Si Nathan pudo proporcionar a Sophie aquella soberbia dentadura, fue gracias a su hermano mayor, Larry Landau. Y aunque fue el certero —si no profesional— diagnóstico de Nathan lo que con tanta exactitud señaló la naturaleza de la enfermedad de Sophie poco después de su accidentado encuentro en la biblioteca del Brooklyn College, su hermano también contribuyó a encontrar una solución que remediara aquel problema. Larry, a quien yo conocería aquel mismo verano en circunstancias muy violentas, era cirujano urólogo con una amplia y creciente clientela en Forest Hills. Aproximadamente a sus treinta y cinco años, el hermano de Nathan había hecho una brillante carrera en su especialidad, y era digna de señalar su valiosa y original labor investigadora, realizada en otro tiempo a pesar de su juventud —cuando era ayudante de la Escuela de Médicos y Cirujanos de Columbia—, sobre la función renal, con unos resultados que causaron sensación en los círculos profesionales. Nathan me mencionó cierta vez este hecho en tonos muy admirativos, demostrando que estaba orgulloso de su hermano. Larry también se había distinguido en la guerra. Siendo teniente del cuerpo médico de la Armada, dio valerosas y extraordinarias muestras de habilidad quirúrgica bajo los ataques de los kamikazes a bordo de un portaaviones condenado a la destrucción frente a las Filipinas; la hazaña le valió la concesión de la Cruz de la Armada (condecoración pocas veces conseguida por un oficial médico, y menos por un judío difícilmente tolerable en una Armada antisemita). No era, pues, de extrañar que en 1947, año de recientes y gloriosos recuerdos bélicos, Lany fuese para Nathan un héroe del que poder jactarse y sentirse orgulloso.
Sophie me dijo que no supo cuál era el nombre de su salvador hasta muchas horas después de que Nathan la rescatara de la biblioteca. Lo que más profunda e indeleblemente recordaba de aquel primer día y de los siguientes era su pasmosa y sincera ternura. Al principio —quizá porque sólo lo recordaba inclinado sobre ella murmurando: «Deje que el doctor cuide de todo»—, no pensó que aquellas palabras podían haber sido pronunciadas en broma, pues creía que Nathan era médico, y así siguió creyéndolo ante la autoritaria amabilidad con que la mantuvo contra su brazo durante todo el viaje en taxi a la casa de Yetta. «Tendremos que reanimarla de algún modo —recordaba Sophie que le dijo, en un tono medio jocoso que hizo aparecer en sus labios el primer indicio de sonrisa desde que se había desmayado—. No puede seguir desmayándose usted por las bibliotecas de Brooklyn dando esos sustos de muerte a la gente.»
Había en su voz algo tan comprensivo, tan amigable y bondadoso, tan cuidadoso, y era tal la confianza que le inspiraba su sola presencia, que cuando entraron en la habitación de Sophie (caliente y sofocante en el declinar de la luz solar de la tarde, y donde tuvo otro breve desvanecimiento que la hizo desplomarse contra él), ella no se turbó en absoluto al sentir que Nathan la desabrochaba y le quitaba su sucio vestido y que, con una delicada pero firme presión, la empujaba lentamente para que se echara en la cama, donde quedó extendida sin más vestimenta que unas bragas. Se sentía mucho mejor, las náuseas habían desaparecido. Pero allí echada, mirando hacia arriba e intentando corresponder a la enigmática y triste sonrisa de aquel extraño, volvió a sentir la somnolencia de antes y aquel decaimiento que le llegaba hasta el tuétano de los huesos. «¿Por qué estoy tan cansada? —se oyó decir a sí misma con voz débil—. ¿Qué me pasa?» Aún creía que él era médico, por lo que respetó su mirada silenciosa, vagamente afligida, tomándola por una actitud profesional, diagnosticadora…, hasta que advirtió que los ojos de él se detenían de pronto en el número grabado en su brazo. Ella alzó bruscamente la mano (cosa extraña, porque hacía mucho tiempo que aquella señal había dejado de preocuparla) para cubrírselo pero, antes de que pudiera hacerlo, él le cogió la muñeca con suavidad y le tomó el pulso como había hecho en la biblioteca. Nathan guardó unos momentos de silencio, durante los cuales ella se sintió totalmente segura y tranquila. Unas palabras reconfortantes, consoladoras, dichas a su oído con aquel encantador toque de jovialidad, la sacaron de su amodorramiento: «El doctor cree que necesita usted una píldora bien gorda que devuelva su color a esta hermosa piel blanca». De nuevo, ¡el doctor! Entonces, beatíficamente, se adormiló sin llegar a soñar nada y, cuando volvió a abrir los ojos, el doctor, ¡ay!, se había ido.
—Sí, Stingo, se había ido. Hace ya mucho tiempo de ello, pero recuerdo muy bien el terrible pánico que sentí. Era muy extraño aquello, ¿sabes? ¡Ni siquiera lo conocía! ¡No sabía ni su nombre! Había estado con él una hora, creo que aun menos, y él se había ido, y yo me quedé con aquel pánico, aquel profundo pánico y aquel miedo de que no volviera jamás, de que se hubiese ido para siempre. Fue como perder a una persona muy próxima…, muy allegada.
Un antojo romántico me incitó irremisiblemente a preguntarle si se habían enamorado en el acto. ¿Habría podido ser el ejemplo perfecto, quise saber, de ese maravilloso mito conocido por amor a primera vista?
Sophie dijo:
—No, no fue exactamente de ese modo… No creo que aquello fuera amor. Pero tal vez estuviese muy cerca de serlo. —Hizo una pausa—. No lo sé. De todos modos, fue muy tonto lo que me sucedió. ¿Cómo era posible que sintiese aquel vacío por haberse marchado un hombre al que sólo había tratado cuarenta y cinco minutos? Absolument fou! Una verdadera locura, ¿no crees? ¡Cómo esperaba que volviese!
Nuestras meriendas, almuerzos o comilonas campestres tuvieron lugar en todos los rincones, ya soleados, ya umbrosos, del Prospect Park. No puedo recordar exactamente cuántas de estas salidas hice con Sophie (media docena, por lo menos), ni me vienen tampoco con mucha claridad a la memoria los sitios en que estuvimos echados sobre la hierba: las rocosas oquedades, las veredas y los apartados senderos adonde llevábamos nuestras grasientas bolsas de papel marrón, nuestros cartones de medio litro de leche, amén de la antología de poesía norteamericana de Oscar Williams, con las puntas de las hojas abarquilladas y los márgenes sucios de tan manoseados, mediante la cual intentaba continuar la educación poética de Sophie que el regordete señor Youngstein había comenzado algunos meses antes; recuerdo muy bien, sin embargo, uno de aquellos sitios: una península herbosa, casi siempre solitaria a aquella hora en los días laborables, que se proyectaba en el lago. Era el lugar preferido de seis grandes cisnes de mirada belicosa que costeaban la zona como filibusteros a través de las cañas, interrumpiendo su navegación sólo el tiempo justo para patojear en la hierba y atrapar con el pico, competitivamente y con agresivos siseos de sus mudas gargantas, las migajas de nuestros panecillos u otros desperdicios. Uno de los cisnes, un macho notablemente menos ágil que los demás y de cuello mucho más corto, tenía una herida cicatrizada cerca de un ojo —sin duda por un encuentro con algún salvaje bípedo brooklyniano—, a consecuencia de la cual había quedado probablemente con aquella mirada extraviada que tanto nos llamó la atención. A Sophie le recordaba a su primo Tadeusz de Lodz, que había muerto muchos años antes de leucemia.
Me fue imposible hacer el salto antropomórfico necesario para imaginarme el parecido que pudiese existir entre un cisne y determinado ser humano, pero Sophie juraba que se parecían como dos gotas de agua, y empezó a llamarle Tadeusz y a murmurarle glóticas palabritas polacas mientras le echaba los restos de comida que habían quedado en su bolsa. Raras veces había visto perder la serenidad a Sophie, pero la conducta de los otros cisnes, tan voraces y poco respetuosos con el derecho de prioridad, la pusieron furiosa y le hicieron insultar a aquellos rechonchos bastardos, a los que fastidió favoreciendo a Tadeusz con una mayor cantidad de desperdicios. Su vehemencia me sorprendió. Yo no podía relacionar aquella enérgica protección del desvalido con hechos de su pasado —porque en aquel momento aún no era capaz de hacerlo— pero, dejando aparte cualquier otra consideración, su defensa de Tadeusz no pudo ser más divertida ni simpática. Con todo, tengo otro motivo —personal— para insistir en la imagen de Sophie entre los cisnes. Ahora recuerdo, después de mucho exprimir mi cerebro, que fue allí, en aquel promontorio, ya casi al final de aquel verano, durante una de aquellas tardes que para nosotros duró hasta que el sol comenzó a ponerse a lo lejos, detrás de Bay Ridge y Bensonhurst, donde Sophie me dijo, con una voz que tan pronto reflejaba confianza como desesperación, pero en términos de gran preocupación por los furiosos arrebatos de que Nathan había dado muestras durante buena parte del año que llevaban juntos, que lo adoraba, y que incluso entonces (en el momento en que me lo estaba diciendo) lo consideraba sin lugar a dudas su salvador, pero también su destructor…
El mismo día de su accidentado primer encuentro, Nathan, con gran alivio para ella, volvió a su habitación media hora después de haberla dejado, se acercó a su cama para mirarla con sus benévolos ojos y le dijo:
—Vas a venir conmigo; quiero que mi hermano te vea. ¿De acuerdo? He hecho algunas llamadas por teléfono.
Sophie quedó perpleja, no tanto por el súbito tuteo, que aceptó, como por la inesperada proposición. Él se sentó en la cama a su lado.
—¿Por qué quieres llevarme a que tu hermano me vea? —preguntó ella.
—Mi hermano es médico —contestó él—, uno de los mejores. Podrá ayudarte.
—Pero tú… —empezó, y luego se detuvo un momento—. Yo creía…
—Creías que era médico —dijo él—. No, soy biólogo. ¿Cómo te sientes?
—Mejor, mucho mejor —respondió ella, y era cierto, sobre todo a causa de la reconfortante presencia de Nathan.
Había traído consigo una bolsa de comestibles, que abrió para extraer su contenido y colocarlo, rápida y diestramente, sobre la gran repisa de madera situada no lejos de los pies de la cama, que le servía de mesa de cocina.
—¡Qué ricura de banquete! —le oyó decir ella.
Él ahogó una risotada, pues se había entregado a una parodia del nervioso y superatento tendero de Flatbush. Su modo de moverse le recordó a Danny Kaye (a quien había visto muchas veces: una de sus pocas obsesiones cinematográficas); parecía él mismo al efectuar aquel rítmico y absurdo inventario de las cosas que había traído, y se volvió hacia ella, a la que aún sacudía una silenciosa risa, para mostrarle un bote con una etiqueta blanca cubierto de heladas perlas de agua.
—Consomé madrileño —dijo con naturalidad—. He encontrado una tienda donde lo conservan en hielo. Quiero que lo pruebes. Después podrás nadar cinco millas seguidas, como Esther Williams.
Sophie se dio cuenta de que había recobrado el apetito; así se lo comunicó un ansioso espasmo de su estómago vacío. Él le vertió el consomé en uno de los baratos tazones de plástico que formaban parte de la escasa vajilla de Sophie y ella se incorporó sobre un codo para tomárselo con verdadero gusto, saboreando la fría y gelatinosa sopa. Cuando hubo terminado, dijo a Nathan:
—Gracias. Ahora me siento mucho mejor.
Sophie volvió a sentir la intensa mirada de Nathan que, sentado junto a ella, guardó silencio durante un buen rato y, a pesar de lo mucho que confiaba en él, comenzó a encontrarse un poco incómoda. Por fin, Nathan dijo:
—Me jugaría cien dólares con cualquiera a que lo que tienes es una grave anemia. Es posible que te convenga ácido fólico o vitamina B doce. O, muy probablemente, hierro. Oye, nena: ¿has comido lo necesario, últimamente?
Ella le dijo que, exceptuando el corto período de unas semanas inmediatamente anteriores a su encuentro con él, había comido, por espacio de seis meses, mejor y con más abundancia que en cualquier otro momento de su vida.
—Sólo tengo el problema —añadió— de que no puedo comer mucha grasa animal. Pero de todo lo demás, lo que quiera.
—Entonces debe de ser falta de hierro —dijo Nathan—. Por lo que me cuentas, lo que has comido contenía más ácido fólico y vitamina B doce de lo necesario. Sólo se precisa una pizca de ambas cosas. Pero el hierro se comporta a veces como un tramposo. A veces, cuando tienes carencia de él, no se deja atrapar de nuevo —hizo una pausa, quizá consciente de la aprensión que mostraba la cara de Sophie (causada por el desconcierto y la confusión subsiguientes a lo que él le había dicho), y le sonrió tranquilizadoramente—, pero es una de las cosas más fáciles de tratar cuando has dado en el clavo.
—¿Dado en el clavo?
—Sí, cuando se sabe que el problema es sólo ése. Es algo muy fácil de curar.
Por alguna razón, Sophie no se atrevía a preguntar a su benefactor cómo se llamaba, aunque se moría de ganas de saberlo. Aprovechando la circunstancia de tenerlo sentado junto a ella, lo observó con disimulo y quedó convencida de que su aspecto era sumamente agradable (no podía negarse que era judío, con aquellas líneas y planos simétricos, en medio de los cuales destacaba su fuerte y prominente nariz como un vigoroso adorno personal, para no hablar de unos ojos inteligentes y luminosos que podían pasar de la compasión al humor con increíble rapidez, facilidad y naturalidad). Una vez más, su sola presencia la hizo sentirse mejor; la invadía una soñolienta fatiga, pero las náuseas y aquel gran malestar habían desaparecido. Y, de pronto, tuvo una feliz inspiración. A primera hora del día, después de mirar los programas de radio en el Times, se sintió contrariada al ver que, a causa de su clase de inglés, se perdería la Sinfonía Pastoral de Beethoven que la WQXR emitiría a primera hora de la tarde. Era algo así como su redescubrimiento de la Sinfonía Concertante, aunque con una diferencia. Recordaba esta sinfonía muy bien, con la misma claridad de otros tiempos —de nuevo, la reminiscencia de aquellos conciertos de Cracovia—, pero allí, en Brooklyn, por no tener tocadiscos y hallarse al parecer en el lugar indebido en el momento apropiado, la Pastoral la había rehuido por completo, anunciándose siempre de modo exasperante, pero no dejándose escuchar, cual un magnífico pero mudo pájaro que se escabullera volando de su persecución por entre la frondosidad de un oscuro bosque.
Entonces se percató de que, gracias al contratiempo sufrido aquel día, podría por fin oír la música deseada; en aquel momento, le parecía más decisiva para su existencia que aquella conversación sobre la forma de medicarla, por alentadora que fuese.
—¿Te importa que ponga la radio? —dijo, casi sin darse cuenta.
Apenas había dicho estas palabras cuando él alargó la mano para conectarla, precisamente unos segundos antes de que la Orquesta de Filadelfia, con sus susurrantes instrumentos de cuerda, vacilante al principio y estallando después jubilosamente, comenzara ese embriagador himno a la tierra floreciente. Experimentó una sensación de belleza tan intensa que creyó morir. Cerró los ojos y los mantuvo firmemente cerrados hasta el final de la sinfonía, momento en que volvió a abrirlos, turbada por las lágrimas que le resbalaban por las mejillas sin poder evitarlo, y sin ser capaz de decir algo coherente a aquel samaritano que aún la estaba observando con seria y paciente preocupación. Tocó ligeramente el dorso de su femenina mano con la punta de sus dedos.
—¿Lloras porque esta música es tan hermosa? —le preguntó Nathan—. ¿Incluso a través de esta pequeña radio?
—No sé por qué lloro —contestó ella después de una larga pausa durante la cual se reanimó—. Tal vez lloro porque cometí un error.
—¿Un error? ¿Qué quieres decir? —preguntó él.
Sophie, de nuevo, esperó un buen rato antes de decir:
—El error de haber escuchado esta música. Creía que la última vez que oí esta sinfonía fue en Cracovia, de niña. Pero al escucharla ahora me doy cuenta de que aún la escuché otra vez, en Varsovia. Se había prohibido tener aparatos de radio, pero aun así oí la Pastoral transmitida desde Londres. Ahora recuerdo que fue la última música que escuché antes de ir… —y se detuvo.
¿Qué diablos le estaba contando a aquel extraño? ¿Qué podía importarle? Cogió un Kleenex del cajón de su mesita de noche y se secó los ojos.
—Esto no es una buena respuesta —dijo él, y luego prosiguió—: Has dicho «antes de ir…». Antes de ir ¿adonde? ¿Quieres decir al lugar donde te hicieron esto?
Lanzó una aguda mirada al tatuaje.
—No puedo hablar de esto —dijo ella de súbito, sintiendo su brusco modo de contestar, que hizo enrojecer a Nathan y lo obligó a musitar con voz aturdida:
—Lo lamento. ¡Lo lamento! Soy un desvergonzado intruso… A veces, soy un estúpido. ¡Un estúpido!
—No digas eso, por favor —se apresuró a decir Sophie, confundida por aquel tono que tanto la había desconcertado—. No quise ser tan… —Buscó mentalmente la palabra adecuada y la encontró en francés, en polaco, en alemán y en ruso, pero no en inglés, por lo que repitió—: Lo lamento.
—Tengo el vicio de meter la narizota donde no la llaman —dijo él, mientras ella observaba cómo su cara iba perdiendo el rubor que le había producido su inconveniencia. Luego, de pronto, añadió—: Debo irme. Tengo una cita. Pero oye… ¿puedo volver esta noche? ¡No me contestes! Volveré esta noche.
¿Cómo iba a contestar? Después de haberla rescatado de aquel naufragio (no considerando estas palabras como una figura del lenguaje, sino como una verdad literal, puesto que expresan lo que Nathan había hecho sólo dos horas antes: recogerla y sacarla en brazos de la biblioteca hecha una piltrafa para conducirla hasta un lugar junto al bordillo, desde donde llamó a un taxi), sólo podía asentir con un movimiento de cabeza, decir sí con una sonrisa…, una sonrisa que permaneció en sus labios hasta que cesó de oírle bajar ruidosamente la escalera. Después de aquel momento, el tiempo avanzó penosamente para ella. Y se sorprendió de la impaciencia con que esperaba oír de nuevo sus pisadas, lo que sucedió hacia las siete de la tarde, cuando volvió con otra voluminosa bolsa de comestibles y dos docenas de las más fascinantes rosas amarillas de tallo largo que ella hubiese visto. Ahora estaba levantada y se sentía casi totalmente recuperada, pero él le ordenó que se relajara y, además, le aconsejó:
—Te lo mego, deja que Nathan se encargue de todo.
Era la primera vez que Sophie oía el nombre de su protector. Nathan. ¡Nathan! ¡Nathan, Nathan!
Nunca, nunca, me dijo ella, olvidaría aquella comida, la primera que hicieron juntos, ni la gracia casi sensual con que hizo y condimentó un guiso a base de cosas tan simples como hígado de ternera y puerros.
—Un plato lleno de hierro —proclamó, inclinándose, la frente bañada en sudor, sobre el caliente y crepitante plato—. No hay nada como el hígado. Y los puerros… ¡repletos de hierro! También mejoran el timbre de la voz. ¿Sabías que el emperador Nerón se hacía servir puerros cada día para conseguir una sonoridad vocal más profunda? Siéntate. Basta ya de ajetreo —ordenó—. Es a mí a quien le toca actuar. Lo que necesitas es hierro. ¡Hierro! Por esto vamos a comer también espinacas y una buena ensalada.
Sophie se sentía cautivada por la manera en que Nathan, además de cocinarle a la perfección lo que más le convenía, salpicaba su trabajo con detalladísimas observaciones sobre el valor nutritivo y gastronómico de ciertos alimentos.
—El hígado con cebolla es algo generalmente apreciado, pero con puerro, ¿sabes, monada?, es algo sensacional. Estos puerros no son fáciles de encontrar; los he conseguido en un mercado italiano. Es tan evidente como esa naricilla de tu bella pero pálida cara que necesitas ingerir grandes cantidades de hierro. De ahí las espinacas. No hace mucho tiempo, ciertas investigaciones permitieron descubrir que el ácido oxálico que contienen las espinacas tiende a neutralizar gran parte del calcio necesario para nuestra nutrición y que tú sin duda necesitas también. Qué le vamos a hacer… pero contienen además tanto hierro que, a pesar de eso, te van a dar un buen empujón vivificador. Ya lo verás. La lechuga también…
La comida fue excelente y sobre todo restauradora, pero el vino resultó ambrosiaco para Sophie. En los tiempos de su temprana juventud, en Cracovia, siempre había visto vino en casa y lo bebía habitualmente, pues su padre tendía a un hedonismo que le hacía insistir (en un país tan desprovisto de viñedos como, por ejemplo, Montana) en que los suculentos platos vieneses que su madre guisaba fueran acompañados con regularidad de selectos vinos de Austria o de las llanuras húngaras. Pero la guerra, que tantas cosas había eliminado de su vida, la privó también de un placer tan simple como el del vino, y desde entonces no se había preocupado por recuperar aquella costumbre, aun cuando se hubiera sentido tentada a ello en los alrededores de Flatbush, cuyos vecinos eran adictos del Mogen David. Pero no tenía noción de esto… ¡de esta bebida de dioses! El contenido de la botella que Nathan había traído era de una calidad tal que Sophie se sintió llevada a redefinir la naturaleza de las sensaciones gustativas; si no hubiese ignorado la mística de los vinos franceses, Nathan no habría tenido que decirle que era Château-Margaux, o que pertenecía a la cosecha de 1937 —la última de las grandes vendimias de la preguerra—, o que le había costado la pasmosa suma de catorce dólares (aproximadamente, la mitad del sueldo semanal de Sophie, como ella misma observó con incredulidad al dar una mirada al precio marcado en la pequeña etiqueta autoadhesiva), o que habría mejorado su bouquet si hubiese habido tiempo para decantarlo primero. Nathan no paraba de hablar amenamente de todo esto. Pero ella sólo sabía que el sabor de aquel vino le daba una sensación de delicia sin igual, le proporcionaba un agradabilísimo y vivificante calorcillo que se extendía hasta la punta de los dedos de sus pies, cosa que confirmaba la validez de las máximas antiguas sobre las propiedades del vino. Algo confusa y agradablemente mareada, se oyó decir:
—¿Sabes qué te digo? Pues que eso debe de ser lo que te hacen de beber en el paraíso cuando has muerto después de haber llevado en la tierra una vida de santo.
La contestación de Nathan no fue directa, aunque pareció escuchar complacido la observación de Sophie. Luego, mirándola con fingida gravedad a través del rojo poso de su vaso, dijo corrigiéndole:
—«Hacen de beber», no. Basta con «hacen beber». —Luego añadió—: Perdóname. Soy un empedernido y frustrado maestro de escuela.
Terminado el banquete, lavaron los platos juntos. Después se sentaron el uno frente al otro en las dos incómodas sillas de respaldo recto, los únicos muebles para sentarse que había entonces en la habitación. De pronto, la atención de Nathan fue atraída por los libros —pocos— alineados en un estante sobre la cama de Sophie: las traducciones polacas de Hemingway, Wolfe, Dreiser y Farrell. Se levantó un momento y examinó los libros con curiosidad. Dijo algunas cosas que demostraban que estaba familiarizado con aquellos escritores; habló con especial entusiasmo de Dreiser, y le confesó que, en sus tiempos de la escuela superior, había leído de cabo a rabo y de un tirón Una tragedia americana pese a su enorme extensión «casi dejando la vista en la proeza», y después, en medio de una rapsódica descripción de Nuestra Carrie, que aún no había leído, pero que le recomendaba insistentemente (asegurándole que era la obra maestra de Dreiser), se detuvo sin terminar la frase que estaba pronunciando y la miró con unos cómicos ojos saltones que la hicieron reír, diciendo:
—¿Sabes una cosa? No tengo la más remota idea de quién eres. ¿A qué te dedicas, muñequita polaca?
Sophie guardó un largo silencio antes de contestar:
—Trabajo para un médico; por horas. Soy su recepcionista.
—¿Un médico? —dijo él, con evidente interés—. ¿Qué clase de doctor?
Sophie vio que le iba a ser muy difícil pronunciar la palabra. Pero lo intentó, y lo logró:
—Es un… un quiropráctico.
Sophie casi pudo ver el espasmo que recorrió el cuerpo de Nathan al escuchar aquella palabra.
—Un quiropráctico. ¡Un quiropráctico! ¡No es extraño que hayas tenido problemas!
Ella intentó justificarse con una excusa tonta y poco convincente:
—Es un hombre muy bondadoso… —comenzó—. Es lo que vosotros llamáis… —recurriendo de pronto al yiddish— un mensh. Se llama Blackstock.
—Mensh, shmensh… —dijo él con expresión de disgusto—. Una chica como tú trabajando para un charlatán…
—Fue el único trabajo que pude encontrar cuando llegué aquí —lo interrumpió ella—. ¡No podía hacer otra cosa!
Ahora hablaba algo irritada y resentida, y lo que dijo, o la brusquedad con que lo hizo, obligaron a Nathan a disculparse en el acto:
—Ya lo sé —dijo—. No debiera haberte hablado de ese modo. No es asunto mío.
—Quisiera encontrar algo mejor, pero no tengo la preparación adecuada —dijo Sophie, más calmada—. Comencé mi educación hace mucho tiempo, pero no pude terminarla. ¿Sabes? Soy una persona muy incompleta. Quería ser profesora, enseñar algo, música, ser profesora de música…, pero fue imposible. Por esto trabajo como recepcionista en ese consultorio. El empleo no está mal, vraiment…, aunque me gustaría hacer algo mejor, algún día.
—Siento lo que te he dicho.
Ella lo miró, conmovida por la aflicción que él parecía sufrir por su torpeza. Que ella recordara, nunca había conocido a nadie hacia quien se hubiese sentido atraída con tanta rapidez. Había algo tan intensamente atractivo, tan enérgico y ameno en Nathan… Su tranquilo y firme dominio de las situaciones, su mímica, sus imitaciones, su cómica manera de referirse a algunos aspectos de la medicina y del arte de cocinar que, según ella intuía, no era otra cosa que un leve disfraz de su preocupación por su salud. Y, por último, aquella torpe vulnerabilidad y aquellos autorreproches que, de una manera remota e indefinida, recordaron a Sophie el proceder de un muchacho. Por un instante, deseó que la conmoción que sentía se prolongara, pero fue un sentimiento que pronto se desvaneció. Ambos guardaron silencio por unos momentos, mientras un coche se deslizaba en la calle, donde la lluvia había empezado a caer y el tañido de campanas de una lejana iglesia esparcía nueve notas en el vasto y reverberante silencio de mediados de verano. De la lejanía, seguramente de Manhattan, llegaba un débil retumbo de truenos. Había oscurecido, y Sophie encendió su solitaria lámpara de mesa.
Quizá la culpa fuera de aquel seráfico vino, o de la tranquila y desinhibidora presencia de Nathan, pero se sintió impelida a detenerse en el punto donde había cesado de hablar, tanto más cuanto que su inglés, aunque usado con más o menos facilidad según los momentos, parecía fluir ahora con una autoridad que orillaba todos los obstáculos, como si poseyera unas notables facultades idiomáticas casi totalmente ignoradas por ella misma:
—No me queda nada del pasado. Y ésta es una de las razones por las que, ¿sabes?, me siento tan incompleta. Todo lo que ves en esta habitación es norteamericano, nuevo; los libros, mis ropas… No me queda nada en absoluto de Polonia, de cuando era jovencita. Ni siquiera tengo una fotografía de aquellos tiempos. Una cosa que siento mucho haber perdido es mi álbum de fotografías. Si lo hubiese podido conservar, ahora tendría ocasión de mostrarte muchas cosas interesantes: cómo era Cracovia antes de la guerra, por ejemplo. Mi padre era profesor de la universidad, pero era también un fotógrafo estupendo…, aficionado, pero muy bueno, ¿sabes?, y muy sensible. Tenía una máquina fantástica, y cara: una Leica. Recuerdo que en una de las mejores fotografías que tomó y que más lamento haber perdido, pues estaba en ese álbum, figurábamos mi madre y yo junto al piano. Entonces yo tenía unos trece años. Habíamos acabado de tocar, supongo, una composición para cuatro manos. Recuerdo que mi madre y yo teníamos un aspecto muy feliz. Ahora, el solo recuerdo de aquella fotografía es un símbolo para mí, un símbolo de algo que era y que habría podido ser, y ahora ya no puede ser. —Hizo una pausa, interiormente orgullosa de la facilidad con que empleaba los distintos tiempos gramaticales, y miró hacia arriba para observar a Nathan, que se había inclinado ligeramente hacia adelante, totalmente absorto ante aquella efusión—. Supongo —prosiguió Sophie— que te das perfecta cuenta de que no me apiado de mí misma por eso. Hay cosas mucho peores que no poder terminar una carrera o no llegar a ser lo que nos habíamos propuesto. Si esto fuera lo único que hubiese perdido, me daría por satisfecha. Para mí, habría sido maravilloso seguir la carrera musical que tanto deseaba terminar. Pero me lo impidieron. Hace siete…, ocho años que no he leído una nota de música, y ni siquiera sé si ahora me acordaría de cómo se lee la música. En cualquier caso, ya ves por qué no me hallo en condiciones de escoger mi trabajo, por qué tengo que aprovechar ese empleo.
Nathan dejó transcurrir unos instantes de silencio y, con aquella llaneza capaz de desarmar a cualquiera, aquella forma directa de expresarse que tanto le gustaba a Sophie, dijo:
—Tú no eres judía, ¿verdad?
—No —respondió ella—. ¿Creías que lo era?
—Primero supuse que lo eras. No hay muchas chicas rubias en el Brooklyn College y sus alrededores. Luego te observé mejor en el taxi. Entonces pensé que eras danesa, o tal vez finlandesa…, una escandinava oriental. Pero con esos pómulos eslavos… Finalmente, por deducción, te consideré hija de Polonia, adiviné, y perdona, que eras de extracción polaca. Después, cuando mencionaste Varsovia, tuve la seguridad de ello. Eres una bella hija de Polonia, una hermosa dama polaca.
Ella sonrió, consciente del rubor de sus mejillas, y dijo:
—Pas de flatterie, monsieur. Dejémonos de lisonjas.
—Entonces —continuó él—, ¿por qué todas esas absurdas contradicciones? ¿Qué diablos hace una shiksa polaca tan guapa como tú en el consultorio de un quiropráctico llamado Blackstock, y dónde puñeta aprendiste el yiddish? Y, para terminar, ¡qué diantre!, vas a tener que soportar de nuevo mi entrometida nariz, porque te diré que me preocupa tu situación, ¿comprendes?, y he de saber estas y otras cosas. Sí, para terminar, ¿dónde te tatuaron ese número en el brazo? No quieres hablar de ello, lo sé. Detesto hacer preguntas, pero creo que has de decírmelo.
Sophie dejó caer su cabeza hacia atrás, contra el deslucido respaldo de la rosácea y crujiente silla. Pensó con resignación que, si se lo contaba ahora por encima, tal vez saciaría su curiosidad y con un poco de suerte no tendría que explicarle cosas más sombrías y complejas que se veía incapaz de revelar o describir a nadie. Claro que, por otra parte, también podía resultar absurdo y ofensivo ser tan enigmática, tan ostentosamente reservada respecto a algo que, al fin y al cabo, todo el mundo debería haber sabido.
Sin embargo, pasaba algo raro: la gente, allí, en Norteamérica, pese a todos los hechos publicados, a las fotografías y a los noticiarios cinematográficos, parecía no haberse enterado de lo que había sucedido y, en el mejor de los casos, sólo de manera vacía y superficial. Buchenwald, Belsen, Dachau, Auschwitz: nada más que estúpidas consignas. Esta incapacidad de comprender las cosas a un nivel de conciencia real era otra de las razones por las que tan raramente había hablado a alguien de ello, dejando aparte el lacerante dolor que sentía al evocar aquella parte de su pasado. En cuanto a este dolor sabía, ya antes de hablar, que lo que estaba a punto de decir le causaría un sufrimiento casi físico, como el de volver a abrir, desgarrándola, una herida casi totalmente curada…, como el de querer andar con una pierna rota antes de que se soldara por completo el hueso; pero Nathan había demostrado ampliamente, después de todo, que sólo quería ayudarla; y ella sabía que necesitaba la ayuda que él le brindaba —podría decirse que desesperadamente—, además de que se había hecho acreedor, por lo menos, de un esquemático bosquejo de su historia reciente.
Así pues, empezó a hablar de ello a Nathan, teniendo a su favor el tono neutro, totalmente desprovisto de sensacionalismo, que era capaz de emplear:
—En abril de 1943 fui enviada al campo de concentración Auschwitz-Birkenau, en el sur de Polonia. Se hallaba cerca de la ciudad de Oswiecim. Antes había vivido en Varsovia. Residí allí durante tres años, desde principios de 1940, que fue cuando tuve que dejar Cracovia. Tres años es mucho tiempo, y aún faltaban dos más para que terminara la guerra. A menudo he pensado que habría podido vivir aquellos dos años a salvo si no hubiese cometido una méprise…, perdóname, una equivocación. Esta equivocación no pudo ser más tonta; me detesto a mí misma cuando pienso en ello. Con el cuidado que tenía… Era tan cuidadosa, tan cauta, que me avergüenza admitir lo que me sucedió. Hasta entonces, ¿sabes?, pude permanecer al margen de todo. No era judía, no vivía en ningún gueto; no podían detenerme, pues, por este motivo. Tampoco trabajé para nada que pudiera estar relacionado con la Resistencia; franchement, me parecía demasiado peligroso; podía verme envuelta en una situación en que… Bueno, prefiero no hablar de eso. De cualquier modo, puesto que no trabajaba para la Resistencia, tampoco tenía que preocuparme de que me detuvieran por esta razón. Me detuvieron por un motivo que a ti te parecerá muy absurdo: por llevar carne a Varsovia desde la casa que unos amigos míos poseían en el campo, muy cerca de la ciudad. Estaba terminantemente prohibido tener carne, pues debía destinarse en su totalidad al consumo del ejército alemán. Pero me arriesgué a que me cogieran para poder alimentar mejor a mi madre. Mi madre estaba muy enferma; tenía, ¿cómo lo decís?… la consomption.
—Tuberculosis —dijo Nathan.
—Sí. Había tenido la tuberculosis años antes, en Cracovia, aunque luego se curó. Pero volvió a manifestársele en Varsovia, ¿sabes?, con aquellos inviernos tan fríos, sin nada con que calentarse y casi sin alimentos, pues todo era para los alemanes… En realidad, estaba tan enferma que todos creían que moriría. Yo no vivía con ella, aunque tampoco estaba muy lejos. Pensé que si conseguía aquella carne podría ayudar a que el estado de mi madre mejorara. Así que un domingo me fui a aquel pueblo y compré un jamón, cosa que, como te he dicho, estaba prohibida; pero al regresar a la ciudad, dos agentes de la Gestapo me dieron el alto y descubrieron el jamón. Me detuvieron y me llevaron a la prisión de la Gestapo en Varsovia. No me permitieron volver al lugar donde vivía, y nunca volví a ver a mi madre. Mucho más tarde supe que había muerto algunos meses después de mi detención.
En la habitación de Sophie, la atmósfera se había vuelto húmeda y sofocante, por lo que mientras ella hablaba Nathan se levantó para abrir la ventana de par en par. Una fresca brisa agitó ligeramente las rosas amarillas que él le había traído, y la estancia se llenó del rumor de la lluvia. La llovizna se había convertido en aguacero y, poco más allá de los prados del parque, los rayos parecían hender, de vez en cuando, un roble o un olmo con un instantáneo fulgor casi simultáneo con el retumbar de un trueno. Nathan se quedó junto a la ventana, contemplando aquella súbita tempestad vespertina con las manos enlazadas detrás de la espalda.
—Sigue, sigue —dijo—. Te escucho.
—Pasé muchos días y noches en la cárcel de la Gestapo. Después, me llevaron en tren a Auschwitz. El viaje duró dos días y una noche completos; en tiempos normales, el tren hacía el mismo recorrido en seis o siete horas. En Auschwitz había dos campos de concentración completamente separados: el de Auschwitz y, a unos pocos kilómetros de distancia, el llamado de Birkenau. Había entre los dos campos una diferencia que debe tenerse en cuenta, pues mientras que el de Auschwitz era usado como campo de trabajo, trabajo de esclavos, el de Birkenau sólo se utilizaba para una cosa: el exterminio. Cuando bajé del tren me seleccionaron, pero no para ir a… a… a Birkenau y a las… —Con disgusto, Sophie sintió que su delgada capa exterior de frialdad comenzaba a estremecerse y a agrietarse y su compostura a descomponerse; advirtió un trémulo quiebro en su voz. Tartamudeaba, pero no tardó en recuperar el dominio de sí misma—. No para ir a Birkenau y a las cámaras de gas, sino a Auschwitz, para trabajar. Fue así porque yo tenía la edad apropiada, y también buena salud, para el trabajo. Estuve veinte meses en Auschwitz. Cuando llegué, a todos los que eran seleccionados para morir se les enviaba a Birkenau, pero poco después en Birkenau sólo se mataba a los judíos. Quiero decir que se convirtió en un lugar destinado solamente al exterminio de judíos. Había aún otro sitio, no muy lejos de allí: una vasta usine, una fábrica, en la que producían cautchouc… synthétique. Los prisioneros del campo de concentración de Auschwitz también trabajaban en esta… fábrica, pero los prisioneros de Auschwitz servían, sobre todo, para ayudar a exterminar a los juifs de Birkenau. Por lo tanto, el campo de Auschwitz llegó a componerse casi sólo de personas que los alemanes llamaban arias, las cuales trabajaban para mantener los crematorios de Birkenau. Para ayudar a matar judíos. Pero hay que tener presente que se contaba con que los prisioneros arios, finalmente, también morirían. Cuando la fuerza y la santé hubieran desaparecido de su cuerpo, cuando fuesen inútiles, también serían eliminados, a tiros o con el gas de Birkenau.
No era mucho el tiempo que Sophie había invertido en decir todo esto, pero su dicción iba derivando rápidamente hacia el francés y se sentía muy fatigada a causa de su enfermedad —fuera la que fuese—, por lo que decidió hacer su crónica aún más corta de lo que se había propuesto. Prosiguió, pues, de este modo:
—Sólo que yo no morí. Supongo que tuve más suerte qucf' otros. Durante algún tiempo, me hallé en una situación más favorable que la de otros prisioneros por conocer el alemán y el ruso, especialmente el alemán. Esto supuso una ventaja para mí, ¿sabes?, porque durante aquel tiempo comí mejor, me vestí algo mejor y conservé fuerzas suficientes para sobrevivir. Pero esta situación no duró mucho tiempo, al menos el que yo quería que durase, y al final estaba como los demás. Pasé hambre, y por haber pasado hambre tuve el scorbut…, escorbuto, creo que decís en vuestra lengua…, y después el tifus y la scarlatine. Como he dicho, estuve allí veinte meses, pero sobreviví. Sé que si hubiese estado veinte meses y un día en aquel lugar, estoy segura, habría muerto. —Hizo una pausa—. Ahora dices que tengo anemia, y creo que debes de estar en lo cierto. Lo digo porque, después de que me liberaran de aquel horrible sitio, hubo un médico, un doctor de la Cruz Roja, que me dijo que tuviera cuidado porque podía desarrollárseme eso. La anemia, quiero decir… —Su agotada voz se desvaneció en un suspiro—. Pero me había olvidado de ello. Había en mi cuerpo tantas cosas que andaban mal, que me olvidé de ésa; precisamente de ésa.
Permanecieron silenciosos por algún tiempo, escuchando las ráfagas del viento y el tamborileo de la lluvia. El aire, limpio tras la tempestad, entraba en frías rachas a través de la ventana abierta, trayendo del parque un olor de tierra empapada, de frescor y limpieza. El viento iba amainando y el retumbar de los truenos se alejaba hacia el oeste, en dirección a Long Island. Al poco rato, sólo llegaba de la oscuridad exterior el leve sonido de un intermitente goteo y una suave brisa, solamente alterados por el distante rumor de los coches que se deslizaban por las calles mojadas.
Pero luego recordó que no era preciso que se fuera, al menos en aquel momento. La última parte de Las bodas de Fígaro sonaba en la radio, y la escucharon juntos sin hablar —ella tendida en su cama y él sentado en una silla a su lado—, mientras las mariposas nocturnas revoloteaban alrededor de la débil luz de la bombilla de la lámpara que colgaba sobre ellos. Sophie cerró los ojos, adormilada, a punto de cruzar el umbral de un extraño pero tranquilo sueño en que la alegre música redentora se mezclaba, en suave confusión, con la fragancia de la hierba y la lluvia. En cierto momento notó en su mejilla, con un movimiento tan ligero y delicado como el del ala de una mariposa, el roce de las yemas de los dedos de Nathan que describieron una suave y corta trayectoria, de unos dos segundos de duración… Luego no sintió nada más y se durmió.
Con todo, vuelve a ser necesario hacer constar que tampoco esta vez Sophie fue completamente sincera en la narración de hechos pasados, aun considerando su intención de que el relato resultara lo más breve posible. Me enteré más tarde, cuando ella misma me confesó que había omitido muchos hechos decisivos en la historia que contó a Nathan. En realidad, no mintió (como hizo conmigo respecto a uno o dos importantes aspectos de sus primeros años en Cracovia), ni tampoco inventó o deformó nada esencial; y es fácil justificar casi todo lo que dijo aquella tarde a Nathan. Su breve observación de la función de Auschwitz-Birkenau —aunque, por supuesto, muy simplificada— es básicamente exacta y, en cuanto a la naturaleza de sus varias enfermedades, no exageró ni minimizó nada. Por lo que se refiere a todo lo demás, no hay motivos de duda: su madre, con su enfermedad y su muerte, el episodio de su detención por haber comprado y transportado vituallas prohibidas y su rápido envío a Auschwitz… ¿Por qué, entonces, omitió ciertos elementos y detalles que nadie habría podido esperar, razonablemente, que incluyera en su relato? Probablemente por la fatiga y la depresión que sentía aquella tarde. Y por muchas otras razones, al fin y al cabo, pero la palabra «culpa» que descubrí aquel verano, aparecía a menudo en su vocabulario, y ahora me percato de que un tremendo sentimiento de culpabilidad siempre presidió las constantes evaluaciones que se veía obligada a hacer de su pasado. También llegué a darme cuenta de que tendía a ver su historia reciente a través de un filtro de autorrepulsión, fenómeno nada raro, al parecer, entre las personas que han pasado por pruebas tan duras como las que ella soportó. Simone Weil escribió sobre esta clase de sufrimiento: «Los grandes padecimientos mortifican el alma, hasta lo más profundo, con la autorrepugnancia, el autodesprecio e incluso el odio a sí mismo y el sentimiento de culpabilidad que, lógicamente, el delito debiera originar y que, en cambio, no suele producir». Es, pues, muy posible que este complejo de emociones, especialmente aquel corrosivo sentimiento de culpabilidad junto con una simple pero apasionada reticencia, hubieran sido la causa de que Sophie silenciara ciertas cosas. Por lo general, se mostraba reservada respecto a su permanencia en las entrañas del infierno —reservada hasta la obsesión—, y si ella lo quería así era una actitud que debía respetarse, fuera cual fuese su motivación.
Sin embargo, es preciso aclarar ahora —aunque el hecho será seguramente revelado en el curso de esta narración— que Sophie era capaz de confiarme cosas que nunca, en toda su vida, habría dicho a Nathan. Había una razón muy simple para ello. Estaba tan caóticamente enamorada de él que su amor más bien parecía demencia; y la mayoría de las veces es a la persona amada a quien se le ocultan las más horribles verdades sobre uno mismo, aunque sólo sea por el humanísimo motivo de evitarle penas inútiles. Pero al mismo tiempo, Sophie necesitaba exteriorizar ciertas circunstancias y acontecimientos de su pasado; creo que, sin tener conciencia de ello, buscaba a alguien que sustituyera a los confesores religiosos de quienes tan fríamente había prescindido. Yo, Stingo, cumplía todos los requisitos. Mirando hacia atrás, comprendo que sin duda le habría resultado insoportable —hasta el punto de poner en peligro su salud mental— guardar en absoluto secreto ciertas cosas; esto se evidenció especialmente a medida que fue avanzando el verano, con su ambiente de brutales emociones y con el estado de las relaciones entre Sophie y Nathan que llegaron muy cerca de una ruptura total. En aquellos momentos de máxima vulnerabilidad para ella, su necesidad de expresar su sufrimiento de palabra era tan imperiosa que podía compararse al inicio de un grito; y yo siempre estaba a punto de escucharla con mi oído incansable y mi canina idolatría. También comencé a ver que, si las peores partes de la pesadilla que Sophie había vivido eran tan absurdas e incomprensibles como para que una persona tan persuasible como yo no las aceptara sin algunos reparos —aunque no con abierto desafío—, no hubieran sido aceptadas en ningún caso por Nathan. No le habría creído o habría pensado que se había vuelto loca. Incluso, en uno de sus arranques, quizás hubiese intentado matarla. ¿Cómo habría podido reunir la habilidad y las fuerzas necesarias para contar a Nathan, por ejemplo, el episodio en que se vio implicada con el Obersturmbannführer Rudolf Franz Höss, teniente coronel de las SS y comandante de Auschwitz?
Antes de volver a Nathan y a Sophie, a sus días y meses de convivencia y a otros acontecimientos, detengámonos un instante en Höss. Höss figurará más adelante en nuestra narración como uno de los villanos principales de nuestro reparto de personajes, pero tal vez sea más oportuno empezar a hablar ahora de este moderno monstruo gótico. Después de haberlo borrado de su memoria desde hacía mucho tiempo, me dijo Sophie, había irrumpido recientemente en su conciencia justo unos pocos días antes de que yo fuera a residir en lo que habíamos acabado por llamar el Palacio Rosado. También en aquella ocasión un vagón del metro, en las profundidades del subsuelo de Brooklyn, fue escenario del horror de Sophie. Estaba hojeando un número de Look, de varias semanas atrás, cuando la imagen de Höss apareció bruscamente en una página, causándole tal sobresalto que el grito ahogado que salió de su garganta hizo estremecer, en un movimiento reflejo, a la mujer que estaba sentada a su lado. En aquella fotografía, Höss se hallaba muy próximo a un ajuste de cuentas definitivo. Su rostro era una máscara inexpresiva. Esposado, demacrado y sin afeitar, el jefe del campo de concentración había sido sacado de su encierro, evidentemente, para hacer un cortísimo viaje. Su cuello estaba rodeado por una cuerda que pendía de una rígida horca metálica, en torno a la cual se veía un grupo de soldados polacos que se aprestaban a hacer los últimos preparativos para mandarlo cuanto antes al otro mundo. Mirando más allá de la vil figura, que tenía la cara pasmada e inexpresiva como la de un actor que interpretara a un zombie en el centro del escenario, los ojos de Sophie buscaron, encontraron y luego identificaron el borroso pero indeciblemente familiar telón de fondo: la achaparrada mole del primitivo crematorio de Auschwitz. Dejó caer la revista y bajó del tren en la siguiente estación, tan trastornada por aquella terrible intrusión en su memoria que anduvo vagando por los paseos cercanos al museo y al jardín botánico durante varias horas antes de aparecer por el consultorio del doctor Blackstock, quien dijo, al ver su cara de enajenada:
—No habrá visto usted un fantasma…, supongo.
Sin embargo, al cabo de dos o tres días, ya había conseguido expulsar aquella imagen de su mente. Durante los meses que precedieron a su juicio y ejecución, Rudolf Höss redactó un documento —cosa desconocida por Sophie y, en general, por todo el mundo— que, dentro de los límites de su relativa brevedad, dice tanto como podría expresar una obra dedicada totalmente a describir una mente arrebatada por la embriaguez del totalitarismo. Tendrían que pasar años antes de que se tradujera al inglés (de un modo excelente por Constantine Fitz-Gibbon). Ahora convertida en un volumen llamado El campo de concentración de Auschwitz visto por las SS —publicada por el museo del estado polaco existente hoy día en el campo de concentración—, esta anatomía de la psique de Höss puede ser examinada por todo aquel que tenga sed de saber sobre la verdadera naturaleza del mal. Sí, debieran leerla en todo el mundo los profesores de filosofía, los ministros del Evangelio, los rabinos, los chamanes, todos los historiadores, políticos y diplomáticos, las personas de cualquier sexo o credo que claman por la libertad, los abogados, jueces y criminólogos, los comediógrafos de vanguardia, los directores cinematográficos, los periodistas…, en pocas palabras, todo aquel que se preocupe, siquiera remotamente, por influir en la conciencia de sus semejantes. Y esto incluye a nuestros queridos hijos, esos incipientes líderes norteamericanos que ahora son estudiantes de octavo curso, quienes deberían leerlo junto con El guardián entre el centeno de Salinger, El Hobbit y la Constitución. Porque en esta confesión se descubre que, en realidad, no sabemos nada sobre el mal verdadero: pues la imagen que de éste se da en la mayoría de novelas, películas y obras teatrales es mediocre si no falsa: generalmente, una mezcla de violencia, fantasía, terror neurótico y melodrama.
Este «mal imaginario» —citando de nuevo a Simone Weil— es «romántico y variado, mientras que el verdadero mal es tenebroso, monótono, estéril, aburrido». Indudablemente, estas palabras caracterizan a Rudolf Höss y el modo de funcionar de su mente, un organismo tan abrumadoramente banal que podría ser un paradigma de la tesis con tanta elocuencia expresada por Hannah Arendt algunos años después de que fuera ahorcado. No puede afirmarse que Höss fuera un sádico; tampoco era un hombre violento o particularmente amenazador. Podría incluso decirse de él que poseía cierta ética en el cumplimiento de sus obligaciones. En efecto, Jerzy Rawicz, el editor polaco de la autobiografía de Höss, él mismo superviviente de Auschwitz, tiene la clarividencia necesaria para censurar a ciertos compañeros de cautiverio por las declaraciones que hicieron, responsabilizando a Höss de palizas y torturas. «Höss nunca se habría rebajado a hacer tales cosas —insiste Rawicz—. Tenía deberes más importantes que cumplir.» El comandante de Auschwitz era un hombre hogareño, como tendremos ocasión de observar, pero también un ser dedicado ciegamente a un deber y a una causa; así pues, se convirtió en un mero servomecanismo, en el cual se consiguió un vacío moral tan perfecto, tan limpio del menor escrúpulo o remordimiento de conciencia, que sus propias descripciones de los abominables crímenes que perpetraba diariamente parecen flotar a menudo fuera del mal, separados de él, como fantasmas de una cretina inocencia. No obstante, este autómata estaba hecho de carne y hueso, como usted y como yo; había sido educado como un cristiano y habría podido ser sacerdote católico; los cargos de conciencia, e incluso los remordimientos, aparecen en él como si se viera atacado por una extraña enfermedad, y es esta fragilidad, la reacción humana que se agita dentro del implacable y obediente robot, lo que contribuye a que sus memorias sean tan fascinantes, tan horripilantes e ilustrativas.
Bastarán sólo unas palabras sobre los primeros años de su vida. Nacido en 1900, el mismo año y bajo el mismo signo astrológico que Thomas Wolfe («Ah, Fantasma perdido, por el viento afligido…»), Höss era hijo de un coronel retirado del ejército alemán. Su padre quería que entrara en el seminario, pero estalló la Primera Guerra Mundial y, cuando Höss no era más que un mozalbete de dieciséis años, ingresó en el ejército. Participó en varios combates en Oriente Medio —Turquía y Palestina— y, a los diecisiete años, fue el militar con grado de clase de tropa más joven de las fuerzas armadas alemanas. Después de la guerra se afilió a un grupo nacionalista militante, y en 1922 conoció al hombre que lo subyugaría durante todo el resto de su vida: Adolf Hitler. Fue tanta la impresión que los ideales del nacionalsocialismo y su líder causaron a Höss, que se convirtió en uno de los primeros en llevar de buena fe el carnet del partido nazi. Pronto aprendió que el asesinato era el principal deber de su vida. Su primera víctima fue un maestro llamado Kadow, jefe de una facción política liberal que los nazis consideraban contraria a sus intereses. Después de cumplir seis años de reclusión de una sentencia de cadena perpetua, Höss optó por la agricultura en Mecklemburgo, se casó y, al correr del tiempo, fue padre de cinco hijos. Parece ser que aquellos años fueron muy duros para él, dedicado a cultivar el trigo y la cebada cerca del tormentoso Báltico. Su necesidad de una vocación más estimulante fue colmada cuando, hacia 1935, se encontró casualmente con un antiguo amigo de los primeros días de la Bruderschaft o Hermandad, Heinrich Himmler, quien le persuadió con facilidad de que abandonara el arado y la azada y probara las ventajas que podían ofrecerle las SS. Himmler, cuya biografía lo revela, entre otras cosas, como un insuperable catador de asesinos, adivinó seguramente en Höss a un hombre hecho a la medida para la importante clase de trabajo que tenía prevista, pues Höss, durante los siguientes dieciséis años de su vida, ocupó el cargo de comandante de varios campos de concentración o estuvo situado en los escalones más altos relacionados con su administración. Antes de Auschwitz, su puesto más importante fue en Dachau.
Höss llegó a establecer lo que podría llamarse unas fructíferas —o por lo menos simbióticas— relaciones con el hombre que sería su permanente superior: Adolf Eichmann. Eichmann estimulaba las dotes naturales de Höss, lo que condujo a algunos de los más notables adelantos en die Todentechnologie, la tecnología de la muerte. En 1941, por ejemplo, Eichmann comenzó a darse cuenta de que el problema judío era fuente de intolerables molestias, no sólo por la obvia inmensidad de la tarea que se acercaba, sino sobre todo por las simples dificultades prácticas que implicaba la «solución final». El exterminio masivo, llevado a cabo hasta entonces por las SS en unas proporciones relativamente modestas, se efectuaba disparando a las víctimas con armas de fuego —lo que presentaba problemas derivados del simple derramamiento de sangre, la ineficacia y la poca habilidad de los ejecutores—, o bien mediante la introducción de monóxido de carbono en un espacio herméticamente cerrado, método que era también ineficiente y prohibitivo por el gasto de tiempo que requería. Fue Höss quien, tras observar la eficacia de un compuesto hidrocianúrico llamado Zyklon B cuando se usaba en forma de vapor contra las ratas y los insectos que infestaban Auschwitz, sugirió estos medios de liquidación a Eichmann, quien, según el propio Höss, aceptó la idea en el acto, si bien más tarde lo negó. (No se comprende cómo estos experimentos estaban tan atrasados. Los gases de cianuro ya se usaban en ciertas cámaras de ejecución norteamericanas desde hacía más de quince años.) Höss tomó a novecientos rusos como conejos de indias y comprobó que aquel gas era adecuadísimo para despachar seres humanos, por lo que a partir de entonces se empleó para eliminar incontables prisioneros de Auschwitz y a recién llegados de cualquier origen, aunque después de primeros de abril de 1943 sólo se utilizó contra los judíos y los gitanos. Höss fue también un innovador en el uso de técnicas como campos de minas en miniatura con el fin de que éstas estallaran al ser pisadas por los prisioneros que se fugaban o los que rebasaban determinados límites prohibidos, vallas conectadas a corriente de alto voltaje para electrocutarlos y —un capricho del que estaba orgulloso— una jauría de feroces perros alsacianos y dóbermans conocidos por Hundestaffel —algo así como «escuadrilla perruna»— que dieron a Höss una mezcla de alegrías y sinsabores (fuente de constante preocupación a lo largo de sus memorias), pues los perros, pese a haber sido entrenados en la más feroz persecución de los prisioneros, incluyendo el matarlos a mordeduras, se volvían a veces torpes e ingobernables, además de poseer una rara habilidad para encontrar escondidos rincones donde echarse a dormir. En gran parte, sin embargo, sus originales ideas y la fertilidad de su inventiva tuvieron suficiente éxito como para que pueda decirse que Höss —en una perfecta parodia del modo como Kock, Ehrlich, Roentgen y otros alteraron el aspecto de la ciencia médica durante la gran floración científica alemana de la segunda mitad del siglo pasado— llevó a cabo en el concepto global de muerte masiva una duradera metamorfosis.
Por razón de su importancia histórica y sociológica, debe señalarse que de todos los coacusados de Höss en los juicios que tuvieron lugar en Polonia y Alemania después de la guerra —los sátrapas y carniceros de segunda categoría que formaban las filas de las SS en Auschwitz y otros campos de concentración—, sólo unos pocos eran de procedencia militar. Pero eso no debiera sorprender a nadie. Los militares son capaces de crímenes abominables; ejemplos de ello sólo en los tiempos más recientes: My Lai, Grecia, por citar sólo un par de ellos. No obstante, equiparar la mentalidad militar con el verdadero mal y atribuirlo de modo exclusivo a los coroneles o a los generales es una falacia «liberal»: el mal secundario, del cual es con frecuencia capaz el militar, es agresivo, romántico, melodramático, estremecedor y orgásmico; el mal verdadero, el sofocante mal de Auschwitz —tenebroso, monótono, estéril, aburrido—, fue perpetrado casi exclusivamente por civiles. Así, descubrimos que las listas de los miembros de las SS con destino en Auschwitz-Birkenau casi no contenían soldados profesionales, sino que en ellas aparece una muestra representativa de la sociedad alemana: camareros, panaderos, carpinteros, propietarios de restaurantes, médicos, un bibliotecario, un funcionario de correos, una camarera, un empleado de banco, una enfermera, un cerrajero, un bombero, un funcionario de aduanas, un asesor jurídico, un fabricante de instrumentos musicales, un especialista en construcción de máquinas, un ayudante de laboratorio, el dueño de una empresa de transportes… La lista sigue con una continua enumeración de las ocupaciones más comunes y familiares. Sólo cabe añadir la observación de que el mayor liquidador de judíos de la historia, el torpe Heinrich Himmler, se dedicaba a la cría de pollos.
En realidad, no hay ninguna revelación en todo esto: en los tiempos modernos, la mayor parte de los daños atribuidos a los militares han sido aconsejados y consentidos por la autoridad civil. Respecto a Höss, su caso es más bien una anomalía, tanto más cuanto que su carrera antes de Auschwitz se dividía entre la agricultura y la milicia. La evidencia de los hechos demuestra que siempre estuvo excepcionalmente dedicado a lo que él consideraba su deber, y es precisamente esta rigurosa e inflexible actitud de su espíritu —el concepto del deber y la obediencia por encima de todo, que permanece firme e imperturbable en la mente de todo buen soldado— lo que hace que sus memorias sean tan desoladoramente convincentes. Al leer su enfermiza crónica, uno llega a convencerse de que Höss es sincero cuando expresa sus reparos —incluso su secreta repugnancia— ante determinados gaseamientos, cremaciones o «selecciones», y de que concurrieron oscuras dudas en los actos que tuvo que cometer. Uno tiene la sensación de que detrás de él, mientras escribe, acecha la presencia espectral del muchacho de diecisiete años, el brillante y prometedor Unterfeldwebel —el subsargento del ejército de otra época en la que distintas nociones del honor, el orgullo y la rectitud impregnaban el código prusiano—, y de que el chico queda perplejo ante la abominable depravación en que él mismo, convertido en hombre, se ha encenagado. Pero esto pertenece a otro tiempo y lugar, a otro Reich, y el muchacho es desterrado a la más lejana oscuridad llevándose consigo el horror, que retrocede y se desvanece mientras el condenado ex Obersturmbannführer garrapatea infatigablemente para justificar sus bestiales hazañas en nombre de una insensata autoridad, de la llamada del deber y de la obediencia ciega.
Uno queda convencido, hasta cierto punto, por la ecuanimidad de esta afirmación: «Debo subrayar que nunca he odiado personalmente a los judíos. Es cierto que los he tenido por unos enemigos de nuestro pueblo. Pero precisamente por esto no he visto diferencia alguna entre ellos y los demás prisioneros, por lo que los he tratado siempre de la misma manera. Nunca hice distinciones. En cualquier caso, el sentimiento de odio es ajeno a mi modo de ser». En el mundo de los crematorios, el odio es una temeraria y desenfrenada pasión incompatible con la monotonía de la tarea cotidiana. Especialmente si un hombre se ha dejado extirpar todas estas perturbadoras emociones, la cuestión de discutir una orden o de desconfiar de ella se vuelve académica; Höss obedece inmediatamente:
«Cuando, en el verano de 1941, el Reichsführer de las SS [Himmler] me dio la orden de preparar en Auschwitz las instalaciones para el exterminio masivo, y de llevar a cabo personalmente este exterminio, yo no tenía la menor idea de su importancia y consecuencias. Era sin duda una orden extraordinaria y monstruosa. Sin embargo, las razones que había detrás de la orden me parecieron correctas. No reflexioné sobre ellas en aquel momento: me habían dado una orden y yo debía cumplirla. El hecho de que aquel exterminio de judíos fuera o no necesario, era algo sobre lo que yo no podía permitirme opinar, pues mi perspectiva no era lo suficientemente amplia.»
Y comienza la carnicería bajo la estrecha, vigilante e impasible mirada de Höss:
«Yo tenía que mostrarme frío e indiferente ante hechos que habrían roto el corazón a cualquiera con sentimientos humanos. Ni siquiera podía desviar la mirada cuando me sentía horrorizado; no podía permitir que mis emociones naturales llegaran a conocimiento de mis superiores. Tenía que mirarlo todo con frialdad: por ejemplo, cómo las madres eran introducidas en las cámaras de gas con sus hijos, que lloraban o reían inocentemente según los casos…
»En una ocasión, dos pequeñuelos estaban tan entregados a su juego que se negaron a que su madre se los llevara. Incluso los judíos del Destacamento Especial se mostraron reacios a recoger a las criaturas. La implorante mirada en los ojos de aquella madre, que seguramente sabía lo que estaba sucediendo, es algo que nunca olvidaré. La gente ya estaba dentro de la cámara de gas y empezaba a alborotarse, por lo que tuve que actuar. Todos me miraban. Hice una señal con la cabeza al oficial de guardia más joven, quien cogió en brazos a los niños, a pesar de su llanto y de la resistencia que ofrecían, y los llevó hasta el interior de la cámara de gas, junto a su madre, que lloraba de la manera más desesperada y conmovedora. Mi piedad era tan grande que ansiaba esfumarme de la escena: sin embargo, no pude dar la menor muestra de emoción. [Arendt escribe: «El problema estaba no tanto en el modo de dominar la propia conciencia como en la manera de vencer la piedad animal que sienten todos los hombres normales en presencia del sufrimiento físico. El truco que usaban… era muy simple, y probablemente muy eficaz; consistía en volver aquellos instintos hacia sí mismos. Con lo que, en vez de decir: “¡Qué cosas más horribles he hecho a la gente!”, los asesinos podían decir: “¡Qué cosas más horribles he tenido que contemplar mientras cumplía con mi deber! ¡Cómo ha pesado aquella tarea sobre mis hombros!”».] Tenía que verlo todo. Tenía que observar, hora tras hora, de día y de noche, el traslado y la cremación de los cuerpos, la extracción de sus dientes, el corte de su pelo, toda la espeluznante e interminable tarea. Tenía que soportar durante horas el horrible hedor de los cadáveres, desde que se abrían las fosas hasta que los cuerpos eran sacados de ellas para ser quemados.
»Tenía que contemplar el interior de las cámaras de gas a través de una mirilla de observación y vigilar el propio proceso de la muerte, porque los doctores querían que así lo hiciese… En más de una ocasión, el Reichsführer de las SS envió a Auschwitz a destacados líderes del partido y a oficiales de las SS para que pudieran ver por sí mismos cómo se llevaba a cabo el exterminio de los judíos… Me preguntaban repetidamente cómo yo y mis hombres podíamos contemplar aquellas operaciones y cómo era posible que las soportáramos. Mi invariable respuesta era que la férrea determinación con que debíamos cumplir las órdenes de Hitler sólo era posible sofocando todas las emociones humanas.»
Pero el mismo granito se habría conmovido ante aquellas escenas. Un convulsivo desaliento, jaquecas, ansiedad, estremecedoras dudas, temblores internos, un pesimismo melancólico —el Weltschmerz— que deja atrás toda comprensión…, todo eso abruma a Höss mientras el proceso de la muerte, del asesinato, alcanza su momento culminante. Se siente sumergido en mundos que están más allá de la razón, de la cordura, de cualquier creencia, de Satanás. Y, sin embargo, su tono es lastimoso, elegiaco: «Tan pronto como comenzaron las ejecuciones masivas, dejé de ser feliz en Auschwitz… Si me encontraba profundamente afectado por algún incidente, me era imposible volver a casa con mi familia. En tales casos, montaba en mi caballo y cabalgaba hasta que había ahuyentado la terrible imagen. A menudo, por la noche, recorría los establos para buscar alivio entre mis queridos animales. Cuando veía a mis hijos jugando felizmente o a mi esposa encantada con el más pequeño, con frecuencia me asaltaba este pensamiento: “¿Cuánto tiempo durará nuestra dicha?”. Mi esposa nunca pudo comprender mis malos humores; los atribuía a alguna preocupación relacionada con mi trabajo. A mi familia, nada le faltaba en Auschwitz. Mi esposa o mis hijos tenían asegurada la satisfacción de cualquier deseo que expresaran. Los niños podían vivir libres y sin trabas. El jardín de mi esposa era un paraíso de flores. Los prisioneros nunca perdían la oportunidad de demostrar su amabilidad con mi esposa o mis hijos, con lo que atraían nuestra atención. Ningún prisionero puede haber dicho nunca que recibiera malos tratos en nuestra casa. El mayor placer de mi esposa habría sido el de hacer un regalo a cada uno de los prisioneros que, de un modo u otro, estaban relacionados con nuestro hogar. Los niños no cesaban de pedirme cigarrillos para los prisioneros. Estaban especialmente encariñados con los que trabajaban en nuestro jardín. Toda mi familia mostraba una gran afición por la agricultura y un intenso amor a los animales, cualquiera que fuese su clase. Cada domingo, tenía que llevarlos a todos a visitar los establos, y nunca pasábamos por alto las perreras donde guardábamos los perros. Los dos caballos y el potrillo eran nuestros predilectos. Los niños siempre tenían animales en el jardín; los prisioneros no cesaban de traérselos. Tortugas, martas, gatos, lagartos: siempre podía verse algo nuevo e interesante en aquel lugar. En verano, mis hijos chapoteaban en el pequeño estanque del jardín o en el río Sola, aunque su mayor alegría era bañarse con papá. Pero él tenía tan poco tiempo para estos placeres infantiles…».
Y fue a aquel palacio encantado adonde fue a parar Sophie durante el otoño de 1943, en un tiempo en que las ondeantes llamas de los crematorios de Birkenau resplandecían tan intensamente que el mando militar alemán de la región —situado a cien kilómetros de distancia, cerca de Cracovia— llegó a temer que los fuegos atrajeran incursiones aéreas enemigas, y en que, de día, un azulado velo procedente de la combustión de la carne humana oscurecía la dorada luz otoñal del sol e iba a posarse sobre todas las cosas, sobre el jardín, sobre el pequeño estanque, sobre el huerto, sobre los establos, sobre los setos, con su leve pero penetrante hediondez de osario. No recuerdo que Sophie me hubiera dicho que Frau Höss le hubiese entregado ningún regalo, pero el hecho de que ella, durante su breve estancia bajo el techo del comandante, no fuera maltratada de ningún modo y en ningún momento, lo mismo que los demás prisioneros, confirma la confianza que uno pueda tener en la veracidad del relato de Höss. A pesar de todo, tal como fueron las cosas, Sophie no tuvo precisamente motivos de agradecimiento.