariño y el deseo —incluso un resuelto deseo— de mantener nuestros lazos de afecto. Pero no era un sentimiento de esos que producen lágrimas y suspiros. Sentía aprecio por mí —de eso estaba seguro—, pero no pasión. Sobre lo cual no negaré que había abrigado alguna esperanza, aunque no locas ilusiones.
—Comeremos juntos muy a menudo —dijo mientras subía con ella al segundo piso—. Yo también te echaré de menos, Stingo, de veras. Después de todo, eres mi mejor amigo, junto con el doctor Blackstock.
Entramos en la habitación. Tenía el aspecto de una estancia vacía, a punto de ser abandonada. Me sorprendió que la radiogramola aún estuviera allí; recordé que Morris Finie me había dicho que Nathan tenía intención de volver para llevársela, pero era obvio que no lo había hecho. Sophie encendió la radio y se oyó en el acto, procedente de la emisora WQXR, la obertura de Ruslan y Ludmilla. Era el tipo de romanticismo altisonante que ambos tolerábamos a duras penas, pero ella no interrumpió la música; en el momento en que los timbales hicieron retumbar por la habitación las pisadas del caballo del tártaro, Sophie dijo:
—Voy a anotarte la dirección —y buscó en su billetero. Era un portamonedas caro, de tafilete bellamente trabajado, un objeto que me llamó la atención porque recordé que, algunos días antes, Nathan se lo había regalado con una extravagante expresión de orgullo amoroso—. Me vendrás a ver con frecuencia y saldremos a comer. Hay por allí muchos restaurantes buenos y baratos. Es curioso, ¿dónde habré puesto ese papelito con la dirección? En este momento ni siquiera recuerdo el número de la casa. Se encuentra en una calle llamada Cumberland, supongo que está cerca del Fort Greene Park. También podremos pasear juntos, Stingo.
—Sí, pero entretanto estaré muy solo, Sophie —dije.
Levantó la mirada de la radio para fijarla en mis ojos con una expresión llena de malicia, claramente deseosa de ignorar mi sophie-manía, y dijo unas palabras que encerraban la última clase de consejo que habría querido escuchar de su boca:
—Encontrarás alguna chica hermosa, Stingo, muy pronto. Estoy segura de ello. Una muchacha muy sexy. Alguna moza tan estupenda como Leslie Lapidus, pero menos coqueta, más complaisante…
—¡Que Dios me libre de todas las Leslies del mundo! —bramé.
Entonces, algo relacionado con la totalidad de las circunstancias que componían aquella situación —la inminente partida de Sophie, pero también el portamonedas y la habitación a punto de quedar vacía con las asociaciones que me sugerían respecto a Nathan y los días recientemente transcurridos, la música y la increíble hilaridad de muchas de las insuperables horas que habíamos pasado juntos— me llenó de una melancolía tan irritante y devastadora que lancé otro bramido suficientemente fuerte como para que los ojos de Sophie se convirtieran de súbito en dos pequeñas y brillantes esferas. Y como si fuera presa de una violenta perturbación, me encontré agarrándola firmemente por los brazos.
—¡Ese Nathan! —grité—. ¡Nathan! ¡Nathan! ¿Qué diablos ha sucedido? ¿Qué ha pasado, Sophie? ¡Dímelo! —Me hallaba muy cerca de ella, nariz contra nariz, y advertí que dos diminutas gotas de mí saliva habían ido a parar a su mejilla—. Hete aquí a ese sorprendente tío que te ama con locura, el perfecto Príncipe Encantador, un hombre que te adora, que te idolatra… y, de pronto, quedas fuera de su vida. ¿Qué diantre ha sucedido, Sophie? ¡Te ha abandonado por completo! Podrás decirme que se debe a alguna tonta sospecha de que le fuiste infiel, como dijo la otra noche en el Maple Court. Tiene que haber un motivo más importante, una causa más profunda que su trivialidad. Y yo, ¿qué? ¡Sí, yo! ¡Yo! —Me golpeé el pecho para dar más énfasis a mi implicación en la tragedia—. ¿Qué te parece el modo en que ese tipo me ha tratado a mí? No es necesario que te explique, Sophie, porque lo sabes muy bien, que Nathan llegó a ser un hermano para mí, un hermano de verdad. Nunca conocí a nadie como él, a nadie más inteligente, más generoso, más alegre y divertido, más…, oh, Dios mío, a nadie tan formidable. ¡Cómo lo apreciaba, Sophie! Era tan fuerte la personalidad de Nathan que cuando leyó las primeras páginas que yo había escrito supo darme la fe necesaria para seguir adelante en mi carrera de escritor. Me di cuenta de que lo hacía por afecto, pero me animó de veras. Y poco después, en una de sus rachas de mal humor, se vuelve contra mí, dice que mi literatura es una mierda y me trata como el más despreciable de los botarates. Y entonces se separa de mi vida tan firme y definitivamente como de la tuya. —Mi voz había alcanzado mis octavas más altas, las que nunca puedo controlar, por lo que suenan tan ambiguas como las de una mezzosoprano desafinada—. ¡No puedo soportarlo, Sophie! ¿Qué vamos a hacer?
Las lágrimas que vertía Sophie me dijeron que no había debido desahogarme de aquella manera. Debí dominarme mejor. Le hice más daño que si le hubiese arrancado salvajemente los puntos de una herida sin cicatrizar. Pero no pude evitarlo, de veras; sentí que su dolor y el mío coincidían en una confluencia crítica y di rienda suelta a mi cólera y a mi resentimiento:
—¡No puede atraerse así el cariño de las personas y luego mearse en él de esa manera! ¡No es justo! No es… No es… —comencé a tartamudear—. ¡Es jodidamente inhumano!
Sophie se apartó de mí sollozando. Parecía una sonámbula por su modo de andar a través de la habitación con los brazos rígidos, hacia el borde de su cama. Entonces se desplomó de pronto sobre el lecho, se llevó las manos a la cara y la hundió en el cubrecama de color albaricoque. Permanecía silenciosa, pero sus hombros se sacudían. Me acerqué a la cama y me agaché para observarla. Comencé a dominar mi voz.
—Sophie —le dije—, perdóname por todo eso. Es que no comprendo nada. No comprendo el comportamiento de Nathan y quizá tampoco el tuyo, aunque creo que estoy en condiciones de comprenderte mejor a ti que a él. —Hice una pausa. Sabía que insistir en lo que iba a mencionar era como abrir otra herida. Ella misma me había demostrado lo penoso que le resultaba hablar de aquel tema. ¿Y no me había advertido con sus propios labios que me mantuviera al margen de él? Pero me veía impelido a expresar lo que tenía que decir. Alargué el brazo hacia abajo y, suavemente, le puse la mano sobre su brazo desnudo. Tenía la piel muy caliente y parecía palpitar debajo de mis dedos como el cuello de un pájaro asustado. Proseguí—: Sophie, la otra noche… la otra noche, en el Maple Court, cuando él… cuando él nos echó… Sí, aquella terrible noche. Seguramente sabía que tenías un hijo en algún lugar… Esta misma tarde me has dicho que se lo habías contado. ¿Cómo pudo, pues, tener la crueldad de mortificarte preguntándote cómo era posible que siguieras con vida mientras tantos otros eran… —el nudo que me produjo la palabra en la garganta casi me ahogó, pero por fin conseguí soltarla— eran gaseados? ¿Cómo fue capaz de hacerte eso? ¿Cómo pudo una persona que te amaba tanto ser tan increíblemente cruel contigo?
Sophie no me contestó enseguida; permaneció aún unos momentos con el rostro enterrado entre sus manos. Me senté a su lado, en el borde de la cama, acaricié la superficie de su brazo, casi febril pero agradable por el calor que desprendía, y pasé con delicadeza los dedos por la cicatriz de la vacuna. Desde aquel ángulo podía ver claramente el siniestro tatuaje negro azulado, la fila de números notablemente precisa, una pequeña cerca de alambre compuesta de bien ordenadas cifras, de entre las que destacaba el «siete» cortado con meticulosa precisión. Olfateé el aroma herbáceo con que tan a menudo se perfumaba. «¿Existe la posibilidad, Stingo —me pregunté—, de que llegue a amarte alguna vez?» Y me pregunté también, movido por un súbito impulso, si era el momento apropiado para atreverme a alguna insinuación. No, en absoluto. Allí echada, no podía parecer.más vulnerable, pero mi arranque me había cansado, me había dejado desanimado y vacío de deseo. Llevando los dedos algo más arriba, toqué las sueltas hebras de su brillante pelo dorado. Finalmente advertí que había cesado de llorar. Y entonces oí que decía:
—No fue nunca culpa suya. Siempre llevó dentro aquel demonio, un demonio que aparecía cuando se hallaba en una de sus crisis, en una de sus tempêtes… Un demonio que lo dominaba en ciertas ocasiones, Stingo.
No sé cuál de las dos imágenes que entonces aparecieron simultáneamente en el umbral de mi conciencia me causó el escalofrío que recorrió de un extremo a otro mi columna vertebral: si el negro y espantoso Calibán[20] de Shakespeare o el horrible golem de Morris Fink. En cualquier caso, lo cierto fue que di un respingo y, en medio de mi espasmo, dije:
—¿Un demonio…? ¿Qué quieres decir, Sophie?
Tampoco esta vez respondió inmediatamente En vez de eso, tras un largo silencio levantó la cabeza y, con voz suave y neutra, dijo algo que me dejó pasmado. Fue algo tan inesperado y fuera de lugar que me hizo pensar en una Sophie distinta de la que había conocido hasta aquel momento.
—Stingo —dijo—, no puedo marcharme así, tan de golpe. Demasiados recuerdos. Hazme un favor. Te lo ruego. Ve a la Church Avenue y cómprame una botella de whisky. Necesito emborracharme.
Le compré el whisky. La bebida la ayudó a hablarme de algunos malos momentos pasados durante el turbulento año que había convivido con Nathan antes de que yo entrara en escena. Hechos cuyo relato podría considerarse innecesario si él no hubiese vuelto a posesionarse de nuestras vidas al ser evocado tan apasionadamente.
En Connecticut, en cierto lugar de la arbórea y sinuosa carretera que se extiende de norte a sur a lo largo de la orilla del río entre New Milford y Canaan, había existido una vieja posada con sesgados suelos de madera, soleados y blancos dormitorios que lucían bordados sobre cañamazo en sus paredes, dos jadeantes perdigueros que recorrían la planta baja y olor a manzano quemado procedente del hogar.
Y fue allí, según me dijo Sophie una noche, donde Nathan intentó quitarle la vida y terminar después con la suya en lo que suele llamarse un pacto de suicidio. Sucedió en la época otoñal del año, cuando las hojas son más incandescentes, unos meses después de que se conocieran en la biblioteca del Brooklyn College. Sophie dijo que recordaba y recordaría siempre aquel terrible episodio por muchas razones (por ejemplo, fue la primera vez que él le levantó la voz), pero que aún se borraría menos de su memoria el motivo principal: su furiosa insistencia (también por primera vez desde que hacían vida en común) en que ella justificara plenamente por qué sobrevivió en Auschwitz mientras «los demás» (tal como él dijo) morían.
Cuando Sophie me describió esa amarga escena y después me contó los tétricos acontecimientos posteriores, recordé inmediatamente el bestial comportamiento de Nathan pocas noches antes en el Maple Court, cuando nos impuso su inexorable y definitiva despedida. Estuve a punto de recordar a Sophie la semejanza de ambas situaciones y hacerle algunas preguntas al respecto, pero en aquel momento —mientras devoraba una enorme y humeante montaña de espaguetis en un pequeño restaurante de la avenida Coney Island donde ella y Nathan habían comido varias veces— se hallaba tan absorta en la crónica de los hechos culminantes de su vida junto a él, que vacilé y acabé por guardar silencio. Pensé en el whisky. La súbita afición de Sophie al whisky era desconcertante. En primer lugar, tenía las tragaderas de un húsar polaco; era algo realmente pasmoso ver cómo aquella reposada y encantadora criatura bebía de aquel modo; en aquella ocasión, más de una cuarta parte de la botella de whisky Seagram que le compré había desaparecido en su gaznate cuando tomamos un taxi para ir al restaurante. (También insistió en que yo compartiera el contenido de la botella, ofrecimiento que —creo importante señalarlo— no aproveché para seguir mi costumbre de beber sólo cerveza.) Atribuí esta nueva propensión al desconsuelo que Nathan le había causado al abandonarla.
Aun así, me sorprendía más la manera como Sophie toleraba la bebida que la cantidad que tomaba. Aquel alcohol de alta graduación diluido sólo con un poco de agua no parecía tener ningún efecto devastador sobre la lengua de Sophie o sobre sus facultades intelectivas. Al menos eso era evidente cuando descubrí la recién hallada diversión. Con toda su impecable compostura, con cada uno de sus rubios mechones en su lugar, podía quedar a la altura de la más entrenada libadora de un bar de camareras. Me pregunté si estaría protegida por esa adaptación étnica o genética al alcohol que los eslavos parecen compartir con los celtas. Aparte de la ligera rubicundez que adquirían sus mejillas, el whisky sólo parecía alterar de dos maneras su expresión o su comportamiento. Aquella bebida la convertía en una formidable habladora. No le permitía callarse nada. No es que me hubiese ocultado algo al hablarme de Nathan, de Polonia o de su pasado; se trataba de que el whisky convertía su habla en un chorro de palabras notables por la precisión de sus sosegadas cadencias. Era una dicción lubricada en la que muchas de las ásperas consonantes acentuadas típicamente polacas quedaban suavizadas como por arte de magia. La otra consecuencia del whisky en ella era algo que fascinaba. Que fascinaba y decepcionaba de modo atroz: anulaba prácticamente todos sus prejuicios sobre la sexualidad. Con una mezcla de incomodidad y complacencia, yo escuchaba lo que me contaba de su pasado amor con Nathan. Sophie soltaba las palabras de un modo encantadoramente abierto, con una voz descarada y cosquilleante comparable a la de un niño que acabara de descubrir un lenguaje hasta entonces desconocido.
—Decía que yo era una tía estupenda, sobre todo por mi culo —dijo nostálgicamente, y añadió enseguida—: Nos gustaba joder delante de algún espejo.
¡Dios mío, si Sophie hubiera sabido qué cachondas escenas bullían en mi cabeza cuando su boca dejaba escapar tan deliciosos conceptos!
De todos modos, su humor era casi siempre fúnebre cuando hablaba de Nathan, de unas reminiscencias expresadas con un persistente uso de los tiempos pretéritos; era como si hablara de alguien ya muerto y enterrado desde hacía tiempo. Y cuando me contó la historia de su «pacto de suicidio» en la helada campiña de Connecticut, me asombré y entristecí sobremanera. Pero mi asombro superó cualquier otro tipo de sorpresa cuando, tras relatarme la historia de su abortada cita con la muerte, me hizo otra revelación, seguramente la más funesta de todas.
—¿Sabes, Stingo? —me dijo, vacilante—. Nathan siempre tomó drogas. No sé si te habías dado cuenta. En cualquier caso, no he sido sincera contigo. Es que no me veía capaz de decírtelo.
«Drogas —pensé—. ¡Dios mío!» Casi no podía creerlo. El lector de esta narración no encontrará nada extraño el caso de Nathan, pero en aquel entonces para mí lo era, y mucho. En 1947, mi inocencia era tan grande en cuanto a las drogas como respecto a la sexualidad. (¡Ah, aquellos ingenuos años cuarenta y cincuenta!) Aquel año, la cultura narcótica de nuestra época no había visto siquiera las primeras luces de su amanecer, y mi noción de ese vicio (si llegué a pensar alguna vez en tal cosa) estaba estrechamente relacionada con la idea de los «toxicómanos»: locos de ojos desorbitados con su camisa de fuerza recluidos en manicomios, babosos pervertidores de menores, zombies al acecho en las callejuelas de los barrios bajos de Chicago, comatosos chinos en los humeantes fumaderos de opio, y así por el estilo. Para mí, las drogas pertenecían sólo al mundo de los irremediablemente depravados, a un mundo casi tan vil como el de ciertas imágenes que creaba mi imaginación: actos sucios y brutales infligidos secretamente a rubias artificiales por rudos ex convictos borrachos, sin afeitar y con las botas puestas. Al menos, así vi las cosas hasta mis trece años; y tendrían que pasar varios más antes de que supiera algo de las drogas, de sus diferentes tipos y sus sutiles gradaciones. Aparte del opio, no creo que pudiese mencionar ningún otro estupefaciente; por eso lo que Sophie me confesó sobre Nathan me produjo el mismo efecto que si escuchara algo criminal. Le dije que no lo creía, pero ella me aseguró que era verdad, y cuando poco después mi pasmo fue vencido por la curiosidad y le pregunté qué droga usaba, oí por primera vez la palabra «anfetamina».
—Tomaba algo llamado Benzedrine —dijo Sophie—, y también cocaína. En grandes dosis. A veces en cantidades suficientes como para enloquecer. Le era muy fácil hacerse con ellas en Pfizer, el laboratorio donde trabajaba. Claro que todo eso era ilegal.
«Así que era eso —pensé, maravillado—; eso era lo que había detrás de aquellos ataques de ira, de aquella desbocada violencia, de aquella paranoia. ¡Qué ciego había sido!»
Pero ella sabía, me dijo, que la mayor parte del tiempo lograba mantener su hábito bajo control. Nathan siempre había sido de carácter animado, vivaz, hablador, agitado. Durante los primeros cinco meses que permanecieron juntos (y lo estuvieron constantemente), fueron muy pocas las veces que Sophie lo sorprendió «tomando», por lo que tardó mucho en relacionar las drogas y lo que ella consideraba simplemente una conducta algo frenética, pero normal. Y añadió que, durante aquellos meses del año anterior, su comportamiento —influido o no por las drogas—, su presencia en la vida de ella, la totalidad de su ser, le proporcionaron los días más felices de su existencia. Sophie siempre recordaría lo sola y desorientada que estaba cuando llegó a Nueva York y se instaló en la casa de Yetta; intentó sobreponerse, liberarse de los malos recuerdos de su pasado, y creyó que había recuperado el dominio de sí misma (¿no le dijo el doctor Blackstock que era la secretaria-recepcionista más eficiente que había conocido?), pero en realidad seguía siendo emocionalmente frágil, no más capaz de controlar su destino que un perrillo arrastrado por un río turbulento.
—Fuese quien fuese el tipo que aquel día en el metro me metió el dedo, manoseándome, hizo que me diese cuenta de ello.
Aun cuando se recuperó momentáneamente de aquel trauma, sabía que estaba resbalando pendiente abajo, que se hundía por momentos, y por ello no podía imaginarse lo que le habría sucedido si Nathan (errante por la biblioteca como ella aquel día trascendental, buscando un ejemplar de un libro de cuentos de Ambrose Bierce; ¡bendito Bierce!, ¡alabado sea Bierce!) no se hubiera presentado como un caballero redentor recién salido de la nada y le hubiese devuelto la vida.
Vida. Fue eso. Le dio realmente vida. La ayudó (con el apoyo de su hermano Larry) a recuperar la salud, consiguiendo que su anemia devoradora fuese diagnosticada en el hospital presbiteriano de Columbia donde el experto doctor Hatfield le descubrió algunas otras carencias nutritivas que debían compensarse. En primer lugar, aquel providencial médico diagnosticó los efectos residuales del escorbuto incluso después de varios meses de haberlo padecido, y le prescribió lo que Sophie llamaba «grandes pastillas». Pronto desaparecieron las pequeñas hemorragias cutáneas que afeaban la piel de casi todo su cuerpo, pero aún fue más notable el cambio que se produjo en su pelo. Su dorada cabellera había sido siempre para ella motivo de orgullo y de confianza en su aspecto físico, pero después de haber pasado por el infierno, al igual que el resto clé su cuerpo, empezó a crecerle mate y como sin vida. También esto fue mejorado por el doctor Hatfield, hasta el punto de que al cabo de seis semanas de tratamiento Nathan no paraba de insistir en que se ofreciera como modelo para anuncios de champú.
En efecto, supervisada por Nathan, la espléndida maquinaria de la medicina norteamericana puso a Sophie en tales condiciones físicas y le dio un aspecto tan espléndido que nadie hubiera creído que había pasado por tan duras pruebas. Naturalmente, esa restauración incluía su maravillosa dentadura postiza. Su «trituradora», como la llamaba Nathan, reemplazó los dientes que le habían puesto los odontólogos de la Cruz Roja en Suecia, y era obra de otro amigo y colega de Larry, uno de los mejores especialistas neoyorquinos en prótesis dentales. Eran unos dientes impresionantes. Una obra digna de Benvenuto Cellini, con un maravilloso brillo de madreperla. Cada vez que abría su amplia boca, creía tener ante mí a la mismísima Jean Harlow a punto de dar uno de sus sonoros besos en primer plano, y recuerdo que cierto día soleado, cuando Sophie se echó a reír, sus dientes iluminaron toda la habitación como una bombilla relámpago de las usadas en fotografía.
No era pues de extrañar que, una vez de regreso al mundo de los vivos, sólo pudiera guardar el recuerdo de las maravillosas horas pasadas con Nathan durante aquel verano y principio de otoño. Su generosidad era inagotable y, aunque Sophie no era amante del lujo, le gustaba la buena vida y aceptaba su liberalidad con alegría (una alegría causada tanto por el placer de dar que observaba en él como por las cosas que le regalaba). Él la obsequiaba con cuanto ella pudiera desear: álbumes de discos de buena música, entradas para conciertos, libros polacos, franceses y norteamericanos, deliciosas comidas en restaurantes de todas las nacionalidades a lo largo y ancho de Brooklyn y Manhattan. A un excelente olfato para el vino, Nathan unía un paladar de gastrónomo (lógica reacción, solía decir, a los guisotes judíos que le habían hecho comer durante su niñez), y era evidente la satisfacción con que ejercía sus dotes de perfecto conocedor de la buena y variada cocina de Nueva York.
El dinero no suponía para él ningún problema; su trabajo en Pfizer estaba bien pagado. Compraba a Sophie hermosos vestidos (incluidos los graciosos y extravagantes «disfraces» que usaron la primera vez que salí con ellos), anillos, pendientes, brazaletes, ajorcas, etc. Luego estaba el cine. Durante la guerra ella lo había echado de menos casi con la misma ansia con que encontró a faltar la música. En Cracovia, antes de la guerra, hubo un período en que se atiborró de películas norteamericanas: almibaradas historias de amor de los años treinta, con estrellas como Errol Flynn, Merle Oberon, Clark Gable y Carol Lombard. También adoraba a Disney, especialmente a su ratón Mickey y Blancanieves. Y, ah…, ¡cómo le gustaron Fred Astaire y Ginger Rogers en Sombrero de copal Así pues, en el paraíso neoyorquino del celuloide, ella y Nathan se entregaban a verdaderas orgías cinematográficas en no pocos fines de semana, fija la mirada en la pantalla, increíblemente enrojecidos los ojos, durante seis o siete películas vistas entre el viernes por la noche y la última proyección del domingo. Casi todo lo que poseía Sophie procedía de la generosidad de Nathan, incluyendo —decía él ahogando una risotada— su «diafragma». La colocación de un diafragma en el útero de Sophie por uno de los colegas de Larry fue el último y quizá simbólico toque del programa de medicina regenerativa proyectado por Nathan; ella no había usado jamás tal adminículo, aunque lo aceptó en un arranque de liberadora satisfacción al pensar que suponía la señal definitiva de su separación de la iglesia. Pero aquello la liberó de varias maneras. «Stingo —decía—, jamás creí que dos personas pudieran joder tanto. O que dos seres fueran capaces de amarse con tal intensidad.»
La última espina en aquella enramada de rosas, me dijo Sophie, era el empleo de ella. Es decir, el hecho de que siguiera trabajando en el consultorio del doctor Hyman Blackstock, un simple quiropráctico. Para Nathan, hermano de un médico de primera categoría, y, él mismo, un joven científico completamente entregado a su labor (y para quien los cánones de la ética médica eran tan sagrados como si también él hubiese hecho el juramento hipocrático), la sola idea de que ella trabajara para un charlatán como Blackstock era casi intolerable. Un día le dijo sin rodeos que, a su modo de ver, aquel empleo era algo así como ejercer la prostitución, y le rogó que lo dejara. Para confirmarlo, durante largo tiempo hizo de él una larga bufonada compuesta de chistes e historietas sobre los quiroprácticos y su falso arte curativo que la hacían reír a pesar suyo; el tono humorístico que solía dar a su actitud hizo pensar a Sophie que no debía tomarse demaiado en serio sus objeciones. Aun así, cuando las quejas de él se hicieron más apremiantes, y más serias e hirientes sus muestras de animadversión, ella se negó decididamente a abandonar su ocupación por más que su postura resultase desagradable para Nathan. Sophie estaba convencida de que aquél era uno de los pocos puntos de sus relaciones en que no podía mostrarse sumisa. Y se mantuvo firme en su propósito. Al fin y al cabo no estaba casada con Nathan, y por tanto tenía derecho a cierta independencia. En unos días en que era difícil encontrar trabajo, especialmente para una mujer joven sin coocimientos o aptitudes especiales, necesitaba conservar su empleo (cosa que indicó a Nathan más de una vez). Además, se sentía muy segura en aquel puesto porque podía hablar en su lengua nativa con Blackstock y porque además le había cobrado verdadero afecto. Era para ella como un padrino o un tío bondadoso, y no se andaba con rodeos al admitirlo. Hasta que advirtió que aquel aprecio totalmente inofensivo, desprovisto del menor romanticismo, había sido mal interpretado por Nathan y sólo había servido para espolear su animosidad. La situación quizás habría tenido su lado cómico si sus injustificados celos no hubieran contenido la semilla de la violencia, y de cosas peores…
Antes de todo eso, ocurrió una grotesca tragedia que afectó indirectamente a Sophie y que debe ser contada aquí aunque sólo sea para facilitar la comprensión de este punto de nuestra historia. Tuvo que ver con Sylvia, la mujer de Blackstock, y con el hecho de que su afición a la bebida fuese un verdadero problema; el horrible acontecimiento ocurrió cuatro meses después de que Sophie y Nathan comenzaran a vivir juntos, al principio del otoño…
—Sabía muy bien que era una alcohólica —dijo Blackstock más tarde a Sophie en un momento de desespero—, pero no tenía idea de hasta qué punto.
Atormentado por un profundo sentimiento de culpabilidad, el doctor le confesó su voluntaria ceguera al respecto: al llegar a Saint Albans, noche tras noche, después de terminar su jornada en el consultorio, intentaba ignorar la voz farfullante de su esposa después del simple cóctel —generalmente un Manhattan— que él preparaba para ambos, y atribuía la torpeza de su habla y su paso vacilante a una mera intolerancia del alcohol. Sin embargo, tuvo la certeza de que había estado engañándose a sí mismo en un desesperado intento, dictado por su amor, de no querer ver la realidad cuando, algunos días después de la muerte de Sylvia, pudo reconstruir gráficamente en su imaginación todo lo sucedido. Amontonadas en un armario del gabinete de su esposa —lugar sagrado donde él nunca entraba— había más de setenta botellas vacías de Southern Comfort que la desgraciada mujer probablemente no se atrevió a guardar o tirar en otro sitio por temor a que se descubriera que había consumido tal cantidad del fuerte licor. Blackstock se dio cuenta —o se permitió darse cuenta—, cuando ya era demasiado tarde, de que aquello duraba desde hacía meses o tal vez años.
—Si no hubiera sido tan condescendiente con ella… —se lamentó a Sophie—. Si me hubiese enfrentado con el hecho de que era una —dudó antes de pronunciar la palabra— borracha… Habría podido ponerla en tratamiento, la terapia psicoanalítica, por ejemplo, y seguramente se habría curado. —Resultaba terrible oír las recriminaciones que se hacía—. ¡Es culpa mía, sólo mía! —decía llorando.
Y su principal remordimiento era éste: que teniendo conciencia del estado en que ella se encontraba, seguía permitiéndole que condujera su coche.
Sylvia era su preciosa niña mimada, y así era como la llamaba: «mi niña mimada». Por no tener a nadie más con quien malgastar su dinero, en vez de quejarse de los derroches de su mujer y de echárselo en cara como cualquier marido corriente, en realidad fomentaba sus despilfarradoras correrías por Manhattan. Allí, con alguna amiga suya —gordinflona y coloradota como ella—, entraba a saco en Altam, Bergdorf y Bonwit y en otra media docena de tiendas y boutiques elegantes, y regresaba a Queens con el asiento trasero del coche repleto de cajas de artículos y ropas femeninas, la mayoría de los cuales languidecían, tal como los había comprado, en los cajones de su cómoda y su tocador o eran olvidados en el fondo de sus armarios, donde Blackstock encontraría más tarde montones de vestidos enmohecidos y sin usar. Lo que Blackstock no supo hasta el día de aquel triste suceso fue que, después de su orgía de compras, Sylvia solía emborracharse con su compañera de turno; solía hacerlo en el salón del hotel Westbury, en la avenida Madison, donde el encargado del bar era benévolo, indulgente y discreto. Pero su capacidad de soportar los efectos del Southern Comfort —que incluso en el hotel Westbury fue siempre su bebida alcohólica preferida— acabó por flaquear, y el desastre se presentó de forma repentina, terrorífica y, me atrevería a decir, indecentemente grotesca.
Una tarde, de regreso a St Albans y cuando cruzaba el puente Triborough, perdió el control del Chrysler que conducía a una velocidad vertiginosa (la policía dijo que el velocímetro se había quedado parado a ciento cuarenta kilómetros por hora), chocando con la parte trasera de un camion y saliendo disparado contra el pretil del puente, donde se convirtió instantáneamente en un deforme amasijo de acero y plástico. La amiga que acompañaba a Sylvia, una tal señora Braunstein, murió tres horas después en un hospital. La propia Sylvia resultó decapitada, lo que en sí ya fue bastante espantoso, pero cuando Blackstock recibió la noticia de que la cabeza de su mujer había desaparecido al ser catapultada en el East River por el tremendo impacto, creyó no poder soportar el nuevo dolor que vino a añadirse a su loca desesperación. (Hay, en la vida de todos nosotros, extraños momentos en que uno cruza el camino de alguien cuya suerte había considerado antes simplemente un acontecimiento público y abstracto; aquella primavera tuve un pequeño estremecimiento al leer en el Daily Mirror el titular: «Continúa la búsqueda de la cabeza de la mujer en el río» sin pensar que pronto estaría relacionado, si bien lejanamente, con el esposo de la víctima.)
Blackstock quedó virtualmente anonadado. Su dolor fue comparable a una inundación amazónica. Suspendió su trabajo indefinidamente dejando a sus pacientes en manos de su ayudante, Seymour Katz, y anunció piadosamente que quizá no volvería a ejercer jamás y que se retiraría a Miami Beach. El doctor no tenía familia, y mientras duró su aflicción —tan profunda y lacerante que Sophie no pudo por menos de sentirse trastornada por ella—, la secretaria-recepcionista fue para él una especie de pariente adoptivo, una hermana joven o una hija. Durante los varios días que tardó en aparecer la cabeza de Sylvia, Sophie permanecía casi constantemente a su lado en la casa de St Albans procurando que no le faltaran sedantes, haciéndole té y escuchando con paciencia sus fúnebres lamentos. La gente entraba y salía de la casa a docenas, pero fue ella quien más horas pasó junto al desesperado viudo. La cuestión del entierro estaba en suspenso: él no quería que se realizara el sepelio de su esposa sin la cabeza. Sophie tuvo que reducir al máximo su sensibilidad para poder absorber la gran cantidad de horribles consideraciones teóricas que escuchó respecto a tal problema. (¿Qué sucedería si no encontraban nada?) Pero por suerte la cabeza fue hallada: había ido a parar a la playa de Riker’s Island. Fue Sophie quien atendió a la llamada telefónica del depósito de cadáveres de la ciudad y también la que, a instancias del médico forense, convenció a Blackstock, no sin grandes dificultades, de que fuera a identificar aquellos restos. Completado por fin el cuerpo de Sylvia, podría descansar eternamente en el cementerio hebreo de Long Island. Sophie quedó sorprendida ante el gran número de amigos y pacientes del doctor que asistieron al fúnebre acto. Entre los que presidían el duelo, había un representante del alcalde de Nueva York, un inspector de policía de alta graduación y Eddie Cantor, el famoso actor cómico de la radio y el cine cuya columna vertebral Blackstock había tratado con éxito.
De regreso del entierro en la limusina fúnebre, Blackstock se desplomó contra Sophie y lloró desconsoladamente, diciéndole una vez más en polaco lo que ella significaba para él, como si fuera la hija que el matrimonio jamás tuvo. No hubo ninguna ceremonia que se pareciese a un velatorio judío. Blackstock prefirió la soledad. Sophie fue con él a la casa de St Albans y lo ayudó a poner en orden algunas cosas. A última hora de la tarde —haciendo caso omiso de las protestas de Sophie, que quería tomar el metro para evitarle molestias—, la llevó a Brooklyn en su lujoso Fleetwood y la dejó a la puerta del Palacio Rosado en el momento en que la vespertina y brumosa oscuridad otoñal caía sobre Prospect Park. El hombre parecía haberse serenado bastante; incluso se había permitido alguna ligera broma. También se había tomado un par de whiskis dobles, aunque no tenía nada de bebedor. Pero al salir del coche para despedirse de ella, se desmoronó de nuevo y la abrazó convulsivamente en la penumbra del anochecer murmurando lamentos en yiddish y dejando escapar los más desconsolados sollozos que ella hubiera escuchado jamás. Fue tan fuerte y envolvente el abrazo, tan total, que Sophie se preguntó si no utilizaba aquella desolación como pretexto para obtener algo más que consuelo y afecto filial; sintió una presión y un ímpetu que casi eran sexuales. Pero apartó la idea de su mente. Era un hombre tan puritano… Y si no se había propasado nunca con ella durante el largo tiempo que habían trabajado juntos, era inconcebible que lo hiciese ahora, sumido en tan profundo dolor. Más tarde tendría ocasión de comprobar que su suposición había sido correcta, que no había nada censurable en aquella expansión, aunque tuvo razones para lamentar aquel largo, húmedo y más bien incómodo achuchón. Porque quiso la casualidad que Nathan los viera sin ser observado.
Estaba cansada de tanto hacer de sirvienta y de paño de lágrimas del doctor Blackstock, por lo que ansiaba irse a la cama lo antes posible. Otra razón de sus ganas de acostarse temprano, pensó con creciente entusiasmo, era que a primera hora del día siguiente, sábado, ella y Nathan debían hacer una salida a Connecticut según tenían proyectado. Hacía días que Sophie esperaba aquella excursión con placer anticipado. De niña, en Polonia, había leído algo sobre la flameante maravilla del follaje de Nueva Inglaterra en octubre, pero Nathan aún había aumentado su interés describiéndole de manera deliciosa y extravagante el paisaje que iba a contemplar, uno de los más sorprendentes y bellos de la naturaleza. Nathan había conseguido de nuevo que Larry le prestara su coche para aquel fin de semana, reservando una habitación en una renombrada hostería campestre. Todo eso habría bastado para estimular la ilusión de Sophie por aquella aventura, pero además se daba la circunstancia de que excepto el día del entierro y una tarde que, en verano, pasó en Montauk con Nathan, nunca había salido de los confines de la ciudad de Nueva York. Y así fue como la perspectiva de esta experiencia norteamericana le hizo sentir, con sus sugerencias de nuevas y bucólicas seducciones, una impaciencia más aguda e inquietantemente agradable que la que sentía en los veranos de su niñez cuando salía de la estación de Cracovia el tren que la llevaría, acompañada de sus padres, a Viena, al Alto Adigio y a las remolinantes neblinas de los Dolomitas.
Mientras subía a su habitación de la casa de Yetta, comenzó a preguntarse qué se pondría; el tiempo era ya algo fresco, y pensó en cuál de sus vestidos sería más apropiado para aquella región boscosa en octubre. Entonces recordó de pronto un traje de cheviot más bien ligero que Nathan le había comprado en Abraham & Straus sólo tres semanas antes. Al llegar a su rellano oyó la Rapsodia para contralto de Brahms por María Anderson, procedente de la radiogramola. Quizás era su cansancio o los efectos del entierro, pero lo cierto fue que la música le produjo una dulce sensación de ahogo en la garganta al tiempo que las lágrimas nublaban sus ojos. Aligeró el paso con el corazón agitado, porque sabía que la música significaba que Nathan estaba allí. Pero cuando abrió la puerta —«¡Ya estoy en casa, querido!», gritó—, quedó sorprendida al no ver a nadie en la habitación. Esperaba encontrarlo allí. Él había dicho que se hallaría en el cuarto a partir de las seis, pero al parecer se había vuelto a marchar.
Se echó en la cama con la intención de descansar un poco, pero a causa de su agotamiento durmió largamente, aunque inquieta. Despertó en la oscuridad, y al ver que las luminosas manecillas del despertador marcaban más de las diez se sobresaltó. ¡Nathan! Tratándose de él, era increíble que no estuviera allí a la hora acordada o que al menos no le hubiese dejado una nota. Se sentía angustiosamente abandonada. Saltó de la cama, encendió la luz y se puso a andar por la habitación sin propósito definido. Su único pensamiento era que Nathan había vuelto del trabajo a la hora prevista, que luego había salido de la habitación por algún motivo y había sufrido un terrible accidente en la calle. Asociaba el sonido de las sirenas de la policía que había oído en algún momento de su sueño con una catástrofe segura. Se decía a sí misma que aquel pánico era una insensatez, pero no podía evitarlo. Su amor por Nathan suponía una entrega tan total y, al mismo tiempo, una dependencia tan infantil y polimorfa, que el terror que se apoderó de ella al advertir su inexplicable ausencia la dejó totalmente desmoralizada, como si volviera a experimentar el terrible miedo de ser abandonada por sus padres que tan a menudo había sentido de niña. Sabía que eso también era irracional, pero que tampoco tenía remedio. Encendió la radio y buscó en las noticias que daba un locutor una distracción imposible de hallar. Continuó paseándose desesperadamente por la estancia, imaginándose las más espantosas desgracias y, cuando estaba a punto de romper a llorar, Nathan irrumpió ruidosamente en la habitación. Aquel instante fue para ella una bendición, un rayo de luz en las tinieblas, la resurrección de la muerte. Se sorprendió pensando: «Mi amor es increíble».
La ahogó en sus brazos.
—Anda, jodamos —le susurró al oído. Pero luego dijo—: No, todavía no. Tengo una sorpresa para ti.
Sophie, envuelta por su irresistible abrazo de oso, débil y quebradiza como el tallo de una flor, dijo con un pequeño estremecimiento de alivio:
—¿Vamos a cenar a…? —comenzó animada.
—¿Quién habla de cenar? —dijo él con voz fuerte, soltándola—. Tenemos mejores cosas que hacer.
Mientras él se movía nerviosamente dichoso a su alrededor, Sophie se fijó en sus ojos; el destellante y excéntrico brillo que vio en ellos, junto con su voz demasiado alta y potente —casi frenética, como la de un maníaco—, le dijeron enseguida que estaba «ñipado». Por eso, aunque no lo había visto nunca tan extrañamente agitado, no se alarmó. Aquello la divirtió, la relajó de la tensión de las tétricas horas pasadas recientemente, pero no se preocupó. No era la primera vez que notaba en él los efectos de la droga.
—Iremos a una fiesta informal, con música improvisada, en casa de Morty Haber —anunció Nathan, frotándole la nariz por la mejilla como un ciervo en celo—. Vamos, ponte el abrigo. ¡Vamos a una fiesta informal y a celebrarlo!
—¿Celebrar qué, querido? —preguntó ella. Su amor por él y su contento por verse salvada después de la angustia que acababa de sufrir eran en aquel momento tan intensos que habría cruzado a nado el Atlántico si él se lo hubiese mandado. Aquella electrizante fiebre la dejaba perpleja, pero se le estaba contagiando (también a ella la aguijoneaba un fuerte deseo de actuar, de moverse, de comer…); en vano extendió las manos hacia él intentando calmarlo—. ¿Celebrar qué, querido? —volvió a preguntar Sophie.
No podía sustraerse al desbocado entusiasmo de Nathan. Le besó la nariz.
—¿Recuerdas el experimento de que te hablé? —dijo él—. ¿Aquel problema de clasificación sanguínea que nos desafió durante toda la semana pasada? ¿El contratiempo de que te hablé, relacionado con las enzimas serosas?
Sophie asintió con un movimiento de cabeza. Nunca había comprendido nada de lo que hacían en aquel laboratorio de investigación, pero había escuchado fielmente, como una atenta audiencia de una sola mujer, las complejas disquisiciones de Nathan sobre fisiología y sobre los enigmas químicos del cuerpo humano. Si hubiera sido poeta, le habría leído sus inspirados versos. Pero era biólogo, y la cautivaba con los macrocitos, la electroforesis de la hemoglobina y las resinas permutadoras de iones. Ella no entendía nada de todo eso, pero lo amaba porque amaba a Nathan. Y ahora, respondiendo a su retórica pregunta, dijo:
—Ya lo creo.
—Por fin, esta tarde —prosiguió él— hemos vencido todos los obstáculos. Puede decirse que el problema ya está resuelto. ¡Completamente resuelto, Sophie! Era la barrera más difícil en nuestro camino. Ahora sólo nos falta repetir el experimento en su totalidad para el Departamento de Serialización y Control (una formalidad, eso es todo) y habremos entrado en un terreno hasta ahora vedado a todo el mundo. ¡Quedará abierto el camino hacia el descubrimiento más sensacional de la historia!
—¡Estupendo! —gritó Sophie.
—Dame un beso. —Nathan frotó con sus labios los de ella, introdujo la lengua en su boca con movimientos titilantes y la hizo avanzar y retroceder varias veces con copulatoria suavidad. De pronto se apartó diciendo—: Bueno, lo celebraremos en casa de Morty. ¡Vamos!
—¡Tengo hambre! —exclamó ella.
No era una objeción muy firme, pero la inequívoca angustia de su estómago la obligó a expresar lo que sentía.
—Comeremos en casa de Morty —contestó con alegría—, no te preocupes. Allí habrá más manduca de la que puedas imaginarte. ¡Vamos!
«Boletín especial de noticias.» Ambos se detuvieron al oír la voz del locutor de radio. Sophie observó que el rostro de Nathan quedaba inmóvil durante unos segundos, como si se hubiese congelado, y ella misma se vio en el espejo con la mandíbula grotescamente ladeada en una rígida dislocación y con una dolorida mirada en sus ojos, como si hubiese recibido un golpe en los dientes. El locutor decía que el ex mariscal Hermann Góring había sido hallado muerto en su celda de la prisión de Nuremberg: un suicidio. Al parecer se había envenenado con cianuro, mediante la ingestión de una cápsula o pastilla escondida en algún lugar de su cuerpo. Despectivo hasta el final (dijo monótonamente la voz), el líder nazi condenado evitó así el castigo que merecía en manos de sus enemigos, como algunos de sus predecesores en la muerte: Joseph Goebbels, Heinrich Himmler y el planeador máximo, Adolf Hitler.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Sophie mientras el rostro de Nathan recuperaba su vivacidad al tiempo que decía:
—¡Vaya! Ha ganado por mano al verdugo. Al hombre que debía colgarlo. ¡Ese astuto y gordinflón hijo de puta!
Entonces Nathan brincó hacia la radío para sintonizarla mejor. Sophie iba de un lado a otro con los nervios de punta. Con metódica decisión, había intentado borrar de su memoria casi todo lo relacionado con la guerra, y por ello ignoró por completo los procesos de Nuremberg, que habían monopolizado los titulares de los periódicos durante todo el año. De hecho, su aversión a leer cualquier cosa relacionada con Nuremberg le impidió, a través del periodismo norteamericano, mejorar —o al menos ampliar— una importante parcela de su inglés. Se lo había quitado de la cabeza, junto con casi todo su pasado inmediato. En realidad, tan completo había sido durante las últimas semanas su desconocimiento de la escena final del Ocaso de los Dioses en el escenario de Nuremberg, que ignoraba totalmente que Goring hubiera sido sentenciado a la horca, y permaneció extrañamente impasible ante la noticia de que hubiese escapado al verdugo sólo unas horas antes de su ejecución.
Alguien llamado H. V. Kaltenborn estaba pronunciando una larga e increíble necrología; la voz mencionó, entre otras cosas, que Goring había sido un drogadicto. Sophie no pudo contener la risa cuando Nathan inició un cómico monólogo en contrapunto con la deprimente biografía.
—¿Dónde puñeta escondió la cápsula de cianuro? ¿En el agujero del culo? Es de suponer que no dejarían de registrarle bien el ano… ¡Al menos una docena de veces! Pero quizá se olvidaran de hacerlo en sus inmensas mejillas de manteca, ¿Dónde más pudo esconder el veneno? ¿En el ombligo? ¿Dentro de un diente? ¿Se olvidarían los imbéciles del ejército de explorarle el ombligo? Tal vez la cápsula se escondía debajo de su papada. ¡Debajo de la barbilla! Apostaría, gordinflón, que siempre la tuviste escondida en ese sitio. Incluso cuando sonreías a Shawcross y a Telford Taylor… Cuando te reías por dentro de la locura de aquel proceso, seguro que llevabas la cápsula, o la pastilla, metida entre la grasa de tu gorda barbilla…
Sonó la descarga de un parásito atmosférico. Luego Sophie oyó los comentarios del locutor: «Muchos observadores bien informados opinan que Goring, más que cualquier otro líder alemán, fue responsable de la creación de los campos de concentración. A pesar de su aspecto de alegre gordinflón, que recordaba a mucha gente a un bufón de ópera cómica, se cree que Goring, verdadero genio del mal, fue el indiscutible creador de lugares que, como Dachau, Buchenwald o Auschwitz, serán siempre recordados como una de las peores infamias contra la humanidad
Sophie desapareció de repente detrás del biombo chino para mostrarse muy ocupada ante el lavabo. Aquella reaparición de todo lo que más quería olvidar en este mundo la hicieron sentirse terriblemente incómoda, casi enferma. ¿Por qué no había dejado apagada aquella maldita radio? A través del biombo, escuchaba el soliloquio de Nathan. Ya no le parecía tan divertido, pues sabía lo herido que podía sentirse, lo trastornado y pendenciero que podía mostrarse cuando, en ciertos estados de humor, comenzaba a tomarse en serio algunos hechos recientes inexplicables para él. Su estado de ánimo podía derivar hacia aquella preocupante cólera que tanto la aterrorizaba, que con tanta rapidez transformaba su personalidad exuberante, alegre y juguetona en un alma desesperada y atormentada por la angustia.
—Nathan —le dijo ella—, Nathan, querido, apaga la radio y vámonos a casa de Morty. Si supieras lo hambrienta que estoy… ¡Por favor!
Pero no pareció que él la hubiese oído, o que le importaran sus palabras, por lo que Sophie se preguntó si —cosa muy posible— la obsesión de Nathan por el comportamiento de los nazis, la intolerable historia que ella deseaba eliminar de su mente con el mismo apasionamiento con que él parecía querer asimilarla, no se habría originado la tarde en que, hacía sólo unas semanas, ambos presenciaron cierto noticiario cinematográfico. Precisamente porque en la sala de la RKO de Albee, adonde habían ido a ver una película protagonizada por Danny Kaye (que seguía siendo el payaso favorito de ella), el ambiente de cómica astracanada creado por el famoso actor fue bruscamente roto por una breve secuencia de un noticiario que mostraba el gueto de Varsovia. Sophie lo reconoció enseguida. A pesar de su estado de destrucción, que le daba el aspecto de un volcán en erupción, recordó en el acto la configuración del gueto (había vivido en su perímetro), pero como hacía siempre con todas las escenas cinematográficas de la Europa devastada por la guerra, cerró los ojos hasta convertirlos en dos rendijas con el deseo de transformar aquellas imágenes en un borrón neutro. Aun así, fue consciente de cierta ceremonia religiosa en que un grupo de judíos descubrían un monumento conmemorativo de la matanza y el martirio de que habían sido objeto, mientras una voz de tenor gemía el réquiem judío sobre la desolada y gris escena como lo habría hecho un ángel con el corazón atravesado por una daga. En la oscuridad del cine, Sophie oyó murmurar a Nathan una palabra desconocida, Kaddish (plegaria de difuntos), y cuando salieron a la luz del sol observó que, trastornado, se pasaba los dedos por unos ojos llenos de lágrimas. Quedó sorprendida, pues era la primera vez que veía expresar a Nathan —su Danny Kaye particular, su adorable payaso— aquel tipo de emoción.
Salió de detrás del biombo chino.
—Vamos, querido —dijo con tono suplicante, pero vio que le sería difícil apartarlo de la radio. Oyó que decía con una risa sardónica
—¡Si serán imbéciles! ¡Han dejado escapar al gordinflón, como a todos los demás!
Mientras se pintaba los labios, Sophie reflexionaba, extrañada, sobre la manera tan poderosa en que Nuremberg y sus revelaciones se habían apoderado de la mente de Nathan durante los dos últimos meses. No había sido siempre de aquella manera; durante sus primeros días de vida en común, él apenas parecía tener conciencia de la dura realidad de la experiencia que ella había sufrido, aun cuando los efectos secundarios de todo lo que había pasado —su desnutrición, su anemia, el mal estado de sus dientes— fueron su constante preocupación. Ciertamente, no había ignorado por completo los campos de concentración; quizá, pensaba Sophie, la enormidad de la existencia de aquellos horribles lugares había sido para Nathan, como para tantos otros norteamericanos, parte de un drama demasiado lejano, demasiado abstracto, demasiado extranjero (y por lo tanto demasiado difícil de comprender) para que quedase registrado por completo en su mente. Pero luego, casi de la noche a la mañana, había observado en él aquel cambio, aquel rápido giro; en primer lugar, la escena de Varsovia de aquel noticiario cinematográfico le produjo un terrible impacto, y después, casi inmediatamente, una serie informativa del Herald Tribune atrajo increíblemente su atención: se trataba de un análisis «en profundidad» de uno de los más satánicos testimonios de la historia —obtenido, con no poco esfuerzo informativo, del tribunal de Nuremberg—, en el que se revelaba todo el alcance del exterminio de judíos en Treblinka, matanza cuyas proporciones se hacían casi inimaginables si sólo se tenían en cuenta sus datos estadísticos.
La revelación completa fue lenta, pero fidedigna. Las primeras noticias de las atrocidades de aquel campo se hicieron públicas, por supuesto, en la primavera de 1945, recién terminada la guerra en Europa; pero un año y medio después, el alud de pavorosos detalles, la aglomeración de horripilantes hechos que en Nuremberg y en otros procesos crearon montañas de nefando estiércol, comenzaban a decir más de lo que la conciencia de muchos podía soportar, incluso más de lo que sugirieron las primeras imágenes informativas con sus montones de cadáveres removidos por las máquinas excavadoras. Mientras miraba a Nathan, Sophie tuvo la sensación de que observaba a alguien que se estaba dando cuenta, con notable retraso, de algo muy importante. Hasta aquel momento, más o menos conscientemente, no había querido creerlo. Pero ahora lo había visto claro, y no podía estar más convencido de aquella horrible verdad. Había recuperado el tiempo perdido asimilando cuanto tenía a su alcance sobre los campos de concentración, la guerra, el antisemitismo y la matanza de judíos europeos (últimamente, muchas noches que habrían tenido que ser para Nathan y Sophie sesiones de cine o veladas musicales fueron sacrificadas a incansables búsquedas en la principal sucursal de Brooklyn de la Biblioteca Pública de Nueva York, en cuya hemeroteca tomaba innumerables notas sobre las revelaciones de Nuremberg que le habían pasado por alto y donde pedía prestados libros como Los judíos y el sacrificio humano, La nueva Polonia y los judíos, y La promesa que Hitler mantuvo) y, gracias a su portentosa retentiva, se convirtió en un experto en la epopeya judía frente a los nazis, como había hecho con muchas otras ramas del saber. ¿No era posible, preguntó a Sophie una vez hablando como un biólogo celular, que a nivel de conducta humana el fenómeno nazi fuera análogo a una enorme e importante colonia de células que se hubieran vuelto locas, creando en el cuerpo de la humanidad el mismo peligro que un tumor virulentamente maligno puede causar en el cuerpo de una simple persona? Le hizo preguntas de ese tipo en los momentos más impensados del verano y el otoño que acababan de transcurrir, comportándose como un ser completamente poseído y perturbado.
«Como muchos de sus compinches nazis, Hermann Goring dio la impresión de que sentía un gran amor por el arte —siguió diciendo H. V. Kaltenborn desde la radio con su cascada voz de viejo—, pero un amor que resultó ser sumamente brutal e interesado, es decir, típicamente nazi. Goring fue responsable, como ningún otro miembro del Alto Mando alemán, del saqueo de los museos y colecciones artísticas privadas en países como Holanda, Bélgica, Francia, Austria, Polonia…» Sophie sentía deseos de taparse los oídos. ¿No podían aquellos años, aquella guerra, confinarse en el último rincón de la mente para ser definitivamente olvidados? Insistiendo en su propósito de distraer la atención de Nathan de aquellas noticias, le gritó:
—¡Es estupendo eso que me has dicho de tu experimento, querido! ¿Qué…? ¿Cuándo empezamos a celebrarlo?
Ninguna respuesta. La cascada voz seguía soltando su seco y frío epitafio. «Bueno —acabó por pensar Sophie—, al fin y al cabo no debe preocuparme esa obsesión de Nathan.» Como con tantas otras cosas relacionadas con los sentimientos de ella, él había mostrado delicadeza y consideración en lo relativo a aquel tema. Había un punto sobre el que Sophie se había mantenido intransigente: le había hecho ver con claridad que no quería ni podía hablar de sus experiencias en el campo de concentración. Casi todo lo que le había contado al respecto se lo había dicho, con pocos detalles, aquella dulce y memorable noche, en aquella misma habitación, el día que se conocieron. El conocimiento que él tenía del problema se limitaba al contenido de aquellas palabras. A partir de entonces, jamás tuvo que recordarle que no deseaba hablar de aquella parte de su vida; él se había mostrado encantadoramente comprensivo, y ella estaba segura de que él acataba su decisión de no remover aquel desagradable pasado. Por lo tanto, excepto en los momentos que siguieron a su ingreso en el hospital de Columbia para someterse a las pruebas y análisis médicos que su estado requería, y en que fue necesario, por exigirlo la formulación del diagnóstico, ahondar en algunos detalles específicos de privación o de malos tratos, nunca hablaron de nada relacionado con Auschwitz. E incluso entonces Sophie se expresó en términos confusos, actitud que él aceptó con evidente comprensión. Comprensión que ella le agradeció siempre.
Oyó el chasquido de la radio al cerrarse, y al instante vio aparecer a Nathan en su lado del biombo. Sin más, la estrechó entre sus brazos. Estaba acostumbrada a aquellos asaltos de vaquero del Oeste. Los ojos de su apresador brillaban con fulgurantes destellos, y podía notar lo ñipado que estaba por las vibraciones que recorrían todo su cuerpo como emanadas de una misteriosa y nueva fuente de energía. La volvió a besar, y una vez más su lengua sondeó y exploró su boca. Siempre que se encontraba bajo los efectos de una de aquellas pastillas, se convertía en un toro desenfrenado, se mostraba tremendamente sexual y la trataba con una envolvente excitación epidérmica que solía caldear la sangre de Sophie y ponerla a punto de recibirlo. En aquel momento se sintió ceder. Nathan guió su mano hacia su verga; ella la acarició notándola tiesa, rígida y claramente orientada bajo la húmeda franela como si fuera el grueso extremo del palo de una escoba. Sintió que le flaqueaban las piernas, se oyó gemir a sí misma, y tiró de la cremallera del pantalón. En la reiteración de tales momentos, entre su animada mano y la receptiva verga se había creado una relación familiar y simbióticamente amorosa que resultaba exquisitamente natural; siempre que comenzaba a tantearlo de aquella manera, recordaba la mano de un bebé al alargarse para agarrar el dedo que se le mostraba.
Pero de pronto se separó de ella.
—Vamos —oyó que decía—, también allí nos divertiremos. ¡Verás qué fiesta!
Sophie comprendió por qué se expresaba de aquel modo. Hacer el amor con Nathan con el estímulo de las anfetaminas no equivalía simplemente a pasar un buen raro: era algo sin freno, oceánico, de otro mundo. Y no se acababa nunca…
—No creí que nada terrible fuera a suceder en aquella reunión hasta después de mucho tiempo de estar allí —me dijo Sophie—. Sí, en aquella fiesta informal en casa de Morty Haber, Nathan acabó por hacerme sentir un terror que nunca antes había experimentado. Morty Haber tenía un gran ático en un edificio situado no muy lejos del Brooklyn College, y allí fue donde se celebró la fiesta. Morty (lo conociste aquel día en la playa) era profesor de biología en aquel centro de enseñanza superior y uno de los mejores amigos de Nathan.
»Morty me caía bien, pero para ser sincera, Stingo, no me encontraba a gusto entre las amistades de Nathan, tanto masculinas como femeninas. Parte de lo que sucedió fue culpa mía, lo sé. Para empezar, me mostré muy tímida, tal como suele ocurrirme en estos casos, y además mi inglés era entonces mucho peor que ahora. Quiero decir que hablaba el inglés con más facilidad de lo que lo entendía, y por ello me sentía totalmente perdida cuando todos se ponían a hablar con aquella rapidez. Y siempre se referían a cosas que yo no comprendía o que no me interesaban: Freud y el psicoanálisis, la envidia del pene y cosas por el estilo, que quizá me habrían importado un poco más si ellos no las hubieran dicho con tanta seriedad y solemnidad. Sin embargo, me llevé muy bien con todos, no creas. Me bastaba con hacer ver que no oía y pensar en otras cosas tan pronto como empezaban a hablar de la teoría del orgasmo, y el orgón y cosas por el estilo. Quel ennui! Sí, ¡qué aburrimiento! Y no creo que les cayera antipática, no, aunque me miraban con un poco de desconfianza y bastante curiosidad porque no hablé en ningún momento de mi vida pasada y me mantuve un poco apartada de ellos. Además, era la única shiksa de la reunión, y no sólo la única chica polaca, sino también la única persona polaca. Creo que eso me hacía algo extraña y misteriosa.
»Además, llegamos tarde a la fiesta. Y, ¿sabes?, yo quise impedirle una cosa, pero no lo conseguí: antes de salir de la casa de Yetta, se tomó otra pastilla de Benzedrine (una Benny la llamaba él) y, claro, cuando subimos al coche de su hermano estaba ñipado, increíblemente ñipado. En la radio del coche sonó Don Giovanni (Nathan se sabía el libreto de memoria; cantaba muy bien la ópera italiana) y se unió al tenor con todas sus fuerzas, enfrascándose de tal modo en la ópera que se pasó el desvío hacia el Brooklyn College y tuvo que seguir adelante a lo largo de toda la avenida Flatbush, prácticamente hasta el mar. También conducía a gran velocidad, cosa que empezaba a preocuparme. Sus cantos y sus errores de conducción nos hicieron llegar tarde a casa de Morty; debían de ser más de las once. Era una fiesta grandiosa, había por lo menos cien personas. Y un famoso conjunto de jazz (el que tocaba el clarinete lo hacía muy bien, pero no recuerdo su nombre). La música lo llenaba todo. «Terriblemente fuerte», pensé. En realidad, no tengo mucha afición al jazz, pero había empezado a gustarme algún tiempo antes… antes de que Nathan me dejara.
»La mayoría de la gente era del Brooklyn College, estudiantes graduados, profesores, etcétera, pero también había personas de otro estilo, un grupo bastante heterogéneo: algunas chicas de Manhattan realmente hermosas que eran modelos, muchos músicos y algunos negros. Nunca había visto tantos negros de cerca; me parecieron más exóticos y me gustó su forma de reír. Todos bebían y lo pasaban bien.
Y noté, también, un extraño olor; era del humo de los cigarrillos que muchos fumaban. Era un olor desconocido para mí; Nathan me dijo que era marihuana, pero que la llamaban «té». La mayoría de la gente parecía feliz, se estaba bien allí, y de momento no podía predecir la terrible escena que me esperaba. El primero que vimos al entrar fue Morty. Nathan le contó enseguida lo del experimento; prácticamente le dio la noticia a gritos. Oí que decía: «¡Morty, Morty, ya hemos roto la barrera! ¡Ya hemos resuelto el problema de las enzimas serosas!». Morty estaba al corriente del trabajo de Nathan (como creo haber dicho, enseñaba biología) y le dio unas palmadas en la espalda; luego brindaron con cerveza y muchos le felicitaron. Recuerdo lo dichosa que me sentía en aquel momento, sabiéndome amada por aquel maravilloso hombre, un gran científico que figuraría para siempre en la historia de la investigación médica. Y entonces, Stingo, por poco caigo desmayada allí mismo. Porque de pronto Nathan me rodeó con el brazo y me apretó contra él mientras les decía a todos: «¡Todo lo debo a la devoción y al compañerismo de esta hermosa dama, la mujer más estupenda que haya producido Polonia desde el nacimiento de Marie Sklodowska Curie, la mujer que va a honrarme siendo mi esposa!».
«Stingo, quisiera poder describirte cómo me sentía. ¡Imagínate! ¡Casarme con Nathan! Estaba aturdida. Parecía increíble, pero era cierto. Nathan me besó, y todos, sonrientes, se acercaron a nosotros para felicitarnos. Creía que estaba soñando. Porque, ¿sabes?, todo fue tan repentino… Nathan me había hablado alguna vez de casarnos, pero lo hizo de pasada, como bromeando, y aunque la idea me entusiasmaba jamás tomé sus palabras en serio. Pero por lo visto mi sueño se había convertido en realidad. No podía creerlo. No salía de mi aturdimiento.
Sophie hizo una pausa. Siempre que me describía sus pasadas relaciones con Nathan o analizaba el misterio que había en él, solía ocultarse el rostro con las manos, como si buscara una respuesta o una pista en la oscuridad de sus ahuecadas palmas. Ahora también lo hizo, y al cabo de unos segundos levantó la cabeza y prosiguió:
—Ahora es fácil darse cuenta de que aquel… aquel anuncio de boda formaba parte de los desvarios producidos por las pastillas que había tomado, de la euforia causada por la droga. Pero en aquel momento no acerté a establecer tal relación. Creí que aquello, el llegar a casarnos, iba de veras, y no recordaba haber sido nunca tan feliz. Para empezar, bebí un poco de vino. La fiesta estaba maravillosamente animada. Entonces Nathan se separó de mí para ir a hablar con algunos amigos suyos. La gente aún seguía felicitándome. Había un negro, amigo de Nathan, que me resultó simpático; se llamaba Ronnie y no recuerdo qué más. Salí a la terraza con él y una muchacha muy sexy de aspecto oriental (he olvidado su nombre), y entonces Ronnie me preguntó si quería té. Aun cuando Nathan me lo había explicado, de momento no comprendí exactamente lo que me ofrecía. Creí que me invitaba a la bebida que se toma con azúcar y limón, ¿sabes?, pero cuando vi su amplía sonrisa comprendí que se trataba de marihuana. Me asustaba un poco fumarla (siempre me ha dado miedo perder el control de mí misma), pero estaba tan optimista, me sentía tan feliz, que me creía capaz de tomar o fumar cualquier cosa. Así que Ronnie me dio un pequeño cigarrillo y yo lo fumé aspirando fuertemente el humo, y pronto comprendí por qué aquello gustaba tanto a la gente. ¡Era maravilloso!
»La marihuana me llenó de un dulce bienestar. Hasta aquel momento más bien me había molestado el fresco de la terraza, pero enseguida me sentí la mar de calentita, y la noche, el futuro y toda la tierra me parecieron mucho más hermosos que antes, suponiendo que eso fuera posible, dada la felicidad que me inundaba desde que Nathan había anunciado nuestra boda. Une merveille, la nuit! Sí, la noche me parecía maravillosa, con Brooklyn allá abajo, salpicado de un millón de luces. Permanecí largo rato en la terraza con Ronnie y la muchacha china escuchando la música de jazz, mirando las estrellas y sintiendo una dicha que jamás había experimentado. No me di cuenta de cómo pasaba el tiempo, pues cuando volví al interior vi que era muy tarde: casi las cuatro de la madrugada. La fiesta estaba muy animada, ¿sabes?, mucha música y mucho bullicio, aunque parte de los asistentes ya se habían marchado. Busqué a Nathan, pero de momento no lo encontré. Pregunté a varios invitados y me señalaron una habitación situada en la parte trasera del piso. Allí me dirigí y vi a Nathan con seis o siete personas más, En aquel lugar había desaparecido la alegría. No había bullicio. Era como si alguien hubiera sufrido un terrible accidente y se estuviera hablando de lo que debía hacerse. El ambiente era sombrío dentro de aquella estancia, y creo que fue al entrar en ella cuando comencé a preocuparme un poco, a sentirme inquieta. Comencé a presentir que algo muy serio, algo muy malo iba a suceder por culpa de Nathan. Era una sensación sobrecogedora, como sí me hubiese alcanzado una helada ola del mar.
»Todos estaban escuchando la radio, que hablaba de los ahorcamientos de Nuremberg, ¿sabes? Era una emisora especial de onda corta, en conexión directa, ¿sabes?, y se oía a un reportero de la CBS que, en medio de los parásitos atmosféricos y con una voz que parecía muy lejana, describía todo lo que pasaba en Nuremberg mientras tenían lugar las ejecuciones. Comentó que Von Ribbentrop ya había muerto y también Jodl, y creo que dijo que el próximo sería Julius Streicher. ¡Streicher! ¡No pude soportarlo! De pronto sentí una especie de viscosidad en todo el cuerpo, acompañada de náuseas, una sensación terrible, algo difícil de describir, porque aun cuando era natural que todo el mundo se alegrara de que aquellos hombres fuesen ejecutados, yo no sentía alegría, porque todo aquello me recordaba de nuevo muchas cosas que quería olvidar. Había experimentado lo mismo la primavera anterior, cuando vi en una revista, como te conté, aquella fotografía de Rudolf Höss con una soga alrededor del cuello. Por eso habría querido escapar de aquella habitación, donde todos estaban escuchando la crónica de los ahorcamientos de Nuremberg, y no paraba de decirme a mí misma: «¿Acaso nunca quedaré libre del pasado?». Dirigí la mirada hacia Nathan, que aún se encontraba, y mucho, bajo los efectos de la droga (podía verlo en sus ojos), pero escuchaba como los demás lo que estaba sucediendo en Nuremberg con rostro sombrío. Había algo aterrador en él. Y también en los demás. La alegría y el optimismo de la reunión habían desaparecido, al menos en aquella estancia. Parecía una misa de difuntos. Por fin terminó la crónica o quizás apagaron la radio, momento en que los presentes comenzaron a hablar de repente con mucha seriedad y apasionamiento.
»Conocía un poco a cuantos estaban allí por ser amigos de Nathan. Recuerdo a uno de ellos en especial. Ya he hablado antes de él. Se llamaba Harold Schoenthal; creo que tenía la misma edad que Nathan y era profesor de filosofía en el Brooklyn College. Era muy serio y más bien retraído, pero era uno de los pocos que me gustaban más que los otros. Con todo, me parecía una persona muy sensible. Siempre tuve la impresión de que era un ser torturado e infeliz, muy consciente de ser judío, si bien recuerdo que aquella noche estaba más eufórico que de costumbre, pero no como Nathan, sino a causa del vino o la cerveza que había bebido. Su aspecto era… impresionante, con su calva y su bigote caído como el de una morsa. Andaba de un lado al otro de la estancia con su pipa (siempre lo escuchaba todo el mundo cuando hablaba), y comenzó a decir cosas como: «Nuremberg es una farsa, esos ahorcamientos no son otra cosa que una farsa. ¡Eso no es nada más que una exhibición de venganza!». Y luego completó así su punto de vista: «Nuremberg es un espectáculo inmoral sólo destinado a dar la impresión de que se ha hecho justicia mientras un odio asesino contra los judíos envenena todavía al pueblo alemán. Es el pueblo alemán el que debiera ser exterminado (el pueblo que permitió que esos hombres gobernaran y se dedicasen a matar judíos). No sólo esos, ese grupito de viles bufones». «¿Y la Alemania del futuro?», preguntó después. «¿Vamos a permitir que esa gente vuelva a ser rica y poderosa y mate judíos de nuevo?» Aquel hombre daba la impresión de ser un gran orador. Había oído decir que sus alumnos solían escucharlo como hipnotizados, y recuerdo que yo misma quedé fascinada ante sus palabras. Se le notaba en la voz una terrible angoisse…, una increíble angustia cuando hablaba de los judíos. Preguntó: «¿Dónde demonios están seguros hoy los judíos?». Y se contestó a sí mismo: «En ninguna parte». A continuación preguntó dónde diantre habían estado seguros alguna vez los judíos. Y también a eso contestó que en ninguna parte.
»Entonces, de súbito, me di cuenta de que hablaba de Polonia. Decía que en uno de aquellos procesos, el de Nuremberg o algún otro, se había testimoniado que, durante la guerra, algunos judíos lograron fugarse de uno de los campos de concentración de Polonia y buscaron refugio y protección entre la gente del país, pero que los polacos se volvieron contra los judíos en vez de ayudarlos. Y eso no fue todo. En realidad, los mataron a todos. El pueblo polaco asesinó a todos aquellos judíos. «Fue un hecho terrible», dijo Schoenthal, «un hecho que prueba que los judíos nunca pueden estar seguros en ninguna parte.» En sus labios, las palabras «en ninguna parte» fueron casi un grito. «¡Ni en Norteamérica!», añadió. Mon dieu, recuerdo su cólera. Cuando mencionó Polonia, me sentí peor de lo que ya estaba y mí corazón latió con violencia, aunque no creo que pensara especialmente en mí. Luego dijo que Polonia podía ser el peor ejemplo, tal vez como el de la propia Alemania o peor aún que el de ella, porque ¿no era en Polonia donde después de la muerte de Pilsudski, que protegía a los judíos, el pueblo se puso a perseguirlos a la primera oportunidad que se le presentó? Y aún preguntó: «¿No era en Polonia donde los jóvenes e inofensivos estudiantes judíos eran segregados, obligados a sentarse en la escuela en lugares separados, y tratados peor que los negros en Misisipi? ¿Por qué razón no puede pensarse que cosas como los “bancos gueto” para los estudiantes sucedan también en Norteamérica?». Y mientras Schoenthal hablaba de este modo, yo no podía por menos de pensar en mi padre. Mi padre, que ayudó a crear precisamente aquella idea. De pronto tuve la sensación de que la presencia, l’esprit, de mi progenitor me hacían compañía en aquella habitación. ¡Cómo deseaba hundirme bajo las baldosas del piso! No podía seguir soportando aquel tema. Hacía ya tiempo que había apartado de mí aquellas cosas, las había enterrado o, mejor, barrido debajo de la alfombra (cobardemente, supongo, pero así lo hice), y ahora Schoenthal volvía a volcarlo todo ante mí, sobre mí, y no podía soportarlo. Merde! ¡No podía sufrirlo!
»Por eso, al ver que Schoenthal aún seguía hablando, me acerqué de puntillas a Nathan y le dije en voz baja que debíamos irnos, que recordara nuestra excursión a Connecticut planeada para el día siguiente. Pero Nathan no hizo el menor movimiento. Era como si…, bueno, como si estuviera hipnotizado, como los alumnos de Schoenthal de que me habían hablado: tenía la mirada fija en él, absorbía cada una de sus palabras. Por fin, cuchicheando me dijo que él se quedaba y que yo debía volver sola a casa. Su mirada extraviada y de demente me asustó. Y añadió: “No creo que vuelva a tener sueño hasta la próxima Navidad. Vete a casa a dormir; yo te recogeré por la mañana”.
»Me marché, pues, precipitadamente para no oír más a Schoenthal, cuyas palabras estaban a punto de acabar conmigo. Tomé un taxi para ir a casa; me sentía muy mal. Hasta había olvidado por completo que Nathan había dicho que íbamos a casarnos…
Connecticut.
La cápsula que contenía el cianuro de sodio (diminutos cristales granulados de aspecto tan corriente como el Bromo-Seltzer, dijo Nathan, igualmente solubles en el agua y que se diluían inmediatamente, aunque sin efervescencia) era pequeña, más pequeña que cualquiera de las que yo había visto hasta entonces, y tenía reflejos metálicos, pues cuando él, hallándose echado en la cama, observó de cerca e hizo girar entre el índice y el pulgar la oblonga y rosada envoltura, recorrió su rostro un brillante reflejo que no era sino la imagen en miniatura de las hojas otoñales del exterior encendidas por la puesta del sol. Soñolientamente, Sophie inhaló el olor que salía de la cocina dos pisos más abajo —las fragancias mezcladas, pensó, de pan y coles— y siguió observando la lenta danza de la cápsula en la mano de Nathan. El sueño avanzaba por su cerebro como una marea; sentía la persistencia de arrulladoras vibraciones de luz y sonido que eliminaban de su mente toda aprensión: el éxtasis azul del Nembutal. No debería dejar disolver la cápsula en la boca, sino morderla con fuerza, le dijo él, ni preocuparse por la rápida y agridulce sensación gustativa que notaría, como de almendras, con un olor parecido al de los melocotones… y luego nada, el vacío. Una profunda y negra nada —¡rien, nothing, nada!— conseguida de una manera tan completa e instantánea que no permite percibir la llegada del dolor. Dijo que era posible, quizás, una fracción de segundo de malestar, pero tan breve como un hipido.
¡Rien, nothing, niente, nada!
—Y entonces, Irma, amor mío…
Sin mirarlo, fijando la vista más allá de él, en la ambarina fotografía de una abuela inmovilizada en las sombras de la pared, Sophie murmuró:
—Me dijiste que no volverías a hacerlo. Hoy mismo me lo has dicho…
—¿Que no volvería a hacer qué?
—Que no me llamarías de ese modo. Que no volverías a llamarme Irma.
—Sophie —dijo sin emoción—, Sophie, amor. No Irma. Claro… Por supuesto, Sophie. Amor. Sophiamor.
Ahora parecía estar más tranquilo, después de habérsele calmado, al menos momentáneamente, el frenesí de la mañana y el furioso delirio de la tarde, gracias al Nembutal, el mismo barbitúrico que también ella había tomado tras el terror que se apoderó de ambos sólo dos horas antes, al creer que no podrían encontrarlo. Ahora estaba más tranquilo, aunque —ella se daba cuenta— seguía desasosegado. Era curioso, pensó Sophie, que pacificado de aquel modo el trastorno de su mente, Nathan no pareciese tan aterrador e intimidante, sin contar, claro, con la amenaza de la cápsula de cianuro que ella observaba a un palmo de sus ojos. La minúscula marca Pfizer estaba claramente impresa en la gelatina; la cápsula era pequeñísima. Según explicó Nathan, era una cápsula especial que se usaba en veterinaria, proyectada como envase de antibióticos para el tratamiento de cachorros de perro y gato y que él había conseguido en el laboratorio para utilizarla como receptáculo de la dosis de cianuro. De hecho, debido a las peculiaridades administrativas de la Pfizer, el día anterior le había sido más difícil obtener las cápsulas vacías que los diez granos de cianuro sódico (cinco para él y cinco para ella). Sophie sabía que no se trataba de una broma; en cualquier otro momento y lugar habría considerado todo aquello como uno de los morbosos trucos de Nathan, pero no después del delirante día que acababa de transcurrir. Sabía con toda certeza que el diminuto envase contenía la muerte. Algo casi increíble, no obstante. Cuando en aquel momento le vio llevarse la cápsula a los labios, colocársela entre los dientes y morderla con la fuerza necesaria para doblar ligeramente su superficie, pero sin llegar a romperla, Sophie no sintió otra cosa qué lasitud, un cansancio que seguía extendiéndose por todo su cuerpo. ¿Se debía aquella ausencia de terror al Nembutal o a la intuición de que era una farsa más de Nathan? No era la primera vez que hacía aquello. Pero él se retiró la cápsula de la boca y sonrió:
—Rien, nothing, nada.
Sophie recordó el momento anterior en que él representó la misma escena —hacía menos de dos horas, en aquella misma habitación, aunque parecía haber transcurrido una semana, o quizás un mes—, y se preguntó gracias a qué milagrosa alquimia (¿el Nembutal?) había por fin cesado su ininterrumpida verborrea. Hablar, hablar, hablar… Sólo había parado de hablar algunas veces por un instante desde que aquella mañana, hacia las nueve, había subido ruidosamente las escaleras del Palacio Rosado y la había despertado…
… Con los ojos aún cerrados y la cabeza todavía atontada por el sueño, oye la voz de Nathan:
—¡Vamos, al ataque!
También le oye decir:
—Schoenthal tiene razón. Si puede suceder allí, ¿por qué no puede suceder aquí? ¡Están llegando los cosacos! ¡Y aquí hay un chaval judío que va a salir corriendo hacia el campo!
Ella se despierta por completo. Aunque había previsto su inmediato «abrazo», se pregunta si se puso el diafragma antes de acostarse, recuerda que sí y se vuelve hacia él para saludarlo con una soñolienta sonrisa. Recuerda la ávida pasión de Nathan cuando se halla bajo los efectos de la droga. Lo recuerda con voluptuoso deleite; todo: no sólo la hambrienta ternura del principio, sus dedos en sus pezones y su suave pero insistente búsqueda entre sus piernas, sino todo lo demás, y una cosa en especial que vuelve a esperar ansiosamente, por fin liberada (adieu, Cracovie!), sin inhibiciones, aquel bendito momento: la extraña habilidad de él en hacerla «llegar», pero no una o dos veces, sino muchas más, repetidamente, casi hasta hacerle perder siniestramente el sentido, hasta que se siente absorbida hacia insondables profundidades en las que no puede decir si se ha perdido dentro de sí misma o dentro de él en un negro torbellino descendente, sólo consciente de una completa conmoción carnal. (Son los únicos momentos en que ella piensa o habla todavía en polaco, susurrando al oído de Nathan las palabras «Weź mnie, weź mnie», que salen espontánea y misteriosamente de sus labios y significan «Tómame, tómame», pero que ella, una vez que Nathan le preguntó que querían decir, mintiendo con alegría tradujo por: «¡Disfrútame, disfrútame!».) Es, como Nathan proclama después a veces hasta la saciedad, la superjodienda del siglo XX…, nada que pueda compararse al insulso follar humano de cualquier otra época pasada anterior al descubrimiento del sulfato de benzedrina. Ahora lo ve excitadísimo y, deliciosamente estremecida, agitándose como una gata, tiende la mano hacia él invitándolo a echarse junto a ella. Nathan dice que no. Y de pronto, desconcertada, le oye decir de nuevo:
—¡Vamos, al ataque! ¡Este chaval judío te llevará a una estupenda excursión campestre!
Ella empieza a decir:
—Pero, Nathan…
No obstante, la voz de él, insistente y discordante, la interrumpe:
—¡Anda, vamos! ¡La carretera nos aguarda!
Sophie se siente frustrada y, sin saber por qué, el recuerdo de un pasado decoro (bonjour, Cracovie!) la hace avergonzarse de su acuciante y desatada lujuria:
—¡Anda, vamos! —ordena él.
Ella, desnuda, sale de la cama y mira hacia arriba para ver cómo Nathan, salpicado por la luz matutina, aspira profundamente por la nariz un polvillo blanco —amontonado sobre un billete de un dólar— que ella reconoce al instante como cocaína…
… En el atardecer de Nueva Inglaterra, más allá de la mano de Nathan y del veneno que sostenía, Sophie podía ver un infierno de hojas: un árbol teñido de bermellón confundido con otro vivamente dorado. Fuera, los bosques parecían anticiparse con su quietud a la llegada de la noche, y las manchas de diferentes colores tenían, a la luz del sol poniente, la inmovilidad de un abigarrado mapa. A lo lejos, se distinguían los coches que circulaban por la carretera. Se sentía soñolienta, pero no deseaba dormir. Vio que había dos cápsulas entre los dedos de Nathan: dos rosadas gemelas idénticas.
—«Tú» y «yo», para distinguir lo de él y lo de ella, es uno de los conceptos más cucos de nuestro tiempo —oyó que decía—. «Tú» y «yo» en el cuarto de baño, en toda la casa… ¿Por qué no ponerlo también en el cianuro de él y en el cianuro de ella? ¿Por qué no, Sophiamor?
Sonó un golpear de nudillos en la puerta.
—¿Sí? —dijo Nathan.
—Señor y señora Landau —dijo una voz—, soy la señora Rylander. ¡Siento molestarlos! —La voz era muy amable, atentamente suave—. Fuera de temporada, cerramos la cocina a las siete. Siento interrumpir su descanso, pero he pensado que debía decírselo. En este momento son ustedes nuestros únicos huéspedes; no es pues necesario que se apresuren todavía, sólo he querido avisarlos. Esta noche mi marido prepara un plato especial: ¡ternera con coles!
Silencio.
—Muchas gracias —dijo él—. No tardaremos en bajar.
Unos pasos resonaron escalera abajo; la madera chilló como un animal herido. Hablar, hablar, hablar. Habló hasta enronquecer.
—Debes considerar, Sophiamor —decía ahora Nathan acariciando las dos cápsulas—, debes considerar lo íntimamente entrelazadas que están la vida y la muerte en la naturaleza, la cual contiene en todas partes las semillas de nuestra felicidad y de nuestra anulación. Esto por ejemplo, el HCN, abunda en toda la Madre Naturaleza en forma de glucósidos, es decir, en combinación con azúcares. Dulce, dulce azúcar. En las almendras amargas, en las pepitas de las manzanas, en ciertas especies de esas hojas otoñales, en la pera común, en el madroño, etcétera. Imagínate, pues… Cuando tus dientes de blanca porcelana muerden el delicioso almendrado, el sabor que experimentan sólo dista una molécula orgánica (una molécula menos) del de éste…
Mientras aquella voz se alejaba hasta desaparecer, Sophie volvió a posar la mirada en las sorprendentes hojas que, fuera, formaban un lago de fuego. Notó de nuevo el olor a coles que subía de la planta baja. Y recordó otra voz, la de Morty Haber, llena de nerviosa solicitud: «No te sientas culpable. No estuvo en tu mano el evitarlo, puesto que ya estaba enviciado mucho antes de que tú lo conocieras. ¿Es algo que pueda controlarse? Sí. No. Quizá. ¡No lo sé, Sophie! ¡Ojalá lo supiera! Nadie sabe mucho acerca de las anfetaminas. Hasta cierto punto, son inofensivas. Pero es evidente que pueden ser peligrosas, que pueden crear hábito, especialmente cuando se mezclan con algo más, como la cocaína. A Nathan le gusta esnifar cocaína, cuando está Hipado por las anfetas, cosa que considero muy peligrosa. En esas condiciones puede perder el control de sí mismo y caer en, no sé, algún estado psicótico que le impida una relación normal con los demás. He considerado eso y, sí, es peligroso, muy peligroso. Bueno, dejémoslo, Sophie, no quiero hablar más de este asunto, pero si ves que pierde la chaveta, ponte en contacto enseguida conmigo o con Larry…».
Aún con la mirada puesta en el follaje, más allá de Nathan, sintió que le temblaban los labios. ¿El Nembutal? Por primera vez desde hacía unos minutos, se agitó ligeramente en el colchón. Sintió el dolor en las costillas, donde él le había dado patadas…
—La fidelidad te sentaría mejor —dice Nathan en medio de su arrollador chorro de palabras.
Ella oye su voz por encima del rumor que produce el aire al chocar con el parabrisas del convertible. Aunque el tiempo es fresco, Nathan ha bajado la capota. Sophie, que va sentada a su lado, se ha cubierto con una manta. No entiende bien lo que él le dice y casi gritando, le pregunta:
—¿Qué has dicho, querido?
Nathan se vuelve hacia Sophie, y ella da una rápida mirada a sus ojos: denotan excitación, y sus pupilas casi no se ven, tragadas por dos fulgurantes elipses castaños.
—He dicho —repite— que la fidelidad te sentaría mejor, para decirlo con elegancia.
Sophie, además de un gran desconcierto, siente un vago y viscoso temor. Mira hacia otro lado, palpitante el corazón. Nunca, durante los meses que llevan juntos, se mostró realmente enfadado con ella. Un frío desánimo comienza a inundarla como lluvia que cayera sobre la carne desnuda de su cuerpo. ¿Qué quiere decir Nathan? Fija la mirada en el paisaje que se desliza a su lado: los bien cuidados arbustos del borde de la avenida, el bosque que se ve al fondo con sus hojas de explosivos colores, el cielo azul, el sol brillante, los postes telefónicos. BIENVENIDOS A CONNECTICUT / CONDUZCAN CON PRECAUCIÓN. Sophie no ignora que él conduce a gran velocidad. Alcanzan a un coche tras otro y lo adelantan con una ruidosa vibración de aire. Oye que Nathan dice:
—O, para no decirlo con elegancia, ¡sería mejor que no me la pegaras por ahí, al menos donde yo pueda verlo!
Ella se queda sin aliento, no puede creer que haya oído las palabras que acaba de escuchar. Como sacudida por un bofetón, su cabeza gira hacia el otro lado, pero se vuelve de nuevo hacia él para decirle:
—Querido, ¿qué quieres…?
—¡Cierra la boca! —grita él.
Y vuelve a derramarse el torrente de palabras, persistente, como continuación de la revuelta e incoherente charlatanería con que la ha abrumado desde que dejaron el Palacio Rosado hace más de una hora.
—Al parecer, tus caderas polacas son irresistibles para tu jefe, el adorable curandero de Forest Hills, cosa comprensible porque es un trasero estupendo, estupendísimo, que no sólo ha engordado gracias a mis desvelos sino que me ha proporcionado placeres poco comunes. Sí, no es de extrañar que ese charlatán lo ansíe con todo su corazón y con toda su puerca cosa… —Deja escapar una larga y tonta risotada—. Pero tú, en vez de mandarlo a paseo, estimulas ostensiblemente su lujuria ante mis propios ojos, como hiciste la noche pasada dejando que te achuchara allí en la acera y te hurgara con su lengua de quiropráctico hasta el fondo de la garganta. Mi casquivana polaca, eso es más de lo que puedo soportar.
Sophie, incapaz de hablar, mantiene la mirada sobre el velocímetro: 70, 75, 80… «No es demasiado», se dice, pensando en kilómetros, pero enseguida, dándose cuenta de la realidad, exclama para sí: «¡Millas! ¡Vamos a perder el control del coche!», y luego reflexiona: «Son una verdadera locura, esos celos, esa sospecha de que me acuesto con Blackstock». Detrás de ellos, aunque a gran distancia, se oye el débil ulular de una sirena; ve una tenue luz roja intermitente reflejada en el parabrisas, algo como una diminuta frambuesa, que se encendiera y se apagase con ritmo uniforme. Abre la boca, se dispone a hablar («¡Querido!», intenta decir), pero no puede pronunciar la palabra que tenía en la punta de la lengua. Hablar, hablar, hablar… Es como la banda sonora de una película montada por un chimpancé, coherente a ratos, pero sin objetivo, sin sentido final. Aquella paranoia la hace sentirse enferma. Él prosigue:
—Schoenthal tiene razón en un ciento por ciento: es sólo necesidad sentimental de que está saturada la ética judeocristiana lo que hace el suicidio moralmente condenable, sobre todo considerando que el suicidio del Tercer Reich se ha convertido en la opción legítima de cuantos seres sensatos puedan existir en la tierra. ¿No es cierto, Irma? —¿Por qué la llamaría Irma, así de pronto?—. A decir verdad, no debería sorprenderme tu tendencia a abrirte de piernas ante cualquier tipo que se te ponga por delante. Si no te lo he dicho antes es porque en buena parte has sido un misterio para mí desde que nos conocimos. No me negarás que he tenido motivos para sospechar que eras una fácil goy kurveh, sí, una prostituta no judía, pero ¿qué más? ¿Qué más…? ¿Fue quizás algún extraño maleficio lo que hizo que me sintiese atraído por una réplica tan perfecta de Irma Griese? Era una verdadera belleza. Los que asistieron al proceso de Nuremberg, incluso sus acusadores, tuvieron que reconocerlo con cierto pasmo… Sí, mi querida mamá siempre me decía que me sentía fatalmente atraído por las shiksas, por las chicas polacas, por las no judías. «¿Por qué no puedes ser un chico como Dios manda, Nathan (me decía mi madre), y casarte con una bella muchacha como Shirley Mirmelstein, cuyo padre, que ha hecho una fortuna con los forros de prendas de vestir, tiene una finca de veraneo en Lake Placid?»
La sirena aún los sigue de lejos, ululando débilmente.
—Nathan —dice ella—, hay un policía…
—Los brahmanes veneran el suicidio, igual que muchos orientales… Al fin y al cabo, ¿qué importancia tiene morir? ¡Rien, nothing, nada! Y, reflexionando sobre todo eso me dije, no hace mucho tiempo: veamos, está claro que la hermosa Irma Griese se ganó la horca por haber dado muerte personalmente a varios miles de judíos en Auschwitz, pero la lógica no explica por qué muchas como ella se salvaron. Quiero decir: ¿qué sucedió con esa monada polaca que me tiene sorbido el seso? Puede que sea polaca al cien por cien, pero también tiene el aspecto de una verdadera nórdica, como una estrella cinematográfica alemana interpretando a la asesina Condesa de Cracovia. ¡También podría añadir que el impecable alemán que hablas surge de tus labios con una precisión sólo propia de una muchacha renana! ¡Polaca! ¡Ay de mí! Das machst du andem weismachen! ¿Qué te hace decir tantos embustes? ¿Por qué no lo admites, Irma? ¡Flirteaste con los de las SS! Colaboraste con ellos, ¿no? ¿No fue así como lograste salir de Auschwitz, Irma? ¡Confiésalo!
Sophie se tapa los oídos con ambas manos. Entre sollozos, grita:
—¡No! ¡No!
La sirena, convertida en el bramido de un dragón, disminuye rápidamente de intensidad. El coche de la policía los ha alcanzado.
—¡Admítelo, zorra fascista!…
…Mientras yacía en la oscuridad con la mirada puesta en las hojas que, fuera, palidecían hasta perder su color, Sophie oyó el ruidoso y persistente choque de los orines de Nathan con el agua del retrete. No hacía mucho, en medio de aquellas fantásticas hojas, en la profundidad del bosque, Nathan, de pie ante ella, intentó orinar en su boca, pero fracasó en el intento: fue el comienzo de su incontenible caída. Aún echada en la cama, con el olor a coles siempre presente, cambió de posición y sus soñolientos ojos enfocaron las dos cápsulas que él había depositado con suavidad en el cenicero. POSADA DE LA CABEZA DE JABALÍ, decían las letras de estilo inglés antiguo que aparecían alrededor del borde de porcelana, UN HITO NORTEAMERICANO. Bostezó y pensó en lo extraño que era… que no la asustara morir si él la obligaba a ello, pero que se sintiera aterrorizada por la posibilidad de que sólo muriera él y la dejase a ella con vida. Que a causa de alguna «cagada», como habría dicho Nathan, la dosis letal sólo lo matara a él, y ella volviese a ser la desamparada superviviente de antes. «No puedo vivir sin él —se oyó susurrar a sí misma en polaco, consciente de la poca originalidad de la frase, pero convencida de su absoluta verdad—. Su muerte sería mi final.» A lo lejos se oyó el silbido de un tren que atravesaba el valle; era un largo aullido más rico y melodioso que el chillido de los trenes europeos.
Pensó en Polonia. En las manos de su madre. Pocas veces había pensado en su madre, una dulce y tenue imagen que se borraba a sí misma pero ahora, por un momento, ocupó su mente el recuerdo de las elegantes y expresivas manos de pianista de su madre; unas manos de dedos fuertes, a la vez que flexibles y suaves, como uno de los nocturnos de Chopin que tocaba; unas manos cuya ebúrnea piel le recordaba el tono de las lilas blancas. Unas manos tan pálidas que Sophie, al rememorarlas, siempre relacionaba con la sintomática palidez de la tisis que consumió a su madre y que acabó por inmovilizarlas para siempre. «Mamá, mamá», pensó. Cuán a menudo aquellas manos habían acariciado su cabeza cuando, de niña, recitaba la oración que rezaban los niños polacos a la hora de acostarse y que todos ellos se sabían de memoria como si formara parte de su propio ser: «Ángel de la Guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día; si me desamparas, yo me perdería». Uno de los dedos de su madre estaba ceñido por una delgada espiral de oro que imitaba una cobra; los ojos de la serpiente eran dos diminutos rubíes. El profesor Biegański le había comprado la sortija, en Aden, durante su viaje de regreso de Madagascar, adonde fue para reconocer la localización geográfica del primero de sus sueños: el destierro de los judíos polacos. Era un ejemplo de su tremenda vulgaridad. ¿Le había costado mucho descubrir aquella monstruosidad? Sophie sabía que su madre detestaba aquella «joya», pero siempre la llevó como muestra de su constante deferencia hacia papá. Nathan acabó de orinar. Entonces pensó en su padre y en su abundante pelo rubio empapado de sudor tras recorrer todos los bazares de Arabia…
—Para las carreras de coches ya tenemos Daytona Beach —dice el policía—. Esto es la avenida Merritt, para uso de los que llamamos conductores corrientes. ¿Por qué, pues, tanta prisa? —Es un hombre joven, pecoso y de pelo rubio de aspecto nada desagradable. Lleva un sombrero de sheriff tejano. Nathan no contesta. Sigue hablando, hablando, hablando para sí—. ¿Quiere usted aumentar nuestras estadísticas junto con esa hermosa muchacha?
El policía lleva una placa con su nombre: S. GRZEMKOWSKI. Sophie dice:
—Przepraszam… —«Por favor…»
Grzemkowski, radiante, responde:
—Czy jestes Polakiem?
—Sí, soy polaca —contesta Sophie animada, y continúa hablando, en su lengua nativa, pero el policía la interrampe:
—Sólo sé algunas palabras de ese idioma. Pertenezco a una familia polaca de la ciudad de New Britain, en este mismo estado.
—Bueno, ¿algo anda mal? —dice Sophie—. Es mi marido. Está muy trastornado. Su madre se está muriendo en… —Desesperada, busca en su memoria alguna población de Connecticut sin conseguirlo—. Boston —dice por fin—. Allá es donde queremos llegar lo antes posible. —Sophie observa el rostro del policía con sus ojos violeta, a los que procura dar la más inocente de las expresiones; su semblante ofrece un primerísimo plano de cándida campesina. Entretanto, piensa: «Ese tío igualmente podría estar guardando vacas en cualquier valle de los Cárpatos—. Se lo ruego, señor —prosigue con tono halagador, inclinándose por encima de Nathan y haciendo sus mohines más seductores—, comprenda lo que sucede con su madre. Le prometemos ir más despacio.
Grzemkowski se muestra exteriormente imperturbable, su voz se convierte en una serie de gruñidos policiales:
—Bien, por esta vez sólo les hago una advertencia: vayan más despacio.
Nathan, mirando frente a él, con los ojos fijos en el infinito, dice:
—Merci beaucoup, mon chef!
Y sus labios siguen moviéndose incansablemente, pero sin dejar oír palabra, como si hablara a un desamparado oyente alojado dentro de su pecho. Ha comenzado a sudar a mares.
El policía ha desaparecido. Sophie observa cómo Nathan prosigue su cuchicheante monólogo mientras el coche avanza de nuevo. Es casi mediodía. Van hacia el norte (más calmados) a través de frondas, nubes y violentas tempestades de hojas multicolores en un verdadero frenesí aéreo —aquí vomitando color como lava incandescente, allá como estrellas que hacen explosión: nada que Sophie haya visto o haya imaginado jamás—; entretanto el sofocado cuchicheo, que ella no ha podido comprender hasta ahora, se hace más audible al verse arrastrado Nathan por un nuevo espasmo de paranoia. Y la furia de este arrebato la aterroriza tan completamente como si él hubiera soltado dentro del coche una jaula llena de ratas salvajes. Polonia. Antisemitismo. Y le dice:
—¿Qué hiciste, nena, cuando incendiaron los guetos? Por cierto, ¿sabes qué dicen que le dijo un obispo polaco a otro obispo polaco? «¡Si hubiera sabido que su ilustrísima venía a visitarme, habría mandado asar a un judío!»
«¡Por favor, Nathan, no… —piensa ella— no me hagas sufrir de esta manera! ¡No me hagas recordar!» Las lágrimas surcan sus mejillas cuando decide dar un tirón a su manga para gritar:
—¡Debes saber algo! ¡Algo que no te he contado jamás! En 1939 mi padre arriesgó su vida para salvar judíos! Escondió judíos bajo el piso de su despacho de la universidad cuando irrumpió en ella la Gestapo. Era un buen hombre, murió por haber salvado a aquellos… —El nudo que el dolor ha hecho en su garganta, tan grande como la mentira que acaba de decir, casi la está ahogando, pero consigue vencer su angustia para gritar—: ¡Nathan! ¡Nathan! ¡Créeme, querido, créeme!
LÍMITES DE LA CIUDAD DE DANBURY.
—¡Qué va…! ¡Asó a un judío!
Sigue hablando, hablando hablando…
Ahora ella lo escucha a medias pensando: «Si pudiera hacerlo parar para comer en alguna parte, quizá lograría escabullirme y llamar por teléfono a Morty o a Larry para que vinieran…». Y se oye decir a sí misma:
—Querido, si supieras lo hambrienta que estoy… Si pudiésemos parar…
Pero sólo obtiene como contestación, entre el incesante parloteo:
—Irma, monada, Irma querida, Liebchen, en este momento no podría comer ni una de esas galletas Saltine, ni aunque me pagaras mil dólares por ello. Oh, Irma, mi puerca Irma, estoy volando, me hallo en el cielo… Nunca volé tan alto, tan alto, y siento que me atraes, ¡y cómo!, te deseo, pese a que no eres judía, aun siendo una fascista. Fíjate, toca esto… —Sophie alarga la mano, la pasa por encima de sus pantalones y presiona el rígido bulto que siente latir con fuerza—. Una buena caricia es lo que necesito, una de tus fantasías polacas… Eh, Irma, ¿cuántas de las SS tuviste que ensalivar para salir de allí? ¿Cuánta leche de tus dueños de raza superior tuviste que tragar por la Freibeit, por la libertad? Bueno, oye, bromas aparte, Irma, necesito que me la envuelvas con esos dulces y glotones labios que tienes y que se pongan a trabajar ahora mismo… Quiero decir en algún lugar de por ahí, bajo el cielo azul y las ardientes hojas otoñales de arce…, y saborearás mi semilla tan espesa como las hojas otoñales que salpican los arroyos en Vallombrosa… Eso es de John Milton…
… Desnudo, andando con lentitud, regresó a la cama y se acostó cuidadosamente al lado de Sophie. Las dos cápsulas aún brillaban en el cenicero. Ella se preguntó, aunque amodorrada, si Nathan se habría olvidado de ellas o si volvería a torturarla jugueteando con aquella rosada amenaza. El Nembutal, que había saturado su cuerpo de sueño, estaba llegando a sus piernas como una cálida y suave ola marina.
—Sophiamor… —dijo él con una voz que denotaba también somnolencia—, Sophiamor, sólo lamento dos cosas.
—¿Qué, querido? —Él no contestó, por lo que ella repitió—: ¿Qué, querido?
—La primera —dijo Nathan por fin—, es que nunca podré ver los frutos de nuestras investigaciones, de todo ese duro trabajo realizado en el laboratorio.
«¡Qué extraño! —pensó ella mientras él hablaba—. Es la primera vez en todo el día que no me dirige la palabra con voz histérica y amenazadora.» Su obsesión, su crueldad, se había convertido en la ternura a que estaba acostumbrada, en el trato dulce y tranquilizador que formaba parte de él y que Sophie hacía muchas horas que consideraba ya irrecuperable. ¿Se había salvado también él en el último instante? ¿Estaba recalando en el refugio de su barbitúrico puerto? ¿Lo había librado su sueño del deseo de morir?
Se oyó un crujido en la escalera del exterior de la habitación, y se escuchó de nuevo aquella untuosa voz femenina:
—Señor y señora Landau, perdónenme, por favor. Mi marido desea saber si les apetecería algún aperitivo antes de la comida. Tenemos de todo, pero mi esposo hace un maravilloso ponche caliente de ron…
Al cabo de un momento, Nathan dijo:
—Sí, gracias, ponche de ron. Dos.
Y Sophie pensó: «Parece el otro Nathan, el de siempre». Pero enseguida le oyó cuchichear con suavidad:
—Y la otra cosa, la otra cosa que lamento es que tú y yo no hayamos tenido hijos. —Ella se quedó con la mirada fija en la creciente oscuridad; por debajo del cubrecama, sintió clavarse sus propias uñas como cuchillos en la carne de sus palmas mientras pensaba: «¿Por qué sale ahora con eso? Sé, como él dijo un día, que yo era una viciosa masoquista y que no me daba más que lo que yo quería, pero ¿por qué no puede ahorrarme por lo menos ese dolor?»—. Me refiero a lo de casarnos, a lo que anuncié anoche en la fiesta —oyó que él decía.
Sophie no contestó. Estaba medio soñando en la Cracovia de su infancia, en el repiqueteo de los cascos de los caballos sobre el empedrado desgastado por el tiempo; sin razón alguna, vio la imagen del Pato Donald que, con las plumas erizadas y la gorra de marinero ladeada, farfullaba algo en polaco, y luego oyó la suave risa de su madre. Y pensó: «Si pudiera abrir la puerta que oculta mi pasado, aunque fuese un poco, quizá podría decírselo. Pero ese pasado, mis culpas, o algo parecido, mantiene mis labios en silencio. ¿Por qué no podré contarle lo que yo, también, he sufrido? Y perdido…».
… Incluso con su desquiciado e incesante parloteo, su repetición de frases como: «No seas majadera, Irma Griese»; incluso con una mano de él retorciéndole despiadadamente la cabellera como si fuera a arrancársela, incluso con la otra mano agarrándole dolorosamente el hombro, incluso con el indudable aspecto que ofrece allí echado, tembloroso y jadeante, de un hombre a punto de vomitar todo su demencial inframundo, incluso con el febril terror en que se halla sumida… Sophie no puede por menos de experimentar el delicioso placer de siempre mientras le chupa. Y chupa sin parar, con todo su cariño. Sus dedos están clavados en la arcillosa tierra de la ladera del bosque en que él yace debajo de ella, siente cómo la suciedad se pega en sus uñas. La tierra es húmeda y fría, el aire huele a madera quemada y el increíble esplendor de un follaje teñido de fuego se filtra a través de los párpados de Sophie. Y chupa, chupa. Debajo suyo, trozos de pizarra lastiman sus rodillas, pero ella no hace el menor movimiento para evitar el dolor que siente.
—Qué delicia… Sigue trabajándome, Irma, no pares de acariciar a tu chaval judío.
Ella acaricia sus duros genitales recogiéndolos en la hueca palma de su mano, pasa los dedos por su delicado vello. Como siempre que cumple con este rito, Sophie tiene la sensación de que se desliza por el interior de su boca la resbaladiza superficie de una palmera de mármol; la suave y esponjosa cabeza, sus frondas que crecen y florecen en la oscuridad de su cerebro. «Esta relación, que es lo único que poseo, esta extática simbiosis —piensa—, es posible que se base solamente en este rígido y solitario schlong semítico, un falo que ha sido sitiado y vencido por un ejército de aterrorizadas princesas judías y deseado por un sinfín de bellas mandíbulas eslavas hambrientas de príapo. Sí, sí —sigue pensando incluso ahora, pese a las molestias y al miedo que siente—. Sí, sí, también me dio otras cosas: me hizo reír, me libró del sentimiento de culpabilidad que pesaba sobre mí cuando me demostró cuán absurda era mi vergüenza por haber ansiado tan locamente ensalivar su falo; no era culpa mía que mi marido fuera tan frío y que no quisiese que se lo hiciera, o que mi amante de Varsovia no me lo sugiriese nunca y me quedase sin poder probarlo. Nathan me decía que había sido víctima de dos mil años de prejuicios antichupadores judeocristianos. Víctima del mito de que sólo a los maricas les gusta. “¡Chupa —solía decir—, y disfruta, disfruta!”.» E incluso ahora con la nube de terror que la rodea, mientras él la insulta y maltrata…, incluso ahora su placer no es mero regocijo, sino un intenso deleite siempre renovado que estremece su espina dorsal con oleadas de placer mientras goza y sigue gozando y haciendo gozar. Ni siquiera la sorprende que cuanto más atormenta él su cuero cabelludo, cuanto más la aguijonea con la detestada «Irma», tanto más aumente su lujuria y sus ganas de tragarse su verga. Ni encuentra nada de particular en el hecho de que, cuando por un instante levanta la cabeza para recobrar el aliento, exclame, con el mismo ardor y espontaneidad de siempre: «¡Dios mío, cómo me gusta acariciarte!». Ahora abre los ojos, da una mirada al torturado rostro de Nathan y reanuda ciegamente su tarea mientras él habla con una voz que se ha convertido en grito para decirle, con un rugido que retumba por la ladera de la pedregosa colina:
—¡Continúa, puerca fascista, Irma Griese, furcia achicharradora de judíos!
La deliciosa palmera de mármol, el resbaladizo tronco que se hincha y crece más cada vez, le dice que Nathan se halla al borde del máximo placer, le dice que se prepare a recibir los latientes borbotones del chorro de leche de palmera; y en ese momento de fogosa expectación, Sophie siente, como siempre, que los ojos se le llenan inexplicablemente de ardientes lágrimas…
—Se me está pasando fácilmente —le oyó murmurar Sophie en el dormitorio tras un largo silencio—. Creí que me sería difícil recuperarme. Que iba a pasarlo verdaderamente mal. Pero no hay problemas. A Dios gracias, encontré los barbitúricos. —Hizo una pausa—. Nos costó descubrir dónde estaban, ¿verdad?
—Sí —contestó ella.
Tenía sueño. Fuera ya casi había oscurecido por completo y las flameantes hojas, perdido su brillo, se confundían con el plomizo cielo otoñal. En el dormitorio, la luz desaparecía por momentos. Sophie se revolvió junto a Nathan y fijó los ojos en la pared, donde una abuela de Nueva Inglaterra perteneciente a otros tiempos, atrapada en un ambarino halo ectoplásmico, le devolvió, por debajo del pañuelo que le cubría la cabeza, una mirada a la vez perpleja y comprensiva. Sophie, medio dormida, pensó: «El fotógrafo debió de decirle que se estuviera quieta “sólo” un minuto». Bostezó, dormitó un momento y volvió a bostezar.
—¿Dónde los encontramos, por fin? —preguntó Nathan.
—En la guantera del coche —respondió ella—. Los pusiste allí esta mañana y luego no lo recordaste. El tubo de Nembutal.
—Horroroso, chica. Jamás lo habría adivinado. Me hallaba en el espacio. En el espacio exterior. ¡Me había ido! —En un súbito rumor de sábanas se incorporó y la buscó a ciegas—. ¡Oh, Sophie…! ¡Dios mío, cómo te amo!
La rodeó con un brazo y la atrajo hacia él con un fuerte impulso; en el mismo instante, ella lanzó un grito. No fue un grito chillón, pero sí revelador, por su tono, de toda la intensidad del dolor que había sentido:
—¡Nathan…!
… (En cambio, no había gritado cuando la punta de su lustrosq zapato de cuero chocó duramente contra sus costillas —exactamente entre dos de ellas—, cuando él retrocedió y repitió el golpe en el mismo sitio. Ella se limitó a contener el aliento y a expresar con una mueca el dolor que experimentó más abajo del pecho.)
—¡Nathan!
Éste es un quejido de desesperación, pero no un grito. Entre el áspero suspirar de su respiración recobrada, sus oídos captan los metódicos y bestiales gruñidos de Nathan:
—Und die… SS Mädchen… Spracht… para que aprendas… ¡puerca Jüdinschwein!
Sophie no hace nada para evitar los dolorosos golpes, sino que los encaja para conducirlos a algún profundo sótano o pozo ciego donde irá guardando todas las bestialidades de Nathan: sus amenazas, sus insultos, sus maldiciones. Y tampoco llora. Mientras yace de nuevo en lo más profundo del bosque —en una especie de promontorio cubierto de maleza que domina parte de la ladera adonde él la ha llevado medio a empujones, medio arrastrándola—, puede ver, a través de los árboles, mucho más abajo, el coche con la capota plegada, solitario y empequeñecido por la distancia, azotado por el viento en una zona de estacionamiento donde se arremolinan hojas y desperdicios. La tarde, con un cielo parcialmente nublado, es cada vez más oscura. Han pasado en el bosque un lapso de tiempo que a ella le ha parecido de varias horas. Le ha dado tres puntapiés. El pie retrocede de nuevo y ella espera temblando, menos de miedo o de dolor que a causa del húmedo frío otoñal que ha penetrado en sus brazos y piernas, en todos sus huesos. Pero esta vez el pie no la golpea, se queda reposando sobre las hojas.
—¡Voy a orinarte! —le oye decir—. ¡Sí, wunderbar, maravilloso, qué idea!
Utiliza su pie relucientemente calzado como palanca para cambiar de posición el rostro de Sophie, que estaba de lado con una mejilla pegada a la tierra, y así consigue que mire hacia arriba; el contacto del cuero con su cara es frío y resbaladizo. Y aun cuando observa que él se baja la cremallera de los pantalones, y aunque obedece su orden de abrir la boca, cae en un momento de éxtasis al recordar unas palabras suyas: «Querida mía, creo que estás totalmente desprovista de yo». Le murmuró está frase con enorme ternura una tarde de verano después de cierto episodio: la llamó desde el laboratorio y, entre otras cosas, le dijo que se moría de ganas de comerse un montón de Nusshörnchen, los pastelillos que ambos probaron una vez en Yorkville… y que ella se apresuró a conseguirle aquella misma tarde tan pronto como colgó el teléfono, para lo cual tuvo que viajar kilómetros y kilómetros en metro desde Flatbush a la calle Ochenta y seis y entregarse a una desesperada búsqueda que al fin se vio premiada con el hallazgo de las golosinas; cuando lo obsequió con ellas al cabo de varias horas, presentándose ante él con un radiante: «Voilà, monsieur, die Nusshömchen!, Nathan le dijo cariñosamente que no debía hacer aquellas cosas, y añadió: «Es una locura satisfacer de esa manera mis pequeños antojos, querida Sophie, mi dulce Sophie. ¡Creo que estás totalmente desprovista de yo!». (Y entretanto ella pensaba lo mismo que ahora: «¡Haría cualquier cosa por ti, cualquier cosa, todo lo que tú quisieras!».) Sin embargo, el intento de micción que Nathan está llevando a la práctica comienza a producirle el primer pánico del día.
—Abre bien la boca —le ordena.
Ella la abre de par en par mirándolo, receptiva, temblorosos los labios. Pero él no logra su propósito. Una, dos, tres gotas, suaves y calientes, salpican su frente. Eso es todo. Sophie espera con los ojos cerrados. Sólo adivina los movimientos de Nathan en lo alto mientras siente el frío y la humedad de la tierra debajo de ella, mientras escucha un lejano rumor de ramas y hojas azotadas por el viento. Entonces lo oye gemir; es un gemido que el terror hace tembloroso:
—¡Dios mío, no creo que me recupere tan fácilmente como pensaba! —Ella abre los ojos y lo mira con fijeza. El rostro de Nathan, que ha tomado de súbito un color blanco verdoso, le recuerda la panza de un pez. Y nunca ha visto una cara tan llena de sudor; parece cubierta de aceite—. ¡Me siento enloquecer! —grita—, ¡Voy a enloquecer! —Se agacha al lado de Sophie con la cabeza entre las manos; se cubre los ojos, gime, tiembla—. ¡Dios mío, voy a enloquecer! ¡Tienes que ayudarme, Irma!
Y entonces, con una velocidad casi propia de un sueño, se lanzan hacia el sendero que conduce al pie de la colina; ella guiándolo por la abrupta pendiente como una enfermera que condujese a un herido, mirando atrás de vez en cuando para asegurarse de que Nathan no choca con los árboles o de que no se hizo daño en sus frecuentes trompicones; él medio cegado por la mano con que se cubre los ojos cual si fuera una pálida venda. «¡Voy a enloquecer!», sigue murmurando. Bajan y bajan hasta que después de cruzar un puente de tablones sobre un riachuelo y continuar avanzando entre ardientes árboles de hojas rojas, rosáceas y anaranjadas, llegan al llano claro del bosque (que en realidad es una abandonada zona de aparcamiento perteneciente al parque nacional en que se hallan), donde el convertible espera junto a una papelera rebosante de latas de conserva vacías, en medio de un torbellino de cajas de cartón plastificado que contuvieron leche, de platos de papel y envoltorios de caramelos. ¡Por fin! Nathan salta hacia el asiento trasero, donde llevan el equipaje, coge su maleta y la echa al suelo, la abre y se pone a revolverla como un frenético trapero en busca de un fabuloso tesoro. Sophie se queda a un lado sin poder hacer nada para ayudarlo, sin decir nada, mientras el contenido de la valija vuela por el aire y se esparce por todo el coche y sus alrededores: calcetines, camisas, prendas interiores, corbatas, todo el vestuario de un loco lanzado al viento.
—¡Ese maldito Nembutal! —ruge—. ¿Dónde lo puse? ¡Me cago en la…! Dios mío, tendré que… —Pero no termina la frase; en vez de eso se pone de pie, da una rápida media vuelta y salta al asiento delantero, se deja caer bajo el volante y busca en la guantera—. ¡Lo encontré! ¡Agua! —grita con voz ronca—. ¡Agua!
Sophie, aunque confusa y sumida en su propio dolor, enseguida rompe el cartón de una caja de cervezas de jengibre que llevan en el asiento de detrás y que aún no habían abierto, destapona una de las botellas tras buscar nerviosamente el abridor y se la echa a Nathan en medio de un mar de espuma. Él se toma las pastillas con un trago de cerveza en tanto que ella se entrega a los más inesperados pensamientos: «Pobre diablo… ¿Cuáles fueron las palabras que él susurró, hace sólo unas semanas, mientras veíamos la película Días sin huella, en la que Ray Milland, enloquecido, luchaba por la salvación de su botella de whisky? Sí, “¡Pobre diablo!”, fue lo que Nathan murmuró». Ahora, observando cómo él, amorrado a la botella, mueve los músculos de la garganta con rápidas convulsiones, rememora aquella escena de la película y dice para sí: «Pobre diablo…», cosa que no tendría nada de extraño, reflexiona, si no fuera por el hecho de que es la primera vez que ella experimenta respecto a Nathan una emoción parecida a algo tan degradante como la piedad. No puede soportar ese sentimiento de lástima hacia él. La sola conciencia de experimentarlo la trastorna hasta el punto de entumecer su cara. Lentamente, se agacha hasta quedar sentada y se apoya en el coche. La basura y el polvo que llenan el aparcamiento remolinean a su alrededor empujados por el viento. El dolor de su costado, bajo el pecho, la aguijonea agudamente y le trae recuerdos desagradables. Se acaricia las costillas con las puntas de los dedos delineando febrilmente la zona dañada. Se pregunta si tendrá algo roto. Pese al dolor y al aturdimiento que siente, no ignora que ha perdido la noción del tiempo. Apenas oye a Nathan cuando, desde el asiento delantero donde permanece echado con media pierna fuera del coche (todo lo que ella ve de él), murmura una frase que, aun sonando lejana y oscura, deja entender algo así como «la necesidad de morir». Y enseguida una risotada, aunque no muy fuerte:
—¡Ja, ja, ja!
Luego un largo silencio, roto quedamente por ella al decir:
—Querido, no debes llamarme Irma.
—No podía soportar que me llamara Irma —me dijo Sophie—. Se lo aguantaba todo, pero aquello… que me convirtiera en Irma Griese, era insufrible. La vi un par de veces en el campo de concentración… Era un monstruo femenino. A su lado, Wilhelmine parecía un ángel. Me dolía más que me llamara Irma que todas sus patadas. Por eso, antes de llegar a la hostería aquella noche, intenté convencerlo de que no debía darme aquel nombre, y cuando comenzó a llamarme Sophiamor comprendí que se le estaba pasando el efecto de las drogas, que ya no estaba tan perturbado. Sin embargo, seguía jugueteando con las capsulitas de veneno. Era lo que me daba más miedo en aquel momento. No sabía hasta dónde era capaz de llegar. Estaba loca por nuestro amor y por nuestra vida en común y no quería que muriésemos, ni juntos ni por separado. No. De todos modos, era posible que el Nembutal lo hubiera calmado. Me percaté de ello cuando, después de estrecharme entre sus brazos y causarme un dolor que me hizo gritar y sentirme al borde del desmayo, se dio cuenta de lo que me había hecho. Abrumado por la culpa, me susurró cuando aún estábamos en la cama: «Sophie, Sophie, ¿qué te he hecho? ¿Cómo pude hacerte tanto daño?». Y cosas por el estilo. Pero las otras pastillas, los barbitúricos, estaban haciéndole efecto y no podía mantener los ojos abiertos; no tardó en dormirse.
»Recuerdo que la dueña de la hostería subió otra vez la escalera para preguntarnos a través de la puerta cuándo bajaríamos, pues se estaba haciendo tarde para el ponche de ron y la cena. Y también que, cuando le dije que estábamos cansados y que sólo deseábamos dormir, se enfadó mucho y dijo que nuestro comportamiento era increíble, etcétera, pero no le hice caso; yo también tenía sueño, además de sentirme cansadísima. Así que volví a la cama y me acosté de nuevo junto a Nathan y pronto me sentí en el umbral del sueño. Pero entonces, ¡oh, Dios mío!, me acordé de las cápsulas de veneno; se hallaban todavía en el cenicero. Fui presa del pánico. Me aterrorizaba, sobre todo, no saber qué hacer con ellas. Eran tan peligrosas… No podía echarlas por la ventana ni en la papelera, pues temía que se rompieran o abrieran y sus emanaciones mataran a alguien. Pensé en el retrete, pero no desapareció por ello mi preocupación: seguía teniendo miedo de las emanaciones del cianuro, o de que éste envenenara el agua o incluso la tierra. No sabía qué hacer. Sabía que debía ponerlas fuera del alcance de Nathan. Eso me decidió, a pesar de todo, a probar suerte en el retrete. Cogí las cápsulas del cenicero con sumo cuidado y me dirigí a través de la oscuridad al cuarto de baño, donde aún había un poco de luz. Las eché en el retrete. No flotaron como me había imaginado, sino que se hundieron como dos piedrecitas. Solté el agua y desaparecieron en el acto.
»Regresé a la cama, y entonces sí que dormí. No recuerdo haber dormido jamás en una oscuridad tan profunda y sin sueños. No sé cuánto duró aquel descanso absoluto. Sólo recuerdo que Nathan despertó gritando en medio de la noche. Seguramente fue por alguna reacción de las drogas que había tomado, lo ignoro, pero era aterrador oírlo vociferar como un demonio junto a mí en plena noche. Aún no sé cómo no despertó a todo el mundo en varios kilómetros a la redonda. Yo desperté con un gran sobresalto y oí que hablaba a gritos de la muerte y la destrucción, de los ahorcamientos, de los judíos gaseados y eliminados en los hornos crematorios, y de no sé cuántas cosas más. Había pasado el día en un constante terror, pero aquello era lo peor de cuanto había sufrido. Su exaltación había aumentado y disminuido varias veces a lo largo de las pasadas horas, pero aquello parecía la locura definitiva. «¡Debemos morir!», comenzó a bramar en la oscuridad. Y luego, como en un largo rugido, dijo: «¡La muerte es una necesidad!». Entonces, alargando los brazos por encima de mí, tanteó hacia la mesilla de noche en busca del veneno. No obstante, cosa extraña, todo eso duró sólo unos instantes. Me pareció que estaba muy débil, pues pude detenerlo rodeándolo con mis brazos y obligarlo a echarse de nuevo al tiempo que le decía: «Anda, querido, es mejor que duermas, no pasa nada, has tenido una pesadilla» y tonterías por el estilo. Pero lo cierto fue que lo que le dije dio buen resultado, pues volvió a dormirse. Estaba tan oscura aquella habitación… Lo besé en la mejilla. Tenía la piel fría.
»Dormimos durante horas y horas. Cuando por fin me desperté, deduje, por el modo como el sol daba en la ventana, que debían de ser las primeras horas de la tarde. Al otro lado de la ventana, las hojas brillaban como si todo el bosque estuviera en llamas. Nathan aún dormía y me quedé largo rato a su lado, pensando. Había llegado al convencimiento de que no podía mantener enterrada por más tiempo la última cosa del mundo que quería recordar. Y además de no poder escondérmela a mí misma, tampoco podía seguir ocultándosela a Nathan. No podíamos continuar viviendo juntos a no ser que se lo contara. Sabía que había algunas cosas que no podría contarle nunca (¡nunca!), pero una de ellas, cuando menos, debía saberla; de otro modo no hubiéramos podido continuar nuestra relación, ni casarnos nunca. Y también sabía que yo, sin Nathan, no sería… nada. Por lo tanto decidí decirle aquello, que en realidad no era un secreto, sino algo que nunca había mencionado porque el dolor que me producía hablar de ello era más de lo que yo podía soportar. Nathan seguía durmiendo. Tenía la cara muy pálida, pero a juzgar por su aspecto tranquilo, su estado demencial había desaparecido. Yo tenía la impresión de que el efecto de todas las drogas que llegó a tomar ya había pasado, de que el demonio lo había abandonado, lo mismo que todos los malos vientos de la tempête, ¿sabes?, y que volvía a ser el Nathan que yo amaba.
»Me levanté y fui hacia la ventana para contemplar el bosque. Era hermosísimo con sus flameantes colores. Casi había olvidado el dolor de mi costado y cuanto había sucedido, el veneno y todas las locuras de Nathan. De niña, en Cracovia, como tú ya sabes, era muy religiosa, y cuando estaba sola hacía un juego al que llamaba «la imagen de Dios». Cuando veía algo que consideraba hermoso (una nube o una llama, la verde ladera de una montaña o la luz que inundaba el cielo), intentaba descubrir la imagen de Dios en lo que había elegido, como si Dios tomara realmente la forma de la cosa que estaba contemplando, como si viviera en ella y en ella pudiera verle a Él. Y aquel día, mientras a través de la ventana miraba aquel portentoso bosque que se extendía en suave declive hasta el río y que destacaba, en lo alto, sobre un cielo clarísimo, me olvidé de mí misma y de mi desazón y, por un momento, me sentí de nuevo como una niña y me puse a buscar la imagen de Dios en el panorama que tenía delante. Había en el aire un maravilloso olor de humo; lo vi surgir del bosque y en él descubrí la imagen de Dios». Pero entonces…, entonces se me apareció en la mente algo más concreto, algo que sabía con absoluta seguridad: que Dios había vuelto a abandonarme, y que lo había hecho para siempre. Tuve la impresión de que lo veía marcharse, de que volvía las espaldas como un enorme y extraño ser y desaparecía fragorosamente entre las hojas. Sí, Stingo, ¡vi desvanecerse la enorme espalda de Él entre los árboles! La luz no tardó en debilitarse y noté en mi interior un gran vacío… mientras volvía a mí la conciencia de mi situación con Nathan y la certeza de lo que debía decir.
»Cuando por fin Nathan se despertó, yo me encontraba a su lado en la cama. Sonrió y dijo algunas palabras, y yo me di cuenta de que apenas recordaba lo que había sucedido durante las últimas horas. Nos dijimos un par de cosas sin importancia, esas cosas, ¿sabes?, que se dicen indolentemente al despertar, y entonces me incliné muy cerca de él y le dije: «Querido, hay algo que debes saber; he de decírtelo», y él se volvió hacia mí riendo. «No te pongas tan…», dijo, pero se detuvo de pronto para preguntar enseguida: «¿Qué?». Y yo le dije: «Tú has creído siempre que yo era una mujer sin ataduras de ninguna clase, que nunca estuve casada ni nada parecido, sin familia y casi sin recuerdos de otros tiempos. Lo hice así porque de ese modo evité remover el pasado, cosa que no deseaba por lo penoso que me hubiera resultado. Supongo que a ti también te ha ido mejor de esa manera». Nathan pareció contristado y yo proseguí: «Pero debo decírtelo. Se trata de esto: hace ya años, estuve casada y tuve un hijo, un niño llamado Jan que fue recluido conmigo en Auschwitz». Entonces paré de hablar y miré hacia otro lado, y él permaneció mucho, mucho tiempo callado. Finalmente oí que exclamaba: «¡Dios mío! ¡Dios mío!». Lo repitió varias veces; luego se calló y al cabo de un rato dijo: «¿Qué le sucedió? ¿Qué le pasó a tu hijo?». Y yo le respondí: «No lo sé. Se perdió». Y él preguntó: «¿Quieres decir que murió?». Y yo le contesté: «No lo sé. Sí, tal vez. Es igual. Para mí se perdió. Se perdió para siempre».
»Y eso es todo lo que pude decir, además de otra cosa. Añadí: «Ahora que ya te lo he dicho, debes prometerme que nunca volverás a preguntarme por mi hijo. O a hablarme de él. Yo tampoco volveré a mencionártelo». Y Nathan me lo prometió con una sola palabra. «Sí», afirmó, pero su rostro reflejaba tanta aflicción que tuve que desviar la mirada de él. Entonces me dijo: «Sophiamor, me he comportado como un loco… Quiero disculparme por mi locura». Y al cabo de un momento me preguntó: «¿Quieres que juguemos?». Y yo respondí en el acto: «Sí, ya lo creo». Y nuestra batalla amorosa duró toda la tarde, haciéndome olvidar todas las penas y dolores, pero también a Dios, a Jan y muchas otras cosas que había perdido. Y tuve la seguridad de que Nathan y yo, al menos por algún tiempo, seguiríamos viviendo juntos.