10

Situado a gran profundidad bajo tierra y rodeado de gruesas paredes, el sótano de la casa de Höss donde Sophie dormía era uno de los poquísimos lugares del campo de concentración donde nunca penetraba el hedor de carne quemada. Por esta razón se refugiaba en aquel sitio siempre que podía, a pesar de que la parte del subterráneo reservada para su jergón de paja era húmeda y mal iluminada y olía a moho y a podrido. Al otro lado de las paredes había un incesante chorreo de agua procedente de los desagües y retretes de la casa, y a veces, en plena noche, Sophie se veía desagradablemente sorprendida por la sigilosa visita de una peluda rata. Con todo, este lóbrego purgatorio era mucho mejor que cualquiera de los barracones, incluido aquel en que había vivido los seis meses anteriores junto con varias docenas de mujeres también privilegiadas por trabajar en las oficinas del campo de concentración. En aquel lugar ciertamente no había tenido que sufrir tantas brutalidades ni privaciones como los demás presos del campo, pero tampoco había podido disfrutar de un instante de silencio o intimidad y, sobre todo, de sueño tranquilo. Además, durante aquel período nunca pudo cuidar de su higiene. En cambio, aquí sólo compartía su alojamiento con un puñado de prisioneras. Y uno de los lujos más refinados del sótano era su proximidad a la lavandería. A Sophie le encantaba aquella circunstancia y la aprovechaba cuanto podía, y aunque no lo hubiese hecho la habrían obligado a utilizar esa higiénica dependencia, pues la dueña de la mansión, Hedwig Höss, poseía una tremenda fobia de Hausfrau westfaliana frente a la suciedad y quería estar segura de que todos los prisioneros que vivían bajo su techo no sólo cuidaban su higiene corporal y sus ropas limpias, sino que se mantenían en unas perfectas condiciones higiénicas: el agua de la lavandería estaba siempre saturada de potentes antisépticos, cosa fácil de notar por el olor de germicida que desprendían los prisioneros domiciliados en Haus Höss. Había también otra razón para tanta pulcritud: Frau Kommandant tenía un miedo atroz a cualquier contagio proveniente del campo de concentración.

Otra de las preciosas ventajas que Sophie encontró y aprovechó en el sótano fue la de dormir, o al menos la posibilidad de ello. Después de la falta de alimentos y de intimidad, la imposibilidad de dormir era una las principales carencias del campo de concentración; buscado por todos con una avidez casi lujuriosa, el sueño era el único modo de evadirse del eterno tormento, y, cosa rara (o quizá no tan rara), solía traer sueños agradables. Como me hizo observar Sophie cierta vez, aquella gente tan cercana a la demencia se habría vuelto completamente loca si, para huir de una pesadilla, se hubieran encontrado con otra en su mundo onírico. Así pues, gracias al silencio y al aislamiento de que podía disfrutarse en el sótano de Höss, por primera vez desde hacía varios meses Sophie pudo dormir y sumergirse en el agradable flujo y reflujo de los sueños.

El sótano había sido dividido aproximadamente en dos partes iguales por un tabique de madera. Al otro lado de la pared, se alojaban siete u ocho prisioneros masculinos; polacos en su mayoría, trabajaban arriba en toda clase de tareas, principalmente el lavado de platos en la cocina y la jardinería a cargo de dos hombres. Hombres y mujeres raramente se mezclaban, como no fuese al cruzarse casualmente. Además de Sophie, había tres mujeres en el compartimiento femenino. Dos de ellas, hermanas, eran modistas judías que habían sido traídas de Lieja. Testimonio viviente del expeditivo proceder de los alemanes, las dos hermanas se habían salvado del gas sólo por su arte y habilidad en el manejo de la aguja y el hilo. Eran las favoritas de Frau Höss, quien junto con sus tres hijas, se beneficiaba de la habilidad de ambas; se pasaban el día cosiendo y haciendo dobladillos y arreglos en los vestidos más elegantes que habían sido previamente arrebatados a las judías destinadas a las cámaras de gas. Hacía muchos meses que estaban en la casa, y se habían vuelto complacientes y regordetas gracias a un trabajo sedentario y a una alimentación relativamente buena que les había permitido contrastar con aquel mundo de carne enjuta. Bajo la protección de Hedwig parecían haber perdido por completo el miedo ante el futuro, y Sophie siempre las encontró tranquilas y de buen humor en su soleada habitación del segundo piso, donde, entre otras cosas, se dedicaban a descoser etiquetas (con las marcas Cohen, Lowestein y Adamowitz) de costosas prendas de pieles y de lana recién limpiadas que, pocas horas antes, aún se encontraban en los vagones de carga con sus poseedores. Hablaban poco y con un acento belga que a Sophie le resultaba áspero y extraño.

La otra ocupante de la mazmorra de Sophie era una mujer asmática de media edad llamada Lotte; pertenecía a los Testigos de Jehová y era de Coblenza. Como a las dos modistas judías, la fortuna la había favorecido salvándola de la muerte; en su caso, había sido sometida a un tratamiento especial de inyecciones o a alguna tortura lenta en el «hospital» para que pudiese hacer de aya de los dos hijos más jóvenes de Höss. Flaca, lisa como un tablón, de mandíbula saliente y manos enormes, era muy parecida a algunas de las bestiales y lascivas guardianas que, procedentes del campo de Ravensbrück, habían sido enviadas al campo de concentración (una de ellas atacó salvajemente a Sophie poco después de su llegada). Pero Lotte, afable y generosa, no suponía amenaza alguna. Se comportó con Sophie como una hermana mayor, y le dio atinados consejos sobre el modo de conducirse en la mansión, junto con valiosas observaciones referentes al comandante y a las demás personas de la casa. Le dijo que, en particular, tuviera cuidado con Wilhelmine, el ama de llaves. Era una mujer de la peor calaña, también prisionera como las demás; una alemana que cumplía una condena por falsificación. Vivía arriba, en dos habitaciones. «Lámele el culo, Sophie —le aconsejó Lotte—, lámele el culo; lámele el culo y no tendrás problemas.» En cuanto a Höss, según dijo a Sophie su protectora, también le gustaba que lo halagaran, pero con él debía procederse con más cautela porque no se dejaba enredar fácilmente.

De alma simple, tremendamente devota, casi analfabeta, Lotte parecía capear los terribles vientos dé Auschwitz como un buque rudamente tenaz, serena en su increíble fe. Sin embargo, nunca intentó hacer proselitismo; sólo una vez dio a entender a Sophie que, por sus propios sufrimientos en aquel cautiverio, sería ampliamente recompensada en el Reino de Jehová; los demás, incluida Sophie, irían a parar irremisiblemente al infierno. Pero no hubo mala intención en su sentencia, como tampoco la hubo en sus palabras una mañana en que, casi sin aliento, al detenerse con Sophie en el rellano del primer piso cuando se dirigían a sus tareas, Lotte notó el olor esparcido en el ambiente por la pira funeraria de Birkenau y murmuró que aquellos judíos lo merecían. Se habían ganado las consecuencias del lío en que se habían metido. Al fin y al cabo, ¿no fueron los judíos los primeros que traicionaron a Jehová? «Die Hebraer son la raíz de todos los males», dijo con un resuello.

Cuando Sophie estaba a punto de despertarse a primera hora de la mañana del día que ya he comenzado a describir, el décimo día de los que llevaba trabajando en la buhardilla para el comandante y el mismo en que tomó la determinación de seducirlo —o, si no seducirlo precisamente (pensamiento ambiguo), conseguir que se doblegara a su voluntad y designios—, un momento antes de abrir sus ojos pestañeantes en la lóbrega atmósfera del sótano, tuvo conciencia del dificultoso respirar asmático de Lotte, que dormía sobre su jergón junto a la pared opuesta. Entonces Sophie se despertó con una sacudida, percibiendo entre sus pesados párpados el gran bulto de un cuerpo que yacía a un metro de distancia bajo una manta apolillada. Sophie se habría levantado, y como tantas otras veces le habría hurgado las costillas con las yemas de los dedos para despertarla, pero a pesar de que las pisadas que se oían arriba, procedentes del suelo de la cocina, le indicaban que era casi la hora de levantarse, se dijo: «Déjala dormir». Y luego, como un nadador que se zambullera en acogedoras y amnióticas profundidades, Sophie intentó caer de nuevo en el sueño que tenía cuando despertó.

En él era una muchachuela que, unos doce años antes, escalaba una pendiente de los Dolomitas en compañía de su prima Krystyna; buscaban edelweiss mientras charlaban en francés. Oscuros y brumosos picos se alzaban ante ellas. Desconcertante como todos los sueños, y aun dando la sensación de un peligro latente, la visión había sido casi insoportable por su belleza. La flor de lechosa blancura apareció por fin entre las rocas, y Krystyna, que precedía a Sophie por un peligroso sendero, le dijo: «¡Ahora te la bajo, Zosia!». Entonces Krystyna pareció resbalar y, en medio de una avalancha de guijarros, vaciló.en el borde del abismo: el sueño fue ennegrecido por el terror. Sophie se puso a rezar por Krystyna como si lo hiciera por ella misma: «Ángel de Dios, ángel de la guarda, no la abandones… —profirió una y otra vez—. ¡Ángel, no la dejes caer!». De pronto, el sueño se inundó de luz alpina y Sophie miró hacia arriba. Serena y triunfante, rodeada de una aureola luminosa, la niña sonrió a Sophie firmemente encaramada en un musgoso promontorio y con el edelweiss en la mano. «Zosia, je l’ai trouvé!», gritó Krystyna. La impresión de peligro del sueño transformada luego en sensación de seguridad, junto con la evidencia posterior de una jubilosa resurrección gracias a sus rezos, fue tan agudamente dolorosa que cuando despertó al oír los resuellos de Lotte sus ojos estaban llenos de lágrimas. Fue entonces cuando Sophie volvió a cerrar los párpados y dejó caer la cabeza hacia atrás en un fútil intento de refugiarse en su fantasmal alegría… y cuando Bronek le sacudió bruscamente el hombro.

—Esta mañana sí que tengo una buena manduca para ustedes, señoras —dijo el hombre.

Perfectamente adaptado a la escrupulosa puntualidad alemana, Bronek había llegado en el instante previsto. En un abollado perol de cobre traía la comida, que solía consistir en los restos de la cena de los Höss de la noche anterior. Aquel forraje matinal siempre estaba frío (como si se tratara de la alimentación de animales domésticos, la cocinera dejaba el perol con los desperdicios junto a la puerta de la cocina, de donde lo cogía Bronek cada mañana al amanecer) y solía componerse de un grasiento revoltillo de huesos que aún conservaban algo de carne y ternilla, trozos de pan (untados de margarina en los días propicios), restos de verdura y a veces una manzana o pera medio comida. En comparación con lo que solían comer los prisioneros del campo de concentración, estos alimentos eran exquisitos; y, en cuanto a cantidad, representaban un verdadero banquete. De tal desayuno, aumentado ocasional e inexplicablemente con finos bocados como sardinas de lata o salchichas polacas, podía sacarse la impresión de que el comandante quería que sus servidores domésticos no murieran de hambre. Además, aunque Sophie tenía que compartir su cuenco con Lotte (al igual que las dos hermanas judías con el suyo) comiendo cara a cara como si fueran un par de perros, podían hacer uso de una cuchara de aluminio: un lujo que nadie recordaba ya alambradas adentro.

Sophie oyó que Lotte se despertaba con un gruñido, murmurando sílabas inconexas, tal vez una invocación matutina a Jehová con un sepulcral acento renano. Bronek, dejando el perol en el suelo dijo:

—Miren, señoras, todo lo que ha quedado de una pierna de cerdo; todavía tiene carne. Y también hay mucho pan. Y unos buenos trozos de fina col. Supe que hoy iban a comer ustedes bien desde que ayer me enteré de que venía a comer Schmauser.

El hombre para todo, pálido y calvo a la plateada y escasa luz del sótano, todo él angulosidades, especialmente en las articulaciones de sus miembros (lo que le daba el aspecto de un saltamontes), pasó del polaco a su defectuoso y grotesco alemán para dirigirse a Lotte mientras le daba un codazo:

Aufwecken, Lotte —le susurró, diciéndole que despertara—. Aufwecken, mein schône Blume, mein kleiner Engel. —Por pocas ganas reír que tuviera Sophie, aquella escena, parodia aproximada de las que tenían lugar entre Bronek y la elefantina ama de llaves, que gozaba de las máximas atenciones de éste, alivió su mal humor por su comicidad y, sobre todo, por los piropos de «mi bella flor y mi angelito»—. Despierta, mi gusanito de Biblia —insistió el buen hombre, momento en que Lotte se incorporó y se quedó sentada.

Todavía ofuscada por el sueño, su inexpresiva cara tenía un aspecto monstruoso, pero etéreamente plácido y benigno a la vez, como una de aquellas efigies de la isla de Pascua. Y de repente, sin dudar ni un instante, comenzó a engullir la comida.

Sophie esperó un momento. Sabía que Lotte, un alma de Dios, sólo tomaría la parte que le correspondía, por lo que tuvo tiempo de relamerse antes de empezar a comer su porción. La boca se le hacía agua a la vista de la viscosa mezcla, y bendijo el nombre de Schmauser. Era un Obergruppenfûhrer de las SS —grado equivalente a general de división— y superior de Höss en sus tiempos de Wroclaw; se rumoreaba que su visita se prolongaría durante varios días, cosa que hizo desear a todos que se confirmara la teoría de Bronek: «Mientras haya un pez gordo en la casa, comeremos tanto y tan bien que hasta las cucarachas reventarán de hartas».

—¿Qué tal fuera, Bronek? —dijo Lotte entre dos engullidas.

Como Sophie, sabía que el hombre solía observar y predecir el tiempo con el acierto propio de un campesino.

—Frío. Viento de poniente. Sol a ratos. Pero muchas nubes bajas. No permiten que el aire se eleve y circule. Ahora la atmósfera es maloliente, pero es posible que mejore. Hay muchos judíos chimenea arriba. Querida Sophie, coma, por favor.

Esto último lo dijo en polaco riendo y mostrando los dientes, con lo que dejó entrever unas encías en las que los restos de tres o cuatro dientes sobresalían como blancas astillas.

La carrera de Bronek en Auschwitz coincidía con la propia historia del campo de concentración. Casualmente, fue uno de sus primeros novicios, y comenzó a trabajar en casa de Höss poco después de su internamiento en el campo. Era un ex granjero de los alrededores de Miastko, muy hacia el norte. Se le habían caído la mayoría de los dientes tras haber sido objeto de un experimento de carencia de vitaminas; lo mismo que a una rata o a un conejillo de Indias, lo habían privado sistemáticamente de ácido ascórbico y otros elementos nutritivos esenciales hasta que, como se esperaba, su boca quedó convertida en una ruina; también salió algo chiflado de la prueba. Sin embargo, se vio favorecido por el extraordinario golpe de suerte que de vez en cuando caía sobre ciertos prisioneros sin ningún motivo especial, como un rayo. Ordinariamente, habría sido liquidado después del experimento: un pellejo inútil ayudado a morir con eficacia y celeridad mediante una inyección en el corazón. Pero además de un extraordinario vigor, poseía esa capacidad de recuperación que sólo tienen los hombres del campo. Aparte de la destrucción de sus dientes, no presentaba ninguno de los síntomas del escorbuto —lasitud, debilidad, pérdida de peso y así sucesivamente— que, dadas las circunstancias, eran previsibles. Se conservaba tan brioso como un macho cabrío. Y así fue como, después de un examen a fondo del caso por los perplejos doctores de las SS, el hecho llegó de modo indirecto al conocimiento de Höss. Se pidió al comandante que echara una mirada al fenómeno; lo hizo, y en su fugaz encuentro con el recio campesino, el comandante —quizá sólo por la forma de hablar de Bronek, que era el defectuoso y chusco alemán propio de un inculto lugareño polaco de Pomerania— se encaprichó con él, lo puso bajo la protección de su casa, donde trabajó desde entonces gozando de algunos pequeños privilegios, como la entera libertad de movimiento por todo el edificio y sus dependencias y la exención total de vigilancia que suele concederse a un animal doméstico. Sí, existen estos favoritismos en todas las sociedades basadas en la esclavitud. Era un especialista en el logro de gangas, lo que le permitía sorprender de vez en cuando a sus compañeros con notables sorpresas en forma de alimentos, casi siempre de misteriosa procedencia. Y Sophie aun tuvo conocimiento de algo más importante respecto a Bronek. A pesar de su simpleza, estaba en contacto diario con el campo de concentración y era un informador fiable de uno de los más poderosos grupos de la resistencia polaca.

Las dos modistas se agitaron en la oscuridad del otro extremo del compartimiento.

Bonjour, mes dames —les dijo alegremente Bronek—. Su desayuno ya está aquí. —Se volvió hacia Sophie—. También les traigo algunos higos, verdaderos higos, ¿se dan cuenta?

—Pero ¿de dónde los ha sacado usted? ¡Higos! —Deliciosamente sorprendida, Sophie cogió el increíble tesoro que Bronek le ofrecía; aunque secos y envueltos en celofán, confirieron una maravillosa tibieza a la palma de su mano. Los observó con detenida delectación y pudo ver los apetitosos regueros de jugo cuajado sobre la piel verde-grisácea de los melosos frutos; inhaló su voluptuoso aroma, disminuido pero aún dulzonamente agradable, y recordó los auténticos higos que había comido años antes en Italia. Su estómago reaccionó con un alegre ruidito. Hacía siglos que no podía disfrutar de semejante lujo—. ¡Bronek, no puedo creerlo! —exclamó.

—Guárdenselos para después —dijo Bronek, dando otro paquete a Lotte—, no los saboreen ahora. Cómanse antes esta mierda. No es más que basura, pero es lo mejor de que podrían disponer. Es casi tan buena como la que yo usaba para alimentar a los cerdos que criaba en Pomerania.

Bronek era un hablador incansable. Sophie escuchaba su cháchara, mientras mordisqueaba ávidamente un frío despojo de cerdo: se componía casi por entero de hueso y cartílagos, pero los pequeños restos de carne eran sabrosos; le sabían a ambrosía, lo mismo que las pequeñas bolsas llenas a reventar de la grasa que tanto necesitaba su cuerpo. Habría sido capaz de atracarse de cualquier clase de grasa. Mentalmente volvía a recrear a su antojo el festín que Bronek había tenido ocasión de contemplar haciendo las veces de camarero: el espléndido cochinillo, el pudín, las humeantes patatas, la col con castañas, las salsas y, como postre, compotas y jaleas y un rico flan, todo ello engullido por las fauces de los SS con ayuda de majestuosas botellas de un vino húngaro llamado Sangre de Toro, y servido (según correspondía a un dignatario de tanta categoría como un Obergruppenführer) con una soberbia vajilla zarista de plata procedente de algún museo saqueado del frente oriental. La voz de Bronek, que estaba hablando precisamente de aquella gente, despertó a Sophie de su ensueño; el tono de su expresión era el de una persona bien informada de portentosos acontecimientos secretos:

—Intentan parecer felices —dijo— y, por un momento, dan la impresión de serlo. Pero cuando vuelven a meterse en la guerra, todo es dolor y miseria. Como eso que dijo anoche Schmauser sobre los rusos…, que estaban a punto de recuperar Kiev. Y que había muchas otras malas noticias del frente ruso. Y las noticias de Italia tampoco son nada buenas, según Schmauser. Por lo que parece, los británicos y los norteamericanos avanzan allí hacia el norte, y los alemanes mueren como piojos. —Bronek, que estaba agachado, se irguió y dio unos pasos hacia las dos hermanas con el otro cuenco que había traído—. Pero la gran noticia, señoras, es algo que apenas creerán, pero que no puede ser más cierto: ¡Rudi se marcha! ¡Vuelven a destinarlo a Berlín!

Sophie estuvo a punto de atragantarse con el cartilaginoso bocado que estaba engullendo al oír estas palabras. «¿Se marcha?» ¡Höss dejaba el campo de concentración! ¡No podía ser verdad! Se incorporó y agarró la manga de Bronek.

—¿Está seguro? —le preguntó—. ¿Está usted seguro, Bronek?

—Lo que digo se lo oí decir a Schmauser. Le dijo a Rudi, cuando los demás oficiales ya se habían marchado, que había realizado un trabajo estupendo, pero que lo necesitaban en la oficina central de Berlín. Y que, por lo tanto, ya podía prepararse para un traslado inmediato.

—¿Qué entiende usted por… inmediato? —insistió Sophie—. ¿Hoy, el mes próximo, cuándo?

—No lo sé —contestó Bronek—, dio a entender que pronto. —De súbito, su voz se volvió temblorosa—. Lo que es a mí, la noticia no me hace nada feliz, se lo aseguro. —Hizo una pausa; la expresión de su rostro era sombría—. No hago más que preguntarme a quién pondrán en su sitio. Tal vez a algún sádico, ya sabe a lo que me refiero. ¡Algún gorila! ¿Es posible que yo también…? —Dio una mirada en derredor y se pasó el índice por el cuello—. Ese hombre habría podido liquidarme, habría podido darme una ración de gas, como a los judíos, pero me trajo aquí y me ha tratado desde entonces como a un ser humano. Por eso no puedo alegrarme de que Rudi se marche.

Pero Sophie, preocupada, ya no prestaba atención a Bronek. Estaba aterrada por la repentina noticia del traslado de Höss. De pronto, se había dado cuenta de que debía actuar con rapidez si quería que el comandante se fijase en ella para conseguir a través de él lo que se había propuesto. Durante las dos horas siguientes, Sophie, afanándose al lado de Lotte en el lavado de la ropa de la casa (a los prisioneros que servían bajo el techo de Höss se les ahorraba el pesado e interminable acto de pasar lista a que estaban obligados todos los prisioneros del campo de concentración pero, aun así, era poco el tiempo que podían desperdiciar; Sophie tenía que lavar grandes montones de ropa de los pisos superiores, aunque por fortuna pocas veces estaba realmente sucia gracias a la obsesión de Frau Höss por los gérmenes y la falta de limpieza), se imaginaba toda clase de parodias y escenas teatrales en las que llegaba a intimar con el comandante lo suficiente como para poder hacerle escuchar la historia que la llevaría a la redención. Pero el tiempo había comenzado a trabajar en su contra. A menos que actuara inmediatamente y quizá con un poco de atrevimiento, Höss se marcharía y todo lo que ella había planeado quedaría reducido a la nada. Su ansiedad era casi inaguantable y, de algún modo, estaba irracionalmente mezclada con una extraña sensación de hambre.

Había escondido el paquete de higos en el dobladillo suelto de su blusa a rayas. Poco antes de las ocho, aproximadamente a la hora en que debía subir los cuatro tramos de escalera para dirigirse al despacho de la buhardilla, no pudo resistir por más tiempo la apremiante necesidad de comerse algún higo. Se escondió, pues, en un gran cuarto trastero situado bajo la escalera, donde no podrían verla los demás prisioneros de la casa. Y allí abrió frenéticamente el paquete rompiendo el celofán. Se le llenaron los ojos de lágrimas al deslizársele dulcemente garganta abajo, uno a uno, los pequeños globos de fruta (ligeramente húmedos y de deliciosa textura tras una fácil mascadura para liberar sus diminutas semillas); loca de deleite, sin avergonzarse de su glotonería y con la azucarada y babeante saliva que le cubría la barbilla y los dedos, los devoró todos. Sus ojos tardaron un poco en desnublarse, y su corazón latió de placer todavía unos momentos. Después, tras permanecer unos minutos en la oscuridad para permitir que los higos se asentaran en su estómago y para recuperar su compostura y su expresión normal, comenzó a subir poco a poco hacia la parte alta de la casa. La ascensión duró unos pocos minutos, pero este corto lapso de tiempo fue interrumpido por dos acontecimientos singularmente memorables que, con todas sus espantosas características, no desentonaban de la alucinante realidad de sus mañanas, tardes y noches en Haus Höss.

En dos de los rellanos de la escalera —el de la planta inmediatamente superior al sótano y el que se encontraba justamente debajo de la buhardilla—, había unas lumbreras, orientadas hacia el oeste, de las que Sophie intentaba habitualmente desviar la mirada, aunque no siempre con éxito. La vista que se dominaba a través de ellas comprendía ciertas áreas inconcretas —en primer término, un pardo campo desprovisto de hierba destinado a eventuales ejercicios militares, algunos pequeños barracones de madera, los alambres electrizados que cercaban incongruentemente un grupo de grandiosos álamos—, pero también incluía el andén del ferrocarril donde se llevaban a cabo las selecciones. Invariablemente, largas hileras de vagones de carga de sucio color marrón aguardaban en aquel lugar presagiando incontables escenas de crueldad, mutilación y locura. El andén quedaba a una distancia media: demasiado cerca para ser ignorado y demasiado lejos para verlo con claridad. Era posible, me dijo Sophie en uno de sus relatos, que el recuerdo de su propia llegada allí concretamente en aquel quai, era la causa de que evitara dirigir la mirada en aquella dirección, de que volviese siempre los ojos hacia otro lado para ver las fragmentarias y vacilantes apariciones que, desde su punto de observación, sólo podían divisarse imperfectamente, como las formas confusas de un antiguo y mudo noticiario cinematográfico: un cañón de rifle apuntando al cielo, cuerpos sin vida sacados a tirones de entre las puertas de un vagón, cartón piedra humano echado brutalmente al suelo.

A veces hacía lo posible para imaginarse que no había allí ninguna clase de violencia y sólo experimentaba una terrible sensación de orden, enormes grupos de personas que caminaban bamboleándose dócilmente en un interminable desfile. El andén se hallaba demasiado distante para que llegara de él sonido alguno: la música de la demencial banda de prisioneros que daba la bienvenida a cada nuevo tren, los gritos de los guardianes, el ladrido de los perros…, todo esto quedaba enmudecido, aunque algunas veces podía oírse el disparo de una pistola. Por lo tanto, el drama parecía tener lugar en un misericordioso vacío auditivo que excluía los alaridos de dolor, los gritos de terror y otros ruidos de aquella infernal iniciación. Mientras seguía subiendo los escalones, Sophie pensaba que tal vez aquella ausencia de ruidos le permitía ceder, de vez en cuando, a una ocasional e irresistible mirada furtiva, cosa que hizo ahora para ver una fila de vagones recién llegados que estaban siendo descargados. Guardianes de las SS y remolinos de vapor rodeaban el tren. Sabía, por las notificaciones que Höss había recibido el día anterior, que aquél era el segundo de dos trenes procedentes de Grecia, con un cargamento de dos mil cien judíos.

Entonces, satisfecha su curiosidad, se volvió y abrió la puerta del salón a través del cual tenía que pasar para alcanzar el último tramo de escalera. Procedente de la gramola Stromberg Carlson, una voz de contralto llenaba la estancia con las turbulentas quejas de una mujer que cantaba sus amores contrariados, mientras Wilhelmine, el ama de llaves, seguía la tonada con un audible canturreo y manoseaba un montón de ropa interior femenina de seda. Estaba sola. La luz del sol inundaba la habitación.

Wilhelmine (observó Sophie mientras intentaba pasar lo más rápidamente posible) llevaba una de las batas —regalada— de su dueña, unas zapatillas rosadas con unas enormes borlas del mismo color, y el pelo, teñido con alheña, enrollado en bigudíes. Tenía la cara enrojecida como si se hubiese puesto demasiado colorete. Desafinaba de un modo atroz. Se volvió hacia Sophie en el momento en que ésta se escurría por su lado y le echó una mirada sorprendentemente agradable, cosa para ella difícil de conseguir porque su rostro era de lo más desagradable que hubiera podido existir. (Por inoportuno que pueda parecer ahora, y posiblemente falto de persuasión gráfica, no puedo menos de repetir la reflexión maniquea que Sophie me hizo respecto a aquel famoso verano: «Si alguna vez escribes sobre esto, Stingo, di que Wilhelmine era la mujer más hermosa que yo hubiera visto jamás… Bueno, en realidad no era hermosa, sino bien parecida, con la dura belleza que suelen tener las trotacalles. Era, pues, la mujer más hermosa que yo hubiera visto jamás, pero con una maldad interior que la hacía fea como pocas. Sólo puedo describirla de esta mañera. Vista así, su fealdad era total. La sangre se me helaba con sólo mirarla».)

—Guten Morgen—susurró Sophie, apretando el paso.

Wilhelmine la detuvo de súbito con un brusco:

—¡Espera!

Su voz sonó como un disparo. El alemán es una lengua dura, al fin y al cabo.

Sophie se volvió para situarse frente al ama de llaves; por raro que pareciese era la primera vez que se hablaban aun cuando se veían a menudo. A pesar de que su semblante no era en aquel momento nada amenazador, la mujer inspiraba aprensión; Sophie sintió la aceleración de su pulso en ambas muñecas, la boca se le secó en un instante. «Nur nicht aus Liebe weinen», se quejó la lacrimosa y amplificada voz de la gramola, insistiendo en lo desgraciado que era su amor con unos ecos que resonaban de pared a pared. Una centelleante galaxia de motas de polvo flotaba a través de la oblicua luz de primera hora de la mañana, que iluminaba con claridad desigual una suntuosa habitación abarrotada de armarios, cómodas y mesitas, de dorados sofás y sillones. «Ni siquiera es un museo —pensó Sophie—, es un almacén monstruoso.» De pronto, Sophie se dio cuenta de que el salón olía fuertemente a desinfectante, como su propia blusa. El comportamiento del ama de llaves era de una extraña incoherencia.

—Quiero darte una cosa —le dijo con tono halagador, sonriendo, buscando entre el montón de ropa interior. La sedeña pila de finas prendas con aspecto de recién lavadas reposaba sobre la superficie de mármol de una cómoda con incrustaciones de madera coloreada y ornamentos de bronce en forma de franjas planas que se abarquillaban en ciertos lugares del mueble: un trasto enorme y pesadísimo que difícilmente habría sido admitido en Versalles, pero de donde era muy posible que hubiera sido robado—. Todo esto lo trajo Bronek anoche, directamente del equipo de limpieza —continuó con su tono estridente y cantarín—. Frau Höss quiere repartirlo casi todo entre los prisioneros de la casa. Sé que no tienes ropa interior. Lo mismo que Lotte, que se ha quejado de que esos uniformes os irritan el trasero. —Sophie soltó el aliento, contenido hasta entonces. Sin pena ni sorpresa, ni siquiera impresionada por lo que habría podido parecer una revelación, un pensamiento atravesó su mente con increíble rapidez: «Todas estas prendas son de mujeres judías muertas»—. Están limpias, muy limpias. Algunas de estas piezas son de una seda maravillosamente pura; no había visto nada igual desde antes de la guerra. ¿Cuál es tu talla? Apuesto a que ni siquiera lo sabes.

Sus ojos emitían un brillo de lubricidad.

Aquel súbito e injustificado acto de caridad se había producido con demasiada rapidez para que Sophie se percatara enseguida de su verdadero sentido, pero no tardó en presentirlo realmente alarmada…, alarmada tanto por la manera como Wilhelmine se le había casi echado encima (porque acababa de darse cuenta de que era esto lo que había hecho el ama de llaves), acechándola cual una tarántula en espera de que saliera del sótano, como por su precipitado ofrecimiento de aquel regalo con tan sorprendente interés.

—¿También te irrita el culo, a ti, la tela del uniforme? —oyó que Wilhelmine le preguntaba ahora suavemente y con un ligero temblor en la voz que hacía su actitud más insinuante y provocativa que sus sugestivos ojos o que las palabras que la habían puesto en guardia (Apuesto a que ni siquiera lo sabes») y en cuyo significado volvió ahora a insistir—: ¿Verdad que no sabes cuál es tu talla?

—Sí —dijo Sophie, tremendamente incómoda—. ¡No! No lo sé.

—Vamos —murmuró Wilhelmine, señalándole un rincón de la estancia. Era un penumbroso espacio protegido por la mole de un gran piano de concierto Pleyel—. Vamos, pruébate estas bragas. —Sophie avanzó unos pasos y sintió enseguida el ligero contacto de los dedos del ama de llaves en el borde inferior de su blusón—. Estaba tan interesada por ti… He tenido ocasión de oírte hablar con el comandante. Hablas un maravilloso alemán, como si fuera tu propia lengua. El comandante dice que eres polaca, pero la verdad es que no me lo creo, ¡ja! Eres demasiado hermosa para ser polaca. —Sus palabras, vagamente febriles, se derramaban las unas sobre las otras mientras acababa de empujar a Sophie hacia el rincón, que era más oscuro de lo que parecía—. Todas las polacas de este lugar son tan bastas y ordinarias, tan lumpig, tan andrajosas… Pero tú… tú debes de ser sueca, ¿verdad? O de sangre sueca… Pareces más sueca que otra cosa, y he oído decir que hay mucha gente de sangre sueca en el norte de Polonia. Aquí donde estamos, donde nadie puede vernos, podrás probarte las bragas que quieras. Para que tu culito no se irrite y se conserve blanco y suave.

Hasta aquel instante, esperanzada contra toda esperanza, Sophie se había dicho que los atrevimientos de aquella mujer podían muy bien ser inofensivos pero ahora, al tenerla tan cerca, los signos de su voraz deseo —primero su rápida respiración y luego la rubicundez que se extendió como una erupción por su cara bestialmente hermosa, un rostro que tanto tenía de Valquiria como de prostituta— no dejaban lugar a dudas sobre sus intenciones. Aquellas bragas de seda eran un torpe señuelo. Y en un espasmo de extraño humor, cruzó por la mente de Sophie el pensamiento de que el gobierno de aquella casa estaba tan psicóticamente ordenado y tan estrictamente proyectado que aquella infeliz y despreciable mujer sólo podía atender las ansias de su sexo de pasada, por así decirlo, de pie en un rincón detrás de un piano de cola, y precisamente durante los pocos y preciosos minutos sin programar que le quedaban entre el fin del desayuno (cuando los niños acababan de marcharse a la escuela de la guarnición) y el comienzo de las tareas cotidianas habituales. De las demás horas del día, hasta el último tictac del reloj, debía dar exacta cuenta y razón: voilà! De ahí por qué se exponía a lo que fuese contra viento y marea, bajo un techo regulado por las SS, para poder disfrutar de un poco de amor sáfico.

Schnell, schnell, meine Süsse!—susurró Wilhelmine, para que se apresurara—. Levántate un poco la falda, querida…, no, ¡más arriba!

Entonces la ogresa se empleó a fondo y Sophie se sintió hundida en sonrosada franela, en coloradas mejillas, en pelos y bigudíes y en una rojiza fuente de hediondez mezclada con perfume francés. El ama de llaves actuaba con el frenesí de una loca. Sólo pudo conceder un par de segundos a su dura, tiesa y lupina lengua para que evolucionara en la oreja de Sophie; luego le acarició precipitadamente los pechos, le sobó rudamente las nalgas y se echó hacia atrás con una expresión de lujuria tan intensa que sólo podía compararse a la peor de las angustias; enseguida pasó a tareas más serias: se dejó caer de rodillas al suelo y oprimió las caderas de Sophie rodeándolas con sus brazos. «Nur nicht aus bebe weinen…», repetía la llorona del disco.

—Mi gatita sueca.,., monada mía —susurró Wilhelmine—. Oh, bitte, por favor, ¡la falda más arriba!

Conforme a la decisión tomada momentos antes, Sophie no se resistiría ni protestaría —se hallaba en un estado de improvisada autohipnosis más allá de toda repugnancia, siendo consciente, a lo sumo, de que estaba tan desamparada como una mariposa atrapada por una araña en su red—, por lo que permitió, sumisa, que aquella viciosa le separara los muslos y que un lascivo morro y la redonda punta de una lengua hurgaran en lo que, según advirtió con oscura y distante satisfacción, era su porfiada sequedad, algo tan árido y desprovisto de humedad como un desierto de arena. Se balanceó sobre los talones y levantó los brazos perezosamente para ponerse en jarras mientras la mujer —Sophie acababa de advertirlo— se masturbaba frenéticamente y movía inquieta debajo de ella su flameante mata de pelo recogida por los torcidos como si fuese una gigantesca y deforme amapola. Entonces llegó un ruido retumbante del otro extremo de la gran habitación, una puerta se abrió de golpe y la voz de Höss gritó:

—¡Wilhelmine! ¿Dónde está usted? Frau Höss la necesita en el dormitorio.

El comandante, que habría tenido que hallarse a aquella hora en su oficina de la buhardilla, se había apartado brevemente de su programa, y fue tal el miedo que la inesperada presencia de Höss —aunque invisible— causó a ambas mujeres, que Sophie temió que la súbita y espasmódica manera en que Wilhelmine se agarró a sus nalgas las hiciera caer a las dos al perder el equilibrio. La lengua y la cabeza se apartaron. Por un momento, la desconcertada adoradora se quedó inmóvil, como paralizada, rígida la cara de espanto. Luego vino la bendita distensión. Höss, sin llegar a ver a nadie, gritó otra vez, hizo una pausa, juró entre dientes y volvió a marcharse dejando oír sus fuertes pisadas sobre los escalones que conducían a la buhardilla. Y el ama de llaves acabó de separarse entonces de Sophie dejándose caer hacia atrás en la oscuridad, desmadejada como una grotesca muñeca de trapo.

Sophie sólo empezó a reaccionar cuando se encontró en la escalera, camino de la buhardilla, de modo tan sobrecogedor que las piernas, súbitamente debilitadas, no la aguantaron y tuvo que sentarse. No era el mero hecho de aquella acometida lo que la dejó anonadada —el lance no era nuevo para ella, pues casi había sido violada por una guardiana unos meses antes, poco después de su llegada—, ni tampoco la reacción de Wilhelmine, que mostró un demencial interés, cuando Höss hubo desaparecido escalera arriba, por no perder la privilegiada seguridad de que gozaba («No debes decirlo al comandante —dijo con tono regañón a Sophie, pero luego le repitió las mismas palabras con implorante humildad. Y antes de echar a correr a través de la puerta, aún añadió—: ¡Nos mataría a las dos!») Por un momento Sophie pensó que aquella comprometedora situación le había dado, casualmente, cierta ventaja sobre el ama de llaves. A no ser… A no ser (y este pensamiento, que la asaltó de improviso, le hizo flaquear las piernas y sentarse, temblorosa, en un peldaño de la escalera) que aquella falsaria convicta, con tanto poder en aquella casa, se pusiera a cubierto ante la posibilidad de que trascendiera la verdad de aquel fallido acto venéreo volviéndose contra Sophie, resarciéndose de su frustración mediante la conversión del amor en venganza, yendo al comandante con algún cuento sobre la mala conducta de su secretaria (específicamente, que era la otra la que había iniciado la seducción), con lo que echaría a perder los planes que Sophie había forjado para asegurarse un futuro mejor que el que se le presentaba. Teniendo en cuenta cuánto detestaba Höss la homosexualidad, sabía lo que le sucedería si se urdía tal escándalo, y en el acto sintió —como la habían sentido sus privilegiados compañeros de reclusión en su asfixiante limbo saturado de terror— la fantasmal aguja que vertía a chorros la muerte en el centro de su corazón.

Acurrucada en la escalera, se inclinó hacia adelante y se cogió la cabeza con ambas manos. La confusión que bullía en su mente le causaba una ansiedad casi insoportable. Ahora, después del episodio con Wilhelmine, ¿se hallaba en mejor situación o el peligro que corría era aún mayor? No lo sabía. La potente sirena del campo de concentración —de tono agudo, armónico, más o menos en si menor y que siempre le recordaba algún acorde parcialmente recuperado de Tannhäuser— hendió la mañana señalando las ocho en punto. Nunca había llegado tarde a la buhardilla pero ahora iba a hacerlo, y al pensar en su retraso y en la impaciencia con que la estaría esperando Höss —que medía el tiempo por décimas de segundo—, se sintió invadida por el terror. Se levantó y continuó subiendo; se sentía febril y decaída. Eran demasiadas las cosas que tenía que resolver al mismo tiempo. Demasiados los pensamientos que debía poner en orden, demasiadas las inquietudes y aprensiones que la abrumaban. Si no sabía dominarse, hacer todos los esfuerzos necesarios para guardar su compostura, podría derrumbarse aquel mismo día como una marioneta que hubiese representado su espasmódica danza movida por hilos y que, abandonada por su dueño, cayera exánime como un pingajo. Una pequeña pero irritante molestia en el pubis le recordó el hurgador hocico del ama de llaves.

Jadeante por la ascensión, llegó al rellano del piso de debajo de la buhardilla, donde una ventana medio abierta le dejó contemplar una vez más la vista del lado oeste con su yermo campo de instrucción que subía, en suave declive, hacia el grupo de álamos, detrás de los cuales aparecían los incontables vagones de carga, formando una pardusca hilera que había tomado el color del polvo de Serbia y de las llanuras húngaras. Desde el encuentro con Wilhelmine, las puertas de los vagones habían sido abiertas por los guardianes, y ahora más centenares de prisioneros procedentes de Grecia bullían en el andén. A pesar de la prisa, Sophie se sintió impelida a detenerse para observar la escena por un instante, atraída tanto por el terror como por una morbosa curiosidad. Los álamos y la horda de guardianes de las SS ocultaban la mayor parte de la escena. No podía ver claramente las caras de los judíos griegos. Ni era capaz de decir cómo vestían: el color dominante era un gris desvaído. Sin embargo, destacaban en el andén los destellos y revoloteos polícromos de algunas prendas: verdes, azules y rojos, la aparición y desaparición aquí y allá, de un tono mediterráneo. Estas llamativas manchas hicieron que Sophie se sintiese vivamente atraída por un país que sólo había visto en los libros, pero que le recordó unos versos infantiles del pensionado, cantados por la enjuta hermana Bárbara en su cómico y tosco francés eslavo:

Ô que les îles de la Gréce sont belles!

Ô contempler la mer à l’ombre d’un haut figuier

et écouter tout autour les cris des hirondelles

voltigeant dans l’azur parmi les oliviers![16]

Creía que ya se había acostumbrado a aquel olor que todo lo invadía, o que por lo menos se había resignado a él. Pero en aquel momento, el pestilente hedor de carne humana consumida por el fuego irrumpió con tanta intensidad en sus ventanas nasales, fue tan violento el modo como dominó su sensibilidad que sus ojos se desenfocaron y la muchedumbre que llenaba el distante andén —el cual, en el último instante, le pareció una fiesta campestre contemplada de lejos— empezó a desaparecer de su vista. E involuntariamente, con incontenible horror y repugnancia, se llevó la yema de los dedos a sus labios.

… La mer à l’ombre d’un haut figuier…

Estas desagradables sensaciones, junto con la evidencia del lugar donde Bronek había conseguido los higos, hicieron que Sophie los sintiera agriamente, ya licuados, en su garganta, de la que salieron despedidos para formar un charco en el suelo, entre sus pies. Con un gemido, apoyó la cabeza en la pared, junto a la ventana, y así permaneció unos momentos, jadeando e intentando acabar de vomitar. Entonces sus débiles piernas se apartaron de aquella inmundicia y cayó de manos y rodillas sobre las baldosas, vencida por la aflicción, hundida por un sentimiento de desolación y desamparo jamás experimentado con tanta intensidad.

Nunca olvidaré lo que Sophie me dijo sobre aquellos momentos: de pronto, se dio cuenta de que no podía recordar su propio nombre.

—¡Dios mío, ayúdame! —gritó en voz alta—. ¡No sé quién soy!

Y permaneció todavía unos instantes en el suelo, en la misma posición, temblando como penetrada por el más terrible frío ártico.

Despreocupadamente, el reloj de cuco del dormitorio de Emmi, la de la cara de luna, dejó oír la hora con ocho de sus gorjeos. El pajarraco llevaba por lo menos un retraso de cinco minutos, observó Sophie con grave interés y satisfacción. Y, lentamente, se levantó y subió los últimos peldaños que conducían al vestíbulo del despacho, situado en un nivel ligeramente inferior a éste, donde las fotografías de Goebbels y Himmler sobre las desnudas paredes campeaban como único ornamento. Luego subió lo poco que le faltaba hasta llegar a la puerta de la buhardilla, entreabierta, en la parte superior de cuyo marco se leía, con letras cinceladas en la madera, el sagrado lema de la funesta hermandad: «Mi honor es mi lealtad». A pocos pasos en su elevado nido de ave de rapiña, esperaba Höss bajo la imagen de su señor, rodeado de soledad y de una blancura tan inmaculada que cuando Sophie entró, vacilante, en el despacho, le pareció que sus paredes, a la resplandeciente claridad de aquella mañana otoñal, estaban bañadas de una luz incandescente y cegadora.

—Guten Morgen, Herr Kommandant—dijo Sophie dando a Höss los buenos días.

Durante el resto del día, Sophie no pudo apartar de su mente la preocupante noticia de que Höss iba a ser trasladado a Berlín, lo que significaba que debía actuar con presteza si quería conseguir sus propósitos. Así pues, llegada la tarde, decidió insinuarse, y rezó en silencio por el aplomo y la sangre fría que necesitaba para poner en práctica su plan. Mientras esperaba que Höss regresara a la buhardilla tras haber hablado con su ayudante, y en tanto que sus emociones volvían a un estado que pudiéramos llamar normal después de la exaltación provocada por el breve pasaje de La Creación de Haydn, reflexionó, más animada sobre los interesantes cambios observados en el comandante. Su actitud relajada, en primer lugar, y después su torpe pero sincero intento de conversación, seguido del insinuante contacto de su mano con su hombro (¿o daba demasiada importancia a eso?) mientras ambos contemplaban el semental árabe: todo ello le parecía indicar que algo se resquebrajaba en la inexpugnable máscara del comandante.

También pensaba en la carta para Himmler que Höss le había dictado respecto al estado de los judíos griegos. Antes de aquel momento, Sophie nunca había transcrito ninguna que no estuviese relacionada con asuntos polacos o con su propio idioma (de las cartas oficiales a Berlín solía encargarse el sargento primero picado de viruelas del piso de abajo, que subía ruidosamente la escalera a intervalos para mecanografiar y remitir los mensajes de Höss a los diferentes jefes mecánicos y «procónsules» de las SS). Finalmente, razonablemente maravillada, recordó la carta para Himmler. El mero hecho de que la hubiera hecho confidente de un tema tan delicado, ¿no indicaba…? ¿Qué? Pues la seguridad de que le había concedido, por la razón que fuera, una confianza con la que pocos prisioneros —incluso prisioneros de su mismo nivel— podrían soñar nunca, y la certeza de que antes de que terminase el día se habría acercado mucho más a él. Pensaba que tal vez ni siquiera tendría que utilizar el panfleto (tal padre, tal hija) que llevaba escondido en una de sus botas desde el día que dejó Varsovia.

Höss ignoró lo que ella temía que pudiera ser un contratiempo —sus ojos enrojecidos por el llanto— cuando irrumpió, furioso, en la habitación. Sophie oyó retumbar rítmicamente abajo La polca del barrilito. Él llevaba una carta en la mano, que al parecer acababa de serle entregada por su ayudante. La cara del comandante estaba roja de cólera; una vena, semejante a un gusano, surcaba su frente justo bajo la línea donde empezaba a crecerle el pelo:

—Saben que es obligatorio escribir en alemán, esa maldita gente. Pero ¡rompen las reglas a cada momento! ¡Yo los mandaría a todos al infierno, a esos estúpidos polacos! —Entregó la carta a Sophie—. ¿Qué dice?

—«Honorable comandante…»—comenzó ella.

Traduciendo con rapidez, Sophie le dijo que el mensaje (característicamente servil y halagador) era de un subcontratista, suministrador de grava para la fábrica de hormigón del campo de concentración, quien decía que no podría transportar dentro de los plazos previstos la cantidad de grava que le habían encargado, por lo que pedía una prórroga al comandante. Motivaba aquella súplica el estado extremadamente húmedo de los terrenos que rodeaban su cantera, lo que no sólo había causado varios derrumbes, sino que también había reducido el ritmo de trabajo de su equipo. Por eso, si el honorable comandante (siguió leyendo Sophie) se dignaba atender a su ruego, los plazos de entrega quedarían alterados de la siguiente manera…

Höss interrumpió bruscamente la lectura con un áspero: «¡Basta!» —mientras encendía un cigarrillo con la colilla del otro, escena que terminó con un violento ataque de tos por su parte.

La carta había desatado la furia del comandante. Frunció los labios ofreciendo la caricatura de una boca deformada por la tensión y murmuró:

—¡Basta!

Y ordenó enseguida a Sophie que hiciera una traducción de la carta para el Hauptsturmführer de las SS Weitzmann, jefe de la sección de construcciones del campo, junto con una nota escrita a máquina que decía: «Constructor Weitzmann: Encienda un fuego debajo de ese gandul y haga que se mueva».

Y en aquel preciso instante —mientras dictaba estas últimas palabras—, Sophie se dio cuenta de que Höss era atacado por una de sus horribles jaquecas con prodigiosa rapidez, como si un rayo hubiera encontrado un camino conductor entre la carta del vendedor de grava y la cripta o laberinto del interior del cráneo donde la migraña esparce sus feroces toxinas. Sudaba copiosamente. Se llevó la mano a un lado de la frente con un desesperado ballet de blancos y nudosos dedos, y sus labios se curvaron hacia fuera para mostrar una falange de rechinantes dientes en una fuga de dolor. Unos cuantos días antes, Sophie ya había sido testigo de uno de estos ataques, aunque mucho más benigno; ahora había vuelto la misma jaqueca, pero con su máxima intensidad. Loco de dolor, Höss dio un pequeño silbido.

—Mis pastillas —dijo—, por el amor de Dios, ¿dónde están mis pastillas?

Sophie corrió hacia la silla que había al lado del camastro, sobre la que él tenía el frasco de ergotamina que usaba para calmar sus ataques. Llenó un vaso con agua de vina garrafa y junto con dos tabletas lo dio al comandante, quien se tragó el medicamento y dirigió la mirada hacia ella, una mirada extraña y medio salvaje con la que parecía querer expresar las proporciones de su angustia. Entonces, lanzando un suspiro y con la mano sobre la frente, se echó sobre el camastro, donde quedó con los ojos fijos en el blanco techo.

—¿Llamo al médico? —dijo Sophie—. Recuerdo que la última vez le dijo a usted…

—Déjelo —replicó Höss—. Ahora no puedo soportar nada.

Su voz tenía un tono agudo, acobardado, quejumbroso, semejante al lamento de un perrillo lastimado.

Cuando le dio el último ataque, cinco o seis días antes, el comandante ordenó a Sophie que bajara al sótano, como si no quisiese que nadie, ni siquiera ella, presenciara su aflicción. Sin embargo, ahora se limitó a volverse sobre el camastro, donde permaneció acostado de lado, rígido y sin otro movimiento que una fatigosa respiración. Al ver que no le decía ni indicaba nada más, Sophie se puso a trabajar: empezó por mecanografiar una traducción libre de la carta del contratista con la máquina alemana, percatándose de nuevo, sin preocupación ni excesivo interés, de que el ruego del suministrador de grava (¿podía un contratiempo tan pequeño, se preguntó sin encontrar respuesta, haber desencadenado por sí solo la cataclísmica jaqueca del comandante?) significaba dejar nuevamente en suspenso la construcción del proyectado crematorio de Birkenau. La paralización de las obras, o su marcha lenta —es decir, la aparente incapacidad de Höss para orquestar a su propia satisfacción todos los elementos de suministro, dirección y realización de aquel nuevo complejo compuesto de un horno y una cámara de gas, cuya terminación llevaba un retraso de dos meses—, era la mayor de las espinas que lo atormentaban: con toda claridad, ahí estaba la causa del nerviosismo y la ansiedad que Sophie había observado en él aquellos últimos días. Y si ésta era la razón de su jaqueca, como ella sospechaba, ¿era también posible que el hecho de no haber conseguido terminar la construcción del crematorio según estaba programado tuviese alguna relación con su traslado a Alemania? Estaba escribiendo la última línea de la carta y haciéndose al mismo tiempo estas preguntas cuando la sobrecogió la voz del comandante. Y al volver los ojos hacia él, casi tuvo la certeza, con una mezcla de esperanza y aprensión, de que Höss la había estado observando durante varios minutos desde el camastro en que yacía. El comandante le hizo una señal con la mano y ella se levantó y fue hacia su lado, pero al no recibir indicación de que se sentara, se quedó de pie.

—Estoy mejor —dijo Höss con voz pausada—. La ergotamina hace milagros. No sólo calma el dolor sino que alivia las náuseas.

—Me alegro, mein Kommandant—respondió ella.

Sophie sintió que le temblaban las rodillas y, sin saber por qué, no se atrevió a mirarlo cara a cara. Fijó los ojos en el primer objeto que encontró: el heroico Führer con su centelleante armadura de acero, con su mirada resuelta y serena bajo el mechón de su frente, mientras miraba hacia el Valhalla y hacia un indiscutible futuro milenario. Parecía irreprochablemente benigno. De pronto, al recordar los higos que había vomitado horas antes en la escalera, Sophie sintió una punzada de hambre en el estómago y aumentó el temblor de sus piernas. Por un buen rato, Höss no dijo nada. Ella no podía mirarlo. Durante aquel silencio, ¿estaría contemplándola, midiéndola, valorándola? «Vamos a tener un barrilito de alealealegría», decían en coro las voces de abajo, cantando la seudopolca que seguía su curso al ritmo de imprecisos arpegios de acordeón.

—¿Cómo vino usted aquí? —dijo por fin el comandante.

—Fue a causa de una lapanka —dijo Sophie con toda espontaneidad—, o sea lo que nosotros, los de habla alemana, llamamos ein Zusammentreiben…, una redada, en Varsovia. Fue al principio de la primavera pasada. Como digo, yo me hallaba en Varsovia, en un vagón de tren, cuando la Gestapo dio aquella batida. Me encontraron con cierta cantidad de carne cuya venta estaba prohibida, parte de un jamón…

—No, no… —la interrumpió Höss—, no cómo vino a parar al campo de concentración, sino cómo logró salir de los barracones de mujeres. Quiero decir cómo fue que la seleccionaron como taquígrafa. Muchas de las mecanógrafas son mujeres civiles. Civiles polacas. Pero no son muchas las prisioneras que tienen la suerte de obtener un puesto de taquígrafa. Puede sentarse.

—Sí, tuve esa suerte, mucha suerte —dijo, sentándose.

Notó en su propia voz que estaba más relajada; lo miró con fijeza. Vio que aún sudaba desesperadamente. Boca arriba ahora, medio cerrados los ojos, permanecía rígido y húmedo bajo la luz del sol. El comandante allí tendido, bañado en su propia transpiración, tenía un extraño aspecto de desamparado. Su camisa caqui estaba empapada de sudor, y también su rostro, con gotas que formaban una multitud de diminutas ampollas. Pero a decir verdad, parecía haber dejado de padecer, aunque daba la impresión de que su sufrimiento inicial lo había torturado de arriba abajo, de que incluso había alcanzado los húmedos rizos de pelos rubios visibles entre dos botones de la camisa a la altura del vientre, de que había llegado hasta los pelos, también rubios, de su cuello y muñecas.

—En realidad, no pude tener más suerte. Creo que fue cosa del destino.

Tras un instante de silencio, Höss preguntó:

—¿Cosa del destino? ¿Qué quiere decir?

Sophie decidió arriesgarse en aquel momento, aprovechar la oportunidad que él acababa de darle, por absurdamente insinuantes y atrevidas que pudieran parecer sus palabras. Tras aquellos meses de privilegio y tras la momentánea ventaja que le daba la actitud del comandante, seguir representando el papel de esclava muda le habría resultado más perjudicial que parecer atrevida o, incluso, que correr el serio peligro de ser considerada una verdadera insolente. «Por lo tanto, adelante», se dijo, aunque se propuso no excederse y mantener en su voz el ligero tono quejumbroso de quien ha sido atormentado injustamente:

—Digo que es cosa del destino porque fue el destino lo que me condujo a usted —respondió, consciente de lo melodramáticas que resultaban sus palabras—, y porque sólo usted, ahora me he convencido de ello, lo comprendería.

Él no dijo nada. Abajo, La polca del barrilito fue reemplazada por una selección de canciones tirolesas. El silencio de Höss la inquietaba, y de súbito notó que estaba siendo observada con desconfianza. Quizás estaba cometiendo una terrible equivocación. Su inquietud aumentó. Por Bronek (y por lo que ella misma había observado) sabía que el comandante odiaba a los polacos. ¿Qué diablos podía hacerle pensar que ella era una excepción? Aislada de la pestilencia que esparcían los crematorios de Birkenau, la caliente habitación olía a revoque enmohecido, a polvo de ladrillo y a madera empapada de agua. Era la primera vez que Sophie advertía aquella emanación, un olor que le recordó el de los hongos. En medio del embarazoso silencio que se había producido entre ellos dos, podía oírse el zumbido de las moscas aprisionadas. El ruido del entrechocar de vagones era apagado, débil, casi inaudible.

—¿Comprendería…? ¿Qué? —dijo por fin Höss en un tono distante, dando sin embargo a Sophie otra pequeña ocasión aprovechable.

—Que usted comprendería que se ha cometido un error. Que no soy culpable de nada. Quiero decir que no soy culpable de nada verdaderamente grave. Y que debiera ser puesta inmediatamente en libertad.

«Ya está», se dijo. Ya lo había soltado: con desenvoltura y suavidad; con un vehemente fervor que la sorprendió a ella misma, acababa de pronunciar las palabras que había ensayado sin cesar durante los últimos días, preguntándose si llegaría a tener suficiente valor para hacerlas salir de sus labios. Ahora, los latidos de su corazón eran tan rápidos y violentos que le causaban dolor en el pecho, pero se sentía orgullosa de la manera en que había conseguido dominar su voz. También estaba segura de su melifluo y atractivo acento vienés. El pequeño triunfo la empujó a seguir adelante:

—Sé que tal vez pensará que acabo de decirle una tontería, mein Kommandant. Debo reconocer que, a primera vista, lo que le he dicho es improcedente. Pero pienso que admitirá que en un lugar como éste (tan grande y con tanta gente que controlar) pueden haber algunos errores, algunas equivocaciones graves. —Hizo una pausa, escuchando el latir de su propio corazón, preguntándose si él podría oírlo, pero consciente de que su voz no había vacilado—. Señor —continuó, procurando que se notara su tono de súplica—, espero que me creerá si le digo que mi reclusión en este sitio es un terrible error judicial. Como puede ver, soy polaca y, sí, fui culpable del delito de que se me acusó en Varsovia: pasar carne de contrabando. Pero fue un delito menor, ¿se da usted cuenta? Sólo intentaba dar algo de comer a mi madre, que estaba muy enferma. Y me apresuro a decirle que aquello no fue nada en comparación con el carácter de mis antecedentes, de mi educación. —Dudó, presa de una tumultuosa agitación. ¿No estaría yendo demasiado lejos? ¿Debía detenerse ahora y dejar que él diera el próximo paso o era mejor proseguir? Lo decidió al instante: ir al grano, ser breve, pero seguir adelante—. Mi caso es el siguiente, ¿sabe, señor? Soy originaria de Cracovia, perteneciente a una familia apasionadamente partidaria de los alemanes, a la vanguardia, desde hace muchos años, de los incontables admiradores del Tercer Reich. Mi padre era, desde lo más profundo de su alma, un Judenfeindlich…

Höss la detuvo con un pequeño gruñido.

Judenfeindlich —susurró lentamente—. Judenfeindlich… ¿Cuándo cesaré de oír la palabra «antisemítico»? ¡Dios mío, estoy cansado de escucharla! —Dejó escapar un ronco suspiro—. Judíos… ¿Cuándo dejaré de tener algo que ver con los judíos?

Sophie se contuvo ante su excitación al sospechar que había errado el tiro; había ido más allá de lo que hubiera deseado. El modo de pensar de Höss no tenía nada de absurdo pero, incansable y obsesivo como el morro de un oso hormiguero, se permitía muy pocas desviaciones. Un momento antes, cuando el comandante había preguntado: «¿Cómo vino usted aquí?» y luego especificó que de qué manera, quería decir exactamente esto, y ahora no quería hablar del destino, ni de errores judiciales, ni de cuestiones Judenfeindlich. Como si las palabras de Höss hubiesen caído encima de ella como una ráfaga de viento del norte, Sophie cambió de rumbo pensando: «Será mejor que haga lo que él dice; le diré la verdad. Seré breve pero le diré toda la verdad. Al fin y al cabo, él mismo podría averiguarla si quisiera».

—Así, señor, le explicaré cómo fui seleccionada como taquígrafa. Fue a causa de un altercado que tuve con una Vertreterin en los barracones cuando llegué al campo el pasado mes de abril. Era la ayudanta de la jefa del bloque. Aquella mujer me causaba terror, de veras, porque…

Dudó, cautelosa sobre la importancia que debía dar al cariz sexual del lance que el tono de su voz, no lo ignoraba, ya había sugerido. Pero los ojos de Höss, abiertos ahora de par en par y al mismo nivel que los de ella, anticiparon lo que Sophie intentaba decir.

—Seguro que era una lesbiana —dijo él. Su voz denotaba cansancio, pero también mordacidad e irritación—. Una prostituta, una de esas puercas miserables de los barrios bajos de Hamburgo fue a parar a Ravensbrück y se introdujo en aquel cuartel general, y fue enviada aquí junto con otras de la misma calaña con la idea equivocada de que las disciplinarían a ustedes…, a las prisioneras. ¡Qué farsa! —Hizo una pausa—. Esa mujer era una lesbiana, ¿verdad? Y se le insinuó, ¿no es cierto? No podía suceder otra cosa. Es usted una joven muy hermosa. —Sophie se preguntó si aquello tendría algún significado especial—. Detesto a los homosexuales —prosiguió Höss—. Sólo imaginarme a esa gente entregándose a esos actos, a esas prácticas animales, me da náuseas. Ni siquiera puedo soportar la visión de ninguno de ellos, ya sea hombre o mujer. Pero es algo con lo que hay que enfrentarse en los lugares de reclusión. —Sophie pestañeó. Como en un fragmento de película proyectado a la temblequeante velocidad de otros tiempos, vio la loca escena de aquella mañana, cómo la llameante mata de pelo de Wilhelmine se apartaba de su entrepierna, separados sus hambrientos y húmedos labios para lanzar un «¡Oh!» de terror, compartido por sus centelleantes ojos. Observando ahora la repugnancia que mostraba el rostro de Höss mientras pensaba en el ama de llaves, se vio forzada a reprimir algo que no sabía si sería un grito o una carcajada—. ¡Algo increíble! —añadió el comandante, frunciendo los labios con expresión de desprecio.

—No fueron sólo insinuaciones, señor. —Sophie sintió que se ruborizaba al hacer esta aclaración—. Intentó violarme. —No recordaba haber pronunciado nunca la palabra «violar» en presencia de un hombre, y aumentó en sus mejillas el ardor de su sonrojo para ir decreciendo poco a poco—. Fue muy desagradable. Nunca hubiera creído que el deseo de una mujer por otra mujer pudiese ser tan… tan violento. Pero fue para mí una lección.

—En cautividad, la gente se comporta de modo diferente, de maneras extrañas. Cuente, cuente… —Pero antes de que ella pudiese responder, Höss había alargado la mano hacia el bolsillo de su chaqueta, extendida sobre la otra silla que había al lado del camastro, y tomó de uno de los bolsillos una barra de chocolate envuelta en papel de estaño—. Es curioso —dijo con voz clínica, abstracta— lo que me sucede con estas jaquecas. Primero me producen unas tremendas náuseas. Y después, tan pronto como el medicamento empieza a surtir efecto, me entra un hambre atroz.

Rasgó el papel metálico del chocolate y le ofreció la barra. Vacilante y sorprendida, pues se trataba del primer gesto de aquella naturaleza por parte de él, Sophie rompió un trozo de chocolate y se lo tragó entero con gran avidez, a sabiendas de que traicionaba su intención de mostrarse indiferente y natural. Pero no importaba.

Prosiguió su relato, hablando con rapidez, mientras observaba cómo Höss devoraba el resto del chocolate. Sophie era consciente de que el reciente asalto a su sexo por la hipócrita ama de llaves del hombre a quien estaba hablando le permitía expresarse en un tono espontáneo, e incluso vivaz, que no habría podido mostrar en otras condiciones:

—Sí, la mujer era una prostituta y una lesbiana. No sé de qué lugar de Alemania procedía, creo que del norte, pues hablaba en bajo alemán, pero era una mujer corpulenta, y, sí, intentó violarme. Ya hacía días que me había echado el ojo. Y una noche, en las letrinas, se me acercó. Al principio no hizo ningún gesto de violencia. Me prometió comida, jabón, ropa, dinero, de todo. —Sophie se detuvo un momento con la mirada fija en los ojos azul violeta del comandante, que la escuchaba y observaba fascinado—. Yo tenía un hambre terrible pero, también como a usted, señor, me repugnan los homosexuales, y no me fue difícil resistir, decirle que no. Intenté apartarla de mí de un empujón. Entonces, la Vertreterin se puso furiosa y me atacó. Protesté a gritos y comencé a forcejear con ella, a pesar de que me tenía acorralada contra la pared y no paraba de manosearme. Suerte que, de pronto, entró la jefa del bloque.

»La jefa del bloque puso fin al incidente —prosiguió Sophie—. Hizo salir a la Vertreterin y a mí me dijo que la acompañara a ella a la habitación que había en el fondo del barracón. No era de mala ralea, ni una prostituta, como dice usted. Al contrario: se mostró amable, aun tratándose… tratándose de quien se trataba. Me había oído gritar a la Vertreterin, según dijo, y le sorprendió que, aun cuando yo era polaca como todas las mujeres que habían llegado recientemente al barracón, hablase el alemán con aquella perfección. Charlamos un rato y me pareció que le había caído bien. No creo que fuera lesbiana. Dortmund era su ciudad natal. Quedó encantada de mi alemán. Dejó entender que tal vez podría ayudarme. Me invitó a una taza de café y luego me dijo que me marchara. Después tuve ocasión de verla varias veces y siempre me llevé la impresión de que me había tomado cierto aprecio. No tardó mucho en decirme que volviera a su habitación, en la que se hallaba uno de los suboficiales de usted, señor. Era el Hauptscharfiihrer Gunther de la oficina administrativa del campo. Me hizo varias preguntas sobre mis conocimientos y aptitudes, y al decirle que sabía escribir a máquina y que era taquígrafa en polaco y alemán, me contestó que quizá podría pasar a la plantilla de mecanógrafas. El suboficial sabía que escaseaba la gente especializada (en idiomas, además de mecanografía y taquigrafía). Al cabo de algunos días, volvió al barracón y me dijo que iba a ser trasladada. Y así fué como… —Höss había terminado de comerse la barra de chocolate y se incorporó apoyado sobre un codo, disponiéndose a encender uno de sus cigarrillos—. Quiero decir —concluyó Sophie— que trabajé en la sección taquigráfica hasta que, hace unos diez días, me dijeron que se me necesitaba aquí para un trabajo especial. Y aquí…

—Y aquí está usted —la interrumpió él, dando un suspiro—. Ha tenido mucha suerte.

Lo que hizo entonces Höss la llenó de asombro e inquietud. Alargó hacia ella su mano libre y, con la mayor delicadeza, cogió algo muy pequeño del borde de su labio superior; Sophie se dio cuenta de que era una migaja del chocolate que había comido, y se quedó maravillada al ver que el comandante, que sostenía aquella menudencia entre el pulgar y el índice, se la llevaba lentamente a la boca. Cerró los ojos, tan perturbada por la peculiar y grotesca comunión de aquel gesto, que su corazón se puso a latir de nuevo fuertemente produciéndole un intenso vértigo.

—¿Qué le ocurre? —oyó que decía Höss—. Está usted lívida.

—Nada, mein Kommandant—respondió ella—. Un pequeño mareo. Ya se me pasa —dijo manteniendo los ojos cerrados.

—¡¿En qué me habré equivocado?! —gritó el comandante, tan fuerte que asustó a Sophie, quien abriendo de súbito los ojos lo vio saltar del camastro y, ya de pie, recorrer los pocos pasos que le separaban de la ventana. El sudor empapaba la parte posterior de su camisa y su cuerpo temblaba de pies a cabeza. Sophie seguía observándolo confundida, pero pensaba que el episodio del chocolate habría podido ser el preludio de algo más íntimo. O tal vez lo había sido: se estaba lamentando ante ella de sus problemas como si la conociera desde hacía años. Se golpeó la palma de una mano con el puño de la otra—. No puedo llegar a adivinar qué es lo que ellos se imaginan que he hecho mal. A esa gente de Berlín no hay quien los entienda. Exigen esfuerzos sobrehumanos a un simple ser humano que ha trabajado lo mejor que ha podido y sabido durante tres años. ¡Son verdaderamente poco razonables! Ellos no saben lo que es tener que entenderse con contratistas incapaces de cumplir los plazos acordados, con esos inútiles, esos gandules que cumplen mal sus compromisos de suministro o que jamás llegan a cumplirlos. ¡Ellos no han tenido que tratar nunca con esos estúpidos polacos! He hecho lo que he podido con la máxima fidelidad y éste es el agradecimiento que recibo. ¡Pretenden que ese traslado representa una ventaja para mí! Tengo que soportar que me echen de aquí para ir a Oranienburg y ver cómo ponen a Liebehenschel en mi lugar… Liebehenschel, ese insufrible egoísta con fama de hombre eficiente. Todo ello, ¡un asco! No dan la más ligera muestra de agradecimiento.

Era extraño: había en su voz más petulancia que cólera o resentimiento.

Sophie se levantó de su silla y se le acercó. Aunque pequeña, entreveía una nueva oportunidad de llevar adelante sus propósitos.

—Dispense, señor —dijo—. Y perdone mi sugerencia si cree que me equivoco. ¿No podría ser que ese traslado, a pesar de todo, fuese realmente una recompensa para usted? Es posible que en Berlín hayan comprendido las dificultades con que ha tenido que enfrentarse, sus penalidades y el grado de agotamiento a que lo ha llevado su trabajo. Le vuelvo a pedir que me perdone, pero durante los días que llevo en este despacho no he podido dejar de ver la extraordinaria tensión que lo agobia, la sorprendente presión… —Con qué cuidado y obsequiosidad se preocupaba por él… Oía fluir sus propias palabras mientras mantenía los ojos fijos en el cogote de Höss—. Podría muy bien ser —prosiguió— que se trate efectivamente de premiar su… dedicación a la tarea que le fue confiada.

Guardó silencio y siguió la mirada de Höss que se dirigía hacia el campo de abajo. Un caprichoso cambio en la dirección del viento había limpiado el aire, al menos momentáneamente, del humo de Birkenau, y a la clara luz del sol el hermoso semental blanco correteaba y brincaba de nuevo junto a la valla del picadero, sacudiendo la cola y la crin entre una pequeña tormenta de polvo. Aun a través de los cristales de la ventana, ambos podían oír el vigoroso golpear de sus cascos. El comandante aspiró aire profundamente y de su garganta salió una especie de silbido; hurgó en su bolsillo en busca de otro cigarrillo.

—Ojalá estuviera usted en lo cierto —dijo Höss—, pero lo dudo. ¡Si comprendieran la magnitud, la complejidad de mi trabajo! Parecen no estar enterados de la cantidad de gente que interviene en esas operaciones especiales. ¡De las interminables multitudes que incluyen! Esos judíos no paran de llegar de todos los países de Europa, a miles, a millones, como los arenques que en primavera bullen en la bahía de Mecklenburgo. Nunca había soñado que hubiera en la tierra tantos hijos de das Erwáhlte Volk.

«El Pueblo Elegido». El uso de esta expresión permitió a Sophie llevar su iniciativa un poco más adelante, ensanchando la brecha por donde había hecho un avance de limitada importancia.

—Das Erwáhlte Volk. —La voz de Sophie adquirió cierto tono de desprecio al repetir la expresión del comandante—. El Pueblo Elegido, si me permite decirlo, señor, sólo tiene derecho a pagar por fin el justo precio de su arrogante actitud al mantenerse al margen del resto de los humanos…, el justo precio de su postura como único pueblo merecedor de la salvación. Francamente, no veo cómo podrían escapar a su justo castigo por una blasfemia mantenida durante tantos años. —De pronto, la imagen de su padre le pareció monstruosa. Vaciló, llena de ansiedad, y luego siguió hablando para soltar otra serie de mentiras, otra parrafada de invenciones y falsedades—. Yo dejé de ser cristiana. Como usted, señor, abandoné esa patética fe tan llena de pretextos y evasivas. No es, pues, difícil ver por qué los judíos han inspirado tanto odio a los cristianos, así como a las personas que, como usted, creen en Dios a su modo, que como usted, un Gottglaubiger, según me dijo esta mañana, son unos seres justos e idealistas que no hacen más que luchar por un orden nuevo en un mundo nuevo. Los judíos han amenazado ese orden, y la hora de que sufran por ello no ha llegado hasta hoy, pero oportunísimamente, digo yo.

Höss seguía de pie en el mismo sitio, de espaldas a Sophie, cuando le respondió llanamente:

—Habla usted muy apasionadamente sobre este tema. Aun siendo una mujer, habla como una persona bien documentada respecto a los crímenes de que son capaces los judíos. Siento curiosidad por este hecho. Son tan pocas las mujeres que tienen un verdadero conocimiento o una clara comprensión de algo…

—¡Sí, pero yo los tengo, señor! —dijo Sophie, observando cómo el comandante se volvía lo justo para mirarla, por primera vez en todo aquel rato, con verdadera atención—. Tengo cierto conocimiento personal de la cuestión, y también cierta experiencia personal.

—¿Por ejemplo?

Entonces, impetuosamente, aun a sabiendas de que se exponía a cierto riesgo, que obraba a la ventura, se agachó y se sacó del pequeño escondite de su bota el sobado y descolorido panfleto.

—¡Ahí tiene! —dijo, radiante frente a él, desplegando el impreso—. He guardado esto en contra de las reglas; sabía que me arriesgaba. Pero ahora quiero que usted sepa que estas páginas representan todo lo que siento y sostengo respecto a los judíos. Sé, por haber trabajado estos días con usted, que la «solución final» siempre ha sido un secreto. Pero éste es uno de los primeros documentos polacos que sugieren la «solución final» para el problema judío. Yo colaboré con mi padre (de quien ya le hablé antes) en la redacción de este escrito. Naturalmente, no espero que lo lea con detalle, con tantas preocupaciones y problemas como tiene usted. Pero le ruego que considere su contenido… Sé, naturalmente, que mis dificultades no tienen importancia para usted…, pero si pudiese darle una mirada…, quizá podría hacerse una idea de la gran injusticia que representa mi cautiverio en este lugar… También podría dar a usted más información sobre mi trabajo en Varsovia a favor del Reich, cuando revelé el lugar donde se escondían varios judíos, un grupo de intelectuales judíos que eran buscados desde hacía mucho tiempo…

Sophie había comenzado a hablar inadecuadamente; cierta falta de coherencia en la exposición de sus ideas le advirtió que debía detenerse y lo hizo. Se esforzaba por conservar el control de sí misma. Sofocada debajo de su blusón de prisionera, bañada en el sudor de la esperanza y el acaloramiento, estaba convencida de que por fin había abierto efectivamente una brecha en la conciencia de Höss, de que había conseguido aparecer como una realidad tangible y humana en su campo de percepción. Aunque de modo imperfecto y momentáneo, había establecido contacto con él; se dio cuenta de ello por la mirada concentrada y penetrante que le dirigió cuando tomó el panfleto de sus manos, a lo que ella contestó observándolo con calculada timidez y coquetería. Y un insensato optimismo le hizo recordar un dicho de los campesinos de Galitzia: «Me estoy metiendo en su oreja».

—Así, mantiene que es inocente —dijo el comandante.

Había en su voz un lejano toque de afabilidad que aumentó las esperanzas de Sophie.

—Señor, he de repetirle —contestó ella enseguida— que admito mi culpa en el delito menor de que fui acusada y que fue el motivo por el que me enviaron aquí. Me refiero al episodio de aquel trozo de jamón. Sólo me permito pedir que este delito de menor cuantía sea comparado con mis antecedentes, no sólo como polaca simpatizante con el nacionalsocialismo, sino como veterana activa y plenamente entregada a la guerra sagrada contra los judíos. La autenticidad del panfleto que tiene usted en su mano, mein Kommandant, que puede ser fácilmente comprobada, es una prueba fehaciente de lo que le digo. Imploro a usted, señor, que tiene el poder de ejercer la clemencia y dar la libertad, que reconsidere las causas de la pena que se me impuso a la luz de mi comportamiento pasado, y que haga lo necesario para que se me permita volver a mi vida normal en Varsovia. Es tan poco lo que le pido a usted, señor, un hombre recto y justo y con la virtud de la clemencia…

Lotte había dicho a Sophie que el comandante era vulnerable a la adulación pero ahora se preguntaba si no se habría excedido, especialmente cuando Höss, aguzando su mirada, le dijo:

—Siento curiosidad por su pasión. Por su rabia. En realidad, ¿cuáles son las verdaderas causas de que odie a los judíos con tanta… intensidad?

Sophie también tenía una historia para aquel momento, basándose en la teoría de que si bien Höss —a pesar de su mente pragmática— no era incapaz de apreciar el veneno del antisemitismo en abstracto, al lado primitivo de su mente le gustaría sin duda saborear un poco de melodrama.

—Ese documento, señor, contiene mis razones filosóficas, las que desarrollé con mi padre en la Universidad de Cracovia. Y quiero poner de relieve que habríamos sentido y expresado nuestra aversión por los judíos aun cuando nuestra familia no hubiese sufrido una terrible desgracia relacionada con ellos.

Höss fumaba impasiblemente en espera de que Sophie continuara.

—El desenfreno sexual de los judíos es bien conocido; es una de sus peores características. Mi padre, ya antes de aquel desgraciado incidente…, mi padre era un gran admirador de Julius Streicher por la razón que le he dicho: aplaudía la forma en que Herr Streicher había satirizado, tan instructivamente por cierto, ese degenerado rasgo del carácter judío. Y luego nuestra familia tuvo una cruel razón para aceptar indiscutiblemente la verdad de las observaciones de Herr Streicher. —Sophie se detuvo y miró al suelo, como apenada e indignada por un terrible recuerdo—. Yo tenía una hermana menor que estudiaba en la escuela religiosa de Cracovia; iba un curso por debajo del mío. Un día, hace diez inviernos, cuando pasaba a última hora de la tarde cerca del gueto, fue atacada sexualmente por un judío (que resultó ser un carnicero) que la llevó por la fuerza a una callejuela donde abusó de ella repetidamente. Físicamente, mi hermana sobrevivió al ataque, pero quedó mentalmente destruida. Dos años más tarde se suicidó ahogándose, pobrecita. Huelga decir que aquel terrible hecho confirmó en nosotros, de una vez para siempre, la profundidad del conocimiento que tenía Julius Streicher de las atrocidades de que eran capaces los judíos.

—Kompletter Unsinn! —espetó Höss para decir que sólo acababa de escuchar despropósitos—. Todo eso me suena a bazofia.

Sophie tuvo la misma sensación de quien, caminando tranquilamente por la senda de un apacible bosque, cae de pronto en un lóbrego abismo. ¿Qué equivocación había cometido? Sin darse cuenta, dejó escapar un pequeño gemido.

—Quiero decir… —comenzó.

—¡Bazofia! —repitió Höss—. Las teorías de Streicher son una completa porquería. Su basura pornográfica me repugna. Más que cualquier otra persona, ha causado un pésimo servicio al partido y al Reich, y también a la opinión mundial, con sus disparatadas exageraciones sobre los judíos y sus tendencias sexuales. No sabe nada sobre tales cuestiones. Quienquiera que haya tratado a los judíos atestiguará ante todo que en el aspecto sexual son pacíficos e inhibidos, nada agresivos, e incluso patológicamente reprimidos.

—¡Aquello sucedió! —mintió Sophie, desanimada ante aquel obstáculo imprevisto—. Le juro que…

Höss la interrumpió:

—Me creo que lo que me ha contado tuvo lugar, pero fue un caso insólito, una aberración de un individuo morbosamente fuera de lo común. Los judíos son responsables de los mayores delitos, de los más tremendos daños, pero no destacan como violadores. Lo que Streicher ha escrito en su publicación durante todos estos años le ha supuesto el mayor de los ridículos. Si hubiese dicho siempre la verdad, retratando a los judíos tal como son, es decir, consagrados al monopolio y dominación de la economía mundial, al envenenamiento de la moral y la cultura, a intentar derribar los gobiernos civilizados mediante el bolchevismo y otros medios…, su función habría sido loable y necesaria. Pero su retrato del judío como un diabólico sátiro con un cipote así de enorme —nombró el pene utilizando la expresión vulgar Schwanz, lo que sorprendió a Sophie, lo mismo que el gesto que él hizo con las manos midiendo en el aire un órgano viril de un metro de largo— es un injustificado cumplido a la masculinidad judía. La mayoría de los judíos que he observado, me refiero al sexo masculino, son despreciablemente neutros. Casi asexuales. Tirando a afeminados. Weichlich. Y ello los hace aún más repugnantes.

No había duda: había cometido un craso error táctico respecto a Streicher (Sophie sabía muy poco del nacionalsocialismo, pero aunque hubiese sabido más, ¿cómo habría podido suponer la verdadera envergadura de los celos, envidias y resentimientos, de las luchas y desavenencias entre los miembros del partido en todos los grados y categorías?), aunque eso parecía no tener importancia en aquel momento. Höss, sumergido en la azulada humareda de su cuadragésimo cigarrillo Ibar del día, interrumpió su fugaz examen del panfleto, lo golpeó con las yemas de los dedos y dijo algo que dio a Sophie la sensación de que su corazón se había convertido en una bola de plomo ardiente.

—Este documento no significa nada para mí. Aun cuando pudiese usted demostrar de manera convincente que ha colaborado en su redacción, probaría muy poco. Sólo que desprecia a los judíos… cosa que no me impresiona lo más mínimo, tanto más cuanto que me parece un sentimiento muy extendido. —Su mirada se tornó fría y distante, como si la hubiese fijado en un punto situado varios metros más allá de la cabeza de Sophie—. Además, al parecer olvida usted que es polaca y, como tal, enemiga del Reich, el cual seguiría siendo enemigo suyo aunque no fuese considerada culpable de un acto delictivo. Esto queda confirmado por el hecho de que algunos de los que ostentan los más elevados puestos de la autoridad (empezando por el Reichsführer) consideran que usted, todos los suyos y toda su nación son como los judíos; los juzgan Menschentiere, igualmente despreciables, igualmente contaminados en el sentido racial, igualmente acreedores de una merecida reprobación. A los polacos que viven en su país natal se comienza a marcarlos con una P, señal de mal agüero para todos ustedes, los de aquella tierra. —Vaciló un momento antes de seguir hablando—. Yo, personalmente, no comparto este punto de vista; sin embargo, si he de ser sincero, algunos de mis tratos con sus compatriotas, me han causado tantos disgustos y frustraciones que a menudo he pensado que hay verdaderos motivos para esta aversión general. Especialmente respecto a los hombres. Son repelentes por naturaleza. En cuanto a las mujeres, la mayoría son simplemente feas.

Sophie rompió a llorar aun cuando las censuras de Höss nada tenían que ver con ella. Llorar no estaba en sus planes —era lo último que se le habría ocurrido, pues suponía caer en la sensiblería—, pero no pudo evitarlo. Las lágrimas surcaron su rostro y no tuvo otro remedio que taparse la cara con las manos. Todo, ¡todo!, había fallado; su precario punto de apoyo se había derrumbado, y tenía la sensación de haber caído en el más profundo de los abismos. No había avanzado nada, ni siquiera había podido intentar la más pequeña incursión. Estaba acabada. Sollozando irreprimiblemente, seguía de pie con los dedos llenos de pegajosas lágrimas, presintiendo la llegada de lo peor. Abrió los ojos en la oscuridad de sus manos ahuecadas y, justo en aquel momento, volvió a sus oídos el ulular de los cantores tiroleses desde el lejano salón de abajo, acompañados de un conjunto de tubas, armónicas y trombones con un ritmo pesadamente sincopado.

Und der Adam hat Liebe erfunden,

Und der Noah den Wein, ja![17]

La puerta de la buhardilla, que casi siempre estaba abierta, se cerró entonces con chirrido de bisagras, poco a poco, como una fuerza que actuara contra su voluntad. Sophie sabía que sólo podía haber sido Höss quien había cerrado la puerta, y oyó muy bien las pisadas de sus botas cuando volvió hacia ella… y sintió la presión de sus dedos al agarrarle firmemente el hombro, incluso antes de que ella hubiera podido alzar la cabeza para ver lo que sucedía a su alrededor. Hizo un esfuerzo para detener su llanto. El estruendo de abajo había quedado amortiguado al cerrarse la puerta.

Und der David hat Zither erschall…[18]

—Ha estado tonteando vergonzosamente conmigo —oyó que él le decía.

Sophie abrió los ojos. Los de Höss mostraban inquietud, inseguridad, y la forma en que la miró —aparentemente descontrolado, al menos por aquel breve instante— la llenó de terror, sobre todo porque tuvo la impresión de que el hombre iba a levantar el puño para descargarlo sobre ella. Pero entonces, con un gran esfuerzo visceral pareció recuperar el dominio de sí mismo, su mirada se volvió normal, o casi, y cuando se puso a hablar de nuevo lo hizo con su habitual firmeza militar. Aun así, su forma de respirar —rápida pero profunda— y cierto temblor de sus labios delataron a Sophie su agitación interior. Sophie, aún más aterrorizada, sólo pudo identificar aquellos indicios como un aumento de la furia del comandante hacia ella. Una furia cuya causa no podía adivinar. ¿El insensato panfleto? ¿Su flirteo? ¿Sus alabanzas a Streicher? ¿Su condición de puerca polaca? Entonces, inopinadamente, con gran sorpresa por su parte, Sophie se dio cuenta de que aun cuando la excitación de Höss tenía su origen en un evidente conato de cólera, no era una cólera provocada por ella, sino por alguna otra persona o cosa. La presión que ella sentía en el hombro había empezado a dolerle. El comandante dejó escapar un nervioso resuello.

Luego, aflojando su presa, profirió algo que Sophie percibió en su sensibilidad étnica como una cómica repetición de los halagos que Wilhelmine le había dedicado aquella misma mañana:

—Cuesta creer que es usted polaca, con su soberbio alemán y su aspecto: la tez rubia y los rasgos de su cara tan típicamente arios. El suyo es un rostro mucho más bello que el de la mayoría de las mujeres eslavas. Y sin embargo es lo que usted dice que es: una polaca. —Sophie detectó entonces en la voz de Höss un tono a la vez discontinuo y zigzagueante, como si su mente estuviera divagando en torno al amenazador núcleo de algo que le costara expresar—. No me gustan los flirteos, ¿sabe? Puede ahorrárselos si sólo se trata de adularme con el fin de obtener alguna recompensa. Siempre he detestado a las mujeres que los practican, lo mismo que el uso crudo y deshonesto del sexo. Me ha puesto usted en un apuro, me ha hecho tener pensamientos insensatos y me ha distraído de mis deberes. Su flirteo ha sido tremendamente molesto, y sin embargo…, sin embargo, no puede ser culpa suya: es usted una mujer extremadamente atractiva.

«Hace ya años, en una de mis idas a Lübeck desde mi granja (yo era muy joven por aquel entonces), vi en el cine una versión muda de Fausto en la que la mujer que interpretaba a Margarita, increíblemente hermosa, me produjo una profunda impresión. Era tan rubia y tenía unas facciones tan perfectas, y una figura tan atractiva… Pensé en ella por espacio de muchos días, de semanas. Me visitaba en mis sueños, me obsesionaba. Su nombre en la vida real era Margarete y algo más; ahora no recuerdo su apellido. Siempre la he recordado simplemente como Margarita. Tampoco he olvidado su voz. Bueno, la que yo me imaginaba: estaba seguro de que si hubiera podido oírla hablar, su alemán habría sido purísimo. Más o menos como el de usted. Vi doce veces la película. Más tarde supe que había muerto, aún muy joven, creo que de tuberculosis, lo que me causó una tristeza terrible. Pasó el tiempo y acabé por olvidarla…, o por lo menos dejó de obsesionarme. En realidad, nunca la olvidé por completo.

Höss hizo una pausa y le oprimió de nuevo el hombro, con fuerza, haciéndole daño, y ella pensó, conmocionada: «Qué extraño… En realidad, con este dolor me está expresando algo de ternura…». Abajo, los cantores tiroleses se habían quedado en silencio. Involuntariamente, cerró con fuerza los ojos, intentando no dejarse vencer por el dolor que sentía en el hombro, consciente ahora, en la oscura profundidad de su ser, de los ruidos mortales del campo de concentración: el lejano entrechocar de vagones y el débil silbido de una locomotora, lúgubres y estremecedores.

—No ignoro en absoluto que, en muchos aspectos, no soy como la mayoría de los hombres de mi clase, de los hombres educados en un ambiente militar. Nunca fui uno de esos individuos. Siempre me he mantenido apartado de los demás. En solitario. Nunca traté con prostitutas. Sólo he ido a un burdel una vez en mi vida; era muy joven, en Constantinopla. Fue una experiencia desagradable. La impudicia de las prostitutas me da náuseas. Hay algo en la pura y radiante belleza de cierta clase de mujeres (rubias de piel y de pelo, que pueden, por supuesto, ser algo más oscuras siempre que sean verdaderamente arias), que me inspira hacia ellas una idolatría que casi es sagrada adoración. La actriz Margarete era una de ellas…, lo mismo que una mujer que conocí en Múnich y con la que me relacioné apasionadamente durante varios años con el resultado de un hijo fuera del matrimonio. Básicamente, creo en la monogamia. He sido infiel a mi mujer en contadas ocasiones. Pero aquella mujer era… era el más maravilloso ejemplo de esta clase de belleza: de facciones exquisitas y sangre nórdica. Me atraía intensamente, pero con un amor ajeno a la cruda y mera sexualidad y a sus supuestos placeres. Mi pasión tenía que ver con un sublime plan mío de procreación. Era algo excelso depositar mi semen en tan hermoso receptáculo. Usted me inspira, y mucho, el mismo deseo.

Sophie mantuvo los ojos cerrados mientras el torrente expresivo de Höss, con sus resonancias de estilo nazi, con sus imágenes disparatadamente calenturientas y su pesada ampulosidad teutónica avanzaban por los afluentes de su femenina mente hasta ahogar casi su razón. Entonces, de pronto, el efluvio del sudoroso torso masculino penetró en su olfato como una emanación de carne rancia, y oyó que de su garganta salía un ronco suspiro en el instante en que él la atrajo bruscamente hacia sí. Notó el contacto de sus codos y rodillas y el áspero roce de su hirsuto rostro. Era tan insistente en su ardor como su ama de llaves, pero incomparablemente más torpe; los brazos que la rodeaban parecían multiplicarse, como si fueran las patas de una enorme mosca mecánica. Contuvo la respiración unos instantes mientras una multitud de manos hacían en su espalda una especie de masaje. ¡Y el corazón de aquel hombre! ¡Su alborotado y galopante corazón! Sophie nunca habría concebido que un simple corazón pudiera latir de forma tan fuerte y desbocada como el que percutía contra el pecho de ella a través de la empapada camisa del comandante. Estremecido por un temblor febril, ni siquiera intentó algo atrevido como un beso, aunque ella sentía una protuberancia —la lengua o la nariz de él— que hurgaba sin cesar en su oreja. Entonces, un brusco golpe de nudillos en la puerta lo hizo separarse de su pareja como movido por un potente resorte, al tiempo que lanzaba, sin alzar la voz, un contrariado:

—Scheiss!

Era su ayudante Scheffler, que por suerte no había oído la excrementicia exclamación. Scheffler pidió perdón al comandante desde el exterior de la estancia y le dijo que Frau Höss —que esperaba en aquel momento en el rellano de abajo— había subido para consultar una cosa al comandante. Pensaba ir al cine del centro recreativo de la guarnición y quería saber si podía llevarse a Iphigenie consigo. Iphigenie, la hija mayor, se estaba recuperando de un largo caso de die Gríppe y la señora quería saber si el comandante consideraba que la muchacha estaba ya bien para acompañarla. ¿O quizá debía consultarlo al doctor Schmidt? Höss contestó gruñendo algo que Sophie no pudo entender. Durante este breve intercambio de palabras, Sophie intuyó en un destello desesperado que aquella interrupción, por su típico carácter doméstico, podía destruir para siempre el mágico momento en que Höss, como un sensible Tristán, tuvo la debilidad de morder el anzuelo. Y, en efecto, cuando el comandante regresó y volvieron a encontrarse cara a cara, ella tuvo inmediatamente la certeza de que su presentimiento no la había engañado y de que su causa se hallaba en gran peligro.

—Cuando volvió hacia mí —me dijo Sophie—, su rostro se veía aún más alterado y atormentado que antes. Tuve de nuevo la extraña sensación de que iba a pegarme. Pero no lo hizo. En vez de eso se puso muy cerca y me dijo: «Anhelo copular contigo». Usó la palabra verkehren, que en alemán tiene más o menos un sentido tan directo y prosaico como «copular». «Copular contigo sería para mí una evasión, podría hacerme olvidar muchas cosas.» Pero su cara cambió de repente. Era como si Frau Höss lo hubiera trastocado todo. Su expresión se calmó y se hizo impersonal, ¿sabes? Me dijo: «Pero no puedo hacerlo ni lo haré; es un riesgo demasiado grande. Me conduciría al desastre». Se apartó de mí y volviéndose de espaldas fue hacia la ventana. Oí que añadía: «Además, aquí el embarazo sería impensable». Tuve la impresión de que iba a desmayarme, Stingo. Tantas tensiones y emociones me habían debilitado; y creo que también el hambre, pues no había comido nada después de aquellos higos que luego vomité y el trozo de chocolate que él me ofreció. Se volvió de nuevo hacia mí, diciendo: «Si yo no viviera aquí, me arriesgaría. Fueran cuales fuesen tus antecedentes, creo que, espiritualmente, podríamos encontrarnos en un campo común. Pero en este lugar sería un gran riesgo tener relaciones contigo». Creí que iba a tocarme o a agarrarme de nuevo, pero no lo hizo. «Y no hemos de olvidar que ellos quieren librarse de mí y que debo marcharme. Por lo tanto, también tú debes irte de aquí. Te envío de nuevo al Bloque Dos, al sitio de donde viniste. Te marcharás mañana.» Entonces se volvió de nuevo, dándome la espalda.

«Estaba aterrorizada —prosiguió Sophie—. Había intentado intimar con él, ¿sabes?, y había fracasado. Tendría que volver al campo de concentración con todas mis ilusiones rotas. Intenté hablarle, pero no pude; el nudo que sentía en la garganta me lo impedía, las palabras no me salían de la boca. Aquel hombre iba a echarme de nuevo a la más terrible oscuridad y yo no podía hacer nada, nada en absoluto. Seguí con la mirada fija en él esforzándome por hablar. El hermoso caballo árabe aún corría por el campo y Höss lo observaba desde la ventana. El humo de Birkenau se había disipado momentáneamente. Oí que el comandante murmuraba algo sobre su traslado a Berlín. Su tono era muy amargo. Recuerdo haber entendido palabras como «fracaso» e «ingratitud», y una vez dijo claramente: «Yo sé muy bien que he cumplido con mi deber». Entonces guardó silencio durante un largo rato, concentrada toda su atención en el caballo, hasta que por fin le oí decir esto; estoy casi segura de que fueron exactamente estas palabras: «Escapar del cuerpo humano y seguir viviendo en la Naturaleza… Ser ese caballo, vivir dentro de ese animal… Esto sería la verdadera libertad». —Sophie hizo una breve pausa—. Siempre he recordado aquellas palabras. Fueron tan…

Y luego cesó de hablar, brillantes los ojos de recuerdos, fija la mirada en un fantasmagórico pasado que la tenía como hechizada.

«Fueron tan…» ¿Qué?

Después de contarme todo eso, Sophie estuvo sin hablar durante largo rato. Se tapó la cara con las manos e inclinó la cabeza hacia la mesa, ensimismada en sombríos pensamientos. Durante su largo relato se había dominado con firmeza, pero ahora la humedad visible en sus dedos me permitió percibir la amargura con que había empezado a llorar. Dejé que sus lágrimas corrieran en silencio. Aquella tarde habíamos permanecido sentados varias horas en una de las mesas del Maple Court. Hacía tres días de la cataclísmica ruptura de Sophie y Nathan que he descrito en páginas anteriores. Como recordará el lector, aquella noche tenía que encontrarme con mi padre, quien había venido a visitarme y se encontraba en un hotel de Manhattan. (Fue una visita importante para mí —de hecho, decidí volver con él a Virginia—, por lo que pienso describirla más adelante con la amplitud que merece.) Cuando, después de unos pocos días pasados en compañía de mi padre, regresé vencido por el desánimo al Palacio Rosado esperando encontrar el mismo desorden y desolación de cuando lo dejé, no podía prever que Sophie se encontraría en aquel lugar. La descubrí casi milagrosamente en su habitación, donde estaba reuniendo en una maleta lo que quedaba de sus pertenencias. No vi a Nathan por ninguna parte, lo que me alegró pues me permitió llevar a Sophie —por cierto, corriendo bajo un explosivo aguacero de agosto— al Maple Court después de nuestro emocionante reencuentro. Huelga decir que me sentí más que contento al observar la genuina felicidad de Sophie al verme de nuevo; tanta, por lo menos, como la que sentí yo al poder contemplar gozosamente su rostro y su cuerpo. Que yo supiera, aparte de Nathan y quizá Blackstock, fui la única persona del mundo que pudo intimar de veras con Sophie. En aquel momento, la sentí agarrarse a mi presencia como si en ella encontrara una fuente de vida.

Se hallaba todavía en un estado de doloroso desconcierto a causa del súbito abandono de Nathan (me dijo, no sin un espeluznante toque de humor, que se había contemplado a sí misma varias veces echándose por la ventana del mísero hotel del Upper West Side donde había languidecido aquellos tres días). No obstante, si la brusca separación de Nathan había lastimado su espíritu, su aflicción —me di perfecta cuenta de ello— le permitía abrir más ampliamente las puertas de su memoria para dar paso a un pasmoso torrente catártico. Pero algo roía mi ánimo. ¿Debía alarmarme por un detalle que no había observado en Sophie hasta aquel momento? Durante aquella gris y fría tarde, consumió tres whiskis con agua. Aquello no era exagerado, ni causó la menor vacilación en su voz, pero suponía un sorprendente comienzo para una persona que, como Nathan, era relativamente abstemia. ¿Habría debido ser mayor mi preocupación por aquellos vasos vacíos de Chenley’s que tenía delante? Según mi costumbre, yo había pedido cerveza y no presté demasiada atención a lo que podía ser una nueva afición de Sophie. De todos modos, una razón más poderosa que la indolencia borraría de mi mente su pequeño exceso en la bebida, pues cuando Sophie reanudó su relato (secándose los ojos y serenando su voz —como nadie habría podido hacer en semejantes circunstancias—, para referirse de nuevo a aquel decisivo día cerca de Rudolf Franz Höss), dijo algo que me sorprendió de tal modo que sentí helarse literalmente mi rostro. Me quedé sin aliento, y la debilidad que sentí en las piernas me dio la sensación de que se habían convertido en dos cañas. Y, querido lector, por fin tuve la seguridad de que Sophie no mentía… Éstas fueron sus palabras:

—¿Sabes, Stingo?, mi hijo estaba allí, en Auschwitz. Sí, tenía un hijo, un chico, mi pequeño Jan. Me lo quitaron el mismo día de mi llegada. Lo llevaron a un sitio que ellos llamaban Campo Infantil; sólo tenía diez años. Sé que ha de parecerte extraño que, con el tiempo que hace que nos conocemos, no te haya hablado nunca de mi hijo, pero debes comprender que es algo que no he podido contar nunca a nadie. Es demasiado difícil, incluso, pensar en tal posibilidad. A Nathan sí que se lo conté una vez, hace ya muchos meses. Se lo dije muy deprisa y a continuación le expresé mi deseo de que no volviéramos a hablar nunca de ello y de que no llegara a oídos de nadie más. Si te lo digo ahora a ti es sólo porque no podrías comprender mi comportamiento con Höss si ignoraras que existió Jan. Pero ésta será la última vez que te hablo de él, y tú no deberás preguntarme nada al respecto. No, nunca más…

«Así que, aquella misma tarde, mientras Höss miraba el caballo desde la ventana, le hablé. Sabía que tenía que jugar mi última carta, revelarle lo que au jour le jour, día tras día, había enterrado dentro de mí misma en mi temor de morir de pena. Debía hacer algo, rogar, gritar, pedir clemencia, cualquier cosa que conmoviera a aquel hombre lo suficiente para que mostrara un poco de piedad, si no por mí, al menos hacia la única cosa viva que había dejado en la tierra. Procuré, pues, controlar mi voz y le dije: «Herr Kommandant, sé que no puedo pedir mucho para mí y que usted debe actuar de acuerdo con el reglamento. Pero le pido un favor antes de que me mande de nuevo al campo de concentración. Tengo un hijo de corta edad en el Campo D, donde están recluidos todos los otros muchachos. Se llama Jan Zawitowski y tiene diez años. Sé su número y puedo dárselo. Llegué junto con él, pero hace seis meses que no lo he visto. Anhelo verlo. Me preocupa su estado de salud, con el invierno ya tan cerca… Le ruego que vea si hay algún modo de sacarlo de allí. Su salud es delicada y es aún tan pequeño…». Höss no contestó; sólo me clavó la mirada sin pestañear. Me desanimé bastante, y noté que estaba perdiendo el dominio de mí misma. Alargué la mano y toqué su camisa, luego me agarré a ella y dije: «Por favor, si mi presencia le ha impresionado aunque sea un poco, se lo ruego, haga esto por mí. No le pido que me suelte a mí, suelte sólo a mi hijito. Hay una manera de hacerlo, yo se lo diré… Hágalo, por favor. Se lo ruego, ¡se lo suplico!».

«Entonces me di cuenta de que yo, en la vida de Höss, contaba menos que un gusano y no era más que Dreck, basura polaca. Me cogió por la muñeca y me apartó la mano de su camisa al tiempo que decía: «¡Basta ya!». Nunca olvidaré el frenesí de su voz cuando añadió: «Me es imposible hacer tal cosa. Sería una deslealtad de mi parte soltar a cualquiera sin tener autoridad suficiente para ello». De pronto, advertí que había herido terriblemente su sensibilidad con sólo exponerle mis deseos. Me gritó: «¡Tu sugerencia es ultrajante! ¿Por quién me tomas? ¿Por un Dümmling, por un estúpido que esperas manejar a tu gusto? ¿Sólo porque te he expresado un sentimiento especial? ¿Crees acaso que puedes hacerme infringir las normas de autoridad sólo porque he mostrado cierto afecto hacia ti? ¡Tu actitud no puede ser más ofensiva!».

»¿Me comprenderás, Stingo, si te digo que no pude aguantarme y me eché sobre él, rodeándole la cintura con mis brazos e implorando de nuevo, diciéndole «Se lo suplico» una y otra vez? Pero me di cuenta, por la rigidez de sus músculos y por el temblor de su cuerpo, de que yo ya no representaba nada para él. Aun así, no pude detenerme y le rogué: «Por lo menos, déjeme ver al pequeño, déjeme ir a donde se encuentra, sólo una vez…, por favor, hágalo por mí. Lo comprende, ¿no? Usted también tiene hijos. Le pido que me permita verlo y abrazarlo una sola vez antes de que sea devuelta al campo». Al decir eso, Stingo, caí de rodillas ante él; no pude evitarlo. Sí, caí de rodillas ante él y hundí mi rostro entre sus botas.

Sophie se interrumpió un buen rato, de nuevo con la mirada fija en un pasado que en aquel momento acaparaba su mente de manera irresistible; bebió varios sorbos de whisky abstraída, inmersa en una ensoñación de recuerdos. Luego me cogió la mano, no por ser mía sino por agarrarse a cualquier presencia humana real, fuera la que fuese, y continuó:

—Se ha hablado mucho de las personas prisioneras en lugares como Auschwitz y de su modo de comportarse en ellos. En Suecia, cuando me encontraba en el centro de refugiados, un grupo de los que habíamos estado en campos de concentración (en Auschwitz o en Birkenau) solíamos comentar cómo actuaban las distintas personas. Nos preguntábamos por qué determinado hombre se prestaba a convertirse en un perverso Kapo muy cruel para con sus compañeros de cautiverio, a muchos de los cuales conduciría a la muerte, sólo por gozar de algunos privilegios. O por qué otro hombre, o mujer, se distinguía con un acto de valor, a veces a costa de su propia vida, para salvar a un semejante de la muerte. O por qué tal otro daba su pan, su pequeña ración de patatas o su aguada sopa a alguien que se estaba muriendo de hambre, para quedarse a su vez sin nada que llevarse a la boca. O por qué había quien traicionaba o mataba a otro prisionero sólo por un poco de comida. En los campos de concentración, la gente se comportaba de maneras muy diferentes: unos con cobardía y egoísmo, otros con valentía y altruismo; la conducta no era en absoluto uniforme. Era tan terrible Auschwitz… Sí, Stingo, increíblemente terrible: nunca podías decir si una persona haría cierta cosa de manera noble y honrada como hubiera podido esperarse en el mundo exterior. Si esa persona optaba por un acto de nobleza, era tan digna de admiración como si hubiese vivido en otro lugar (en realidad, más), pero tal conducta era alli muy difícil de poner en práctica. Los nazis eran unos asesinos, y cuando no mataban a los prisioneros los convertían en animales enfermos de cuerpo y espíritu; por ello, si el comportamiento de las personas no era allí tan noble como habría sido de desear, o incluso resultaba propio de seres irracionales, había que comprenderlo, detestándolos tal vez, pero teniendo piedad por ellos al mismo tiempo, porque también tú estabas expuesto a actuar como un animal en el momento menos pensado.

Sophie hizo una pausa y cerró apretadamente los ojos como sumida en una agitada meditación; luego los abrió para fijar de nuevo la mirada en una lejanía inimaginable.

—Sin embargo —prosiguió—, hay una cosa que sigue siendo un misterio para mí: el motivo de que me sienta tan culpable por mi conducta allí, aun sabiendo lo que acabo de decirte y que los nazis me convirtieron en un animal enfermo como a todos los demás. Y también me siento culpable de seguir con vida. Es una culpa de la que no puedo librarme, de la que no creo poder librarme jamás… —Hizo otra pausa y luego añadió con una voz vacilante más por agotamiento que por otra causa—: Y el hecho de que no pueda deshacerme nunca de esta culpa es lo peor que me dejaron los alemanes.

Por último, Sophie aflojó la presión de la mano con que retenía la mía y se volvió para mirarme de frente y decirme:

—Rodeé las botas de Höss con mis brazos. Apreté la mejilla contra aquellas frías botas de cuero como si fueran de suave y peluda piel o de algo caliente y reconfortante. ¿Sabes? Creo que llegué a lamerlas, que pasé la lengua por aquellas botas de nazi. ¿Y sabes otra cosa? Si Höss me hubiera dado un cuchillo o una pistola y me hubiera dicho que matase a alguien, a un judío, a un polaco, a quien fuese, lo habría hecho sin dudar un momento, incluso con alegría, si con ello hubiese podido ver y abrazar a mi hijo siquiera un minuto.

«Entonces oí que Höss decía: «¡Levántate! No puedo sufrir esta clase de demostraciones. ¡Ponte de pie!». Pero apenas hube comenzado a levantarme, su voz se suavizó y me sorprendió con estas palabras: «¡Claro que verás a tu hijo, Sophie!». Era la primera vez que pronunciaba mi nombre. Y luego, Stingo…, ¡oh, Dios mío!, me abrazó, esta vez de verdad, mientras me decía: «¿Crees acaso que podría negártelo? Glaubst du, dass ich ein Ungeheuer bin? ¿Crees acaso que soy un monstruo?».