7

—Ya ves, pues, Stingo —me dijo Sophie el día de nuestra primera salida al parque—, de qué manera Nathan me salvó la vida. ¡Fue fantástico! Estaba muy enferma, desmayándome, cayéndome, y entonces llegó… ¿Cómo lo llamáis…? Sí, el príncipe encantador, y me salvó la vida. Y fue tan fácil…, ¿sabes?, algo realmente asombroso, como si hubiera tenido una varita mágica y me hubiese tocado con ella. Me puse bien muy pronto.

—¿Cuánto tiempo pasó? —dije—. Entre el momento en que…

—¿Quieres decir entre el momento en que me encontró y mi curación? Muy poco. Algo así como dos o tres semanas. Allez! ¡Vete! —gritó echando una piedrecita al mayor y más agresivo de los cisnes que invadía nuestra zona gastronómica de la orilla del lago—. ¡Fuera! A ése lo detesto, ¿sabes? Es un bribón. Ven aquí, Tadeusz, ven…

Imitó un pequeño cloqueo para atraer a su patoso favorito y le ofreció los restos de un panecillo. Vacilante, el marginado se acercó, con sus plumas alborotadas y una torcida mirada de desamparo, para picotear las migajas mientras ella recuperaba el hilo de la conversación.

Yo la escuchaba con atención, toda la que me permitían otras preocupaciones respecto a las próximas horas. Quizá porque mi inminente encuentro con la divina Lapidus me había hecho oscilar entre el éxtasis y la aprensión, intenté calmar ambas emociones bebiendo varias latas de cerveza, con lo que violé la regla que me había impuesto a mí mismo sobre la ingestión de alcohol durante el día o mientras estuviera trabajando. Pero necesitaba algo que moderara mi monumental impaciencia y redujese la velocidad a que latía mi galopante pulso.

Consulté mi reloj de pulsera y descubrí, con mareante expectación, que sólo me separaban seis horas del momento en que me encontraría llamando a la puerta de Leslie. Unas nubes semejantes a cremosas burbujas, como sacadas de una película de Walt Disney, avanzaban serenamente hacia el océano, proyectando moteadas alternancias de luz y sombra sobre nuestro promontorio, donde Sophie hablaba de Nathan y yo la escuchaba con el trasfondo sonoro del tráfico de las distantes avenidas de Brooklyn, cuyo rumor llegaba de modo intermitente, como débiles cañonazos de algún lejano ceremonial.

—El hermano de Nathan se llama Larry —prosiguió Sophie—. Es una persona estupenda, y Nathan lo adora. Al día siguiente, Nathan me llevó al consultorio que Larry tiene en Forest Hills. Larry me hizo un examen exhaustivo, y recuerdo que, mientras duró, no paró de decir: «Creo que Nathan tiene razón respecto a usted… Tiene un instinto natural para la medicina realmente increíble». Pero Larry aún no estaba seguro; aunque creía en la probabilidad de que Nathan estuviera en lo cierto en cuanto a la deficiencia que yo tenía. Estaba tan terriblemente pálida, entonces… Después de examinarme y de explicarle todos los síntomas que sentía, consideró que no podía ser otra cosa que lo que Nathan decía. Pero naturalmente, tenía que estar seguro. Así que me reservó hora para que me viera un amigo suyo, un spécialiste del hospital de Columbia, el hospital presbiteriano. Es un doctor de deficiencia…

—Un doctor especializado en deficiencias dietéticas —dije, atreviéndome a dar una definición muy razonable.

—Sí, eso es. Ese doctor se llama Warren Hatfield, y estudió medicina con Larry antes de la guerra. Bueno, entonces, aquel mismo día Nathan y yo juntos fuimos en coche a ver al doctor Hatfield. El coche era de Larry; Nathan se lo había pedido prestado, y en él cruzamos el puente para dirigirnos al hospital de Columbia. Lo recuerdo tan bien, Stingo, aquel viaje en coche al hospital… El coche de Larry es un décapotable, un convertible, ¿sabes? Toda mi vida, desde mi infancia en Polonia, había deseado ir en un convertible como los que veía en las revistas ilustradas y en el cine. Era una ilusión tonta, sí, la de viajar en un coche abierto, pero por fin lo había conseguido, y al lado de Nathan, con los rayos del sol sobre nosotros y el viento soplando a través de mi pelo. Era tan extraño… Todavía estaba enferma, ¿sabes?, pero ¡me sentía bien! Quiero decir que, de algún modo, sabía que me pondría bien, que me…, eso, restablecería. Y todo gracias a Nathan.

«Recuerdo que era a primera hora de la tarde. Nunca había estado en Manhattan de día. Sólo por la noche, en el metro; veía pues entonces, por primera vez, el río a la luz del sol y los increíbles rascacielos de la ciudad en el claro cielo. Era todo tan bonito y majestuoso que me entraron ganas de llorar de emoción. Entretanto, observaba a Nathan por el rabillo del ojo mientras hablaba rápidamente de Larry y de todas las maravillas que había hecho como médico. Hablaba de medicina, y decía que estaba seguro de que tenía razón respecto a mi estado de salud, sobre el modo de curarme y otras cosas. Y no sé cómo describir la sensación que experimenté, mirando a Nathan, mientras subíamos hacia Broadway. Estaba… conmovida. Sí, conmovida por la manera como aquel amable y cariñoso amigo había aparecido en mi vida, sus cuidados y su sincero deseo de que me restableciera. Fue mi salvador, Stingo, eso es lo que fue para mí, y yo nunca había conocido a nadie a quien poder llamar así…

»Y sí, tenía razón, ¿sabes? Estuve tres días en el hospital de Columbia, donde el doctor Hatfield me examinó e hizo los análisis necesarios, con lo que quedó demostrado que Nathan estaba en lo cierto. Me faltaba mucho hierro. Bueno, también me faltaban muchas otras cosas, pero no eran tan importantes. Era hierro lo que más necesitaba. Y mientras estuve en el hospital, Nathan vino a verme cada día.

—¿Y qué sensación te produjo todo eso? —pregunté.

—¿Sensación? ¿A qué te refieres?

—Verás… no quisiera pecar de entrometido —proseguí—, pero acabas de describirme uno de los más apasionados y hermosos encuentros de que haya oído hablar. Sin embargo, después de todo, no podéis dejar de sentiros como dos extraños. En realidad, tú no conoces bien a Nathan, no sabes cuáles son sus motivaciones, aparte de que, como es evidente, se siente muy atraído hacia ti. —Hice una pausa y luego dije con lentitud—: De nuevo, Sophie, te mego que me interrumpas si crees que entro en un terreno demasiado personal, pero siempre me he preguntado qué sucede en la mente de una mujer cuando se presenta un hombre tan fuerte y decidido, tan atractivo y bien dispuesto y…, bueno, usando la expresión de antes, te salva del naufragio.

Guardó silencio por un momento, con una expresión pensativa en su bello rostro. Luego dijo:

—A decir verdad, me hallaba muy confusa. Hacía tanto tiempo, tantísimo, que no había tenido, ¿cómo podría decirlo? —hizo una nueva pausa para encontrar la palabra adecuada—, ningún contacto con un hombre, con ningún hombre…, ya sabes qué quiero decir. No era una cosa que me preocupara mucho en aquel momento, pues estaba recomponiendo tantas otras cosas de mi vida… Mi salud, por ejemplo, la más importante de ellas. Por aquel entonces sólo sabía que Nathan me estaba salvando la vida, y no me preocupaba demasiado lo que sucedería después. Claro que, de vez en cuando, pensaba en lo que debería a Nathan por todo aquello, pero ¿sabes…, Stingo?, la cosa me parece ahora curiosa: todos aquellos pensamientos tenían que ver con el dinero. Esta cuestión era la que más me inquietaba. Por la noche, en el hospital, no podía dormir pensando una y otra vez: «Fíjate, estás en una habitación privada. Y lo que está haciendo el doctor Hatfield vale centenares de dólares. ¿Cómo podré pagarlo?». Me imaginaba cosas terribles. En la peor de mis fantasías me veía pidiendo un préstamo al doctor Blackstock: él me preguntaba para qué quería el dinero y yo le explicaba que era para pagar aquel tratamiento, y entonces se enfadaba conmigo por hacerme curar por un doctor en medicina. No sé cómo Nathan no comprendía el aprecio que yo sentía por el doctor Blackstock. En cualquier caso, yo no quería herirlo, y entretanto mis pesadillas sobre el dinero no podían ser peores…

«Bueno, no tengo por qué ocultarte nada. Al final, Nathan lo pagó todo; alguien tenía que hacerlo, pero puedo decirte que en aquel momento yo no tenía nada de qué avergonzarme. En pocas palabras: estábamos enamorados y, en cuanto al dinero, no fue mucho lo que tuvo que pagar, porque como era de esperar Larry no quiso cobrar nada, y entonces el doctor Hatfield hizo lo mismo. Estábamos enamorados, y yo fui mejorando con aquella gran cantidad de pastillas de hierro que tomaba, exactamente lo que necesitaba para hacerme de florecer como una rosa. —Se detuvo para dejar escapar de sus labios una risita ahogada—. ¡Maldito «de»! —exclamó, en tono afectuosamente burlón, imitando el modo de corregirla propio de Nathan—, ¡De florecer, no! ¡Sólo florecer!

—Es increíble la manera como se ocupó de ti. Nathan debería haber sido médico.

—Quiso serlo —murmuró Sophie tras un corto silencio—, tenía grandes deseos de ser médico. —Hizo una pausa, y el buen humor de unos momentos antes se desvaneció para trocarse en melancolía—. Pero eso es otra historia —añadió, mientras una sombría y tensa expresión recorría su rostro.

Noté en ella un súbito cambio de humor, como si la feliz reminiscencia de los primeros días que pasaron juntos hubiera sido oscurecida (quizás a causa de mi comentario) por la conciencia de algo más, algo perturbador, dañino y siniestro. Y en aquel mismo instante, con mi interés de novelista incipiente, observé cómo, de pronto, su transformado rostro parecía casi ahogarse en la más negra de las sombras, proyectada sobre ella por una de aquellas nubes tan extrañamente coloreadas que oscureció un instante al sol y nos hizo sentir un momentáneo escalofrío otoñal. Sophie se levantó con un breve temblor convulsivo y se quedó de espaldas a mí, con las manos fuertemente agarradas a sus desnudos codos, como si la suave brisa que se había levantado penetrara hasta el fondo de sus huesos. No pude evitar que su triste mirada y su gesto me recordaran de nuevo la angustiosa situación en que yo los había sorprendido sólo cinco noches antes, así como lo mucho que me quedaba por comprender de aquellas extrañas relaciones. Había muchos puntos por dilucidar. Morris Fink, por ejemplo. ¿Qué explicación podía tener la función de títeres que éste había presenciado y me había descrito? ¿Aquella atrocidad de que Nathan había pegado a Sophie hallándose ella echada en el suelo? ¿Cómo podía encajar aquello con lo demás? ¿Cómo podía casar aquella escena con el hecho de que a lo largo de los días siguientes —de los que yo mismo fui testigo— la palabra «éxtasis» sólo habría podido describir insulsamente y de modo muy incompleto la naturaleza de sus relaciones? ¿Y cómo podía ser aquel compasivo individuo —cuya ternura y cariño Sophie recordaba con tanta emoción que, de vez en cuando, mientras me hablaba, hacía llenar sus ojos de lágrimas— el mismo hombre convertido en terror viviente que yo había tenido ocasión de ver poco tiempo antes desde el umbral de la casa de Yetta?

Preferí no insistir sobre aquel tema, cosa que parecía indicarme la polícroma nube que, siguiendo su camino hacia el este, permitió que la luz nos bañara de nuevo; Sophie sonrió, como si los rayos del sol hubieran disipado su momento de melancolía y, echando las últimas migajas a Tadeusz, dijo que tenía que volver a la casa de Yetta. Me explicó, con cierto entusiasmo, que se había hecho con una fabulosa botella de borgoña para la cena de ambos y que aún tenía que ir al supermercado para comprar los correspondientes bistecs; hecho esto, añadió, se pasaría el resto de la tarde luchando tenazmente por comprender «El oso», aquel relato faulkneriano.

—Me gustaría conocer personalmente a ese señor Wiil-yam Faulkner —comentó mientras caminábamos tranquilamente de regreso a la casa— para decirle que, cuando no sabe cómo terminar una frase, pone las cosas muy difíciles para los lectores polacos. Pero ¡ah, Stingo, cómo escribe ese hombre! A veces me siento en el Misisipi. Oye, Stingo, ¿nos llevarás alguna vez al Sur, a Nathan y a mí?

La vivaz presencia de Sophie se alejó, y luego desapareció de mi mente tan pronto como hube entrado en mi habitación y, de nuevo, me sentí aturrullado por uno de aquellos pensamientos sobre Leslie Lapidus que me daban la impresión de haber sido golpeado de súbito con un martillo de fragua. Mi despiste me había hecho creer que aquella tarde, mientras las horas discurriesen una tras otra hacia nuestra cita, mi acostumbrada disciplina y mi supuesto desapego me permitirían seguir con mis ocupaciones habituales, es decir, garrapatear nuevas ideas en mi cuaderno de notas, escribir a algún amigo del Sur o, simplemente, leer medio echado en la cama. Era mucho lo que ya había ahondado en Crimen y castigo, y aunque mis ambiciones como escritor quedaban muy por debajo de la pasmosa categoría y complejidad del libro, desde hacía varias tardes me entregaba a él verdaderamente maravillado, centrada mi admiración en Raskolnikov, cuya endemoniada y sórdida carrera en San Petersburgo parecía (salvo el asesinato) muy análoga a la mía en Brooklyn. Aquella lectura me había afectado con tal fuerza que especulé —no vanamente, sino con cierta momentánea seriedad que me daba escalofríos— sobre qué consecuencias físicas y espirituales habría experimentado si también yo hubiese cometido un pequeño homicidio de tintes metapsíquicos consistente, por ejemplo, en hundir un cuchillo en el pecho de alguna inocente vieja como Yetta Zimmerman. A pesar de que el morboso talante del libro me repelía, su atractivo vencía cada tarde mis repugnancias. Fue, pues, aún mayor el tributo que pagué aquel día a la manera en que Leslie Lapidus había tomado posesión de mi intelecto y de mi mismísima voluntad, puesto que aquella tarde no leí una sola página del libro.

Ni escribí carta alguna ni anoté en mi cuaderno ninguna de las frases aforísticas —que iban de lo mordaz a lo apocalíptico, imitando, en cuanto a estilo, lo peor de Cyril Connolly y de André Gide— mediante las cuales me esforzaba por iniciar una carrera secundaria como escritor de diarios. (Hace ya tiempo, destruí muchas de estas destilaciones de mi psique juvenil, de las que guardé sólo unas cien páginas de valor nostálgico, incluidas las notas sobre Leslie y un tratado de novecientas palabras —sorprendentemente ingenioso y festivo para un diario tan lleno, por otra parte, de ansiedades, temores y pensamientos profundos— sobre las virtudes relativas, supuestos coeficientes de fricción, fragancia, etcétera, de los diferentes lubricantes que había usado en la práctica del Vicio Secreto, de entre las cuales salió ganando el producto jabonoso Copos de Marfil bien emulsionado a la temperatura del cuerpo.) No, nada de eso. Contra todos los dictados de mi conciencia y de la ética del trabajo calvinista, y aunque no estaba nada cansado, permanecí echado de espaldas en mi cama, inmovilizado como si me hallara al borde de la postración, confundido por la evidencia de que el estado febril que llegó a dominarme durante aquellos últimos días había provocado una agotadora crispación de mis músculos, y de que uno podía enfermar de verdad, incluso gravemente, a causa del éxtasis venéreo. Me había convertido en una zona erógena equivalente a la superficie total de mi cuerpo. Cada vez que pensaba en Leslie retorciéndose desnuda entre mis brazos, tal como estaría dentro de pocas horas, mi corazón daba una salvaje embestida que habría podido ser peligrosa para un hombre de más edad.

Mientras yacía en la rosácea luz de mi habitación y los minutos de la tarde se arrastraban con lentitud, se unió a mi enfermizo estado una incredulidad cercana a la demencia. Hay que recordar que mi castidad se hallaba casi intacta. No estaba sólo a punto de yacer mucho mejor que en aquel momento; me había embarcado en un viaje a Arcadia, a la Tierra Prometida, a las estrelladas regiones de terciopelo negro situadas más allá de las Pléyades. Traía de nuevo a mi memoria (¿cuántas veces había evocado su sonido?) las claras indecencias que Leslie había pronunciado y, mientras lo hacía, el visor de mi mente volvía a dar forma a cada hendedura de sus húmedos y suculentos labios, a la ortodóntica perfección de sus brillantes incisivos, incluso a una sutil mota de espuma en el borde del orificio bucal. Me parecía el más fabuloso de los sueños de un fumador de opio la casi seguridad de que, antes de que terminara aquella misma noche, en cualquier momento del circuito oriental del sol y antes de que éste volviera a salir por Sheepshead Bay, aquella boca sería… No podía permitirme tales pensamientos sobre aquella resbaladiza boca y sus inminentes empleos. A las seis en punto salté de la cama y me di una buena ducha, y luego me afeité por tercera vez desde que había comenzado el día. Por último, me vestí con mi traje de tela de algodón con listas acresponadas —el único que tenía y que había representado la sustracción de veinte dólares de mi tesoro— y salí decidido de la habitación hacia la más grande de mis aventuras.

Fuera, en el pasillo (que yo recuerde, casi todos los acontecimientos trascendentales de mi vida han ido acompañados de imágenes satélites vivamente iluminadas), Yetta Zimmerman y el pobre y elefantino Moishe Muskatblit estaban enzarzados en una violenta discusión.

—¿Usted, que pretende ser un hombre bueno, es capaz de hacerme esto? —gritaba Yetta a medias con una voz más llena de compasiva severidad que de verdadero enfado—. ¿Que le han robado en el metro? ¡Cinco semanas le he dado para pagarme el alquiler, cinco semanas de la generosidad y bondad de mi corazón, y ahora me sale con este cuento chino! ¿Cree usted, joven, que soy tan tonta e inocente como para creerme esta historia? ¡Jo!

Fue un «¡Jo!» tan incrédulo, tan lleno de desdén, que vi vacilar a Moishe con toda su sudorosa gordura dentro de su negro traje de aspecto eclesiástico.

—¡Pero si es la verdad! —insistió él. Era la primera vez que lo oía hablar, y su voz juvenil (de falsete) me pareció apropiada a la voluminosa gelatinosidad de su físico—. Le digo la verdad; me quitaron la cartera del bolsillo, en la estación del metro de la calle Bergen. —Parecía que iba a llorar—. Fue un hombre de color, un hombre de color, bajito, ¡pero cómo corría! ¡Corría tan deprisa! Desapareció escaleras arriba antes de que yo pudiese gritar. Oh, señora Zimmerman…

Otro «¡Jo!» habría sido demasiado, por lo que Yetta dijo:

—¿Debo creerme esta historia? ¿Debo creérmela aunque me la cuente un hombre que es casi un rabino? La semana pasada me dijo usted… La semana pasada me juró por lo más sagrado que dispondría de veinticinco dólares el jueves por la tarde. ¡Y ahora se descuelga con la historia del carterista! —La rechoncha mole de Yetta se echó hacia adelante con ademán belicoso pero una vez más me di cuenta de que había en su actitud más fanfarronería que amenaza—. Llevo treinta años al frente de esta casa sin haber desahuciado nunca a nadie. Estoy orgullosa de no haber echado a nadie a la calle, excepto… Sí, hay una excepción: un tío estrafalario, en 1938, al que sorprendí vestido con ropa interior de mujer. ¡Después de todo esto, si Dios no me ayuda, tendré que desalojar a un casi rabino!

—¡Por favor! —chilló Moishe, con mirada implorante.

Sintiéndome un entrometido empecé a comprimirme para escabullirme entre la pared y ambas masas, o entre las dos, y me excusé con un murmullo cuando Yetta me dijo:

—Vaya, vaya… ¿Adónde va usted, Romeo?

Pensé que aquello se debía a mi traje, recién lavado y ligeramente almidonado, a mi pelo emplastado y sobre todo, sin duda, a la loción Royal Lyme para después del afeitado con la que —recordé de pronto— me había rociado tan generosamente que olía como un jardín tropical. Sonreí, no dije nada y seguí comprimiéndome, deseoso de escapar tanto a la disputa como a la atención vagamente sensual de Yetta.

—Apostaría a que, esta noche, una afortunada muchacha va a convertir su sueño en realidad —dijo ella, ahogando una risotada.

Hice revolotear una amistosa mano con dirección a Yetta y, mirando disimuladamente de reojo al acobardado y afligido Muskatblit, me zambullí en el agradable anochecer de junio. Mientras me apresuraba escaleras abajo para dirigirme al metro, aún pude oír, por encima de las débiles protestas del insolvente inquilino, la áspera y grave voz femenina que seguía con su furioso parloteo, aunque con una paciente y tolerante bajada de tono que me sugirió, mientras se perdía detrás de mí, que era muy poco probable que echara a Moishe del Palacio Rosado. Sólo faltó aquello para acabarme de convencer de que Yetta era una buena mujer; buena de veras.

Sin embargo, el intenso sabor judío de la escena —semejante al recitado de una ópera cómica yiddish— me hizo sentir cierta aprensión sobre otro aspecto de mi fogosa cita con Leslie. Meciéndome hacia el norte en un vagón del metro agradablemente vacío, intenté aturdido leer un número del Eagle de Brooklyn, con sus preocupaciones parroquiales, pero abandoné el esfuerzo, y al ponerme a pensar de nuevo en Leslie se me ocurrió que mis pies nunca habían cruzado el umbral de un hogar judío. ¿Cómo sería? Me hice ésta y otras preguntas. De pronto pensé, preocupado, si iría vestido adecuadamente y, aunque fugazmente, se me presentó el dilema de si habría debido llevar sombrero o no. «No, por supuesto», me dije para tranquilizarme. Eso era sólo en la sinagoga (¿o no?), y cruzó como un rayo por mi mente el sencillo templo de ladrillo amarillo que albergaba la Congregación Rodef Sholem en mi ciudad natal de Virginia. Situada al otro lado de la calle, sólo un poco más abajo de la iglesia presbiteriana —igualmente sencilla en su estilo arquitectónico religioso, floreciente en Norteamérica durante los años treinta, con los rasgos dominantes de su lóbrego color de fango y la piedra pómez y la pizarra empleadas en su construcción— donde de niño, y ya camino de convertirme en muchacho, observaba mis devociones dominicales, la silenciosa sinagoga aislada del exterior por contraventanas, con sus severos portales de hierro colado y la estrella de David tallada, en su intimidante quietud parecía representar para mí cuanto pudiese haber de aislado, misterioso e incluso sobrenatural en los judíos y la judería, así como en su oscura y cabalística religión.

Podría parecer extraño, pero los judíos en sí no me resultaban tan enigmáticos. En los distintos niveles externos de la vida civil de aquella activa ciudad sureña, los judíos eran asimilados totalmente y de buen grado, y se convertían en unos participantes excepcionales: comerciantes, médicos, abogados…, todo el espectro de la vida burguesa. El teniente de alcalde era judío, y la gran escuela superior local estaba ejemplarmente orgullosa de sus equipos casi siempre ganadores y de su rara avis, una hábil y atlética entrenadora de baloncesto judía. Y también me daba cuenta de que los judíos parecían adquirir otra personalidad o manera de ser. Era precisamente fuera de la clara luz del día y el bullicio de los negocios, en que los judíos desaparecían para encerrarse en su cuarentena y en el aislamiento de su siniestro culto asiático —con la oscura sospecha de incienso, cuernos de carnero, ofrendas con sacrificios, tamboriles, mujeres veladas, lúgubres himnos y fúnebres lamentos en una lengua muerta—, donde la confusión comenzaba para un muchacho presbiteriano de once años.

Era demasiado joven, supongo, y demasiado ignorante, para establecer el necesario vínculo entre el judaísmo y el cristianismo. Del mismo modo, no podía darme cuenta de la grosera paradoja —hoy, naturalmente, obvia para mí— de que, después de la Escuela Dominical, me quedara contemplando, pestañeante, el sombrío y siniestro tabernáculo del otro lado de la calle (aturdido mi pequeño cerebro con el episodio pasmosamente aburrido del Libro del Levítico que me había hecho tragar, con su lectura, un pudoroso correligionario llamado McGehee, cuyos antecesores de los tiempos de Moisés adoraban árboles y aullaban a la luna en la escocesa isla de Skye) tras haber absorbido un capítulo de la antigua historia, imperecedera y siempre irrevelada, de la misma gente cuya casa de oraciones yo observaba con profundo recelo y con estremecido e indefinible temor. Abraham e Isaac sólo me inspiraban pensamientos lúgubres. ¡Dios mío, qué cosas más inconfesables debían de suceder en aquel sagrado lugar pagano! Y también durante los sábados, mientras los gentiles segaban sus campos o compraban en el gran almacén de Sol Nachman. Como joven lector de la Biblia, sabía a la vez mucho y muy poco sobre los hebreos, por lo que aún no estaba en condiciones de tener una imagen clara de lo que pasaba en la Congregación Rodef Sholem. Mi fantasía infantil me hacía pensar que tocaban el shofar —o, dicho de otro modo, soplaban un cuerno de carnero—, cuyas rudas notas sonaban hasta un lugar permanentemente oscuro donde se hallaba una carcomida y vieja arca y un montón de rollos de pergamino. Mujeres encorvadas que sólo habían comido aquel día lo permitido por su religión, y que llevaban la cara cubierta y vestían camisas de pelo, sollozaban ruidosamente. No se cantaban himnos animosos; sólo monótonas cantinelas en las que se repetía con desapacible insistencia una palabra que sonaba como «adenoides». Espectrales y huesosas filacterias se agitaban en la oscuridad como pájaros prehistóricos y, por todas partes, rabinos con sus casquetes murmurando en una lengua gutural mientras se disponían a iniciar sus salvajes ritos: circuncisión de machos cabríos, quema de bueyes y destripamiento de corderos recién nacidos. ¿Qué otra cosa podía pensar un muchacho tras un empacho de Levítico? No podía comprender cómo mi adorada Miriam Bookbinder, o Julie Conn, la grácil entrenadora de baloncesto de la escuela superior a quien todos idolatraban, pudiera sobrevivir a tal ambiente sabático.

En Nueva York, diez años después, me hallaba más libre de aquellas falsas apreciaciones, pero no lo suficiente para no sentir una cierta aprensión ante lo que podría hallar en casa de los Lapidus en mi primera visita a un hogar judío. Poco antes de bajar del metro en Brooklyn Heights, me encontré especulando sobre los atributos físicos de la casa que estaba a punto de visitar, y —como con la sinagoga en otros tiempos— abundaron en mis pensamientos las asociaciones con la oscuridad y la lobreguez. No era ahora la excéntrica fantasía de mi niñez. No preveía nada tan sombrío y glacial como los mugrientos pisos de casas situadas junto a la vía del ferrocarril, que había visto descritos en ciertas historias de la vida de una ciudad judía en los años veinte o treinta; sabía que la familia Lapidus tenía que encontrarse a años luz de los barrios bajos y de esas aldeas judías llamadas shtetl. Sin embargo, es tanto el poder de la prevención y el prejuicio largamente mantenidos que, sin el menor indicio en que basarme, esperaba, como digo, hallarme en una morada de sombría e incluso fúnebre opresión. Veía oscuras habitaciones revestidas de nogal oscuro y llenas de muebles de roble del antipático estilo mission, imitación del de las misiones españolas decimonónicas en California; sobre una mesa se encontraría el Menorah[7] con sus velas, pero apagadas, y no lejos, encima de otra mesa, estaría la Torah, o tal vez el Talmud, abierto en una página recién leída con piadosa atención por el viejo Lapidus. Aunque escrupulosamente limpia, la casa olería a cerrado y estaría falta de ventilación, por lo que llegaría hasta mí el olor del pescado relleno que se estaría friendo en la cocina; aquí, una rápida mirada mía podría descubrir a una vieja con la cabeza cubierta por un pañuelo —la abuela de Leslie— que sonreiría ante la sartén, pero que no diría nada por no hablar inglés en absoluto. La mayoría de los muebles de la sala de estar serían cromados, semejantes a los de una clínica de reposo. Preveía una cierta dificultad cuando hablase con los padres de Leslie: la madre, patéticamente gruesa, como sucede con todas las madres judías, se mostraría tímida y recelosa y guardaría casi completo silencio; el padre sería más abierto y agradable, pero capaz de hablar sólo de su negocio —plásticos inyectados— con una voz fuertemente influida por los sonidos palatales de su lengua materna. Sorberíamos Manischewitz y mordisquearíamos un poco de halvah, mientras mis maltratadas papilas gustativas estarían ansiando desesperadamente una botella de Schlitz. Y, volviendo al vagón del metro que me conducía a todo aquello, mi principal y acuciante preocupación, otra vez en primer plano —¿dónde, exactamente en qué habitación, sobre qué cama o diván de aquel entorno tan reprimido y puritano cumpliríamos Leslie y yo nuestro glorioso pacto?—, fue de pronto interrumpida cuando el metro llegó estruendosamente a la estación de la calle Clark.

No quisiera exagerar mi primera impresión ante la visión de la casa de los Lapidus, ni su verdadero aspecto en contraste con mis conclusiones anticipadas. Pero lo cierto es que la casa en que vivía Leslie (y, después de los muchos años transcurridos, conservo su imagen tan brillante como un centavo de cobre recién acuñado) era tan sorprendentemente suntuosa que pasé varias veces por delante de ella sin detenerme. No podía concebir que aquella mansión de la calle Pierrepont correspondiera realmente al número que Leslie me había dado. Cuando, por fin, la identifiqué sin lugar a dudas, me paré frente a ella lleno de admiración. El edificio, un caserón de arenisca oscura cuyo estilo imitaba el griego clásico, estaba algo separado de la calle por una zona de césped atravesada por un serpenteante camino particular para coches. Vi en él un hermoso y limpio sedán Cadillac de color marrón oscuro: su impecable aspecto delataba el esmero con que era cuidado, hasta el punto de que bien podría haberse exhibido en una exposición.

Me quedé plantado un buen rato en el mismo sitio, es decir, en la acera de la civilizada avenida bordeada de árboles, empapándome de aquella auténtica e inspirada elegancia. Brillaban suavemente varias luces en el interior de la casa, ya envuelta en la penumbra del anochecer, como un conjunto que irradiaba tal armonía que me hizo recordar de súbito algunas de las residencias que se alzaban a lo largo de la Monument Avenue, allá en Richmond. Entonces, en un arranque de vulgaridad, se me ocurrió que aquella imagen podría haber sido un anuncio de esos que aparecen en las revistas de páginas satinadas para anunciar coches de categoría, whisky, diamantes o cualquier otra cosa que sugiera un refinamiento exquisito y extremadamente caro. Pero sobre todo, la casa trajo a mi memoria la elegante y aún bella capital de la Confederación: una asociación no muy acertada, quizá, pero que fue subrayada, en rápida sucesión, por el jinete negro de hierro colado medio inclinado que me sonrió con sus sonrosados labios cuando me acerqué al pórtico, y por el gracioso comportamiento de la doncella que me hizo entrar. Esplendorosamente negra, uniformada con volantes y fruncidos, me habló en un acento que mi oído, infaliblemente orientado, pudo identificar como perteneciente a la región situada entre el río Roanoke y Currituck County, en la parte alta del este de Carolina del Norte, justo al sur de la frontera de Virginia. Al preguntárselo, me lo confirmó diciendo que, en efecto, era del villorrio de South Mills «en el mismísimo ombligo», según ella dijo —o sea, en el centro—, de la zona pantanosa conocida por Dismal Swamp. Aún riendo ahogadamente por el ingenio que yo había demostrado en localizar su lugar de procedencia, hizo girar los ojos y dijo:

—¡Adelante!

Luego, esforzándose por recuperar la compostura, frunció los labios y murmuró con una voz ligeramente yanquificada:

—La señorita La-piidus vendrá enseguida.

Yo, tras la cantidad de cerveza cara que había bebido horas antes, me sentía un poco alumbrado. Después, Minnie (que así se llamaba, como supe más tarde, la vivaracha negrita) me condujo a una enorme sala de estar de nacarada blancura de ostra, llena de voluptuosos sofás, majestuosas otomanas y sillones tan cómodos que su solo aspecto resultaba pecaminoso. Todos estos muebles estaban distribuidos sobre una mullida y espesa alfombra que ocupaba toda la estancia y que era también blanca, sin la menor mancha ni indicio de suciedad. Había librerías por todas partes, llenas de toda clase de volúmenes (verdaderos libros, nuevos y antiguos, muchos de los cuales parecían, por su aspecto ligeramente sobado, haber sido leídos). Me arrellané profundamente en un sillón de cremosa piel de ante plantado entre un etéreo Bonnard y un estudio de Degas que mostraba a unos músicos durante el ensayo. El Degas me resultó familiar al instante, pero no podía decir con exactitud de dónde lo conocía… hasta que, de pronto, recordé haberlo visto reproducido en un sello de correos de la República Francesa que formaba parte de la colección filatélica que reuní en los últimos tiempos de mi niñez. «¡Dios mío!», fue todo lo que pude pensar.

Por supuesto, me había hallado todo el día en un estado de semiexcitación erótica. Al mismo tiempo, no estaba preparado en absoluto para tal opulencia, que mis provincianos ojos sólo habían vislumbrado en la página del New Yorker y en el cine, pero que nunca habían presenciado realmente. Aquel choque cultural —una súbita fusión de la libido con una violenta impresión de sucio pero bien gastado lucro— me hizo experimentar una perturbadora mezcla de sensaciones durante el rato que permanecí allí sentado: aceleración del pulso, marcada intensificación de mi febril estado, súbita salivación y, finalmente, una espontánea y exorbitante erección contra mis calzoncillos Hanes Jockey que me duraría toda la noche en cualquier posición que me encontrase: sentado, de pie, y hasta andando, con cierta dificultad, entre la multitud de comensales en Gage & Tollner’s, restaurante adonde más tarde llevé a cenar a Leslie. Mi equiparación temporal con un semental fue un fenómeno relacionado con mi extrema juventud que raras veces vi reaparecer (y nunca con tanta duración después de los treinta años de edad). Anteriormente había experimentado varias veces este priapismo, pero nunca con tanta intensidad y jamás en circunstancias que no fuesen exclusivamente sexuales. (Digno de mención es el caso en que me encontré a mis dieciséis años en un baile de la escuela, cuando una de las arteras coquetas que he mencionado —de las cuales Leslie era afortunadamente la antítesis— me hizo pasar por todos sus fraudulentos trucos: lanzándome el aliento al cuello casi rozándolo con sus labios, haciéndome cosquillas en la sudorosa palma de la mano con la punta de los dedos, e insinuando su ingle cubierta de raso contra mi entrepierna con una osadía tan decidida, aunque disimulada, que sólo la fuerza de voluntad propia de un santo, tras varias horas de estas triquiñuelas, me permitió apartarme de la empalagosa vampiresita para sumergirme en la noche con mi irreductible hinchazón.) Pero en casa de los Lapidus no fue necesaria tal exasperación corporal. Allí bastó que se combinaran la idea de la inminente aparición de Leslie con el excitante convencimiento —lo confieso sin vergüenza— de aquella plenitud pecuniaria. También pecaría de falta de franqueza si no admitiera que a la dulce perspectiva de la cópula yo añadía la fugaz imagen del matrimonio, si las cosas seguían aquel derrotero.

No tardaría en enterarme, de manera casual —por Leslie y por un amigo de media edad de los Lapidus, un tal señor Ben Field, que llegó con su esposa aquella misma noche casi pisándome los talones—, que la fortuna de los Lapidus provenía de un simple trozo de plástico no mayor que el índice de un niño o que el vermiforme apéndice de un adulto. Bernard Lapidus, según dijo el señor Field mientras acariciaba su puro Chivas Regal, había prosperado durante la Depresión, en los años treinta, fabricando ceniceros de plástico. Estos ceniceros —ampliaría más tarde Leslie— eran del tipo con que todo el mundo estaba familiarizado: generalmente negros, circulares y estampados con inscripciones como STORK CLUB, «21», EL MOROCCO o, con caracteres más plebeyos: CASA BETTY o BAR JOE. Eran muchos los que robaban estos ceniceros, por lo que la demanda que así se producía era interminable. Durante aquellos años, el señor Lapidus fabricó los ceniceros por centenares de miles, y el funcionamiento de su pequeña fábrica de Long Island le permitió vivir confortablemente con su familia, primero en Crown Heights y luego en uno de los barrios selectos de Flatbush. Fue la Segunda Guerra Mundial lo que le trajo la transición de la mera prosperidad al suntuoso lujo de la mansión de la calle Pierrepont, del Bonnard y del Degas (y del paisaje de Pissarro que pronto vería: la vista de una callejuela de los suburbios del París del siglo XIX, una mezcla tan lograda de serenidad y belleza que se me hizo un nudo en la garganta).

—Poco antes de Pearl Harbor —siguió contando el señor Field con su instructivo tono—, el gobierno federal abrió un concurso entre los industriales de plástico inyectado para la fabricación de un insignificante objeto de apenas diez centímetros de longitud y de forma irregular, con una protuberancia en un extremo que debía encajar con absoluta precisión en una abertura de la misma forma, pero invertida.

Su valor era de una fracción de centavo, pero como el contrato, que el señor Lapidus consiguió, exigía su producción por decenas de millones, aquel chisme representó para él una nueva Golconda, una nueva fuente de enormes ingresos: era un componente esencial dé la espoleta de las granadas de artillería de setenta y cinco milímetros disparadas por el ejército y la Marina durante la Segunda Guerra Mundial. En el suntuoso cuarto de baño que más tarde tuve necesidad de visitar, había una réplica de aquella pequeña pieza de resina polímera (pues éste era el material, según me dijo el señor Field, de que estaba hecha) enmarcada detrás de un cristal y colgada en una pared. Aturdido, la contemplé durante un largo rato, pensando en las innumerables legiones de japoneses y alemanes que habían sido mandados a las dulzuras de la otra vida gracias a la existencia de aquel chirimbolo, fabricado con tan mezquino material y una forma tan desagradable a la sombra del puente de Queensboro. La reproducción que tenía delante era de oro de dieciocho quilates, y su presencia era la única nota de mal gusto que podía observarse en la casa. Cosa disculpable, sin embargo, aquel año, en que el fresco olor de la victoria aún llenaba el ambiente norteamericano. Leslie, más tarde, se referiría a él llamándolo «el Gusano» preguntándome si no me recordaba «un espermatozoide gordo» (imagen impresionante, pero estremecedoramente contradictoria, si se considera la función aniquiladora del Gusano). Hablaríamos de esto filosóficamente y con cierta extensión, pero al final, y de la manera más inofensiva, la muchacha mostraría una actitud más bien despreocupada hacia el origen de la riqueza de su familia, haciendo la observación de que no podía negarse que «el Gusano nos ayudó a comprar algunos impresionistas franceses estupendos».

Por fin apareció Leslie, hermosa y rubicunda, con un vestido negro de punto que se adhería y adaptaba a sus ondulantes redondeces de un modo dolorosamente atractivo. Me dio un húmedo beso en la mejilla, momento en que noté los efluvios de una inocente agua de tocador que olía a algo tan fresco como un narciso y que, por alguna razón, la hacía tres veces más excitante que las calientapollas que había conocido en Tidewater, aquellas absurdas vírgenes empapadas de su almizcleño perfume de odaliscas. Esto era clase, verdadera clase judía. Una chica con suficiente seguridad para vestir de aquella manera no podía ignorar en absoluto lo que era la sexualidad. Poco después se unieron a nosotros los padres de Leslie: un hombre de cincuenta años y pico, pulcro, bronceado por el sol y de mirada zorruna, aunque agradable, y una bella mujer de pelo ambarino y de aspecto tan joven que parecía la hermana mayor de Leslie. Por eso me costó creer a Leslie cuando, más tarde, me dijo que su madre había terminado los estudios en la escuela superior femenina Barnard el año 1922.

El señor y la señora Lapidus se quedaron apenas lo suficiente para que yo pudiera tener una ligera impresión de ellos. Una impresión —de cierto grado de cultura y buenas maneras expresadas con naturalidad en un ambiente sofisticado— que me hizo avergonzar de mi burda ignorancia y de la disparatada y simplista premonición de sordidez material y espiritual a que me había entregado en el metro. Claro que sabía tan poco, al fin y al cabo, sobre ese mundo urbano de más arriba del Potomac, con sus complejidades y rompecabezas étnicos… Equivocadamente, había creído que iba a encontrar una vulgaridad estereotipada, previendo que el padre de Leslie sería alguien como Schlepperman (el cómico judío del programa radiofónico de Jack Benny, con su acento de la Séptima Avenida y una infinidad de solecismos). En cambio, descubría a un patricio de habla suave, perfectamente identificado con su suntuoso entorno, cuya voz poseía las claras y agradables vocales y la delicada languidez de Harvard, universidad por la que según supe después se había licenciado en química con summa cum laude, lo que más tarde le permitió producir el victorioso Gusano. Tomé un trago de la excelente cerveza danesa que me habían servido. Como he dicho todavía estaba un poco bebido, y me sentí feliz…, feliz y satisfecho de ver que aquella realidad era muy superior a cuanto me había imaginado. Luego vino otra maravillosa y agradable revelación. Mientras la conversación seguía su curso en la amable noche, comencé a darme cuenta de que el señor y la señora Field habían venido a reunirse con los padres de Leslie para pasar un largo fin de semana en la casa de verano que los Lapidus poseían en Jersey. De hecho el grupo no tardaría en marcharse en el Cadillac marrón. Vi, pues, que Leslie y yo nos quedaríamos solos, lo que nos permitiría retozar a nuestro antojo. Mi copa estaba colmada, sí, y su contenido se derramaba, y fluía como un río por la inmaculada alfombra, y atravesaba la puerta de la casa, y corría calle Pierrepont abajo, a punto de atravesar todas las fronteras carnales de Brooklyn. Un fin de semana solo con Leslie…

Pero pasaría aún una media hora antes de que los Lapidus y los Field subiesen al Cadillac y partieran en dirección a Asbury Park. Entretanto, se hablaba de trivialidades. Al igual que mi anfitrión, el señor Field era un coleccionista de obras de arte, por lo que la conversación giraba sobre el tema de sus próximas adquisiciones. El señor Field se había prendado de un Monet en Montreal y creía que podría hacerse con él por treinta, con un poco de suerte. Por unos segundos, mi espina dorsal se convirtió en un carámbano. Era la primera vez que oía a alguien de carne y hueso (tan distinto de cualquier personaje cinematográfico…) decir «treinta» como abreviación de «treinta mil». Pero la suerte me reservaba aún otra sorpresa. En aquel punto se mencionó el Pissarro, y, como yo no lo había visto, Leslie saltó del sofá y me dijo que me acompañaría a verlo. Juntos, fuimos hacia la parte trasera de la casa hasta encontrarnos en lo que, con toda evidencia, era el comedor. Allí, la deliciosa visión —una tranquila tarde de verano en la que las verdes vides se mezclaban con unas ruinosas paredes y la eternidad— captaba la última y oblicua luz del verano. Mi reacción fue totalmente espontánea:

—¡Qué hermoso! —me oí susurrar.

—¿Verdad que es fantástico? —dijo Leslie.

Una al lado del otro, contemplábamos el paisaje. En la oscuridad sólo rota por la iluminación particular del cuadro, su cara estaba tan cerca de la mía que yo notaba la pegajosa fragancia del jerez que había bebido. De pronto, su lengua se coló en mi boca. A decir verdad, yo no había dirigido ninguna invitación a aquel prodigio de lengua; sólo me había vuelto hacia Leslie para observarla, esperando que la expresión de deleite estético que pudiera descubrir en su rostro correspondiera a la que yo sentía en el mío. Pero no pude ni vislumbrar su cara, tal fue la increíble rapidez con que aquella lengua se me adelantó. Sumergida en mi boca abierta de sorpresa y retorciéndose en ella como un raro animal marino, casi me dejó sin resuello mientras parecía buscar un punto inalcanzable cerca de mi campanilla; se meneaba, pulsaba y se contorsionaba para barrer una y otra vez mi bóveda bucal; creo que, por lo menos una vez, dio la vuelta completa sobre sí misma. Resbaladiza como un delfín, menos húmeda que deliciosamente mucilaginosa y con sabor a amontillado, tuvo por sí sola la fuerza suficiente para echarme hacia atrás, contra la jamba de una puerta, donde me mantuve apoyado, indefenso y con los ojos fuertemente cerrados, en espera de que terminara aquel éxtasis lingual. No sé lo que aquello duró, pero cuando por fin se me ocurrió corresponder, o intentar hacerlo, y comencé a desenvainar mi lengua con un sonido gutural sentí que la suya se encogía como una vejiga deshinchada y que su boca se separaba de la mía; apretó, sin embargo, su cara contra mi mejilla y me dijo en un tono agitado:

—No podemos, ahora.

Me pareció sentirla temblar, pero lo que no podía negarse era la pesadez de su respiración. La rodeé fuertemente con mis brazos y murmuré:

—Oh, Leslie… Les…

Era todo lo que podía decir, dadas las circunstancias.

Entonces se deshizo de mi abrazo.

La sonrisa entre dientes que exhibió después me pareció algo inadecuada a nuestra turbulenta emoción, pero su voz adquirió un tono suave, divertido e incluso fútil que, por lo que parecía significar, casi me enloqueció de deseo. Era el tono que ya conocía, aunque aflautado esta vez con una vibración más dulce; con un susurro casi inaudible y mirándome con fijeza, me dijo:

—Sí, joder… Hacer una buena follada…

Luego se volvió y regresó a la sala de estar.

Poco después, habiéndome refugiado en un cuarto de baño estilo Habsburgo con un techo de catedral y la grifería de oro, busqué en mi cartera y cogí un preservativo prelubricado que asomaba por un extremo de su envoltura de delgada chapa metálica y lo metí en uno de los bolsillos laterales de mi chaqueta, bien a mano, procurando recuperar, entretanto, mi compostura frente a un amplísimo espejo en cuyo marco revoloteaban innumerables querubines de oro. Pude quitarme las manchas de lápiz de labios que me ensuciaban la cara, una cara que, con gran desaliento por mi parte, tenía el color cereza propio de un acceso de fiebre de cuarenta y dos grados. Nada podía hacer contra aquello, pero en cambio me tranquilizó comprobar que mi chaqueta de algodón, aunque pasada de moda y un poco más larga de lo que entonces se llevaba, tenía el mérito de ocultar, con mayor o menor éxito, la bragueta de mis pantalones y la intransigente rigidez que encerraban.

¿Habrían debido preocuparme, por inoportunas, las palabras que pronunció el padre de Leslie unos minutos después? Mientras nos despedíamos de los Lapidus y los Field en el camino particular de grava, el señor Lapidus besó a su hija y le dijo tiernamente, casi murmurando:

—Serás buena, ¿verdad, mi princesita?

Tendría que dejar pasar años, y estudiar bien la sociología judía, además de leer libros como Adiós, Columbus y Marjorie Momingstar para llegar a conocer la existencia de la arquetípica princesa judía, su modus vivendi y su significado en el orden de las cosas. Pero en aquel momento, la palabra «princesa» no tenía para mí otro sentido que el de una broma cariñosa; me estaba riendo interiormente de aquel «Serás buena» cuando el Cadillac, con sus parpadeantes luces traseras, desapareció en la oscuridad. Con todo, cuando nos quedamos solos noté algo en la actitud de Leslie —supongo que podría llamarse superficialidad— que me dijo que era necesaria cierta calma; y esto a pesar de la presión interna a que habíamos ya llegado y de su furiosa invasión de mi boca, la cual, de repente, volvía a tener sed de más lengua.

Me atreví resueltamente con Leslie, tan pronto como nos hallamos de nuevo en la parte interior de la puerta principal, intentando rodearle la cintura con mi brazo, pero ella se escabulló con una tintineante sonrisita y con la observación —demasiado enigmática para que yo pudiera comprender su exacto significado— de que «con prisa, mal se guisa». Sin embargo, no me desagradaba —estaba más que deseoso de ello— que Leslie asumiera el control de nuestra mutua estrategia, que estableciera el cronometraje y el ritmo de nuestra velada permitiendo así que los acontecimientos avanzaran en armónicas gradaciones hasta el gran crescendo, por apasionada que fuera, por anhelante que se sintiese, por más que su ardiente deseo igualara el mío, Leslie no era, al fin y al cabo, tan rudamente puerca como para que yo pudiese invocar el derecho a poseerla entonces y allí mismo, sobre la alfombra que cubría toda la estancia. Mi instinto me decía que, a pesar de sus ansias y de su reciente abandono, quería ser mimada, halagada y seducida como cualquier otra mujer, lo cual me encantaba, puesto que la naturaleza había programado las cosas de aquella manera precisamente para aumentar también el deleite del hombre. Me hallaba, pues, muy bien dispuesto a tener paciencia y a esperar el momento oportuno. Por ello no me sentí en absoluto contrariado cuando, sentado más bien remilgadamente junto a Leslie y debajo del Degas, entró Minnie trayendo champán y (una de las varias cosas que iba a saborear aquella noche por primera vez) caviar fresco de esturión blanco. Esto provocó unos momentos de broma entre Minnie y yo, un pequeño diálogo de sabor sureño que, como era de esperar, Leslie encontró encantador.

Como ya he indicado, me quedé perplejo al descubrir, cuando me fui a vivir al Norte, que los neoyorquinos tendían a menudo a mirar a los del Sur con extremada hostilidad (como hizo Nathan al principio) o con divertida condescendencia, como si fuéramos una especie de bufones. Aunque yo sabía que Leslie se sentía atraída por mi lado «serio», también me consideraba dentro de esta última categoría. Casi había olvidado —hasta que Minnie reapareció— que, a los ojos de Leslie, yo era una exótica novedad; mi calidad de sureño era mi mejor arma de galanteo, por lo que la esgrimí a partir de aquel momento, y ya durante toda la velada, lo mejor que pude. La chacota que reproduzco a continuación, por ejemplo (un intercambio de palabras que veinte años más tarde nadie se habría podido imaginar), hizo que Leslie, alborozada, palmoteara sus estupendos muslos con gran regocijo.

—Minnie, me estoy muriendo por alguna comidita de allá abajo. Manduca de gente coloradota. Nada de lo que comen estos sosos comunistas del Norte.

—¡Mmmm! ¡Yo también! ¡Oh, cómo me zamparía ahora unos salmonetes bien salados! ¡Salmonetes con gachas de maíz! ¡A eso le llamo yo comer!

—¿Y qué me dice de un buen plato de judías hervidas?

—¡Vamos! —Fuertes risotadas difícilmente contenidas—. ¡No me hable usted de judías hervidas! ¡Me pone tan hambrienta que creo que voy a morirmel

Más tarde, en Gage & Tollner’s, mientras Leslie y yo cenábamos bajo luz de gas, a base de almejas y cangrejos a la imperial, me acerqué, como en ningún otro momento de mi vida, a la más pura amalgama de felicidad sensual y espiritual que pueda concebirse. Estábamos sentados, muy juntos, a una mesa situada en un rincón, lejos del bullicio de la multitud. Bebimos un extraordinario vino blanco que me avivó el ingenio y me solté de tal modo la lengua que conté a Leslie la verdadera historia de mi abuelo paterno —el que perdió un ojo y una rótula en Chancellorsville— y la falsa historia de mi tío abuelo por parte de mi madre, cuyo nombre era Mosby y que fue uno de los grandes guerrilleros de la guerra civil. Digo «falsa» porque Mosby, un coronel virginiano, no tenía conmigo el menor parentesco; la historia, sin embargo, era bastante auténtica y pintoresca, y la referí con tan atractivos adornos y desde un ángulo tan sugestivo, sin olvidar unos buenos toques de impetuosa bravura, y fue tal la manera como me recreé en cada uno de los efectos dramáticos y cómo llegué astuta y paulatinamente a un encantador y suave final, que Leslie, fulgurantes los ojos, se echó hacia adelante y me agarró la mano como lo había hecho en Coney Island; noté que la palma de la suya estaba húmeda de deseo, o al menos eso me pareció.

—Y entonces, ¿qué pasó? —me dijo, cuando yo hice una pausa para conseguir un mayor efecto.

—Pues mi tío abuelo —proseguí— llegó por fin a rodear aquella brigada de la Unión en el valle. Era de noche, y el general que la mandaba dormía en su tienda. Mosby entró en ella y, en una oscuridad total, hurgó las costillas del general y lo despertó. «¡General», le dijo, «levántese, tengo noticias de Mosby!» El general no reconoció aquella voz pero, creyendo que quien le hablaba era uno de sus hombres, se alzó de la cama y exclamó: «¡Mosby! ¿Lo ha atrapado usted?», y Mosby contestó: «¡No, señor! ¡Es él quien lo ha atrapado a usted!».

La respuesta de Leslie a esta anécdota no pudo ser más satisfactoria: un gutural alarido de contralto profundamente apreciativo que hizo volver las cabezas de cuantos se encontraban en las mesas más próximas y provocó una mirada admonitoria de un viejo camarero. Cuando la risa se hubo apagado, ambos quedamos silenciosos un momento, con la mirada fija en la copa de coñac que indicaba el final de nuestra comida. Entonces fue ella, no yo, quien sacó a colación el tema que —yo lo sabía— no había dejado de dar vueltas sin cesar tanto en su cabeza como en la mía.

—Hay algo que resulta cómico, de aquellos tiempos. Me refiero al siglo diecinueve. Quiero decir que nunca te imaginas a aquella gente jodiendo. Todos esos momentos de libros e historias, y no hay ni una palabra que indique que jodieran alguna vez.

—Victorianismo —dije yo—. Pura mojigatería.

—Algo de eso tiene que haber. Mira, yo no sé mucho sobre la guerra civil, pero siempre que pienso en aquellos tiempos…, quiero decir que alguna vez, gracias a Lo que el viento se llevó, me entrego a alguna fantasía sobre aquellos generales, aquellos jóvenes y apuestos generales del Sur, a caballo de sus corceles, con sus barbas y bigotes negros y su pelo ensortijado. Y no hablemos de aquellas preciosas muchachas con miriñaque y calzones largos… Por más que leas sobre aquella gente, siempre te quedas sin saber si jodían o no. —Hizo una pausa y me apretó la mano—. Quiero decir, ¿no te dice nada la posible imagen de una de aquellas encantadoras chicas con el miriñaque levantado, y uno de aquellos apuestos oficiales…, quiero decir, los dos, jodiendo como locos?

—Sí —dije con un repeluzno—; sí, me dice mucho: me ayuda a profundizar mi concepto de la historia.

Eran más de las diez y pedí que nos trajeran más coñac. Aún nos quedamos otra hora más, durante la cual Leslie, como en Coney Island, con suavidad pero de modo irresistible, cogió el timón de la conversación, conduciéndonos hacia turbios remansos e insondables lagunas en que yo nunca me había aventurado con una mujer. Mencionaba a menudo a su psicoanalista, quien según decía le había permitido acceder a la conciencia de su yo primitivo y, algo más importante todavía, percatarse de su energía sexual, la cual no sólo había requerido que se le abriera paso y que fuese liberada para ponerse en marcha en ella de modo saludablemente bruto (su propia palabra), con la perfección con que la notaba ahora en su interior. Mientras ella estaba hablando, a mí el benigno coñac me había permitido pasar, suavísimamente, la yema de mis dedos por el borde de sus expresivos labios, de un bermellón con brillo de plata gracias a su lápiz labial.

—Era tan poca cosa, yo, antes de recurrir al psicoanálisis… —dijo con un suspiro—. Excesivamente intelectual, sin la menor conciencia de mi relación con mi cuerpo, con la sabiduría que mi cuerpo podía darme… Sin conciencia de mi chumino, sin conciencia de mi maravilloso botoncito, sin conciencia de nada. ¿Has leído El amante de lady Chatterley, de D. H. Lawrence?

Tuve que decir que no. Era un libro cuya lectura había tenido que demorar, pues, por encontrarse encarcelado —como un vesánico estrangulador— detrás de los alambres de las estanterías cerradas con llave de la biblioteca de la universidad, no tuve acceso a él.

—Léelo —me dijo, con voz de pronto ronca e intensa—, léelo, por tu salvación. Una amiga mía pasó uno de matute al venir de Francia; te lo prestaré. Lawrence es la respuesta… Ah, sabe tanto de todo eso del joder… Dice que cuando jodes te trasladas al mundo de los dioses oscuros. —Al decir estas palabras me estrechó la mano, que quedó entrelazada con la suya a escasos milímetros de la tumefacción de mi entrepierna, y clavó sus ojos en los míos con una mirada tan llena de pasión y certidumbre que tuve que recurrir a todo el dominio de mí mismo para evitar, en aquel mismo instante, un abrazo a lo bruto en público—. Ah, Stingo —recalcó—, te lo digo en serio: joder es trasladarse al mundo de los dioses oscuros.

—Entonces, vamos a ese mundo de los dioses oscuros —dije, prácticamente descontrolado, mientras hacía una señal al camarero para que me trajese la cuenta.

Algunas páginas atrás he citado a André Gide, cuyos diarios personales yo intentaba emular. Cuando estudiaba en la Universidad Duke leí al maestro, con dificultades, en francés. Admiraba sus diarios desordenadamente, y consideraba la probidad y la implacable autodisección de Gide como parte de una de las hazañas verdaderamente triunfantes de la civilizada mente del siglo XX. En mi diario, al comienzo de la última parte de mi crónica sobre Leslie Lapidus —una Semana de Pasión, advertí más tarde, que empezó con aquel triunfal domingo en Coney Island y terminó con mi crucifixión en la madrugada del viernes, allí en la calle Pierrepont—, tuve presente a Gide y parafraseé de memoria algunos de sus ejemplares pensamientos y observaciones. No quiero insistir aquí sobre este pasaje, excepto para señalar la admiración que expresé entonces por escrito, no sólo por las terribles humillaciones que Gide fue capaz de soportar, sino por la valiente honestidad con que pareció siempre determinado a registrarlas: cuanto más catastróficas eran sus humillaciones o frustraciones, subrayé, más purificado y luminoso era el relato de Gide en su Journal (una catarsis en la que también el lector podía participar). Aunque no lo recuerdo con certeza, debió de ser una catarsis de la misma clase lo que intenté conseguir en aquella última parte sobre Leslie, la que ahora incluyo aquí omitiendo mi meditación preliminar sobre Gide. Pero debo añadir que sucedió algo curioso con aquellas páginas. No mucho después de haberlas escrito, desesperado, debí de arrancarlas del libro —parecido a un libro mayor de contabilidad— en que yo llevaba mi diario y meterlas, formando un fajo mal doblado, entre las últimas hojas del propio libro; tuve la suerte de encontrar casualmente dichas anotaciones cuando estaba creando de nuevo el desenlace de aquella necia payasada. Lo que también sorprende es el tipo de escritura que aparece en aquellas hojas: no la letra plácida y legible de colegial con que solía escribir, sino un salvaje y precipitado garrapateo indicador de la atropellada velocidad de mis trastornadas emociones. Sin embargo, el estilo, como puede verse ahora, posee una tranquilidad, una mordaz ironía que el mismo André Gide habría tal vez admirado si hubiera podido leer con atención estas humilladas páginas:

Tengo ahora suficiente experiencia para prever lo que me sucederá tan pronto como entremos en el taxi después de dejar Gage & Tollner’s. Naturalmente, me encuentro en aquel momento tan fuera de mí por culpa de la cochina lujuria que envuelvo a Leslie con mis brazos antes de que arranque el coche. En el acto, tiene lugar la repetición de lo ocurrido cuando fuimos a ver el Pissarro. Su saqueadora lengua vuelve a estar dentro de mi boca como un sábalo que se agitase aguas arriba para salvar su preciosa vida. Nunca hubiera creído que esta manera de besar fuera tan descomunal, tan expansiva. Pero es obvio que ha llegado el momento de que yo ejecute mi papel, y así lo hago. Mientras bajamos por la calle Fulton le correspondo «dándole la lengua», cosa que visiblemente no le desagrada, pues responde con pequeños gemidos y estremecimientos. Al llegar a este punto, estoy tan caliente que hago algo que siempre quise hacer, allá en Virginia, al besar a una chica, pero a lo que nunca me atreví por sus escandalosas connotaciones. Lo que hago es mover lenta y rítmicamente la lengua hacia dentro y hacia fuera de su boca con largos y copulatorios movimientos, ad libitum. Esto hace gemir de nuevo a Leslie, que aparta sus labios lo justo para decir: «¡Dios mío! ¡Qué vas a pensar que pienso!». Esta recatada y extraña exclamación no me desanima, pero me desconcierta a medias. Es imposible describir mi estado en ese momento. Poseído de una especie de frenesí controlado, decido que ha llegado el instante de empezar a avanzar de veras. Así pues, con gran delicadeza deslizo la mano hacia arriba de modo que me permita recoger en su oquedad la parte inferior de su delicioso pecho izquierdo, o derecho; ahora no recuerdo cuál. Y en este instante, con una incredulidad casi total por mi parte, con una firmeza y una decisión por la de ella que vencen mi delicada cautela, coloca su brazo en una posición protectora que significa claramente: «No te propases». Su actitud es desconcertante, tanto que pienso que uno de nosotros ha cometido un error, que ha fallado nuestro sistema de señales, que ella ha querido gastarme una broma (una broma pesada) o algo por el estilo. Por lo tanto, poco después, con mi lengua todavía hurgando en su gaznate y sin que ella haya dejado de gemir, avanzo la mano hacia su otra teta. ¡Wham! Lo mismo de la otra vez: el súbito movimiento de protección, el brazo que baja, lanzado, como una de esas barreras de los pasos a nivel ferroviarios. «¡Prohibido el paso!» Es realmente increíble.

(Estoy escribiendo a las ocho de la noche, viernes. Consulto mi Manual Merck. Ateniéndome a lo que dice el Merck, es casi seguro que sufro un grave caso de «glositis aguda», una inflamación de la superficie de la lengua que es de origen traumático, pero sin duda agravada por las bacterias, virus y toxicidades de toda clase adquiridas durante cinco o seis horas de un intercambio salival sin precedentes en la historia de mi boca, y supongo que en la de nadie. El Merck me informa de que este estado es pasajero, y de que se remedia con un descanso total de la lengua, cosa que es bueno saber, pues parece que comer algo o beber más de unos sorbos de cerveza equivaldría a un suicidio. Pronto caerá la noche, estoy escribiendo solo, en mi cuarto de la casa de Yetta. No puedo ni siquiera soportar la presencia de Sophie o de Nathan. A decir verdad, sufro una desolación y una desilusión que nunca habría creído posible.)

Volvamos a mi pugna en el taxi. Naturalmente, aunque sólo sea para conservar la razón, he de pensar en algún motivo que explique justificadamente la extraña conducta de Leslie. Es comprensible, considero, que Les, lógica y simplemente, no quiera entregarse a excesos en un taxi. Perfecto. Una dama en el taxi, una prostituta en la cama. Dando por buena esta hipótesis, me contento con otra ración de trabajo lingual, más laberíntico si cabe que el anterior, hasta que el taxi llega a la mansión de la calle Pierrepont. Bajamos del coche y entramos en la oscura casa. Mientras Leslie abre la puerta principal, me hace notar que es jueves, es decir, la noche libre de Minnie, y yo lo interpreto como una alusión a la soledad de que disfrutaremos. En la suave luz del vestíbulo, mi miembro, en una auténtica posición rampante, da la impresión de querer perforar mis pantalones. También observo en ellos una mancha parecida a la meada de un perrillo: es la secreción precoital.

(Ah, André Gide, prie pour moi! ¡Sí, ruega por mí! Este relato se me está haciendo intolerable. ¿Cómo puedo explicarme, y hacer creíble, la disparatada tortura de las próximas horas? ¿Sobre qué espaldas debe caer la culpa de este gratuito sufrimiento? ¿Sobre las mías, las de Leslie, del Zeitgeist, ese espíritu de los tiempos, del psicoanalista de Leslie? Sin lugar a dudas, alguien tiene mucho de qué responder por haber abandonado a la pobre Les en su frío y desierto plateau. Que así es como ella llama —plateau— a ese limbo solitario, por el que vaga helada y sin amparo.)

Comenzamos de nuevo, hacia medianoche, en un sofá situado debajo del Degas. En algún lugar de la casa hay un reloj que da las horas. Así es como me doy cuenta de que a las dos de la madrugada sigo, en cuanto a progresos, en el mismo sitio que cuando estaba en el taxi. Nos hallamos enzarzados en una desesperada y casi silenciosa lucha decisiva. He empleado todas las tácticas del libro, intentado sobarle las tetas y los muslos y alcanzarle la entrepierna con la mano. No ha sido posible. A no ser por su abierta cavidad bucal y su lengua tan prodigiosamente activa, se la podría considerar encerrada en una armadura. La imagen marcial también es apropiada en otro sentido porque, poco después, emprendo mis más agresivas incursiones en la semioscuridad de la sala de estar, pasando los dedos por el arco de su muslo o tratando de meter mi garra entre sus rodillas, juntas y cerradas como una mordaza. A cada uno de mis atrevimientos saca de un tirón su batiente lengua de mi boca para susurrar cosas como éstas: «¡Alto ahí; coronel Mosby!» o: «¡Atrás, Johnny Rebk Todo ello dicho con una imitación regular de mi acento confederado, con voz alegre y entre risas ahogadas, pero con un tono de autodominio que resbala sobre mi persona como agua helada. De nuevo, como en otros momentos de este rompecabezas, apenas si puedo creer lo que está sucediendo; simplemente, no puedo aceptar el hecho de que después de su arranque inicial, de sus inequívocas invitaciones y sus ardientes y seductoras palabras, esté cayendo en estas ultrajantes triquiñuelas. En algún momento posterior a las dos de la madrugada, y ya al borde de la locura, recurro a algo que sé que provocará una drástica reacción de Les… más drástica de lo que pueda haber predicho. Estoy seguro de que, en medio de nuestra titánica lucha, lanzará un grito capaz de dejarnos a ambos sin respiración… cuando se dé cuenta de lo que tiene en la mano. (Esto después de haber abierto silenciosamente la cremallera de mi bragueta y haberle puesto la mano en mi verga.) Sale disparada del sofá como si alguien hubiese encendido un fuego debajo de él, y en aquel momento la velada, junto con todos mis infelices sueños y fantasías, se convierte en un montón de paja.

(Ah, André Gide, comme toi, je crois que je deviendrai pédéraste! ¡Sí, acabaré pederasta, como tú!)

Más tarde llora desconsoladamente mientras, sentada a mi lado, intenta explicarse. Por alguna razón, su tremenda dulzura, su desconsuelo, su remordimiento y su manera de expresarse me ayudan a dominar mi feroz indignación. Si bien, en los primeros momentos, sentí deseos de azotarla hasta dejarla sin vida, o de coger el valiosísimo Degas y dejárselo por collar después de rompérselo en la cabeza, ahora por poco la acompañaría en su llanto; lloraría mi desventura y mi frustración, pero también lloraría por ella, y por su psicoanálisis, que tanto la ha ayudado a forjar su insensata postura. Voy enterándome de todo eso mientras el tictac del reloj avanza hacia el amanecer, después de haber quitado de en medio mis majaderas quejas y objeciones. «No quiero ser quisquilloso o irrazonable —le susurro en la oscuridad cogiéndole la mano—, pero lo cierto es que me hiciste creer otra cosa. Dijiste y lo repito exactamente: “Creo que tú podrías producir un orgasmo de campeonato a cualquier chica”. —Hago una larga pausa para exhalar el humo azul de mi cigarrillo a través de la semioscuridad. Luego prosigo—: Pues sí, podía hacerlo. Y quería hacerlo. —Hago un alto—. Eso es todo.» Después de otra pausa, también larga, y de varios sollozos acompañados de aspiraciones nasales, Leslie responde: «Sé que dije eso, y si mis palabras te hicieron creer otra cosa, lo siento, Stingo. —Aspiración nasal, nueva aspiración. Le doy un Kleenex—. Pero no dije que yo quisiera hacerlo. —Más aspiraciones nasales—. También dije “a cualquier chica”. No dije “a mí”.» Al oír esto, lanzo un bramido capaz de hacer temblar a un muerto. En algún momento situado entre las tres y las cuatro de la madrugada oigo la sirena de un buque, un grave zumbido, lúgubre y quejumbroso, procedente, a través de la noche, del puerto de Nueva York. Me recuerda mi hogar y me llena de indescriptible aflicción. Por algún motivo, aquel zumbido y el pesar que me abruma hacen que me resulte mucho más difícil de soportar la abochornada —y a la vez atractiva— presencia de Leslie, ahora tan sorprendentemente inalcanzable como una flor de la jungla. Me cuesta creer que, con tan tristes pensamientos en la cabeza, mi verga siga alardeando de tiesura, rígida y amenazadora como una lanza. ¿Sufriría alguna vez san Juan Bautista una privación como la mía? ¿Y Tántalo? ¿Y san Agustín? ¿Y la Pequeña Nell?[8]

Leslie es, literal y simbólicamente, totalmente lingual. Su vida sexual se centra por completo en su lengua. No es, pues, de extrañar que la enardecida promesa que fue capaz de hacerme mediante ese órgano suyo tan hiperactivo tenga una correlación con las palabras enardecedoras —pero para ella absolutamente vacías de sentido— que le gusta pronunciar. Seguimos aún sentados, y en silencio, en el mismo sitio. Entretanto, recuerdo el nombre de un absurdo fenómeno cuyo conocimiento me llegó a través de mis lecturas durante un curso de psicología en la Universidad Duke: «coprolalia», el uso compulsivo de un lenguaje obsceno, frecuente en las mujeres jóvenes. Cuando por fin rompo el silencio y, zumbonamente, insinúo la posibilidad de que ella pueda ser víctima de esta enfermedad, no parece tan insultada como herida, y se pone a sollozar de nuevo. Por lo que parece, he abierto alguna herida dolorosa. Pero no, insiste ella, no es esto. Al cabo de un rato, para de sollozar. Y entonces dice algo que sólo unas horas antes habría considerado como una broma, pero que ahora acepto, tranquilamente y sin sorprenderme, como la más pura y dolorosa de las verdades. «Soy virgen», me confiesa con una voz débil y compungida. Después de un largo silencio, contesto: «No hay nada malo en eso, lo comprendo. Pero creo que eres una virgen morbosa». De nuevo la sirena de un buque zumba en el puerto, y es tanta la nostalgia y la desesperanza con que me conmueve que no me costaría mucho echarme también a llorar. «Me gustas mucho, Les —consigo decirle—. Sólo pienso que no es justo que me hayas tomado el pelo de esa manera. Eso es algo muy duro para un hombre. Es terrible. No puedes imaginártelo.» Soy incapaz de darme cuenta de si sus palabras tienen o no relación con lo que acabo de decir cuando ella me contesta con la más desolada de las voces que haya podido oír: «Es que, Stingo, tú no puedes imaginarte lo que es criarse en una familia judía». De momento, no da más explicaciones.

Pero finalmente, cuando llega la aurora y una profunda fatiga se apodera de todos mis huesos y músculos —incluido el bravo músculo del amor, que comienza a flaquear y a encogerse después de su tenaz vigilia—, Leslie me describe con todo detalle la oscura odisea de su psicoanálisis. Y me habla, por supuesto, de su familia. Su horrible familia. Una familia que, a pesar de su barniz civilizado y despreocupado, según Leslie es un verdadero museo de monstruos de cera. El despiadado y ambicioso padre cuya religión es el plástico inyectado, y que no ha dirigido a su hija más de veinte palabras desde que era niña. La repelente hermana menor y el estúpido hermano mayor. Y sobre todo la madre, que, sea o no válida la teoría de Barnard, ha dominado despóticamente la vida de Les desde que la sorprendió, cuando tenía tres años de edad, con el dedo en el chumino y la obligó a llevar, según ella, las manos entablilladas durante varios meses como profilaxis contra la masturbación. Leslie me vuelca todo esto con un terrible ímpetu, como si yo fuera uno de tantos profesionales del psicoanálisis y hubiese escuchado, durante más de cuatro años, sus angustias y desgracias. Ya ha salido el sol por completo. Leslie bebe café. Yo bebo Budweiser, y Tommy Dorsey deja oír su orquesta desde una gramola Magna vox de dos mil dólares. Agotado, oigo el torrente de palabras que Leslie sigue derramando sobre mí, pero me llegan amortiguadas, como a través de varias capas de lana. Aun así, trato de juntar con coherencia todas las piezas del rompecabezas: un revoltijo de confesiones con una ensalada de términos como reichiano, adleriano, discípulo de Karen Horney, sublimación, gestalt, fijación y otras cosas que conocía, pero de las que nunca había oído hablar en tales tonos, cuestiones cuyo dominio se reserva, allá en el Sur, a Thomas Jefferson, al tío Remus[9] y a la Santísima Trinidad. Estoy tan cansado que apenas me entero de dónde va a parar cuando habla de su actual psicoanalista, el cuarto, un «reichiano», igual que cuando alude a su plateau. Yo no paro de pestañear, demostrando la urgente necesidad de dormir que tengo. Pero ella no cesa de hablar, de mover esos húmedos y preciosos labios judíos que acabo de perder para siempre. Por si esto fuera poco, advierto de pronto, con absoluta certeza, que mi pobre y querido cipote, por primera vez desde hace muchas horas, se ha encogido por completo, haciéndose tan pequeño como el Gusano cuya réplica cuelga de la pared del papal cuarto de baño, a pocos pasos de aquí. Bostezo ferozmente con notables efectos sonoros, pero Leslie no me presta la menor atención, terca en su propósito de demostrarme que no he de dejarme llevar por malas interpretaciones del asunto y que, como sea, debo comprenderla. Pero no sé si, en realidad, quiero comprenderla. Mientras ella sigue perorando, sólo puedo pensar desesperadamente en la obvia ironía de que, si a través de aquellas frígidas aprendizas de arpía de Virginia había sido traicionado principalmente por Jesús, ahora acababa de ser igualmente estafado, en manos de Leslie, por el insigne doctor Freud. Un buen par de astutos judíos, ya lo creo.

«Antes de que yo alcanzara este plateau de vocalización —oigo decir a Leslie a través del surreal delirio de mi cansancio—, no habría sido posible que pronunciara ninguna de las palabras que te he dicho. Ahora soy completamente capaz de vocalizarías. Me refiero a todas esas palabras tan fáciles de articular y que todo el mundo debería decir sin reparos. Mi psicoanalista, el doctor Pulvermacher, decía que la represión de la sociedad en general es directamente proporcional a la dureza con que se reprime su lenguaje sexual.» Lo que digo como respuesta va mezclado con un bostezo tan profundo y cavernoso que mi voz parece el rugido de un animal salvaje: «¡Sí, claro… —bramo—, con eso de “vocalizar” quieres darme a entender que puedes decir “joder”, pero que no puedes hacerlo!». Su respuesta es un borrón en mi cerebro de sonidos imperfectamente registrados, de muchos minutos de duración, del que sólo puedo recuperar la impresión de que Leslie, ahora engolfada en algo llamado terapia orgánica, será introducida, dentro de pocos días, en una especie de caja, donde, tranquilamente sentada, absorberá con paciencia una cantidad de ondas de energía del éter que quizá le permitan subir al próximo plateau. Al mismísimo borde del sueño, vuelvo a bostezar y le deseo, sin pronunciar palabra, el mayor de los éxitos. Y entonces, increíblemente, me quedo adormilado a pesar de que me está diciendo que tal vez algún día… ¡Algún día! Tengo un extraño y confuso sueño en que el deleite se mezcla con el más lacerante de los dolores. Puede que mi sueño sólo haya durado unos momentos. Lo cierto es que cuando despierto —y doy una pestañeante mirada a Leslie, que se halla todavía en pleno soliloquio—, me doy cuenta de que he permanecido pesadamente sentado sobre mi mano, que me apresuro a retirar de debajo de mi trasero. Los cinco dedos están momentáneamente deformados y sin tacto. Esto ayuda a explicar mi desagradable sueño, en el que, abrazando ardorosamente a Leslie una vez más, he conseguido por fin acariciar un pecho desnudo, que sin embargo, como si fuera una húmeda bola de masa de pan, cae de mi mano, la cual ha quedado estrechamente aprisionada en el borde de un cruel sostén hecho de madera y alambre.

Hoy, después de los muchos años que me separan de aquellos hechos, puedo ver cómo la porfía de Leslie —de hecho, su inexpugnable virginidad— fue un buen contrapunto para la larga narración que me sentía impelido a escribir. Dios sabe lo que habría sucedido si Leslie hubiese sido realmente la muchacha lujuriosa y experta que personificó… Era tan apetitosamente deseable que no sé cómo habría podido evitar convertirme en su esclavo. Esto habría tendido sin duda a apartarme del ambiente vulgar y despreocupado del Palacio Rosado de Yerta Zimmerman y, por lo tanto, de la serie de acontecimientos que se estaban cociendo y que constituyen el móvil principal de esta historia. Eso no quita que el abismo entre lo que Leslie me prometió y lo que me entregó fuera tan lacerante para mi espíritu que me puse físicamente enfermo. No fue nada realmente grave —nada más que un fuerte estado gripal combinado con un profundo desaliento psíquico—, y durante los cuatro o cinco días que estuve en cama (tiernamente cuidado por Nathan y Sophie, que me trajeron sopa de tomate y revistas), tuve ocasión de percatarme de que había llegado a un punto extremadamente crítico de mi vida. Este punto había tomado la forma de una escabrosa roca hecha de sexualidad contra la que yo, de manera obvia pero inexplicable, había chocado con gran peligro de zozobrar.

Sabía que mi aspecto era presentable, que poseía una buena inteligencia, que no estaba desprovisto de simpatía y que tenía el don de la locuacidad sureña, cualidad que, no lo ignoraba, podía darme cierto encanto nigromántico y azucarado (que no tenía nada que ver con la sacarina). El hecho de que, pese a estas brillantes dotes y al considerable esfuerzo que había desplegado para explotarlas, no fuese aún capaz de encontrar una muchacha que quisiese trasladarse conmigo al mundo de los dioses oscuros, tenía para mí todas las características —según pensaba, todavía acostado y calenturiento, con la mirada fija en un número de Life, irritado aún por la imagen de Leslie Lapidus en la que no paraba de hablar a la luz de un amanecer lleno de frustración— de una situación desgraciada pero, por dolorosa que ésta fuese, tenía que mirarla sólo como un mal golpe de suerte, de la misma manera que la gente suele aceptar cualquier deficiencia incurable pero a la larga soportable, como un irreprimible tartamudeo o un labio leporino. No podía llamarme «Stingo, el gran follador», y debía conformarme con las cosas tal como eran. Sin embargo, en compensación, razoné, tenía metas más elevadas. Al fin y al cabo, yo era un escritor, un artista, y es bien sabido que muchas de las más famosas obras de arte del mundo habían sido realizadas por hombres que, ahorrando sus energías y entregándose por completo a su vocación, no habían permitido que una noción equivocada de la primacía de la entrepierna subvirtiese sus grandes anhelos de belleza y verdad. «Adelante, pues, Stingo —me dije a mí mismo, tratando de recuperar mis decaídos ánimos y disponiéndome a reanudar mi trabajo—. Deja atrás la lascivia, somete tus pasiones a otra portentosa visión que, dentro de ti, pugna por nacer.» Estas monacales exhortaciones me permitieron abandonar la cama durante la semana siguiente, y sentirme fresco y purificado —aunque algo mutilado— y en condiciones de continuar intrépidamente mi lucha con las hadas y demonios de todas clases, con los payasos, los enamorados y las madres y los padres llenos de congoja que comenzaban a acudir en tropel a las páginas de mi novela.

Jamás volví a ver a Leslie. Aquella mañana nos separamos con un mutuo sentimiento de grave y lastimoso afecto; ella me pidió que la llamara pronto, pero nunca lo hice. No obstante, apareció a menudo en mis fantasías eróticas hasta mucho tiempo después, y a lo largo de los años surgió muchas veces en mis pensamientos. A pesar de los momentos de tortura que me infligió, le he deseado siempre la mejor suerte, doquiera que haya ido a parar y dejando aparte lo que haya sido finalmente de ella. Siempre he tenido la vana esperanza de que el tiempo pasado dentro de su caja orgónica la haya conducido a la plenitud que anhelaba y que, trascendiendo la mera «vocalización», haya alcanzado un plateau más alto. Pero jamás he dudado, aun cuando esto no hubiese tenido éxito —como no lo tuvieron los demás tratamientos a que se sometió—, que las siguientes décadas, con los extraordinarios progresos científicos en cuanto a cuidados y mantenimiento de la libido, trajeran a Leslie la más plena satisfacción de su potencialidad sexual. Puede que me equivoque, pero ¿por qué será que mi intuición me dice que Leslie encontró finalmente el galardón de la plena felicidad? No sé por qué, pero de todos modos así es como la veo ahora: una mujer sensata y pulcra, aún hermosa, que encanece con elegancia y que se adapta de, buen grado a la edad madura, muy mirada respecto al uso de palabras malsonantes, cariñosamente casada, filoprocreativa y (estoy seguro) multiorgásmica.