8

Aquel verano hizo un tiempo generalmente bueno, pero hubo atardeceres húmedos y calurosos. Cuando esto sucedía, Nathan, Sophie y yo íbamos, volviendo la esquina de Church Avenue, a un «salón de cóctel» —¡Dios mío, qué nombre!— llamado Maple Court. Eran relativamente pocos los bares bien concurridos en aquella parte de Flatbush (cosa que siempre me había llamado la atención y que Nathan me aclaró al decirme que las borracheras no eran el pasatiempo favorito de los judíos), pero en ese establecimiento siempre se notaba cierta, aunque no excesiva, afluencia de público. Éste se componía principalmente de clientes asalariados como porteros irlandeses, taxistas escandinavos y capataces del ramo de la construcción, junto con típicos blancos —es decir, anglosajones y protestantes— de nivel social indeterminado que, como yo mismo, por la razón que fuese, se habían extraviado en el barrio. Había también, según me pareció, varios judíos dispersos, algunos de aspecto un poco furtivo. El Maple Court era amplio, más bien descuidado, con mala iluminación y un ligero olor a filtraciones de agua, pero a nosotros tres nos atraía el lugar, especialmente en las noches de verano bochornosas, por su instalación refrigeradora de aire y por su ambiente sencillo y tranquilo. Tampoco eran despreciables sus precios; la cerveza valía aún diez centavos la jarra. Supe que el bar había sido construido en 1933, para celebrar y capitalizar la derogación de la Prohibición, y sus espaciosas, e incluso algo cavernosas, dimensiones respondían al proyecto original de incluir en él una pista de baile y de atracciones.

Pero estos orgiásticos planes nunca llegaron a realizarse, porque los primeros propietarios del local, a quienes se debía la idea, no se habían dado cuenta de que el barrio elegido para su establecimiento estaba tan consagrado al orden y a la propiedad como una comunidad de baptistas o de menonitas. Las sinagogas dijeron «no», lo mismo que la Iglesia Reformada holandesa.

Así pues, el Maple Court no consiguió el permiso necesario para su apertura como sala de fiestas, y todos los elementos de la brillante, dorada y cromada decoración, incluidas las arañas previstas para que giraran encima de los frívolos bailarines esparciendo sus destellos como en una película de Ruby Keeler, cayeron en el olvido y el descuido y fueron adquiriendo una lamentable capa de humo y suciedad. La plataforma elevada, en forma de óvalo, que constituía el centro del bar y de la pista y que había sido diseñada de modo que zalameras profesionales del strip-tease pudieran exhibir sus largas piernas y menear el trasero bien a la vista de tontos y desvagados, estaba ahora llena de polvorientos letreros y enormes imitaciones de botellas que anunciaban marcas de whisky y cerveza. Y había otra imagen sin duda más triste ofrecida por el mural que decoraba extensamente una de las paredes: una buena pieza de Art Déco realizada por una mano experta, compuesta por siluetas de músicos de jazz, coristas y bailarinas que hacían repiquetear sus tacones con el horizonte de Manhattan por fondo; nunca mostró su risueño rostro a los alegres y bulliciosos jaraneros con que se pensaba llenar la sala, sino que con el tiempo se fue agrietando y emborronando por la humedad hasta convertirse en una larga y sucia franja horizontal donde toda una generación de beodos de la vecindad había apoyado sus cabezas. Era en un rincón de la frustrada pista de baile, justamente debajo de este mural, donde Nathan, Sophie y yo nos sentábamos en los sofocantes atardeceres de aquel verano.

—Siento que no te hayas entendido con Leslie, chaval —me dijo Nathan una noche, después del desastre de la calle Pierrepont. Estaba claramente decepcionado y algo sorprendido de que sus celestinescos esfuerzos no hubieran tenido éxito—. Tenía la seguridad de que habíais hecho buenas migas, más aún, de que estabais hechos el uno para el otro. Aquel día, en Coney Island, me dio la impresión de que la chica iba a devorarte. Y ahora me dices que todo salió mal. ¿Qué pasó? No puedo creer que Leslie te fallara en el momento.de…

—No, eso no, todo fue bien en la parte sexual —mentí—. Quiero decir que, por lo menos, me «adentré» en su intimidad.

Por varias y vagas razones, no podía decir la verdad sobre nuestro calamitoso encuentro, sobre aquella tremenda lucha entre dos seres vírgenes. No habría sido muy halagüeño, tanto para mí como para Leslie, hablar con demasiada claridad del asunto. Me embarqué, pues, en una floja invención, aunque estaba seguro de que Nathan se había dado cuenta de mi improvisación —la risa no cesaba de sacudir sus hombros— y terminé mi falso reportaje con algunos adornos freudianos, el principal de los cuales consistía en una pretendida confesión de Leslie: que sólo había podido alcanzar el clímax con negros oscuros como el carbón provistos de penes colosales. Nathan me miraba sonriendo, con la expresión de quien es objeto de una tomadura de pelo y la acepta con benevolencia; cuando hube terminado, me puso la mano en el hombro y me dijo con el tono comprensivo de un hermano mayor:

—Lo siento por ti y por Leslie, chaval, sucediera aquella noche lo que sucediese. Y yo que había creído que era la chica ideal para ti… Está visto que, a veces, la química falla.

Acabamos por olvidarnos de Leslie. Aquellos anocheceres en el bar, yo era el que más bebía de los tres. A veces íbamos antes de cenar, pero en general solíamos ir después. En aquellos tiempos, casi nadie pedía vino en un bar —especialmente en un lugar de tan poca categoría como el Maple Court—, pero Nathan, siempre a la vanguardia en tantas cosas, solía componérselas para que le sirvieran una botella de Chablis —y un cubo donde mantenerlo fresco— que les duraba, a él y a Sophie, la hora y media que acostumbrábamos a permanecer allí. El Chablis nunca hizo más que relajarlos agradable y dulcemente, lo que se reflejaba por un mayor brillo en la oscura cara de él y por un tierno enrojecimiento en el rostro de ella.

Nathan y Sophie eran ahora para mí como una pareja de amigos casados; éramos inseparables, y sólo me preocupó alguna vez la posibilidad de que alguno de los clientes más sofisticados del Maple Court nos mirara como un ménage à trois. Nathan era tan maravilloso, tan encantador, tan perfectamente «normal» que, si no hubiera sido por las lamentables alusiones (a veces, hechas inadvertidamente en el curso de nuestras salidas al Prospect Park) a los terribles momentos que habían ensombrecido el año que llevaban juntos, yo habría borrado por completo de mi memoria aquella cataclísmica escena en que los sorprendí al verlos por primera vez, del mismo modo que no habría dado importancia a ciertos indicios que revelaban un lado más oscuro de su ser. ¿Qué otra cosa podía pensar en presencia de un hombre de personalidad tan electrizante y arrebatadora al que consideraba como una mezcla de hermano mayor, de confidente y de gurú, a un hombre que tan desinteresadamente me había tendido la mano en mi soledad? Nathan, incluso cuando bromeaba, no se desprendía de la calidad que tenían todas sus manifestaciones. Desplegaba la maestría de un intérprete consumado en la más insignificante de sus imitaciones o parodias, prácticamente todas judías, que era capaz de llevar a cabo con gran intensidad, y muchas de ellas eran verdaderas obras maestras. Cierta vez, cuando aún era un muchacho, hallándome con mi padre en el Tidewater Theatre, donde se proyectaba una película de W. C. Fields (creo que era My little Chickadee, con Mae West), presencié algo que sólo existe como frase hecha o sólo sucede en las comedias de tres al cuarto: vi a mi padre arrebatado por un ataque de risa tan tremendo que lo hizo resbalar de la butaca y caer literalmente en medio del pasillo. Parece increíble, pero yo hice lo mismo en el Maple Court cuando presencié a Nathan en lo que recuerdo como su «farsa del club de campo judío».

Ver representar a Nathan esta popular escena suburbana fue como ver actuar a dos personajes completamente distintos. El primero de ellos era Shapiro, quien en un banquete intentaba una vez más proponer como socio a un amigo cuya entrada en el club había sido rechazada por sus miembros en varias votaciones. La voz de Nathan se hizo sumamente empalagosa, con huecos de vacía necedad y un perfecto acento yiddish al interpretar el papel de Shapiro cantando, esperanzado, las virtudes de Max Tannenbaum, su protegido y segundo personaje:

—¡Para describir las excepcionales cualidades de Max Tannenbaum me veo obligado a usar todo el alfabeto! ¡Voy a decirles cómo es este portentoso ser humano de la A a la Z! —La voz de Nathan era ahora sedosa, llena de astucia. Shapiro sabía que uno de los socios del club, que en aquel momento estaba dando soñolientas cabezadas, pensaba votar contra Tannenbaum. Shapiro confiaba en que este enemigo, un tal Ginsberg, no se despertaría. Nathan-Shapiro dijo—: A, es Admirable. B, es Benefactor. C, es Cautivador. D, es Delicioso. E, es Educado. F, es Fraternal. G, es Generoso. H, es honrado. —Las entonaciones sublimes y amaneradas de Nathan eran impecables, sus reiterativos elogios, hilarantes hasta lo increíble; la garganta me dolía de tanto reír, un velo empañaba mis ojos—. I, es Increíblemente pacífico. —En este punto, Ginsberg se despierta, el índice de Nathan corta con furia el aire, su voz se vuelve sentenciosa, arrogante, insufrible, formidablemente hostil. A través de Nathan, el terrible, el testarudo Ginsberg vocifera—: ¡J, Jajá, ahora verán ustedes! —Pausa majestuosa—. ¡K, es un Kike![10] ¡L, es un Lelo! ¡M, es un Memo! ¡N, es un don Nadie! ¡O, es un Obtuso! ¡P, es un Papanatas! ¡Q, es un Quídam! ¡R, es un Rojo! ¡S, es un Simple! ¡T, es un Tonto! U, Uf, ¿quién puede quererlo? V, Vosotros no lo queréis, claro… WX Y… yo tampoco. ¡Zorro! ¡Votaré en contra de él!

Fue una estupenda exhibición de ingenio. La inspirada farsa de Nathan era de una comicidad tan desquiciada, de una necedad tan sublime que me encontré emulando a mi padre, medio ahogado de risa, sin fuerzas para controlarme, cayéndome de mi grasienta silla hacia un lado al no poder conservar el equilibrio. Noté que los clientes del bar nos miraban con cara de pocos amigos, preguntándose cuál sería la causa de nuestro delirio. Volviendo en mí, miré a Nathan temerosamente admirado. Ser capaz de hacer reír de aquella manera era un don del cielo, una bendición.

Pero si Nathan sólo hubiera sido un payaso, aunque hubiese demostrado la misma fuerza y plenitud en sus exhibiciones, pronto se habría convertido, por supuesto, a pesar de sus estupendas dotes, en un pesado de tomo y lomo. Tenía demasiada sensibilidad para mostrarse como un perpetuo comediante, y eran tantas las cosas por las que se interesaba seriamente que no podía permitir que los ratos que pasábamos juntos se quedaran en una mera payasada, por imaginativa que hubiera sido. También añadiré que siempre observé que era Nathan —quizá, también en este caso, por ser el mayor de los tres, o quizás a causa de la fuerza electrizante que irradiaba su presencia— quien establecía el tono de nuestra conversación, aunque su tacto innato y su sentido de las proporciones le impedían acaparar la escena. Y aun cuando era muy poca la gracia que yo tenía en contar historias o chistes, siempre me escuchaba. Era, supongo, lo que se llama un polimato, una de esas personas que saben mucho sobre casi todo; sin embargo, era tanta su afectividad y sensatez, y tan grande su tacto al mostrar sus conocimientos, que nunca sentí ante él ese desafiante resentimiento que se experimenta a veces al escuchar a alguien que exhibe todo su saber con un exceso de locuacidad, y que no suele ser otra cosa que un tonto erudito. La amplitud de sus conocimientos era pasmosa, hasta el punto de que yo debía tener en cuenta a cada momento que estaba hablando con un científico, con un biólogo (yo no dejaba de pensar que era un prodigio como Julian Huxley, cuyos ensayos había leído en la escuela superior), con un hombre que podía hacer un sinfín de citas y alusiones literarias, tanto clásicas como modernas, y que en una hora, justificadamente y sin esfuerzo, creaba una amalgama de Lytton Strachey, Alicia en el país de las maravillas, el celibato de Lutero, El sueño de una noche de verano y los hábitos de apareamiento de los orangutanes de Sumatra, hasta convertir todo esto en un ramillete de seductoras ideas fácilmente comprensibles que con gracia, pero con estricta armonía, exploraban las relaciones existentes entre el voyeurismo y el exhibicionismo sexuales.

Todas sus exposiciones me parecían muy convincentes. Se mostraba tan brillante respecto a Dreiser como sobre la filosofía del organismo de Whitehead. Y lo mismo cuando se refería al suicidio, tema que parecía preocuparlo un tanto y que tocó más de una vez, aunque de un modo que no podía llamarse morboso. Una de las novelas que más estimaba, decía, era Madame Bovary, no sólo por su perfección formal sino también por el modo en que Flaubert había resuelto el motivo del suicidio: la muerte de Emma por autoenvenenamiento le parecía tan hermosa e inevitable que podía considerarse como uno de los símbolos supremos de la condición humana en la literatura occidental. Y una vez, hablando de la reencarnación (sobre la cual dijo que no era tan escéptico como para excluirla rotundamente), se entregó a una de sus extravagantes bromas pretendiendo que en una vida anterior había sido el único monje albigense judío, un fraile llamado Saint Nathan le Bon, que promulgó una sectaria y loca teoría sobre la tendencia obsesiva a la autodestrucción, basada en el razonamiento de que, como la vida es un mal, hay que llegar lo antes posible al fin de la misma.

—Lo único que no había previsto —observó— es que luego vendría a parar a este jodido siglo veinte.

No obstante, a pesar de la ligera inestabilidad que Nathan demostraba con esta preocupación, durante aquellas efervescentes veladas nunca le noté el menor indicio ni de la depresión y el negro desespero a que había aludido Sophie, ni de aquellos violentos arrebatos cuya furia ella había experimentado tan de cerca. Nathan era hasta tal punto la personificación de cuanto yo consideraba atractivo —y que incluso habría deseado poseer en toda su extensión—, que no podía por menos de sospechar que el lado sombrío de la imaginación polaca de Sophie había forjado las riñas y las zozobras a que aludía alguna vez. Aquello, razonaba yo, debía de formar parte del contenido mental, perfectamente explicable, de todo polaco.

No; lo encontraba demasiado benévolo y solícito para que representara una amenaza como las que ella había mencionado (incluso contando con sus momentos de mal humor). Mi libro, por ejemplo, mi novela en flor. Nunca olvidaré aquella valiosa efusión suya de verdadero afecto. Pese a sus anteriores manifestaciones sobre el hecho de que la literatura sureña estaba pasando de moda, su fraternal preocupación por mi obra había sido constante y alentadora. Cierta mañana, mientras tomábamos el café, me preguntó si podría ver las primeras páginas que había escrito.

—Claro que sí, ¿verdad? —insistió con aquella oscura y ceñuda expresión que tan a menudo daba a su sonrisa la apariencia de un benigno reproche—. Somos amigos, ¿no? No quiero entrometerme en tu trabajo. No haré comentarios, ni siquiera me permitiré la menor sugerencia. Sólo me gustaría ver lo que has hecho.

Me quedé aterrado.,., aterrado por la simple razón de que nadie, absolutamente nadie, había puesto los ojos en mi montón de sobadas hojas amarillas de sucios márgenes, y porque era tan grande mi respeto por la opinión de Nathan que sabía que si mostraba desagrado por el fruto de mis esfuerzos, aunque fuera involuntariamente, su actitud reduciría seriamente mi entusiasmo e incluso mis posibilidades de seguir adelante con éxito. Sin embargo, me arriesgué a ello una noche, rompiendo la noble y romántica resolución que había tomado de no permitir que nadie viese el libro mientras le faltase una sola frase (y aun entonces, sólo el editor Alfred A. Knopf en persona). Le di unas noventa hojas, que él leyó en el Palacio Rosado mientras Sophie y yo lo esperábamos en nuestro rincón del Maple Court, comentando las reminiscencias de su vida infantil en Cracovia. Mi corazón se puso a latir descompasadamente tan pronto como Nathan, después de cerca de hora y media, entró bruscamente en el bar dejando la noche a sus espaldas; inundada la frente de sudor, se dejó caer frente a mí, sobre la silla contigua a la de Sophie. Su mirada era inexpresiva; no reflejaba ninguna emoción. Yo temía lo peor. «¡Cállate! —estuve a punto de pedirle—. ¡Me has dicho que no harías comentarios!» Pero su juicio se cernía en el aire como el inminente estrépito de un trueno.

—Has leído a Faulkner —dijo con lentitud, sin ninguna inflexión en la voz—, has leído a Robert Penn Warren. —Hizo una pausa—. Estoy seguro de que has leído a Thomas Wolfe, e incluso a Carson McCullers. Sí, rompo mi promesa de no criticar nada.

Y yo pensé: «¡Maldita sea! ¡Cómo me has calado! Lo que he escrito no es nada más que un montón de basura de segunda mano». Habría querido hundirme por entre las baldosas de color chocolate con salpicaduras de cromo del Maple Court y desaparecer entre las ratas por las cloacas de Flatbush. Cerré apretadamente los ojos pensando: «Nunca debí enseñar mi obra a ese farsante. Ahora va a soltarme un rollo sobre literatura judía…», y, precisamente en aquel instante, di un brinco al sentir que sus grandes manos me agarraban los hombros y sus labios me ensuciaban la frente con un húmedo beso. Abrí los ojos de par en par, estupefacto, casi sintiendo el calor de su radiante sonrisa.

—¡Veintidós años! —exclamó—. ¡Y sí, Dios mío, sabes escribir! Claro que has leído esos libros… No habrías podido escribir nada sin leerlos. Pero los has absorbido, chaval, y los has hecho tuyos. Te has expresado con tu propia voz. Son las cien páginas más apasionantes de un escritor desconocido que nadie haya leído jamás. ¡Dame más!

Sophie, contagiada por su entusiasmo, se agarró al brazo de Nathan, resplandeciente su rostro como el de una madonna, mirándome como si fuese el autor de Guerra y paz. Traté de borrar mi estúpida expresión con un tropel de palabras sin sentido, casi a punto de desmayarme de placer; más feliz, creo —corriendo sólo el riesgo de caer en la hipérbole—, que en cualquier otro momento que entonces recordara de una vida de memorables realizaciones, no totalmente reconocidas, claro. Y el resto de la noche lo dedicó a hablar de mi libro, animándome hasta el entusiasmo, cosa que, desde lo más profundo de mi ser, sabía que estaba necesitando desesperadamente. ¿Cómo podría haber dejado de estar irremisiblemente prendado de aquel amigo, salvador, hechicero y mentor que de tal modo engrandecía mi mente y mi vida? Nathan era tremenda e inevitablemente encantador.

Y llegó el mes de julio, con un tiempo para todos los gustos: días calurosos, después sorprendentemente fríos, días húmedos en que los paseantes del parque iban abrigados con chaquetas y jerséis, y, finalmente, varias mañanas seguidas en que las tempestades gruñían y amenazaban sin llegar a desencadenarse. No me habría disgustado quedarme a vivir para siempre en el Palacio Rosado de Yetta, o durante los meses, e incluso años, que necesitase para escribir mi obra maestra. No era fácil cumplir con mi promesa, dictada por unos pensamientos quizá demasiado elevados. No aceptaba muy complacido mi lamentable estado de soltería (por llamar de algún modo la existencia que llevaba). Pero aparte de esto, encontraba que la rutina establecida en compañía de Sophie y Nathan era una de las situaciones más satisfactorias en que pudiera encontrarse un escritor en ciernes. Animado por la apasionada confianza en mis facultades que Nathan me había demostrado, escribía como un demonio, contando siempre con que, cuando me acometiera el cansancio a causa de mis esfuerzos, casi siempre encontraría a Nathan y a Sophie, juntos o por separado, dispuestos a compartir una confidencia, una preocupación, una broma, un recuerdo, un emparedado, un café, una cerveza, o a Mozart. Remediaba de momento mi soledad, y con mi creatividad desatada no podía ser más dichoso…

No podía ser más dichoso, y lo fui hasta que una mala racha de acontecimientos que turbaron mi bienestar me hicieron percatarme de lo mal que Sophie y Nathan se habían llevado (y se llevaban todavía), cosa que habría podido advertir antes si no hubiese ignorado los evidentes temores y presentimientos de Sophie, ni sus alusiones a la seria desavenencia que existía entre ellos. Luego hubo una revelación todavía más siniestra. Por primera vez desde la noche de mi llegada a la casa de Yetta hacía más de un mes, comencé a ver cómo Nathan rezumaba, casi cual una exudación venenosa visible, su capacidad latente de ira y desorden. Y también empecé a comprender, poco a poco, que el trastorno que lo estaba destrozando tenía un origen doble, quizá proveniente tanto del oscuro y atormentado fondo de su propia naturaleza como de la omnipresente realidad del pasado inmediato de Sophie, con su humeante secuela —tal vez procedente de las mismas chimeneas de Auschwitz— de angustia, autoengaño y, sobre todo, culpa…

Una tarde, alrededor de las siete, me hallaba sentado a nuestra mesa habitual del Maple Court, bebiendo una cerveza y leyendo el New York Post. Esperaba a Sophie —que llegaría de un momento a otro después de su jornada en el consultorio del doctor Blackstock— y a Nathan, quien me había dicho aquella mañana, después del café, que se uniría a nosotros hacia las siete, tras dejar lo que preveía como una jornada especialmente larga y dura en el laboratorio. Me sentía un poco rígido y afectado porque llevaba corbata y camisa limpia y, además, mi único traje, que no me había vuelto a poner desde la noche de mi desastre con la «princesa» de la callé Pierrepont. Me había contrariado descubrir una mancha de lápiz de labios, de un bermellón débil pero todavía llamativo, en el borde interior de la solapa, aunque con mucha saliva conseguí hacer desaparecer la comprometedora señal casi por completo o, por lo menos, lo suficiente para que mi padre no la advirtiera. Si me había vestido de aquella manera era porque debía ir a recoger a mi padre a la estación de Pensilvania, a la que llegaría, procedente de Virginia, en un tren de última hora de la tarde. Una semana antes había recibido una carta suya en la que me anunciaba una breve visita. Su motivo era bondadoso y nada complicado: decía que me echaba de menos y que, no habiéndome visto desde hacía tanto tiempo (nueve meses o más, según mis cálculos), quería renovar personalmente nuestro mutuo cariño y predilección. Era el mes de julio, estaba de vacaciones, y pensó que lo mejor que podía hacer era venir a verme. Había en su gesto algo tan inquebrantablemente sureño, tan anticuado, que casi era paleontológico, pero aun así me enterneció el corazón, incluso más allá de mi sincero afecto por él.

También sabía la inversión de capital emocional que hacía mi padre al aventurarse en la gran ciudad, lugar que detestaba sobremanera. La poca gracia que le hacía Nueva York no era el odio primitivo, terriblemente solipsista, que yo había tenido ocasión de observar en el padre de un amigo mío de la escuela superior, natural de una de las zonas más húmedas y palúdicas de Carolina del Sur: la negativa de este hombre del campo a visitar Nueva York se basaba en una apocalíptica y obsesiva fantasía en cuya escena central se veía a sí mismo sentado en una cafetería de Times Square junto a un enorme y maloliente negro instalado en una silla casi pegada a la suya que no cesaba de rozarlo con un cuerpo rebosante por todas partes (sin que importara que se moviera con brusquedad o que se comportara cortésmente, pues el hecho capital era la proximidad), lo que le obligaba a cometer una compulsiva brutalidad: cogía una botella de Heinz Ketchup y golpeaba fuertemente con ella la cabeza del bastardo, pollo que era condenado a cinco años en Sing Sing. La aversión a la ciudad por parte de mi padre no era tan bestial, aunque bastante intensa. Ninguna invención monstruosa, ninguna filantrópica idea racista movía la imaginación de mi padre: un hombre amante de la libertad para todos y un demócrata jacksoniano. Detestaba Nueva York sólo por lo que él llamaba su «barbarie»: su falta de cortesía, su total bancarrota en el estimable campo del buen comportamiento público. El tono desconsiderado y regañón del guardia de tráfico, el estridente insulto de las bocinas, las voces innecesariamente altas de los habitantes de Manhattan descomponían sus nervios, acidificaban su duodeno y minaban su compostura y su buena voluntad. Yo tenía muchas ganas de verlo, y me conmovía enormemente que hiciera aquel largo viaje al Norte y que se dispusiera a soportar el bullicio y el estrépito de la metrópoli, con sus bmtales y turbulentas olas humanas, con el solo objeto de visitar a su único retoño.

Esperaba a Sophie con cierta inquietud. Entonces mis ojos se detuvieron en algo que captó por completo mi atención. En la tercera página del Post había aquella tarde un artículo, acompañado de una fotografía poco halagadora, sobre el senador Theodore Gilmore Bilbo, racista y demagogo de Misisipi. Según allí se contaba, Bilbo —cuyo rostro y manifestaciones saturaron los medios de información durante los años de la guerra y los inmediatamente posteriores— había sido ingresado en la clínica Ochsner de Nueva Orleans para ser sometido a una operación de cáncer de boca. Del artículo en cuestión se podía inferir, entre otras cosas, que a Bilbo le quedaba muy poco tiempo de vida. En la fotografía ya parecía un cadáver. Había en ello una gran ironía, por supuesto. «El hombre» que se ganó el desprecio de la gente «de derechas» en todas partes, incluso en el Sur, por emplear públicamente —y sin miramientos ni rodeos— palabras despectivas para los negros como nigger, coon y jigaboo, había contraído el cáncer en aquella parte tan simbólica de su anatomía. El pequeño tirano de los bosques de pinos que había llamado «italianote» al alcalde La Guardia de Nueva York, que se había dirigido a un miembro judío del Congreso como «Querido Kike» (término no menos despreciativo para un hebreo), tenía un carcinoma tan avanzado que pronto inmovilizaría su mandíbula y silenciaría su mala lengua. Era demasiado, claro, pero el Post destacaba la ironía con la delicadeza de un camión de veinte toneladas. De todos modos, después de leer el artículo di un largo suspiro, sintiéndome terriblemente contento de que el viejo diablo estuviera a punto de desaparecer. Podía decirse que Bilbo era, de todos los que tan cochinamente habían empañado la imagen del moderno Sur, su principal lenguaraz; no era en realidad el tipo representativo de los políticos sureños, pero a causa de sus chismorreos y de la importancia que se daba a sí mismo, representaba para los crédulos, e incluso para algunos no tan crédulos, la imagen arquetípica del terrateniente sureño que ensuciaba el nombre de cuanto hubiera de bueno y decente —e incluso de ejemplar— en el Sur, con la misma seguridad y la misma perversidad que los anónimos subantropoides que habían asesinado recientemente a Bobby Weed. Por lo tanto, le dije a Bilbo, de pensamiento: «Me alegro de verte partir para siempre, viejo y malicioso pecador».

Sin embargo, cuando ya más sereno reflexioné con mayor sensatez sobre la suerte de aquel hombre, me asaltó otro sentimiento: supongo que habría podido llamarlo pena (una pena poco profunda, pero pena al fin). «Qué manera más horrible de morir… —pensé—. Esa clase de cáncer tiene que ser espantosa… Con todas aquellas células monstruosamente metastatizantes tan cerca del cerebro…, invadiendo, como repugnantes gorgojos microscópicos, las mejillas, los senos nasales, las cuencas de los ojos, la mandíbula…, llenando la boca con su fulminante virulencia, hasta que la lengua se pudra y se deforme, ya muda para siempre…» Me estremecí. Pero no era simplemente el terrible golpe que el senador había sufrido lo que me causaba aquella vaga y extraña angustia. Era algo más, algo abstracto y remoto, intangible y no obstante preocupante para mi espíritu. Yo sabía algo sobre Bilbo…, algo más de lo que sabía el ciudadano corriente de Norteamérica con un interés marginal por la política, y sin duda algo más que los redactores del Post. Aquel conocimiento mío no era, muy profundo, naturalmente, pero aun en mi superficial comprensión sabía que se me habían revelado algunas facetas del carácter de Bilbo que daban la pujanza de la carne y la pestilencia del verdadero sudor a la chata imagen que de él solía aparecer en la prensa diaria. Lo que yo sabía de Bilbo no constituía ningún atenuante para él —seguiría siendo un truhán de primera clase hasta que el tumor lo ahogara o hasta que su excrecencia rebasara el umbral de su cerebro—, pero me había permitido percibir al menos, más allá del prototipo de cartón piedra del villano del Sur, al hombre de carne y hueso.

En la escuela superior —donde, aparte de la «creación literaria», mi única preocupación seriamente académica fue el estudio de la historia del Sur de los Estados Unidos—, escribí un largo ensayo sobre aquel extraño y abortado movimiento conocido por populismo, prestando especial atención a los demagogos y a los soliviantadores del populacho que tan a menudo ejemplificaron su peor lado. Recuerdo que mi trabajo, fruto de muchos esfuerzos y reflexiones, resultó verdaderamente original para un muchacho de poco más de veinte años, por lo que me valió una brillante «A» en unos tiempos que esta nota máxima era difícil de obtener. Basándome —y no poco— en el magnífico estudio de C. van Woodward sobre Tom Watson de Georgia, y concentrándome en otros atormentados héroes populares como «Pitchfork Ben» Tillman, James K. Vardaman, «Cotton Ed» Smith y Huey Long, demostré que el idealismo democrático y la preocupación honesta por el hombre corriente fueron virtudes comunes a aquellos hombres, por lo menos al principio de su carrera, junto con una oposición concomitante y estentórea al capitalismo monopolista, a los peces gordos de la industria y los negocios y al gran capital. Extrapolé entonces de esta proposición un argumento demostrativo de cómo aquellos hombres, básicamente honrados e incluso visionarios al principio, acababan por renunciar a sus propósitos a causa de su fatal debilidad frente a la tragedia racial sureña. Cada uno de ellos, en mayor o menor grado, se vio finalmente obligado a sacar partido del antiguo miedo y odio a los negros de los granjeros sureños pobres para agrandar lo que ya había degenerado en ruines ambiciones y ansias de poder.

Aunque no me extendía mucho sobre Bilbo, mi pequeña investigación me permitió saber (con sorpresa por mi parte, dada la imagen verdaderamente despreciable que proyectaba en los años cuarenta) que también él encajó en cierto momento en ese molde tan clásicamente paradójico. Bilbo, de modo muy parecido a los demás, comenzó guiándose sólo por principios elevados y, al igual que los otros, mientras estuvo al servicio público —según descubrí— aportó reformas y contribuciones sin duda ventajosas para el bien común. Puede que todo ello no fuese mucho, en comparación con sus nauseabundas declaraciones, que habrían producido escrúpulos al más empedernido reaccionario de Virginia, pero sí era algo. También me había parecido uno de los más despreciables partidarios del odioso dogma nacido más abajo de la frontera Dixon-Mason[11] —pensaba yo mientras contemplaba aquella desagradable figura cubierta con un holgado traje estilo Palm Beach, aquel hombre cuyo cuerpo yo consideraba ya en manos de la muerte, sorprendido por el fotógrafo mientras, tras pasar junto a una palmera, entraba cabizbajo en una clínica de Nueva Orleans—, y una de sus principales y más desgraciadas víctimas. Así pues, sólo un ligerísimo suspiro de pena acompañó la despedida que le murmuré. De pronto, reflexionando sobre el Sur, pensando en Bilbo y después de nuevo en Bobby Weed, fui presa de un instante de aguda desesperación. «¿Hasta cuándo, Señor?», imploré a las mugrientas e inmóviles arañas que pendían del techo.

En aquel momento vi a Sophie: empujaba la empañada puerta de la entrada principal del bar, donde un oblicuo rayo de luz dorada daba exactamente, con el ángulo apropiado, en la bella y brusca curva de sus pómulos bajo sus ojos ovalados, en los que se notaba una leve sombra de ensoñamiento asiático, así como en el resto de su cara, sobre todo en su nariz fina, larga y ligeramente respingona («una schnoz polaca», según la llamaba Nathan) que terminaba en una pequeña y graciosa bolita. Había momentos en que, mediante un gesto espontáneo como éste —abrir una puerta, cepillarse el pelo o echar pan a los cisnes del Prospect Park (cosas que tenían que ver con el movimiento, la actitud, la inclinación de la cabeza, el levantar los brazos o la oscilación de las caderas)—, creaba una imagen de belleza realmente pasmosa. Al inclinarse, levantarse o menearse, Sophie evidenciaba una exquisita e inimitable particularidad que indudablemente lo dejaba a uno sin resuello. Quiero decir que esto me sucedió a mí literalmente, pues, en perfecta sincronía con el sorprendente efecto que ella produjo en mis ojos al verla en la entrada del bar —parpadeante ante la súbita oscuridad, empapado todavía de oro vespertino su pajizo pelo—, oí que mi boca dejaba escapar, no con mucha frecuencia, pero de modo perfectamente audible, algo muy parecido a medio hipido. Por lo visto, seguía insensatamente enamorado de ella.

—Stingo, qué bien vestido vas, ¿adónde tienes que ir?, estás muy guapo con tu cocksucker…[12] —dijo de un tirón, ruborizándose y corrigiendo la última palabra pronunciada ahogando una deliciosa risa mientras yo también acuñaba mentalmente la palabra seersucker, se sentó a mi lado y escondió la cara contra mi hombro—. Quelle horreur!

—Se te nota el tiempo que llevas con Nathan —le dije, uniéndome a su risa.

En efecto, el léxico sexual de Sophie procedía por entero de él. Me había dado cuenta de ello a partir del momento en que un día, hablándome del puritanismo de los padres de familia de Cracovia (cuya conciencia no quedó tranquila hasta que consiguieron que pusiera una hoja de higuera en cierta parte de una reproducción del David de Miguel Ángel) dijo que querían cubrir su schlong.

—Las palabras sucias suenan mejor en inglés o en yiddish que en polaco —dijo Sophie, una vez recuperada de su acceso de risa—, ¿Sabes cuál es la palabra equivalente a follar, en polaco? Es pierdolic. Creo que no tiene la misma calidad que la respectiva palabra inglesa: fuck me gusta mucho más.

—A mí también me gusta más fuck.

El giro de la conversación me aturrullaba un poco, pero también me excitaba (otra cosa que Sophie había absorbido de Nathan era un inocente candor al que aún no había podido acostumbrarme), por lo que procuré cambiar de tema. Yo fingía indiferencia, pero lo cierto era que su presencia me electrizaba hasta lo más profundo del estómago; me enardecía de un modo que el perfume que ahora llevaba hacía aún más perturbador: la misma fragancia vegetal, nada sutil, húmedamente arcillosa y provocativa que había estimulado mis ansias libidinosas el primer día que salimos los tres juntos para ir a Coney Island. Ahora el perfume parecía emanar de entre sus pechos, que con gran sorpresa por mi parte se exhibían más generosamente que de costumbre, apetitosamente enmarcados por una blusa de seda de bajo escote. Era una blusa nueva, estaba seguro, y no precisamente del estilo que ella prefería. Desde que la conocí —y hacía ya varias semanas de ello— se había mostrado siempre exasperantemente conservadora y decorosa en el vestir (aparte de sus gustos por los disfraces, que compartía con Nathan y que era otra cuestión), y llevaba ropas sin duda pensadas para no atraer los ojos sobre su cuerpo, en especial sobre la parte superior del torso; era demasiado púdica, incluso para un tiempo cuya moda despreciaba olímpicamente la figura femenina y la dejaba fuera de combate. Yo siempre había visto su busto suelto bajo la seda o el cachemir, o cubierto por el nailon de un traje de baño, pero nunca de manera clara u ostentosa. Sólo me quedaba el recurso de teorizar sobre la posibilidad de que ello se debiera a alguna prolongación psíquica de la mojigatería con que debió enfundarse en la rígida comunidad católica de la Cracovia de la preguerra, hábito que le resultaría difícil de abandonar. También, y en menor grado, creo que era muy probable que no quisiera exponer al mundo las señales que hubieran dejado en su cuerpo las privaciones del pasado. Su dentadura, a veces, se le desencajaba. Su cuello tenía aún algunas pequeñas arrugas impropias de su edad, y la carne flojeaba en la parte posterior de sus brazos.

Pero por entonces la campaña para recobrar su salud y su tersura llevada a cabo por Nathan había comenzado a dar fruto; por lo menos, parecía que ella así comenzaba a creerlo, porque había liberado sus medios globos —muy bonitos, por cierto, y ligeramente pecosos— cuanto había podido sin tener que dejar de ser una dama, y yo los contemplaba con enorme interés apreciativo. Las tetas, pensé, eran el gran atractivo de los norteamericanos. A mí me hicieron desviar ligeramente el foco de mis sueños erógenos centrados sobre todo en su trasero de pera tan armoniosamente proporcionado, tan dolorosamente deseable. No tardé en descubrir que se había vestido con aquellas ropas de vampiresa porque aquella noche iba a ser muy especial para Nathan. Había anunciado a Sophie que nos revelaría, a ella y a mí, algo maravilloso respecto a su trabajo. Iba a ser, dijo Sophie repitiendo las palabras de Nathan, «una noticia bomba».

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

—Su trabajo —contestó—, sus investigaciones. Me ha dicho que nos hablaría de su descubrimiento. Por fin conseguirá lo que Nathan llama gran descubrimiento.

—¡Estupendo! —dije, verdaderamente entusiasmado—. ¿Te refieres a esa cosa sobre la que se mostraba tan… misterioso? Vamos, que por fin se ha salido con la suya. Eso es lo que quieres decir, ¿verdad?

—¡Eso es lo que me ha dicho, Stingo! —Sus ojos brillaban—. Esta noche nos lo explicará.

—Dios mío, es tremendo —dije, sintiendo un pequeño pero vivo estremecimiento interior.

En realidad era muy poco lo que yo sabía sobre el trabajo de Nathan. Aunque me había dado muchos detalles generalmente impenetrables de la naturaleza técnica de sus investigaciones (enzimas, transferencia iónica, membranas permeables, etcétera, y también el feto de aquel pobre conejillo), nunca me reveló —ni yo, por discreción, se lo pregunté— nada referente al objetivo final, a la meta justificativa de aquella empresa biológica tan compleja y, sin duda alguna, tan profundamente desafiante. Asimismo sabía, por lo que Sophie me había confiado, que la había mantenido totalmente al margen de su proyecto. Mi más reciente conjetura —exagerada hasta para un ignorante como yo (precisamente por entonces comenzaba a echar de menos las plácidas horas fin de siècle de mis tiempos de la escuela superior, con su total inmersión en la poesía metafísica y la literatura de calidad, su indolente desdén por la política y el primitivo y sucio mundo, su cotidiano homenaje a la Kenyon Review, a la Nueva Crítica y al ectoplásmico señor Eliot)— era que estaba creando vida, obtenida totalmente en una probeta. Quizá Nathan estaba creando una nueva raza de Homo sapiens, de hombres más delicados, más bellos, más justos y más listos que los endemoniados seres que debía soportar nuestra época. Incluso me imaginaba un pequeño Superman embrionario logrado por Nathan en la Pfizer, un homúnculo de tres centímetros, con su mandíbula cuadrada, su capa y su «S» emblasonada sobre el pecho, a punto de saltar a su sitio en las páginas en color de Life como otro milagroso artefacto de nuestros días. Pero todo eso no eran más que fantasías sin fundamento, y lo cierto era que me hallaba completamente a oscuras. La repentina noticia de Sophie sobre nuestra próxima iluminación fue para mí una verdadera sacudida eléctrica. Lo único que quería en aquel momento era saber más sobre el asunto.

—Me telefoneó esta mañana al sitio donde trabajo —explicó Sophie—, al consultorio del doctor Blackstock, y me dijo que comiéramos juntos al mediodía. Quería explicarme algo. Por su voz, parecía entusiasmado. Trabajamos tan lejos el uno del otro… Además, Nathan suele decir que nos vemos tanto que almorzar juntos es quizás un poco… de trop. Pues bien, aun creyendo que es demasiado, como él dice, me llamó esta mañana e insistió en su deseo. Así que nos encontramos en ese restaurante italiano que hay cerca de Lafayette Square, donde estuvimos el año pasado poco después de conocernos. ¡Si supieras lo entusiasmado que estaba! Parecía muy agitado. Y, mientras comíamos, ha empezado a contarme lo que había pasado. Fíjate bien, Stingo. Me ha dicho que esta mañana él y su equipo, su equipo de investigación, ¿sabes?, han conseguido de pronto el gran descubrimiento que esperaban… o, al menos, están a punto de hacerlo. Si lo hubieras visto… ¡No podía comer de tanta alegría! Y, ¿sabes, Stingo?, mientras comíamos y él me contaba todo aquello, yo no paraba de recordar que fue en aquella misma mesa donde un año antes me habló de su trabajo. En aquella ocasión me dijo que lo que estaba haciendo era un secreto. Que no podía revelar a nadie de qué se trataba; ni a mí. Pero recuerdo esto: recuerdo que me dijo que si el proyecto tenía éxito sería uno de los mayores adelantos médicos de todos los tiempos. Éstas fueron exactamente sus palabras, Stingo. Dijo que no se trataba sólo de su trabajo, que había otros colaboradores, pero que estaba muy orgulloso de su contribución. Y luego volvió a decir: «¡Uno de los mayores adelantos médicos de todos los tiempos!». Incluso comentó que le darían el premio Nobel.

Hizo una pausa, y observé que también ella se había contagiado de aquel entusiasmo: lo decía bien a las claras la rubicundez de su rostro.

—Sophie —dije—, esto es fantástico. ¿Qué crees que es? ¿Te ha insinuado algo?

—No, me ha dicho que tendría que esperar hasta la noche. No, podía revelarme el secreto hasta ese momento final. Es esa reserva que hay en las compañías que fabrican drogas y medicamentos, como la

Pfizer, lo que hace a veces tan misterioso a Nathan. Pero yo lo comprendo.

—¿Crees que pueden tener tanta importancia unas horas de más o de menos? —dije.

Sentía una impaciencia insoportable.

—Él ha dicho que sí, que la tienen. De todos modos, Stingo, sabremos muy pronto de qué se trata. Es increíble. ¿No te parece formidable? —dijo estrujándome la mano hasta que los dedos se me entumecieron.

«Es el cáncer —estuve pensando durante el pequeño soliloquio de Sophie. Había comenzado a rebosar de orgullo y satisfacción, a sentirme partícipe del entusiasmo que ella demostraba—. Es la curación del cáncer —me decía—; ese increíble monstruo, ese genio científico al que tengo el privilegio de poder llamar amigo, ha descubierto una cura para el cáncer. —Por señas, dije al camarero que trajera más cerveza—. ¡Una puñetera cura para el cáncer!»

Pero en aquel instante me pareció que el estado de ánimo de Sophie había experimentado un cambio sutilmente perturbador. Su entusiasmo y su alegría cedieron un poco, y una nota de preocupación —de aprensión— apareció en su voz. Era como si estuviera añadiendo un pensamiento tardío, ingrato y triste, a una carta en la que hubiese mostrado la máxima alegría posible —aunque ficticia— ante la necesidad de terminarla con una posdata desagradable. (P. D. Quiero divorciarme.)

—Entonces —prosiguió Sophie— hemos salido del restaurante, pues ha dicho que antes de volver al trabajo quería comprarme algo para celebrar su éxito, su descubrimiento. Algo elegante y sexy. Así pues, hemos ido a aquella tienda tan bonita, en la que ya habíamos estado antes, y me ha comprado esta blusa y esta falda. Y estos zapatos. Y varios sombreros, y bolsos. ¿Te gusta esta blusa?

—Despampanante —dije, convencido de mi admiración.

—Es muy… atrevida, me parece. Pero lo que quería decirte, Stingo, es que mientras estábamos en la tienda, cuando ya había pagado las compras y estábamos a punto de marcharnos, vi algo extraño en Nathan. Se lo he notado otras veces, aunque no muy a menudo, pero siempre me asusta un poco. De pronto dijo que tenía dolor de cabeza, aquí detrás, en el cogote. También se puso muy pálido y sudoroso…, agitado, ¿sabes? Me dio la impresión de que todo aquel entusiasmo y nerviosismo era demasiado para él y de que se sentía mal como resultado de tanta agitación. Le dije que debía volver a casa, volver a su habitación de la casa de Yetta y acostarse, tomarse la tarde para descansar, pero no, repuso que tenía que volver al laboratorio pues quedaba mucho por hacer. Decía que el dolor de cabeza era terrible. Yo sólo quería que volviera a casa y descansara, pero él repetía que tenía que regresar a la Pfizer. Así que se tomó tres aspirinas de las que le ofrecía la señora de la tienda, con lo que pronto se calmó, y desapareció aquella agitación. Se quedó tranquilo, incluso mélancolique. Y entonces, se despidió de mí con un beso muy suave y me dijo que esperaba verme por la noche, aquí…, contigo, Stingo. Quiere que vayamos los tres al restaurante Lundy’s para celebrarlo con una cena de pescado y mariscos. Para celebrar su obtención del premio Nobel de 1947.

Tuve que decirle que no. Me consternaba tener que pensar que a causa de la visita de mi padre no podría asistir a la juerga conmemorativa. ¡Vaya contratiempo! El augurio de tan fabulosa noticia era tan inquietante, me había puesto de tal modo sobre ascuas, que no podía creer que estaría ausente cuando fuese revelada.

—No puedes imaginarte cuánto lo siento, Sophie —dije—, pero he de ir a recoger a mi padre a la estación de Pensilvania. Aun así, pienso que tal vez Nathan pueda decirme, por lo menos, en qué consiste el descubrimiento. Cuando mi padre se haya ido, podremos salir a celebrarlo cualquier otra noche.

Sophie no parecía escucharme con demasiada atención, pues oí que seguía hablando con una voz que me pareció más débil y llena de presentimientos:

—Espero que, cuando venga, esté mejor. A veces, cuando se entusiasma de ese modo y se siente muy dichoso… le dan estas terribles jaquecas y suda tanto que empapa las ropas como si lo hubiese sorprendido la lluvia. Entonces se acaba la felicidad. Claro, Stingo, que no le sucede siempre que se alegra por algo… pero ¡a veces la alegría lo hace tan… extraño! Se pone tan agitado, tellement agité, lo ves tan feliz y entusiasmado que parece un avión que suba y suba y que, al llegar a la estratosfera, donde el aire es tan fino…, tenue, no pueda seguir volando por falta de apoyo y no tenga otro remedio que dejarse caer hacia abajo. ¡Quiero decir «abajo», hasta el fondo, Stingo! ¡Ojalá se haya recuperado por completo!

—Claro que sí, ya estará estupendamente —le aseguré, algo inquieto—. Quienquiera que debiese (y pudiese) contarnos lo que va a decirnos Nathan tendría derecho a mostrarse un poco especial, ¿no te parece?

Aun cuando no podía saber en qué consistían los profundos temores que con toda evidencia la atormentaban, confieso que sus palabras me intranquilizaron. De todos modos, procuré apartarlas de mi mente. Sólo quería que Nathan llegara con la noticia de su triunfo y con la explicación de su insoportable y exasperante misterio.

La gramola automática se puso a tocar estruendosamente cuando alguien echó unas monedas. El bar comenzaba a llenarse con sus grises clientes de siempre: muchos de ellos gente de media edad con predominancia masculina, personas de cara descolorida aun en pleno verano, gentiles nordeuropeos de fláccida barriga y de mesurada sed que cuidaban del funcionamiento de los ascensores y de las instalaciones sanitarias de los «pueblos» judíos de diez pisos que se extendían, bloque tras bloque de pajizo ladrillo, en la zona de detrás del parque. Aparte de Sophie, eran pocas las mujeres que se aventuraban a entrar en aquel local. Nunca vi allí ni una buscona (la convencionalidad del barrio y el cansancio y la flojedad de la clientela excluían incluso la idea de tal deporte). En cambio, aquella especialísima tarde había dos monjas; sonrientes, se nos acercaron con una especie de tintineante cáliz de hojalata y murmuraron una súplica de caridad en nombre de las Hermanas de San José. Su inglés era un disparatado chapurreo. Parecían italianas y eran feísimas, especialmente una de ellas, que tenía en la comisura de la boca un lobanillo del mismo color, forma y tamaño que aquellas cucarachas del University Residence Club, con el aditamento de unos pelos que crecían en ella como barbas de maíz. Aunque desvié la mirada, no me quedó otro remedio que rebuscar en mi bolsillo, de donde saqué dos monedas de diez centavos; Sophie, sin embargo, enfrentándose con la repiqueteante copa profirió un «¡No!» con tal vehemencia que las monjas se echaron atrás con un gruñido simultáneo y se esfumaron. Yo me volví hacia ella, sorprendido.

—Dos monjas: mala suerte —dijo malhumorada, y luego, tras una pausa, añadió—: ¡Las odio! ¿Has visto qué aspecto más horrible?

—Creía que habías sido criada como una dulce muchacha católica —dije con tono cariñosamente burlón.

—Lo fui —contestó—, pero ya hace mucho tiempo. De todos modos, detestaría a las monjas aunque me importara la religión. ¡Tontas y estúpidas vírgenes! ¡Y con ese horrible aspecto! —La recorrió un escalofrío, meneó la cabeza—. ¡Horrorosas! ¡Cómo aborrezco esa estúpida religión!

—Pues lo encuentro extraño, ¿sabes, Sophie? —la interrumpí—. Recuerdo que, sólo hace unas semanas, me estuviste hablando de tu devota niñez, de tu fe y todo eso. ¿Cómo es posible que…?

Pero volvió a menear la cabeza con un vivo movimiento de negación y posó sus finos dedos sobre el dorso de mi mano:

—No insistas, Stingo; esas monjas me huelen tanto a pourri… a podrido… Tengo la sensación de que huelen mal. Esas monjas tan rateras… —dudó, pareciendo perpleja.

—Creo que quieres decir rastreras —la corregí.

—Sí, rastreras, que se arrastran ante un Dios que tiene que ser un monstruo, Stingo, si es que existe. ¡Un monstruo! —Hizo una pausa—. No quiero hablar de religión. La odio. Es para los analphabètes, ¿sabes?, para los imbéciles. —Dio una mirada a su reloj de pulsera y me hizo notar que eran más de las siete. Su voz denotaba ansiedad—. Ay, espero que Nathan esté bien.

—No te preocupes, está estupendamente, ya verás —reiteré con mi voz más tranquilizadora—. Debes tener en cuenta, Sophie, que Nathan ha estado bajo una tremenda tensión con esta investigación, sobre todo en esta fase final, se trate de lo que se trate. No es de extrañar que el esfuerzo lo haya hecho comportarse de una manera, bueno…, irregular. ¿Comprendes lo que quiero decir? No te inquietes por él. También yo tendría dolor de cabeza si hubiera tenido que soportar esa sobrecarga de trabajo, especialmente en los momentos finales de un descubrimiento tan importante. —Hice una pausa. Me sentí impelido a repetir—: Se trate de lo que se trate. —Y le di unos golpecitos en la mano—. Y ahora relájate, te lo ruego. Llegará de un momento a otro, estoy seguro.

En este punto, volví a referirme a mi padre y a su llegada a Nueva York (mencionando cariñosamente el aprecio que me tenía y el apoyo moral que me había prestado, aunque sin aludir al esclavo Artiste y al papel que había jugado en mi destino, pues dudaba de que Sophie tuviera suficiente conocimiento de la historia norteamericana como para poder comprender, al menos por entonces, la compleja deuda que yo tenía con el muchacho negro), y luego pasé a hablarle, en términos generales, de la suerte que tenían los jóvenes —relativamente pocos— que, como yo, podían contar con padres tolerantes, abnegados y con una fe ciega en un hijo lo bastante temerario como para intentar arrancar unas cuantas hojas de la rama de laurel del arte. Me estaba achispando un poco.

—Los padres con esta amplitud de miras y un espíritu tan generoso andan muy escasos —afirmé sentimentalmente, comenzando a sentir el hormigueo de la cerveza en los labios.

—¡Qué suerte tienes de que tu padre siga con vida! —dijo Sophie con voz distante—. ¡Si supieras cómo echo de menos al mío!

Me sentí un poco avergonzado —no, avergonzado, no; más bien inoportuno— al pensar de pronto en lo que algunas semanas antes me había contado sobre su padre, sobre la suerte que había corrido al ser detenido junto con los demás profesores, sobre el trato que recibieron —peor que si fueran cerdos— al llevárselos en aquellos sofocantes camiones, sobre las metralletas de los alemanes, sobre Sachsenhausen y sobre su fusilamiento en las heladas nieves de Alemania. «Dios mío… —pensé—. ¡No son pocos los sufrimientos que nos hemos ahorrado los norteamericanos en nuestra época!» Sí, cumplimos valientemente con nuestro deber de guerreros, pero ¡qué reducida fue la cantidad de padres, hijos y abuelos que perdimos en comparación con el martirio de aquel enorme número de europeos! Nuestro empacho de buena suerte estuvo a punto de ahogarnos.

—Ahora —prosiguió— hace mucho tiempo que no lo añoro como antes, pero todavía lo echo de menos. Era tan buen hombre… y la cosa es aún más terrible si piensas, Stingo, en esa mala gente de todas las nacionalidades: polacos, alemanes, rusos, franceses… Toda esa mala gente que se escapó, gente que se dedicó a matar judíos y que hoy sigue viviendo tan tranquila. En la misma Alemania.

Y en algunos países de Sudamérica. ¡Y mi padre, aquel buen hombre, tuvo que morir! ¿No basta eso para hacerte perder la fe en este Dios? ¿Quién puede creer en un Dios que te vuelve las espaldas de esa manera?

Este arranque se produjo tan inesperadamente que me sorprendió, sus dedos aún temblaban ligeramente, pero pronto se calmó. Y de nuevo —como si hubiera olvidado que ya me lo había contado, o tal vez porque encontraba cierto consuelo, aunque triste, en repetirlo— bosquejo el retrato que ella se imaginaba de su padre cuando en Lublin, muchos años antes, salvó a muchos judíos de un pogromo con peligro de su vida.

—¿Cómo decís l’ironie en vuestra lengua?

—¿Ironía? —dije.

—Sí, es una ironía que un hombre como aquél, un hombre como mi padre, arriesgara la vida por los judíos y pagase su gesto con la muerte, y que tantísimos asesinos de judíos sigan viviendo en este momento.

—Yo diría, Sophie, que no es tanto una ironía como la manera en que suelen suceder las cosas en este mundo —concluí algo sentenciosamente, pero con seriedad, dándome entonces cuenta de que buena parte de la vaga inquietud que sentía se debía a la necesidad de vaciar mi vejiga.

Me levanté y me dirigí, oscilando ligeramente, hacia los lavabos de hombres, sintiendo bajo la superficie de mi piel los ardientes efectos de la Rheingold, la enardecedora pero astringente cerveza de barril que servían en el Maple Court. Tuve una grata sensación al encontrarme en los urinarios, donde, ligeramente inclinado hacia adelante, pude contemplar mi claro y salpicante chorro mientras Guy Lombardo, o Sammy Kaye, o Shep Field, o cualquier otra pegajosa e inocua orquesta, retumbaba con un estruendo amortiguado por las paredes que me separaban de la gran sala del bar. Era maravilloso tener veintidós años y estar un poco bebido, sabiendo que todo iba bien en mi mesa de trabajo, estremeciéndome de felicidad al sentirme poseído por mi propio ardor creativo y tener conciencia de esa «gran certidumbre» que Thomas Wolfe siempre ensalzaba: la certidumbre de que la fuente que manaba de mi juventud nunca se secaría, y de que las angustias sufridas en el crisol del arte encontrarían su recompensa en una fama imperecedera, en la gloria y en el amor de hermosas mujeres.

Mientras tan dichosamente orinaba, tenía ante mis ojos los omnipresentes dibujos e inscripciones murales de los homosexuales (debidos, Dios lo sabía, no a los clientes del Maple Court, sino a un tráfico cuyos miembros dejaban sus mensajes en las paredes de cualquier lugar —por inverosímil que pareciese para sus fines— donde se desenvainaran atributos masculinos) y, complacido, contemplé una vez más la caricatura de la pared, manchada por el humo y la humedad, pero aún con toda su picardía: compañera, por su estilo, del mural de la gran sala, era una obra maestra de la inocente obscenidad de los años treinta; en ella se veía al Ratón Mickey y al Pato Donald en posturas de mirones, espiando, a través de los intersticios del seto de un jardín, a la pequeña Betty Boop, que, mostrando toda la encantadora voluptuosidad de sus muslos y pantorrillas, se agachaba para hacer pipí. De súbito, algo me alarmó con la fuerza y rapidez de un puyazo; noté una horrible presencia impropia de aquel lugar, un aleteo de negros buitres que me inquietó en gran manera…, hasta que advertí que las dos monjas mendicantes se habían equivocado de lavabo. Desaparecieron con la velocidad del rayo, graznando en italiano. Supuse que, al menos, habían tenido ocasión de dar un vistazo a mi schlong. ¿Era aquella inoportuna entrada, que se sumaba al mal augurio que Sophie había visto poco antes en la aparición de las monjas, el presagio del desdichado contratiempo que nos reservaba el próximo cuarto de hora?

Oí la voz de Nathan, por encima del susurrante ritmo de Shep Field, tan pronto como comencé a acercarme a la mesa. Era una voz no tan alta como increíblemente firme, que hendía la música como una sierra de cortar metales. No obstante, el tono reflejaba su alteración. Ello me indujo momentáneamente a retroceder, pero no me atreví, y además había en el ambiente algo indefinible que me empujó hacia la voz y hacia Sophie. Y tan absorto se hallaba Nathan en la rencorosa perorata que estaba impartiendo a Sophie, tan fijas parecían ser sus ideas en aquel momento, que pude esperar de pie junto a la mesa durante varios minutos, escuchando con incómoda inquietud cómo Nathan la intimidaba y atormentaba sin que se diera cuenta de mi presencia.

—¿No te tengo dicho que la sola y única cosa que te pido es fidelidad? —dijo.

—Sí, pero…

Sus palabras fueron arrolladas por la impetuosidad de las de Nathan.

—¿Y no te he dicho que si alguna vez te encontraba con ese Katz, si volvía a sorprenderte con él fuera de las horas de trabajo, aunque sólo andaras diez pasos al lado de ese tipo, te rompería la cara?

—Sí, pero…

—¡Y esta tarde te vuelve a traer a casa en su coche! Fink te vio. Y no sólo eso, sino que haces subir a tu cuarto a ese seductor de pacotilla, y te pasas una hora con él. ¿Cuántas veces te has vendido? ¿Dos? ¡Las proezas que hará ése con su polla de quiropráctico!

—¡Nathan, deja que te lo explique! —imploró ella.

Estaba perdiendo la compostura por momentos, y su voz se quebró.

—¡Cierra tu maldita boca! ¡No hay nada que explicar! Te lo habrías callado si mi buen amigo Morris no me hubiera dicho que os ha visto a los dos yendo escaleras arriba.

—No me lo habría callado —gimió Sophie—. ¡Te lo habría dicho ahora! ¡Si aún no he tenido ocasión, querido!

—¡Calla!

De nuevo, la voz se hizo más heladamente dominadora, más hiriente y avasalladora que fuerte. Me habría gustado salir de allí, pero había quedado clavado detrás de él, esperando, lleno de dudas. Mi euforia alcohólica se había desvanecido y me notaba los latidos de la sangre en la nuez de la garganta.

Sophie persistió en su súplica:

—¡Nathan, escúchame! La única razón por la que lo llevé a mi cuarto fue el tocadiscos. El cambio automático no funcionaba, ya lo sabías; se lo he dicho y él se ha ofrecido para arreglarlo. Ha dicho que es un experto en estas cosas. Y sí, lo ha arreglado, querido, ¡y eso fue todo! Ya lo verás…, cuando regresemos lo haremos tocar…

—Oh, sí, seguro que Seymour es un experto —la interrumpió Nathan—. ¿Te manipula el espinazo mientras te jode? ¿Aprovecha la ocasión para ponerte las vértebras en orden con sus viscosas manos? Ese mierdica impostor…

—¡Nathan, por favor! —imploró ella inclinándose hacia él.

La sangre parecía haber desaparecido de su cara, cuya expresión era de infinito dolor.

—Sí, eres una tía buena, y lo sabes, pero a mí no me enredas —dijo él lentamente y con sarcasmo.

Era obvio que había ido a la casa de Yetta al salir del laboratorio; hice esta deducción no sólo por su alusión a los ultrajantes chismes de Morris Fink, sino también por su indumentaria: vestía su traje de lino color blanco ostra, el más elegante que tenía, y unos gemelos de oro ovalados brillaban en los puños de su camisa hecha a medida. Olía agradablemente a un agua de colonia ligera pero de perfume nada vulgar. Estaba, pues, bien claro que aquella noche quería hacer un buen papel, con su elegancia, al lado de Sophie, y que había ido antes a su habitación para transformarse en el figurín que teníamos delante. Pero al entrar en su cuarto o al salir de él le habían dado las pruebas de la traición de Sophie —o lo que él había considerado como tales—, y no había la menor duda de que la celebración no sólo estaba siendo abortada, sino que iba a ser sustituida por un desastre de consecuencias incalculables.

Yo seguía quieto en el mismo sitio, aunque muy alterado interiormente; retuve el aliento para escuchar lo que Nathan comenzó a decir a continuación:

—No eres más que un pudín polaco relleno de carne. Abusando de mi condescendencia, te dejas degradar y sigues trabajando con esos charlatanes, esos médicos de caballos. Malo es que aceptes el dinero que ellos consiguen estirando los espinazos de los viejos ignorantes y crédulos judíos que acaban de bajar del barco procedentes de Danzig, con dolores que pueden ser reumáticos o podrían deberse a un carcinoma, pero que quedan sin diagnosticar porque esos embaucadores, que lo mismo podrían recetar aceite de serpiente, les hacen creer que un simple masaje en la espalda les devolverá una esplendorosa salud. Malo es que quieras convencerme de que debes continuar esa vergonzosa colaboración con dos granujas curanderos. Pero no puedo soportar la puerca idea de que, además, a mis espaldas, permites que cualquiera de los dos te la meta en el chocho…

Sophie intentó interrumpirlo:

—¡Nathan!

—¡Calla! Ya estoy harto de ti y de tu conducta prostibularia. —No hablaba en voz alta, pero había algo afectadamente salvaje en su furia contenida, que parecía más amenazadora que si toda su rabia se hubiese traducido en gritos; era una cólera helada, de tono chirriante y agudo, casi burocrático, y su elección de la frase «conducta prostibularia» resultaba incongruentemente rebuscada y rabínica—. Creía que habrías visto la luz, que abandonarías esa manera de ser después de aquella escapada con el doctor Katz. —El acento sobre doctor fue una perfecta expresión de mofa y desprecio—. Creía que habrías hecho caso de mi advertencia después de aquel escabroso resbalón en su coche. Pero no, veo que las bragas se te calientan demasiado aprisa en la entrepierna. Por esto, cuando te atrapé en plena sesión de juegos de manos con Blackstock, no me sorprendí, en vista de tu predilección por penes quiroprácticos…' Como digo, no me sorprendí, pero cuando te di aquel bocinazo para que acabaras de una vez con todo aquello, creí que te corregirías lo suficiente como para abandonar tan inconfesable y degradante promiscuidad. Pero no, volví a equivocarme. La libidinosa savia que corre frenéticamente por tus venas polacas no te permitiría un momento de descanso, y hoy te has abandonado de nuevo al ridículo abrazo (ridículo, sí, si no fuera tan vil y degradante) del doctor Seymour Katz.

Sophie había empezado a lloriquear y mantenía su pañuelo contra la nariz con unos dedos de blancos nudillos.

—No, no, querido —oí que respondía entre suspiros—. No es verdad, en absoluto.

La pomposa y didáctica perorata de Nathan habría podido ser, bajo otras circunstancias, vagamente cómica —burlona de su propio contenido—, pero ahora estaba hasta tal punto llena de una amenaza tan real, de una rabia y una convicción tan inexorables, que no pude reprimir un pequeño estremecimiento ni ignorar la sensación de que, a mis espaldas, se acercaba hacia nosotros —con sordos pasos que parecían resonar sobre un patíbulo— una horrorosa e indefinible calamidad, lo que me hizo lanzar un gruñido claramente audible por encima del sermón. Después, mi atención se fijó en el hecho de que aquel terrible ataque a Sophie era casi idéntico al primero que presencié, precisamente la noche en que conocí a la pareja; las dos escenas se diferenciaban sólo por el tono de voz, muy fuerte la de semanas atrás y singularmente equilibrada y contenida la de ahora, aunque no menos siniestra. De pronto, tuve conciencia de que Nathan había advertido mi presencia. Las palabras que me dirigió fueron de tono moderado, pero aguzadas, eso sí, con una hostilidad increíblemente fría y pronunciadas sin mirarme:

—¿Por qué no te sientas al lado de la première putain de la avenida Flatbush?

Me senté sin decir nada: la boca se me había secado y no veía el modo de articular palabra. Entonces Nathan se levantó y dijo:

—Me parece que una botellita de Chablis no nos irá mal como anticipo de nuestra celebración.

Al oír estas palabras de Nathan, dichas declamatoriamente como el resto de su discurso, me quedé con la boca abierta, aún sin poder decir nada. De repente, tuve la impresión de que estaba ejerciendo un severo control sobre sí mismo, como si intentara evitar que toda su robusta figura volara hecha pedazos o se desmadejara como una marioneta sostenida con hilos. Por primera vez aquella noche, vi cómo le corrían brillantes hilos de sudor cara abajo, aun cuando nuestro rincón estaba ventilado por un airecillo casi helado. También había algo extraño en sus ojos, pero no podía decir de qué se trataba en aquel momento. Intuía en él una actividad nerviosa conmocionada y febril, un frenético intercambio de corrientes entre neuronas en las caóticas sinapsis que tenían lugar en cada milímetro cuadrado de su piel. Se hallaba tan agitado emocionalmente que casi parecía estar electrizado, como si se encontrase inmerso en un campo magnético. Sin embargo, todo quedaba refrenado bajo una tremenda compostura.

—Lástima… —dijo, en un tono de lóbrega ironía—. Lástima, amigos míos, que nuestra celebración no pueda tener lugar en el ambiente de exaltado homenaje que yo había previsto para esta noche. Homenaje a las horas dedicadas al logro de una noble meta científica que precisamente hoy ha visto la luz del triunfo; homenaje a los días y a los años de investigación desinteresada y altruista de un equipo que, por fin, ha conseguido una gran victoria sobre uno de los mayores azotes que acosan a la humanidad sufriente… Lástima —volvió a decir, tras una prolongada pausa que se hizo casi insoportable por el peso que cada segundo tuvo sobre sus dos únicos oyentes— que nuestra celebración tenga tan vulgares motivos… a saber, la necesaria y salutífera ruptura de mis relaciones con mi dulce sirena de Cracovia…, esa inimitable, esa incomparable, esa hija de la alegría trágicamente infiel, gema de Polonia y precioso regalo para los concupiscentes quiroprácticos de Flatbush…: ¡Sophie Zawistowska! Pero ¡esperad, nos falta el Chablis con que brindar por eso!

Como una niña aterrorizada que se agarrara a su padre en el vórtice de un tumulto, Sophie me estrujó los dedos. Ambos nos quedamos mirando cómo Nathan se abría paso a codazos hacia el mostrador del bar a través de una multitud de bebedores en mangas de camisa. Luego me volví para mirar a Sophie. Sus ojos reflejaban aún el espanto que le había producido la amenaza de Nathan. En adelante, siempre definiría la palabra «perturbación» teniendo presente la imagen de intenso terror que ofrecía Sophie en aquel momento.

—Ay, Stingo… —se lamentó—, sabía que esto sucedería. Sabía que me acusaría de serle infiel. Siempre lo hace cuando se halla en una de estas extrañas tempêtes. Ay, Stingo, no puedo soportarlo cuando se pone así. Y estoy segura de que esta vez me dejará.

Intenté calmarla:

—No te preocupes, se le pasará —le dije, aunque tenía poca fe en mis palabras.

—No, Stingo; va a suceder algo terrible, ¡lo sé! Siempre se pone así, pero esta vez le noto distinto. Sí, primero lo ves entusiasmado, lleno de alegría…, pero después se deprime y cuando está deprimido le da por decirme que le he sido infiel y que quiere dejarme, pero hoy creo que lo dice de veras… —Volvió a estrujarme la mano con tanta fuerza que creí que me haría sangrar con sus uñas—. Y lo que le he dicho es verdad —añadió con frenética rapidez—. Me refiero a Seymour Katz. No hubo nada, Stingo, nada en absoluto. Ese doctor Katz no significa nada para mí; sólo es alguien para quien trabajo, del mismo modo que trabajo para el doctor Blackstock. Y es cierto eso de que me ha arreglado el tocadiscos. No hizo otra cosa en mi habitación: arreglar el tocadiscos, y nada más. ¡Te lo juro!

—Te creo, Sophie —le aseguré, confuso por el embarazo que me producía el raudal de palabras con que ella quería convencerme de lo que estaba ya convencido—. Sí, mujer, lo que tienes que hacer es calmarte —le dije, inútilmente.

Lo que sucedió poco después fue para mí inimaginablemente horrible y disparatado. Y ahora me doy cuenta de lo erróneas que fueron mis apreciaciones, de la poca maña con que me enfrenté a la situación, de la falta de sensatez y de la ineficacia con que traté a Nathan en un momento en que toda delicadeza era poca. Lo digo porque si me hubiese limitado a seguir la corriente a Nathan y a tranquilizarlo con adulaciones, hubiera podido ver cómo desfogaba todo su furor —por irracional e intimidante que fuese— hasta llegar, por agotamiento, a un estado en que me habría sido fácil manejarlo, sin que yo chocara tanto con su cólera. Habría podido dominarlo. Y también me percato ahora de que entonces sólo di muestras de una asombrosa y pueril inexperiencia: no tenía la menor idea de que Nathan —a pesar de su obsesivo tono de voz, de su turbulenta oratoria, del sudor que perlaba su rostro, de su expresión extraviada, de su increíble tensión, pese a ser el puro retrato de la persona cuyo sistema nervioso, en su totalidad, hasta su más diminuto ganglio se halla en los horrores de una fiera convulsión— podía ser peligroso por su estado de perturbación. Sólo pensé que se estaba comportando como un solemne majadero. Eso era debido, en gran medida, a mi edad y a mi inocencia. Al ser ajenos a mi experiencia los estados violentos y trastornados en los seres humanos —por haber estado menos relacionado con el lado gótico de la crianza sureña que con los gentiles y bien educados—, consideré el arrebato de Nathan como una pasajera anomalía de su carácter, como una momentánea pérdida de la compostura, antes que el producto de una aberración de la mente.

Esto último era tan cierto como durante aquella primera noche, semanas antes, en el vestíbulo de la casa de Yetta, cuando, mientras injuriaba a Sophie y me importunaba hablándome de linchamientos y llamándome «paleto sureño», tuve ocasión de captar en sus insondables ojos una mirada de salvaje y fugaz discordia que convirtió en agua helada la sangre de mis venas. Fuera lo que fuese, mientras permanecía allí sentado junto a Sophie, aturdido por el malestar que sentía y apenado por la espantosa y súbita transformación que había sufrido el hombre al que tanto apreciaba y admiraba, pero herido e indignado por el sufrimiento que estaba provocando en Sophie, decidí trazar el límite hasta donde yo permitiría que Nathan continuase su hostigamiento. Me propuse evitar que siguiera amedrentando a Sophie de aquella manera. Tendría, pues, que andarse con pies de plomo, pensé, si no quería enfrentarse conmigo. Esta decisión habría sido muy razonable tomada con respecto a un buen amigo que sólo se hubiese dejado llevar por el mal humor, pero lo era apenas (y yo aún no tenía siquiera el mínimo de sabiduría para comprenderlo) ante un hombre en el que la paranoia se manifestaba de repente como un huésped furioso y alborotador.

—¿No te has dado cuenta de esa mirada tan peculiar que tiene? —murmuré a Sophie—. ¿No será que ha tomado demasiadas aspirinas de las que le diste, o algo por el estilo?

La inocencia de esta pregunta era, ahora lo advierto, casi inconcebible, sobre todo considerando lo que llegaría a revelárseme como la causa de aquellas pupilas dilatadas, grandes como dos monedas de diez centavos; pero por aquel entonces, eran muchas las cosas que aún estaba aprendiendo.

Nathan volvió con la botella de vino, ya abierta, y se sentó. Un camarero trajo tres vasos y los colocó delante de nosotros. Me tranquilizó ver que la expresión del rostro de Nathan se había relajado algo y ya no era la máscara rencorosa de unos minutos antes. Pero una fiera tensión, como contenida por una camisa de fuerza, subsistía en los músculos de las mejillas y el cuello, y el sudor también seguía fluyendo: se veía en su frente en forma de gotitas, que parecía hacer juego —noté sin venir a cuento— con el mosaico de gotas condensadas sobre la botella de Chablis. Y entonces me di cuenta, por primera vez, de las dos grandes medias lunas que empapaban la tela de su traje en las axilas. Vertió vino en los vasos y, aun cuando evité mirar la cara de Sophie, vi que temblaba la mano con que sostenía su vaso. Yo cometí el grave error de dejar abierto bajo mi brazo el número del Post que había estado leyendo, precisamente en la página que mostraba la fotografía de Bilbo. Vi que Nathan le dirigía una mirada de enorme y maliciosa satisfacción.

—He leído este artículo mientras venía en el metro —dijo, levantando su vaso—. Propongo un brindis por la muerte lenta, larga y dolorosa del senador de Misisipi Mushmouth Bilbo.

Guardé silencio por un momento. Y no levanté el vaso como lo había hecho Sophie, pues estaba seguro de que ella lo había levantado sin saber por qué y sólo obedeciendo a un oscuro movimiento reflejo. Finalmente, dije con toda la naturalidad de que fui capaz:

—Nathan, quiero proponer un brindis por tu éxito, por tu gran descubrimiento, sea lo que sea. Por esa cosa tan estupenda en que, según me ha dicho Sophie, has estado trabajando. Te felicito. —Alargué el brazo hacia él y, con suavidad, le di unas afectuosas palmaditas en el suyo—. Y ahora, dejémonos ya de porquerías —añadí con la intención de poner en el ambiente una conciliadora nota de humor—, y relajémonos mientras nos cuentas exactamente, que ya es hora, ¡qué diablos vamos a celebrar! ¡Hoy, chico, queremos que todos los brindis sean por ti!

Un desagradable escalofrío recorrió mi cuerpo al notar la brusca deliberación con que apartó mi mano de su brazo.

—No es posible —dijo, clavándome su penetrante mirada—. Mi sentimiento de triunfo ha sido seriamente comprometido, si no totalmente anulado, por la traición de alguien a quien yo amaba. —Aun cuando no me sentía aún capaz de mirar a Sophie, oí sus roncos sollozos—. Esta noche, no habrá ningún brindis por la victoriosa Higia, diosa de la salud. —Sostenía su vaso en alto, con el codo apoyado sobre la mesa—. En su lugar, brindaremos por una muerte bien dolorosa del senador Bilbo.

—Brindarás tú —dije—, yo no. Yo no brindaré por la muerte de nadie, dolorosa o indolora, y tú tampoco debieras hacerlo. Tendrías que saberlo mejor que los demás. ¿No trabajas acaso para la curación de tus semejantes? Esto no es cosa de broma, ¿sabes? Es una barbaridad eso de brindar por la muerte. —Mi súbito tono pontifical fue algo que me salió espontáneamente sin que pudiera reprimirlo. Levanté mi vaso—. Por la vida, por tu vida, por la nuestra —propuse con un gesto que incluía a Sophie—, por la salud. Por tu gran descubrimiento. —Había cierto tono de súplica en mi voz, pero Nathan permaneció inmóvil y ceñudo, negándose a beber. Yo, frustrado, sintiendo un espasmo de desesperación, bajé lentamente mi vaso. Por primera vez sentí agitarse en mi abdomen un indicio de creciente furor; era un cúmulo de indignación que avanzaba con lentitud y se dirigía, en partes iguales, contra la odiosa actitud dictatorial de Nathan, contra su cruel manera de tratar a Sophie y (apenas podía creer en la realidad de mi reacción) contra la horrible maldición que había lanzado a Bilbo. Al ver que no contestaba a mi contrabrindis dejé el vaso sobre la mesa y dije, con un suspiro—: Al diablo, pues.

—Por la muerte de Bilbo —insistió Nathan—, por los gritos de dolor de su lucha postrera.

Sentí que la sangre afluía, escarlata, a algún lugar situado detrás de mis ojos, y mi corazón se puso a latir con fuerza. No me fue fácil controlar la voz:

—Nathan —dije—, en cierto momento, no hace mucho, te dediqué un cumplido. Dije que, a pesar de tu profunda animosidad contra el Sur, por lo menos te quedaba un poco de sentido del humor, a diferencia de la mayoría de la gente. A diferencia del típico asno liberal de Nueva York. Pero ahora empiezo a ver que cometí un error. No me gusta Bilbo ni me ha gustado nunca, pero te equivocas si crees que voy a bromear con su muerte. Me niego a brindar por la muerte de un hombre. Sea quien sea.

—¿No habrías brindado por la muerte de Hitler? —replicó enseguida, con un brillo de malicia en sus ojos.

Yo le respondí con la misma rapidez:

—¡Claro que habría brindado por la muerte de Hitler! ¡Pero esto es una cuestión completamente distinta! ¡Bilbo no es Hitler! —Mientras contestaba a Nathan me di cuenta, con desesperación, de que estábamos repitiendo en sustancia, ya que no con las mismas palabras, el coloquio en que nos enzarzamos aquella primera tarde en el cuarto de Sophie. Yo creía erróneamente que, desde aquella ensordecedora discusión que tan cerca estuvo de convertirse en lucha, él había abandonado su tenebrosa idea fija sobre el Sur. En este momento, había en su comportamiento el mismo torrente de furia y rencor que me asustó de veras aquel radiante domingo, un día que, por otros conceptos, parecía ya tan agradablemente lejano. Ahora volví a asustarme, aún más que entonces, llegando incluso a presentir que esta vez nuestra disputa no acabaría con amables disculpas, bromas y, menos aún, con un amistoso abrazo—. Bilbo no es Hitler, Nathan —repetí con voz temblorosa—. Permite que te diga una cosa. Durante el tiempo que te he tratado, aunque no lo suficientemente largo, claro, para formarme un mal concepto de ti, me has impresionado hasta el punto de hacerme creer que eras una de las personas más cultas y refinadas, más simpáticas y comprensivas que hubiese conocido…

—No me abrumes con elogios —me cortó—. Las lisonjas no te llevarán a ninguna parte.

Su voz era irritante, desagradable.

—Esto no son lisonjas —proseguí—. Lo que digo es sólo la verdad. Pero escucha lo que quería decirte. Tu odio por el Sur, que a menudo equivale a una clara manifestación de odio hacia mí, o de desagrado en el mejor de los casos, resulta espantoso en alguien que, como tú, es tan culto y juicioso en muchos otros aspectos. Muestras un primitivismo sin límites, Nathan, al ser tan ciego ante la verdadera naturaleza del mal…

A la hora de discutir, especialmente cuando la disputa es acalorada y llena de mala voluntad, siempre he sido el más blando de los contendientes. Mi voz se quiebra y se vuelve chillona; sudo. Aparece en mi rostro una tonta sonrisa. Y, aún peor, mi mente alza el vuelo hacia regiones imprevisibles, mientras mi lógica, con la que puedo contar siempre en más plácidas circunstancias, abandona mi cerebro como una ingrata bribonzuela. (Durante algún tiempo creí que podría ser abogado. Pero esta profesión legal, y los tribunales, en los que mi imaginación me hacía representar dramas a lo Clarence Darrow, sólo perdieron un incompetente zoquete cuando me volví hacia el campo literario.)

—¡No tienes el menor sentido de la historia —continué, lanzado, con una voz que había escalado una octava—, en absoluto! ¿Se debe quizás a que vosotros, los judíos, por haber llegado recientemente a este país y vivir en la mayoría de los casos en las grandes ciudades del Norte, sois unos cegatos, unos indiferentes ante cuanto significa interés, conocimientos o comprensión del trágico cúmulo de acontecimientos causantes de la locura racial que existe allá abajo? Has leído a Faulkner, Nathan, y aun así muestras una estúpida e intolerable actitud de superioridad hacia aquellos lugares. ¿No ves que Bilbo no es tanto un villano como un infeliz rebrote de un sistema ya caduco? —Hice una pausa, tomé aliento y dije—: Te compadezco por tu ceguera. —Y allí habría terminado y en eso lo habría dejado todo si me hubiese dado cuenta de la serie de golpes verbales que le estaba asestando pero, como he dicho, el buen sentido solía abandonarme en el curso de discusiones tan agitadas como aquélla, por lo que mi energía semihistérica me lanzó a regiones de increíble insensatez—. Además eres incapaz de advertir hasta qué punto fue Theodore Bilbo un hombre de grandes realizaciones —insistí, mientras ecos de mi disertación de la escuela superior resonaban por toda mi cabeza con el ritmo de verso libre propio de un montón de fichas de apuntes leídas una tras otra—. Cuando era gobernador, Bilbo llevó a cabo importantes reformas en Misisipi —recité—, incluyendo la creación de una comisión para el trazado de nuevas autopistas y de una junta para la amnistía. Fundó el primer sanatorio para tuberculosos. Añadió adiestramiento manual y el manejo de las máquinas agrícolas a las asignaturas escolares. Y, finalmente, introdujo un programa para combatir las garrapatas…

Mi voz perdió de pronto toda su fuerza.

—Introdujo un programa para combatir las garrapatas —dijo Nathan.

Sorprendido, me di cuenta de que la bien dotada voz de Nathan imitaba perfecta y burlonamente la mía, pedante, pomposa, insufrible.

—Se declaró y extendió ampliamente, entre las vacas de Misisipi, algo llamado fiebre de Texas —persistí sin poderme controlar—. Bilbo era un hombre pragmático…

—¡Oye, chalado —me interrumpió Nathan—, no seas payaso! ¡La fiebre de Texas! ¡No irás a decirme ahora que la gloria del Tercer Reich fue una red de autopistas jamás igualada en el mundo y que una de las gracias de Mussolini consistió en hacer que los trenes llegasen sin retraso!

Había conseguido deshincharme, el tío (debí darme cuenta tan pronto como me oí pronunciar la palabra «garrapatas»). La sonrisa que apareció fugazmente en su rostro, el sardónico destello de dientes y el parpadeo con que demostró haber advertido las vacilaciones de mi derrota ya se habían disuelto, pero sostenía con firmeza el vaso que había bajado.

—¿Has terminado ya tu conferencia? —me preguntó con una voz demasiado fuerte. La amenaza que oscureció su cara me causó un tremendo terror. De súbito, levantó el brazo y se bebió el vino de un solo trago—. Este brindis —anunció con tono categórico— es en honor de mi completa separación de vosotros, miserables.

Al oír estas palabras, una punzada de pesar atravesó mi pecho. Sentí que una fuerte emoción me quemaba como un llanto interior.

—Nathan… —empecé, conciliador, tendiéndole la mano.

Volví a oír los sollozos de Sophie.

Pero Nathan ignoró mi gesto.

—Separación —dijo, dando un golpecito con su vaso al de Sophie—. De ti, traidora y quiropráctica zorra de Kings County. —Hizo lo mismo con mi vaso y me dedicó estas palabras—: Y de ti, triste desperdicio sureño. —Sus ojos estaban tan faltos de vida como dos bolas de billar, y el sudor caía a raudales por su rostro. Yo era tan intensamente consciente (a nivel visual) de aquellos ojos y de la piel de su cara bajo la trémula transparencia del sudor, como (a nivel puramente auditivo, con una sensibilidad tan cruda que me hacía creer que mis tímpanos se asomaban rítmicamente al exterior de las orejas) de las voces de las hermanas Andrew que llegaban restallantes de la gramola automática: «Don’t Fence Me in!». Nathan añadió—: Y ahora quizá me permitiréis que yo os dé también una pequeña conferencia, a vosotros dos. Tal vez pueda hacer algo para aliviar la podredumbre que lleváis dentro.

Sólo mencionaré lo peor de su diatriba. En total no debió de durar más de unos cuantos minutos, pero me parecieron horas. Sophie fue el centro de su furioso ataque, el cual llegó tan cerca de lo intolerable para ella como para mí, que no tuve otro remedio que escuchar y verla sufrir. En cambio, yo me libré con una reprimenda verbal relativamente ligera, con la que me distinguió en primer lugar. Lo que sentía por mí no era verdadero odio, dijo. Sólo desprecio. Y, aun así, su desprecio era apenas personal, prosiguió, puesto que no podía hacérseme responsable de haber sido educado en mi lugar de nacimiento. (Dijo todo esto con una burlona mueca y una voz controlada y suave que de vez en cuando, incongruentemente, se hacía cantarina e imitaba el acento negro, el mismo que yo recordaba de aquel lejano domingo.) Durante largo tiempo, dijo, había creído que yo era un buen sureño, un hombre emancipado, un hombre que de algún modo consiguió escapar a la maldición del fanatismo que la historia había legado al Sur. No era tan neciamente ciego como para no ver (a pesar de mis acusaciones) que existían, ciertamente, buenos sureños. Y como tal me había considerado hasta hacía poco. Pero mi actual negativa a unirme a su execración de Bilbo no hacía más que validar lo que ya había descubierto sobre mi «arraigado» e «incorregible» racismo al leer aquella noche la primera parte de mi libro.

Mi corazón se encogió literalmente ante aquellas palabras.

—¿Qué quieres decir? —pregunté con una voz que más bien era un lamento—. Creía que te gustaba…

—Posees un vigoroso talento según el modo tradicional del Sur. Pero también arrastras los viejos clichés. No quiero herir tus sentimientos, pero la vieja negra, al principio del libro, la que espera con los demás la llegada del tren… Es una verdadera caricatura sacada de Amos «n» Andy[13] Tuve la impresión de que leía una novela de alguien que se había formado escribiendo guiones a la antigua usanza para cómicos de la legua, con el inevitable y gracioso actor disfrazado de negro. Sería divertida, esa negra de guardarropía de tu narración, si no fuera tan inconsistente. Es posible que estés escribiendo el primer libro de cómics del Sur.

¡Dios mío, qué vulnerable era! Me había sumido en una repentina desesperación. ¡Si aquello lo hubiera dicho alguien que no fuese Nathan! Pero con aquellas palabras había socavado la confianza que yo tenía en mi obra, y la alegría con que trabajaba en ella, gracias a los ánimos que él me había dado poco antes. Aquella brutal y súbita repulsa era tan demoledora, que comencé a sentir que ciertos puntales de mi propio espíritu se estremecían y desintegraban. Con un nudo en la garganta intenté responderle, pero mi protesta, por más que me esforcé, no logró salir de mi boca.

—Has sido contaminado de mala manera por esa degeneración —prosiguió—. Es algo que no puedes evitar. Algo que no contribuirá a que tú o tu libro resultéis más atractivos, claro está, pero que por lo menos te convierte más en un vehículo pasivo del veneno que en su…, ¿cómo podría llamarlo?, propagador voluntario. Como, por ejemplo, Bilbo.

Aquí su voz perdió de pronto la desmayada calidad gutural propia de los negros que tenía y, a través de una hábil metamorfosis, el acento sureño se esfumó para ser reemplazado por unos trabajosos diptongos polacos que eran una imitación casi perfecta del lenguaje de Sophie. Y entonces su dureza primitiva se transformó en franco hostigamiento.

Peut-être después de estos meses —dijo, bajando la mirada hacia Sophie— poudrías explicar el mistieirio de tu presencia entre nousoutros… —De súbito, cortó la parodia—. Dime pues, oh, bella Zawistowska, cómo es posible que tú sigas habitando en el mundo de los vivos. ¿Acaso gracias a los estupendos truquitos y estratagemas de esta monada de cabecita que tienes conseguiste respirar el claro aire polaco mientras las multitudes, en Auschwitz, se ahogaban lentamente en el gas? No sabes cómo te agradecería una clara respuesta al respecto.

Un terrible gemido se escapó entonces de la garganta de Sophie, tan fuerte que sólo los frenéticos chillidos de las hermanas Andrew evitaron que se oyera en todo el bar. La mismísima Virgen Maria, en el Calvario, no habría podido lanzar un lamento tan doloroso. Me volví para mirarla. Tenía la cara caída hacia abajo, de modo que quedaba oculta a toda mirada, y se sostenía la cabeza con sus puños de blancos nudillos apretados sobre las orejas. Sus lágrimas goteaban sobre la jaspeada superficie de fórmica de la mesa. Creí oír que decía:

—¡No! ¡No! Menteur! ¡Mentiroso!

—Aún no hace dos años —persistió Nathan—, en Polonia, en las profundidades de la guerra, varios centenares de judíos que se escaparon de los campos de exterminio buscaron refugio en los hogares de algunos refinados ciudadanos polacos semejantes a ti. Aquella simpática gente les negó el amparo que necesitaban. Y no sólo eso. Prácticamente asesinaron a cuantos cayeron en sus manos. Esto ya te lo había hecho notar antes. Por lo tanto, respóndeme ahora: ¿fue acaso el antisemitismo que ha dado a Polonia tanta fama en todo el mundo el mismo que ha guiado tu destino? ¿El que te ha ayudado en todo momento, el que te protegió, por así decirlo, de modo que pudiste formar parte del minúsculo puñado de personas que sobrevivieron mientras otras morían a millones? —Su voz se hizo áspera, cortante, cruel—. ¿Qué explicación me das?

—¡No! ¡No! ¡No! ¡No! —dijo Sophie, sollozando.

Por fin me oí decir, levantándome:

—¡Nathan, por el amor de Dios, déjala ya!

Pero él no se dejaría disuadir:

—Veamos, ¿de qué raro subterfugio te valiste —insistió— para salvar tu piel mientras los demás se transformaban en humo? ¿Engañaste? ¿Traicionaste? ¿Hiciste la vista gorda? ¿Ofreciste tu bello culito?

—¡No! —volví a oír su gemido, aquel grito que, de nuevo, pareció arrancado de lo más hondo de su persona—. ¡No! ¡No!

Entonces hice algo inexplicable. Bueno, más bien creo que fue una cobardía. Tras levantarme como un resorte, estuve a punto de agarrar a Nathan por el cuello de la camisa y tirar de él para enfrentarnos cara a cara, como Bogart hizo tantas veces en un pasado que me recordaba el mío. No podía sufrir, ni por un segundo más, lo que Nathan estaba haciendo a Sophie. Pero aunque me había levantado y había cobrado nuevas energías con mi temerario impulso, con misteriosa rapidez di un triunfante ejemplo de mieditis. Sentí que me temblaban las rodillas al tiempo que mi reseca boca profería una serie de vocablos sin sentido, y, sin saber cómo, me encontré camino de los lavabos para hombres, bendito santuario donde refugiarme de un espectáculo de odio y crueldad que nunca había creído poder presenciar como espectador de primera fila. «Sólo me quedaré aquí un momento —pensé, inclinándome sobre el urinario—. He de recuperar fuerzas, y mi serenidad, antes de salir a enfrentarme con Nathan.» Sumido en un estupor de sonámbulo, me agarré al mango de la válvula de desagüe —un helado puñal en mi mano—, liberando una y otra vez indolentes chorros de agua, mientras la inscripción mural de un marica —¡Mawin la chupa… Llama a Ulster 1-2316 para un trabajito de ensueño!— quedaba registrada por centésima vez en mi cerebro como un rosario de demenciales caracteres cuneiformes. No había llorado desde la muerte de mi madre y me propuse no volverlo a hacer en aquel momento, aun cuando los garabatos anhelantes de amor me decían desde la pared, al emborronarse, que las lágrimas estaban a punto de asomarse a mis ojos. Permanecí tres o cuatro minutos en aquel lamentable y deprimente estado de indecisión. Hasta que resolví volver al bar y afrontar la situación, a pesar de que no era precisamente estrategia lo que me sobraba y de que estaba aterrorizado hasta lo más hondo de mi ser. Pero cuando abrí la puerta, vi que Sophie y Nathan se habían marchado.

Estaba aturdido por el desespero y la preocupación, y no tenía idea de cómo podría afrontar la nueva situación si quedaba, como ahora, sin perspectivas favorables para una reconciliación. Por supuesto, tenía que pensar en lo que debía hacer para arreglar las cosas —calmar a Nathan de algún modo y, al mismo tiempo, lograr que Sophie dejara de ser blanco de su ciego y funesto furor—, pero me hallaba tan confuso que mi cerebro se había vuelto casi amnésico; virtualmente, era incapaz de pensar. Con el fin de poner en orden mis ideas decidí quedarme allí, en el Maple Court; esperaba que, entretanto, podría proyectar un brillante y racional plan de acción. También pensé en mi padre. Yo sabía que si no me veía al llegar a la estación de Pensilvania se iría directamente al hotel McAlpin, de Brooklyn, en la calle Treinta y cuatro. (En aquellos tiempos, toda la gente de Tidewater con el nivel social de mi padre se hospedaba en el McAlpin o en el Taft; los poquísimos que gozaban de una mejor posición lo hacían en el Waldorf-Astoria.) Llamé por teléfono al McAlpin y dejé recado de que iría más tarde, al anochecer. Luego volví a la mesa (era una mala señal, pensé, que en su precipitada salida ni Nathan ni Sophie hubiesen puesto en pie la botella de Chablis, tumbada ahora sobre la mesa y vertiendo, gota a gota, sus heces en el suelo), donde permanecí sentado durante dos horas enteras, cavilando sobre cómo podría recoger y volver a unir los pedazos de nuestra fragmentada amistad. Ya desde el principio, sospeché que no sería una tarea fácil, dadas las colosales dimensiones de la furia de Nathan.

En cambio, al recordar que Nathan —aquel famoso domingo que siguió a una «tempestad» similar— mostró unos deseos de amistad tan fervientes que casi me abrumaron, y que se disculpó por su mal comportamiento, se me ocurrió la probabilidad de que aceptara cualquier gesto mío de pacificación. Dios sabía, pensé, lo poco que me gustaba hacerlo; las escenas en que había tenido que participar, dado su carácter, me habían alterado el ánimo, me habían agotado; en realidad, lo que más deseaba en aquel instante era enroscarme y echar un sueño. Enfrentarme con Nathan tan pronto era una idea que me intimidaba y que veía llena de amenazas; inquieto y con cierta sensación de náuseas, me puse a sudar como él. Para darme valor, me bebí sin prisas cuatro o cinco vasos medianos de Rheingold, o tal vez seis. No paraban de aparecer en mi mente unas breves visiones del patético y espeluznante sufrimiento de Sophie y de su total confusión que me revolvían el estómago. Sin embargo, por fin, cuando la oscuridad comenzaba a caer sobre Flatbush me dirigí, a través de la sofocante media luz, un poco bebido y algo vacilante, al Palacio Rosado ante el que alcé los ojos para observar, a la vez con confusa aprensión y esperanza, el suave resplandor de color de vino rosado que se distinguía en la ventana de Sophie y que indicaba que ella se hallaba en su habitación. Oía música; era la radio o el tocadiscos. No sé por qué me animé y entristecí a un tiempo al escuchar el bello y quejumbroso sonido del concierto de Haydn para violoncelo que llegó a mis oídos cuando me acerqué a la casa. Gritos de niños llegaban del parque a través de la luz vespertina, y sus voces, dulces como el canto de los pájaros, al mezclarse con los suaves acordes del violoncelo me traspasaron con ciertos recuerdos profundos y dolorosos, tal vez irrecuperables.

Contuve el aliento con angustia ante el espectáculo que me daba la bienvenida en el segundo piso. Si un tifón hubiera irrumpido en el Palacio Rosado no habría producido mayor desbarajuste ni más horrendos destrozos. La habitación de Sophie parecía haber sido vuelta del revés: los cajones de la cómoda, sacados por completo, estaban vacíos; los colchones y la ropa de la cama estaban rasgados; el armario, saqueado. Un caos de periódicos cubría el suelo. Los estantes estaban vaciados de sus libros. Los discos habían desaparecido. Nada quedaba, salvo los restos de periódicos… Ah, sí, había otra excepción en aquel desvalijamiento general: el tocadiscos. Sin duda demasiado voluminoso para ser transportado con facilidad, había quedado sobre la mesa; la música de Haydn que emanaba de su garganta me causó un extraño escalofrío: tuve la sensación de que asistía a un concierto musical en el que todo el público se había marchado misteriosamente. Unos pasos más allá, en el cuarto de Nathan, la misma escena: todo había sido arrancado de su lugar, y lo que no había desaparecido se encontraba dentro de unas grandes cajas de cartón que parecían preparadas para su inmediato traslado. En el pasillo, el calor era sofocante y pegajoso: era un calor irrazonablemente intenso, aun para un anochecer de verano, que añadió cierta sensación de frustración al disgusto que me agobiaba y que me hizo pensar que tal vez se había declarado un incendio al otro lado de aquellas rosáceas paredes…, hasta que vi a Morris Fink que, agachado en un rincón, manipulaba un radiador de vapor.

—Debe de haberse desajustado accidentalmente —explicó mientras se levantaba y yo me acercaba a él—. Lo habrá hecho Nathan sin querer, hace poco, cuando pasó por aquí con su maleta y sus cosas. Toma, maricón —dijo al radiador, dándole una patada—, esto te arreglará las tripas. —El escape de vapor expiró con un pequeño siseo y Morris Fink me miró con sus ojos lúgubres y sin brillo: un elemento informativo con el que no había contado hasta que, progresivamente, adquirió un pronunciado aspecto de roedor—. Este lugar —siguió diciendo—, durante un buen rato ha sido el mismísimo campo de Agramante.

—¿Qué ha pasado? —dije, lleno de aprensión—. ¿Dónde está Sophie? ¿Dónde está Nathan?

—Se han ido los dos. Por fin, han roto definitivamente.

—¿Definitivamente? ¿Qué quieres decir?

—Lo que oyes —contestó—. Que todo acabó. Para siempre. Se han ido para siempre, nos hemos librado de ellos para siempre, a Dios gracias. Había un ambiente tenebroso, quiero decir morboso, en esta casa con ese maldito golem de Nathan andando por aquí. Y con todas aquellas riñas y aquellos gritos. Se han largado para siempre, si es eso lo que quieres saber.

Noté que la desesperación agudizaba mi voz al preguntarle:

—Pero ¿adónde han ido? ¿No te han dicho adónde iban?

—No —contestó—, han ido en dos direcciones distintas.

—¿Dos direcciones distintas? ¿Quieres decir…?

—Los he visto entrar en la casa hace unas dos horas, justamente cuando yo iba calle arriba, hacia el cine. Él gritaba a Sophie, como un gorila. Yo me he dicho—, «Vaya, otro zipizape, después de todas estas semanas de tranquilidad. ¿Y si intentara salvarla de ese meshuggener, de ese chiflado…?», pero luego he pensado que ya veríamos. Y lo que he visto más tarde al llegar aquí, después de salir del cine… Algo increíble: él estaba haciendo la maleta. Quiero decir que estaba en su habitación, ¿sabes?, recogiendo todas sus cosas…, y ella lo mismo, recogiendo todas las suyas. Y él sin parar de gritarle como un loco.., ¡Uy, y qué marranadas le decía!

—¿Y Sophie…?

—Ella llora que te llora todo el rato, los dos liando el petate: él grita que te grita y llamándola puta y traidora entre otras cosas, y Sophie berreando como una cría, ¡Me han dejado para el arrastre, con sólo verlos y oírlos! —Hizo una pausa, respiró hondo y siguió hablando, pero con más lentitud—. Yo no creía que estuvieran haciendo las maletas para irse definitivamente. Entonces él ha mirado hacia abajo, por encima de la barandilla, y me ha visto; me ha preguntado dónde estaba Yetta. Yo le he dicho que se hallaba en Staten Island, porque quería visitar a su hermana. Desde arriba mismo, me ha echado treinta dólares para el alquiler, el suyo y el de Sophie. Entonces sí que me he dado cuenta de que se iban para siempre.

—Cuando se han ido… —pregunté. Una sensación de abandono, de haber sido despojado de algo importante, se apoderó con tal fuerza de mí que llegué a sentir náuseas—, ¿no han dejado ninguna dirección?

—Ya te he dicho que se han ido en dos direcciones distintas —dijo con impaciencia—. Después de hacer las maletas, han bajado y se han ido. De eso hará unos veinte minutos. Nathan me ha dado un dólar por bajarles el equipaje y, también, por vigilarle el tocadiscos. Me ha dicho que volverá más tarde para llevárselo, junto con algunas cajas que también ha dejado. Después, cuando han tenido todos los trastos ahí, en la acera, me ha dicho que fuera a la esquina y llamara dos taxis. Al volver con ellos aún estaba gritándole a Sophie, y yo me he dicho: «Bueno, menos mal que esta vez no le ha pegado ni nada de eso». Pero él, hala, más gritos y más reproches… Esta vez, sobre Owswitch. Algo como Owswitch.

—¿Como.., qué?

—Owswitch, esto es lo que ha dicho. La ha vuelto a llamar puta y le ha preguntado, una y otra vez, cómo era posible que hubiese salido viva de Owswitch. ¿Qué habrá querido decir?

—Dices que la llamó… —tartamudeé, desolado, casi perdida el habla—. ¿Y entonces, qué…?

—Entonces él dio cincuenta dólares a Sophie… Por el bulto, eso sería, poco más o menos…, y dijo al taxista que la llevara a cierto lugar de Nueva York, en Manhattan, creo que a un hotel…, no puedo recordar dónde. Él comentó algo sobre lo feliz que sería al no tener que verla más. Yo no había visto jamás llorar a nadie como Sophie en aquel momento, palabra. Pero él, nada; cuando ella se marchó, cargó todas sus cosas en el otro taxi y se fue en dirección contraria, hacia la avenida Flatbush. Creo que habrá ido a casa de su hermano en Queens.

—Así que se han ido… —murmuré, en el colmo de la aflicción.

—Sí, se han ido para siempre —contestó—. ¡De buena nos hemos librado! ¡Ese tío era un golem, te lo digo yo! Claro que Sophie… Sophie me da mucha lástima. Era una chica estupenda, ¿no te parece?

Por un momento, no pude decir nada. El apacible Haydn, murmurante y lleno de anhelos, llenaba la abandonada habitación de dulces y armoniosas cadencias, y con ellas aumentaba mi sensación de vacío absoluto, de haber sufrido una pérdida irreparable.

—Sí —respondí por fin—, lo era.

—¿Qué es Owswitch? —preguntó Morris Fink.