De los muchos comentaristas sobre los campos de concentración nazis, pocos han escrito con mayor pasión o perspicacia que el crítico George Steiner. Yo tuve ocasión de leer su libro de ensayos Lenguaje y silencio cuando se publicó en 1967, año que tuvo considerable importancia para mí, aparte del hecho trivial de atestiguar que habían pasado dos décadas desde aquel famoso verano mío en Brooklyn. ¡Dios mío, qué lejos quedaban Sophie, Nathan y Leslie Lapidus! La tragedia doméstica a cuyo parto tanto me costó llegar en casa de Yetta Zimmerman hacía mucho tiempo que había sido publicada (con un aplauso general que estaba muy lejos de mis esperanzas juveniles); había escrito otras novelas y cierta cantidad de trabajos periodísticos imparciales vagamente faltos de entusiasmo, según se estilaba en los años sesenta. No obstante, mi corazón prefería la novela —de la que se decía que estaba moribunda o, Dios nos asista, muerta por completo—, y aquel mismo año tuve el placer de poder desmentir su desaparición (por lo menos, con mi satisfacción personal) al serme publicada una obra que, además de llenar mis exigencias estéticas y filosóficas como novelista, encontró centenares de miles de lectores, aunque luego se vio que no todos ellos estaban encantados con el acontecimiento. Pero ésta es otra cuestión, por lo que, si se me perdona el atrevimiento, me limitaré a decir que 1967 fue para mí, en general, un año remunerador.
Cito esta circunstancia porque precisamente después de este éxito —como sucede a veces cuando uno lleva varios años de trabajo en una creación compleja— pasé por un gris desánimo, por una fuerte crisis de falta de voluntad, ante unas perspectivas poco claras respecto a lo que podría hacer después. Son muchos los escritores que experimentan este bache después de terminar una obra ambiciosa; es como una pequeña muerte: uno quiere arrastrarse hacia atrás para volver a la húmeda matriz y convertirse allí en huevo. Pero el deber me llamaba, y de nuevo, como me había sucedido ya muchas veces, pensé en Sophie. A lo largo de veinte años, Sophie y su vida —la pasada y el tiempo que permanecí cerca de ella—, así como Nathan y la suya, junto con los espantosos problemas de Sophie y todas las circunstancias cada vez peores que condujeron a aquella pobre polaca de pelo pajizo —tan encantadora y tan imprudente— a su propia destrucción, habían persistido en mi memoria como un reiterativo tic. El escenario y las figuras vivas que actuaron en él aquel verano, como instantáneas fotográficas encontradas en las negras y frágiles páginas de un viejo álbum, se habían hecho más polvorientas y borrosas a medida que el tiempo avanzaba con negligente presteza hacia mi edad madura. Sin embargo, los angustiosos hechos de aquel verano y su continuación seguían pidiéndome que los explicara. Así pues, en los últimos meses de 1967 comencé a pensar seriamente en el triste destino de Sophie y Nathan; sabía que acabaría por tener que tratar este tema, del mismo modo que había tratado, muchos años antes, con tanto éxito y oportunidad, las desdichas de otra joven mujer que yo había amado sin esperanza: la predestinada María Hunt. Por varias razones, sin embargo, pasarían varios años más antes de que pudiera empezar la historia de Sophie tal como la presento aquí. Pero la detenida preparación a que tuve que entregarme en aquel momento requirió que me torturara absorbiendo cuanta lectura pude encontrar de l’univers concentrationnaire. Y, al leer a George Steiner, experimenté la conmoción de quien ve confirmarse lo que sólo suponía.
«Una de las cosas que no puedo comprender, aunque a veces haya escrito sobre ella intentando captarla en una perspectiva adecuada —escribe Steiner—, es la relación del tiempo.» Steiner, tras describir la muerte brutal de dos judíos en el campo de exterminio de Treblinka, dice: «Precisamente a la misma hora en que Mehring y Lagner eran llevados a la muerte, una abrumadora diversidad de seres humanos (a una distancia de tres kilómetros en las granjas polacas y a ocho mil en Nueva York) estaban durmiendo, comiendo, viendo una película, haciendo el amor o preocupándose por el daño que pudiese hacerles el dentista. Aquí es donde mi imaginación queda perpleja. Los dos tipos de experiencia simultánea son tan diferentes, tan irreconciliables con cualquier norma común de valores humanos, y hasta tal punto resulta su coexistencia una monstruosa paradoja (Treblinka existió tanto porque algunos hombres la crearon como porque casi todos los demás permitieron que existiera), que mi desconcierto es grande respecto al tiempo. ¿Hay, según dan a entender ciertas especulaciones de ciencia ficción y de los gnósticos, diferentes clases de tiempo en el mismo mundo? ¿Un “buen tiempo”, un “pasárselo bien”, y un tiempo inhumano en que el hombre cae en las lentas manos de la condenación en vida?».
Cuando aún no había leído este pasaje creía, quizá con excesiva ingenuidad, que yo era el único que mantenía esta especulación, que sólo yo me había obsesionado con la relación del tiempo; hasta tal punto que, por ejemplo, intenté anotar con más o menos éxito mis actividades en el primer día de abril de 1943, el día en que Sophie, al entrar en Auschwitz, cayó en las «lentas manos de la condenación en vida». En algún momento de las postrimerías de 1947 —sólo pocos años después, relativamente, del comienzo de la dura prueba sufrida por Sophie—, escudriñé en mi memoria en un intento de localizarme a mí mismo la fecha en que Sophie cruzó las puertas del infierno. El primer día de abril de 1943 —el Día de los Inocentes en nuestro país— me ofreció una feliz circunstancia mnemónica, pues, tras examinar algunas cartas de mi padre que corroboraron claramente mis movimientos, pude descubrir el absurdo hecho de que aquella tarde, mientras Sophie ponía los pies en el andén de la estación de Auschwitz, yo me estaba atracando de bananas, una hermosa mañana, en Raleigh, Carolina del Norte. Me estaba atiborrando de bananas hasta casi enfermar porque al cabo de una hora tenía que pasar por un reconocimiento físico para mi ingreso en la infantería de Marina. A los diecisiete años, con una talla de más de un metro ochenta, pero con un peso de cincuenta y cinco kilos, sabía que me faltaba un kilo para alcanzar el peso mínimo requerido. Con un estómago tan hinchado como el de un famélico grave, desnudo sobre una báscula frente a un musculoso sargento reclutador que, clavando sus asombrados ojos en mi cuerpo de fideo, dejó escapar un burlón «¡Dios mío!» (además de hacer un chiste sucio relacionado con el Día de los Inocentes), fui aceptado sólo por un margen de escasos gramos.
Aquel día aún no había oído hablar de Auschwitz, ni de ningún otro campo de concentración, ni del exterminio en masa de los judíos europeos, ni mucho menos todavía de los nazis. Para mí, en aquella guerra mundial el enemigo eran los japoneses, y mi ignorancia de la angustia que se cernía como una maléfica neblina gris sobre lugares llamados Auschwitz, Treblinka o Bergen-Belsen era completa. Pero ¿acaso no puede aplicarse eso a la mayoría de los norteamericanos, a la mayor parte de seres humanos que vivían lejos del perímetro del horror nazi? «Esta noción de diferentes tipos de tiempo simultáneo, pero sin analogía o comunicación efectivas —prosigue Steiner—, puede ser necesaria para el resto de nosotros, los que no estuvimos allí, los que vivimos como si nos halláramos en otro planeta.» Exactamente eso, en especial considerando el hecho (a menudo olvidado) de que, para millones de norteamericanos, la personificación del mal en aquel tiempo no fueron los nazis, por temidos y despreciados que pareciesen, sino las legiones de soldados japoneses que bullían en las junglas del Pacífico como pequeños monos astigmáticos y rabiosos, y cuya amenaza para el continente norteamericano parecía mucho más peligrosa, por no decir más repulsiva, dada su amarillez y sus asquerosos hábitos. Pero aun cuando esta animosidad —tan estrechamente enfocada— contra el adversario oriental no hubiese existido, la mayoría de la gente apenas si habría podido saber algo de los campos de concentración nazis, lo que hace las reflexiones de Steiner aún más instructivas. El nexo entre estos «dos tipos de tiempo» es, por supuesto —para aquellos de nosotros que no estuvimos allí—, alguien que estuvo allí, lo que me conduce de nuevo a Sophie y especialmente a las relaciones de Sophie con el Obersturmbannführer Rudolf Franz Höss.
He hablado varias veces de la reticencia de Sophie a hablar de Auschwitz y de su firme y generalmente obstinado silencio sobre la fétida cloaca de su pasado. Puesto que ella (como me confió una vez) había conseguido anestesiar con tanto éxito su mente contra las imágenes que pudiesen llegarle de los tiempos en que permaneció en el abismo, no es de extrañar que ni Nathan ni yo obtuviéramos mucha información sobre lo que le sucedió día a día (especialmente durante los últimos meses), aparte de que llegó obviamente a las puertas de la muerte a causa de la desnutrición y más de un contagio. Por lo tanto, al lector —harto y cansado del interminable festín de atrocidades de nuestro siglo— le ahorraré aquí la crónica detallada de asesinatos, gaseamientos, palizas, torturas, criminales experimentos médicos, privaciones lentas y progresivas, ultrajes excrementicios, locuras furiosas y otras referencias a un informe histórico que ya ha sido hecho por Tadeusz Borowski, Jean-François Steiner, Olga Lengyel, Eugen Kogon, André Schwarz-Bart, Elie Wiesel y Bruno Bettelheim, sólo para nombrar algunos de los testigos más elocuentes que intentaron pintar la totalidad de aquel infierno con la sangre de su corazón. Mi visión de la permanencia de Sophie en Auschwitz es necesariamente detallada, y tal vez algo desfigurada, aunque honesta. Aun cuando Sophie hubiera decidido revelarnos, a Nathan y a mí, los horribles detalles de sus veinte meses en Auschwitz, yo podría abstenerme de descorrer el velo, porque, como observa George Steiner, es muy posible que «los que no estuvieron plenamente implicados debieran sentir sólo ligeramente unos sufrimientos de los que ellos estuvieron a salvo». Me he dejado llevar, debo confesarlo, por una cierta presunción al comportarme como un intruso en el terreno de una experiencia tan inexplicable, tan inseparable y legítimamente exclusiva de los que la sufrieron, murieron en ella o la sobrevivieron. Un superviviente, Elie Wiesel, ha escrito: «Los novelistas han hecho un uso demasiado libre del Holocausto en sus obras… Al proceder así lo han despreciado, le han quitado su sustancia. El Holocausto ha llegado a ser un tópico candente, de moda, único a la hora de llamar la atención y lograr un éxito inmediato…». No sé hasta qué punto puede ser válido todo eso, pero soy consciente del riesgo que corro según la importancia que le dé.
Sin embargo, no puedo aceptar la sugerencia de Steiner de que el silencio es la respuesta, de que es mejor «no añadir las trivialidades de un debate literario y sociológico a lo que no tiene explicación». Y tampoco puedo estar de acuerdo con la idea de que «en presencia de ciertas realidades, el arte es trivial o impertinente». Encuentro en esto un toque de piedad, sobre todo al ver que Steiner no ha permanecido en silencio. Y sin duda alguna, por más que parezca casi cósmicamente, incomprensible, la personificación del mal que ha llegado a ser Auschwitz sólo es impenetrable mientras no intentemos penetrarlo, aunque sea de forma inadecuada. El propio Steiner añade inmediatamente que lo mejor que puede hacerse después de guardar silencio es «tratar de comprender». Yo he pensado que quizá sería posible entender Auschwitz haciendo un esfuerzo para comprender a Sophie, la cual, hay que decirlo, era como mínimo un haz de contradicciones. Aunque no era judía, sufrió tanto como cualquier judío superviviente de las mismas tribulaciones, y aun —como creo que podrá verse— en ciertos aspectos, más profundamente que la mayor parte de ellos. (Para muchos judíos es extremadamente difícil ver más allá de la consagrada furia genocídica de los nazis, y ello me hace pensar que el hecho de que Steiner, también judío, mencione sólo de pasada a los muchísimos no judíos —los millones de eslavos y gitanos— que fueron tragados por el engranaje de los campos de concentración y que murieron igual que ellos —aunque a veces menos metódicamente—, es menos un fallo tendencioso del autor que un perdonable vacío en su inquieta meditación.)
Si Sophie hubiera sido sólo una víctima —desamparada como una hoja arrastrada por el viento, un átomo humano, una persona sin voluntad, como tantísimos semejantes suyos que corrieron la misma suerte—, habría parecido meramente patética, uno de tantos seres extraviados y echados a Brooklyn por la tempestad, sin secretos que necesitaran ser revelados. Pero el hecho es que, en Auschwitz (según ella me fue confesando aquel verano), fue una víctima, sí, pero también una cómplice, un accesorio —por casual, ambigua y desprovista de propósitos definidos que fuese su postura— de los asesinatos en masa, cuyos morbosos y vaporosos residuos emanados de las chimeneas de Birkenau veía ella subir hacia el cielo en espiral cada vez que contemplaba las secas praderas otoñales desde las ventanas de la buhardilla de la casa de su cancerbero, Rudolf Höss. Y aquí residía una —entre otras— de las causas principales de su devastadora culpa; la culpa que ocultaba a Nathan y que, sin atisbo de su naturaleza o de su realidad, tan a menudo la torturaba. Porque no podía sacudirse de encima la opresiva idea de que en aquel momento de su vida había participado, hasta su límite, en una espantosa conspiración criminal. Y en ella había desempeñado el papel de una obsesiva y ponzoñosa antisemita, de alguien que aborrecía a los judíos de una forma apasionada, ávida y monótonamente pertinaz.
Sólo de dos acontecimientos importantes que tuvieron lugar en Auschwitz mientras ella estuvo allí, no me habló nunca Sophie y tampoco los mencionó a Nathan en ningún momento. Del primero de éstos, el día de su llegada al campo de concentración, ya he hablado, pero ella no me lo mencionó hasta las últimas horas que pasamos juntos. El segundo acontecimiento, referente a su breve contacto con Rudolf Höss durante el mismo año de su llegada, y las circunstancias que condujeron a él, me lo describió una lluviosa tarde de agosto en el Maple Court. Aunque me contó sin rodeos su episodio con Höss y no omitió detalle a pesar de lo agitada que estaba en aquellos momentos —permitiéndome tener una imagen vivida y clara, como de algo observado inmediatamente, de lo que sucedió—, aquellos recuerdos, con la fatiga emocional y la tensión que le causaron, le hicieron interrumpir su relato y romper a llorar desconsoladamente. La historia quedó, pues, por terminar, y no tuve otro remedio que juntar más tarde como pude sus restantes pedazos. La fecha de aquel encuentro en la triste buhardilla de Höss fue —como su entrada en el campo de concentración el Día de los Inocentes— instantáneamente memorable, y sigue siéndolo todavía, porque coincidió con el cumpleaños de tres de mis héroes: mi padre, Thomas Wolfe y el salvaje Nat Turner, el fanático demonio negro cuyo fantasma excitó la imaginación de mi adolescencia y juventud. Fue el 3 de octubre, fecha que Sophie tenía indeleblemente registrada en la memoria por ser, también, el aniversario de su boda con Casimir Zawistowski en Cracovia.
«¿Y qué estaba haciendo —me pregunté luego a mí mismo, tratando de buscar más ejemplos de las especulaciones de George Steiner sobre la existencia de una siniestra y metafísica predestinación temporal— el bueno de Stingo, infante de Marina raso, en el momento de aquella terrible lluvia de cenizas?» Al interrogarme así, pensaba en las cenizas que cayeron bajo la forma de una cortina translúcida, pero tan espesa que, según las propias palabras de Sophie, «podías notar su gusto en los labios como si fuese arena…», las cenizas de unos dos mil cien judíos de Atenas y de las islas griegas que oscurecían de tal modo el panorama que ella contemplara anteriormente con perfecta claridad, que habríase dicho que el viento acababa de traer un banco de niebla de los pantanos del Vístula. La respuesta a mi pregunta no puede ser más simple. Estaba escribiendo una carta de felicitación de cumpleaños, muy apropiada para un padre que siempre concedió gran valía a cualquier garabato mío, por insignificante que fuese (incluso en mi más temprana juventud), convencido de que yo estaba destinado a ser una futura lumbrera literaria. Extracto aquí el párrafo central de dicha misiva que seguía a una afectuosa expresión de felicidades. Hoy me siento profundamente horrorizado por la necedad de colegial que refleja, pero creo que merece ser citada para ofrecer una imagen más clara de su deslumbrante y quizás incluso aterradora incongruencia. Pido comprensión al lector que tenga alguna idea de cómo estaban las cosas por aquel entonces. Además, yo sólo tenía dieciocho años:
Destacamento de Infantería de Marina
Unidad de Instrucción Naval V-12 de los EE.UU.
Universidad Duke, Durham, Carolina del Norte
3 de octubre de 1943
… de todos modos, papá, mañana Duke juega con Tennessee y el ambiente es de pura (aunque contenida) histeria. Naturalmente, tenemos grandes esperanzas y es casi seguro que cuando recibas la presente tendremos ya más motivos para saber si Duke avanza lo suficiente en el campeonato para tener opción, ¿quién sabe?, a ganar la copa, puesto que si vencemos al Tennessee —que es nuestro rival más fuerte— nos quedará muy despejado el camino hasta el final de la temporada. Claro que Georgia parece fuerte, y son muchos los que están apostando a que será campeón de liga. Dicen que es lo mismo que una carrera de caballos. ¿Qué te parece? Por cierto, ¿ha llegado a tus oídos el rumor de que puede que la final de copa se juegue aquí (tanto si quedamos los primeros como si no) porque el gobierno ha prohibido las grandes reuniones de gente en California? Al parecer, por temor a posibles sabotajes de los japoneses. Esos pequeños monos son capaces de cualquier cosa con tal de cargarse a unos cuantos norteamericanos, ¿no crees? De todos modos, sería estupendo que el partido final se jugara aquí. Quizá podrías venir de Virginia para presenciar el gran acontecimiento, tanto si Duke juega como si no. Estoy seguro de que te he dicho esto por una coincidencia puramente alfabética (en el servicio militar todo es alfabético); Pete Strohmyer y Chuckie Stutz son aquí mis compañeros de habitación. Todos estamos aprendiendo a ser unos estupendos oficiales de Marina. El año pasado, Stutz fue uno de los jugadores más destacados del equipo de Auburn, y creo que no necesito decirte quién es Strohmyer, claro está. Los periodistas llenan continuamente esta habitación como si fueran ratones [precoz aptitud para la metáfora]. Tal vez hayas visto la foto de Strohmyer en la revista Time de la semana pasada junto con el artículo en que lo llamaban el corredor de field más espectacular desde Tom Harman, y tal vez desde Red Grange. También es un tío estupendo, papá, y pecaría de insinceridad si admitiera que no me va mal asolearme con la gloria reflejada, especialmente desde que las señoritas que revolotean alrededor de Strohmyer son tan numerosas (y deliciosas) que siempre hay alguna para tu hijo Stingo, que se queda siempre comiendo pavo en todas partes, pero en plan masculino. El pasado final de semana, después del partido de Davidson tuvimos un baile fantástico…
Los dos mil cien judíos griegos que estaban siendo gaseados y quemados mientras yo escribía esta carta, me indicó Sophie, no constituyeron un récord dentro del continuo exterminio en masa que tenía lugar en Auschwitz; la eliminación de judíos húngaros del año siguiente —supervisada personalmente por Höss, que regresó al campo de concentración tras varios meses de ausencia para coordinar dicha liquidación, tan ansiosamente esperada por Eichmann, en el curso de una operación bautizada Aktion Höss— incluyó múltiples matanzas de mucha mayor magnitud. Sin embargo, este asesinato en masa de judíos griegos, por el momento especial de la evolución de Auschwitz-Birkenau en que se realizó, fue enorme, uno de los mayores perpetrados hasta entonces, y además resultó complicado por problemas logísticos y consideraciones de espacio y distribución desconocidos hasta aquel momento, al menos en un nivel tan alto de complejidad. Mediante cartas enviadas por servicio expreso militar y marcadas «streng geheim» («ultrasecreto»), Höss tenía por norma informar al Reichführer de las SS, Heinrich Himmler, respecto a la naturaleza general, estado físico y composición estadística de las «selecciones» —con una frecuencia diaria y, a veces, de varias cartas en un solo día—, en virtud de las cuales los judíos que llegaban por ferrocarril eran separados en dos categorías: los que se hallaban en buenas condiciones físicas, es decir, los que gozaban de suficiente salud para trabajar por algún tiempo; y los que estaban en malas condiciones físicas, que eran inmediatamente condenados. Por ser demasiado jóvenes, o demasiado viejos, por su mala salud, por los desastrosos efectos del viaje o por el agravamiento de enfermedades que ya padecían, eran relativamente pocos los judíos llegados a Auschwitz de cualquier país que fueran considerados aptos para trabajar; en cierta ocasión, Höss informó a Eichmann de que el promedio de los seleccionados para sobrevivir algún tiempo oscilaba entre el veinticinco y el treinta por ciento. Pero por alguna razón, los judíos griegos se valoraron menos que los judíos de cualquier otro grupo nacional. Los judíos que llegaron en los trenes procedentes de Atenas fueron considerados tan débiles por los médicos de las SS encargados de las selecciones, que sólo algo más de un diez por ciento fueron enviados al lado derecho del andén de la estación: el lado asignado a los que seguirían viviendo para trabajar.
Höss quedó desconcertado ante este fenómeno; profundamente desconcertado. En una comunicación dirigida a Himmler aquel 3 de octubre —día que Sophie recordaba por haber empezado a sentir los fríos otoñales—, a pesar de que el tenebroso humo que penetraba en todas partes con su hediondez, atenuaba la existencia de una de cuatro posibles razones, o quizás una combinación de las cuatro, para explicar el lastimoso estado de los judíos griegos al ser sacados de los vagones de ganado en que viajaban, hasta el punto de que muchos de ellos llegaron muertos o casi muertos: mala nutrición en el lugar de origen; la excesiva distancia recorrida combinada con las malas condiciones de las vías férreas de Yugoslavia, país que tenían que cruzar los trenes de deportados; el brusco cambio que experimentaban al pasar del clima seco y suave de un país mediterráneo, a la atmósfera húmeda y fría de la región del alto Vístula (aunque Höss añadía, en un aparte poco característico del rango estrictamente oficial que daba a todos sus informes, que incluso este factor resultaba desconcertante porque, al menos en verano, la temperatura de Auschwitz era «más ardiente que dos infiernos»); y por último, un rasgo de carácter, la Ratlosigkeit, el desconcierto propio de los habitantes de climas meridionales, y por lo tanto común a la gente de débil naturaleza moral, que simplemente no les permitía resistir la conmoción de encontrarse desarraigados y efectuando un viaje con destino desconocido. Por su desaliño, le recordaban a los gitanos, aunque éstos eran más aptos para viajar. Dictando sus pensamientos lenta y ponderadamente a Sophie, con un acento bastante áspero, uniforme y sibilante que ella había reconocido desde el primer momento como el de un alemán septentrional de la región del Báltico, se detenía sólo para encender sus cigarrillos (fumaba sin parar: Sophie había observado que los dedos de su mano derecha, pequeños e incluso rechonchos para una persona tan delgada, estaban manchados de un tono castaño) y para reflexionar durante unos segundos, apoyada ligeramente la mano sobre el entrecejo, respecto a lo que iba a decir. En una de aquellas ocasiones se volvió hacia ella para preguntarle cortésmente si le dictaba con demasiada rapidez.
—Nein, mein Kommandant —respondió Sophie.
El venerable método de taquigrafía alemana (Gabelsberger) que ella aprendió a los dieciséis años en Cracovia, y que empleaba muy a menudo para ayudar a su padre, había vuelto a su memoria con notable facilidad después de varios años sin practicarlo; quedó sorprendida de la destreza y velocidad que aún conservaba, y susurró una pequeña oración de gracias a su progenitor, quien, aunque ya enterrado en Sachsenhausen, le había facilitado este medio de salvación. Su mente estaba parcialmente ocupada en aquel momento por la imagen de su padre —el «profesor Bieganski»: a menudo Sophie pensaba así en su padre a causa de lo seria y distante que había sido la relación entre ambos—, incluso cuando Höss, parado en medio de una frase, aspiró el humo de su cigarrillo, tosió con flemática tos de fumador y se quedó mirando con fijeza, a través del cristal de la ventana, la seca pradera de octubre, con su rostro anguloso, atezado y no precisamente feo envuelto en pequeñas nubes azules de tabaco. En aquel momento, el viento barría el humo de las chimeneas de Birkenau y la atmósfera era clara. Aunque en el exterior el tiempo era frío, casi helado, en la buhardilla de la casa del comandante, bajo un tejado pronunciadamente inclinado, la temperatura conservaba una tibieza que la hacía agradable, gracias en parte al brillante sol de primera hora de la tarde que penetraba en la habitación. Varias moscas de gran tamaño, aprisionadas por los cristales de la ventana, zumbaban sordamente en el momentáneo silencio o hacían pequeñas incursiones aéreas para volver pronto a su base y quedarse quietas. Había también dos avispas que volaban medio atontadas. La habitación estaba blanqueada con aséptica pulcritud, como un laboratorio; era limpia, sobria, austera. Era el estudio privado de Höss, su santuario y su refugio, y también el lugar donde realizaba su trabajo más personal, más importante y confidencial. Ni siquiera a sus adorados hijos, que correteaban por los otros tres pisos de la casa, se les permitía entrar allí. Era la guarida de un burócrata con sensibilidades sacerdotales.
Escasamente amueblada, la estancia contenía una mesa de vulgar madera de pino, un mueble fichero, cuatro sillas de respaldo recto y una cama turca en la que Höss descansaba en busca de alivio para las jaquecas que lo acometían de vez en cuando. Había un teléfono, pero solía estar desconectado. Sobre la mesa, se veía cierta cantidad de papeles oficiales cuidadosamente apilados, una ordenada colección de plumas y lápices, y una pesada y negra máquina de escribir con la marca Adler esmaltada. Desde hacía una semana y media, Sophie permanecía muchas horas sentada allí tecleando correspondencia en aquella máquina o en otra, más pequeña (que se guardaba debajo de la mesa cuando no se usaba), de teclado polaco. Algunas veces, como ahora, dejaba su silla habitual para sentarse en cualquiera de las otras al objeto de estenografiar lo que Höss le dictaba, cosa que solía hacer en rápidas parrafadas separadas por pausas casi interminables —pausas en las que era casi audible el sordo rumor del discurrir de su pensamiento, el coagulado raciocinio gótico—, durante las cuales Sophie permanecía con la mirada fija en las paredes, exentas del menor adorno, a excepción de una obra kitsch supremamente grandiosa que ella ya vio el primer día: un Adolf Hitler de perfil heroico, al pastel, cubierto, como un caballero del Santo Grial, con una armadura de acero inoxidable de Solingen. Para adornar aquella celda monacal, más apropiado habría sido el retrato de Jesucristo. Höss seguía rumiando, rascándose su mandíbula casi peninsular; Sophie esperaba. Él se había quitado su chaqueta de oficial; tenía desabrochado el cuello de la camisa. Allí arriba reinaba un silencio etéreo, casi irreal, sólo roto por dos sonidos mezclados, aunque débiles; un ruido compuesto que ya formaba parte del ambiente de Auschwitz y que era tan rítmico como el oleaje del mar: el resoplido de las locomotoras y el remoto estruendo del entrechocar de vagones de carga.
—Es kann kein Zweifelsein… —prosiguió Höss, y se detuvo bruscamente—. «Es incuestionable que…» No, es demasiado directo. Debiera decir algo menos afirmativo, ¿no es cierto?
Era una pregunta ambigua. Acababa de hablar como ya lo había hecho alguna vez con anterioridad, con un extraño e inquisitivo doble sentido en el tono de su voz, como si deseara pedir la opinión de Sophie sin comprometer su autoridad al hacerio. En realidad, era una pregunta dirigida a ambos. Cuando conversaba, Höss tenía una gran facilidad de palabra. En cambio su estilo epistolar, como había observado Sophie, aunque funcional y gramaticalmente correcto, caía a menudo en períodos pesados, confusos y laberínticos; tenía los ritmos prosaicos y mecánicos de un hombre educado en un ambiente militar, de un perenne subalterno. Höss se encontraba en una de sus tediosas pausas.
—Aller Wahrscheinlichkeit nach —sugirió Sophie, indecisa, aunque no tanto como lo habría estado algunos días antes—. Creo que esto no es tan directo.
—«Con toda probabilidad» —repitió Höss—. Sí, me parece bien. Da más libertad al Reichführer para que forme su propio juicio al respecto. Escríbalo, pues, seguido de…
Sophie notó en su interior una llamarada de gozo, casi de placer, ante esta observación. Tuvo la sensación de que se había abierto una ligera brecha en la barrera que los separaba, después de tantas horas de trato, precisamente por parte de él, un hombre de metálica impersonalidad, que mostraba una completa indiferencia por cuanto no fuera el tema de sus comunicaciones, dictadas con el glacial desapego de un autómata. Sólo una vez, justamente el día anterior y por un breve instante, había bajado Höss aquella barrera. Sophie no estaba segura, pero creía haber detectado un indicio de afectuosidad en su voz, y ahora parecía hablarle a ella, a un ser humano identificable, más bien que a una trabajadora esclava, eine schmutzige Polín, una inmunda polaca, arrancada del enjambre de hormigas enfermas y moribundas gracias a un increíble golpe de suerte (o gracias a Dios, pensaba a veces ella con devoción) y porque era indudablemente una de las pocas personas allí prisioneras, si no la única, que además de dominar a la perfección el polaco y el alemán, sabía escribir a máquina usando teclados de ambas lenguas y podía escribir al dictado según el método Gabelsberger. Acababa entonces de anotar taquigráficamente el penúltimo párrafo de Höss a Himmler: «Con toda probabilidad, pues, deberá reconsiderarse el problema del transporte en caso de preverse nuevas deportaciones de Atenas para un futuro inmediato. Por haber resultado muy sobrecargado el mecanismo de la Operación Especial en Birkenau, se sugiere respetuosamente que, por lo que respecta a la cuestión específica de los judíos griegos, se considere la posibilidad de alternar los destinos con otros lugares de los territorios ocupados del Este, tales como los campos de Treblinka o Sobibor».
Entonces Höss hizo una pausa y encendió un nuevo cigarrillo con la colilla del anterior. Su mirada se detuvo, como en un breve ensueño, en algo que veía al otro lado de la ventana, cuyos postigos estaban medio abiertos. De pronto lanzó una pequeña exclamación, lo suficientemente fuerte para que Sophie pensara que algo andaba mal. Pero no, una rápida sonrisa iluminó su rostro al tiempo que dejaba escapar un «¡Aaah!» y se inclinaba hacia adelante para ver mejor lo que había llamado su atención en el campo que se extendía junto a la casa. «¡Aaah!», profirió de nuevo, extasiado, conteniendo el aliento…, y entonces dijo a Sophie, casi en un susurro:
—¡Rápido! ¡Venga aquí! —Ella se levantó y dio unos pasos hasta quedar a su lado, muy cerca de él, tan cerca que podía notar el roce de su uniforme, y dirigió también su mirada al campo—. Harlekin! —exclamó—. ¡Qué hermoso es!
Un semental árabe blanco estaba describiendo en el campo, en un rapto de vitalidad, un gran óvalo con su galope, todo músculos y velocidad, rozando la cerca del improvisado picadero con una blanca cola que flotaba en lo alto como un penacho de humo. Sacudía su noble cabeza con arrogante y descuidado placer, como si estuviera totalmente poseído por la fluida gracia que esculpía y daba movimiento a sus patas y cuartos traseros y por la saludable fuerza que daba energía a su ser. Sophie había visto el semental en otras ocasiones, pero nunca en un momento de tan poético dinamismo. Era un caballo procedente de Polonia, uno de los premios de la guerra, y pertenecía a Höss.
—Harlekin! —volvió a exclamar Höss, embelesado por el espectáculo—, ¡Qué maravilla!
El semental galopaba solo; no se veía a nadie, sólo algunas ovejas que pastaban. Más allá del campo, agazapados en el horizonte, se divisaban unos oscuros y espesos bosques que comenzaban a adquirir los tonos plomizos del otoño de Galitzia. Varias casas de labor abandonadas moteaban las cercanías de la zona, boscosa. Por gris y desolado que fuese el panorama, Sophie lo prefería a la vista que ofrecía la otra ventana de la habitación: una bulliciosa y superpoblada perspectiva del andén del ferrocarril donde tenían lugar las selecciones y, más allá, los cuarteles de ladrillo pardo, escena que estaba coronada por un gran letrero metálico arqueado en el que, desde la buhardilla, podía leerse de frente: «ARBEIT MACHT FREI» (El trabajo libera). Sophie se estremeció al notar, al mismo tiempo, una vaga bocanada de aire sobre su cuello y las yemas de los dedos de Höss en el borde de su hombro. Nunca la había tocado; Sophie sintió que un nuevo estremecimiento recorría todo su cuerpo, a pesar de que consideró aquel contacto totalmente impersonal.
—¡Fíjese en Harlekin! —siguió diciendo Höss en voz baja. El majestuoso animal corría como el viento junto a la cerca, cuya curva seguía, dejando tras de sí un remolino de polvo ocre—. Los mejores caballos del mundo son estos árabes polacos. ¡Y éste los gana a todos!
El caballo se perdió entonces de vista y, bruscamente, Höss indicó con un gesto a Sophie que volviera a sentarse para continuar el dictado.
—¿Dónde estaba? —preguntó. Ella le leyó el último párrafo—. Ah, sí… —confirmó—. Termine, pues, con esto: «Mientras se espera nueva información, se confía en que la decisión tomada por este mando de emplear la mayor parte de los judíos griegos sanos en el Destacamento Especial de Birkenau sea aprobada. Las circunstancias parecen aconsejar que los más débiles estén próximos a la Operación Especial». Párrafo final. Heil Hitler! Póngale el antefirma de costumbre y mecanografíela enseguida.
Sophie obedeció rápidamente, sentándose ante la máquina de escribir con una hoja de papel para el original y cinco para las copias. Mantuvo la cabeza inclinada hacia su trabajo, aunque no tanto como para dejar de advertir que Höss había cogido un manual oficial y se había puesto a leerlo al otro lado de la mesa. Se cercioró de ello con una mirada de soslayo y vio que no se trataba de un manual de las SS, sino un libro de color azul pizarra; era un manual para uso de los oficiales de intendencia del ejército, con un título que casi ocupaba toda su cubierta: Métodos perfeccionados para medir y predecir las filtraciones de los depósitos sépticos bajo condiciones desfavorables de suelo y clima. «¡Cuán poco tiempo malgastaba Höss!», pensó ella. Apenas habían transcurrido uno o dos segundos entre sus últimas palabras y el instante en que cogió el manual, en el que ahora estaba totalmente absorto. Sophie tenía la impresión de sentir todavía el contacto de aquellos dedos en su hombro. Bajó la mirada para mecanografiar la carta, sin inmutarse ni un momento por la cruel información que ocultaban —ella lo sabía— los circunloquios finales de Höss: «Operación Especial», «Destacamento Especial». Eran pocos los prisioneros del campo de concentración que ignoraban la realidad de aquellos eufemismos, y que, de haber tenido acceso a la comunicación de Höss, no hubiesen podido traducirla libremente así: «Puesto que los judíos griegos ofrecen un estado tan patético, y como a fin de cuentas no tardarán en morir, creemos haber procedido correctamente al destinarlos a la unidad de comandos de la muerte de los crematorios, donde se encargarán de trasladar los cadáveres, de extraerles el oro de los dientes y de llevarlos a los hornos, hasta que también ellos, agotados sin posible recuperación, queden listos para el gas». Ésta era la adaptación de la prosa de Höss que cruzaba por la mente de Sophie mientras mecanografiaba las palabras y articulaba un concepto que sólo seis meses antes, cuando llegó, habría sido para ella tan monstruoso como increíble, pero que ahora, registrado por su conciencia como una fugaz mención de algo inherente a aquel nuevo universo en que vivía, era un hecho tan corriente como ir a comprar el pan a la panadería en el otro mundo que había conocido.
Terminó la carta sin una falta, y puso con tan vigorosa precisión el punto de exclamación final del viva al Führer, que su teclazo produjo en la máquina un tintineo cuyo débil eco resonó unos instantes. Höss levantó los ojos de su manual y, con un gesto, pidió a Sophie la carta y una pluma estilográfica, cosas que ella se apresuró a entregarle. Esperó de pie mientras él escribía una posdata en un rectángulo de papel que ella había fijado con un clip al pie del original. Según su costumbre, Höss murmuró rítmicamente las palabras que fue escribiendo: «Querido Heini: Lamento no poder coincidir contigo mañana en Posen, adonde se dirige esta carta por correo aéreo especial. Suerte en tu alocución a los “chicos” de las SS. Rudi». Devolvió la carta a Sophie y le dijo:
—Esta carta debe mandarse enseguida, pero haga primero la del sacerdote.
Ella volvió a la mesa, y con gran esfuerzo levantó el plúmbeo artefacto alemán, que dejó en el suelo para reemplazarlo por la máquina polaca. Fabricada en Checoslovaquia, era menos pesada y menos antigua que la alemana; también era más rápida, y muy suave para los dedos de la mecanógrafa. Sophie comenzó a teclear, traduciendo el texto taquigráfico que Höss le había dictado la tarde anterior; era una carta referente a un problema de menor importancia, aunque delicado, pues tenía que ver con las relaciones entre el comandante y una comunidad religiosa vecina. A ella, el caso le traía reminiscencias de Los Miserables, aquella obra que tanto le gustó y que tan bien recordaba. Höss había recibido una carta del párroco de un pueblo cercano…, pero fuera de la zona que rodeaba aquel monstruoso oasis, la cual había sido limpiada de habitantes polacos. El cura se quejaba de que algunos guardianes del campo (cuyo número exacto se desconocía) habían entrado ebrios en la iglesia por la noche, llevándose del altar un par de valiosísimos candelabros, irreemplazables por supuesto, pues eran unas obras de arte del siglo XVII cinceladas a mano. Sophie había traducido la carta a Höss en voz alta, pues estaba escrita en polaco, y mientras leía se dio cuenta de su audacia e incluso de su descaro: una de estas dos cosas, o quizás un arranque de simple estupidez, habían impelido a un insignificante párroco a dirigir semejante comunicación al comandante de Auschwitz. Con todo, el escrito reflejaba cierta astucia; su tono resultaba tan obsequioso que rozaba el servilismo («que me interfiera en el valioso tiempo del honorable comandante»), cuando no era benévolo al juzgar la falta cometida («y comprendemos que el uso excesivo del alcohol pueda provocar una travesura, sin duda llevada a cabo sin mala intención»), pero en realidad el pobre párroco había escrito su misiva en un estado de frenética desdicha —aunque controlada—, dando a entender que él y su rebaño habían sido desposeídos de su más venerado tesoro, como así era. Al leer la carta en voz alta, Sophie recalcó su tono obsequioso, que en cierta medida disimuló la maníaca desesperación del cura, y al terminar oyó que Höss lanzaba un gruñido de contrariedad.
—¡Candelabros! —exclamó—. ¿Por qué he de tener problemas de esta clase?
Sophie alzó la mirada a tiempo de ver en los labios de Höss una sonrisa autoburlona. Después de tantas horas de soportar la presencia impersonal y mecánica de aquel hombre —cuando cualquier palabra interrogante que le hubiera dirigido estaba siempre estrictamente relacionada con la taquigrafía y las traducciones—, Sophie se dio cuenta de que esta vez, sin lugar a dudas, la retórica pregunta iba dirigida directamente a ella. Aquello la cogió tan desprevenida que el lápiz se le escapó de la mano. Sus labios se abrieron instintivamente, pero no supo devolverle la sonrisa.
—La iglesia… —dijo el comandante—. Hemos de ser corteses con la iglesia local, aunque se trate de una simple aldea. Es una buena norma.
Sophie, en silencio, se inclinó y recogió el lápiz del suelo.
Y entonces Höss, dirigiéndose a ella, dijo:
—Usted debe de ser católica romana, ¿verdad?
Sophie no notó el menor sarcasmo en estas palabras, pero aun así no pudo responder enseguida. Cuando por fin lo hizo, contestando afirmativamente, se sintió llena de confusión al advertir que de modo espontáneo, sin darse cuenta, había añadido un «¿Y usted?» a su aserción. Sintió que su rostro enrojecía, al tiempo que captaba la estupidez de su pregunta.
Pero con sorpresa y alivio, comprobó que Höss permanecía inexpresivo y que su voz era por completo indiferente cuando dijo:
—Era católico, pero ahora sólo soy un Gottglaubiger. Es decir, creo que hay una deidad…, en algún sitio. Antes tenía fe en Cristo… —hizo una pausa— pero ahora he roto con el cristianismo.
Y eso fue todo. Lo había dicho con la misma indiferencia con que hubiera podido hablar de una prenda de ropa usada. No añadió nada más de carácter personal, y todo volvió a la normalidad cuando dio instrucciones a Sophie para cursar un memorándum al Sturmbannführer de las SS Fritz Hartjenstein, el comandante que mandaba la guarnición de las SS, ordenándole que efectuara un registro en los cuarteles de los guardianes para buscar los candelabros, y que se hicieran todos los esfuerzos necesarios para descubrir a los culpables, los cuales deberían ser entregados al jefe de policía militar del campo a efectos disciplinarios. Y así lo escribió ella. Un memorándum por quintuplicado, del que debería enviarse una copia al Oberscharführer de las SS Kurt Knittel, jefe de la Sección VI (Kulturabteilung) y supervisor de instrucción y educación política de la guarnición; y también al Sturmbannführer de las SS Konrad Morgen, comandante jefe de la comisión especial de las SS para la investigación de las prácticas corruptas en los campos de concentración. Después, Höss volvió a ocuparse de las angustias del cura párroco, dictando una carta en alemán a Sophie y ordenándole que la tradujera al idioma del sacerdote, lengua en la que ahora, un día después, la estaba pasando a máquina, encantada al ver que podía convertir la chatarra de la prosa alemana de Höss en filamentos de oro polacos finamente articulados: «Estimado padre Chybinski: Nos sorprende y apena enterarnos del acto vandálico cometido en su iglesia. Nada es tan doloroso para nosotros como la idea de la profanación de objetos sagrados, por lo que emplearemos todos los medios de que dispone este mando para hacer que le sean devueltos sus inapreciables candelabros. Si bien se han inculcado a los soldados de esta guarnición los más elevados principios de disciplina que enorgullecen a cada miembro de las SS —lo mismo que a todo alemán que se halle sirviendo en territorios ocupados—, es inevitable que ocurra algún desliz, por lo que esperamos tendrá a bien comprender…». Y la máquina de escribir de Sophie siguió repiqueteando en el silencio de la buhardilla mientras Höss permanecía profundamente interesado por los diagramas de letrinas y pozos negros, en tanto que las moscas revoloteaban zumbantes y los distantes vagones de carga continuaban retumbando como una tormenta de verano.
En el momento de terminar la carta (tecleando el inevitable «Heil, Hitler!»), el corazón de Sophie dio de nuevo un vuelco: Höss acababa de hablarle, y ella alzó la mirada para darse cuenta de que él la miraba directamente a los ojos. Aunque el ruido de la máquina había impedido que sus palabras le llegasen con claridad, estaba casi segura de que le había dicho:
—Lleva usted un pañuelo muy bonito.
Su femenina mano se levantó inquieta automáticamente…, terminando, en un gesto de coquetería instintiva, por tocarse el pañuelo que le cubría la cabeza. El pañuelo, de color verde y a cuadros, hecho de muselina barata y cosido por manos de prisionera, le ocultaba sus ridículos mechones ensortijados, que le volvían a crecer en antiestéticas guedejas después de haberle sido cortadas al rape exactamente seis meses antes. Aquél era un raro privilegio; sólo las afortunadas prisioneras que trabajaban en aquella casa —conocida por Haus Höss— tenían permiso para esconder la degradante calvicie que, en mayor o menor grado, todos los prisioneros padecían en aquel mundo herméticamente cerrado. El minúsculo grado de dignidad que aquel rectángulo de tela confería a Sophie era algo por lo que ella sentía una gratitud más bien escasa, aunque sincera.
—Danke, mein Kommandant! —se oyó decir a sí misma, vacilante, dándole las gracias. La sola idea de conversar con Höss, en cualquier nivel superior a (o fuera de) su condición de escriba, la llenaba de aprensión y de un nerviosismo casi visceral. Pero al mismo tiempo su excitación se acentuaba porque conversar con Höss era algo que en realidad ella deseaba con vehemencia. Se le encogió el estómago de miedo; no miedo del propio comandante, sino de su posible falta de valor, de no tener la habilidad, el poder de improvisación, la sutileza, el don histriónico, en fin, la facultad de convencer seduciendo, con la que tan desesperadamente ansiaba hacerlo más vulnerable y manejarlo de modo que quizá llegara a doblegarse a las modestas exigencias de su voluntad—. Danke schön! —«muchas gracias», añadió con torpeza, con una voz inexcusablemente alta, pensando: «¡Calla, estúpida, no te precipites, pensará que eres una tontuela!». A continuación, pues, le expresó su gratitud con una voz más suave, y con cierta premeditación pestañeó y le devolvió formalmente la mirada—. Lotte me lo dio —explicó—. Es uno de los dos pañuelos que le regaló Frau Höss, y Lotte me lo ofreció. Me cubre muy bien la cabeza. —Y pensó: «Ahora calma. No hables demasiado; de momento, cállate. Todavía no».
Höss estaba examinando la carta para el párroco, aunque, según reconocía él mismo, no entendía una sola palabra de polaco. Sophie, que se había quedado observándolo, le oyó decir en un tono aturdido: «Diese unertrágliche Sprache…», torciendo luego los labios para adaptarlos a alguna de las impronunciables palabras de aquel «idioma imposible», aunque pronto abandonó el esfuerzo y se levantó.
—Bueno —dijo—. Espero que esto calme a ese desdichado padrecito.
Con la carta en la mano, dio unos pasos hacia la puerta de la buhardilla, la abrió y, desapareciendo momentáneamente, llamó al Untersturmführer Scheffler, su ayudante, que siempre esperaba en la planta baja dispuesto a cumplir cualquier orden perentoria. Sophie escuchó cómo Höss, con la voz amortiguada por las paredes, daba instrucciones a Scheffler para que un mensajero enviara inmediatamente la carta a la iglesia. Desde abajo, pareció responder Scheffler con voz respetuosa pero irreconocible por la distancia:
—¡Enseguida subo, señor!
—¡No, ya bajaré yo! —gritó Höss con impaciencia.
Había algún malentendido que el comandante quería rectificar, según dedujo Sophie de los gruñidos que se dirigía a sí mismo mientras los duros tacones de sus botas de montar resonaban pesadamente por la escalera, hacia la planta baja, donde le esperaba el ayudante, un joven teniente de Ulm de rostro severo e inexpresivo. Después siguieron oyéndose las voces de ambos, pero más débiles, como en un opaco coloquio. Entonces, de entre aquel murmullo Sophie oyó algo que —aunque insignificante y fugaz— permanecería grabado en su memoria, entre muchos otros recuerdos fragmentarios de aquel tiempo y aquel lugar, como la más imperecedera sensación recibida. Al oír la música, dedujo que procedía de la gramola eléctrica que presidía la sala de estar cuatro pisos más abajo, una habitación repleta de muebles tapizados con predominio de los colores adamascados. El aparato había estado tocando casi constantemente durante la semana y media que ella llevaba viviendo bajo el techo de Höss; por lo menos, siempre que había estado cerca del altavoz, bien cuando se hallaba en el pequeño y húmedo rincón del sótano, en el que dormía sobre un jergón de paja, bien cuando se encontraba allí mismo, en la buhardilla, y la puerta, abriéndose y cerrándose intermitentemente, permitía oír un instante unos sonidos que la mayor parte del tiempo flotaban hasta los aleros de la casa sin que ella llegara apenas a oírlos.
Sophie no hacía ningún esfuerzo para escuchar aquella música —más bien la ignoraba por completo—, pues siempre se componía de ruidosos y vacíos ritmos alemanes, canciones humorísticas tirolesas, conjuntos de acordeones y órganos de timbres y campanas, todo ello sazonado con sentimentales, lacrimosos y reiterativos aires de los cafés y salas de fiestas de Berlín, especialmente con gritos salidos del corazón como «Nur Nicht aus Liebe weinen», gorjeado por Zarah Leander, el ave canora favorita de Hitler, tocados una y otra vez con despiadada y monótona obsesión por la señora del castillo: Hedwig, la deslumbrante, enjoyada y estridente esposa de Höss. En cambio Sophie había codiciado la gramola por sí misma, hasta que la sintió como una herida en su pecho cada vez que se atrevía a mirarla disimuladamente cuando tenía que atravesar la sala de estar en sus viajes desde su alojamiento subterráneo a la buhardilla y viceversa. Aquella estancia era la réplica de una ilustración que había visto cierta vez en una edición polaca de Almacén de antigüedades, rebosante de antigüedades francesas, italianas, rusas y polacas de todas las épocas y estilos, parecía la obra de un chiflado decorador de interiores que hubiera volcado sobre el brillante parqué los sofás, sillones, mesas, escritorios, canapés, divanes y rechonchas otomanas de un embriónico palacio y se hubiese empeñado en embutir en un espacio grande pero no inmenso los muebles de una docena de habitaciones. Aun en medio de aquel espantoso amasijo, la gramola, hecha de opulenta madera de cerezo, conseguía destacar con su aspecto de falsa antigüedad. Sophie nunca había visto un tocadiscos que amplificara la música electrónicamente —su experiencia sobre el particular se limitaba a frágiles aparatos que funcionaban manualmente—, y la desesperaba el hecho de que aquel maravilloso aparato sólo diera voz a la basura. Una mirada más detenida que las otras al pasar le reveló que era una Stromberg Carlson, marca que ella creyó sueca hasta que Bronek —un memo en apariencia, pero en realidad astuto prisionero polaco que hacía de hombre para todo en casa del comandante y era el principal portador de chismes e informaciones— le dijo que se trataba de una gramola norteamericana, capturada en alguna embajada extranjera occidental o en la mansión de algún hombre rico y llevada allí para ocupar un destacado lugar entre las montañas de presas —reunidas por Höss con frenética manía— procedentes de todas las habitaciones saqueadas de Europa. Alrededor de la gramola había montones de gruesos álbumes de discos con sus fundas acristaladas; encima del aparato se veía un gordo muñeco bávaro de sonrosado celuloide que, hinchadas las mejillas, tocaba un saxofón plateado. «Oh, Euterpe, dulce diosa de la música…», pensó Sophie en aquel momento, al oír, mientras esperaba que el comandante volviera a subir a la buhardilla:
El delicioso coro, abriéndose camino a través de la susurrante conversación que Höss y su ayudante mantenían en la planta baja; produjo a Sophie una exaltación tan súbita que, temblorosa, se levantó de golpe de su silla como para rendir homenaje a lo inesperado. ¿Qué había sucedido? ¿Qué loco había puesto aquel disco en la gramola? ¿O podía haber sido la propia Hedwig Höss, perdiendo de pronto la razón? Sophie lo ignoraba, pero no importaba (más tarde se le ocurrió que podía haber sido Emmi, la segunda hija de Höss, una niña rabia de once años de cara pecosa y perfectamente circular que quizás, aburrida después del almuerzo, se hubiese dedicado a revolver los discos en busca de música nueva y de aire extranjero). No, no importaba. El extático hosanna recorrió su piel como unas manos divinas, tocándola como extático hielo; un escalofrío tras otro sacudió su carne; durante unos segundos que le parecieron interminables, la niebla y la noche de su existencia, a través de las cuales había tropezado como una sonámbula, se evaporaron como derretidas por el ardiente sol. Se acercó a la ventana. En el anguloso cristal vio el reflejo de su pálida cara enmarcada por el pañuelo a cuadros y, más abajo, las rayas blancas y azules de su blusa de prisionera; parpadeando, llorando, mirando con fijeza a través de la diafanidad de su propia imagen, vio de nuevo el maravilloso caballo blanco, que ahora pastaba; vio la pradera, las ovejas algo más allá y, todavía más lejos, como si se hallaran en los confines del mundo, el borde del pardo bosque otoñal, transmutado por la incandescencia musical en un soberbio friso de marchito pero majestuoso follaje, indignamente bello, fulgurante por obra de alguna gracia inmanente. «Padre nuestro…», comenzó en alemán. Anegada en lágrimas, arrebatada por el himno, cerró los ojos mientras el arcangélico trío cantaba su misteriosa loa a la rodante tierra:
—Y entonces cesó la música —me dijo Sophie—. No exactamente entonces, sino después. Paró en medio del último pasaje, tal vez lo conozcas…, cuya letra en inglés creo que dice: «En todas las tierras resuena la Palabra…». Sí, cesó la música y sentí un gran vacío dentro de mí. No terminé el padrenuestro, la oración que había empezado. No sé…, pero me parece que fue en aquel momento cuando comencé a perder la fe. Y tampoco estoy segura de cuándo Dios me abandonó. O cuándo yo le dejé a él. De todos modos, sentí aquel vacío. Fue como encontrar algo precioso en un sueño en que todo te parece real… Quiero decir algo increíblemente precioso…, sólo para darte cuenta de que aquella cosa, o aquella persona, tan preciosa se ha ido. ¡Para siempre! ¡Me ha sucedido tantas veces en mi vida, eso de despertarme con la sensación de haber perdido algo importante! Y me pasó lo mismo cuando cesó aquella música y de repente supe, además como en una premonición, que jamás volvería a oírla. La puerta de la buhardilla aún estaba abierta, y todavía llegaban hasta mí las confusas palabras de la conversación que Höss y Scheffler sostenían en la planta baja. Y entonces Emmi, estoy segura de que fue Emmi, ¿sabes qué puso en la gramola? La polca del barrilito. Sentí una rabia… ¡Aquella puerca gordinflona, con aquella blanca cara de luna que parecía hecha de margarina! Habría sido capaz de matarla. Había puesto La polca del barrilito a tal volumen que debía de oírse en el jardín, en las barracas del campo, en los cuarteles y hasta en la ciudad. En Varsovia. ¡Y cantada en inglés!
»Pero sabía que tenía que dominarme, olvidar la música y pensar en otras cosas. También sabía que necesitaba usar, hasta la última migaja, toda la inteligencia que tenía, cada pizca de seso, creo que dirías tú, para conseguir lo que quería de Höss. Sabía que aquel hombre odiaba a los polacos, pero no importaba. Ya había abierto eso…, comment diton? Fêlure?… Sí, ¡grieta! Ya había abierto una grieta en la máscara, y debía seguir adelante porque el tiempo era l’essentiel. Bronek, el hombre para todo de que te he hablado, nos dijo una vez en el sótano a las mujeres de la casa que había oído rumorear que Höss pronto sería trasladado a Berlín. Así pues, debía actuar con rapidez si quería…, sí, ¿por qué no decirlo por su nombre?, seducir a Höss, aunque me diera asco sólo pensarlo. Claro que yo tenía la esperanza de poder seducirlo con mi mente más que con mi cuerpo. Eso, la esperanza de no tener que hacer uso de mi cuerpo si podía probarle ciertas cosas. Probarle nada menos, Stingo, que Sofía María Biegańska Zawistowska podía ser eine scbmutzige Polín, ¿sabes?, una sucia polaca, ein Tier, un animal, una esclava, Dreckpolack, nada más que una basura polaca, etcétera, pero que además, Stingo, era una nacionalsocialista tan estupenda y firme como pudiese serlo él, el propio Rudolf
Franz Höss, y que debía ser liberada de aquel cruel e injusto cautiverio. Voilà!
«Finalmente, bueno…, entonces volvió a subir. Podía oír el ruido de sus botas sobre los peldaños mezclado con La polca del barrilito. Pensé que era un buen momento para poner en práctica mi decisión: allí de pie, junto a la ventana, por el motivo que fuera, tenía más probabilidades de producirle un atractivo golpe de efecto. De parecer más sexy, ¿sabes? Perdona, Stingo, pero comprendes lo que quiero decir, ¿no? Dar la impresión, por mi aspecto y postura, de que quería eso, fornicar. Dar la impresión de que quería que Höss me pidiera que fornicase con él. Pero ¡ay mis ojos! Estaban enrojecidos de tanto llorar…, y todavía lloraba. Temía que aquello estropeara mi plan. Pero mi fuerza de voluntad me permitió dejar de llorar, y me sequé las lágrimas con el dorso de la mano. Para animarme me volví a contemplar la belleza de aquellos bosques, y entonces me pareció oír a Haydn. Pero de pronto cambió la dirección del viento, ¿sabes?, y pude ver cómo el humo del horno crematorio de Birkenau se extendía por los campos y la arboleda. Entonces, Höss entró.
Sophie había tenido suerte. Parecía imposible, pero en aquel momento de su permanencia en el campo de concentración, seis meses después de su llegada, no sólo gozaba de buena salud sino que se había ahorrado la mayor parte de las angustias del hambre allí reinante. Sin embargo, eso no significaba en modo alguno la abundancia. Siempre que rememoraba aquel período (del que raramente daba muchos detalles, y de ahí que a través de sus solas palabras yo no tuviera la sensación de hallarme ante la vida infernal que uno experimenta a veces a través de los relatos escritos; no obstante, era evidente que Sophie había visto, sentido y respirado el infierno), daba a entender que estaba bastante bien alimentada, pero sólo en comparación con el hambre mortal que sufrían, día tras día, los prisioneros comunes. En suma, que sus raciones no dejaban de ser escasas. Durante los diez días que había pasado en el sótano de la casa de Höss, por ejemplo, se alimentó con sobras de la cocina y desperdicios de la mesa de los Höss, principalmente restos de verduras y cartílagos de la carne, y aún gracias. Se las fue arreglando para sobrevivir ligeramente por encima del nivel de subsistencia, pero sólo gracias a la suerte. En todos los mundos de esclavos, pronto se crea un orden jerárquico, se establecen prioridades y situaciones de influencia y privilegio; a causa de su buena suerte, Sophie pudo formar parte de una pequeña elite.
Esta elite —quizás algunos centenares de personas entre los miles de prisioneros que poblaban Auschwitz— se componía de aquellos que por su astucia o su buena suerte habían podido cumplir alguna función indispensable, o por lo menos de vital importancia, para las SS. («Indispensable», tal como se aplicaba a los prisioneros de Auschwitz, equivalía a un non sequitur.) Tales deberes suponían una supervivencia temporal, o incluso prolongada, si se comparaban con las tareas de los incontables prisioneros del campo de concentración, los cuales, por su misma superfluidad y por la facilidad con que podían ser sustituidos, sólo tenían un fin: trabajar hasta quedar agotados y ser eliminados después. Como cualquier grupo de hábiles artesanos, los miembros de la elite a que pertenecía Sophie (que incluía especialistas tan buenos como sastres de Francia y Bélgica —empleados en la confección de vestidos de calidad aprovechando las prendas arrebatadas a los judíos destinados a morir desde el momento en que pisaron el andén de llegada a la estación—, además de expertos zapateros y trabajadores del cuero, inmejorables jardineros, técnicos y mecánicos de diferentes grados y tipos de especialización, y un puñado que, como Sophie, estaban bien dotados en cuanto a idiomas y experiencia secretarial) se salvaban del exterminio por una razón tan simple y pragmática como la de que sus facultades eran preciosas, dentro de las limitaciones a que pudiese estar sujeta dicha palabra en el campo de concentración. Por lo tanto, hasta que un salvaje capricho de la suerte no los destruyese también a ellos —amenaza diaria y muy verosímil—, los componentes de esta minoría selecta no sufrían la rápida caída hacia la desintegración a que estaban destinados todos los demás.
Quizás ayude a clarificar lo que sucedió entre Sophie y Rudolf Höss un breve examen de la naturaleza y funcionamiento de Auschwitz en general y, especialmente, durante los seis meses posteriores a su llegada al campo de concentración a primeros de abril de 1943. Hago esta precisión temporal porque la considero importante. Es mucho lo que puede explicarse considerando la metamorfosis que experimentó el campo de concentración como resultado de una orden (que procedió, incuestionablemente, del Führer) recibida por Höss a través de Himmler durante la primera semana de abril. Era la orden más monumental y aniquiladora de cuantas se habían promulgado desde que la propia «solución final» salió de los fecundos cerebros de los taumaturgos nazis; es decir: las cámaras de gas y los hornos crematorios recientemente construidos en Birkenau sólo deberían emplearse para exterminar judíos. Este mandato vino a sustituir a las anteriores normas de procedimiento que permitían el gaseamiento de no judíos (principalmente polacos, rusos y otros eslavos) según lo determinaban, al igual que para los judíos, los criterios «selectivos» basados en la edad y la salud. Las nuevas directrices obedecían a ciertas necesidades tecnológicas y organizativas debidas no a alguna preocupación por parte de los alemanes respecto a la suerte que pudiesen correr los eslavos y demás deportados «arios» no judíos, sino a la obsesión exterminadora —que, surgida de Hitler, se había convertido en monomanía en las mentes de Himmler, Eichmann y sus despóticos secuaces de la escala jerárquica de las SS— de que debía intensificarse y proseguirse el asesinato masivo de judíos hasta que no quedara ni uno en Europa. En realidad, la nueva orden era una preparación del terreno para la acción: las instalaciones de Birkenau, con ser gigantescas, tenían ciertas limitaciones de espacio y de producción de calor; por eso se daba ahora a los judíos una prioridad —absoluta e incontestable— en las listas del Massenmord que les concedía una súbita y desacostumbrada exclusividad. Con pocas excepciones (los gitanos, por ejemplo), Birkenau se dedicó sólo a ellos. Sólo pensar en su enorme número «me hacía doler los dientes por la noche», escribió Höss para dar una idea de lo que le rechinaban y para demostrar que, pese a su falta total de imaginación, era capaz de construir alguna que otra frase crudamente descriptiva.
Por lo tanto, se revela en este punto la dualidad de funciones de Auschwitz: un lugar de concentración de prisioneros para su exterminio en masa y un enclave dedicado a la práctica de la esclavitud. De una nueva forma de esclavitud, sin embargo; de una esclavitud infligida a seres humanos constantemente aniquilados y sustituidos. Esta dualidad se pasa a menudo por alto. «La mayor parte de la literatura sobre los campos de concentración ha tendido a recalcar el papel de éstos como lugar de ejecución —ha escrito Richard L. Rubenstein en su pequeña obra maestra La astucia de la historia—, pero es de lamentar que sean pocos los teóricos éticos o los pensadores religiosos que han prestado atención a un hecho político tan importante como el de que los campos de concentración fueron en realidad una nueva forma de sociedad humana.» Dicho libro, obra de un profesor de religión norteamericano, es pequeño por su número de páginas, pero muy grande si se considera el alcance de su sabia visión (el subtítulo «La muerte en masa y el futuro norteamericano» puede dar idea de su ambicioso y escalofriante intento de profecía y de síntesis histórica). No disponemos aquí de espacio para hacer justicia a su importancia y complejidad, o a las resonancias morales y religiosas que consigue transmitir; permanecerá, seguramente, como uno de los libros esenciales sobre la era nazi, como una horripilante y meticulosa autopsia y una apremiante consideración de nuestro incierto mañana. La nueva forma de sociedad creada por los nazis, sobre la que escribe Rubenstein (ampliando la tesis de Arendt), es una «sociedad de dominación total» a la que se llega por evolución directa de la esclavitud feudal tal como se practicó antaño en las grandes naciones de Occidente, y que alcanza su despótica apoteosis en Auschwitz mediante un concepto innovador que, por contraste, echa una luz benigna sobre la esclavitud de las plantaciones aun en los casos de mayor barbarie: un nuevo concepto basado en el simple y absoluto desgaste de la vida humana.
Es una teoría que elimina todas las vacilaciones anteriores sobre la persecución. Por endemoniadamente preocupados que hubieran estado a veces los tradicionales esclavistas del mundo occidental ante las dificultades de un exceso de población, los principios cristianos imperantes nunca les permitieron pensar en nada parecido a una «solución final» para resolver el problema del exceso de mano de obra esclava; no se podía matar a un esclavo improductivo por cara que resultase su manutención; debía soportarse al viejo Sam cuando envejecía y se volvía débil, y dejarlo morir en paz. (Sin embargo, no siempre era así. Por ejemplo hay pruebas de que en las Indias Occidentales, a mediados del siglo XVIII, los propietarios europeos de esclavos no sintieron remordimientos por haberlos hecho trabajar, en algunas ocasiones, hasta la muerte. Pero lo que he dicho es aplicable en general.) Con el nacionalsocialismo, se barrieron los restos de piedad que pudiesen quedar al respecto. Los nazis, como indica Rubenstein, «fueron los primeros dueños de esclavos que eliminaron cualquier vestigio de sentimientos humanos hacia la mismísima esencia de la vida; fueron los primeros que consiguieron convertir a un grupo de seres humanos en unos instrumentos obedientes por completo a la voluntad de sus dueños, incluso cuando se les mandaba excavar sus propias tumbas para ser fusilados luego en ellas».
Mediante métodos discriminadores basados en la contabilidad y otras adelantadas formulaciones sobre el gasto de energías y el rendimiento, se consiguió prever el tiempo medio que podría durar la lucha por la vida de quienes entraban en Auschwitz: tres meses. Sophie se enteró de esto a los dos días de su llegada, cuando formando parte de una multitud de varios centenares de recién llegados —en su mayoría mujeres polacas de todas las edades, que daban la impresión, con su desaliño, sus andrajos y sus cabezas recientemente rapadas, de una enorme manada de aves de corral desplumadas— se filtraron en su traumatizada conciencia las palabras de un tal Fritzch, capitán de las SS, que expresó la finalidad de aquella Ciudad del Dolor para quitar toda esperanza a los que acababan de entrar en ella. «Recuerdo exactamente sus palabras —me contó Sophie—. Dijo: “Os halláis en un campo de concentración, no en un sanatorio; y de aquí sólo se sale de una manera: chimenea arriba. Y al que no le guste esto puede colgarse en los alambres de la valla. En cuanto a los judíos, si los hay en este grupo, sepan que no tienen derecho a vivir más de dos semanas”. Y añadió: “¿Hay monjas, por aquí? Lo mismo que los curas, sólo tenéis un mes. Todos los demás tres meses”.»
De modo que, con consumada pericia, los nazis llegaron a ofrecer a sus prisioneros una muerte en vida más terrible que la propia muerte, y más premeditadamente cruel porque pocos de los que quedaron condenados al principio —en el día citado— podían imaginarse que las torturas, las enfermedades y el hambre que les esperaban en aquel cautiverio serían sólo un horrible simulacro de vida a través del cual avanzarían irremediablemente hacia la muerte. Como concluye Rubenstein, «los campos de concentración constituían, pues, una amenaza mucho mayor para el futuro humano de lo que lo habrían sido si sólo se hubiesen destinado al asesinato en masa. Un centro de exterminio sólo puede producir cadáveres; una sociedad de dominación total crea un mundo de muertos vivientes…».
Como dijo Sophie, «muchos de ellos, si hubieran sabido lo que tendrían que sufrir, habrían preferido el gas enseguida».
El hecho de que los prisioneros fueran invariablemente desnudados y registrados tan pronto como llegaban a Auschwitz, raras veces les permitía conservar alguna de sus pertenencias anteriores. Sin embargo, debido a las caóticas y a menudo descuidadas condiciones en que la operación se llevaba a cabo, a veces un recién llegado tenía la suerte de poder quedarse con algún pequeño tesoro personal o alguna prenda de las que llevaba puestas. Por ejemplo, Sophie, gracias a una combinación de su ingenuidad y del descuido de uno de los guardianes de las SS, consiguió conservar un par de botas de cuero bastante usadas, pero todavía útiles, adquiridas durante sus últimos días en Cracovia. En la parte interior de una de ellas, el forro formaba un pequeño compartimiento en forma de bolsillo, y en él Sophie llevaba, el día que estuvo esperando junto a la ventana de la buhardilla el regreso del comandante, un folleto —sobado, sucio, muy arrugado, pero legible— de doce páginas y unas cuatro mil palabras en cuya portada podía leerse el título: Die polniscbe Judenfrage: Hat der Nationalsozialismus die Antwort? (es decir, El problema judío de Polonia: ¿tiene el nacionalsocialismo la respuesta?). El mayor artificio —y a la vez la más extraña de las mentiras— con que Sophie me machacó ya desde el principio, fue la descripción del extraordinario ambiente de liberalidad y tolerancia en que vivió su niñez, con lo que no sólo me engañó, al igual que a Nathan, sino que le sirvió para ocultarme hasta el último momento una verdad que finalmente tuvo que revelarme para justificar su peculiar relación con el comandante. Esta verdad consistía en lo siguiente: el panfleto en cuestión había sido escrito por el padre de Sophie, el profesor Zbigniew Biegański, profesor distinguido de jurisprudencia de la Universidad Jagelloniana de Cracovia y doctor honoris causa en Derecho por las universidades de Karlova, Bucarest y Leipzig.
No le fue fácil a Sophie contarme todo eso, según ella me confesó mordiéndose los labios y manoseándose nerviosamente una mejilla huesuda y cenicienta; era muy difícil revelar las propias mentiras después de haber creado tan artificiosamente una perfecta imagen de rectitud y honestidad paternales: el admirable retrato de un padre de familia socialista angustiado y enfurecido ante el terror que se avecinaba, de un hombre aureolado de bondad, de un valiente libertario, de un hombre que había arriesgado su vida para salvar a muchos judíos en los feroces pogromos rusos. Mientras me estaba diciendo esto, la inseguridad de su voz me reveló su apabullamiento. ¡Sus mentiras! Se daba cuenta de lo mermada que quedaría su credibilidad al obedecer ahora a su conciencia admitiendo que cuanto había contado de su padre era pura invención. Pero así era: un verdadero cuento, una miserable mentira, una fantasía elaborada para poder poner una frágil barrera, una desesperada y vacilante línea defensiva entre los que le importaban, como yo mismo, y su sofocante culpa. ¿La perdonaría, me dijo, ahora que ya conocía la verdad y veía la necesidad que ella había tenido de mentirme? Le di unas palmaditas en el dorso de la mano y, naturalmente, dije que sí, que la perdonaba.
Sin saber la verdad acerca de su padre, prosiguió, yo no habría comprendido su actitud frente a Rudolf Höss. Insistió en que de todos modos, no me había mentido totalmente al describirme los idílicos años de su niñez. La casa en que había vivido, allá en la pacífica Cracovia, fue para ella un lugar extremadamente seguro y acogedor en aquellos años de entreguerras. Allí se gozaba de una dulce serenidad doméstica, obra principalmente de su madre, una mujer encantadora, cariñosa y expansiva cuya memoria Sophie veneraba en especial, entre muchos otros motivos, por la pasión hacia la música que había transmitido a su única hija. Intentemos imaginarnos la vida tranquila y poco ajetreada de casi todas las familias académicas del mundo occidental durante los años veinte y treinta —con los rituales tés, las cenas con estudiantes, los viajes de seis meses por Italia y los años sabáticos concedidos a los profesores universitarios con el fin de que pudieran pasarlos en Berlín y Salzburgo—, para imaginarnos la vida que Sophie llevó en aquellos días y el civilizado refinamiento de aquella existencia placentera y sin sobresaltos. Con todo, se cernía constantemente sobre esta escena una sombría nube, una presencia opresiva y sofocante que contaminó la niñez y la juventud de Sophie desde el principio: era la perpetua y abrumadora realidad de su padre, un hombre que había ejercido sobre su familia, y especialmente sobre su hija, una dominación tan inflexible y a la vez tan astutamente sutil que la muchacha ya era una mujer cabal, mayor de edad, cuando se dio cuenta de que lo detestaba hasta límites increíbles.
Hay extraños momentos en la vida de una persona en que la intensidad de una emoción soterrada respecto a otra persona —un rencor o un afecto reprimido— se abre paso hacia la superficie de la conciencia con inmediata claridad; y a veces se manifiesta a costa de un cataclismo corporal que deja una huella imborrable. Sophie me dijo que nunca olvidaría el momento en que la revelación del odio que sentía hacia su padre la envolvió en un horrible y ardiente fulgor, le causó la pérdida momentánea de la voz y le hizo pensar que iba a desmayarse o a caer muerta…
Era un hombre alto, de aspecto robusto, habitualmente ataviado con una levita, una camisa de cuello de pajarita y una gran corbata de seda fina. Un modo de vestir anticuado, pero nada grotesco en la Polonia de aquellos tiempos. Su rostro era clásicamente polaco: altos y anchos pómulos, ojos azules, labios más bien carnosos, una buena nariz respingona y unas grandes orejas de elfo. Lucía unas largas patillas, y llevaba su pelo claro y fino uniformemente echado hacia atrás, siempre bien peinado. Un par de dientes postizos de plata mermaban un poco su buena apariencia, pero sólo cuando abría la boca. Entre sus colegas, se consideraba que tenía algo de dandy, aunque sin absurdos excesos; su considerable reputación académica era una salvaguardia contra el ridículo. Era respetado a pesar de su extremado credo político: un superconservador en un claustro de profesores de derechas. No era sólo catedrático de Derecho, sino que ejercía como abogado de vez en cuando, pues había llegado a ser una autoridad en el uso internacional de patentes (relacionadas principalmente con el intercambio entre Alemania y los países de Europa oriental). Las ganancias que había obtenido con esta actividad suplementaria, siempre de manera perfectamente ética, le permitieron tener un nivel de vida superior al de muchos de sus compañeros de la universidad: con un lujo nada ostentoso, modestamente proporcionado. Aficionado a los vinos del Mosela y a los cigarros Upmann, era también un católico practicante, pero no tenía nada de fanático.
Al parecer, lo que Sophie me había contado antes sobre la juventud y educación de su padre era cierto: los años de su juventud pasados en Viena durante la época de Francisco José alimentaron el fuego de su pasión pro-teutónica y lo inflamaron para siempre con la visión de una Europa salvada por el pangermanismo y el espíritu de Richard Wagner. Era un amor tan puro y firme como su odio hacia el bolchevismo. ¿Cómo podía la pobre y retrasada Polonia (Sophie le había oído decir), que había perdido su identidad con cronométrica regularidad en manos de un opresor tras otro —especialmente en las de los bárbaros rusos, sometidos ahora al anticristo comunista—, encontrar la salvación y la gracia cultural si no era mediante la intercesión de Alemania que tan magníficamente había sabido fusionar una tradición histórica de mítico esplendor con la supertecnología del siglo XX en una síntesis profética para las naciones menores que acudiesen a ella? ¿Qué mejor nacionalismo para un país tan difuso, tan falto de estructura propia como Polonia que el práctico —y, sin embargo, estéticamente conmovedor— nacionalismo del nacionalsocialismo, en el que Die Meistersinger, Los maestros cantores, ejercieron una influencia tan civilizadora como la de las actuales autopistas?
El profesor —además de no ser ni liberal ni remotamente socialista como me había dicho primero Sophie— era cofundador de una facción política tremendamente reaccionaria conocida por Partido Nacionaldemocrático, apodado ENDEK, uno de cuyos principios rectores era su antisemitismo militante. Fanático en la identificación de los judíos con el comunismo, y viceversa, el movimiento tenía especial influencia en las universidades, donde desde los primeros años veinte se hizo endémica la violencia física contra los estudiantes de aquella raza. Miembro del ala moderada del partido, el profesor Biegański, que a sus treinta y tantos años empezaba a destacar en el mundo académico, escribió un artículo en uno de los principales periódicos de Varsovia deplorando estas agresiones, cosa que años más tarde haría que Sophie se preguntase a sí misma —al tropezar casualmente con el ensayo— si su padre no había sufrido un arrebato de utópico humanismo radical. Sophie, por supuesto, estaba absurdamente equivocada, del mismo modo que se equivocaba o mentía al pretender que su padre odiaba al despótico mariscal Pilsudski, otrora radical, porque en los últimos años veinte había establecido en Polonia un régimen virtualmente totalitario. Su padre detestaba en efecto al mariscal, lo odiaba furiosamente, pero —como ella sabría después— en especial porque había promulgado varios decretos protectores de los judíos. Por eso el profesor se tranquilizó, por así decirlo, cuando en 1935, tras la muerte de Pilsudski, las leyes que garantizaban los derechos de los judíos se relajaron, exponiéndolos de nuevo al terror. Y de nuevo, al menos al principio, el profesor Biegański aconsejó moderación. Afiliado poco después a un grupo fascista remozado, conocido como Partido Nacional Radical, que comenzaba a ejercer un fuerte influjo entre los estudiantes de las universidades polacas, el profesor —ahora una voz dominante— siguió aconsejando cordura y haciendo advertencias, una vez más, contra las palizas y agresiones que comenzaban a recibir los judíos, no sólo en las universidades sino también en las calles. Sin embargo, su desaprobación de la violencia se basaba más en una perversa delicadeza que en determinada ideología; a pesar de sus aspavientos, no había abandonado en absoluto la obsesión que por tanto tiempo había dominado y penetrado todo su ser: se puso a filosofar metódicamente sobre la necesidad de expulsar a los judíos de todos los caminos de la vida, empezando por el mundo docente.
Escribió furiosamente sobre el problema, en polaco y en alemán, y envió incontables artículos a distinguidas publicaciones políticas y jurídicas de Polonia y a centros culturales como Bonn, Mannheim, Múnich y Dresde. Uno de sus temas fundamentales era el de «los superfluos judíos», y escribía extensamente sobre la cuestión del «traslado de población» y el «destierro». Formó parte de una misión gubernamental enviada a Madagascar para estudiar la posibilidad de establecer allí colonias de judíos. (Trajo una máscara africana a Sophie, quien recordaba además lo moreno que volvió su padre.) Aunque sin sugerir la violencia, comenzó a vacilar y a insistir cada vez más sobre la necesidad de una reacción práctica e inmediata contra el problema. Cierto frenesí se había introducido en su vida. Se convirtió en uno de los principales activistas del movimiento segregacionista y en uno de los padres de la idea de separar a los estudiantes judíos en «bancos gueto». Fue un agudo analista de la crisis económica. Pronunció discursos soliviantadores del populacho en Varsovia. En una economía deprimida, gritaba enfurecido, ¿qué derecho tenían los judíos del gueto a competir con los honrados polacos que llegaban a la ciudad procedentes de todas partes? A fines de 1938, en pleno arrebato pasional, empezó a trabajar en su obra maestra, el citado panfleto en el que hizo pública por primera vez la idea —apoyándola con mucha cautela, con una circunspección que rozaba lo ambiguo— de la «supresión total». Una expresión ambigua, tentativa…, pero allí quedaba. Supresión total. Brutalidad, no. Supresión total. En aquel tiempo, durante varios años, Sophie transcribió al dictado no pocos de los escritos de su padre, pues, obediente y servil como un peón, llevaba a cabo todas las tareas secretariales que él le pedía. Su sumiso trabajo, efectuado siempre pacientemente —como cualquiera de las muchas respetuosas hijas polacas que también habían caído en la trampa de la absoluta obediencia a la institución paterna—, culminó, cierta semana del año 1938, en el mecanografiado, impresión y publicación del panfleto El problema judío de Polonia: ¿tiene el nacionalsocialismo la respuesta? En aquel momento comprendió o, mejor, comenzó a comprender lo que estaba haciendo su padre.
A pesar de mi inquisitiva curiosidad mientras Sophie me contaba todo eso, me fue difícil obtener una imagen cabal de su niñez y juventud, aunque algunas cosas se me hicieron muy claras. Su subordinación a su padre, por ejemplo, era completa, tanto como en cualquier cultura pigmea neopaleolítica de la selva africana; le exigía una fidelidad total e inapelable. Nunca cuestionó esa lealtad, me dijo ella; formaba parte de su misma sangre, y casi nunca notó su peso durante su niñez. Al fin y al cabo, todo estaba determinado por su catolicismo polaco, según el cual la veneración del padre era obligatoria y necesaria. De hecho, admitió que más bien le agradaba aquella sumisión virtualmente servil; habría podido decirse que casi gozaba con los «Sí, papá» y «No, gracias, papá» que estaba obligada a pronunciar varias veces al día, con los favores y atenciones que tenía que prestar, con el respeto ritual y la forzada obsequiosidad que compartía con su madre. Sophie admitió que tal vez se había comportado como una verdadera masoquista. En cualquier caso, por tristes que fuesen sus recuerdos, tenía que decir en favor de su padre que nunca había tratado a ninguna de las dos con verdadera crueldad; tenía un juguetón —por no decir primitivo— sentido del humor y, a pesar de su indiferente majestad, no estaba por encima de la concesión de pequeñas recompensas, aunque sólo en raras ocasiones. Si quieren conservar su tranquilidad, los tiranos domésticos no pueden estar completamente faltos de bondad; al menos, en apariencia.
Quizá fue a causa de estos rasgos mitigadores (gracias a los cuales Sophie pudo perfeccionar su francés, lengua que él consideraba decadente, y su madre gozar del amor que sentía por compositores que no fuesen Wagner, ni frívolos como Fauré, Debussy y Scarlatti) por lo que Sophie aceptó sin ningún resentimiento consciente la completa dominación de su padre, incluso una vez casada. Aparte de esto, como hija de un distinguido —aunque notablemente controvertido— miembro del claustro de profesores (con la salvedad de que ninguno de los colegas del profesor compartía, siquiera remotamente, sus extremadas opiniones étnicas), Sophie estaba sólo vagamente enterada de las creencias de su padre, de su pasión dominante. El profesor mantenía a su familia al margen, si bien la muchacha, ya a partir de los primeros años de su adolescencia, no pudo ignorar por completo su animadversión hacia los judíos. Pero el hecho de tener un padre antisemita no era inaudito en Polonia. La actitud de Sophie respecto a los judíos —entregada por completo a sus estudios, a la iglesia, a las amigas y a los modestos acontecimientos sociales de aquellos tiempos, a los libros, a las películas (docenas de ellas, casi todas norteamericanas), a las lecciones de piano que recibía de su madre, e incluso a algún pequeño flirteo—, la mayor parte de los cuales se hallaban en el gueto de Cracovia, fantasmas apenas visibles, era a lo sumo de indiferencia. Sophie insistió en esto; yo la creí y sigo creyéndola. Simplemente, no la preocupaban…, por lo menos hasta que, como intimidada secretaria de su padre, comenzó a adivinar la profundidad y la amplitud de su feroz fanatismo.
El profesor la obligó a aprender mecanografía y taquigrafía cuando tenía sólo dieciséis años. Era posible que ya pensara en utilizarla. Quizá vislumbraba el momento en que necesitaría servirse de ella; el hecho de que su secretaria fuese su propia hija le daba mayores garantías de reserva y confianza. En cualquier caso, lo cierto era que, aun cuando Sophie ayudó a su padre durante varios años, en no pocos fines de semana, mecanografiando buena parte de su correspondencia bilingüe relacionada con las patentes (usando algunas veces un dictáfono de fabricación inglesa que le era antipático por el siniestro y fantasmal sonido, con ecos de hojalata, que daba a la voz de su padre), nunca trabajó en nada que tuviese que ver con sus muchos ensayos hasta la Navidad de 1938; hasta entonces sólo habían sido tocados por sus ayudantes de la universidad. Por lo tanto, Sophie se hallaba en excelentes condiciones secretariales cuando su padre volcó sobre ella, como los desbordantes rayos de una salida de sol, la culminación de su odiosa filosofía, cuando le hizo tomar en taquigrafía, y luego mecanografiar en polaco y alemán, el texto completo de su obra maestra: El problema judío de Polonia. Sophie recordaba el febril entusiasmo que de vez en cuando reflejaba su voz mientras, mordisqueando un cigarro, se paseaba por el húmedo y humeante estudio de la casa y ella trazaba obedientemente en su cuaderno de taquigrafía los esqueléticos símbolos del alemán del profesor, preciso, lógicamente formulado, pero expresado con fluidez.
El padre de Sophie tenía un estilo rico, dúctil, salpicado con chispas de ironía. Podía ser cáustico y seductoramente ameno a un tiempo. Se expresaba en un alemán soberbiamente articulado que, por sí mismo, le había valido un gran renombre en lugares tan encumbrados y apropiados para la propagación del antisemitismo como el Welt-Dienst de Erfurt. Sus escritos tenían un encanto muy personal. (Cierta vez, durante aquel verano en Brooklyn, insistí en que Sophie leyera un libro de H. L. Mencken, que entonces —como ahora— me apasionaba, y creo oportuno dar aquí todo su valor a la observación que ella me hizo de que el mordaz estilo de Mencken le recordaba el de su padre.) Así pues, Sophie taquigrafió lo que él le dictó, con gran cuidado aunque con cierta prisa por el desbocado fervor con que le llegaban las palabras; en consecuencia, sólo en el momento de pasar a máquina el original que debía entregarse al impresor, comenzó a vislumbrar en aquel hirviente caldero de alusiones históricas, de dialécticas hipótesis, de imperativos religiosos, de antecedentes legales y proposiciones antropológicas, la nebulosa y siniestra presencia de una palabra que aparecía varias veces en el texto y que, además de sorprenderla y confundirla, la asustó sobremanera (una palabra que ella ya había oído más de una vez en las polémicas pláticas, tan persuasivas y prácticas como el folleto en cuestión, que su padre pronunciaba a modo de astuta y festiva propaganda en las cenas de los Biegański). Era la palabra «supresión». Un vocablo que sin embargo sólo representaba un punto de partida, porque las últimas veces el profesor había indicado a Sophie que escribiera Vemichtung, «exterminio», en lugar de vollstandige Abschaffung, «supresión total».
Exterminio. La cosa no podía ser más simple ni evidente. Por eso, por muy sutilmente que el profesor hubiera introducido aquel término en el texto, y por amena que fuese su manera de expresar las corrosivas animadversiones que encubría, la palabra «exterminio», con toda su fuerza y significado —tal como se desprendía de la esencia del ensayo—, era tan horrible que Sophie tuvo que empujarla hacia lo más profundo de su mente y mantenerla allí durante el invernal fin de semana que dedicó a poner en limpio la apasionada diatriba de su padre, y preocuparse tan sólo de no despertar sus iras con la omisión de una diéresis o la mala colocación de un acento. Y siguió reprimiendo el verdadero significado de Vemichtung hasta que en el lloviznoso atardecer del domingo —mientras se dirigía presurosa, con el fajo de hojas mecanografiadas nerviosamente agarrado, hacia el café de la plaza del Mercado para reunirse con su padre y su esposo—, se dio cuenta con horror de lo que el profesor le había dictado y de su complicidad en ello. «Vemichtung —dijo en voz alta—. Significa —pensó con estúpida tardanza— que todos tendrían que ser asesinados.»
Como se deducía de las confesiones de Sophie, tal vez habría mejorado su imagen el hecho de que el momento en que comprendió que odiaba a su padre no sólo coincidió con el instante en que vio que era un aspirante a asesino de judíos, sino que su odio hacia él fue motivado precisamente por esta evidencia. Aunque tuvo conciencia de ambas cosas al mismo tiempo, según me dijo (y en esto la creí como yo hacía a menudo, por simples razones intuitivas), debía de estar emocionalmente madura para la intensa aversión que de pronto sintió hacia su padre, y era muy posible que su reacción hubiera sido la misma aunque el profesor no hubiese mencionado la matanza que deseaba y preconizaba. Me dijo que, de todos modos, jamás podría estar segura de ello. Estamos hablando aquí de verdades esenciales sobre Sophie, por lo que —a pesar de los muchos años que estuvo expuesta a las rencorosas, desfiguradas y discordantes visiones que alimentaban la obsesión de su padre, y de que se hallaba casi ahogándose en el venenoso venero pseudoteológico del profesor— creo suficiente, como prueba de la verdadera naturaleza de su sensibilidad, el hecho de que conservara los necesarios instintos humanos para reaccionar con sobresalto y horror mientras, apretando el abominable fajo contra su pecho, aquel brumoso atardecer corría a través de las tortuosas calles de Cracovia hacia su propia revelación.
—Aquella tarde —me dijo Sophie—, mi padre me esperaba en el café de la plaza del Mercado. Recuerdo que hacía mucho frío y que el tiempo era húmedo; el aguanieve caía de vez en cuando…, con intermitencias, ¿sabes? En la mesa del café también me esperaba Kazik, mi marido. Yo llegaba con gran retraso porque había estado trabajando toda la tarde pasando a máquina el original, cosa que me había llevado más tiempo del que creía. Tenía mucho miedo de que mi padre se enfadase por mi tardanza. Lo había hecho todo muy aprisa, ¿sabes?, y el impresor, quiero decir el hombre que tenía que imprimir el panfleto en alemán y en polaco, debía encontrarse con mi padre en el café para recoger el original. Mi padre quería que antes corrigiéramos las hojas mecanografiadas allí mismo. Él corregiría las escritas en alemán mientras Kazik haría lo mismo con las del polaco. Eso era lo previsto, pero cuando llegué allí el impresor ya estaba sentado con mi padre y Kazik. Mi padre estaba furioso, y aunque me disculpé no se le fue el enfado; cogió el original de mis manos y me mandó sentarme. Me senté, y me arredró tanto su enfurecimiento que sentí un fuerte dolor en el estómago. Es extraño, Stingo, cómo recuerdas a veces ciertos detalles. Me refiero a esto: mi padre estaba tomando té y Kazik había pedido coñac slivovitz, ese incoloro, hecho de ciruelas, ¿sabes? En cuanto al impresor, un hombre que ya conocía, llamado Roman Sienkiewicz, sí, como el famoso escritor…, bebía vodka. Estoy segura de que recuerdo esos detalles a causa del té de mi padre. Quiero decir, ¿sabes?, que después de trabajar toda la tarde estaba agotada, y tenía unas ganas tremendas de tomar una taza de té. Pero no la pedí, ¡de ningún modo! Recuerdo que sólo miré su taza y su tetera ansiando tomar un buen té caliente como aquél. Sabía que si no hubiera sido tan tarde mi padre me lo habría ofrecido, pero en aquel momento estaba enfadado conmigo y no lo mencionó. Así que me quedé allí sentada, mirándome las uñas con la cabeza gacha mientras él y Kazik se disponían a leer las hojas mecanografiadas.
»Aquello pareció durar horas. Con el impresor Sienkiewicz, un hombre gordo con bigote que se reía entre dientes, sólo hablé de banalidades, como el tiempo que hacía, pero permanecí casi todo el rato con la boca cerrada, muriéndome de sed y con unas ganas terribles de tomar una taza de té…, hasta que mi padre levantó los ojos de la hoja que estaba leyendo, me miró y dijo: «¿Quién es ese Neville Chamberlain a quien tanto le gustan las obras de Richard Wagner?». No apartaba de mí su severa mirada; yo no comprendía exactamente lo que quería decir, sólo veía que estaba muy disgustado. Disgustado conmigo. Como seguía sin entenderlo, dije: «¿Qué quieres decir, papá?». Él repitió la pregunta, esta vez subrayando la palabra Neville, lo que permitió darme cuenta enseguida de que había cometido un error. Porque, ¿sabes?, se trataba del autor inglés Chamberlain, a quien mi padre citaba constantemente en su ensayo para apoyar sus ideas; no sé si has oído hablar de él, escribió un libro titulado Die Grundlagendes… Bueno, creo que se llama Los fundamentos del siglo XIX, y está lleno de amor por Alemania y de odio hacia los judíos. Dice que contaminan la cultura europea y cosas por el estilo. Y cómo admiraba mi padre a este Chamberlain… Entonces me di cuenta de que cada vez que me había dictado este apellido yo, inconscientemente, lo había acompañado de Neville, pues se mencionaba mucho a Neville Chamberlain en las noticias por lo del Pacto de Múnich, en vez de escribir Houston Chamberlain, que era el nombre del Chamberlain que odiaba a los judíos. Y cuando pensé que había repetido aquel error en el texto, en las notas al pie de página, en la bibliografía, es decir, en todas partes, quedé aterrada.
»¡Y la vergüenza que pasé, Stingo! Porque mi padre, con su locura por la perfección, no pudo fermer les yeux… pasar aquello por alto, sino que al contrario le dio una gran importancia, poniéndome en evidencia ante Kazik y Sienkiewicz, con unas palabras despreciativas que nunca olvidaré. Fueron éstas: «Tu inteligencia es puro serrín, como la de tu madre. No sé de quién heredaste ese cuerpo, pero lo que es el cerebro estoy seguro de que no se parece en nada al mío». Oí que Sienkiewicz ahogaba una risotada, quizá más por desconcierto que por otra cosa; luego miré a Kazik: me observaba con su sonrisita habitual, y no me sorprendió que la expresión de su rostro confirmase el desprecio demostrado por mi padre. También debo confesarte, Stingo, que hace algunas semanas te dije otra mentira. En aquel momento, yo ya no quería a mi marido, al menos no más que a cualquier extraño a quien jamás hubiera visto. ¡Cuántas mentiras te he dicho, Stingo! Soy el colmo de las menteuses, de las mentirosas.
»Y mi padre siguió machacándome sobre mi inteligencia, o sobre mi falta de ella. Las mejillas me quemaban, pero hice lo posible para no seguir escuchando, como si cerrase los oídos. Y recuerdo que dije para mis adentros: «¡Por favor, todo lo que quiero es una taza de té!». Entonces mi padre cesó de atacarme y siguió leyendo el original. Y de pronto me sentí aterrada por el mero hecho de encontrarme en aquel lugar mirándome las manos. Hacía frío. Aquel café era como una premonición del infierno. Oía murmurar a la gente a mi alrededor; era un rumor general que llegaba a mis oídos en un profundo tono menor, como el de uno de los últimos cuartetos de Beethoven, ¿sabes?, como una expresión de calamitosa inquietud, y también se oía el viscoso soplar del viento, fuera, en las calles… Entonces, de repente, me di cuenta de que todo el mundo estaba hablando de la guerra, que al parecer estaba muy cerca. Incluso creí oír el retumbar de cañones en algún lugar lejano, más allá del horizonte de la ciudad. Sentí una sacudida de profundo terror, y un gran deseo de levantarme y huir corriendo, pero no tuve otro remedio que permanecer allí sentada. Finalmente, oí que mi padre preguntaba a Sienkiewicz cuánto tardaría la impresión del folleto con carácter de urgencia, y el impresor le contestó que un par de días. Entonces advertí que mi padre hablaba con Kazik sobre la distribución de los panfletos entre los profesores y alumnos de la universidad. Proyectaba enviar la mayor parte de ellos a determinados lugares de Polonia, Alemania y Austria, pero quería que algunos centenares se repartieran en la universidad, a mano. También me di cuenta de que estaba ordenando a Kazik…, digo ordenando porque lo tenía bajo control, igual que a mí, que distribuyera personalmente los panfletos en la universidad tan pronto como estuvieran impresos. Dijo que necesitaba ayuda. Y oí que añadía: «Sophie te ayudará a repartirlos».
»Y entonces me percaté de que una de las pocas cosas, quizá la única, que no quería en modo alguno en aquel momento era seguir impliquée en aquel escrito. Y me sublevó la idea de tener que recorrer la universidad repartiendo panfletos a todo el mundo. Sin embargo tan pronto como mi padre dijo: «Sophie te ayudará a repartirlos», supe que estaría allí con Kazik, repartiendo panfletos, del mismo modo que había hecho todo lo que él me ordenaba desde que era una niña, haciéndole recados, llevándole cuanto me pedía, aprendiendo taquigrafía y mecanografía sólo para que pudiera utilizarme cuando quisiese. Y noté dentro de mí un terrible vacío al darme cuenta de que no podía hacer nada para oponerme a aquello, de que no era capaz de decir: «Papá, no quiero ayudarte a repartir eso». Pero ¿sabes, Stingo?, debo revelarte una verdad que ni siquiera ahora veo muy clara ni acabo de comprender. Yo quedaría muy bien diciéndote que me repugnaba repartir aquellos papeles por la sola razón de que en ellos se decía: «Matad a los judíos». Sabía que aquello era malo, terrible, pero, aun en aquellos momentos, apenas podía creer que eso fuera lo que mi padre había escrito en los panfletos.
»No obstante, si he de serte sincera, había algo más. Por fin empezaba a ver con claridad que aquel hombre, mi padre, el hombre que me había dado la vida, que era carne de mi carne, no me consideraba más que una sirvienta, una sierva, una esclava, y que ahora, sin la menor expresión de afecto, sin una palabra de agradecimiento, por medio de aquel el trabajo quería… ¿envilecerme? Sí, envilecerme, obligándome a arrastrarme por toda la universidad como un vendedor de periódicos cualquiera, haciendo aquello porque, como tantas otras veces, él decía que debía hacerlo. Yo ya era una mujer, me gustaba la música, quería tocar música de Bach… Creo que, en aquel momento, pensé que iba a morirme… Quiero decir… no morirme por lo que él me estaba haciendo, que ya era mucho, sino porque no podía negarme a sus deseos. No había manera de decirle: «¡Vete al infierno, papá!». Bueno, precisamente entonces me dijo: «Zosia». Yo levanté la mirada hacia él y pude ver el brillo de sus dos dientes postizos, y una sonrisa que se había hecho agradable para añadir: «Zosia, ¿te gustaría tomar una taza de té?», y yo repuse: «No, gracias, papá». Él insistió: «Vamos, Sophie, debes tomar un poco de té, estás pálida y pareces tener frío». Habría querido tener alas para huir. Seguí negándome: «No, gracias, papá, no me apetece tomar té». Y tan fuerte era el esfuerzo que estaba haciendo para dominarme, que me mordí los labios hasta hacerlos sangrar; noté el sabor de la sangre en mi boca, como de sudor. Entonces mi padre se volvió hacia Kazik. Fue justo en aquel instante cuando lo sentí: un agudo aguijonazo de odio. Me atravesó con un dolor sorprendentemente rápido, que casi me hizo perder los sentidos y me llevó a creer que iba a desplomarme en el suelo. Me sentía arder de pies a cabeza, como una llama. Y me dije: «Lo odio»…, terriblemente admirada del desprecio de que era capaz. Era increíble, aquel odio que me invadía…, y tremendamente doloroso: como un cuchillo de carnicero clavado en mi corazón.
Polonia es hermosa, es un país arrebatador que conmueve el corazón, una tierra que, en muchos aspectos (que pude ver aquel verano a través de la mirada y los recuerdos de Sophie, y, años más tarde, con mis propios ojos), se parece al Sur norteamericano; sobre todo a un Sur todavía no muy lejano. No es sólo un paisaje nostálgico y abandonadamente encantador lo que crea una frecuente semejanza entre los dos lugares —el parecido, por ejemplo, de la cenagosa pero cautivadora monocromía del pantanal del río Narev con una lóbrega sabana de la costa de Carolina; o la quietud dominical de una fangosa callejuela de una aldea de Galitzia que, con un pequeño giro de la imaginación, podría trasladarnos al villorrio de un cruce de Arkansas y hacernos ver sus desvencijadas y toscas casuchas a las que el sol, la lluvia y el viento limpiaron de todo color, construidas sobre un pelado suelo arcilloso donde correteaban y picoteaban descarnadas gallinas—, sino sobre todo el espíritu de la nación, su melancólico corazón íntimamente asolado, su personalidad atormentada, como la del Viejo Sur, por la adversidad, la penuria y la derrota.
Si nos imaginamos una tierra convertida en encrucijada de bandoleros de distintas procedencias, no durante una década sino por espacio de milenios, comprenderemos sólo un aspecto de una Polonia pisoteada con tediosa regularidad por los franceses, los suecos, los austríacos y los prusianos, y poseída incluso antaño por unos diablos tan voraces como los turcos. Despojada y explotada como el Sur, y, como él, una sociedad feudal agraria predominantemente pobre, Polonia ha mantenido como aquella región norteamericana un baluarte contra su inmemorial humillación: el orgullo. El orgullo y el recuerdo de glorias desvanecidas. Orgullo del linaje y del apellido, y también, no debe olvidarse, de una aristocracia o una nobleza sumamente sediciosa. Los apellidos Radziwill y Ravenel se pronuncian con la misma altivez, una altivez muy marcada, pero bastante hueca. A pesar de sus derrotas, tanto Polonia como el Sur norteamericano conservaron un frenético nacionalismo. Sin embargo, aun dejando a un lado estas grandes semejanzas, que son muy reales y tienen su origen en fuentes históricas muy similares (debería añadirse: una fuerte hegemonía religiosa de espíritu autoritario y puritano), se descubren otras correspondencias culturales más superficiales, pero aun así sorprendentes: la pasión por los caballos y los títulos militares, la dominación de las mujeres (junto con una disimulada y cazurra lascivia), cierta tradición narrativa y la creencia en los beneficiosos efectos del aguardiente. Y el que sus moradores son objeto de bromas pesadas.
Por último, hay una serie de siniestras similitudes entre Polonia y el Sur norteamericano que, aun siendo también superficiales, hacen que ambas culturas se mezclen tan perfectamente que parecen una sola por su común extravagancia: estas semejanzas tienen que ver con la raza, cuestión que en ambos mundos ha despertado toda clase de pesadillas y accesos esquizofrénicos a lo largo de varios siglos. En Polonia y en el Sur, la presencia estable de la raza ha creado a un tiempo crueldad y compasión, intolerancia y comprensión, amistad y enemistad, explotación y sacrificio, odios eternos y amores sin esperanza. Si bien puede decirse que los más sombríos de estos pares opuestos son los que han predominado siempre, en honor a la verdad hay que citar una larga crónica en la que la decencia y el honor se opusieron momentáneamente al dominio absoluto del mal reinante, tanto en Poznan como en Yazoo City.
Así pues, cuando Sophie me vino al principio con aquel cuento de hadas sobre la peligrosa hazaña de su padre en Lublin al proteger a un grupo de judíos, no pretendía hacerme creer nada imposible; el hecho de que los polacos, en el reciente y lejano pasado, habían arriesgado muchas veces la vida para salvar judíos de cualquier opresor era una verdad indiscutible, y además, por escasa que entonces fuera mi información sobre tales actos, no me sentía inclinado a dudar de Sophie, quien, luchando contra su esquizoide conciencia, optó por proyectar sobre el profesor una luz falsamente favorecedora, incluso heroica. Pero aun cuando hubo miles de polacos que protegieron a los judíos, que los escondieron y arriesgaron su vida por ellos, otras veces en cambio, obedeciendo a malsanas y complejas discordias, los persiguieron con implacable salvajismo; el profesor Biegański estaba inmerso precisamente en esta constante del espíritu polaco, y fue este punto el que Sophie tuvo que aclararme, poniendo a su padre en su verdadero lugar, para que yo pudiese interpretar correctamente lo que sucedió mientras ella estuvo en Auschwitz.
La subsiguiente historia del panfleto del profesor merece no ser pasada por alto. Obedeciendo a su padre hasta el final, Sophie lo distribuyó con Kazik por toda la universidad, pero aquello fue un rotundo fracaso. En primer lugar, como todos los habitantes de Cracovia, los miembros del profesorado estaban demasiado preocupados por la inminencia de una guerra —que estallaría unos meses más tarde— para prestar atención al mensaje de Biegański. El infierno ya había entrado en erupción. Los alemanes pedían la anexión de Danzig, empezando por el famoso «pasillo»; y, mientras «Neville» Chamberlain aún vacilaba, los hunos vociferaban en el oeste y hacían estremecer las débiles puertas de Polonia. Las viejas calles de Cracovia se llenaban cada día con el rumor de un pánico contenido. En aquellas circunstancias, ¿qué racista de la universidad, por fanático que fuese, podía desviar su atención hacia la sutil dialéctica del profesor? Había en el aire una sensación de inmediato cataclismo demasiado intensa para que alguien hiciera caso de una tontería tan trillada como la opresión de los judíos.
En aquel momento, toda Polonia se sentía potencialmente oprimida. Además, el profesor había cometido algunas equivocaciones básicas, tan serias que hacían dudar de la solidez de sus ideas fundamentales. No fue tan sólo la inserción del «exterminio» en su panfleto —ni el más fanático de los profesores habría tenido estómago para aceptar tal punto de vista, por swiftiano y corrosivamente humorístico que fuese el modo de exponerlo—, sino aquella idolatría por el Tercer Reich y su entusiasmo pangermánico lo que demostró su insensatez y, sobre todo, una ceguera y sordera total ante el intenso patriotismo que latía en los corazones de sus colegas. La misma Sophie acabó por convencerse de que, aun cuando pocos años antes, durante el resurgimiento fascista en Polonia, su padre habría podido conseguir algunos adeptos, ahora, con la Wehrmacht a punto de arremeter hacia el este, con aquel clamor teutónico reclamando Danzig, con los incidentes que estaban provocando los alemanes a lo largo de todas las fronteras, ¿acaso no era una solemne tontería preguntar si el nacionalsocialismo tenía alguna respuesta que no fuese la destrucción de Polonia? Y la campaña del profesor, generalmente ignorada entre un caos cada vez mayor, se cerró con dos inesperados sucesos muy desagradables para él. Dos alumnos graduados, miembros de la reserva del ejército polaco, le dieron una soberana paliza en un vestíbulo de la universidad, y cierta noche algo rompió estrepitosamente el cristal de la ventana del comedor de los Biegański: un gran adoquín en el que habían pintado una cruz gamada.
Sin embargo, como patriota no se merecía estos ataques, y habría que decir algo a favor del profesor. No había escrito el folleto con la intención de buscarse las simpatías de los nazis con sus elogios. Lo escribió exclusivamente desde el punto de vista de la cultura polaca y, además, era un pensador demasiado escrupuloso, un hombre demasiado identificado con las grandes verdades filosóficas como para pensar que el panfleto podría servirle como instrumento de algún beneficio personal y, menos aún, de su salvación física. (En realidad, la situación creada por la proximidad del conflicto bélico impedía rotundamente que el ensayo apareciese en Alemania.) Y tampoco era un quintacolumnista, o un colaboracionista en el sentido que ahora se da a esta palabra; cuando el país fue invadido aquel septiembre, y Cracovia, virtualmente intacta, pasó a ser la sede del gobierno de toda Polonia, el padre de Sophie no pretendía traicionar a su patria al ofrecer sus servicios al gobernador general, un tal Hans Frank, amigo de Hitler (increíblemente, un judío —aunque eran pocos los que lo sabían por entonces— y un distinguido jurisconsulto, como Biegański), sino que sólo se ofrecía como asesor y experto en un campo en que polacos y alemanes tenían un interés común: die Judenfrage, es decir la cuestión judía. Había sin duda cierto idealismo en su esfuerzo.
Con verdadera aversión por su padre —casi la misma que sentía hacia su esposo—, Sophie solía sorprender a ambos cuchicheando planes en el vestíbulo de la casa mientras el profesor, impecablemente vestido con su levita, fragantes de agua de colonia sus grisáceos cabellos, se preparaba para emprender con denuedo su tanda matinal de súplicas. Sophie recordaba especialmente una de aquellas mañanas. Su padre no debía de haberse lavado la cabeza porque sus espléndidos hombros estaban salpicados de caspa. El tono de sus murmullos denotaba una mezcla de contrariedad y esperanza, pues hablaba con un siseo desacostumbrado. A pesar de que el gobernador general se había negado a recibirlo el día anterior, estaba seguro de que aquella mañana podría hablar cordialmente con el jefe de la policía de seguridad local, para quien tenía una recomendación de un amigo común de Erfurt (se trataba de un sociólogo y destacado teórico sobre el problema judío), y quien sin duda quedaría impresionado por las credenciales del profesor, por sus honorables títulos académicos (consignados sobre pergamino auténtico) de Heidelberg y Leipzig, por su volumen encuadernado publicado en Maguncia, El problema judío en Polonia, y así sucesivamente. Estaba seguro de que aquella mañana…
Pero el profesor no tuvo suerte. Por más que pidió, rogó y se afanó presentándose en una docena de oficinas durante tantos otros días, sus esfuerzos cada vez más frenéticos no condujeron a nada. Sin duda representó un gran golpe para él no conseguir ni un momento de atención, no poder atraerse ningún oído burocrático. Había incurrido en un nuevo y grave error. Sentimental e intelectualmente, era un romántico heredero de la cultura alemana del siglo anterior, de unos tiempos ya muy lejanos e irreparablemente desaparecidos, pollo que no se hacía a la idea de la imposibilidad de conciliar su anticuado modo de pensar y vestir con los pasillos de acero inoxidable de aquel colosal poder calzado con fortísimas botas, el primer estado tecnocrático del mundo, con sus Regulierungen und Gesetzverordnungen (Regulaciones y reglamentaciones legales), sus ficheros y sistemas de clasificación eléctricos, sus invisibles vías jerárquicas y sus métodos mecánicos de ordenación de datos, sus dispositivos de descodificación y secreto de las conversaciones radiotelefónicas, su línea directa de comunicación con Berlín…, todo funcionando con deslumbradora celeridad y sin posible conciliación con un oscuro profesor polaco de Derecho y su montón de documentos, su clavel en el ojal, sus brillantes dientes postizos, sus botines de paño y su nevada de caspa. El profesor fue una de las primeras víctimas de la máquina bélica nazi sólo porque no estaba «programado». Así de simple fue la cuestión. Quizá podría afirmarse que la otra razón importante de su rechazo fue el hecho de que era Polack, palabra de significado burlonamente despreciativo tanto si la emplea un alemán como un inglés. Por ser un Polack y al mismo tiempo un académico, su cara demasiado ansiosa, inquieta y ávidamente suplicante apenas si era mejor acogida en el cuartel general de la Gestapo que la de un apestado, pero el profesor tenía un total desconocimiento de lo pasado de moda que estaba.
Y había algo que él no había advertido durante aquellos primeros días de otoño mientras pedía y suplicaba de despacho en despacho: el reloj, con su implacable tictac, lo acercaba cada vez más a su última hora. Bajo la indiferente mirada del Moloch nazi, era una de tantas cifras condenadas. Por eso, aquella gris y húmeda mañana de noviembre en que Sophie, arrodillada en la iglesia de Santa María, tuvo la premonición que me había descrito tiempo antes y se levantó de un brinco para salir corriendo hacia la universidad —donde se encontró con el glorioso patio medieval acordonado por los soldados alemanes que habían capturado a ochenta miembros del profesorado, a los que aún amenazaban con sus rifles y metralletas—, el profesor Biegański y Kazik se hallaban entre los desafortunados, tiritando de frío, las manos en alto. Y jamás volvió a verlos. En la última y corregida versión de Sophie (que considero verdadera), me dijo que no se afligió mucho por la detención de su padre y su marido —estaba ya muy decepcionada respecto a ellos para qué aquel hecho la afectara en exceso—, pero sí sintió a otro nivel una conmoción, una especie de devastadora sensación de frío, terror y desamparo que coincidió con el nacimiento de su verdadera identidad, con la irrupción en su conciencia de su auténtico yo. En aquel momento, los alemanes acababan de cometer aquella iniquidad con un grupo de confiados e indefensos profesores, pero sólo Dios sabía los horrores que esperaban a Polonia en los próximos años. Así pues, sólo por este último motivo Sophie se arrojó llorosa en brazos de su madre, quien sí estaba verdaderamente destrozada por los recientes acontecimientos. Mujer dulce, sumisa y poco complicada, hasta el final guardó a su esposo un amor enteramente fiel. Y si había algo más que pudiera disgustar a Sophie —aparte del fingido dolor por aquellos hechos, mostrado por simple decoro—, era la aflicción de su madre.
En cuanto al profesor —absorbido como un mero gusano por el enorme túmulo funerario del campo de Sachsenhausen, funesta réplica del insensato leviatán humano que había nacido años antes en el campo de Dachau—, sus esfuerzos para salir de la trampa en que había caído fueron en vano. El hecho de que los alemanes no hicieran el menor caso de sus explicaciones rezuma ironía si se considera que detuvieron y condenaron, sin saberlo, a un hombre que hubiera podido ser su profeta…, el excéntrico filósofo eslavo que vislumbró la «solución final» antes que Eichmann y sus secuaces (quizás incluso antes que el propio Adolf Hitler, soñador y planeador de todo ello), y que estaba evidentemente en posesión de aquel mensaje. «Ich habe meine Flugschrift» (es decir, «tengo mi panfleto»), escribió a la madre de Sophie en una lastimosa nota que le hizo llegar Dios sabe cómo, la única comunicación que recibieron de él. «Ich verstehe nicht, warum…» «No comprendo —añadía— por qué no consigo llegar hasta las autoridades de este lugar y hacerles ver…»
La huella que dejan en nosotros la carne y el amor mortales es increíblemente fuerte, y nunca tan viva como cuando nos llega envuelta en recuerdos de la niñez: caminando tranquilamente al lado de Sophie, pasando sus dedos entre la maraña de pelo amarillo de la pequeña, el profesor la llevó cierto día a los jardines del castillo de Wawel, donde hizo un pequeño viaje en un carrito tirado por un poni entre la fragancia y el gorjeo de pájaros de una mañana veraniega. Sophie recordaba aquello muy bien, y no pudo evitar un momento de lacerante angustia cuando le llegó la noticia de la muerte de su padre y lo vio caer, caer —protestando, diciéndoles hasta el último momento que se habían equivocado de hombre—, atravesado por las humeantes balas de los fusiles contra un muro de Sachsenhausen.