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—En Cracovia, cuando era una niña —me dijo Sophie—, vivíamos en una casa muy vieja y en una calle antigua y tortuosa, no muy lejos de la universidad. Sí, la casa tenía muchísimos años; estoy segura de que hacía varios siglos que la habían construido. Te parecerá extraño, pero aquélla y la de Yetta son las únicas casas (verdaderas «casas», quiero decir) en que he vivido en toda mi vida. Porque, ¿sabes?, nací en aquella casa y en ella pasé toda mi niñez y luego, cuando me casé, seguí viviendo allí, hasta que llegaron los alemanes y tuvimos que irnos a vivir a Varsovia por algún tiempo. Yo adoraba aquella casa, era tranquila y llena de sombras. Hablo, naturalmente, del cuarto piso que ocupábamos, donde recuerdo que tenía mi propia habitación aunque yo era muy pequeña. Al otro lado de la calle había otra casa, también vieja, con chimeneas de esas… curvadas, y las cigüeñas habían construido sus nidos encima de ellas. Se dice cigüeñas, ¿verdad? Es curioso, en inglés siempre he tenido tendencia a mezclar esta palabra con «zancos». Bueno, pues recuerdo las cigüeñas de la chimenea de la casa de enfrente y lo iguales que eran a las cigüeñas de mi libro de cuentos de los hermanos Grimm que leía en alemán. Los recuerdo tan bien, aquellos libros…, y el color que tenían por fuera, y los dibujos de animales, pájaros y personas de la cubierta… Aprendí a leer el alemán antes que el polaco y, ¿sabes?, incluso hablé el alemán antes que el polaco; así que, cuando empecé a ir a la escuela religiosa, no paraban de importunarme por mi acento alemán.

«Cracovia es una ciudad muy antigua, ¿sabes?, y nuestra casa no estaba lejos de la plaza central, en cuyo centro hay un bello edificio de los tiempos medievales; Sukiennice, la llaman en polaco, que traducido a tu lengua significa «palacio de las ropas» o algo así, pues es donde había el mercado de toda clase de paños y telas. Después hay un reloj de torre, en la iglesia de Santa María; la torre es muy alta y, en vez de campanas, hay unos hombres de verdad que salen a una especie de balaustrada y tocan trompetas para dar la hora. Suenan muy bonito, por la noche. Aunque distantes y tristes, ¿sabes?, como las trompetas de las suites para orquesta de Bach, que siempre me hacen pensar en tiempos muy antiguos y en lo misterioso que es eso que llaman tiempo. De niña, acostada en la cama, en la oscuridad de mi habitación, escuchaba el ruido de los cascos de los caballos procedente de la calle (no había muchos automóviles en Polonia, por entonces), y poco antes de dormirme oía las trompetas que tocaban aquellos hombres de la torre, muy tristes y distantes, y me hacía preguntas sobre el tiempo…, ese misterio, ya sabes. O no me dormía enseguida y me ponía a pensar en los relojes. En el vestíbulo, sobre una mesita, había un reloj muy viejo que había pertenecido a mis abuelos, y una vez lo abrí por detrás y miré dentro de él mientras funcionaba, y vi una gran cantidad de ruedas y palanquitas, creo que se llaman escapes, y sobre todo, aquellas piedras preciosas (creo que casi todas eran rubíes) que brillaban al reflejar la luz del sol. Y así fue como la noche siguiente, ya acostada, me figuré que me encontraba dentro del reloj (¡tonta imaginación de una criatura!), donde me sentí flotar, como si volara, entre los muelles, entre las ruedas que giraban y las palanquitas esas que se movían de un lado a otro… y también vi los rubíes, rojos y brillantes, grandes como mi cabeza. Y, por fin, me dormí sin dejar de pensar en el reloj, dentro del cual seguí en mis sueños.

»Son tantos los recuerdos que tengo de Cracovia, tantísimos… ¡Por más tiempo que pasara, nunca terminaría de contártelos! Fueron tiempos maravillosos, aquellos años de entreguerras, incluso para Polonia, que es un país pobre y ha tenido siempre un complejo de inferioridad, ¿sabes? Nathan cree que exagero cuando le hablo de aquellos tiempos tan buenos que tuvimos (bromea tanto sobre Polonia…), pero yo le explico cómo era mi familia y la vida maravillosamente civilizada que llevábamos, la mejor clase de vida que puedas imaginarte, créeme. «¿Qué hacíais los domingos?», me dice. «¿Echabais patatas a los judíos?» Cuando se trata de Polonia, sólo puede pensar en lo antisemitas que son los polacos y hacer chistes sobre ello, cosa que lamento y que me cuesta mucho soportar. Porque eso es verdad, quiero decir que Polonia tiene fama de poseer este espíritu tan antisemita que él dice, lo que me hace sentir avergonzada en muchas ocasiones, como tú, Stingo, cuando tienes esa misère, cuando te sientes apenado por culpa de los problemas con la gente de color en el Sur. Pero no creas, yo le digo a Nathan que sí, que esa mala fama de Polonia es cierta, pero que debe comprender… vraiment, debe comprender que no todos los polacos son iguales, que también hay allí mucha gente decente, como mi familia, que… Oh, es tan desastroso hablar de esto… Me entristece porque me hace pensar en cómo se lo toma Nathan; está obsesionado. Sí, será mejor que cambie de tema…

»Volvamos a mi familia. Tanto mi padre como mi madre eran profesores universitarios; por eso casi todos mis recuerdos están relacionados con la universidad. La de Cracovia es una de las universidades más antiguas de Europa; fue creada en el siglo catorce. Yo no conocía otra vida que la propia de la hija de dos profesores, y quizá por esto mis recuerdos de todo aquel período son tan tranquilos y civilizados. Algún día, Stingo, debes ir a Polonia, conocerla bien y escribir sobre ella. Es tan hermosa… Y tan desgraciada… Imagínate: los veinte años durante los que yo crecí y me eduqué allí fueron los únicos veinte años seguidos de libertad que tuvo en toda su historia. ¡Eso, después de siglos! Supongo que por eso oía decir tan a menudo a mi padre: «Estos días sí que son risueños para Polonia». Porque había libertad en todas partes por primera vez, ¿sabes?, en las universidades y en las escuelas: podías estudiar lo que se te antojase. Y supongo que ésta era una de las razones por las que la gente podía disfrutar tanto de la vida; estudiando y aprendiendo, escuchando música y yendo al campo los domingos, en primavera y en verano. A veces he pensado que casi amo tanto la música como mi propia vida, de veras, íbamos a todos los conciertos. De niña, en mi casa, aquella vieja casa, me quedaba despierta en la cama después de acostarme para escuchar cómo mi madre tocaba el piano en la planta baja (Schumann o Chopin era lo que tocaba, o Beethoven, o Scarlatti, o Bach… Era una pianista maravillosa). Sí, me quedaba despierta y oía cómo ascendía y se desvanecía la hermosa música que llenaba toda la casa, y yo me sentía caliente, confortable y segura en mi cama. Pensaba que nadie tenía unos padres tan maravillosos. Y reflexionaba sobre mí, sobre cuando creciera y dejase de ser niña y tal vez me casara y fuese profesora de música como mi madre. Poder tocar bella música como mi madre y casarse con un guapo profesor como mi padre, pensaba, era lo mejor que podía desear en la vida.

»Ni mi padre ni mi madre habían nacido en Cracovia. Mi madre era de Lodz y mi padre de Lublin. Se conocieron en Viena cuando eran estudiantes. Mi padre estudiaba leyes en la Academia de Ciencias austríaca y mi madre estudiaba música en la misma ciudad. Ambos eran católicos, muy religiosos; crecí, pues, en un ambiente muy devoto, e iba siempre a misa con mis padres y también la oía en la iglesia de la escuela. Sin embargo, no quiero decir que yo fuera una fanática, ¿sabes? Creía mucho en Dios. Pero de todos modos, mi padre y mi madre no eran, ¿sabes…?, no sé la palabra exacta en inglés, durs…, sí, duros, austeros. No eran así. Eran muy liberales (incluso podría decirse que casi socialistas), y siempre votaban por los partidos obreros o por los demócratas. Mi padre odiaba a Pilsudski. Decía que era más catastrófico para Polonia que el mismo Hitler, y la noche en que aquél murió bebió mucho aguardiente para celebrarlo. Era un pacifista, mi padre, y aunque le gustaba hablar de lo risueños que eran aquellos días para Polonia, yo sabía que au fond estaba triste y preocupado. Una vez oí que hablaba con mi madre (debía de ser hacia 1932), y decía: «En realidad, esto no puede durar. Habrá una guerra. El destino no ha permitido nunca que Polonia fuera dichosa por mucho tiempo». Recuerdo que lo dijo en alemán. En casa hablábamos en alemán con más frecuencia que en polaco. El français lo aprendí a hablar casi a la perfección en la escuela, pero aún hablaba mejor el alemán. Era la influencia de Viena, ¿sabes?, donde mis padres habían pasado tanto tiempo, y además mi padre era profesor de leyes, y el alemán era entonces allí casi la única lengua de los estudiosos. Mi madre era una excelente cocinera, al estilo vienés. Sí, eran muy pocos los guisos polacos que cocinaba; claro que no puede decirse que la cocina polaca sea haute cuisine, quiero decir de categoría. Aún recuerdo lo que guisaba en la gran cocina que teníamos en Cracovia: Wiener Gulash Suppe y Schnitzel, y, eso sí, recuerdo sobre todo el maravilloso postre que hacía; se llamaba budín Metternich y estaba lleno de castañas, mantequilla y piel de naranja.

»Sé que puedo parecer pesada al repetir siempre lo mismo, pero mi padre y mi madre eran maravillosos. En cuanto a Nathan, ¿sabes?, ahora está estupendo, está tranquilo, se encuentra en uno de sus buenos momentos…, períodos, decís, ¿no? Pero cuando se halla en uno de sus malos momentos, como cuando lo conociste (en una de sus tempêtes las llamo yo…, tempestades), se pone a gritar, y siempre me llama puerca antisemita polaca. Sí, usa ese lenguaje en tales ocasiones, ¡y me insulta con palabras inglesas y de yiddish que yo desconozco! Las que repite más son: «Asquerosa puerca polaca, cachonda nafka, kurveh me estás matando, me estás matando del mismo modo que vosotros, asquerosos puercos polacos, matasteis siempre a los judíos». Y yo intento hablarle, pero él no me escucha y sigue con su ataque de rabia, casi de locura; y he ido dándome cuenta de que cuando se halla en ese estado no es oportuno hablarle de los polacos buenos, como mi padre. Papá nació en Lublin cuando esta ciudad pertenecía a los rusos y había en ella muchos, muchos judíos que sufrían los terribles pogromos, es decir ataques, saqueos y matanzas. Una vez, mi madre me dijo (porque mi padre nunca me hablaba de tales cosas) que, cuando papá era joven, él y su hermano sacerdote arriesgaron la vida escondiendo a tres familias judías para protegerlas del pogromo de los cosacos. Pero sé que si intentara decir esto a Nathan durante una de sus tempêtes, sólo conseguiría que me gritara más fuerte y me llamara sucia y puerca mentirosa polaca. En esos momentos, tengo que ser muy patiente con Nathan, no creas. Sé que entonces es como si estuviera enfermo, que no está bien, y por eso miro hacia otro lado, guardo silencio y procuro pensar en otras cosas, en espera de que la tempête haya pasado, de que vuelva a ser dulce y afectuoso, cariñoso y lleno de tendresse.

»Debe de hacer unos diez años, uno o dos antes de que comenzara la guerra, cuando oí decir a mi padre por primera vez la palabra Massenmord, lo que vosotros llamáis, creo, matanza, o carnicería. Fue después de lo que contaron los periódicos sobre la terrible destrucción de sinagogas y de tiendas judías que los alemanes llevaron a cabo. Recuerdo que primero mi padre dijo algo sobre Lublin y los pogromos que había visto allí, y entonces añadió: «Primero del este, y ahora del oeste. Esta vez será ein Massenmord». En aquel momento no comprendí muy bien lo que quería decir, supongo que, en parte, porque en Cracovia había un gueto, pero no tantos judíos corrio en otros lugares, y yo no los consideraba personas diferentes de las demás, ni los tenía por víctimas de la persecución de nadie. Creo que todo era ignorancia mía, Stingo. Entonces estaba casada con Casimir… Me casé joven, muy joven, ¿sabes?, y supongo que aún pensaría como una niña, que aún creería que aquella vida tan cómoda, tan tranquila y tan desprovista de peligros seguiría siendo siempre igual. Mamá y papá, Casimir y Zosia (Zosia es el nombre… cariñoso con que me llamaban, en vez de Sophie) viviendo todos felices en nuestra gran casa, comiendo Wiener Gulash Suppe y estudiando, y escuchando a Bach, ¡ay!, para siempre. Casimir era profesor auxiliar de matemáticas; lo conocí un día que mis padres dieron una fiesta para algunos de los profesores jóvenes de la universidad. Cuando Casimir y yo estuvimos casados, proyectábamos ir a Viena, como habían hecho mi padre y mi madre. Nuestros estudios serían muy parecidos a los de ellos. Casimir conseguiría su grado supérieur de matemáticas en la Academia austríaca y yo estudiaría música. Yo tocaba el piano desde que tenía ocho o nueve años, y tomaría lecciones de Frau Theimann, la famosa profesora que había enseñado a mi madre y que aún daba clases a pesar de que era ya casi una anciana. Pero aquel año se produjo la anexión, el Anschluss, y los alemanes entraron en Viena. Aquello era realmente terrorífico, y mi padre decía que la guerra no estaba lejos.

»Recuerdo tan bien el último año que estuvimos todos juntos en Cracovia… A pesar de todo, yo no podía creer que aquella vida pudiera cambiar alguna vez. Era tan feliz con Casimir (Kazik) y le quería tanto… Era tan generoso, cariñoso e inteligente. Como puedes ver, Stingo, sólo me atraen los hombres inteligentes. No puedo decir si amaba más a Kazik que a Nathan (a Nathan lo amo tanto que hasta me duele el corazón); bueno, creo que no debo comparar un sentimiento con otro. Sea como fuere, a Kazik lo quería mucho, mucho, y no podía soportar la idea de que la guerra estuviera tan cerca de nosotros ni la posibilidad de que él se convirtiera en soldado. Así que nos sacamos todos aquellos pensamientos de la cabeza, y aquel año fuimos a muchos conciertos, leímos muchos libros y fuimos con frecuencia al teatro además de dar largos paseos por la ciudad. Fue durante estos paseos cuando comencé a aprender el ruso. Kazik había nacido en Brest-Litovsk, que fue tanto tiempo de los rusos, y por ello hablaba aquel idioma tan bien como el polaco y podía enseñármelo con facilidad. Muy diferente de mi padre que, habiendo vivido también bajo dominación rusa, los odiaba de tal modo que siempre se negó a hablar aquella lengua a no ser que lo obligaran a ello. Durante todo aquel tiempo, yo seguía sin creer que aquella vida pudiera cambiar. Claro que habría algunos cambios, pero cambios naturales, ¿sabes?, como el de que Kazik y yo nos iríamos de la casa de nuestros padres para tener la nuestra y crear una nueva familia. Pero yo pensaba que eso ocurriría después de la guerra, si la había, y que en todo caso sería muy corta porque los alemanes serían derrotados enseguida, tras lo cual Kazik y yo podríamos ir a Viena a estudiar como teníamos proyectado.

»Era tan estúpida como para pensar que las cosas irían de esta manera, Stingo. Claro que la culpa era un poco de mi tío Stanislaw, hermano de mi padre y coronel de la caballería polaca. Era mi tío favorito, lleno de vida, de risa franca, y con una maravillosa e inocente creencia en la grandeza de Polonia: la gloire, tu comprends?, la patrie, etcétera, como si Polonia no hubiese estado tantísimos años bajo los prusianos, los rusos y los austríacos, como si tuviese la continuité de Francia o Inglaterra u otros países semejantes. Venía a vernos a Cracovia con su uniforme, su sable y su bigote de húsar, y hablaba mucho y reía muy fuerte, y decía que los alemanes recibirían una lección si se atrevían a enfrentarse con Polonia. Mi padre hacía lo posible por seguir llevándose lo mejor posible con mi tío (le seguía la corriente, ¿sabes?), pero la mentalidad de Kazik era directa y lógica y, aunque de manera amistosa, discutía las ideas de tío Stanislaw y le preguntaba de qué iba a servir su caballería cuando llegaran los alemanes con sus tanques y sus tropas motorizadas y blindadas, es decir, lo que llamaban las divisiones Panzer. Pero mi tío contestaba que lo que importaba era conocer bien el terreno y que la caballería polaca, perfecta conocedora del suyo, maniobraría de modo que los alemanes fueran totalmente derrotados en tierra extraña, con lo que no tendrían otro remedio que dar media vuelta y marcharse. Y tú ya sabes lo que sucedió cuando tuvo lugar este enfrentamiento: une catastrophe totale, en menos de tres días. Fue todo tan descabellado, tan romántico y tan fútil… ¡Todos aquellos hombres con sus caballos! Y tan desastroso, Stingo, tan desastroso…

»Cuando los soldados alemanes entraron en Cracovia en septiembre de 1939, todos quedamos sorprendidos y aterrorizados y aunque, por supuesto, lamentábamos y detestábamos lo que nos estaba, pasando, conservamos la calma con la esperanza de que todo aquello no nos perjudicara. En realidad, no puede decirse que la situación fuese mala, Stingo, me refiero al principio, pues creíamos que los alemanes nos tratarían con corrección. No habían bombardeado la ciudad, cosa que habían hecho con Varsovia, y ello nos hacía sentir un poco especiales y protegidos, salvaguardados…, se dice así, ¿verdad? El comportamiento de los soldados alemanes era muy bueno, y recuerdo que mi padre decía que aquello probaba lo que él creía desde hacía mucho tiempo, es decir, que el soldado alemán conservaba la antigua tradición prusiana basada en el código del honor y la decencia y que, por esto, nunca harían daño a la población civil ni se ensañarían con ella. También ayudó a tranquilizarnos oír hablar a todos aquellos soldados en alemán, lengua que casi podía considerarse nativa para nuestra familia. Cierto que, al principio, el pánico se apoderó de nosotros, pero después la situación no pareció tan mala. Mi padre estaba terriblemente preocupado por lo que estaba pasando en Varsovia, aunque nos dijese que debíamos seguir viviendo de la misma manera que antes. Decía, también, que no se hacía ilusiones sobre lo que Hitler pudiera pensar de los intelectuales, pero que en otros lugares, como Viena y Praga, se había permitido que los profesores continuaran su trabajo en las universidades, lo que le hacía suponer que él y Casimir también podrían hacerlo. Pasaron semanas y semanas sin que nada les sucediera, y pensamos que esta vez todo iría bien en Cracovia, quiero decir que la situación sería tolerable.

»Una mañana de aquel mes de noviembre fui a misa a la iglesia de Santa María, aquella donde daban las horas con las trompetas, ¿sabes? En Cracovia solía ir a misa muy a menudo, pero después de la llegada de los alemanes todavía fui con más frecuencia, para rezar por el fin de la guerra. Tal vez te pareceré horriblemente egoísta, Stingo, pero creo que deseaba que la guerra terminara sobre todo para poder ir a estudiar a Viena con Kazik. Naturalmente, había muchas otras razones para rezar, pero la gente es egoísta, ¿sabes?, y yo me sentía muy afortunada al ver que mi familia no había sufrido ningún daño, y sólo deseaba que la guerra se acabara lo antes posible para que todo volviera a ser como antes. Pero aquella mañana, mientras rezaba en la iglesia, tuve una… prémonition, sí, eso, una premonición, y una aterradora sensación fue apoderándose lentamente de mí. No comprendía las razones de aquel miedo, pero puedo decir que de pronto mis megos cesaron, al tiempo que me sentía rodeada de un viento muy frío y muy húmedo que parecía atravesar toda la iglesia. Y entonces recordé la causa de mi sobresalto; fue algo que irrumpió en mí como un brillante destello. El nuevo gobernador general de la zona de Cracovia, un nazi llamado Frank, había convocado para aquella misma mañana, según dijo mi padre, al claustro de profesores en la cour, ¿sabes?, en el patio de la universidad, con el fin de comunicarles las nuevas normas, las reglas por las que deberían regirse bajo la ocupación. Total, nada. Una simple reunión informativa. Y, sí, había de celebrarse aquella misma mañana. A mi padre y a Kazik no se lo habían comunicado hasta el día anterior, ¿sabes?, cosa perfectamente lógica que no preocupó a nadie. Pero en aquel momento, alertada por aquel destello, presentí que iba a suceder algo muy, muy malo, y salí corriendo a la calle.

»Y, oh, Stingo… Como te digo: jamás volví a ver a mi padre ni a Kazik, nunca más. Al salir de la iglesia seguí corriendo, la universidad no estaba lejos… y, cuando llegué a ella, había una gran multitud cerca de la puerta principal, que daba al patio. La calle estaba cerrada al tráfico; sólo se veían algunos enormes camiones alemanes y varios cientos de soldados con rifles y metralletas. Había una barrière, y los soldados alemanes no me dejaron pasar. Entonces vi a la señora Wochna, una mujer de edad cuyo marido enseñaba la chimie, ¿sabes?, la química. Al acercarme a ella se puso a llorar, y en un ataque de histerismo se dejó caer en mis brazos diciendo: «¡Oh, Dios mío, todos se han ido! ¡Se los han llevado a todos! ¡A todos!». Yo no podía creerlo, no, no podía creerlo, pero otra mujer vino hacia nosotras, también llorando, y dijo: «Sí, es verdad. Se los han llevado, también se han llevado a mi marido, el profesor Smolen». Y entonces comencé a creérmelo, poco a poco, sobre todo al ver aquellos camiones cerrados que iban calle abajo en dirección oeste. No había duda, aquello era verdad… Me puse a llorar y fui presa de la histeria, como las demás. Corrí a casa y se lo dije a mi madre, y nos abrazamos llorando. Mi madre dijo: «Zosia, Zosia. ¿Adonde han ido? ¿Adónde se los han llevado?». Yo le contesté que no lo sabía. No lo supimos hasta un mes después, Mi padre y Kazik habían sido trasladados al campo de concentración de Sachsenhausen, donde fueron muertos a tiros el día de Año Nuevo. Asesinados sólo por ser polacos y profesores. Había muchos más, ciento ochenta en total, creo, pero la mayoría tampoco volvió. Poco después nos marchamos a Varsovia: necesitaba encontrar trabajo…

»Transcurridos aquellos largos años, en 1945, cuando ya había terminado la guerra y me encontraba en un campo de desplazados, en Suecia, solía pensar, como tantas otras veces, en aquellos días en que mi padre y Kazik fueron asesinados, y también en las lágrimas que había vertido y en las que ya no podía verter. Sí, me preguntaba poiqué ya no podía llorar. Aunque te cueste creerlo, Stingo, te diré que me había quedado sin emociones. Me hallaba privada de todo sentimiento y tampoco me quedaban ganas de llorar. En aquel lugar de Suecia trabé amistad con una judía de Amsterdam que fue muy afectuosa conmigo, especialmente después de que yo intentara suicidarme. Supongo que no lo intenté con demasiada decisión; con un vidrio me hice un corte en la muñeca que no me sangró mucho, pero aquella anciana judía se mostró desde entonces aún más cariñosa conmigo. Hablamos mucho, aquel verano. Habíamos estado en el mismo campo de concentración, donde ella perdió a dos hermanas. Yo no comprendía cómo había sobrevivido, pues fueron tantos los judíos que murieron allí…, millones y millones de judíos pero, fuera como fuese, sobrevivió lo mismo que yo, como muy pocos de nosotros. Hablaba muy bien el inglés, además del alemán, y así fue como empecé a aprender esta lengua, el inglés, pues ya sabía que probablemente vendría a parar a Norteamérica.

»Era muy religiosa, aquella mujer, y siempre iba a rezar a la sinagoga que tenían allí. Me dijo que, a pesar de todo, seguía creyendo mucho en Dios, y una vez me preguntó si yo también creía en Él, en el Dios cristiano, pues ella creía en el Dios de Abraham. Decía que lo que le había sucedido aún le hacía creer más en Él, aunque conocía a algunos judíos que pensaban que Dios había abandonado al mundo. Y yo le contesté que sí, que en otro tiempo había creído en Dios y también en su Santa Madre, pero que entonces, después de aquellos años, podía compararme a aquellos judíos para quienes Dios había abandonado a la tierra para siempre. Le dije que estaba convencida de que Dios había dejado de poner su mirada en mí, de que se había vuelto hacia otro lado, y de que yo ya no podía rezarle como hice en otro tiempo en Cracovia. Ya no podía rezarle, como tampoco podía llorar. Y cuando me preguntó cómo sabía que Dios había dejado de poner en mí su mirada, le dije que lo único que sabía, sí, que lo único que sabía era que sólo un Dios, sólo un Jesús sin piedad y ya sin interés por mí, habría podido permitir que las personas que yo amaba fueran asesinadas y que yo sobreviviera con la vergüenza, con el pecado de no haberlas seguido. Era terrible que ellos hubiesen muerto de aquella manera, pero la culpa que yo sentía era más de lo que podía soportar. On peut souffrir, sí, se puede sufrir, pero no se puede sufrir tanto.

»Podrás pensar que es algo que no tiene importancia, Stingo, pero la tiene, y mucha, permitir que alguien muera sin poder despedirte de él, sin un adieu, sin una sola palabra de consuelo o de comprensión. Es terrible, cuesta mucho de soportar. Escribí muchas cartas a mi padre y a Kazik dirigidas a Sachsenhausen, pero siempre volvieron con el mismo sello: «Desconocido». Sólo quería decirles lo mucho que los quería, especialmente a Kazik, no porque lo quisiera más que a papá, sino porque en los últimos momentos que estuvimos juntos tuvimos un gran disgusto, y fue terrible. Casi nunca nos peleábamos, pero hacía más de tres años que estábamos casados y supongo que era natural que riñéramos alguna vez. La noche anterior a aquel terrible día tuvimos un gran altercado, ni siquiera recuerdo por qué, de veras, y le dije «Spandaj!» (que en polaco es como decir: «¡Vete al infierno!»). Entonces dio media vuelta y me dejó sola; aquella noche no dormimos en la misma cama. Y jamás volví a verlo desde aquel momento. Por eso me fue tan difícil soportar que no hubiéramos tenido ni una despedida cariñosa, ni un beso, ni un abrazo… nada. Sé que Kazik sabía que lo amaba a pesar de todo, y yo sabía que él también me quería, pero de todos modos estoy segura de que sufrió mucho al no poder llegar a decírmelo, al no poder decirnos el uno al otro que nos amábamos.

»Por todo eso, Stingo, vivo con esta culpa dentro de mí, una gran culpa de la que no puedo desprenderme, aun sabiendo que no hay razón para sentirla, como me hizo ver aquella anciana judía en Suecia cuando me dijo que nuestro amor, el de Kazik y yo, era lo más importante, y no cualquier pelea tonta. Pero aún siento esta culpa, con toda intensidad. Es curioso, Stingo; como tú sabes, he aprendido de nuevo a llorar, y quizás eso signifique que me he convertido otra vez en un ser humano. Por lo menos, en esto. En un trozo de humanidad, sí, eso, un ser humano. Con frecuencia lloro sola cuando estoy escuchando música; me recuerda Cracovia y aquellos años que se fueron. Sobre todo con cierta música lloro tanto que se me tapa la nariz, no puedo respirar y mis ojos lagrimean como un río. Es un fragmento de uno de los discos de Haendel que me regalaron por Navidad: «Sé que mi Redentor vivió». Me hace llorar por todas mis culpas, y también porque sé que mi Redentor no vive y que mi cuerpo será destruido por los gusanos, y que mis ojos nunca, nunca volverán a ver a Dios…

En el período sobre el que estoy escribiendo, aquel turbulento verano de 1947 en que Sophie me contó tantas cosas de su pasado y en que el destino me hizo caer, entrampado como cualquier incauto insecto de junio, en la increíble telaraña de emociones que eran las relaciones entre Nathan y Sophie, ella trabajaba como recepcionista a tiempo parcial en un apartado rincón de Flatbush, el consultorio del doctor Hyman Blackstock (nacido Bialystok). Hacía entonces algo menos de un año y medio que ella se hallaba en Norteamérica. El doctor Blackstock era quiropráctico, y había emigrado de Polonia hacía ya mucho tiempo. Entre sus pacientes se contaban muchos antiguos emigrantes judíos y otros, más recientes, también refugiados en Estados Unidos. Sophie había conseguido su puesto de trabajo en el consultorio del doctor poco después de su llegada a Nueva York en los primeros meses del año anterior, tras su llegada a Norteamérica bajo los auspicios de una organización de socorro internacional. Al principio, Blackstock (que hablaba muy bien el polaco, además de un perfecto yiddish) se sintió contrariado al ver que la agencia le había enviado una gentil, es decir, una joven que no era hebrea y que sólo sabía un poco de yiddish aprendido en un campo de concentración. Pero el doctor era también un hombre de buen corazón que, sin duda impresionado por la belleza de Sophie, por su situación y por el hecho de que hablaba un alemán perfecto, la favoreció con un empleo que ella necesitaba con verdadera urgencia, pues todo lo que poseía eran las sencillísimas ropas que le habían dado en el centro de desplazados de Suecia. Pero Blackstock no tenía por qué haberse preocupado; al cabo de pocos días, Sophie charlaba en yiddish con los pacientes como si acabara de salir de un gueto. Alquiló aquel cuarto barato en la casa de Yetta Zimmerman —el primer lugar que pudiera llamar hogar desde hacía siete años— inmediatamente después de conseguir el empleo. El hecho de trabajar sólo tres días por semana le resultaba tan provechoso para el cuerpo como para el alma, por así decirlo, pues empleaba sus días libres para perfeccionar su inglés en una clase gratuita del Brooklyn College y, en general, para integrarse en la vida de aquel barrio tan activo, vasto y bullicioso.

Me dijo que, desde que había llegado a nuestro país, nunca se había sentido aburrida ni preocupada. Estaba decidida a dejar atrás los trastornos del pasado —por lo menos, hasta donde se lo permitiera su vulnerable y atormentada memoria—, de modo que aquella enorme ciudad fuera para ella el Nuevo Mundo, tanto física como espiritualmente. Físicamente se sentía aún decaída, pero esto no le impedía participar en los placeres que se le ofrecían a su alrededor, como una criatura dejada en libertad en una confitería. La música en primer lugar; la sola posibilidad de oír música, me dijo, la llenaba de una sensación de deleite semejante a la que se siente ante lo que se sabe va a ser un banquete suntuoso. No pudo permitirse la adquisición de un tocadiscos hasta que conoció a Nathan, pero no le importaba; con la pequeña y barata radio portátil que se había comprado, podía escuchar la espléndida música que emitían aquellas emisoras de radio cuyas raras iniciales nunca llegó a descifrar —WQXR, WNYC, WEVD—, u oír las suaves voces que pronunciaban los fascinantes nombres de todos los potentados y príncipes musicales de cuyas armonías se había visto privada por tanto tiempo; hasta composiciones tan sobadas como la Inacabada de Schubert o Eine kleine Nachtmusik la emocionaban como si las oyera por primera vez. Y, por supuesto, estaban también los conciertos de la Academia de Música y, en verano, del Lewisohn Stadium, en Manhattan, donde podía escuchar música espléndida por un precio tan módico que la hacía virtualmente gratuita, como el Concierto para violín de Beethoven, interpretado una noche en el estadio por Yehudi Menuhin con tan voraz apasionamiento y tanta ternura que, allí sentada, casi en el borde exterior del anfiteatro, un poco estremecida bajo las destellantes estrellas, experimentó una serenidad y una sensación de consuelo que la sorprendieron, junto con la certeza de que había cosas por las que valía la pena vivir y de que le sería posible recuperar los trozos dispersos de su vida y reunidos de nuevo para volver a ser ella misma.

Durante aquellos primeros meses, Sophie estuvo sola la mayor parte del tiempo. Sus dificultades con el inglés (pronto vencidas, sin embargo) le causaban cierto retraimiento pero, a pesar de todo, la satisfacía encontrarse sola, gozaba de veras en la soledad, un lujo del que había estado necesitada durante los últimos años. Unos años en que también había estado privada de libros, de letra impresa de toda clase, por lo que se puso a leer con avidez el periódico polaco-norteamericano al que se suscribió y los libros que podía alquilar en una librería polaca de la calle Fulton que frecuentaba. Sentía predilección por las traducciones de autores norteamericanos; el primer libro que leyó, según recordaba, se llamaba Manhattan Transfer, de Dos Passos. Después leyó Adiós a las armas y Una tragedia americana, así como la obra de Wolfe Del tiempo y el río, tan pésimamente traducida al polaco que se vio obligada a romper la promesa que se había hecho, en el campo de concentración, de no volver a leer nada escrito en alemán durante el resto de su vida, y tuvo que decidirse por una versión alemana que encontró en una biblioteca pública. Quizá por ser esta traducción rica y bien realizada, o porque la visión de Norteamérica que Wolfe daba en su obra —lírica y trágica aunque optimista y no muy profunda— era lo que el alma de Sophie necesitaba en aquel momento —sobre todo teniendo en cuenta que ella era casi una recién llegada a estas costas, con un rudimentario conocimiento del panorama del país y su colosal extravagancia—, fue Del tiempo y el río el libro que más la entusiasmó de cuantos leyó aquel invierno y aquel verano. En efecto, Wolfe excitó de tal modo su imaginación que también intentó leer Look homeward, Angel [Mira hacia tu casa, ángel] en inglés, pero tuvo que abandonar la tarea por encontrarla extremadamente difícil. Si para nosotros, los iniciados, nuestro idioma es una lengua cruel cuyas peculiaridades y caprichosa ortografía nunca parecen tan absurdas como en la letra impresa, ¿qué no sería para Sophie, cuya habilidad en leerlo y escribirlo siempre fue a la zaga de su, para mí, irregular y encantadora manera de hablarlo?

Lo único que conocía de Norteamérica era Nueva York —principalmente Brooklyn— y, con el tiempo, acabó por amar a la ciudad y por sentirse aterrorizada ante ella casi por igual, En toda su vida, sólo había conocido dos áreas urbanas: la pequeña Cracovia con su gótica placidez y, más tarde, el informe montón de escombros en que se convirtió Varsovia después de la Blitzkrieg, la guerra relámpago. Sus recuerdos más dulces —y aquellos sobre los que le gustaba explayarse— procedían de su ciudad natal, inmemorablemente paralizada en la visión de un friso de tejados y chimeneas y de tortuosas calles y callejuelas. Los años transcurridos entre Cracovia y Brooklyn la habían obligado —al menos como un medio de conservar la cordura— a hacer lo posible por borrar aquel período de su memoria. Por eso decía que, al despertar cada mañana en la casa de Yetta en una cama desconocida, rodeada de extrañas paredes de color rosa, mientras aún escuchaba medio ensoñada el débil y lejano estruendo de la Church Avenue, era tan incapaz, por unos largos segundos, de nombrarse o reconocer cuanto la rodeaba o incluso de tener conciencia de sí misma, que se creía dominada por un somnoliento trance, como una de las doncellas de aquellos cuentos de los hermanos Grimm de su niñez, y transportada, tras un encantamiento nocturno, a un nuevo y desconocido reino. Entonces, pestañeando, y con una sensación en que se mezclaban curiosamente la pena y la alegría, se decía a sí misma: «No estás en Cracovia, Zosia, estás en Norteamérica». Y luego se levantaba para enfrentarse con el pandemónium del metro y de los pacientes que esperaban la quiropráctica del doctor Blackstock.

Y con la incomprensible inmensidad de aquel Brooklyn tan hermosamente verde, tan hogareño, tan mugriento y bullicioso.

Con la llegada de la primavera, el cercano Prospect Park se convirtió en el refugio preferido de Sophie (un lugar que aún recuerdo con agrado, y en el cual una hermosa rubia podía pasear entonces sin peligro alguno). En una luz ligeramente empañada por el polen, llena de verdes sombras salpicadas de oro, los olmos y las acacias que se elevaban entre el césped y la ondeante hierba parecían preparar el escenario de una fête champêtre pintada por Watteau o Fragonard. Y era debajo de uno de aquellos majestuosos árboles donde Sophie iba a guarecerse en sus días libres o en los fines de semana, junto con lo necesario para otra maravillosa —y gastronómica— fiesta campestre. Más tarde me confesó, aún con un poquito de vergüenza, que se sintió completamente poseída, verdaderamente trastornada por la comida tan pronto como llegó a la ciudad. Sabía que tenía que andar con mucho cuidado al comer. En el centro de desplazados, el doctor de la Cruz Roja sueca que cuidaba de ella le dijo que su desnutrición era tan seria que probablemente hubiese causado cambios en su metabolismo más o menos permanentes y perjudiciales; le advirtió que debía ponerse en guardia contra la posibilidad de lanzarse a un inmediato y excesivo consumo de alimentos, especialmente de grasas, por fuerte que fuera la tentación. Pero esto le hacía la situación más divertida; la convertía en un agradable juego cuando entraba en una de las magníficas tiendas de delikatessen de la avenida Flatbush para proveerse de lo necesario para uno de sus festines en el Prospect Park o, simplemente, por habérsele abierto de pronto el apetito. El privilegio de poder elegir le producía una sensación casi dolorosamente sensual. Había tantas cosas para comer, tal variedad y abundancia de gollerías, que cada vez que se encontraba ante ellas se quedaba sin aliento y los ojos se le velaban de emoción. Entonces, con primorosa gravedad, escogía heroicamente de entre aquella fragante superabundancia: un huevo escabechado de aquí, una tajada de salami de allá, y medio pan moreno de centeno dulzonamente glaseado. Bratwurst. Braunschweiger. Sardinas. Pastrami caliente. Salmón ahumado. Una bolsa, por favor. Con una bolsa de papel marrón bien agarrada y la advertencia médica repetida mentalmente como una letanía —«Recuerda lo que te dijo el doctor Bergstrom: “No te atiborres”»—, emprendía su metódico camino hacia uno de los más apartados rincones del parque, o hacia un remanso del gran lago, y allí, mascando con prudencia, redescubriendo sabores olvidados, volvía a la página 350 de Studs Lonigan.

Notaba sus progresos. Como estaba experimentando un verdadero renacimiento, poseía algo de la lasitud y, a decir verdad, mucho de la debilidad y desamparo de una criatura recién nacida. Su torpeza era como la de un parapléjico que estuviera recuperando la movilidad de sus piernas. Había pequeñas cosas, pequeñas y ridículas cosas, que aún la confundían. Había olvidado cómo se unían los dos lados de la cremallera de una chaqueta que le habían dado. Sus desmañadas chapucerías la aterraban: una vez se echó a llorar cuando, al tratar de utilizar una loción cosmética de un tubo de plástico, lo apretó con una fuerza tan incontrolada que el producto se derramó a borbotones por encima de ella y le echó a perder el vestido nuevo que llevaba. Pero iba mejorando. A veces le dolían los huesos, especialmente las espinillas y los tobillos, y su andar adolecía aún de una vacilación que parecía relacionada con la falta de ánimos y el cansancio que con frecuencia se apoderaban de ella y que esperaba ansiosamente ver desaparecer para siempre. Con todo, si bien no gozaba todavía plenamente de la luz del sol, que era tanto como decir de una salud perfecta, se encontraba muy lejos de la oscuridad abisal en que estuvo a punto de perderse. Concretamente, hacía entonces sólo poco más de un año que, en el campo de concentración recién liberado, durante las últimas horas de una existencia que nunca más se había permitido recordar, una voz rusa —de bajo, pero áspera y corrosiva como la lejía— perforó su delirio, penetró su sudor, su fiebre, y la perruna suciedad de la yacija, de madera mal cubierta de paja en la que estaba echada, para decir impasible por encima de ella: «Creo que ésta también está acabada». Pero ella, por alguna razón, sabía que no lo estaba; verdad ahora confirmada, sin necesidad de decirlo (mientras estaba tendida, con brazos y piernas abiertos, en el césped cercano al lago), por los tímidos pero voluptuosos gorgoteos de hambre presagiadores del momento nada lejano en que sus dientes comenzarían a morder, en que sus ventanas nasales aspirarían los salados efluvios de los escabeches, el olor de la mostaza y la fragancia, con dejos de alcaravea, del whisky Levy judío.

Pero un atardecer de junio estuvo a punto de traer un desastroso final al precario equilibrio en que conseguía mantenerse. Un aspecto de la vida ciudadana que se inscribía negativamente en su registro de impresiones era el metro. Detestaba los trenes metropolitanos de Nueva York por su suciedad y su estrépito, pero más aún por la claustrofóbica proximidad de tantos cuerpos humanos, los empujones y el amontonamiento de las horas punta que parecían neutralizar, si no borrar totalmente, aquella vida en privado que por tanto tiempo había estado buscando. Sabía que era una contradicción el hecho de que una persona que había sufrido tanta promiscuidad fuera ahora tan remilgada, se apartase tanto de las epidermis extrañas y evitara de aquella manera el contacto ajeno. Pero era así; no podía eludir aquella manera de reaccionar porque formaba parte de su nueva y cambiante identidad. Una de las últimas resoluciones que tomó en el atestado centro de refugiados de Suecia fue la de evitar, durante todo el resto de su vida, las aglomeraciones de gente. El ruidoso metro se burlaba de tan absurda idea. De regreso a casa cierto atardecer, después de haber salido del consultorio del doctor Blackstock, subió a un vagón que pronto estuvo aún más lleno de lo normal, no sólo abarrotado por la muchedumbre de siempre —brooklynianos de todos los colores y aspectos, sudados, en mangas de camisa y sin nada en la cabeza, dóciles y abatidos—, sino también, al cabo de poco, por un enjambre de vocingleros estudiantes que, con todos los avíos de un equipo de béisbol, irrumpieron en el tren en una estación de las afueras abriéndose paso a codazos en todas direcciones, con tanta rudeza y tal fuerza bruta que la sensación de opresión en el interior de aquella jaula se hizo casi insoportable. Despiadadamente empujada hacia un extremo del pasillo entre una montaña de elásticos torsos y resbaladizos y transpirantes brazos, Sophie se encontró, después de dar y recibir incontables pisotones, en la plataforma final del vagón, firmemente empotrada entre dos formas humanas cuya identidad, aunque fuera de modo abstracto, trató de discernir; pero de pronto, el tren moderó la marcha con un estremecimiento y un agudo y prolongado chillido, y se paró. En el mismo instante, se apagaron las luces. Un miedo nauseabundo se apoderó de ella. El perceptible disgusto que llenó el vagón, manifestado por una mezcla de lamentos y suspiros, fue ahogado por los broncos gritos de los muchachos, al principio tan ensordecedores y después tan continuos que Sophie, rígidamente inmovilizada en la más negra oscuridad, se dio cuenta de que ningún grito de protesta podría evitar que… la mano que se le acercó por detrás se deslizara hacia arriba, entre sus muslos, por debajo de la falda.

Si algo le sirvió de consuelo, al considerar más tarde aquella situación, fue el hecho de que, paradójicamente, aquel solapado ataque le ahorró el pánico que de otro modo le habría sobrevenido en semejante tumulto, con el opresivo calor y la absoluta oscuridad de un tren detenido en un subterráneo. Habría podido gritar como los demás, pero el dedo anular de la intrusa mano —trabajando con rápida habilidad de cirujano, increíblemente decidido en sus sondeos y en penetración— se encargó de que no lo hiciera, consiguiendo que el simple pánico fuera sustituido en la mente de Sophie por la más horrorizada y ofendida incredulidad: la de que alguien estuviera abusando de ella digitalmente. No se trataba de un torpe manoseo al azar, sino de un rápido asalto a fondo, para decirlo llanamente, a su vagina, a la que el dedo, como si actuara por cuenta propia, buscó cual perverso y serpenteante roedor y en la que, después de salvar la sedosa entrada, se hundió en toda su longitud, causándole dolor; menos dolor, sin embargo, que hipnótico pasmo. Oscuramente, tenía conciencia de un roce de uñas, y se oyó susurrar a sí misma: «Por favor», convencida de la banalidad, de la estupidez de la palabra, ya en el momento de pronunciarla. La exploración no llevaría, en total, más de treinta segundos de duración, cuando por fin la repugnante garra se retiró, dejando a Sophie estremecida en una sofocante oscuridad que parecía no querer dejar penetrar el más leve rayo de luz. No pudo tener idea de lo que tardaron en encenderse las luces —cinco minutos, quizá diez—, pero cuando lo hicieron y el tren arrancó de nuevo con un confuso zarandeo general, se percató de que no tenía la menor posibilidad de saber quién era su atacante, probablemente inmerso entre la media docena de espaldas, hombros y abultados vientres masculinos que la rodeaban. Así que se las arregló para bajar del tren en la siguiente parada.

Un abuso sexual vulgar, cara a cara, pensó ella más tarde, habría sido para su espíritu y su identidad una violación mucho menos importante; no la habría llenado de tanto horror y repugnancia. Ninguna atrocidad de las que había presenciado durante los cinco últimos años, ningún ultraje de los que había sufrido —y había conocido ambas cosas hasta límites indecibles— llegó a aturdiría tanto como aquel grosero insulto. Una violación clásica, directa, aunque repelente, le habría permitido por lo menos ver la cara de su asaltante, le habría dado ocasión de expresarle, según la oportunidad que hubiese tenido de ello, mediante una mueca o una iracunda mirada, o incluso las lágrimas, algo: odio, miedo, maldición, repugnancia o, posiblemente, irónico desprecio. Pero aquel anónimo y repentino ataque en la oscuridad, aquella furtiva arremetida desde atrás, como una puñalada en la espalda dada por un vil merodeador que nunca podría conocer… No, aquello, no; habría preferido (me confesó muchos meses después, cuando la distancia que la separaba de aquel hecho le permitía considerarlo ya con una pizca de humor) un pene. En este caso, habría podido evaluar la perversidad del episodio y compararlo con algún otro de carácter semejante por el que hubiese pasado en otra circunstancia de su vida. Pero en aquel momento la intensidad del trauma que le había producido el desdichado lance sólo podía medirse por el modo como había trastornado el frágil equilibrio de su espíritu tan recientemente renovado, por la manera en que aquel asalto a su alma (puesto que así lo consideraba, tanto como a su cuerpo) la empujaba de nuevo hacia el pasado cauchemar, hacia la pretérita pesadilla de la que siempre estaba intentando librarse —cosa que conseguía muy lentamente a pesar de su cuidadoso empeño en lograrlo—, y que en realidad simbolizaba para ella, por su frívola maldad, la verdadera naturaleza del desvarío que era el mundo.

Ella, que había vivido tanto tiempo con el miedo a quedarse literalmente desvestida —lo que le había sucedido más de una vez—, y que con tanto afán había conseguido revestirse —de seguridad y cordura—, a causa de aquel incidente volvió a quedarse completamente desnuda. Y sentía de nuevo un frío que le helaba el alma. Sin dar un pretexto concreto para su petición —y sin contar a nadie lo que le había sucedido, ni siquiera a Yetta Zimmerman—, dijo al doctor Blackstock que necesitaba disponer de una semana, y se pasó casi todo aquel tiempo en la cama. Durante los días más hermosos del verano permaneció echada y con las persianas bajadas, con lo que sólo entraba algún pequeño rayo de luz en su habitación. Mantuvo siempre silenciosa la radio. Comía poco, no leía nada y solamente se levantaba para calentarse el té. En la profunda oscuridad, escuchaba los secos golpes de la pelota contra el bate, así como los gritos de los muchachos que jugaban en los campos de béisbol del parque, mientras pensaba amodorrada en la perfección, propia de una matriz, de aquel reloj en que de niña se había introducido imaginativamente, manteniéndose, sin rozarlo, sobre un muelle de acero, contemplando los escapes, los rubíes y las ruedas dentadas… Siempre amenazantes, se hallaban en el borde de su conciencia la forma y la sombra, la aparición del campo de concentración (cuyo nombre había casi eliminado de su léxico privado, hasta el punto de que raras veces lo mencionaba o lo hacía objeto de sus pensamientos, pues sabía que sólo podía cruzar sus límites en el recuerdo con el riesgo de perder —es decir, quitarse— la vida). Si el campo volvía a hacerse demasiado cercano, como le había sucedido una vez en Suecia, ¿tendría fuerzas suficientes para resistir la tentación o volvería a usar el filo cortante, con más eficacia esta vez? Esta pregunta la ayudó a llenar las horas mientras permaneció allí echada aquellos días, mirando con fijeza el techo, en el que parpadeos de luz filtrados del exterior parecían nadar como pececillos sobre la desolada y rosácea superficie.

Sin embargo, providencialmente, la música vino a salvarla, como en otros tiempos. El quinto o sexto día de su encierro —sólo recordaba que era sábado—, despertó después de una inquieta noche llena de confusos y amenazadores sueños y, obedeciendo a un viejo hábito, alargó el brazo y conectó la pequeña radio Zenith que tenía sobre la mesita de noche. No lo hizo deliberadamente, fue un simple reflejo; si no había escuchado música durante aquellos días de morbosa depresión fue porque no podía soportar el contraste entre la abstracta pero inconmensurable belleza de la música y las dimensiones casi palpables de su dolorosa desesperación. Sin embargo, sin ella saberlo, debía de haber estado abierta y receptiva a los misteriosos poderes terapéuticos de W. A. Mozart, doctor en Medicina, porque ya los primeros compases de la gran Sinfonía Concertante en re bemol mayor la hicieron vibrar de pies a cabeza con espontáneo deleite. De pronto comprendió por qué le sucedía aquello, por qué aquella sonora y noble expresión tan llena de peculiares y estremecedoras disonancias inundaba su espíritu de consuelo, reconocimiento y alegría. Porque, aparte de su belleza intrínseca, era una obra cuya identidad había buscado durante diez años. La había conmovido casi hasta la locura cuando un conjunto de Viena visitó Cracovia aproximadamente un año antes del Anschluss. Sentada en la sala de música, escuchó aquella obra nueva para ella casi en trance, y dejó que se abrieran de par en par las puertas y ventanas de su mente para dejar paso a las lujuriantes, enlazadas e inquietas armonías y a las salvajes disonancias de inagotable inspiración. En un momento de su temprana juventud caracterizado por un perpetuo descubrimiento de tesoros musicales, éste era para ella un supremo y novedoso hallazgo. Sin embargo, jamás volvió a escuchar la obra, porque, como todo lo demás, la Sinfonía Concertante de Mozart (y el quejumbroso y dulce diálogo entre el violín y la viola, y las flautas, y las trompas de oscura garganta) fue barrida por el viento de la guerra en una Polonia que quedó tan asolada, tan aplastada por el mal y la destrucción que la propia noción de la música se convirtió en una absurda excrecencia.

Así, a lo largo de aquellos años de cacofonía en una Varsovia casi totalmente destruida por las bombas, y después, durante el tiempo pasado en el campo de concentración, el recuerdo de aquella obra se esfumó de su memoria, incluso su título, que acabó por confundir con los nombres de otras piezas musicales que había conocido y querido en tiempos que parecían ya muy lejanos. Hasta que todo lo que quedó de ello fue un borroso pero exquisito recuerdo de un momento de irrecuperable bienaventuranza, allá en Cracovia, en otra era. Pero aquella mañana, en su habitación, la sinfonía tanto tiempo perdida, resonando en la laringe de plástico de la pequeña radio barata, le produjo de súbito, junto con una notable aceleración del ritmo cardíaco, una sensación casi olvidada alrededor de la boca que ella reconoció como una sonrisa. Se incorporó y permaneció escuchando varios minutos, sonriendo, conmovida, entusiasmada, mientras lo irrecuperable se hacía recuperable y comenzaba a diluir su cruel angustia. Luego, cuando terminó la música, y tras haber anotado cuidadosamente el nombre de la obra tal como lo mencionó el locutor, fue hacia la ventana y subió la persiana. Con la mirada fija en la meta del campo de béisbol que limitaba, por aquella parte, con el borde del parque, se encontró preguntándose a sí misma si tendría alguna vez bastante dinero para comprarse un tocadiscos y una grabación de la Sinfonía Concertante, y entonces se dio cuenta de que tal pensamiento significaba, en sí mismo, que estaba saliendo de la oscuridad.

Al pensar esto, advirtió también que le quedaba mucho camino por recorrer. La música podía haber mantenido a flote su espíritu, pero su aislamiento en la oscuridad había dejado su cuerpo débil y agotado. El instinto le dijo que aquello se debía a lo poco que había comido aquellos días, casi con los efectos de ayuno completo; sin embargo, no podía explicarse —y la preocupaba— la pérdida del apetito, la fatiga, los dolores en las espinillas como si se las hendieran de arriba abajo con un afilado cuchillo, y especialmente la brusca aparición de su período menstrual muchos días antes de lo debido y con una pérdida de sangre tan copiosa que parecía una hemorragia. ¿Podía anidar la causa de aquella anomalía en la violación de que había sido objeto en el metro? Al día siguiente cuando volvió a su trabajo, decidió pedir al doctor Blackstock que la examinara y le prescribiese un tratamiento. Sophie no era una ignorante en cuestiones médicas, por lo que tenía conciencia de la ironía que había en buscar la ayuda de un quiropráctico, pero hubo de abandonar cualquier reparo que hubiese tenido respecto a las peculiaridades del doctor cuando aceptó el empleo que tan desesperadamente necesitaba. Sabía, por lo menos, que cuanto aquél pudiese hacer estaba dentro de la legalidad y que, de los muchos pacientes que entraban y salían sin cesar de su consultorio (incluidos varios policías), algunos parecían haberse beneficiado de sus manipulaciones de la Columna vertebral: sus tirones, presiones y retorcimientos, amén de otras estratagemas corporales de que se valía en su sanctasanctórum. Pero lo más importante estaba en que él era una de las pocas personas que Sophie conocía lo suficientemente bien como para pedirle consejo, se tratara de lo que se tratase. El hombre le merecía, pues, cierta confianza, dejando aparte naturalmente el escaso sueldo que le pagaba. Y, además, el concepto que ella se había ido formando del doctor la inclinaba a tomárselo con humorística tolerancia.

Blackstock, un hombre robusto y bien parecido de unos cincuenta y cinco años, cuya avanzada calvicie no le restaba atractivo, era uno de esos benditos de Dios cuyo destino lo había conducido de la más dura pobreza de una aldea judía o shtetl de la Polonia rusa a las más sublimes satisfacciones que pudiera ofrecerle el éxito materialista norteamericano. Un dandy cuyo vestuario incluía chalecos bordados, anchas corbatas de seda fina y clavel en el ojal, un gran hablador y un gran contador de chistes (principalmente en yiddish): parecía flotar en una alegría y un optimismo tan radiantes que, sin duda alguna, habrían podido medirse por una luminosidad de varias bujías. Era un travieso seductor, obsequiador de chucherías y otorgador de favores, y hacía para sus clientes, para Sophie, y para quien quisiese ser su espectador, pequeños trucos de magia y juegos de manos. Considerando el difícil y doloroso estado de transición en que se hallaba, Sophie habría podido desalentarse ante aquel derroche de energía, aquellos ridículos chistes y jugarretas pero, detrás de todo ello, vio tan sólo un deseo tan grande —e infantil— de atraerse el afecto de los demás que rechazó la posibilidad de que sus travesuras la ofendieran; además, a pesar de la frívola naturaleza de su humor, Blackstock había sido la primera persona que, desde hacía no pocos años, logró hacer brotar su femenina y franca risa.

En cuanto a su modo de hablar, aparte de arrollador, era sorprendentemente directo. Es posible que sólo un hombre de tan infatigable bondad como la suya pudiese recitar el vulgar catálogo de sus éxitos sin hacerse odioso. Él lo hacía, sí, en un híbrido inglés gutural cuyos armónicos dominantes —el oído de Sophie había aprendido a detectarlos— eran brooklynianos:

—Cuarenta mil dólares anuales brutos; una casa de setenta y cinco mil dólares en la zona más elegante de Saint Albans, Queens, libre de hipotecas, con alfombras de pared a pared, además de luz indirecta en cada habitación; tres coches, dos Cadillac-Fleetwood con todos los accesorios y un Chris-Craf de diez metros en el que pueden dormir cómodamente seis personas. Todo esto además de la más adorable y encantadora esposa que Dios pueda conceder. Y yo un hambriento chaval judío, un pobre nebbish, desembarcando en Ellis Island sólo con cinco dólares en el bolsillo y sin conocer ni a un solo prójimo. ¿Qué le parece? ¿Por qué no he de ser el hombre más feliz del mundo? ¿Por qué razón no he de querer que la gente ría y sea tan feliz como yo?

«Por ninguna razón», pensó Sophie un día de aquel invierno después de escuchar a Blackstock mientras éste la llevaba en el Cadillac a su consultorio, al regresar de una corta visita a su casa de Saint Albans.

Sophie lo había acompañado para retirar algunos papeles de la oficina auxiliar que él tenía en casa, donde pudo conocer a la esposa del doctor, una jovial rubia llamada Sylvia, vistosamente ataviada con unos pantalones bombachos de seda que le daban el aspecto de una odalisca turca, quien le enseñó toda la casa, la primera que ella veía en Norteamérica. Era un pintoresco laberinto de organdí y de estampados en el que, a aquella hora ya avanzada del mediodía, dominaba una purpúrea luz de mausoleo, y donde un enjambre de sonrosados cupidos de sonrisa afectada volaba paredes abajo para dar escolta a un gran piano de brillante color rojo y a unos rellenísimos sillones relucientes bajo fundas protectoras de plástico transparente. Por no hablar del cuarto de baño, donde todos los accesorios y adminículos eran tan negros como el azabache. Después, ya en el Cadillac-Fleetwood, con unas enormes iniciales —HB— en las puertas delanteras, Sophie observó fascinada cómo el doctor hacía uso de su radioteléfono, instalado recientemente a prueba en el coche de algunos clientes selectos, que en manos de él era un extraordinario instrumento amoroso. Más tarde, Sophie recordó el diálogo:

—Sylvia, monada, soy Hymie. ¿Me oyes fuerte y claro, guapa? Te quiero, chatita. Besos, besos, encanto. El Fleetwood acaba de dejar la Liberty Avenue y pasa por delante del Cementerio Bayside. Te adoro, vida mía. Toma, este besito es para ti, nenita. (¡Muá, muá!) Regreso dentro de unos minutos, monada. —Y unos momentos después—: Sylvia, encanto, soy Hymie. Te adoro, chatita. Ahora el Fleetwood se halla en el cruce del Linden Boulevard y la Utica Avenue. ¡Qué atasco! Besitos, monada. (¡Muá, muá!) Te envío muchos, muchos besos. ¿Qué? ¿Dices que vas a ir de compras a Nueva York? Cómprale algo bonito a tu Hymie, hermosa mía. Te quiero, encanto. Ah, querida…, se me olvidaba: toma el Chrysler. El Buick tiene averiada la bomba de la gasolina. Corto y cierro, monada. —Y luego, con una mirada de soslayo a Sophie, acariciando el auricular—: ¡Qué instrumento de comunicación más sensacional!

Blackstock era un hombre verdaderamente feliz. Adoraba a Sylvia más que a la vida misma. Una vez dijo a Sophie que sólo el hecho de no tener hijos le impedía decir que era absolutamente el hombre más feliz de la tierra…

Como se verá oportunamente (y el hecho es importante para esta narración), Sophie me dijo aquel verano varias mentiras. Supongo que incurrió en algunas omisiones que entonces le eran necesarias para guardar su compostura. Quizá su cordura. Yo no la acuso, de ningún modo, porque mirándolo retrospectivamente, sus faltas a la verdad, dadas las circunstancias, la eximen de toda necesidad de disculpa. La parte de su relato referente a su niñez en Cracovia, por ejemplo —el soliloquio que he procurado transcribir con tanta fidelidad como mi memoria me ha permitido—, está compuesto sin duda casi totalmente de verdades. Pero contenía una o dos falsedades importantes, junto con algunas lagunas en puntos decisivos, como se aclarará en su momento. A decir verdad, al releer casi en su totalidad lo que llevo escrito, me doy cuenta de que Sophie me dijo una mentira ya momentos después de que nuestras miradas se cruzaran por primera vez. Fue cuando, terminada su espantosa pelea con Nathan, levantó hacia mí su mirada de desesperación para decirme: «Es el único hombre con el que he hecho el amor en mi vida…, aparte de mi marido». Aunque sin demasiada importancia, esta afirmación no era cierta (mucho más tarde lo admitió al confesarme que, después de que su marido fuera muerto a tiros por los alemanes —una verdad—, tuvo un amante en Varsovia), y si saco el tema a colación no es para insistir mojigatamente en una veracidad absoluta, sino para señalar la cautela de Sophie en todo lo relacionado con la sexualidad. Y también para dar en este punto una idea de la dificultad que le supuso explicar a Blackstock el terrible malestar que la había acometido y preguntarle si podía deberse a la violación sufrida en el metro.

Se estremeció sólo al pensar que debía revelar su secreto, incluso a Blackstock, un profesional, un hombre en quien sabía que podía confiar. Era tan repulsivo lo que le había sucedido que ni siquiera durante los veinte meses pasados en el campo de concentración —con su diaria e inhumana degradación y su desnudez— se había sentido más mancillada. Sí, ahora se sentía más irremediablemente ultrajada porque creía que Brooklyn era un lugar «seguro», y además su vergüenza se acentuaba por el hecho de ser católica y polaca e hija de su tiempo y lugar; es decir, una joven educada con una represión puritana y unos tabúes tan severos como los de cualquier otra doncella baptista de Alabama. (Tenía que ser Nathan, me dijo Sophie más tarde, con su libre y apasionada sensualidad, quien desatara en ella un erotismo que nunca había soñado poseer.) Añadamos a la vergüenza íntima propia de toda violación, por no decir cosa peor, la grotesca manera como había sido atacada. No era, pues, de extrañar que la turbación que experimentaba al pensar que debía contarlo todo a Blackstock se le hubiera hecho insoportable.

Con todo, en el curso de otro viaje a Saint Albans en el Cadillac, hablando primero en rígido y estricto polaco, se las arregló para comunicarle su preocupación sobre su salud, su decaimiento, los dolores que sentía en las piernas y su extemporánea y excesiva menstruación, y luego, casi susurrando, el episodio del metro. Pero como ella ya había supuesto, Blackstock no entendió bien lo que le decía. Entonces, con una horrible y vacilante dificultad —que sólo después de mucho tiempo podría dejarle comprender, hasta cierto punto, lo cómico de la situación—, le dio a entender que no, que el acto a que ella se refería no era el que él creía ni se había consumado de modo normal, y que no le resultaba menos repugnante y perturbador de su espíritu por sus insólitas características.

—¿Lo comprende usted, doctor? —susurró ella, hablando ahora en inglés—. Aún más repugnante y más odioso, precisamente por eso —añadió, echándose a llorar, como si con ello quisiera ayudarle a comprender lo que quería decir.

—Quiere decir… —la interrumpió— ¿un dedo…? ¿Se lo hizo con un…? —Y se detuvo delicadamente, pues Blackstock, en todo lo relacionado con la sexualidad, no era nada grosero. Y cuando Sophie le confirmó que aquello era lo que había querido decir, y le aclaró las circunstancias en que había tenido lugar, él la miró con compasión y murmuró amargamente—: Oy vey, qué mundo más farshtinkener…

El resultado final de todo eso fue que Blackstock admitió enseguida que la violación que Sophie había sufrido podía haber provocado, por su peculiaridad, los síntomas que habían comenzado a atormentarla, especialmente la excesiva menstruación. Concretando, su diagnóstico fue éste: el trauma que padecía, localizado en la región pélvica, había causado un pequeño pero nada despreciable desplazamiento de la vértebra sacra, con la consiguiente presión sobre el quinto nervio lumbar o sobre el primer sacro, o quizás ambas cosas; en cualquier caso, ello era sin duda suficiente para provocar la pérdida de apetito, la fatiga y los dolores en los huesos de que se quejaba, síntomas triunfalmente corroborados por la excesiva menstruación. Estaba bien claro, dijo a Sophie, que necesitaba un tratamiento consistente en masajes de la columna vertebral para que recuperara la función nerviosa normal y, con ella, la salud perdida. Dos semanas de tratamiento quiropráctico, le aseguró, la pondrían como nueva. Blackstock le confió que había llegado a considerarla como si fuera de la familia, por lo que no le cobraría ni un céntimo. Y, para acabar de animarla, insistió en que presenciara su más reciente número de prestidigitación, en el que un ramillete de sedas multicolores desaparecía repentinamente de sus manos para reaparecer, un instante después, convertido en diminutas banderas de las Naciones Unidas que fueron saliendo de su boca al tirar del hilo al que estaban adheridas. Sophie consiguió elogiar el juego de manos con una risa que saltó con dificultades de su garganta, pero se sintió al momento tan deprimida, tan desesperadamente deprimida que se creyó a punto de enloquecer.

Nathan se refirió cierta vez al modo en que él y Sophie se conocieron diciendo que había sido «cinematográfico». Quería decir con esto que no se habían sentido atraídos el uno hacia el otro en circunstancias corrientes, como haberse criado juntos o haber coincidido en la misma escuela, la misma oficina o el mismo barrio, sino de esa manera deliciosamente casual en que suelen hacerlo esos románticos extraños de los ensueños de Hollywood, esos seres predestinados a amarse cuyos destinos se entrelazaron ya desde la primera mirada en su encuentro fortuito: John Garfield y Lana Turner, por ejemplo, completamente flechados desde el instante en que sus ojos se encuentran en un café situado al borde de la carretera, o, más caprichosamente, William Powell y Carole Lombard con las manos y las rodillas en el suelo mientras buscan un huidizo diamante. Por otro lado, Sophie atribuía la convergencia de sus caminos simplemente al fracaso de la medicina quiropráctica. Más tarde, pensativa, me hacía a veces reflexiones como ésta: «Supongamos que el tratamiento del doctor Blackstock y el de su joven asociado, el doctor Seymour Katz (que venía después de las horas normales de consulta para atender al prodigioso exceso de pacientes), hubiese dado resultado; supongamos que la cadena de acontecimientos que, empezando por aquel vandálico dedo, condujeron a la vértebra sacra y al quinto nervio lumbar no hubieran sido una quimera quiropráctica, sino que hubiesen terminado en un triunfo, en la alegría de mi salud completamente recuperada como resultado de dos semanas de aporreos, tirones y sopapos a mi espina dorsal».

Así pues, considerando esta suposición, si Sophie se hubiese curado de aquella manera, nunca habría conocido a Nathan; no había duda. La realidad fue que todo aquel vigoroso tratamiento a que se sometió sólo la hizo empeorar. Hizo que se sintiera tan mal que la obligó a vencer su deseo de no herir la sensibilidad de Blackstock diciéndole que ninguno de sus síntomas había desaparecido, mejor dicho, que cada vez eras más molestos y alarmantes.

—Pero, ¡muchacha! —exclamó Blackstock, meneando la cabeza—, ¡si tendría que encontrarse mejor!

Sí, habían transcurrido ya dos semanas de tratamiento cuando Sophie sugirió al doctor, con gran prudencia, que tal vez lo que necesitaba era un verdadero diagnóstico de un doctor en medicina. A pesar de su cautela, tales palabras le provocaron casi un acceso de ira, un tremendo estado de excitación que jamás había visto en aquel hombre tan benigno, patológicamente benigno.

—¿Un doctor en medicina, quiere? ¿Uno de esos presumidos de Park Slope que le robarán hasta el último céntimo? ¡Mejor será, muchacha, si sigue pensando así, que se ponga en manos de un veterinario!

Para desesperación de Sophie, le propuso entonces tratarla con Electro-Sensilator, un nuevo y sensacional aparato de aspecto complicado, que tenía aproximadamente la forma de una nevera y estaba provisto de gran cantidad de cables y esferas de aparatos de medición. Según Blackstock, el artefacto reordenaría la estructura molecular de las células óseas de su columna vertebral; y no podía fallar porque lo había comprado («por un centavo», dijo, recurriendo a su almacén de modismos norteamericanos) en el mayor centro quiropráctico del mundo, en algún lugar de Ohio o Iowa (estados cuyos nombres siempre confundía).

En la mañana del día en que estaba previsto que se sometiera al macabro abrazo del Electro-Sensilator, Sophie se levantó más dolorida y desmejorada que nunca. Era su día libre, lo que le permitió dormitar durante buena parte de la mañana y no despertarse por completo hasta cerca de las doce del mediodía. Mucho tiempo después recordaría claramente aquella mañana, y también que, en su febril sopor —un medio sueño en que el lejano pasado de Cracovia se entremezcló, en un curioso estado de insensibilidad, con la sonriente presencia y las manos esculpidoras del doctor Blackstock—, veía la figura de su padre con misteriosa obsesión. Malhumorado, con una rigidez que su almidonado cuello de camisa, sus gafas sin montura de profesor y su traje de lana impregnado de humo de cigarro no hacían sino aumentar, la estaba sermoneando en alemán con la misma gravedad que ella recordaba de su niñez; parecía ponerla en guardia contra algo —¿se refería a su enfermedad?— pero, cada vez que ella se esforzaba por salir de su ofuscación como un nadador que intentara mantenerse a flote, las palabras del profesor se embrollaban y se escapaban de su memoria, permaneciendo tan sólo la imagen de su padre, siempre severa e incluso vagamente amenazadora, que poco a poco se fue desvaneciendo. Por último —principalmente para sustraerse a la impresión que le había dejado aquella aparición—, haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, abandonó la cama para enfrentarse con la variopinta belleza de un espléndido día de verano. Ya levantada, se puso a temblar de pies a cabeza, y advirtió que había perdido por completo el apetito. Hacía tiempo que era consciente de la palidez de su piel, pero aquella mañana quedó horrorizada al mirarse en el espejo del cuarto de baño; estuvo a punto de dejarse llevar por el pánico: su cara ya no tenía aquel tono sonrosado, testimonio de un resto de vitalidad, que había conservado hasta entonces; era un rostro que le recordaba los blancos cráneos de antiguos monjes encontrados en el sepulcro subterráneo de una iglesia italiana.

Con su temblor en aumento, un temblor que ahora le recorría todos los huesos, los dedos de las manos —delgadísimas y exangües, como advirtió de pronto— y los fríos dedos y plantas de los pies, cerró con fuerza los ojos, en la anonadante y absoluta convicción de que se estaba muriendo. Y se le ocurrió el nombre de su enfermedad. «Tengo leucemia —pensó—, estoy muriendo de leucemia, como mi primo Tadeusz… y todo ese tratamiento del doctor Blackstock no es más que una farsa. Sabe que me estoy muriendo, y todos sus cuidados son pura ficción.» Un toque de histeria, casi perfectamente situado entre la angustia y la hilaridad, se apoderó de ella mientras pensaba en la ironía de morir de una enfermedad tan insidiosa e inexplicable tras haber sobrevivido a tantas otras dolencias y después de lo mucho que, de incontables maneras, había visto, conocido y soportado. Y a este pensamiento le siguió otro perfectamente lógico, aunque desesperante y torturador: el final que temía era quizá tan sólo el implacable modo elegido por el cuerpo para realizar la autodestrucción que ella no había conseguido llevar a cabo por su propia mano.

Sin embargo, fue capaz de dominarse y empujar el morboso pensamiento hacia los más remotos rincones de su mente. Se apartó un poco del espejo, se contempló narcisistamente, insistiendo en la observación de aquella belleza que tan familiar le era, pero prescindiendo de la blanca máscara, mirando más allá de ella, lo que le proporcionó un largo rato de relativa tranquilidad. Era el día de la lección de inglés en el Brooklyn College, y con el fin de recuperar las fuerzas necesarias para soportar el horrible viaje en metro y asistir a la clase, se hizo algo de comer. Fue una tarea salpicada de oleadas de náuseas, pero sabía que tenía que superar aquel mal momento. Por fin quedaron preparados, en su cocinita, los huevos con jamón, el pan integral y la leche. No sin esfuerzo, se puso a comer y, a poco de haber empezado, tuvo una inspiración… causada, al menos en parte, por la sinfonía de Mahler que emitía en aquel momento la WQXR en su concierto del mediodía. Por razones no demasiado claras, una serie de sombríos acordes del andante de la obra le recordaron el notable poema que el profesor le había leído, pocos días antes, al final de su lección de inglés (un ardiente, gordo, paciente y concienzudo joven graduado conocido en clase como el señor Youngstein). Seguramente debido a su perfecto dominio de otros idiomas, Sophie era, con mucho, la alumna más destacada entre aquella mezcla de esforzados alumnos de todos los colores y de distintas hablas, aunque la lengua que más abundaba en el grupo era el yiddish, usado por refugiados de todos los rincones de Europa donde había llegado la destrucción; las dotes lingüísticas de Sophie habían atraído sin duda el interés del señor Youngstein, pero era tan ajena al efecto que podía causar su simple presencia física que no consideró la posibilidad de estarlo ejerciendo, perturbadoramente, sobre el joven profesor.

Aun así, no había duda de que el señor Youngstein, con todo su aturdimiento y toda su timidez, se había enamorado, y no poco, de Sophie, pero no se atrevía a otras insinuaciones que la sugerencia, hecha cada día desmañadamente, de que una vez terminada la clase se quedara un momento para poderle leer lo que él llamaba «poesía representativa norteamericana». Lo hacía con voz nerviosa, entonando los versos de Whitman, Poe, Frost y otros de manera bronca y nada musical, pero marcando claramente sus sílabas, mientras ella lo escuchaba con gran atención, emocionada a menudo, y a veces profundamente, por una poesía que de vez en cuando le proporcionaba interesantes y nuevos matices de la lengua que estaba perfeccionando, y conmovida también, hasta cierto punto, por la torpe y desmañada pasión que el señor Youngstein sentía por ella, expresada con miradas de fauno desde detrás de unas monstruosas gafas casi prismáticas. Se sentía a la vez halagada y apenada por aquel inexperto y estático enamoramiento, pero en realidad sólo podía responder a la poesía, pues el señor Youngstein, además de ser —con los veinte años que representaba— por lo menos diez más joven que ella, carecía totalmente de atractivo físico (lo que confirmaban, porejemplo, su notable gordura y sus ojos grotescamente desorientados). Con todo, su armonía con aquellos poetas era tan profunda y genuina que conseguía comunicar no poca de su esencia. Así, a Sophie la había cautivado en particular la encantadora melodía de unos versos que comenzaban así:

Por no poder esperar la muerte,

ella, bondadosa, me esperó a mí;

nadie más cabía en el carruaje,

sólo nosotros dos, y la inmortalidad.

Le encantaba escuchar cómo el señor Youngstein leía el poema, aunque en realidad deseaba leerlo ella misma con su inglés, ya muy mejorado, junto con otras obras del poeta, para aprendérselo todo de memoria. Pero hubo una pequeña confusión. Le había pasado por alto una de las inflexiones del profesor. Sophie creyó que este breve poema, esta visión de lo eterno escrita de modo tan simple y sublime, era obra de un poeta norteamericano cuyo apellido era idéntico al de uno de los novelistas que se habían ganado la inmortalidad. Por esto, de nuevo en la habitación de la casa de Yetta, Sophie recordó el poema al escuchar aquellos sombríos acordes de Mahler, y decidió ir, antes de que comenzara la clase, a la biblioteca del Brooklyn College para hojear la obra de este maravilloso artífice, que, en su ignorancia del tema, creía que era un hombre. Esta mala interpretación, con toda su inocencia, me hizo notar ella más tarde, fue en realidad la pieza decisiva en la composición del pequeño mosaico que, finalmente, llegaría a formarse para ofrecer la imagen de su encuentro con Nathan.

Lo recordaba todo tan bien… Tan pronto como emergía del sofocante calor del detestado metro, aparecía ante ella el soleado campus con sus extensos rectángulos de césped verde, su multitud de estudiantes de la escuela de verano, los árboles y los floridos paseos. Siempre sentía un poco más de paz en aquel lugar que en cualquier otra parte de Brooklyn; si bien aquella escuela superior se parecía a su venerable universidad polaca del pasado —aún con reminiscencias de la antigua dinastía de los Jagellones— tanto como un reluciente cronómetro a un musgoso reloj de sol, la espontaneidad y despreocupación de sus estudiantes, el bullicio que producían entre clase y clase, su aspecto y su modo de sentir académicos, hacían que Sophie se sintiera allí relajada, cómoda, como en casa. Los jardines eran un sereno y florido oasis en medio del multitudinario ajetreo de una caótica Babilonia. Aquel día, mientras cruzaba el límite de los jardines, camino de la biblioteca, vio algo que desde entonces quedaría tan grabado en su mente que más tarde la llevó a preguntarse si no tuvo una relación simbólica, mística, con su acercamiento a Nathan y con la inminencia de la aparición de éste en su vida. Lo que vio Sophie fue de tono muy subido, considerando las decorosas normas del Brooklyn College y el hecho de que corrían los años cuarenta, y más que horror o sorpresa, lo que sintió fue una gran agitación, como si la inquieta y desesperada sensualidad de aquella pequeña escena hubiera tenido el poder de reavivar los rescoldos de un fuego que creía ya casi apagado para siempre. Fue la rápida visión, la instantánea en color de dos hermosos jóvenes de piel oscura arrullándose contra el tronco de un árbol: con los brazos llenos de libros, abandonados el uno al otro como David y Betsabé, se apretujaban y besaban con el hambre devoradora de dos animales que quisieran engullirse mutuamente su sustancia; sus nerviosas lenguas se exploraban glotonamente entre sí, carne vibrante apenas oculta por el negro manto de la abundante cabellera de la muchacha que caía sobre sus hombros como una cascada.

El instante pasó. Sophie, con la sensación de haber recibido una puñalada en el pecho, miró hacia otro lado. Apretó el paso por uno de los atestados paseos laterales, consciente de su febril arrebolamiento y del galopante latir de su corazón. Era inexplicable, y alarmante, la incandescente excitación sexual que sentía en todas partes, dentro de ella. ¡Después de no haber sentido nada desde hacía tanto tiempo, después de haber vivido tan largamente con los deseos aplacados! Pero ahora el fuego había llegado hasta la punta de sus dedos, alcanzaba el extremo de todos sus miembros, y sobre todo llameaba en el centro de su cuerpo, en algún lugar cercano a la matriz, donde no había sentido aquel insistente anhelo desde hacía incontables meses y años.

Pero aquella increíble emoción no tardó en disiparse. Ya había desaparecido en el momento en que entró en la biblioteca, mucho antes de que avistara al bibliotecario sentado detrás de su mesa: un nazi. No, por supuesto, no era un nazi; no sólo porque el nombre grabado en una placa lo identificaba como el señor Sholom Weiss, sino porque…, veamos, ¿qué podía estar haciendo allí un nazi, distribuyendo sabiduría humana, volumen tras volumen, en la biblioteca del Brooklyn College? De todos modos, Sholom Weiss, un hombre de rostro pálido y severo en su treintena, con unos lentes de agresiva montura de concha y una visera verde, era hasta tal punto el sorprendente doble de cada uno de los perversos, duros e insensibles burócratas y semimonstruos que había conocido años atrás, que provocó en ella la sensación de que había retrocedido súbitamente a la Varsovia de la ocupación. Y era sin duda este momento de déjà-Vu, este destello de identificación, lo que la hizo sentirse tan repentina e irremediablemente abatida. Volviéndose a sentir sofocadamente enferma, preguntó a Sholom Weiss, con voz apocada, dónde podría encontrar el fichero con las obras del poeta norteamericano del siglo XIX Emil Dickens.

—En la sala de ficheros, primera puerta a la izquierda —murmuró Weiss sin el menor indicio de sonrisa, y, después de una larga pausa, añadió—: Pero no encontrará usted tal ficha.

—¿Que no encontraré la ficha? —dijo Sophie, desconcertada. Al cabo de un instante de silencio, preguntó—: ¿Podría decirme por qué?

—Charles Dickens es un escritor «inglés». No existe ningún poeta norteamericano con el nombre de Dickens.

Su voz era tan cortante y hostil que pareció producir a Sophie una verdadera incisión.

Invadida por unas súbitas náuseas, medio mareada y con un peligroso hormigueo recorriéndole las piernas como si mil agujas empezaran a clavarse en ellas, Sophie contempló con desapasionada curiosidad cómo la cara de Sholom Weiss, hoscamente inflexible y sumamente desagradable, flotaba en apariencia por encima de su cuello de camisa tras haberse separado de su cuello verdadero. «Me siento tan terriblemente enferma…», se dijo a sí misma como si se dirigiera a un solícito e invisible doctor, pero consiguió emitir balbuciente:

—Estoy segura de que hay un poeta norteamericano con el apellido Dickens.

Y, pensando que aquellos versos, aquellos reverberantes versos, con su música en miniatura tan llena de angustia mortal y de tiempo, serían tan familiares para cualquier bibliotecario norteamericano como los muebles de su casa, el himno nacional o su propia carne, Sophie notó que sus labios se separaban para decir: «Por no poder esperar la muerte…».

Se sentía horriblemente mareada. Por ello no se dio cuenta de que, entretanto, algún rincón del despiadado cerebro de Sholom Weiss había registrado la contradicción, y la insolencia, de que había sido objeto. Antes de que pudiera pronunciar la frase, oyó levantarse la voz de Sholom Weiss por encima de toda regla de silencio bibliotecaria consiguiendo que todas las cabezas se volvieran, incluso las más distantes. Con una bronca y áspera voz que quería ser susurrante, pero que estaba innecesariamente envenenada por una gran dosis de mala voluntad, replicó con toda la brutal indignación de que fuera capaz un subalterno con mando:

—¡Oiga, ya le he dicho que esa persona no existe! ¡Como no quiera que se la pinte! ¡Esto es lo que le digo! ¿Me oye usted?

Sholom Weiss habría podido creer fácilmente que acababa de matarla con su lenguaje. Porque cuando Sophie despertó, un momento después, del breve desmayo que la hizo caer desplomada al suelo, el eco de las palabras de aquel hombre aún resonaba con insistencia en su mente. Sólo tenía la vaga impresión de que se había desvanecido justo en el instante en que él había cesado de gritarle; todo se había agitado a su alrededor y apenas sabía dónde se encontraba. La biblioteca, sí, allí estaba, pero al parecer se hallaba torpemente reclinada en una especie de sofá o poltrona bajo una ventana, no muy lejos de la mesa frente a la que se había desmayado, y se sentía tan débil…, y un repelente olor impregnaba el aire a su alrededor, una agria emanación que no pudo identificar hasta que, lentamente, al sentir aquella humedad —una gran mancha en la parte delantera de su blusa—, se dio cuenta de que había vomitado su última comida. Una húmeda y amplia costra de vómito parecido a hediondo lodo cubría casi todo su pecho.

Aun cuando se había dado cuenta de lo que le había sucedido, movió la cabeza de modo casi instintivo, consciente de que debía descubrir algo más… Sí, una voz, una voz masculina, rotunda, poderosa, que increpaba a la figura encogida y sudorosa que casi daba la espalda a Sophie, pero a la que ella reconoció como Sholom Weiss al distinguir, aunque confusamente, su verde visera, ahora ladeada sobre una ceja. Sí, y un tono duro, imperativo, gravemente ultrajado, en la voz del hombre…, al que apenas podía ver debido a su estado y posición. No obstante, aquella nueva presencia hizo que un extraño y agradable escalofrío le recorriera la espalda, aun hallándose reclinada en el mismo sitio, débil y desamparada.

—Casi no lo conozco, Weiss, pero acabo de percatarme de que su educación es pésima. ¡He oído todas y cada una de las palabras que usted ha pronunciado porque me encontraba aquí mismo! —gritó—. Y he oído todas y cada una de las cosas intolerablemente rudas y ofensivas que usted ha dicho a esta muchacha. ¿No ha visto que es extranjera, desgraciado? ¡Si será estúpido! —Se había formado ante ellos un pequeño grupo de improvisados espectadores que, lo mismo que Sophie, podían ver temblar al bibliotecario como si lo azotaran fríos y huracanados vientos—. Es usted un mal judío, Weiss, uno de esos viles lameculos que fustigan a los demás judíos. Esta muchacha, esta bella y encantadora muchacha, sólo con pequeñas vacilaciones en su lenguaje, le ha hecho a usted una pregunta perfectamente lógica y aceptable, y usted la ha tratado como a cualquier porquería a la que se puede pisotear. ¡Debiera romperle esa maldita cabezota! ¡Habla usted de libros como podría hacerlo un fontanero! —De pronto, con todo el asombro que le permitía su aturdimiento, Sophie vio cómo el hombre daba un tirón a la visera de Weiss y se la dejaba colgando alrededor del cuello—. ¡Si será asqueroso! ¡Su sola presencia basta para hacer vomitar a cualquiera!

Sophie debió de perder otra vez el conocimiento, porque la próxima cosa que recordaba eran los fuertes dedos de Nathan que, maravillosamente expresivos, y manchados —cosa que la apenó— de pegajoso vómito, le aplicaban con sumo cuidado algo frío en la frente.

—Ya se ha recuperado, muñeca —le susurró Nathan—, pronto estará estupendamente. No debe preocuparse por nada. Uy, y con lo bonita que es… ¿Cómo es posible que sea tan bonita? Ahora no se mueva, todo va bien; total, un desmayito de nada. Así, quédese quieta y deje que el doctor cuide de todo. Bien, ¿qué tal? ¿Quiere un sorbo de agua? No, no intente decir nada; relájese y nada más. No tardará en encontrarse perfectamente.

Y la voz continuó su suave monólogo, arrulladora, tranquilizante, incitándola al reposo con sus murmullos; tan sedante resultó su dulce cantilena que a Sophie dejó de preocuparle que las manos de aquel extraño estuvieran verdosamente manchadas con sus agrios jugos, pero lamentó que el primer pensamiento que ella le había expresado, tan pronto como abrió los ojos, hubiera sido una tontería:

—Ay, creo que me estoy muriendo.

—No, no se está muriendo —le decía ahora con una voz llena de infinita y paciente fuerza, mientras sus dedos seguían llevando aquella exquisita frialdad a su frente—. No va usted a morirse, vivirá más de cien años. ¿Cómo se llama, monada? No, no me lo diga ahora; quédese quieta, así, bien guapa. Su pulso es correcto, normal. Vamos, beba un sorbo de agua…