5

Hacia las dos semanas de haberme instalado confortablemente en mi rosáceo aposento, recibí otra comunicación de mi padre. Era una carta fascinante en sí, aunque apenas podía darme cuenta en aquel momento de la influencia que tendría sobre mi amistad con Sophie y Nathan y los turbulentos acontecimientos posteriores de aquel mismo verano. Como la última de las cartas suyas que he citado —la que se refería a María Hunt—, este mensaje tenía que ver con una muerte, y, como el anterior —donde mi progenitor me hablaba de Artiste—, me trajo noticias sobre algo que podía llamarse herencia o su participación en ella. Transcribo aquí la mayor parte de la carta:

Hijo mío, hoy hace diez días que mi querido amigo y rival político y filosófico Frank Hobbs murió de repente en su despacho del astillero. Fue una trombosis muy rápida, casi instantánea, diría yo. Sólo tenía sesenta años, una edad que con cierta desesperanza he comenzado a ver que se halla virtualmente en la marea de equinoccio invernal de la vida. Su fallecimiento me afectó mucho y he sentido profundamente su pérdida. Sus opiniones políticas, por supuesto, eran deplorables —lo situaban, diría yo, a diez kilómetros a la derecha de Mussolini—, pero por otra parte era lo que nosotros, hijos de esta tierra, hemos llamado siempre «un buen chico», y echaré de menos su voluminosa y generosa, presencia, a pesar de su fanatismo, cuando íbamos al trabajo en el coche. Era, en muchos aspectos, un hombre trágico: solo, viudo, y doliéndose de su único hijo, llamado Frank como él, que como recordarás se ahogó cuando tenía unos veinte años, no hace mucho tiempo, en un accidente de pesca, allá en Albemarle Sound. Frank —el padre— no dejó herederos, y éste es el motivo principal de esta carta, así como la razón de que sea un poco larga.

Hace algunos días el abogado de Frank me llamó para decirme, con gran sorpresa por mi parte, que soy el principal beneficiario de su legado. Frank tenía poco dinero —simples ahorros— y carecía de inversiones, pues sólo había sido, como yo, un empleado con un buen sueldo dentro —o tal vez a horcajadas— del monstruoso leviatán conocido como negocios norteamericanos. Siento, pues, no poder anunciarte el inminente envío de un gordo cheque que aligere tus preocupaciones mientras te halles entregado a tus tareas literarias. Sin embargo, hace muchos años que Frank era propietario, y dueño ausente, de una pequeña granja cacahuetera en Southampton County, lugar relacionado con la familia Hobbs desde la guerra civil. Y es esta granja la propiedad que me dejó Frank, haciendo constar en su testamento que, aun cuando puedo hacer con la finca lo que me plazca, desearía que yo siguiera cultivándola como él, no pensando en las modestas ganancias que pueden obtenerse de veinticinco hectáreas de cacahuetes, sino en disfrutar del agradable campo, con su verdor y frescura, donde está situada la granja, sin olvidar el encanto del pequeño río que discurre cerca de ella. Debió de darse cuenta de lo mucho que me gustaba el lugar, que visité varias veces con él al correr de los años.

Sin embargo, este extraordinario y conmovedor gesto de Frank me ha puesto, me temo, en un aprieto. Si bien me gustaría hacer todo lo posible por no vender la finca, dudo de que mi temperamento, después de tantos años, siga siendo el adecuado para llevar una granja (aunque, de muchacho, sabía muy bien cómo se manejaban la pala y el azadón), incluso como propietario ausente, como lo era Frank; aun en este caso, el asunto requiere mucho trabajo y mucha atención y, además, mientras que Frank sólo pensaba en retirarse allí, yo me vería obligado a dejar mi trabajo en el astillero. De todos modos, la proposición es atractiva, claro está. Hay allí dos arrendatarios negros muy capaces y fiables, y puede decirse que el equipo está en buenas condiciones. La vivienda principal está muy bien acondicionada y sería un buen refugio para los fines de semana, sobre todo considerando su proximidad al maravilloso río donde se puede pescar. Los cacahuetes producen ahora dinero, especialmente desde que la última guerra les abrió tantas nuevas aplicaciones. Recuerdo que Frank vendía la mayor parte de su cosecha a Planters, de Suffolk, adonde iba a parar para saciar la voraz necesidad norteamericana de mantequilla de cacahuete Skippy. Hay algunos cerdos, que, por supuesto, proporcionan los mejores jamones de la cristiandad. Hay también algunas hectáreas dedicadas a la soja y al algodón, cuya cosecha da también sus ganancias. Como puedes ver, hay varios aspectos en esta situación, aparte de los estéticos y los recreativos, que me tientan a echar una mano a las actividades agrícolas después de cuarenta años de ausencia del campo y el granero. Naturalmente, eso no me haría rico, si bien sospecho que podría aumentar siquiera un poco unos ingresos muy mermados por las necesidades de tus dos pobres tías de Carolina del Norte. Pero me veo inmovilizado por dichos escrúpulos y reservas. Y eso me lleva, Stingo, a hablarte de tu posible papel en este dilema hasta ahora sin resolver.

Lo que te propongo es que te traslades a la granja y te quedes a vivir en ella, actuando como su propietario en mi ausencia. Casi puedo notar tu desconcierto mientras lees mi sugerencia, y ver en tus ojos una expresión que dice, poco más o menos: «Pero si yo no sé absolutamente nada de ese maldito cultivo del cacahuete…». Y comprendo hasta qué punto todo esto puede parecerte inapropiado, especialmente teniendo en cuenta que has decidido probar suelte como escritor entre los yanquis. De todos modos, te pido que medites mi proposición, no porque no valore la necesidad de independencia que sin duda estás llenando en el (para mí) bárbaro Norte, sino en atención al descontento que me expresas en tus últimas cartas, de las que deduzco que tu situación no es muy floreciente, ni espiritual ni (por supuesto) económicamente. Allí, en primer lugar, tus obligaciones serían mínimas, pues Hugo y Lewis, los dos negros que viven en la finca con sus familias desde hace ya años, conocen muy bien todas las cuestiones prácticas de la granja, lo que te permitiría hacer las veces de una especie de señor rural cuya principal ocupación consistiría en escribir esa novela en que me dicen que te has embarcado. Y, además, no pagarías alquiler, y estoy seguro de que podría arreglar las cosas de modo que cobraras una pequeña remuneración suplementaria en pago de tus escasas responsabilidades.

Por último, te ruego que consideres el aliciente (que me he reservado hasta este punto) que representa la proximidad de la granja al antiguo hábitat del «viejo profeta Nat», el misterioso negro que atemorizó o (si me perdonas un término más acorde con la realidad) hizo c…r de miedo hace muchísimos años, a una infeliz Virginia defensora de la esclavitud. Nadie sabe mejor que yo lo que te fascinaba el «viejo profeta», porque jamás he podido olvidar que, sin ser todavía más que un estudiante de segunda enseñanza, siempre estabas ocupado con tus mapas y tus cartas y los pocos datos que podías reunir sobre aquel extraordinario personaje. La granja de Hobbs está sólo a un paso, a un salto, del terreno en que Nat Turner inició su terrible y sangrienta misión, y estoy seguro de que si te decidieras a residir allí podrías obtener en buena medida el ambiente y la información que necesitas para ese libro que no dudo llegarás a escribir. Te ruego que reflexiones detenidamente sobre esta proposición, hijo mío.

Mentiría si ocultara la parte de interés propio que conlleva la oferta. Tengo mucha necesidad de un encargado que me vigile la hacienda, si es que he de conservarla. Pero también es cierto, y tampoco puedo ocultártelo, que siento un gran placer en tu nombre sólo con pensar que tú, ya en camino de convertirte en el escritor que yo no logré ser, pudieras aprovechar la espléndida ocasión de vivir en aquel lugar, para sentir, ver y oler la mismísima tierra que dio nacimiento a aquel hombre tan prodigioso y tan enigmático.

Hasta cierto punto, todo aquello era muy tentador; no podía negarlo. Mi padre había incluido en la carta varias fotografías en color de la amplia y vieja finca; rodeada de altísimas hayas que le daban sombra, la granja, de mediados del siglo XIX, no parecía necesitar —aparte de una capa de pintura— apenas nada para quedar convertida en confortable residencia de alguien que deseara, y pudiese, colarse fácilmente en la gran tradición sureña de los escritores-granjeros. La dulce serenidad de aquel lugar (gansos chapoteando por la hierba de un húmedo verano, el amodorrado porche con una mecedora, los buenos de Hugo y Lewis dirigiéndome una sonrisa, llena de blanquísimos dientes y sonrosadas encías, desde el volante de un fangoso tractor) me dejó, por un instante, fascinado de veras y herido por la nostalgia del Sur. La tentación era poderosa y conmovedora, pero me duró justo el tiempo de leer la carta dos veces más y de cavilar nuevamente sobre la casa y sus familiares alrededores, todo ello sumergido en una lechosa e idílica neblina según veía en las fotografías que tenía ante mí, cosa que tal vez podía deberse a un exceso de exposición de la película. A pesar de que la carta me emocionaba y poseía, pensando prácticamente, una lógica difícil de rebatir, llegué a la conclusión de que debía rechazar la invitación de mi padre. Si su carta hubiera llegado sólo unas semanas antes, cuando la marea de mi vida se encontraba en uno de sus puntos más bajos —después de haber sido despedido de McGraw-Hill—, habría aprovechado de mil amores la oportunidad. Pero entretanto la situación se había alterado radicalmente, pues había conseguido entenderme con mi entorno. Me vi, pues, obligado a contestar a mi padre con un dolido «no». Y, al mirar ahora hacia atrás y recordar aquel prometedor momento, veo que eran tres los factores que justificaban mi sorprendente y recién nacido optimismo. Sin señalarlos por orden de importancia, estos factores eran: 1) una súbita iluminación respecto a mi novela, cuyo futuro se había presentado hasta entonces opaco y poco prometedor; 2) mi descubrimiento de Sophie y Nathan; y 3) buenas perspectivas, casi garantizadas, de plena satisfacción sexual, por primera vez en mi insatisfecha vida.

Para empezar, unas palabras sobre el libro que quería escribir. En mi carrera de escritor, siempre me han atraído los temas morbosos: suicidio, violación, asesinato, vida militar, matrimonio, esclavitud. Ya en aquella temprana etapa sabía que mi primer libro se caracterizaría por cierto grado de morbosidad —lo sentía en mis huesos; algo que podía llamarse, posiblemente, «sentido trágico»—, aunque, a decir verdad sólo tenía una vaguísima noción del tema sobre el que, tan febrilmente me proponía escribir. No obstante, también es cierto que mi cerebro poseía ya lo que suele ser un valioso componente de toda novela: el lugar. Las imágenes, los sonidos, los olores, las luces y sombras y las profundidades y bajíos acuosos de la costa de Tidewater donde nací me estaban acuciando para que les diera realidad física sobre el papel, y yo apenas podía contener mi deseo —casi ardiente anhelo— de convertir todo aquello en palabras y frases. Pero de los personajes y el argumento, de una trama aceptable en la que poder entretejer las vividas imágenes de mi reciente pasado, nada de nada. A mis veintidós años de edad, apenas si me consideraba algo más que un frágil compuesto de entusiasmo y nervios de un metro ochenta de altura y sesenta y ocho kilos de peso sin gran cosa que decir. Pensaba partir de una estrategia patéticamente deductiva, falta de lógica y de propósito, en la que ambas cosas eran sustituidas por una amorfa apetencia de hacer con una pequeña ciudad del Sur lo que James Joyce había hecho con su milagroso microcosmos. Para alguien de mi edad era una valiosa ambición, salvo por el hecho de que, aun en el nivel de éxito —mucho más modesto— que pretendía alcanzar, no parecía haber modo de inventar réplicas de Stephen Dedalus y de los imperecederos Blooms.

Pero luego —y cuán cierto es que la mayoría de los escritores se convierten, más tarde o más temprano, en explotadores dejas tragedias de los demás…— estaba María Hunt. Murió en el momento en que más necesitado me hallaba de esa maravillosa sacudida llamada inspiración. Y así fue como, durante los días que siguieron a su muerte, mientras el impacto de la noticia se iba borrando y me iba encontrando en condiciones de adoptar lo que habría podido llamarse un punto de vista profesional ante un grotesco final, me acometió una fabulosa fiebre descubridora. Una y otra vez, estudié con atención el recorte de periódico que mi padre me había enviado, y me fui entusiasmando al darme cuenta de que María y su familia podían servirme de modelo para los personajes de la novela. El desesperado derrumbamiento de un padre que es alcohólico crónico y también mujeriego; la madre, ligeramente desequilibrada y dada a una inflexible mojigatería, es conocida en el club de campo de la alta clase media y en los escalones más elevados del episcopado de la ciudad por su larga y sufrida tolerancia de la amante de su esposo, una oscura pueblerina con aspiraciones de ascenso social; y finalmente la hija, la pobre María, condenada ya desde el principio a ser la víctima de todas esas oscuras incomprensiones, mezquinos odios y rencorosos ataques que pueden convertir la vida de una familia burguesa en lo más cercano al infierno sobre la tierra… «¡Dios mío —pensé—, si esto es maravilloso! ¡Un don del cielo!» Y me di cuenta, encantado, de que, aunque inconscientemente, ya había compuesto la primera parte del marco que rodearía aquel trágico panorama: mi viaje en el traqueteante tren, el pasaje que tan neciamente había mimado y releído, se convertiría ahora en la llegada a la ciudad del cuerpo de nuestra heroína, exhumado del cementerio de pobres de Nueva York y enviado en un vagón de carga para su entierro definitivo en su lugar de nacimiento. Parecía demasiado bueno para ser verdad. ¡Qué brutal oportunismo, el de algunos escritores!

Incluso antes de acabar de leer la carta de mi padre por última vez, lancé un delicioso suspiro y sentí que se estaba incubando la próxima escena, de modo tan palpable que casi podía alargar la mano y acariciarla, como si fuera un gran huevo de oro nacido en mi cerebro. Volví a mis hojas amarillas y tomé un lápiz. El tren estaría llegando a la estación cercana al río, un andén destartalado lleno de polvo, calor y conmoción. Aguardarían al tren el afligido padre, la inoportuna querida, el coche fúnebre, un untuoso empleado de pompas fúnebres, quizás alguien más… Una persona fiel a la difunta. ¿Una mujer? ¿Un negro?

Recuerdo con notable claridad aquellas primeras semanas en la casa de Yetta.

En primer lugar, aquella magnífica oleada de energía creativa, el inocente y juvenil abandono que me permitieron escribir en tan poco tiempo las primeras cincuenta o sesenta páginas del libro. Nunca he redactado fácilmente o con rapidez, y ya entonces me vi obligado a buscar, con mayor o menor acierto, la palabra adecuada, a sufrir a causa del ritmo y de las sutilezas de nuestra magnífica pero inflexible lengua; sin embargo, estaba poseído por una extraña y animosa confianza en mí mismo, gracias a la cual escribía gozosamente mientras los personajes que había comenzado a crear parecían adquirir vida por sí mismos y la húmeda atmósfera del verano de Tidewater les iba dando una deslumbrante realidad casi tangible, como si tuviera ante mis ojos una película que fuese desenrollándose de su carrete y me dejara ver sus escenas en un misterioso color de tres dimensiones. Con qué cariño evoco ahora mi imagen de aquellos tiempos… Encorvado sobre la mesa de colegial de mi rosácea habitación, susurrando melodiosamente (como hago todavía) las frases que iba inventando, probándolas en mis labios como un obseso hacedor de versos, sintiendo entretanto la suprema satisfacción de saber que el fruto de aquel trabajo, pese a sus deficiencias, sería el más terrible e importante de todos los esfuerzos imaginativos del hombre… La Novela. La bendita Novela. La sagrada Novela. La todopoderosa Novela. Oh, Stingo, cómo envidio tus ya lejanas tardes de la Primera Novela (cuando aún faltaba tanto para la edad madura y las soñolientas y flojas temporadas de improductividad, de hosco fastidio ante la necesidad de inventar, cuando, por otra parte, surgían el yo y la ambición), aquellos tiempos en que tus anhelos de inmortalidad te impelían a la correcta colocación del guión o del punto y coma y en que tenías una fe infantil en una belleza que —estabas convencido de ello— debías producir por mandato del destino.

Otra cosa que también recuerdo muy bien de aquellos primeros días en la casa de Yetta es la nueva libertad y la seguridad que indudablemente sentí como resultado de mi amistad con Sophie y Nathan. Tuve el primer vislumbre de ello en el cuarto de Sophie aquel memorable domingo. Durante el tiempo que zanganeé en la colmena de McGraw-Hill, hubo algo enfermizo y autodestructivo en aquel apartarme de la gente para retirarme a un mundo de fantasía y soledad; para mí, aquella actitud no era natural, pues siempre me he sentido espontáneamente impelido hacia la amistad, lo mismo que horrorizado ante el miedo a la soledad que empuja a los seres humanos a casarse o a ingresar en el Rotary Club. Allí, en Brooklyn, llegué a un punto en que necesitaba desesperadamente tener amigos, y los encontré, lo que me permitió dar salida a mis ansiedades reprimidas y, a la vez, escribir. Ciertamente, sólo la más retraída y enfermiza de las personas puede trabajar duramente día tras día sin contemplar con horror la perspectiva de una habitación silenciosa con sus cuatro paredes desnudas. Después de poner por escrito mi tensa y tremenda escena funeraria, tan llena de desolada aflicción, creí haberme ganado el derecho a unas cervezas y al compañerismo de Sophie y Nathan.

Claro que yo estaba predestinado a verme inmerso, con mis nuevos amigos, en un episodio de paroxismo de la misma intensidad emocional que estuvo a punto de acabar con todos nosotros en el momento de conocernos. Sin embargo, transcurriría bastante tiempo —por lo menos varias semanas— antes de que esto sucediera; lo que no impidió que cuando la tempestad volvió a desencadenarse fuera más horrible —y mucho más peligrosa que las riñas y los atroces momentos que he descrito—, y que su explosivo retorno me dejara totalmente confundido. Pero eso fue después. Entretanto, como una floral prolongación de la rosácea habitación en que vivía, cual una peonía que, llegada a la madurez, abriera sus pétalos, floreció, con gran satisfacción por mi parte, mi creatividad. Otro punto: no tuve que volver a preocuparme por el estrepitoso ruido de las prácticas amorosas en la habitación de arriba. Durante el año y pico en que Sophie y Nathan ocuparon habitaciones en el segundo piso, habían cohabitado de una manera impremeditada, flexible, conservando sus aposentos separados, pero durmiendo juntos en cualquiera de las dos camas según les pareciera más natural o conveniente en determinado momento.

Tal vez se debiera a la severa moralidad de aquella época el hecho de que, a pesar de la actitud relativamente tolerante de Yetta respecto a la sexualidad, Sophie y Nathan se creyeron obligados a vivir técnicamente separados —por unos pocos metros de pasillo cubierto de linóleo—, en vez de vivir juntos en una u otra de sus amplias habitaciones, con lo que no habrían tenido que fingir que eran buenos compañeros sin ninguna atracción sexual mutua. Pero aquéllos eran aún unos tiempos en que se veneraba el matrimonio y en que éste se observaba con fría y marmórea legalidad; y, además, allí estaba Flatbush, un lugar tan propenso a los excesos de la propiedad, y al entremetimiento como el más pequeño y atrasado pueblo del interior de Norteamérica. La casa de Yetta habría adquirido mal nombre si se hubiese divulgado que en ella hacía vida en común una pareja de «no casados». Así, el pasillo del piso de arriba no era otra cosa, para Sophie y Nathan, que un breve cordón umbilical entre lo que, en realidad, eran dos mitades de un gran apartamento de dos habitaciones. Lo que hacía ahora el ambiente más tranquilo y silencioso para mí era la decisión de mis dos amigos de dormir y entregarse a sus ensordecedores ritos amatorios en la cama de la habitación de Nathan, una estancia no tan alegre como la de Sophie, pero algo más fresca a pesar de la llegada del verano, según decía Nathan. Gracias a Dios, pensé, ningún otro alboroto se interferiría en mi trabajo y en mi estado de ánimo.

Durante aquellas primeras semanas, conseguí ocultar con éxito mi interés amoroso por Sophie. Reprimí tan cuidadosamente el fuego de mi pasión que estoy seguro de que ni ella ni Nathan pudieron detectar el erótico apetito que sentía cada vez que me hallaba en presencia de ella. He de decir, en primer lugar, que yo era ridículamente inexperto en tales lides, y que nunca me había insinuado a una mujer que hubiese dado tan claramente su corazón a otro. En segundo lugar, existía la simple cuestión de lo que yo consideraba abrumadora superioridad de Nathan en cuanto a la edad. Y no era un factor trivial. Cuando uno acaba de rebasar la veintena, un margen de pocos años cuenta mucho más que en cualquier momento ulterior de la vida; es decir: Nathan tenía unos treinta años y yo veintidós, lo que lo convertía en el «mayor» de los dos con una fuerza que no habría tenido importancia diez años más adelante. También debe señalarse que Sophie tenía casi la misma edad que Nathan. Dadas estas consideraciones, junto con la desinteresada postura que por mi parte simulaba, estoy casi seguro de que nunca pasó por la mente de Sophie o de Nathan que yo pudiera ser un serio competidor en sus amoríos. Un amigo, sí. Pero un amante… Los dos se habrían echado a reír. Quizás esto explique el que Nathan nunca se mostrara reacio a dejarme solo con Sophie, y, más aún, siempre estimulara nuestro compañerismo cuando tenía que ausentarse. Nathan no cometía ningún error al mostrarse tan confiado, pues, al menos durante aquellas primeras semanas, Sophie y yo nunca pasamos de un accidental roce de dedos, a pesar de mi deseo. Me convertí más en oyente que en otra cosa, y juraría que mi maliciosa y casta indiferencia me permitió llegar a saber tanto del pasado de Sophie (o más) que Nathan.

—Admiro tu valentía, chico —dijo Nathan en mi cuarto a primera hora de cierta mañana—. Sí, admiro lo que estás haciendo: ponerte a escribir otra cosa sobre el Sur.

—¿Qué quieres decir? —le pregunté con genuina curiosidad—. ¿Por qué hay que ser tan valiente para escribir sobre él Sur?

Yo estaba sirviendo café en nuestras dos tazas una de lás mañanas de la semana posterior a nuestra salida a Coney Island. Desafiando mis costumbres, hacía varios días que me levantaba poco después del amanecer para lanzarme a escribir, sin parar, con el frenético entusiasmo que he descrito, por espacio de dos horas o más. Había completado uno de los (para mí) fantásticos sprints (unas mil palabras, poco más o menos) que iban a caracterizar aquella etapa de la creación del libro, y me sentía un poco cansado; por eso acogí la llamada que hizo Nathan a mi puerta con los nudillos como una agradable interrupción de mi tarea. Había venido a decirme adiós o a intercambiar unas palabras antes de ir al trabajo, costumbre que había adquirido desde hacía varias mañanas y que a mí no me disgustaba. Aquellos días se levantaba muy temprano, me explicó, para llegar cuanto antes a su laboratorio de la Pfizer, donde se estaban efectuando varios e importantes cultivos bacterianos que requerían su observación. Había intentado explicarme detalladamente el experimento (tenía que ver con el líquido amniótico y el feto de un conejo, incluyendo complicados procesos en los que intervenían las enzimas y la transferencia iónica), pero abandonó la empresa con una sonrisa de comprensión cuando, habiendo superado mis alcances, se dio cuenta de mi fastidio y mi sufrimiento. Era culpa mía si alguna conexión mental había fallado, no de Nathan, porque él se había explicado con coherencia y precisión. Sólo sucedía que yo tenía poco talento o escasa paciencia para las abstracciones científicas, cosa que deploraba no poseer, en la misma medida que envidiaba la capacidad y la amplitud universal de la mente de Nathan: la facilidad, por ejemplo, con que podía pasar de las enzimas a la buena literatura, como hizo a continuación.

—No creo que, para mí, tenga mucho mérito escribir sobre el Sur —repuse—. Es el lugar que mejor conozco. Nuestros viejos campos de algodón.

—No me refiero a eso —contestó—. Sólo se trata de que te hallas al final de una tradición. Quizá pienses que soy un ignorante respecto al Sur, a juzgar por la manera tan despiadada en que te ataqué el domingo pasado (y, podría añadir, tan imperdonable) en relación con Bobby Weed. Pero ahora hablo de algo más: de escribir. El impacto de la literatura sureña se agotará dentro de pocos años. Deberá aparecer otro género para ocupar su lugar. Por esto digo que hay que tener agallas para escribir en el surco de una tradición tan gastada.

Me sentía algo irritado, pero mi irritación obedecía menos a la lógica y a la realidad de sus palabras que al hecho de que tan autorizado veredicto procediera de un investigador biológico que trabajaba para un laboratorio farmacéutico. Al parecer, no tenía nada que ver con su especialidad. Pero cuando tópicamente mencioné, con suavidad y cierta ironía, las vacilaciones del esteta literario, me desbordaron de nuevo sus conocimientos.

—Nathan, tú eres un experto en células, ¿no? —dije—. ¿Qué diablos sabes, entonces, de géneros y tradiciones literarias?

—En De rerum natura, Lucrecio dijo una verdad de importancia capital respecto al examen de la vida. Y es que el hombre de ciencia que se preocupa sólo de la ciencia, que no sabe disfrutar del arte, y enriquecerse con él, es un hombre deforme. Un hombre incompleto. Quizá sea eso, amigo Stingo, lo que hace que me interese por ti y por lo que escribes. —Hizo una pausa para sacarse un encendedor de plata, caro por su aspecto, y encender con él la colilla del Camel que yo tenía entre los labios—. Perdóname por ser cómplice de tu asqueroso hábito; esto lo llevo para encender los mecheros Bunsen —dijo bromeando, y luego continuó—: El caso es que hay algo que te había ocultado. Yo también quise ser escritor, hasta que, cuando me hallaba en la mitad de mis estudios en Harvard, me di cuenta de que nunca sería un Dostoïevski, por lo que volví mi aguda mente hacia los apasionantes arcanos del protoplasma humano.

—Así que querías dedicarte realmente a escribir… —dije.

—Primero, no. Las madres judías son muy ambiciosas cuando se trata del porvenir de sus hijos, y durante toda mi niñez se supuso que yo llegaría a ser un gran violinista: otro Heifetz u otro Menuhin. Pero con franqueza, me faltaba sensibilidad, genialidad, lo que no impidió que siguiera tremendamente enamorado de la música. Entonces decidí ser escritor. Éramos una buena cuadrilla, en Harvard, una cuadrilla de entusiastas estudiantes de segundo año que, durante algún tiempo, profundizamos en la vida literaria. Algo así como un Bloomsbury[6] en Cambridge, pero menos, más bien en plan jardín de infancia. Escribí algo de poesía y un montón de cuentos malísimos, lo mismo que mis compañeros. Cada uno de nosotros creía que iba a eclipsar a Hemingway. Pero terminé por darme cuenta de que, como literato, estaba emulando más bien a Louis Pasteur. Resultó que donde mejor podía demostrar mi talento natural era en la ciencia. Así fue como mi especialidad, que era la lengua inglesa, pasó a ser la biología. Fue una elección afortunada; estoy absolutamente seguro de ello. Ahora puedo ver que aquel entusiasmo mío por la literatura se debía al hecho de ser judío.

—¿Judío? —pregunté—. ¿Qué quieres decir?

—Pues que estoy completamente seguro de que la literatura judía va a ser la más importante de Norteamérica durante los próximos años.

—Ah, ¿sí? —dije, poniéndome un poco a la defensiva—. ¿Cómo lo sabes? ¿Por eso has dicho que admirabas mi valentía al escribir sobre el Sur?

—No he dicho que la literatura judía vaya a ser la única, sino sólo la más importante —contestó con tono suave y agradable—. Ni por asomo intento sugerir que tú no puedas añadir algo valioso a tu tradición. Sólo se trata de que los judíos, histórica y étnicamente, lograrán una notable proyección a través de la cultura en esta ola de la posguerra. Está escrito, eso es todo. Hay una novela que ya ha dado el ejemplo. No es un libro trascendental, es un pequeño libro, pero bien estructurado, la obra de un joven escritor de incuestionable brillantez.

—¿Cómo se llama ese libro? —pregunté. Y creo que mi voz adquirió tonos de enfurruñamiento cuando añadí—: ¿Y quién es ese brillante escritor?

—El título del libro es Hombre en suspenso —contestó—, y el autor se llama Saul Bellow.

—Bah, ¿ése? —dije, arrastrando las palabras.

—¿Lo has leído? —preguntó.

—Claro… —dije, con expresión de indiferencia.

—¿Qué te pareció?

Sofoqué un calculado bostezo.

—Creo que es bastante insustancial. —En realidad, podía decir mucho más de la obra, pero el espíritu mezquino que muestran a veces los escritores aún inéditos sólo me permitió expresar mi resentimiento más o menos veladamente—. Es un libro muy «urbano» —añadí—, muy «especial», ¿sabes? Huele demasiado a calle.

Sin embargo, tuve que admitir que las palabras de Nathan me habían causado cierta inquietud. En cambio, él seguía tan tranquilo, sentado frente a mí. «Supongamos —pensé— que ese sabio hijo de perra tiene razón y que la antigua y noble herencia literaria con la que he decidido probar suerte se estuviera agotando y detuviera su débil marcha conmigo aplastándome ignominiosamente bajo las ruedas del carro…» Nathan me había parecido tan seguro y enterado en otras cuestiones que también su augurio podía ser correcto en este caso, por lo que, en una súbita y horrible visión —sumamente degradante por la viveza de sus competitivas imágenes—, me vi a mí mismo en el décimo lugar de una carrera literaria, tosiendo en medio del polvo levantado por la horda de ligerísimos pies compuesta por los Bellows, los Schwartzs, los Levys y los Mandelbaums.

Nathan sonreía. Su sonrisa parecía ser perfectamente afable, sin el menor indicio de sarcasmo, pero por un instante su presencia me hizo experimentar lo que ya antes había sentido y que aún volvería a sentir: un efímero momento en que lo atractivo y estimulante que había en él parecía contrapesar algo sutil e indefiniblemente siniestro. Después, como si algo húmedo e informe hubiese cruzado la habitación para desaparecer al instante, quedé liberado de una sensación que me había puesto la carne de gallina y le devolví la sonrisa. Vestía lo que creo que se llamaba un traje Palm Beach, de color canela, de corte elegante y evidentemente caro, por lo que ni siquiera parecía un primo lejano de aquella salvaje aparición que se había presentado ante mí sólo unos días antes: un Nathan desgreñado y desaliñado, con unos pantalones excesivamente holgados, increpando a Sophie en el vestíbulo. Y, de pronto, también aquella riña, con la airada acusación de él —«¡Abriéndote de piernas ante el primer medicucho embaucador que te camela!»—, me pareció tan irreal como si la hubiese protagonizado el malo de una vieja película casi olvidada. (¿Qué había querido decir con aquellas locas palabras? Me pregunté si llegaría a descubrirlo algún día.) Mientras la ambigua sonrisa permanecía en su rostro, me di cuenta de que aquel hombre presentaba enigmas de personalidad más exasperantes y desconcertantes que cualquier otro que hubiese conocido.

—Bueno, menos mal que no me has dicho que la novela ha muerto —dije por fin, justo en el instante en que un sonido musical, tierno y celestial, bajaba suavemente del cuarto de arriba y obligaba a cambiar de tema.

—Es Sophie… Veo que ha puesto un disco —dijo Nathan—. Procuro que duerma hasta tarde por las mañanas, los días que no tiene que ir a trabajar. Pero ella dice que no puede. Dice que, desde la guerra, jamás ha podido volver a dormir hasta tarde.

—¿Qué música es?

Era algo muy familiar para mí, de Bach. Habría podido decir su nombre como si lo hubiese aprendido en un primer libro de música para niños, pero inexplicablemente lo había olvidado.

—Es de la cantata 147, la que se titula Jesús, alegría de los deseos del hombre.

—Te envidio por ese tocadiscos —le confesé— y por esas, grabaciones. Pero estas cosas son tan caras… Una sinfonía de Beethoven me costaría una buena parte de lo que antes ganaba en una semana.

Entonces se me ocurrió que lo que más había contribuido a afirmar la atracción que en aquellos días de naciente amistad sentía hacia Sophie y Nathan era nuestra común pasión por la música. El jazz sólo le gustaba a Nathan, pero me refiero, en general, a la música de la gran tradición, es decir nada que pudiera llamarse popular, y muy poco de ello compuesto después de Franz Schubert, con la notable excepción de Brahms. Como Sophie, y también como Nathan, me hallaba en ese momento de la vida (mucho antes del rock o el resurgimiento del folk) en que la música tenía para nosotros más valor que el comer y el beber, en que era un narcótico esencial, algo parecido al hálito divino. (Omití decirle cuánto del tiempo libre que me dejaba McGraw-Hill había sido invertido en las tiendas de discos, robando horas de música en las sofocantes cabinas que ponían a disposición de los eventuales compradores.) En aquel momento, la música era hasta tal punto mi razón de ser que si me hubiese visto privado por demasiado tiempo de esta o aquella arrebatadora armonía, o de determinado tapiz musical del barroco, de esos tan milagrosamente tejidos, no habría dudado en cometer los más peligrosos delitos para procurármelos.

—Cuando veo esos montones de discos que tenéis —dije—, se me cae la baba.

—Pues ya sabes, chaval, puedes ponerlos y escucharlos siempre que quieras. —Me había dado cuenta de que, desde hacía algunos días, me llamaba a veces «chaval». Esto, secretamente, me gustaba más de lo que él podía imaginarse. Es posible que, dada mi creciente y algo infantil admiración por él, hubiese comenzado a verlo como el hermano mayor que nunca había tenido…, un hermano, además, cuyo encanto y simpatía sobrepasaban de tal modo lo incierto y extravagante que había en él que no tardé en sacarme de la cabeza todas sus excentricidades—. Mira —prosiguió—, ¿sabes qué te digo? Pues que puedes considerar como tuyas las dos chabolas, tanto la mía como la de Sophie.

—Las dos ¿qué? —pregunté.

—Chabolas.

—¿Y qué es eso?

—Una chabola. Un cuarto, una habitación. —Era la primera vez que oía aquella palabra usada en la jerga del lugar. «Chabola.» No sonaba mal—. En cualquier caso, siempre que quieras oír los discos durante el día y Sophie y yo hayamos ido a trabajar, puedes subir y considerarte como en tu propia casa. Morris Fink tiene una llave maestra. Ya le he dicho que te deje entrar siempre que quieras.

—Oh, esto es demasiado, Nathan —dije—, pero, oh… gracias.

Su generosidad me había emocionado…, no, más aún, casi abrumado. Los frágiles discos de aquella época no habían evolucionado hasta convertirse en lo que son hoy: unos artículos baratos de gran consumo. La gente no era entonces tan liberal como nosotros a la hora de comprar discos. Eran objetos preciosos, por lo que jamás habían llegado a colmar la necesidad de música que yo tenía en mi vida; la perspectiva que Nathan me ofrecía me llenó, pues, de una alegría rayana en la voluptuosidad. La libre posesión de la sonrosada y núbil carne en que siempre había soñado no habría excitado tanto mi apetito.

—Los trataré con cuidado, puedes contar con ello —me apresuré a decir.

—Confío en ti —dijo Nathan—, pero tu cuidado no estará de más. La maldita goma laca se rompe con demasiada facilidad. Predigo algo que sucederá inevitablemente dentro de un par de años: un disco irrompible.

—Sería fantástico —dije yo.

—No sólo eso, sino comprimido…, fabricado de manera que puedas escuchar una sinfonía completa, por ejemplo, o toda una cantata de Bach grabada en un solo lado de un solo disco. Estoy seguro de que está al llegar —dijo, levantándose de la silla y añadiendo, en bien pocos minutos, su profecía del disco de larga duración a la del renacimiento de la literatura judía en Norteamérica—. Nos hallamos casi al borde del milenio musical, Stingo.

—Sí, y, oye, muchísimas gracias —le dije, verdaderamente emocionado.

—Olvídalo, chaval —contestó, mientras alzaba la mirada en dirección a la música—. No me des las gracias a mí, dáselas a Sophie. Me enseñó a disfrutar de la música como si la hubiera inventado ella, como si no me hubiese interesado hasta aquel momento. De la misma manera que me enseñó a vestirme, y tantas otras cosas… —Hizo una pausa y sus ojos se tornaron luminosos, distantes—. Me ha perfeccionado en todo. ¡Me ha enseñado a vivir! ¿No es una mujer fantástica?

Había en su voz la sobreexcitada reverencia con que a veces consideraba las obras de arte supremas. Sin embargo, cuando yo asentí, murmurando un débil «Sí, lo es», Nathan no tuvo ni la más ligera sospecha de mi desamparada y celosa pasión.

Como he dicho, Nathan me había animado a hacer compañía a Sophie; por eso no tuve reparos —cuando él se hubo marchado al trabajo— en salir al vestíbulo y utilizar el teléfono para decirle que quería hacerle una invitación. Era jueves, uno de los días libres de su trabajo en el consultorio del doctor Blackstock. Su voz no tardó en pasar del teléfono al rellano del piso superior, para gritar con alegría por encima de la barandilla:

—¡Sí, Stingo!

Poco después desapareció de mi mente. No era de extrañar. Con franqueza, mis pensamientos eran, en aquel momento: entrepierna, tetas, ombligo, barriguita, culo; todo ello perteneciente en exclusiva a la ninfa silvestre que había conocido el domingo anterior en la playa, la que estaba «para comérsela», y que Nathan me había presentado para contribuir a mi felicidad.

A pesar de mis lúbricas evocaciones volví a mi mesa de trabajo e intenté escribir cerca de una hora, sin prestar apenas atención a los ruidos de la casa, a las idas y venidas de sus ocupantes: Morris Fink susurrándose reproches a sí mismo mientras barría el porche de la entrada; Yetta Zimmerman taconeando escaleras abajo después de salir de sus habitaciones del tercer piso para dar a la casa la primera mirada del día; Moishe Muskatblit con su pinta de ballena marchándose hacia su escuela judía, silbando probablemente La serenata del mono con armoniosas y campanilleantes notas. Al cabo de un rato, mientras descansaba un poco de mi trabajo ante la ventana que daba al parque, vi a una de las enfermeras, Astrid Weinstein, que volvía, con aspecto preocupado, de su turno de noche en el Kings County Hospital. Tan pronto oí el portazo que dio al cerrar la puerta de su habitación, que se hallaba frente a la mía, la otra enfermera, Lillian Grossman salió precipitadamente de la casa camino del hospital. Era difícil decir cuál de las dos era menos atractiva: la esquelética Astrid, con una llorosa y afligida mirada que salía de unos ojos enrojecidos hundidos en una cara de palo, o Lillian Grossman, delgada como un gorrión hambriento y con una expresión dolorida y malhumorada que no debía de dar excesivos ánimos a los pacientes que tenía a su cuidado. Su fealdad partía el corazón. Por fortuna, pensé, no tenía que conformarme con la mala suerte de estar alojado bajo un techo tan frustrante, tan desprovisto de promesas eróticas. Al fin y al cabo, ¡tenía a Leslie! Comencé a sudar al tiempo que se desataba mi respiración, y algo como un globo en rápida dilatación se hinchaba dolorosamente en mi pecho.

Y así llegué a la noción de la plena satisfacción sexual, que es otra de las cuestiones que he mencionado hace poco y que considero como parte importante del disfrute de mi nueva vida en Brooklyn. En sí, esta epopeya, o episodio, o fantasía, tiene una relación muy poco directa con Sophie y Nathan, por lo que he dudado en reseñarla por ser quizás un material extraño más adecuado para otra historia y otro momento. Pero está tan vinculada con el contexto y el ambiente de aquel verano, que dejar esta narración sin aquella realidad sería como cortar a un cuerpo alguno de sus miembros: no un miembro esencial, pero tan imprescindible, pongamos por caso, como uno de sus dedos más necesarios. Además, aunque hago aquí estas reservas, noto un apremio, un evasivo significado en esta experiencia y en su desesperado erotismo sobre el que puede haber, cuando menos, importantes cosas que decir de aquel endiablado período de sexualidad.

En cualquier caso, mientras estaba reflexionando aquella mañana, tumescente en medio de mis interrumpidos esfuerzos literarios, tuve la sensación de que se me ofrecía una valiosa recompensa por el vigor y el celo con que había abrazado mi Arte. Como cualquier escritor que se precie, estaba a punto de recibir una merecida gratificación, aquel necesario complemento del duro trabajo —tan necesario como el comer y el beber— que hacía florecer el fatigado ingenio y endulzaba la vida entera. Sí, quiero decir que, por primera vez después de aquellos muchos meses en Nueva York, finalmente sin barreras y fuera de toda duda, iba a disfrutar de un poco de chocho. Esta vez la cosa era segura. En cuestión de horas, con la misma infalibilidad que la primavera hace brotar las verdes hojas o que el sol se pone al declinar la tarde, mi cipote iba a clavarse firmemente en cierto lugar de una muchacha judía llamada Leslie Lapidus.

Aquel domingo, en Coney Island, casi me había garantizado —como no tardaré en demostrar— la posesión de su maravilloso cuerpo, y nos habíamos citado para el jueves siguiente por la noche.

Durante los días intermedios —en que esperé nuestro segundo encuentro con tal excitación que me sentí algo enfermo y tuve subidas y bajadas leves pero indiscutibles de fiebre—, estuve emborrachado por un solo pensamiento: esta vez lo lograría sin lugar a dudas. Todo estaba bien atado. ¡Era un hecho! Esta vez no habría impedimentos; el loco deleite de la fornicación con una chica judía de piel cálida y vientre ansioso, de insondables ojos y magníficas piernas bronceadas por el sol que casi prometían por sí mismas exprimirme la vida no era una tonta fantasía: era un fait accompli, un hecho prácticamente consumado, salvo por la terrible espera hasta el jueves. En mi breve pero febril vida sexual, nunca había sentido nada que pudiera llamarse seguridad de conquista (era raro el jovenzuelo que la tenía en aquellos tiempos), por lo que ahora experimentaba una sensación exquisita. Uno puede hablar del flirteo, de la emoción de la caza, de las delicias y los retos de la seducción difícil de conseguir; todo tiene sus recompensas peculiares. Sin embargo, es mucho lo que puede decirse de la deliciosa y pausada espera, de la seguridad de que ella te está aguardando, de que está a punto; en pocas palabras: que es pan comido. No era pues de extrañar que, durante las horas en que no estaba inmerso en mi novela, me pusiera a pensar en Leslie y en nuestra cita, y me viera ya, lleno de frenesí, chupando los pezones de aquellos pechos judíos «pesados como melones» que tan caros eran a Thomas Wolfe.

Otra cosa. Me estuvo preocupando, y mucho, la probabilidad de que lo que esperaba resultara bien, y que tuviera continuidad. Era lo que todo artista consagrado a su obra, aunque escaso de medios económicos, argüía yo, se merecía como mínimo. Además, parecía muy probable que, si jugaba bien mis cartas, siguiera siendo el exótico caballero sureño que Leslie había visto en mí y que tan locamente afrodisíaco le resultó en nuestro primer encuentro. Por lo tanto, si no tenía la desgracia de cometer desatinos, este don otorgado por Dios —o tal vez por Jehová— se convertiría en una relación continua, o incluso diaria. Podríamos retozar en la cama a cualquier hora del día, lo que sólo podría mejorar la calidad de mi rendimiento literario, pese a la insulsa teoría de la «sublimación» sexual. Dudaba, pues, de que nuestras relaciones tuvieran mucho de amor excelso, porque mi atracción hacia Leslie era en su mayor parte de carácter primitivo y sin la dimensión poética e idealista de mi soterrada pasión por Sophie. Leslie me permitiría probar por primera vez en mi vida, de modo tranquilo y exploratorio, todas las variedades de la experiencia carnal que hasta entonces sólo habían existido en mi cabeza como una vasta y orgiástica enciclopedia, incesantemente hojeada, de todo lo relacionado con la lujuria. Con Leslie podría por fin satisfacer un apetito básico cruelmente reprimido. Y mientras esperaba la llegada del jueves y de la cita que el destino me había deparado, el recuerdo de su imagen vino a representar para mí la sugestiva posibilidad de una comunión sexual que anulara para siempre la grotesca manera en que había llevado mi insatisfecho, congestionado y desaprovechado pene a través de la helada aridez de los años cuarenta.

Creo que una breve reflexión sobre dicha década podría servirnos ahora para revelar el origen de los devastadores efectos de Leslie sobre mi persona y explicar cómo se iniciaron. Es mucho lo que han escrito sobre la sexualidad, en forma de biliosas reminiscencias, los supervivientes de los años cincuenta; buena parte de ello, un justificado lamento. Pero los cuarenta fueron en realidad mucho peores: un período particularmente horrible para Eros, un puente vacilante entre el puritanismo de nuestros antecesores y la llegada de la pornografía pública. La sexualidad estaba saliendo de su clandestinidad, pero el modo de tratarla constituía una preocupación universal. El hecho de que aquella época se compendiara en la Señorita Calientapollas —representativa, ésta, de todas las atrevidas muchachas que la menearon a toda una retortijeante generación de jóvenes coetáneos permitiendo y concediendo jugosas libertades, pero negando el premio gordo con implacabilidad de escotillón de acero, para volver luego furtivamente al dormitorio de la residencia de estudiantes (¡Ah, aquella intacta membrana! ¡Ah, aquellas sigilosas incursiones en la sedeña ropa interior!)—, no es culpa de nadie; sólo de la historia, aunque fue una deficiencia de aquellos años. Retrospectivamente, uno debe considerar el cisma que se produjo como completamente terrible e irreconciliable. Por primera vez, hasta donde lo permitía la cautelosa sociedad, se estimuló la sensualidad y se dio vía libre al acercamiento carnal, prohibiendo, sin embargo, la plena satisfacción. Por primera vez, los automóviles tuvieron grandes, blandos y bien tapizados asientos. Esto creó una tensión y una frustración sin precedentes entre ambos sexos. Fue un período cruel para los aspirantes a ser algo más que admiradores, especialmente para los que no se destacaban por su atrevimiento.

Uno podía recurrir, por supuesto, a una «profesional», y la mayoría de los jóvenes de mi generación echaron mano de ellas… una sola vez, por lo común. Lo más maravilloso de Leslie, entre otras cosas, era su explícita promesa, una promesa que me daba la inmediata seguridad de que, a través de ella, podría redimirme de aquel simple y patético estrujamiento a dúo que había experimentado en otro tiempo y lugar, y que habría podido ser para mí un aleccionador congreso sexual aunque —el corazón me lo decía— no fue nada de eso. No resultó más que una ignominiosa cópula. Y lo más terrible fue que, aun cuando clínicamente pudo llamarse penetración completa, se me negó en ella del todo el éxtasis final que tantas veces había ensayado manualmente desde los catorce años. En pocas palabras: me consideraba a mí mismo un tipo estrafalario, ni una cosa ni otra, un demivierge. Sin embargo, en mi caso no podía hablarse de patología, de nada que tuviese que ver con la siniestra represión psíquica que hubiese requerido cuidados médicos. No; mi bloqueo orgásmico obedecía tan sólo a la burla de que me hacían objeto el miedo y aquella sofocante característica del Zeitgeist, el espíritu de los tiempos, que convirtió la sexualidad norteamericana de mediados de siglo en un angustioso Mar de los Sargazos de aprensiones y sentimientos de culpabilidad. Era un estudiante de enseñanza media de diecisiete años cuando lo de mi iniciación. La comedia, que se representó con una vieja y cansada prostituta de los campos de tabaco en un pulgoso y baratucho hotel de Charlotteville, Carolina del Norte, terminó con resultado nulo, no sólo a causa de los hoscos dicterios que me lanzaba mientras yo le exprimía los ijares —por ejemplo: «Eres más lento que una tortuga coja»—, no sólo porque me encontraba insensibilizado por los mares de cerveza que había bebido para calmar mi ansiedad inicial, sino porque además, lo confieso, durante los confusos preliminares, una combinación de miedo al contagio y tácticas para retrasar el final me habían conducido a enfundarme dos preservativos, desatino cuyo resultado observé con disgusto cuando, finalmente, ella se sacudió sin más mi cuerpo de encima.

Además de ser un desastre, el recuerdo de aquella experiencia no me sirvió de nada la tarde en que conocí a Leslie Lapidus. Es decir, que me encontré en una situación típica de los años cuarenta. Había practicado bastante el besuqueo en la oscuridad de varios cines; una vez, encallado en el frondoso y encubridor «túnel del amor» local conseguí, con el pulso locamente alterado y los dedos temblorosamente furtivos, unos segundos de lo que podría llamarse «teta desnuda»; y otra, embriagado de triunfo, pero casi desvanecido por el esfuerzo realizado, logré sacar de su sitio un sujetador sólo para descubrir un par de sucedáneos sobre un pecho más plano que una pala de ping-pong. El recuerdo sexual que tengo de aquel verano en Brooklyn está lleno —cada vez que, desesperado, abría las compuertas— de incómoda oscuridad, de sudor, de murmullos de reproche, de cintas y tendones de obstinada goma elástica, de lacerantes ganchos y corchetes, de prohibiciones en voz baja, de fenomenales erecciones, de cremalleras atascadas y de un miasmático olor a secreción de glándulas inflamadas y obstruidas.

Mi pureza era un Gólgota en mi interior. Por ser hijo único, a diferencia de los que han visto a sus hermanas desnudas, como cosa natural, yo no había contemplado todavía una mujer completamente desvestida (y eso incluye al viejo pingo del hotel de Charlotte, que guardó sobre su cuerpo una manchada y maloliente camisa durante toda la sesión). No recuerdo con exactitud las fantasías que alimentaba sobre mi primer simulacro de amor. No había idealizado la «feminidad» de manera tan tonta como la mayoría de los de aquel tiempo, por lo que estoy seguro de que no consideraba imprescindible ninguna excursión al altar antes de llevar a la cama a cualquier casta doncella. Más bien pensaba que, en algún feliz momento del futuro, encontraría a una chica alegre y cariñosa que, simplemente, me acogería con frenético gozo sin hacer caso de prohibiciones como la impuesta a su propia carne por las maliciosas protestantes que tanto me habían torturado en los asientos traseros de no pocos coches. Pero había un aspecto de la cuestión con el que no había contado. No había considerado la posibilidad de que la chica de mis sueños tampoco tuviera inhibiciones respecto al lenguaje: mis compañeras de otros tiempos no habrían sido capaces de pronunciar la palabra «pecho» sin ruborizarse. Y yo me había acostumbrado a dar un respingo cuando alguien con faldas decía «puñeta». Imaginaos, pues, lo que sentí cuando, el primer día que vi a Leslie Lapidus, unas horas después de habernos conocido, extendió sus soberbias piernas sobre la arena como una joven leona y, clavándome en la cara sus almendrados ojos, sugirió, con toda la silenciosa perversidad de una pagana ramera babilónica y usando los más increíbles y escabrosos términos, la aventura que me esperaba. Sería imposible exagerar mi conmoción, en la que el espanto, la incredulidad y una hormigueante anticipación de delicias se mezclaron torrencialmente. Sólo el hecho de que era demasiado joven para una oclusión de coronaria salvó mi corazón, que cesó de latir durante un número crítico de segundos.

Pero no fue tan sólo la sorprendente espontaneidad de Leslie lo que me enardeció. El aire que cabía en los límites del acotado triángulo de arena que Morty Haber, el vigilante socorrista amigo de Nathan, nos había reservado para aquella tarde de domingo como un santuario social privado, se llenó con las palabras más puercas que hubiese oído jamás en lo que pudiera denominarse reunión mixta. Pero había algo más serio y complejo que eso. Era su sofocante mirada, que contenía un desafío directo y la esperanza de la correspondiente aceptación, una mirada de desnuda invitación, como un lascivo lazo echado alrededor de mi cuello. Se refería llanamente a pura acción, sin paliativos. Cuando recuperé por completo los sentidos contesté, con aquella lacónica, displicente y señorial voz de caballero virginiano (que mi vanidad me hacía creer que podía imitar) que la había cautivado desde el primer momento:

—Bueeeno, monaaada, ya que insistes de esta maneeera, supongo que podría darte un achuchón bien calentiiito entre las sábanas.

La muchacha no podía imaginarse a qué velocidad latía mi corazón, después de su paro completo. Tanto mi dialecto como mi dicción eran puro artificio, pero consiguieron divertirla a más no poder y, obviamente, conquistarla. Mi estudiado y exagerado lenguaje la mantuvieron alternativamente divertida y fascinada todo el tiempo que estuvimos ganduleando sobre la arena. Recién graduada en una escuela superior, hija de un fabricante de molduras de plástico, y obligada por las vicisitudes de la vida y la reciente guerra a no viajar, partiendo de Brooklyn, hasta más allá de Lake Winnepesaukee, New Hampshire (lo que le había permitido, según me dijo riendo, pasar diez veranos en Camp Nehoc —apellido, este de Nehoc, muy extendido deletreándolo al revés—), me dijo que yó era la primera persona del Sur a quien hablaba y viceversa.

El comienzo de aquella tarde de domingo ha permanecido en mi memoria como un agradabilísimo borrón en medio de las emborronadas reminiscencias de toda una vida. Coney Island. Veinticinco grados centígrados en un aire dorado y efervescente. Fragancia de palomitas de maíz, manzanas acarameladas y sauerkraut… y Sophie tirándome de la manga, y luego Nathan insistiendo en que subiéramos a las más locas atracciones, cosa que hicimos. ¡Parque de las Carreras de Obstáculos! Arriesgamos el cuello no una vez, sino dos, en La Vuelta de Campana, el vértigo se apoderó de nosotros en un horroroso artefacto llamado La Punta del Látigo, cuyo brazo de hierro nos lanzaba a los tres al espacio metidos en una barquilla en la que girábamos, sin parar de gritar, en órbitas excéntricas. Aquello llevaba a Sophie a arrebatos de algo que superaba la simple alegría. Nunca había visto a nadie, incluidos los niños, a quien aquellas diversiones causaran un alborozo tan genuino, un terror tan tremendo y un deleite tan espontáneo. Gritaba en éxtasis, con maravillosos chillidos que procedían de alguna primitiva fuente de arrobamiento situada mucho más allá de las sensaciones normales de dulce peligro. Permanecía agarrada a Nathan, escondida la cabeza bajo su brazo protector, siempre gritando y chillando hasta llenar sus mejillas de regueros de lágrimas. En cuanto a mí, estuve a la altura de mis amigos hasta cierto punto, pero no me atreví a dar el salto en paracaídas —sesenta metros—, una reliquia de la Exposición Internacional de 1939, atracción que nunca ha producido víctimas, pero que me llenó de vértigo con sólo mirarla.

—¡Stingo es un cobarde! —gritó Sophie tirándome del brazo, pero ni aun sus ruegos consiguieron arrastrarme.

Lamiendo un helado, contemplé cómo Sophie y Nathan, con sus anticuados trajes, se hacían más y más pequeños a medida que eran elevados, siguiendo los cables de guía, debajo de la ondeante tela; se detuvieron al llegar al punto de lanzamiento: una corta y angustiosa espera semejante al tictac del tiempo en los momentos que preceden a la caída del condenado a la horca en la trampa que se abrirá a sus pies, y luego la caída a plomo hacia la tierra con un gran zumbido. El grito de Sophie, pasando por encima de la multitud que atestaba la playa, pudo haberse oído en los barcos que navegaban en el mar, a lo lejos. El salto fue para ella una borrachera definitiva que la hizo hablar del acontecimiento y burlarse de mí sin piedad por mi pusilanimidad hasta que se quedó sin aliento.

—¡Stingo, no sabes lo estupendo que es eso! ¡Tú no sabes divertirte! —me repetía mientras andábamos por el camino de tablas hacia la playa en medio de una apretada, codeante y abigarrada exhibición de carne humana bella y ondulante unas veces, corpulenta y angulosa otras.

Excepto Leslie Lapidus y Morty Haber, la media docena de jóvenes extendidos sobre la arena alrededor de la torre del vigilante eran tan desconocidos para Nathan y Sophie como para mí. Morty —agresivamente amigable, robusto y velludo, como correspondía a un salvador de vidas— nos presentó a tres jóvenes con calzones de baño Lastex llamados Irv, Shelley y Bert, y a tres muchachas color de miel deliciosamente redondeadas denominadas Sandra, Shirley y —¡sí, oh— Leslie. Morty era más que amigable, pero observé en los demás una adustez, incluso hostilidad (como sureño, yo solía dar la mano con gran espontaneidad, cosa a la que ellos, obviamente, no eran propensos, pues aceptaron mi palma como si hubiese sido un pejepalo), que me hizo sentir visiblemente incómodo. Al observar aquel grupo, no pude evitar cierto embarazo, por el espectáculo de mi huesudo pellejo y su palidez hereditaria. Mi palidez de señor aparcero, mis sonrosados codos y mis rodillas escaldadas me hicieron sentir descolorido y desecado entre aquellos cuerpos tan suavemente oscuros y tan mediterráneos, relucientes como delfines debajo de su parasol. Cómo envidié su pigmentación, aquellos torsos de color de madera, de nogal…

Varias gafas con montura de concha y el rumbo general de la conversación, además de algunos libros esparcidos sobre la arena (entre ellos La función del orgasmo), me llevaron a la deducción de que me hallaba entre tipos intelectuales, y estaba en lo cierto. Todos se habían graduado recientemente en la escuela superior de Brooklyn o estaban relacionados con ella, salvo Leslie, que había estudiado en la escuela superior femenina Sarah Lawrence. Ella era también una excepción en medio de la frialdad general: magnífica, enfundada en su atrevido (para aquellos tiempos) traje de baño de dos piezas que revelaba, según recordé en aquel instante, el primer ombligo de mujer adulta que yo había podido ver en un vientre de verdad, fue la única del grupo que correspondió a la presentación que Morty Haber hizo de mí con algo más que una mirada de desconcierto y desconfianza. Sonrió, me dio una apreciativa mirada de arriba abajo, una mirada espléndidamente directa, y entonces, con un ligero movimiento de la mano, me invitó a sentarme a su lado. Sudaba saludablemente bajo el caliente sol y emitía un almizcleño olor femenino que me cautivó enseguida como a un abejorro. Completamente mudo, la contemplaba con hambrienta expectación. Era, indudablemente, el amor de mi niñez, Miriam Bookbinder, llegada a su plena sazón con todas las hormonas adultas en perfecta orquestación. Sus pechos parecían hechos para un banquete. La hendedura entre ambos, mítica fisura que no había visto jamás tan de cerca, mostraba una leve película de rocío. Cómo deseé enterrar mi nariz entre aquellos húmedos senos judíos con ahogados gritos de alegre descubrimiento…

Después, cuando Leslie y yo comenzamos a charlar sin propósito definido (sobre literatura, recuerdo ahora, tema facilitado por la observación de Nathan de que yo era escritor), tuve conciencia de que la atracción de los extremos estaba funcionando a la perfección. Una judía y un goy, un gentil, afectados por la gravitación magnética. No me equivocaba: aquella ardorosa cordialidad que Leslie irradió sobre mí ya desde el primer momento, aquella maravillosa vibración, era uno de esos tangibles y súbitos sentimientos de plena sintonía que raramente se experimentan en la vida. Pero también teníamos cosas más simples en común. Leslie, como yo, se había especializado en lengua inglesa; había escrito una tesis sobre Hart Crane y era muy entendida en poesía. Pero afortunadamente su actitud, además de relajada, era muy poco académica. Esto nos permitió entregarnos a una conversación tranquila y despreocupada, aunque de vez en cuando mi atención se desviara hacia aquellos pasmosos pechos, y después hacia el ombligo, perfecta cavidad en la que, en una fantasía de un microsegundo, saboreé esa deliciosa limonada conocida por Kool-Aid o cualquier otro néctar parecido. Mientras hablábamos de otro graduado brooklyniano, Walt Whitman, me fue fácil no prestar toda mi atención a lo que Leslie decía. En la escuela y en otros lugares, había puesto en práctica demasiadas veces este truco cultural para ignorar que nuestro tema de conversación no era otra cosa que un preludio, una captación preliminar de mutuas sensibilidades, en que la sustancia de lo que se decía era menos importante que la supuesta autoridad con que se pronunciaban las palabras. Por ser en realidad una danza ritual de apareamiento, la artimaña permitía a uno no sólo desviarse, como en el presente caso, hacia la generosa carne de Leslie, sino percibir al mismo tiempo lo que llegaba a sus oídos en un segundo término. Hallándome en esta actitud, apenas comprendía las palabras que escuchaba; tanto las de Leslie como las de los demás. Por eso no pude creer lo que oía, y pensé al principio que se trataba de un nuevo juego verbal, hasta que me di cuenta de que no era una broma; había una tétrica seriedad en aquellos fragmentos de conversación, la mayoría de los cuales comenzaban con: «Mi psicoanalista dijo…».

Las interrupciones del diálogo que tenía lugar a mi alrededor, sus truncamientos, me desconcertaron y cautivaron al mismo tiempo; además, la franqueza sexual de aquellas palabras era para mí tan nueva que experimenté un fenómeno que no me había afectado desde que cumplí los ocho años: las orejas me quemaban. Al mismo tiempo, la novedad de la conversación me impresionó con tal fuerza que más tarde, por la noche, ya en mi habitación, me impulsaría a escribir con rapidez y exigiendo a mi memoria la mayor fidelidad posible, unas notas de lo hablado en aquella ocasión; notas que, ahora borrosas y amarillentas, he recuperado del pasado junto con otros recuerdos como las cartas de mi padre. Aunque me había prometido no abrumar al lector con demasiados apuntes de los muchos que hice aquel verano (es un recurso pesado y que rompe el hilo del discurso, denotando falta de imaginación) he hecho una excepción en este caso particular transcribiendo mi pequeño apunte tal como lo garabateé, para que sirva de testimonio irrecusable de la manera como hablaban algunas personas en 1947, año de gran auge para el psicoanálisis en la Norteamérica de la posguerra:

Muchacha llamada Sandra:

—Mi psicoanalista dijo que el problema de mi transferencia con él ha pasado del estadio hostil al afectuoso. Dijo que eso suele significar que el análisis puede seguir adelante con menos barreras y represiones.

Un largo silencio. Un sol cegador, gaviotas sobre el fondo de un cielo azul oscuro. Un penacho de humo en el horizonte. Un día magnífico, que pide a gritos un himno, algo así como la Oda a la alegría de Schiller. ¿Qué diablos les pasa a estos chicos? Nunca vi tal melancolía, tal desesperanza, tan aturdida solemnidad. Por fin, alguien rompe el largo silencio.

Muchacho llamado Irv:

—No te muestres demasiado afectuosa, Sandra. No fuera que te encontraras con el pito de ese doctor Bronfman dentro.

Nadie ríe.

Sandra:

—No bromees, Irv. En realidad, lo que has dicho es ultrajante. Un problema de transferencia no es cosa de risa.

Un silencio más largo que el anterior. Estoy estupefacto. Es la primera vez que oigo hablar de ese modo en una reunión mixta. ¿Y qué significa la «transferencia»? Siento que mi escroto presbiteriano se encoge. Estos personajes están realmente liberados. Pero siendo así, ¿por qué se muestran tan preocupados?

—Mi psicoanalista dice que todos los problemas de transferencia son serios, tanto si son de afecto como de hostilidad. Dice que prueban que no has podido vencer tu dependencia edípica.

Esto lo ha dicho una chica llamada Shirley; no tan estupenda como Leslie, pero también con grandes tetas. En efecto, como dijo Thomas Wolfe, estas muchachas judías tienen un maravilloso desarrollo mamario. Excepto Leslie, todos parecen encontrarse en un entierro. Advierto que Sophie, algo separada del grupo y medio echada sobre la arena, sigue la conversación sin tomar parte en ella. Toda la espontánea felicidad de que daba muestras en las atracciones ha desaparecido. Su hermoso rostro se ha ensombrecido y enmurriado. Pero es bellísima, hasta cuando está de mal humor. De vez en cuando, mira a Nathan —parece buscarlo, como si quisiera asegurarse de que está aquí— y sonríe mientras la gente sigue hablando.

Una que habla atropelladamente:

—Mi psicoanalista dice que la razón de que me cueste tanto llegar al orgasmo está en mi fijación pregenital. (Sandra.)

—Después de nueve meses de psicoanálisis, descubro que no es a mi madre a quien quiero tirarme, sino a mi tía Sadie. (Bert.) (Ligeras sonrisas.)

—Antes de empezar el psicoanálisis era completamente frígida, ¿os lo podéis imaginar? Ahora no pienso en otra cosa que en joder. Wilhelm. Reich me ha convertido en una ninfómana. Me refiero a la sexualidad cerebral.

Estas últimas palabras, dichas por Leslie mientras se daba unas ligeras palmadas en el vientre, produjeron tal efecto en mi libido que para siempre jamás la palabra «afrodisíaco» me parecería insípida. Me encontraba más allá del simple deseo, casi a punto de desmayarme de lujuria. ¿Cómo era posible que no se diera cuenta de lo que me estaba haciendo con su lenguaje de concubina, con aquellas enloquecedoras palabras que asaltaban, como agudas flechas, el bastión de mi gentilidad cristiana sostenido hasta entonces por mis dolorosos refrenamientos y represiones? Estaba tan aturdido por la excitación que todo el soleado panorama marino —los bañistas, las espumeantes olas, e incluso el zumbante avión con su banderola a remolque: VIVAS EMOCIONES CADA NOCHE EN LA PISTA DEL ACUEDUCTO— lució con un brillo pornográfico, como si lo contemplase a través de un filtro amoratado. Observé a Leslie en su nueva posición (unas largas y morenas piernas fusionadas con un culo firmemente acolchado, una amplia y simétrica redondez que, según la dirección de sus movimientos, se deslizaba levemente hacia arriba o hacia abajo al final de una espalda ligeramente pecosa, lisa como la de una foca). Debió de presentir mis ansias de acariciar aquella suave superficie (ya que no su encantadora parte delantera, que yo ya había masajeado mentalmente con la sudorosa palma de mi mano), porque no tardó en volver la cabeza para decirme:

—Oye, dame aceite, ¿quieres? Estoy medio asada.

Aquellos momentos de resbaladiza intimidad —el embadurnamiento de sus hombros con mi mano que esparció después la crema espalda abajo, hasta el comienzo de la hendedura de las nalgas, misterioso rincón de un sugestivo tono rubio, y que sobrevoló luego, con dedos como alas, el prominente trasero y las misteriosas regiones ocultas entre sus muslos brillantes de sudor— hicieron que aquella tarde quedase grabada en mi memoria por su singular extravagancia, pero también por la fuerte carga de placer con que me obsequió.

Dispusimos de cervezas traídas de un bar cercano, cosa que ayudó a prolongar mi euforia; ni siquiera cuando Sophie y Nathan me dijeron adiós —añadiendo ella, con un rostro visiblemente pálido, que se sentía algo mareada— y se marcharon precipitadamente descendí de las alturas de mi nube de jubiloso optimismo. (Recuerdo, sin embargo, que su marcha causó, por un momento, un incómodo silencio en el grupo que yacía sobre la arena, breve mutismo roto por la observación de alguien: «¿Habéis visto ese número que lleva tatuado en el brazo, ese tatuaje?».) Otra media hora de conversación psicoanalítica acabó por hartarme, lo cual, junto con los efectos del alcohol, me animó a preguntar a Leslie si quería caminar un poco conmigo para ir a algún lugar donde pudiéramos estar solos y charlar a nuestro gusto. Dijo que sí —el cielo se había nublado un poco, al fin y al cabo—, y fuimos a parar a uno de los bares de la playa, donde ella bebió un Seven-Up y yo contribuí a aumentar mi ardor con una lata tras otra de cerveza Budweiser. Pero dejemos que algunas de mis febriles notas continúen la opereta de aquella tarde:

Leslie y yo nos hallamos en el bar de un restaurante llamado Victor’s. Me encuentro un poco achispado. Nunca había sentido en mi cuerpo tal electricidad sexual. Esta dríada judía tiene más sensualidad en uno de sus expresivos pulgares que todas las vírgenes guardadas bajo llave que llegué a conocer en Virginia y Carolina del Norte juntas. También ha mostrado su gran inteligencia al reforzar la observación de Henry Miller, en alguna de sus obras, de que toda la sexualidad está en la cabeza. Nuestra conversación discurre entre flujos y reflujos de majestuosas olas, como el mismísimo mar: Hart Crane, sexualidad, Thomas Hardy, sexualidad, Flaubert, sexualidad, Schopenhauer y Nietzsche, sexualidad, Huckleberry Finn, sexualidad. He dirigido hacia ella todo el ardor de mi intelecto. La cosa está clara: si no nos halláramos en un lugar público, la poseería en este mismo instante. Le he tomado la mano por encima de la mesa, una mano húmeda, bañada de pura esencia de deseo. Habla con rapidez, en lo que he aprendido a detectar como acento brooklyniano de la clase alta, parecido al que suele oírse en Manhattan. Su expresión facial es encantadora, bellamente interrumpida por muecas y sonrisas maliciosas. ¡Adorable! Pero lo que más me cautiva es el hecho de que, desde hace más de una hora, no he cesado de oírle pronunciar palabras que en mi vida había oído decir a hembra alguna. Lo curioso del caso es que no me parecen sucias una vez acostumbrado a ellas. Se trata de palabras como «polla», «joder» y «chuparla». De vez en cuando, también suelta frases como «gozar a un tío», «cascársela» (algo que tiene que ver con Thoreau), «darle una buena mamada», «un bujarra», «se tragó su esperma» (Melville). (¿Melville?) Casi todo lo dice ella, aunque yo también pongo mi granito de arena en la conversación atreviéndome a referirme una sola vez, con estudiada despreocupación, pero increíblemente aturrullado, a «mi palpitante verga», bien consciente de que es la primera obscenidad de grueso calibre que he proferido jamás en presencia de una mujer. Al dejar Victor’s me encuentro más que achispado, y con audacia suficiente para permitir a mi brazo que la rodee por su firme y desnuda cintura. Al mismo tiempo, le acaricio muy ligeramente el trasero, y la forma en que oprime mi atrevida mano con su brazo, así como el brillo que observo en sus oscuros ojos orientales cuando los dirige maliciosamente hacia mí, me dan la seguridad de que por fin, milagrosamente, he descubierto a una mujer libre de horrendos convencionalismos y mojigatería de que es víctima esta hipócrita cultura nuestra…

Me siento ahora algo mortificado al descubrir que casi todo lo arriba transcrito fue anotado sin el menor indicio de ironía (en realidad, solamente era capaz de rozarla «muy ligeramente»), cosa que sólo puede indicar lo trascendental que fue para mí aquel encuentro con Leslie, o lo estúpida y completa que resultaba la pasión de que era víctima…, o, sin ir más allá, de qué modo trabajaba mi sugestionable mente a la edad de veintidós años. Fuera como fuese, cuando Leslie y yo volvimos a la playa bajo la luz del atardecer, aún estremecidos por ardientes oleadas de pasión, nos echamos en la arena, bajo la torre del vigilante, lugar ya abandonado por el preocupado grupo de psicoanalizandos, que habían dejado tras de sí un ejemplar medio enterrado de la Partisan Review, varios tubos exprimidos de crema para la nariz y un montón de botellas de coca-cola vacías. Y así, prolongando aquel fascinante momento, recreándonos en el calor de la encantadora afinidad que nos unía, pasamos todavía una hora, o dos, atando los cabos sueltos de nuestra conversación, conscientes ambos de que aquella tarde habíamos dado el primer paso hacia lo que iba a ser un viaje por tierras salvajes e inexploradas. Yacíamos el uno al lado del otro, nuestros vientres sobre la arena. Al trazar suaves óvalos en su pulsante cuello con la punta de mis dedos, alargó la mano para acariciar la mía y dijo:

—Mi psicoanalista dice que los humanos seguiremos siendo enemigos de nosotros mismos hasta que sepamos que lo único que necesitamos, enfin, es una buena follada, un buen orgasmo.

Yo oí que mi propia voz, vacilante pero sincera, decía:

—Tu psicoanalista tiene que ser una persona muy inteligente. Leslie guardó silencio durante un largo rato, hasta que se volvió hacia mí para mirarme a los ojos con sostenida fijeza y lanzarme por fin, con genuino deseo, una lánguida pero directa invitación que causó el paro total de mi corazón y el desequilibrio completo de mi mente y mis sentidos:

—Creo que tú podrías producir un orgasmo de campeonato a cualquier chica.

Y acto seguido nos citamos, en cierto modo, para el próximo jueves.

Me encontré la mañana del jueves, como he dicho, sintiendo profundamente una bendición, que se acercaba por momentos, de una promesa cuya espera se hacía casi inaguantable. Sentado ante mi rosácea mesa de trabajo, me las arreglé, no obstante, para ignorar mi fiebre y mi malestar y gobernar mis fantasías con suficiente fuerza para conseguir dos o tres horas más de trabajo serio y bien hecho. Pocos minutos después de las doce, noté una sensación de vacío en el fondo del estómago. No había oído ningún ruido procedente de la habitación de Sophie en toda la mañana. Sin duda se había pasado la mayor parte del tiempo con la nariz metida en un libro, prosiguiendo con asiduidad su autoeducación. Su facilidad de lectura y su comprensión del inglés, aunque lejos de ser perfecta, había mejorado mucho en cosa de un año, es decir, desde que conoció a Nathan; casi ya no recurría a las traducciones polacas, y ahora se hallaba profundamente interesada por el Faulkner de bolsillo de Malcolm Cowley, autor que la seducía y la dejaba perpleja a un tiempo. «¡Esas frases —me había dicho— que avanzan como una serpiente loca!» Pero era lo bastante adicta a la lectura como para maravillarse ante la complejidad y la turbulenta fuerza de la narrativa de Faulkner. Yo casi me había aprendido de memoria aquella colección que, en la escuela superior, me había catapultado hacia la obra completa de ese escritor, y había sido por recomendación mía —en el metro o en algún otro lugar durante el memorable domingo de nuestra primera salida— que Nathan había comprado el primer volumen para dárselo a Sophie a principios de la semana siguiente. Y yo había empezado a ayudar a Sophie, con verdadero placer, a interpretar a Faulkner, no sólo describiéndole ciertos lugares del oculto y vernáculo Misisipi, sino mostrándole algunas de las buenas sendas para penetrar en las arboledas y cañaverales de su retórica.

A pesar de todas las dificultades, estaba emocionada e impresionada por la tempestuosa manera en que aquella prosa había irrumpido en su mente. «Escribe como alguien, ¿sabes?, que estuviera poseído —me dijo uno de aquellos días, y luego añadió—: Se ve bien claro que, a él, nadie lo ha psicoanalizado.» Su nariz se arrugó con un gesto de desagrado al hacer esta observación aludiendo, obviamente, al grupo de bañistas que tanto la habían irritado el domingo anterior. Al principio yo no me di cuenta, pero lo cierto era que aquel coloquio freudiano que a mí me había fascinado, o, en el peor de los casos, divertido, a Sophie le había resultado tremendamente odioso, cosa que le hizo abandonar bruscamente la playa con Nathan. «Esos extraños tipos tan obsesionados con ellos mismos cuidando tan melindrosamente de sus pequeñas… costras… —se había quejado en un momento en que Nathan no estaba presente—. ¡Detesto esa clase de —y aquí pronunció una bella frase a la que yo di valor de perla auténtica— “infelicidad no ganada”!» Aunque me di perfecta cuenta de lo que quería decir, me sorprendió la vehemencia de su hostilidad, lo que me hizo pensar —y me lo preguntaba aún a mí mismo mientras subía la escalera para llevar a Sophie a nuestra proyectada merienda en el parque— si ello no se debería a algún resto de intolerancia que le hubiese quedado de aquella rígida religión que, como yo sabía, había abandonado.

Mi intención no era pillar a Sophie por sorpresa pero, al ver que la puerta de su habitación estaba medio abierta y que ella se hallaba vestida «decentemente» —como solían decir las chicas de aquellos tiempos—, entré sin llamar. Llevaba una especie de bata y se encontraba en el otro extremo de la habitación, peinándose frente a un espejo. Me daba la espalda y era muy probable que no hubiese advertido mi presencia, pues seguía arreglándose su lustrosa y rubia cabellera con un siseante sonido apenas audible en el silencio del mediodía. Yo, todavía con una excesiva carga de lascivia —algún resto, me imagino, de mis ensueños relacionados con Leslie—, sentí el súbito impulso de acercarme a Sophie para hocicar su nuca y, al mismo tiempo, llenar mis manos con sus pechos. Pero sólo pensarlo era ya algo irracional y desmedido, y, antes de que fuera tarde, me di cuenta de que ya bastaba con haber atentado de aquella manera contra su intimidad; dejé, pues, de contemplarla en silencio y me anuncié con una tosecilla. Sophie se volvió hacia mí con un respingo de sorpresa y, al hacerlo, reveló un rostro que no olvidaré en mi vida. Pasmado, me hallé —por fortuna, no más de un fugaz instante— ante una vieja bruja cuya parte inferior de la cara se había hundido sobre sí misma, dejándole por boca una profunda y tortuosa arruga y con una expresión que traslucía la más decrépita vejez. Era una máscara marchita y estremecedora.

Estuve a punto de dar un grito, pero ella se me adelantó con una especie de resuello al tiempo que se tapaba la boca con las manos y huía hacia el cuarto de baño. Me quedé clavado en el mismo sitio, intrigado y apabullado, escuchando los pequeños ruidos que me llegaban del otro lado de la puerta que Sophie había cerrado tras de sí… y me di cuenta, por primera vez desde que entré, de que la sonata para piano de Scarlatti había estado sonando todo el rato en el tocadiscos. Luego dijo:

—Stingo, ¿cuándo aprenderás a llamar antes de entrar en la habitación de una dama? —El tono de su voz era más irónico que malhumorado, y entonces, sólo entonces, me di cuenta de lo que había presenciado. Le agradecía que no se hubiese enfadado, y me sentía emocionado por su generosidad de espíritu. Yo mismo, ¿cómo habría reaccionado si alguien me hubiese sorprendido sin mis dientes? Y en aquel instante Sophie salió del cuarto de baño, aún con un ligero rubor en las mejillas, pero sosegada, incluso radiante, con todos los hermosos componentes de su cara reunidos en una alegre apoteosis gracias a la odontología norteamericana—. Bueno, vámonos al parque —añadió—, me estoy desmayando de hambre. ¡Soy el mismísimo avatar del hambre!

Aquel «avatar», por supuesto, era quintaesencialmente faulkneriano, y me chocó tanto la manera en que había usado la palabra, y era tal la alegría que sentía ante aquella belleza femenina recuperada, que reaccioné —y me desahogué— con una serie de ruidosas risotadas.

—Braunschweiger con whisky de centeno… y con mostaza —dije yo.

—¡Pastrami caliente! —contestó ella.

—Salami y queso suizo con pumpernickel —proseguí—, y algo de escabeche, medio agrio.

—¡Basta, Stingo, que me estás matando! —gritó con una risa de oro—. ¡Vámonos ya!

Y al parque nos fuimos, pasando antes, naturalmente, por las Himelfarb’s Deluxe Delikatessen.