3

—¡Stingo! ¡Eh, Stingo! —oí, ya muy avanzada la mañana, una soleada mañana dominical de junio. Los gritos que habían interrumpido mi sueño procedían del otro lado de la puerta. Era la voz de Nathan, y luego la de Sophie—: ¡Stingo, despierta! ¡Despierta, Stingo! —Aunque tenía puesta la cadena de seguridad como todas las noches, la puerta no estaba cerrada, lo que me permitía ver, desde donde me hallaba echado, la radiante cara de Nathan y sus vivos ojos que me miraban a través de la ancha abertura que quedaba—. ¡Fuera de la cama! —dijo su voz—. ¡Vamos, anímate, chaval! ¡Al ataque, chico! ¡Nos vamos a Coney Island! —Y, detrás de él, oí a Sophie que, como un aflautado eco de Nathan, repetía—: ¡Vamos, anímate, chaval! ¡Al ataque, chico! —Su exhortación, que por cierto no contenía ningún vous, fue seguida de una argentina risa. Nathan se puso a sacudir la puerta y la cadena—. ¡Vamos, paleto sureño, al ataque! —dijo—. Supongo que no te vas a quedar ahí roncando como un perrazo de esos del Sur. —Su voz adquirió el almibarado y sintético tono del más profundo Dixieland; mis oídos, aunque medio dormidos, pero perceptivos, como los de un drogado, notaban la habilidad con que imitaba aquel acento—. Anda, nenito, sacude ya tus perezosos huesecitos —dijo, arrastrando las palabras como un recién llegado del Sur—. Y ponte el trajecito de baño. Nos lo vamos a pasar que ni en la Pompeya esa yendo en el coche a la playita de allá abajo y disfrutando de la monumental panzada que nos vamos a dar.

La cosa no me hizo reír —hablando sin exagerar—, ni mucho menos. Sus sarcasmos de la tarde anterior y, en general, los malos tratos dados a Sophie, habían trascendido a mis sueños durante toda la noche disfrazados de varias maneras y con la máscara de diferentes alusiones, y despertarse ahora para contemplar de nuevo aquella cara urbana de mediados de siglo entonando aquellas seudopacíficas y zalameras efusiones era, simplemente, mucho más de lo que podía tolerar.

—¡Fuera de aquí! —grité—. ¡Dejadme tranquilo!

Traté de darle a Nathan con la puerta en las narices, pero había puesto un firme pie en la abertura.

—¡Fuera! —volví a gritar—. Se necesita ser un caradura como tú para hacer estas cosas. ¡Quita ya tu maldito pie de la puerta y déjame tranquilo de una vez!

—Stingo, Stingo —dijo la voz aún con arrulladoras cadencias, pero empleando de nuevo el estilo brooklyniano—. Stingo, no te lo tomes así. No quise ofenderte, chico. Vamos, abre. Tomemos un café juntos y seamos buenos amigos.

—¡Yo no quiero ser amigo tuyo! —le aullé a Nathan.

El esfuerzo me causó un ataque de tos. Medio asfixiado por las mucosidades y el hollín producidos por tres veintenas diarias de Camels, era un milagro que aquello no me sucediera más a menudo, y yo mismo me sorprendía de la normalidad de mi coherencia. Cuando me volví hacia dentro, embarazado por el espasmódico ruido que hacía, comencé a sentir otra sorpresa, y no poco disgusto —que se fueron concretando en mi mente a medida que se me calmó el acceso—, motivados por el hecho de que el abominable Nathan se había materializado, como un genio del mal, al lado de Sophie, y de que además parecía haber recuperado el mando. Por espacio de un minuto, o tal vez más, jadeé y me estremecí en las angustias de un espasmo pulmonar, teniendo que sufrir entretanto, por añadidura, la humillación de que Nathan se erigiera en genio de la medicina a mis expensas:

—Eso es tos de fumador, paleto sureño, y no de las leves. También tienes la cara macilenta y ojerosa de los viciosos de la nicotina. Mírame un momento, paleto sureño; mírame directamente a los ojos.

Yo le clavé la mirada, a través de unas pupilas que se cerraban por momentos, nubladas por la rabia y la aversión.

—No me llames… —comencé, pero mis palabras fueron interrumpidas por otro ataque de tos.

—Macilento, ésta es la palabra —prosiguió Nathan—. Lástima… Un chico de tan buen ver… El aspecto macilento proviene de la lenta y progresiva privación de oxígeno. Deberías dejar de fumar, paleto sureño. El tabaco causa el cáncer de pulmón. Y también es malo para el corazón.

(En 1947, puede recordarse, los efectos verdaderamente perniciosos sobre la salud provocados por el tabaco apenas si eran sospechados siquiera por los médicos, y las advertencias sobre sus posibles daños erosivos, si alguna vez llegaban a pronunciarse, eran recibidas por los sofisticados con burlón escepticismo. Era un cuento de viejas de la misma categoría que cuando a mí me decían que la masturbación causaba acné, verrugas, o la locura. Por esto, aunque la observación de Nathan era doblemente irritante en aquel tiempo, porque sumaba, según pensaba yo, la imbecilidad con la más clara malevolencia, me doy cuenta ahora de lo terriblemente acertada que resultaba en realidad, de lo típica que era de la inteligencia excéntrica, necia, atormentada, pero profundamente afilada y magistral, que yo también tuve que conocer y sostener, lo que me acarreó más de un reproche. Quince años después, mientras estaba luchando con éxito contra mi afición a los cigarrillos, recordaría la amonestación de Nathan —y, por alguna razón, especialmente la palabra «macilento»— como una voz que me advirtiera desde la tumba. Sin embargo, en aquel momento, las palabras de Nathan sonaban como una invitación al homicidio.)

—¡No me llames paleto sureño! —grité, recuperando la voz—. Soy un Phi Beta Kappa de la Duke University. No tengo por qué aguantar tus puercos insultos. ¡Saca el pie de la puerta y déjame tranquilo! —Me esforcé en vano por echar aquel pie fuera de la abertura—. Y no necesito consejos de pacotilla sobre el consumo de cigarrillos —me desgañité a través de las mucosidades de mi inflamada laringe.

Entonces, Nathan experimentó una notable transformación. Su tono se hizo de pronto justificativo, civilizado, casi contrito:

—Lo siento, Stingo —dijo—. Lo siento de veras. No quería herir tus sentimientos. Me perdonas, ¿verdad? No volveré a usar esa expresión. Sophie y yo sólo queríamos aprovechar este hermoso día de sol para darte una cariñosa bienvenida.

Aquel rápido cambio era realmente emocionante. Podría haberme hecho creer que había variado de actitud sólo para entregarse a otra forma de sarcasmo, pero mi instinto me decía que era sincero. De hecho, tuve la sensación de que había reaccionado con excesivo sentimiento, como suelen hacer a veces las personas cuando, después de azuzar demasiado a un niño sin pensar en las consecuencias, se dan cuenta de que le han causado verdadera congoja. Pero yo no iba a moverme de allí.

—¡Largo de aquí! —dije fría y firmemente—. Quiero estar solo.

—Lo siento mucho, amigo, de veras. Sólo quería bromear un poco llamándote así. No era mi intención ofenderte, palabra.

—Es cierto, Nathan no quería ofenderte —dijo Sophie cadenciosamente. Se había apartado de detrás de Nathan de modo que podía verla con claridad. Y algo en ella inflamó de nuevo mi corazón. A diferencia del lamentable aspecto que ofrecía la noche anterior, se la veía ahora contenta y animada a causa del milagroso retorno de Nathan. Casi se podía sentir físicamente su felicidad: irradiaba de su cuerpo en forma de pequeños destellos y vibraciones; se notaba en el brillo de sus ojos, en la vida de sus labios y en la expresión de triunfo que desprendían sus mejillas, como si se hubiese dado colorete. Aun en mi desastroso estado, después de la horrible noche que había pasado, aquella felicidad, junto con el incitante atractivo de su cara radiante, era algo que yo encontraba sumamente seductor, aunque no irresistible—. Por favor, Stingo —suplicó—. Nathan no quería ofenderte, ni herir tus sentimientos. Sólo queríamos hacer las paces y llevarte a disfrutar de este hermoso día de verano. Por favor… Te lo ruego, ¡ven con nosotros!

Nathan cedió —noté que su pie se retiraba de la abertura de la puerta— y yo también lo hice, aunque no sin una fuerte punzada moral al ver que tomaba de súbito a Sophie y se ponía a hocicarle la mejilla. Con el perezoso apetito de un ternero que husmease la sal del lamedero, le pasó su prominente nariz por la cara, lo que le hizo emitir una alegre risita, y cuando él, siguiendo su maniobra, le dio un golpecito rápido y ligero en el lóbulo de la oreja con la sonrosada punta de su lengua, ella dejó escapar, electrizada, la más fiel imitación de ronroneo gatuno que yo hubiera presenciado u oído nunca. Era una escena increíble: sólo hacía unas horas, Nathan le habría rebanado el cuello.

Luego, Sophie volvió a insistir en sus ruegos de que los acompañara. Yo, indefenso ante aquella reiteración, mascullé, por fin, resentido:

—Bueno, de acuerdo. —Pero cuando estaba ya soltando la cadena, cambié de parecer—. Espera —dije a Nathan—, me debes una explicación.

—Ya te la he dado —contestó. Su voz era respetuosa—. Te he dicho que nunca volvería a llamarte paleto sureño.

—No hablo de eso —repliqué—. Me refiero a lo del linchamiento y las demás idioteces que soltaste. Sobre el Sur. Es un insulto. Supongamos que te digo que quien tenga un apellido como Landau no puede ser otra cosa que un gordo y miserable usurero de nariz aguileña siempre a punto de engañar a los confiados gentiles. Te pondrías como una fiera. Como puedes ver, esos vituperios funcionan en ambas direcciones. Me debes otra disculpa.

Advertí que mi tono era demasiado pomposo, pero no di mí brazo a torcer.

—Muy bien, también me disculpo por eso —dijo de buen humor y afectuosamente—. Me doy cuenta de que no debí hablarte de aquel modo. Bueno, ¿lo olvidamos? Te pido perdón con toda mi buena fe.

Y también quiero que sepas que hablamos en serio al decirte que queremos que salgas hoy con nosotros. ¿Qué? ¿Lo dejamos así? Todavía es temprano. ¿Por qué no te arreglas y te vistes tranquilamente y luego subes al cuarto de Sophie? Encontrarás café, cerveza o lo que sea. Después nos iremos a Coney Island. Comeremos en un gran restaurante que conozco a base de pescado y mariscos y luego nos iremos a la playa. Tengo allí a un buen amigo que hace unas horas extra los domingos como socorrista. Nos permite estar en una zona acotada de la playa, donde nadie puede echarte arena a la cara con los pies. Vienes, ¿no?

Dejando ver todavía mi enfurruñamiento, dije:

—Me lo pensaré.

—Vamos, sé buen chico y di que sí —insistió ella.

—Bueno, iré con vosotros —dije, y añadí con tibieza—: Gracias.

Mientras me afeitaba y me acicalaba no paré de pensar, desconcertado, en el increíble sesgo que habían tomado las cosas. ¿A qué tortuoso motivo, me preguntaba, se debía el gesto de Nathan? ¿Acaso Sophie lo había impelido a aquel acto de cordialidad para compensarla de lo mal que la había tratado la noche anterior? ¿O simplemente se proponía obtener algo que ocultaba? Conocía lo suficiente Nueva York y a su gente como para dar crédito a la idea de que Nathan podía ser un trapisondista que se hubiese empeñado en conseguir de mí algo tan vulgar y corriente como el dinero. (Eso me movió a comprobar si tenía bien guardados los cuatrocientos dólares y pico que había colocado secretamente en el fondo del armario-botiquín, en una caja que hubiera debido contener vendas de gasa Johnson & Johnson. Mi tesoro, en billetes de diez y veinte dólares, estaba intacto, y como otras veces su contemplación me hizo susurrar un pequeño canto fúnebre, y de agradecimiento, a mi espectral benefactor Artiste, que desde hacía años se estaba reduciendo a polvo allá abajo, en Georgia.) Aunque esta sospecha no parecía tener fundamento, sobre todo teniendo en cuenta la observación de Morris Fink sobre la buena situación económica de Nathan. Sin embargo, todas estas posibilidades bullían en mi cabeza mientras me disponía, con cierto recelo, a reunirme con Nathan y Sophie. Y mi conciencia me decía que lo que debía hacer era quedarme a trabajar, a tratar de alimentar con algunas palabras aquella bostezante y amarilla hoja aún vacía, aunque fuese con algunas frases anodinas elegidas al azar. Pero Sophie y Nathan habían puesto un estrecho cerco a mi imaginación. Una cosa me intrigaba de veras: la hociqueante distensión que se observaba entre los dos, aquella tierna paz restablecida pocas horas después de la más espeluznante trifulca de enamorados que hubiese podido imaginarme desde mi puesto de espectador de óperas italianas de cuarta categoría. Entonces consideré la posibilidad de que estuvieran locos o de que, como Paolo y Francesca, fueran unos marginados que compartieran algún terrible estado de perdición.

Morris Fink se mostró tan comunicativo como siempre, aunque no particularmente iluminador, cuando coincidí con él en el pasillo al salir de mi habitación. Mientras nos entregábamos a un preámbulo de banalidades, oí por primera vez el tañido de una campana de iglesia, lejano pero inconfundible, procedente de la avenida Flatbush o de sus alrededores. Me conmovió al traerme reminiscencias de los domingos del Sur, pero me desanimé un poco al pensar que las sinagogas no tenían campanarios. Por un momento cerré los ojos, mientras el repiqueteo decrecía hasta reducirse al silencio, y pensé en la familiar iglesia de ladrillo en una población costera, en la piedad y el silencio del sabbat, en el rebaño de ovejitas cristianas dirigiéndose al tabernáculo presbiteriano con sus libros de historia hebrea y catecismos judíos. Cuando volví a la realidad, Morris me estaba explicando:

—No, no es ninguna sinagoga. Es el templo de la iglesia reformada holandesa, en el cruce de las avenidas Church y Flatbush. Sólo hacen sonar las campanas los domingos. A veces voy por allí, cuando ya han empezado el servicio. O a la escuela dominical. Sacudiendo sus cabezotas, cantan Jesús me ama y otras burradas por el estilo. Esas tías de la iglesia reformada holandesa son algo serio. Muchas de ellas parecen necesitar con urgencia, por la pinta que tienen, una transfusión de sangre… O una inyección de carne caliente. —Dejó escapar un impúdico bufido—. De todos modos, el cementerio es bonito, no creas. En verano, se está allí muy fresquito. Algunos de esos salvajes chavales judíos van allí por la noche sólo para hacer guarradas.

—Sí, claro, en Brooklyn hay de todo un poco, ¿verdad? —dije.

—Sí, y todas las religiones. Y gente de toda clase. Judíos, irlandeses, italianos, holandeses de esos de la iglesia reformada, negros… Desde que terminó la guerra, vienen muchos morenos. Williamsburg. Brownsville. Bedford-Stuyvesant. Son los sitios adonde se trasladan mayormente. Malditos monos… Así es como yo los llamo. Chico, odio a los negros. ¡Asquerosos monos! ¡Aaaa-gh!

Dio un respingo y, enseñando los dientes, hizo algo que interpreté como una mueca simiesca. Justo en aquel instante, los regios acordes de la Música acuática de Haendel, saliendo triunfantes de la habitación de Sophie, inundaban toda la escalera. Y, también desde arriba, me llegó, muy atenuada, la risa de Nathan.

—Tengo entendido que ya conoces a Sophie y a Nathan —dijo Morris.

Admití que sí, que los había conocido, por así decirlo.

—¿Qué te parece Nathan? ¿No te joroba, el tío? —Una súbita luz apareció en los ojos sin brillo de Morris, al tiempo que su voz se hacía conspiratoria—. ¿Sabes qué creo que es? Un golem, eso es lo que es. Una especie de golem.

—¿Un golem? —dije—. ¿Y qué diablos es un golem?

—Verás… no sé explicártelo con exactitud. Es un… eso judío. ¿Cómo se llama…? No es exactamente de tipo religioso; es más bien un monstruo. Es una invención, como Frankenstein, ¿sabes?, sólo que lo inventó un rabino. Está hecho de barro o de alguna mierda por el estilo, aunque parece un ser humano. Pero lo que pasa es que tú no puedes controlarlo. Quiero decir que no puedes programarlo y que, pese a comportarse como un ser humano normal, en el fondo es un jodido monstruo desbocado. Y a veces lo demuestra. Es lo que quiero decir de Nathan. Actúa como un maldito golem.

Con una vaga sensación de reconocimiento, pedí a Morris que acabara de aclararme su teoría.

—Bueno, esta misma mañana a primera hora, ¿sabes?, cuando tú aún dormías, supongo, voy y veo a Sophie que entra en el cuarto de Nathan. El mío está frente al suyo, al otro lado del pasillo, y puedo ver todo lo que pasa. Son las siete y media o las ocho. Naturalmente, oí la disputa de anoche y, por lo tanto, sé que Nathan se ha ido. Y, ahora, a ver si adivinas qué veo después. Pues esto es lo que veo: a Sophie llorando, no muy fuerte, pero todavía llorando, que se asoma por la puerta. Entonces, sale y se mete en el cuarto de Nathan dejando la puerta abierta; y se echa. Pero ¿sabes dónde se echa? ¿En la cama? ¡Qué va! ¡En el jodido suelo! Se echa en el suelo en camisón, pero no tal cual, sino con el camisón remangado, como si fuera un bebé. Me quedo mirándola un rato; tal vez diez, o quince minutos…, sólo pensando, claro está, en la chaladura que representa yacer así en el suelo de la habitación de Nathan, y entonces, de golpe y porrazo, oigo llegar un coche en la calle, que luego se para; miro por la ventana y veo que es Nathan. ¿No lo oíste cuando entró? Hizo un estrépito de mil demonios con sus pisadas, sus portazos, y hablando consigo mismo.

—No, no lo oí. Estaba profundamente dormido —respondí—. Al parecer, mi problema acústico, ahí en el cráter, es puramente vertical. Todos los ruidos me llegan de arriba. No oigo absolutamente nada del resto de la casa, a Dios gracias.

—Como sea, Nathan sube las escaleras y va hacia su cuarto. Atraviesa la puerta y se encuentra a Sophie remangada y echada en el suelo. Él, con una zancada, pasa por encima de ella (que está despierta), y verás lo que le dice. Le dice: «¡Fuera de aquí, puta!». Sophie no dice nada, sólo llora, creo, allí echada, y entonces Nathan le dice: «Saca el culo de aquí, puta, que me voy», pero Sophie sigue sin decir esta boca es mía, si bien ahora empiezo a oír su llanto; llora y llora…, y entonces Nathan va y dice: «Contaré hasta tres, puta, y si cuando acabe de hacerlo aún no te has levantado y no te has apartado de mi vista, te patearé el culo hasta el año que viene por estas fechas». Y entonces cuenta hasta tres y ella no se mueve y entonces él se arrodilla y empieza a abofetearle la cara.

—¿Mientras está aún allí, echada?

—Sí, y siguió dándole de bofetadas. Y no flojas, no… En plena cara: una bofetada, y otra y otra, y otra…

—¿Y tú no hiciste nada? —le pregunté.

—Pues… Por si no lo sabías, he de decirte que físicamente soy un cobarde. Además, yo mido un metro sesenta y cinco, mientras que Nathan… ya sabes qué clase de tiazo es. Y aún te diré otra cosa. Sí, decidí llamar a la policía. Sophie empezaba a zollipar; aquellos sopapos en la cara debían de doler lo suyo. Por esto tomé la decisión de bajar aquí y llamar a la policía por teléfono. Yo no llevaba nada encima; no me pongo nada para dormir. Así que abrí mi armario con la intención de ponerme el albornoz y las zapatillas…, intentando ir deprisa, ¿sabes? Aquel bestia podía llegar a matarla. Sólo me entretuve un momento dentro del cuarto, cosa de un minuto, no creas… Es que no encontraba las malditas zapatillas. Entonces, cuando volví a la puerta…, ¿sabes qué?

—No puedo imaginármelo.

—Ahora las cosas han dado la vuelta. Todo está al revés, ¿comprendes? Ahora Sophie está sentada en el suelo con las piernas cruzadas, y Nathan como si dijéramos agachado, hacia adelante, con la cabeza hundida entre las piernas de ella. Eh, no quiero decir que le esté dando una lamida. Nada de eso. ¡El tío está llorando! Tiene la cara metida allá abajo y llora como un crío. Y ella no para, mientras tanto, de acariciarle el pelo y de decirle, muy bajito: «Bueno, hombre, bueno…», y luego oigo a Nathan que dice: «¡Dios mío! ¿Cómo he podido hacerte tanto daño?», y cosas por el estilo. Después: «Te quiero, Sophie, te quiero», y ella que vuelve a decir: «Bueno, hombre, bueno», y sale de su boca algo así como un cloqueo, y él, con su nariz en la entrepierna de ella, llora que te llora y venga repetir: «Te quiero, Sophie, te quiero». Qué asco… Por poco echo la primera papilla.

—Y después, ¿qué?

—No pude aguantarlo más. Cuando acabaron este rollo y se levantaron del suelo, salí, compré un diario de esos del domingo y me fui al parque, donde estuve leyendo cosa de una hora. No quise tener nada que ver con ninguno de los dos. Después de todo, ¿sabes lo que te digo? Te digo que… —Hizo una pausa y sus ojos me interrogaron, malhumorados, esperando de mí alguna interpretación de aquella perversa mascarada. Como yo no tenía ninguna, Morris, decisivamente, dijo—: Es un golem. ¿Está claro? Un maldito golem.

Seguí mi camino, escaleras arriba, agitado mi espíritu como un negro y borrascoso mar de encontradas emociones. Volví a decirme a mí mismo que no podía enredar mi vida con la de aquellos morbosos personajes. A pesar del impacto que Sophie había producido en mi imaginación, y a despecho de mi soledad, estaba seguro de que buscar la amistad de ambos habría sido una verdadera temeridad. Pensaba así no sólo por el miedo a verme absorbido hacia el epicentro de una relación tan volátil y destructiva, sino porque debía enfrentarme con el hecho de que yo, Stingo, tenía otras cosas que hacer. Había venido ostensiblemente a Brooklyn «para escribir con mis entrañas», tal como dijo el bueno de Farrell, no para interpretar el desgraciado papel de comparsa en un torturado melodrama. En resumidas cuentas: les diría que no quería ir con ellos a Coney Island. Después los empujaría fuera de mi vida cortés y suavemente, dejando bien claro que yo era un ser solitario cuyo espíritu ansiaba tranquilidad, por lo que no debía molestárseme, en ningún momento.

Llamé con los nudillos y entré en el momento en que el último disco cesaba de tocar, cuando la gran barcaza con sus jubilosas trompetas desaparecía tras una curva del Támesis. La habitación de Sophie me chocó enseguida, de modo favorable, claro. Aunque sé muy bien cuándo una cosa ofende a la vista, nunca he tenido mucho sentido del «gusto» ni de la decoración; sin embargo, podía decir que Sophie había logrado triunfar, en cierto modo, sobre el inagotable e invencible color rosa. En vez de dejarse intimidar por lo rosáceo, había reaccionado contra el avasallador matiz llenando la habitación de colores complementarios como el naranja, el verde y el rojo (una encarnada estantería para libros aquí, un cubrecama albaricoqueño allá). Era así como había vencido a la omnipresente y pueril tonalidad. Estuve a punto de echarme a reír ante la alegría y la gracia çon que había roto la monotonía de la pintura de camuflaje de la Armada. Y también había flores. En todas partes: narcisos, tulipanes y gladiolos. Brotaban de pequeños jarrones colocados sobre las mesillas y las repisas de la pared. Dominaba allí la fragancia de flores recién cortadas, y, a pesar de su abundancia, no daban al lugar la apariencia de habitación de un enfermo, sino más bien un ambiente de fiesta muy en consonancia con la alegría que respiraba el resto de la estancia.

Entonces, de pronto me di cuenta de que Sophie y Nathan habían desaparecido de mi vista. Mientras me preguntaba sorprendido dónde estarían, oí una risa ahogada y vi que se movía levemente un biombo que ocultaba un rincón del cuarto. Repentinamente, Sophie y Nathan salieron de detrás de él cogidos de la mano, con estudiadas e idénticas sonrisas de cómicos de variedades, y se pusieron a bailar una especie de pasodoble. Llevaban los más encantadores vestidos que hubiera visto jamás. En realidad parecían disfraces, pues eran muy anticuados. El de él era un traje de franela gris rayado de blanco y con americana cruzada: el mismo modelo que el príncipe de Gales había puesto de moda quince años antes; el de ella se componía de una falda de raso plisada de color ciruela de la misma época, una chaqueta de marinero y una boina que le caía sobre los ojos. Sin embargo, en aquellas reliquias no había nada que delatara su procedencia de una tienda de prendas de segunda mano o de baja categoría; se veía claramente que eran caras y que les sentaban demasiado bien para que no fueran a medida. Yo me sentí desolado con las mangas remangadas de mi camisa Arrow y mis holgados pantalones de estilo indefinido.

—No te preocupes —dijo Nathan unos minutos después, mientras cogía una botella de cerveza de la nevera y Sophie preparaba queso y tostadas—. No te preocupes por las ropas que llevas. El hecho de que nos vistamos así no es razón para que tú te sientas incómodo. Es más bien una chifladura nuestra. —Yo me había dejado caer agradablemente en un sillón, sin ganas de poner en práctica mi decisión de dar fin a nuestra breve relación. Es casi imposible explicar lo que causó aquel giro en mis propósitos. Sospecho que fue una combinación de diversos factores. Lo bien que se estaba en aquella habitación, lo grotesco e inesperado de aquellos vestidos, la cerveza, el afecto que Nathan me demostraba y su evidente deseo de enmendarse y darme cumplida satisfacción… y los calamitosos efectos de Sophie en mi corazón. Todo esto había anulado mi fuerza de voluntad. Volvía a estar a merced de sus designios—. Para nosotros es un capricho y un pasatiempo —siguió explicando por encima, o a través, de un límpido Vivaldi mientras Sophie estaba atareada con su cocinita—. Hoy vamos vestidos como en los primeros años treinta. También tenemos vestidos de primeros de siglo, de los tiempos de la Primera Guerra Mundial, de los alegres años veinte, y aun de antes. Naturalmente, sólo nos vestimos de esta manera en domingo u otros días de fiesta y únicamente cuando vamos juntos.

—¿Y no os mira la gente? —pregunté—. ¿Y no os resulta muy caro?

—Sí que nos miran —dijo—. Esto forma parte de la diversión. A veces, cuando nos ponemos nuestros vestidos de los alegres años veinte, por ejemplo, causamos gran sensación. En cuanto a su precio, no son mucho más caros que las ropas corrientes. En la calle Fulton, hay un sastre que nos hace lo que queremos con tal que le describamos bien los modelos.

Asentí complacido. Aunque quizás un poco exhibicionista, todo aquello me parecía una diversión lícita e inofensiva. Ciertamente, con el buen parecido de ambos, realzado por el contraste entre las facciones ligeramente fuliginosas de él —propias de los oriundos del Mediterráneo oriental— y el pálido esplendor de ella, Sophie y Nathan formaban una pareja de aspecto agradable en todos los sentidos.

—La idea fue de Sophie —siguió explicando Nathan—. Una idea muy acertada. La gente es gris, monótona, pardusca, por la calle. Todos se ven iguales, andando de un lado a otro de uniforme. Los vestidos de esta clase tienen carácter. Estilo. Por esto nos divierte ver cómo nos mira la gente. —Hizo una pausa para llenarme el vaso de cerveza—. El vestido es importante. Forma parte del ser humano. Es un elemento de satisfacción estética, tanto para uno mismo como para los demás. Aunque esto es secundario.

Estaba visto que aquella iniciativa lo abarcaba casi todo. El vestido. La belleza. El ser humano. Qué forma de hablar para un hombre que, hacía sólo unas horas, había voceado tantas palabras salvajes… y que, si podía darse crédito a Morris, había ultrajado horriblemente a aquella dulce criatura que ahora, vestida como Ginger Rogers en una vieja película, se afanaba en los preparativos del piscolabis que íbamos a tomar. Pero en aquel momento Nathan no podía ser más simpático ni afectuoso. Y yo, completamente relajado, con la agradable efervescencia de la cerveza extendiéndose ya hasta mis extremidades, convine conmigo mismo que lo que mi coinquilino decía tenía su mérito. Después de la horrorosa uniformidad en el vestir que trajo la posguerra, especialmente en una ratonera para hombres como McGraw-Hill, ¿qué mejor aliciente.para la vista que un poco de pintoresquismo y excentricidad? De nuevo (hablo con la ventaja a mi favor de poder juzgar a posteriori), Nathan se enredaba en improbables augurios sobre el mundo de mañana.

—Mírala, chico —dijo—, ¿no es estupenda? ¿Has visto alguna vez una muñeca como ésta? ¡Eh, muñeca, ven aquí!

—Estoy ocupada, ¿no lo ves? —dijo Sophie sin parar en su ajetreo—. Estoy preparando el fromage.

—¡Oye! —Y dio un silbido capaz de desgarrar cualquier tímpano—. ¡Eh, ven aquí! —Me hizo un guiño y me dijo—: No puedo apartar mis manos de ella.

Sophie fue hacia él y se sentó de golpe en sus rodillas.

—Dame un beso —dijo Nathan.

—Uno y basta —contestó ella, y lo besó ligeramente en un extremo de la boca—. ¡Ya está! Un beso es todo lo que mereces.

Mientras ella se retorcía sobre las rodillas de Nathan, éste le mordisqueó la oreja y le oprimió la cintura, lo que hizo encender su rostro de un modo tan visible que yo habría jurado que él le había apretado un botón para dar paso a algún tipo de corriente.

—No puedo apartar mis manos de ti…i…i —susurró él.

Como a tantos otros, me llenan de embarazo las exhibiciones públicas de afecto —o de hostilidad, en las mismas circunstancias—, especialmente cuando soy el único espectador. Bebí, pues, un largo trago de cerveza, y miré hacia otro lado…, hacia la enorme cama, con su colcha de color albaricoque, donde mis flamantes amigos se habían entregado a la mayoría de sus expansiones y que, cual monstruoso artificio, había sido la causa de la mayor parte de mis más recientes molestias. No sé si un renovado ataque de tos me traicionó o si, como sospecho, Sophie se dio cuenta de mi aturrullamiento, pero lo cierto es que ella se levantó de un salto de las rodillas de Nathan, diciendo:

—¡Basta! ¡Basta ya, Nathan Landau! Ya está bien de besos.

—Vamos… —se quejó él—. Sólo uno. El último.

—No, ni uno más —dijo dulcemente, pero con firmeza—. Anda, tomemos ya este poco de fromage, luego, al metro y a comer a Coney Island.

—Eres una tramposa —dijo él con voz juguetona—. Eres una calientapollas. Eres peor que cualquiera de las pelanduscas que han pisado Brooklyn alguna vez. —Se volvió hacia mí y me miró con fingida seriedad—. ¿Qué te parece esto, Stingo? Aquí me tienes, casi en la treintena. Me enamoro locamente de una shiksa polaca, y ella guarda su dulce tesoro tan estrechamente cerrado como la pequeña Shirley Mirmelstein, a la que intenté beneficiarme durante cinco años enteros. ¿Qué te parece esto?

Me hizo otro guiño.

—¡Qué desastre! —improvisé un tono jocoso—. Esto es una forma de sadismo.

Aunque estoy seguro de que guardé la compostura, la revelación que acababa de hacérseme me sorprendió enormemente: ¡Sophie no era judía! En realidad, tanto me daba que lo fuese como que no, pero aun así el hecho me desconcertó, y no podía negar que había cierta preocupación y un deje negativo en mi reacción. Como Gulliver entre los hounyhnhnms, me había creído un personaje único en aquel enorme barrio semítico y, simplemente, me chocó que en la casa de Yetta se alojara otro gentil. Así que Sophie era una shiksa. «Bueno; punto en boca», pensé, sin dejar traslucir mi sorpresa.

Sophie puso delante de nosotros un plato con cuadritos de tostada sobre los que había derretido pequeños trozos de un dorado queso parecido al de Cheddar. Con la cerveza, sabían deliciosamente. El ambiente de convivencia de nuestra pequeña reunión, junto con la alcohólica suavidad que dominaba en ella, comenzó a animarme. Me sentí como un perro cazador que acabara de salir de la oscuridad de la fría espesura boscosa y se encontrase de pronto en medio del calor del sol de mediodía.

—Cuando conocí a ésta —dijo Nathan mientras ella se sentaba sobre la alfombra y, gozosamente, se apoyaba en la pierna de él—, no era más que huesos, harapos y una escasa madeja de pelo. Y eso fue un año después de que los rusos liberaran el campo de concentración donde ella se encontraba. ¿Cuánto pesabas, nena?

—Treinta y ocho. Treinta y ocho kilos.

—Unas ochenta y cinco libras. ¿Te imaginas? Era un espectro.

—Y ahora, ¿cuánto pesas, Sophie? —pregunté.

—Cincuenta kilos justos.

—Ciento diez libras —tradujo Nathan—, lo que todavía es poco para su complexión y estatura. Debiera pesar ciento diecisiete, pero ya las va alcanzando…, ya las va alcanzando. Dentro de poco, la habremos convertido en una de esas bellas y gordezuelas chicas norteamericanas rellenas de leche. —Con cariñosa indolencia, pasó el dedo por los pajizos mechones que sobresalían por debajo de su boína—. Sí, chico, era un espectro cuando me la llevé. Toma, bebe un poco de cerveza, nena, que te hará engordar.

—Estaba hecha una verdadera ruina —dijo Sophie, con un tono que quería ser alegre—. Parecía una bruja vieja…, o más bien eso…, eso que espanta a los pájaros. Sí, un espantapájaros. Casi no tenía cabellos y me dolían continuamente las piernas. Tenía el scorbut…

—El escorbuto —aclaró Nathan—. Quiere decir que tuvo el escorbuto, que por suerte le fue curado tan pronto como los rusos pasaron a encargarse de aquella pobre gente…

—Le scorbut…, quiero decir el escorbuto; eso es lo que tuve. ¡Y se me caían los dientes! Y tuve el tifus. Y la escarlatina. Y anemia. Todo. Era una ruina completa. —Había recitado la letanía de enfermedades sin dar muestras de autocompasión; al contrario, se había expresado con cierta viveza infantil, como si estuviera diciendo los nombres de una serie de animales domésticos—. Pero entonces conocí a Nathan y se puso a cuidarme.

—Teóricamente estuvo a salvo tan pronto como el campo de concentración fue liberado —explicó Nathan—. Es decir, tuvo la seguridad de que sobreviviría. Pero luego pasó mucho tiempo en un campo de desplazados. Había miles de seres allí, decenas de miles, y no se disponía siquiera de los recursos médicos necesarios para remediar todo el daño que los nazis les habían hecho. De modo que el año pasado, cuando Sophie llegó aquí, a Norteamérica, seguía afectada por un grave, muy grave, caso de anemia. Lo sabía muy bien.

—¿Cómo lo sabías? —pregunté, con verdadero interés por su competencia al respecto.

Nathan se explicó con brevedad y coherencia, y con una sincera modestia que me pareció encantadora. No era que él fuese médico, dijo. En realidad era graduado en ciencias por Harvard, en la especialidad de biología celular y del crecimiento. Eran sus logros en este campo lo que le había permitido ser contratado como investigador por la Pfizer, una firma con sede en Brooklyn considerada como una de las mayores empresas farmacéuticas del país. Por lo tanto, sus antecedentes culturales y profesionales, pensé yo, eran irreprochables. No pretendía poseer extensos o complejos conocimientos médicos, y no solía aventurar, frente al profano, diagnósticos de enfermedades actuando como un aficionado; sin embargo, sus estudios y experiencia le daban una autoridad superior a la común en cuanto al reconocimiento de las irregularidades y dolencias del cuerpo humano, por lo que la primera vez que puso los ojos en Sophie («esta monada», murmuró con preocupada suavidad, retorciendo un mechón de su pelo) dedujo, muy acertadamente según luego se confirmó, que su aspecto demacrado obedecía a una anemia por deficiencia de hierro.

—La llevé a un médico, un amigo de mi hermano, que enseña en la Columbia Presbyterian. Está especializado en enfermedades de la nutrición. —Cierto tono de orgullo, no del todo desagradable por manifestarse junto con un tranquilo aire de autoridad, se coló en la voz de Nathan—. Me dijo que tenía razón, que había dado en el blanco. Una deficiencia crítica de hierro. Pusimos a esta monada bajo un tratamiento basado en dosis masivas de sulfato de hierro y comenzó a florecer como una rosa. —Se detuvo y bajó los ojos para mirarla—. Sí, una rosa. Una hermosa rosa. —Se pasó ligeramente los dedos por los labios y los llevó luego a la frente de ella, pasándole así su beso—. Eres estupenda —murmuró—, no hay ninguna como tú.

Ella volvió la cabeza hacia arriba para mirarlo. Estaba increíblemente hermosa, pero parecía algo cansada y un poco ojerosa. Pensé en la orgía de sufrimiento de la noche anterior. Acarició con suavidad la muñeca de Nathan, en la que se transparentaban varias venas azules.

—Gracias, monsieur jefe de investigación de la compañía Charles Pfizer —dijo. Por alguna razón no pude por menos de pensar: «Dios mío, querida Sophie, cuánta necesidad tienes de un profesor particular que mejore tu manera de dialogar»—. Y gracias también por causarme de florecer como una rosa —añadió al cabo de un momento.

De pronto, me di cuenta de que Sophie repetía, como un eco, la dicción de Nathan. Claro, él era su profesor empeñado en mejorar su manera de hablar, hecho que se me hizo enseguida más evidente al observar cómo corregía los detalles de sus frases como un meticuloso profesor de las escuelas Berlitz:

—No «de florecer» —le explicó—, sólo «florecer». Esta preposición no se usa delante del verbo en este caso. Debes acostumbrarte a estas diferencias, y a usar tu instinto.

—¿Instinto? —preguntó ella.

—Debes usar el oído para desarrollar un instinto. Puedes decir, volviéndonos a referir a la misma frase, «hacerme florecer», pero no «causarme florecer» y, menos aún, «causarme de florecer». Son peculiaridades de nuestra lengua que irás captando con el tiempo —le acarició el lóbulo de la oreja—, con esas orejitas tan monas que tienes.

—¡Qué modo de hablar tenéis! —exclamó Sophie y, con fingida preocupación, crispó su mano sobre la propia frente—. Demasiadas palabras. Fijaos, por ejemplo, en las muchas palabras que hay para decir rapidité. Me refiero a «rapidez». «Velocidad.» «Celeridad.» ¡Todo significa lo mismo! ¡Qué barbaridad!

—«Ligereza» —añadí.

¿Y qué tal «presteza»? —dijo Nathan.

— «Diligencia» —sugerí.

—Y «prontitud» —dijo Nathan—, aunque es un poco forzado.

—¡«Aprisa»! —apuré yo.

—¡Basta! —dijo Sophie, riendo—. ¡Es demasiado! ¡Vuestra lengua tiene demasiadas palabras! En francés la cosa no puede ser más simple: se dice vite y ya está.

—Qué… ¿Un poco más de cerveza? —me invitó Nathan—. Terminaremos esta botella y luego nos iremos a Coney Island.

Observé que Nathan bebía poquísimo, a pesar de que era muy generoso conmigo, casi abrumadoramente, manteniendo mi vaso lleno de Budweiser con una atención constante. En cuanto a mí, he de confesar que, durante aquel breve tiempo, había comenzado a alcanzar tan alto nivel de hormigueante euforia que me costaba bastante controlarla. Era una exaltación sublime, como si estuviera colmado del sol de verano; me sentía animado, mantenido a flote por unos brazos fraternales que me amparaban y sostenían estrechándome entre ellos con compasivo amor. Claro que, a decir verdad, una buena parte de lo que me dominaba en aquel momento era la prosaica garra del alcohol. El resto se componía de una mezcla de elementos que comprendían lo que —en aquella época tan fuertemente cargada de términos psicoanalíticos— yo habría acabado por reconocer como una manifestación de la gestalt o psicología de la forma: la sensación de óptimo bienestar causada por aquel soleado día de junio, la extática pompa de la sesión informal del señor Haendel navegando por las aguas del río, y el ambiente de fiesta que se respiraba en aquella pequeña habitación, por cuyas ventanas abiertas entraba la fragancia de brotes primaverales que penetraban en mí como una inefable promesa de certidumbre que sólo recuerdo haber experimentado una o dos veces después de los veintidós años —o, digamos, veinticinco—, cuando la carrera que yo me había trazado parecía ser tan a menudo la consecuencia de una chifladura digna de compasión.

Con todo, mi alegría manaba de alguna fuente que yo no había conocido desde que me hallaba en Nueva York y que creía perdida para siempre (la camaradería, la familiaridad, las buenas horas pasadas entre amigos). Ya hacía tiempo que notaba que el frágil aislamiento en que me había escudado voluntariamente se estaba desmoronando por completo. Había tenido una gran suerte, pensaba, al conocer a Sophie y a Nathan —aquellos nuevos compañeros tan cariñosos, inteligentes y animados—, y me sentía tentado de alargar los brazos y estrecharlos contra mi pecho a los dos juntos, movido (al menos en aquel momento, a pesar de mi desesperada pasión por ella) por el más cariñoso, fraternal y limpio de los impulsos. «Querido Stingo —me murmuré a mí mismo, sonriendo bobamente a Sophie, pero brindando por mí con la espumosa cerveza—, has vuelto a la tierra de la vida.»

Salut!, Stingo —dijo Sophie para corresponder a mi gesto, dando a mi vaso un golpecito con el que Nathan acababa de empujar hacia ella.

La grave y deliciosa sonrisa que Sophie me dedicó —unos dientes brillantes en medio de un rostro feliz y sin otro maquillaje que la limpieza, pero todavía marcado por las sombras de las privaciones—, me emocionó tan profundamente que dejé escapar un sonido, involuntario y sofocado, de satisfacción. Me encontraba muy cerca de la salvación total.

Sin embargo, tenía la impresión de que, por debajo de mi excelente estado de ánimo, algo no andaba bien. La terrible escena que había tenido lugar la noche anterior entre Nathan y Sophie habría debido advertirme que nuestra amistosa aproximación, con su ambiente de camaradería, sus risas y sus notas de intimidad, apenas si correspondía al estado de difícil equilibrio que existía entre ellos dos. Pero soy una persona que se deja desorientar con demasiada frecuencia por la mascarada exterior; tengo propensión a creer en cosas inverosímiles como la de que el terrible altercado de que había sido testigo era una lamentable —aunque rarísima— aberración en las relaciones de dos personas que se amaban en un ambiente en que predominaban las flores y los corazones enamorados. Supongo que la causa de mi ilusionada actitud residía en el hecho de que estaba tan necesitado de amistad, de que me sentía tan enamorado de Sophie y tan atraído al mismo tiempo, con perversa fascinación, por aquel dinámico joven —vagamente estrafalario e incitador a la travesura— que era su amado, que no me atrevía a considerar sus relaciones como no fuera bajo la luz más rosácea. Aun así, como he dicho, notaba que, inequívocamente, algo no encajaba con la situación. Debajo de toda la alegría, de toda la ternura, de toda la solicitud, presentía en aquella habitación una tensión perturbadora. No quiero decir que, en aquel momento, la tensión turbara la relación entre los dos amantes, pero sin duda existía; era una tirantez inquietante, que parecía emanar de Nathan en su totalidad. Se lo veía aturdido, nervioso; se había levantado y manoseaba los discos sin ton ni son; sustituyó de nuevo el de Haendel por el de Vivaldi, se bebió de un trago un vaso de agua con evidente agitación, se sentó y tamborileó con los dedos sobre su pierna siguiendo el ritmo de la música.

Entonces, se volvió de repente hacia mí y, mirándome escrutadoramente con unos tenebrosos ojos que no tenían nada de serenos, me dijo:

—Conque eres un viejo granjero, ¿eh? —Tras una pausa, y arrastrando ligeramente las palabras de un modo que me recordaba sus ofensas de aquella misma mañana, añadió—: Esos tipos, los confederados, me interesan de manera especial, ¿sabes? Todos. —Y recalcando el «vosotros», insistió—: Todos vosotros me interesáis mucho, muchísimo.

Comencé a sufrir —o a experimentar— algo parecido a una quemadura lenta. ¡Aquel Nathan se comportaba de modo increíble! ¿Cómo podía ser tan duro, tan rastrero, tan despiadado? Mi hormigueante euforia se evaporó como si miles de diminutas burbujas hubieran estallado a un tiempo. «¡Qué cochino!», pensé. ¡Me había preparado una trampa! De otro modo, ¿cómo podía explicarse su cambio de actitud si lo que se proponía no era acorralarme? O era torpeza o se trataba de una artimaña; no había otro modo de interpretar sus palabras después de que yo hubiera puesto, tan reciente e insistentemente, como condición a nuestra amistad —si así podía llamarse— que dejara de demostrarme su inquina hacia los del Sur. De nuevo, la indignación surgió en mi garganta como un hueso regurgitado, pero hice un último esfuerzo para conservar la paciencia. Puse en marcha el acento de mi sureño Tidewater y dije:

—Pues claaro, Nathan, amiiigo mío, vosoootros, los de Brooklyn, también interesáis mucho a los de allá abaaajo…

Esto produjo un efecto claramente adverso sobre Nathan. No sólo no le hicieron la menor gracia mis palabras, sino que sus ojos destellaron agresivamente; me miró con implacable recelo, y por un instante habría jurado que podía vislumbrar en sus fulgurantes pupilas la imagen del tipo estrafalario, del rústico sureño, del extraño que él veía en mí.

—¡Bah, vete a la porra! —le dije, comenzando a levantarme—. Me largo…

Pero antes de que pudiera dejar mi vaso sobre la mesa y ponerme de pie, me agarró por la muñeca. No era una presión brutal ni dolorosa, pero su fuerza e insistencia, junto con su falsa sonrisa, me mantuvieron pegado a la silla. Había algo tan desesperadamente ofensivo en aquella manera de cogerme que su gesto me heló la sangre.

—No se trata de bromitas —dijo. Su voz, aunque refrenada, estaba llena de turbulentas emociones. Las palabras que dijo entonces, pronunciadas con deliberada y casi cómica lentitud, fueron realmente pasmosas—. Bobby… Weed… ¡Bobby Weed! ¿Crees que Bobby Weed no merece otra cosa que tus ganas de… bromear?

—No he sido precisamente yo quien ha comenzado a hablar con ese acento de recogedor de algodón —repliqué. Y pensé: «¡Bobby Weed! Dios mío… Ahora la ha tomado con el caso del pobre Bobby Weed. He de escabullirme de aquí».

Entonces Sophie, que probablemente se había dado cuenta del súbito cambio de humor de Nathan, corrió a su lado y le tocó el hombro con una mano nerviosa y apaciguadora.

—Nathan —dijo—, basta de Bobby Weed. ¡Por favor, Nathan! Con lo bien que lo estábamos pasando… —Me echó una mirada afligida—. Toda la semana que habla de Bobby Weed. No puedo conseguir que deje de hacerlo. —Y volvió a rogar a Nathan—: Por favor, querido, ¡con lo tranquilos que estábamos!

Pero Nathan no quería dar su brazo a torcer.

—¿Qué me dices de Bobby Weed? —me preguntó.

—¿Qué puñeta quieres que te diga yo de él, eh? —grité, y me levanté soltándome de él con el mismo movimiento. Dirigí una mirada a la puerta y a los muebles que me separaban de ella e hice un rápido plan para salir de la habitación lo antes posible—. Gracias por la cerveza —murmuré.

—Yo te diré lo que debe decirse de Bobby Weed, amigo Stingo. ¡Es esto!: vosotros, los blancos del Sur, tenéis mucho de qué responder cuando suceden bestialidades como ésa. ¿Lo niegas? Pues escucha. Digo esto como alguien cuya gente sufrió en los campos de exterminio. Digo esto como un hombre que está profundamente enamorado de una mujer que los sobrevivió. —Alzó una mano y rodeó con ella la muñeca de Sophie mientras el índice de la otra se dirigía hacia mi pómulo atravesando el aire con un movimiento vermiforme—. Pero lo digo principalmente como Nathan Landau, como ciudadano común, como biólogo investigador, como ser humano, como testigo de la inhumanidad de unos hombres hacia otros hombres. ¡Digo que la suerte corrida por Bobby Weed en manos de los norteamericanos blancos del Sur es un acto de barbarie tan horrendo como cualquiera de los que llevaron a cabo los nazis mientras Hitler estuvo en el poder! ¿Estamos de acuerdo?

Me mordí interiormente la boca en un esfuerzo por mantener mi compostura.

—Lo que le sucedió a Bobby Weed, Nathan —contesté—, fue horrible. ¡Execrable! Pero no veo por qué hay que querer equiparar un crimen con otro, o concluir de tales hechos una estúpida escala de valores. ¡En ambos casos, se trata de espantosos atentados contra la humanidad! ¿Y te importaría apartar tu índice de mi cara? —Sentía las sienes húmedas y enfebrecidas—. No acepto de ningún modo esa maldita y enorme red que intentas echar para atrapar con ella todo lo que tú llamas «vosotros, los blancos del Sur», ¡Por mí te vas a joder, porque no pienso tragarme ese anzuelo! ¡Soy sureño y estoy orgulloso de ello. No soy uno de esos puercos, uno de esos trogloditas que hicieron lo que hicieron a Bobby Weed! ¡Nací en Tidewater, Virginia, y, si me permites la expresión, me tengo por un caballero! ¡También me permito decirte que esta simplista estupidez tuya, esta ignorancia procedente de alguien tan inteligente como tú, me causa verdaderas náuseas! —Oí subir mi voz, trémula y cascada, ya fuera de todo control, y temí otro de mis desastrosos ataques de tos en el preciso instante en que Nathan se levantaba calmosamente hasta su máxima altura y quedábamos uno frente a otro. Pese a su amenazadora actitud y a su ventajosa posición de ataque, y aunque superara no poco mi volumen y estatura, me sentí impelido a pegarle un puñetazo en la mandíbula—. Nathan, aún he de decirte algo más. ¡Te estás comportando como el peor de esos llamados liberales neoyorquinos que sólo respiran hipocresía por todas partes! ¿Qué te da derecho a juzgar a millones de personas, la mayoría de las cuales preferiríamos morir antes que hacer el menor daño a un negro?

—¿Lo ves? —contestó él—. Tu desprecio se nota incluso en el modo de pronunciar esa palabra. «Neeegro.» No puede ser más ofensivo.

—Es tal como lo decimos allí. Y sin la menor intención de ofender.

Y como te decía —proseguí lleno de impaciencia—, ¿qué te da derecho a juzgar a alguien? Yo encuentro tu postura altamente ofensiva.

—Como judío, me considero una autoridad en angustias y sufrimientos —dijo, y se detuvo un instante para mirarme, con tal desprecio y creciente aversión en sus ojos que creí verlo por primera vez—. Y, en cuanto a «esos llamados liberales neoyorquinos que sólo respiran hipocresía por todas partes», considero que es una respuesta que no puede ser más débil, risible e insustancial. ¿No eres capaz de percibir la simple verdad? ¿Acaso no puedes discernir el perfil de la verdad por terrible que sea? ¿Y pretendes ignorar que, al negarte a aceptar tu parte de responsabilidad en la muerte de Bobby Weed, te colocas en el mismo nivel moral que los alemanes que repudiaban al partido nazi, pero que contemplaban tranquilos y sin protestar cómo sus crueles miembros destruían vandálicamente las sinagogas y perpetraban la Noche de los Cristales Rotos o Kristallnacht? ¿No puedes ver tu propia verdad? ¿La verdad del Sur? Al fin y al cabo, no fueron los ciudadanos de Nueva York los que asesinaron a Bobby Weed.

La mayor parte de lo que decía —especialmente sobre mi «responsabilidad»— era tendencioso, desproporcionado, irracional, lleno de presunción y tremendamente erróneo pero, aun sintiéndolo en el alma, no podía contestar. Estaba momentáneamente desmoralizado. Del fondo de mi garganta salió un extraño sonido chirriante, al tiempo que me volvía hacia la ventana con un súbito movimiento totalmente desprovisto de gracia. Débil, impotente, aunque rabiando en mi interior, me esforzaba por expresar palabras que no podía articular. Me bebí de un solo trago la mayor parte de un vaso de cerveza, mientras miraba, con los ojos nublados por la frustración, las pastorales extensiones de césped de la avenida Flatbush iluminada por el sol, los susurrantes arces y sicomoros, las tranquilas calles, en las que sólo se observaba el tranquilo movimiento de una mañana de domingo: muchachos en mangas de camisa ocupados en lanzarse la pelota, juguetonas bicicletas, paseantes salpicados de sol en las aceras. La fragancia de la hierba recién cortada llegaba densa y fresca a mis ventanas nasales, recordándome las perspectivas y las distancias de la campiña sureña: campos y veredas quizá no muy diferentes de los que recorrió Bobby Weed, el muchacho clavado por Nathan en mi cerebro, produciéndome una punzante lesión. Y, mientras pensaba en Bobby Weed, me asaltó una amarga y paralizadora desesperación. ¿Cómo podía aquel demoníaco Nathan invocar la sombra de Bobby Weed en un día tan hermoso como aquél?

Escuchaba la voz de Nathan que, detrás de mí, se había elevado, envalentonada y con reminiscencias de un rechoncho organizador comunista medio histérico y con una boca como un bolsillo rasgado que oí gritar cierta vez en el vacío empíreo de Union Square:

—Hoy, el Sur ha renunciado a todo derecho de relacionarse con la especie humana —me arengó Nathan—, Cada sureño es responsable de la tragedia de Bobby Weed. ¡Ningún sureño escapa a esta responsabilidad!

Me estremecí violentamente, mi cabeza se sacudió, y miré cómo la cerveza se iba quedando sin espuma en mi vaso. Mil novecientos cuarenta y siete. Uno, nueve, cuatro, siete. Aquel verano, cuando todavía faltaban casi veinte años para el mes en que ardiera la ciudad de Newark y la sangre de los negros corriera por los arroyos de las calles de Detroit, podían darse casos —si uno había nacido en el Sur y era sensible e ilustrado y consciente de la propia historia, impía y espantosa— en que uno tuviera que aguantar reprensiones tan ásperas como aquélla, aun sabiendo que tales reproches llevaban una fuerte dosis de renaciente abolicionismo procedente de personas demasiado convencidas de su propia rectitud y que atribuían a su postura una superioridad moral que sólo podía provocar tolerantes —pero nada alegres— sonrisas. De forma menos violenta, con sutiles codazos y arrogantes actitudes por parte de los difamadores de salón, los sureños que habían probado fortuna en el Norte tendrían que soportar estos y otros ataques semejantes durante una época que fue para ellos de irremediable aflicción y que terminó, por lo menos oficialmente, cuando cierta mañana de agosto del año 1963, en la calle North Water de Edgarton, Massachusetts, la joven mujer de pelo pajizo y rodillas con hoyuelos que era la esposa del presidente del club náutico e importante magnate de la inversión bancaria, fue vista mientras, blandiendo un ejemplar del libro de James Baldwin La próxima vez, el fuego, gritaba a una amiga estas palabras con tono desolado: «¡Querida mía, esto es lo que va a sucedemos a todos nosotros!».

Este presagio, de haber sido hecho dieciséis años antes, en 1947, no me habría parecido tan omnisciente. En aquellos días, el gigante negro, aunque ya había comenzado a agitarse, no era considerado como un problema importante para el Norte. Tal vez por esta misma razón —aunque habría podido refrenar honestamente las intolerables críticas yanquis que a veces me salían al encuentro (incluso el bueno de Farrell se había atrevido a algunas alusiones cáusticas)—, sentía en mi corazón el peso de la verdadera vergüenza por el parentesco que me veía obligado a reconocer con aquellos verdaderos infrahumanos anglosajones que fueron los torturadores de Bobby Weed. Estos hombres montaraces de Georgia —habitantes, casualmente, de la misma costa de pinos, cercana a Brunswick, donde Artiste, mi salvador, había trabajado, sufrido y muerto— hicieron de Bobby Weed una de las últimas víctimas —y, con seguridad, una de las más memorables— de la justicia del linchamiento que el Sur había de presenciar. El crimen que se le atribuyó al muchacho, muy parecido al de Artiste, era tan clásico que presentaba las características de un grotesco cliché: había echado un guiño, o faltado al respeto, o incomodado de algún modo (sin que la clase de delito, que no llegó ni dé lejos a la violación, pudiera ponerse en claro), a Lula, la bobalicona hija de un tendero —¡otro cliché!, pero cierto: la desconsolada y conejil cara de Lula había mostrado su enfurruñamiento desde las páginas de seis periódicos metropolitanos—, quien instigó a la acción inmediata, como afrentado papá de la ultrajada, al populacho local.

Yo había leído la información de aquella ruda venganza medieval tan sólo una semana antes en el metro de la avenida Lexington, aplastado entre una mujer enormemente gorda con una bolsa de compras de S. Klein y un portorriqueño con chaqueta de ayudante de camarero cuyo olor dulzón a brillantina de gardenia flotaba hasta mi nariz mientras él miraba embobado mi Mirror, compartiendo conmigo la contemplación de las diabólicas fotografías. Hallándose Bobby Weed aún con vida, le cortaron el pene y los testículos y se los metieron en la boca (detalle que no fue divulgado), y en el umbral de la muerte, pero consciente aún de todo, le dibujaron una serpentina «L» en el pecho con una flamante antorcha (una «L» que representaba ¿qué? ¿«Linchamiento»? ¿«Lula»? ¿«Ley y orden»? ¿«Love»?). Mientras Nathan seguía disparatando, recordé haber salido del metro medio mareado para sumergirme en la brillante luz estival de la calle Ochenta y seis, entre fragancias de salchichas, Orange Julius y metal chamuscado de las rejas del sótano, avanzando casi a ciegas hasta más allá del local donde se proyectaba la película de Rossellini que yo quería ver y que había motivado mi largo viaje. Sin embargo, aquella tarde no fui al cine. Sin saber cómo, me encontré en Gracie Square, junto al paseo que bordea al río, con la mirada fija, como si estuviera en trance, en la fealdad municipal de las pequeñas islas de la vía fluvial, incapaz de borrar de mi mente la mutilada imagen de Bobby Weed aunque no cesara de murmurar algunos versículos de la Revelación que, de niño, había aprendido de memoria: «Y Dios secará las lágrimas de los ojos de todos ellos. Y ya no habrá muerte, ni llanto, ni aflicción ni ningún otro dolor…». Quizá mi reacción fue excesiva, pero aun así, Dios mío, yo no pude llorar.

Llegó de nuevo a mis oídos la voz de Nathan:

—¡Ni en los campos de concentración, fíjate bien, aquellos salvajes mandamases habrían llegado a esa bestialidad!

¿Habrían llegado a aquella bestialidad? ¿No habrían llegado a ella? Este punto no parecía ser de importancia capital, pero lo cierto era que yo estaba harto de aquella discusión, harto de un fanatismo con el que me sentía incapaz de enfrentarme, del que no sabía cómo protegerme; estaba harto de la visión de Bobby Weed y —a pesar de no sentirme cómplice, en modo alguno, de la abominación de Georgia— súbitamente harto de un pasado, de un lugar y de una herencia en los que no podía creer y cuya verdad no podía conocer a fondo. A riesgo de quedarme con la nariz rota, sentí el vano impulso de echar el resto de mi cerveza en el rostro de Nathan. Sin embargo, me contuve, tensé los hombros y dije con un helado tono de desprecio:

—Como miembro de una raza que ha sido injustamente perseguida durante siglos por haber, según se dice, crucificado a Cristo, tú…, sí, tú, ¡maldita sea! ¡Tendrías que saber lo imperdonable que es condenar a todo un pueblo por lo que sea! —Y era tal mi exasperación que me descolgué con algo tan ofensivo para los judíos (los que habían escapado a los crematorios, sólo hacía un año y pocos meses, después de indecibles sufrimientos), tan cargado de incendiaria agresividad, que me hizo lamentar mis palabras tan pronto como hubieron salido de mi boca. Pero no las retiré. Fueron éstas—: Y esto es válido para cualquier pueblo, pardiez, ¡incluso para los alemanes!

Nathan vaciló, luego se puso más rojo de lo que ya estaba, y yo creí sinceramente que había llegado finalmente la hora del gran espectáculo. Pero justo en aquel momento, Sophie salvó la desastrosa situación interponiéndose entre nosotros dos con su anticuado vestido.

—¡Basta de hablar de eso! ¡Parad ahora mismo! —exigió—. ¡Basta ya! Es un tema demasiado serio para discutirlo en domingo. —Su tono parecía ser juguetón, pero sin duda hablaba en serio—. Olvidaos de Bobby Weed. Hemos de hablar de cosas bonitas. ¡Debemos ir a Coney Island a nadar, a comer y a pasarlo estupendamente bien!

Sophie, girando airosamente, se encaró con el iracundo golem, y quedé sorprendido, y considerablemente aliviado, al ver la rapidez con que conseguía quitarse de encima su papel de mujer sumisa y afligida para enfrentarse con Nathan de una manera realmente vivaz y retozona. Lo manipuló con su alegre encanto, con su belleza y su brío:

—¿Qué sabes tú de los campos de concentración, Nathan Landau? Absolutamente nada. Deja pues ya de hablar de esos lugares. Y no le grites más a Stingo. No le grites más sobre Bobby Weed. ¡Basta! Stingo no tuvo nada que ver con Bobby Weed. Stingo es un buen chico, es dulce. Y tú también eres dulce, Nathan Landau, y vraiment, je t’adore, chéri —dijo suavemente, y luego, tirando de él por la muñeca, cantó con la voz más alegre del día—: ¡A la playa! ¡A la playa! Haremos castillos de arena.

Y la tempestad terminó, las nubes tormentosas se alejaron sin más truenos, y el más soleado buen humor inundó la coloreada habitación, en la que ahora se oía solamente el aleteo de las cortinas movidas por una súbita e impetuosa brisa procedente del parque. Mientras los tres nos dirigíamos hacia la puerta, Nathan —cuyo aspecto y vestido recordaban un poco el de un elegante tahúr salido de una vieja Feria de las vanidades— rodeó mis hombros con su largo brazo y se disculpó de un modo tan sincero y honrado que no pude por menos de perdonarle sus tétricos insultos, sus fanáticas observaciones y demás extralimitaciones.

—Amigo Stingo, soy un estúpido, ¡un estúpido! —gritó en mi oído, con voz molestamente alta—. No quiero decir que sea un zoquete; es una mala costumbre que he adquirido, esa de decir cosas a la gente sin preocuparme de sus sentimientos. Sé que no todo es malo, allá abajo, en el Sur. Mira, voy a prometerte una cosa. ¡Te prometo que no volveré a importunarte nunca más! ¿De acuerdo? ¡Sophie, tú eres testigo!

Comprimiéndome, despeinándome con unos dedos que se movían por mi cuero cabelludo como si amasaran algo pastoso, comportándose como un enorme perro grifón excesivamente cariñoso y metiendo la noble cimitarra que era su nariz en la coralina cavidad de mi oreja, pasó a mostrarme su lado cómico.

Caminamos, con la máxima alegría, hacia la estación del metro —Sophie entre nosotros dos, los brazos de ella enlazados con los nuestros—, y Nathan volvió al melifluo acento que imitaba con tanta precisión; esta vez, sin sarcasmos ni intentos de pincharme, aunque con una entonación capaz de engañar a cualquiera que hubiese nacido en Memphis o Mobile, casi me hizo ahogar de risa. Su gracia no residía tan sólo en la imitación; lo mejor de su comicidad era el producto de una sorprendente invención. Con la dicción tosca, hueca y apenas comprensible que yo había oído burbujear en las amígdalas de toda clase de rústicos de mi tierra, se lanzó a una improvisación tan locamente cómica, tan real y tan sicalíptica que, en mi hilaridad olvidé por completo que implicaba a la misma gente que él había desollado viva momentos antes con implacable furor y sin piedad ni humor de ninguna clase. Estoy seguro de que Sophie no captó muchos de los matices de su interpretación, pero contagiada por el jocoso ambiente que Nathan y yo habíamos creado, se unió a mí en la fácil tarea de llenar la avenida Flatbush de ruidosas carcajadas. Y comencé a darme cuenta, aunque oscuramente, de que todo esto purificaba dichosamente las indignas y amenazadoras emociones que se habían agitado como una calamitosa tempestad en la habitación de Sophie.

A lo largo de una manzana y media de casas de una calle urbana, en la que dominaba la tranquilidad dominguera a pesar de la afluencia de paseantes, improvisó un argumento teatral de ambiente apalache en que un incestuoso y viejo granjero se dedicaba a retozar con una hija que Nathan había bautizado con el nombre de Ojo Sonrosado.

—¿Nunca un conejito llegó a chuparte el pito? —dijo Nathan con voz rústica y demasiado alta, dejando pasmadas a un par de matronas de la Hadassah[5] que miraban escaparates y se cruzaron con nosotros, con expresión escandalizada, en el momento en que Nathan, prosiguiendo su mojiganga, imitaba al granjero en el acto de copular con su mujer y hacía decir a ésta quejumbrosamente—: ¡Ya has vuelto a dejar embarazada a mi preciosa niña!

Su voz de falsete era un femenino y exagerado facsímil de la de una esposa-víctima débil de mollera y olvidada de Dios en casi todo, además de marchitada por su historia conyugal y atontada por sus retrógrados genes.

Tan imposible de reproducir como la exacta calidad de un fragmento musical, la traviesa y desvergonzada representación de Nathan —y su poder, que apenas puedo sugerir— tenía sus orígenes en cierta desesperación trascendente, aunque yo sólo comenzaba a darme cuenta de ello. Lo que sí había advertido, mientras me desternillaba de risa, era que en ello había algo de genial (cosa que no podría confirmar hasta veinte años más tarde ante las inflamadas actuaciones de Lenny Bruce).

Por ser ya más de las doce del mediodía, Nathan, Sophie y yo decidimos retrasar nuestro marítimo banquete de gourmet hasta el anochecer. Para llenar el vacío, compramos unos largos y hermosos emparedados de salchichas alemanas con sauerkraut y unas coca-colas (todo ello permitido por la religión judía para aquel día) en un pequeño quiosco, y nos llevamos nuestro refrigerio al metro. Ya en uno de los vagones, lleno de neoyorquinos hambrientos de playa con sus chillonas y berreantes criaturas, nos las arreglamos para encontrar un asiento donde sentarnos uno al lado del otro y consumir nuestro sencillo pero agradable condumio. Sophie se entregó totalmente a su emparedado mientras Nathan, vuelto de su arranque, intentaba conocerme mejor a pesar del bullicio que nos rodeaba. Ahora estaba encantador y preguntón, aunque sin exagerar, por lo que yo contestaba despreocupadamente sus preguntas. ¿Qué me había traído a Brooklyn? ¿A qué me dedicaba? ¿De qué vivía? Mi confesión de que era escritor pareció impresionarle y despertar su interés, y, en cuanto a mis medios de sustento, estuve a punto de volver a mi más sedosa jerigonza de hacendado sureño y decirle algo como: «Pues, verás…, había un negro, un esclavo de mi propiedad, que fue vendido…», pero pensé que esto acaso le hiciera pensar que quería tomarle el pelo e inducirle a reanudar su agotador monólogo, por lo que me limité a sonreír ligeramente y a refugiarme en un enigma. Mi respuesta fue:

—Tengo una fuente de ingresos privada.

—¿Eres escritor? —dijo por segunda vez, con gran interés y evidente entusiasmo.

Hizo oscilar la cabeza hacia atrás y adelante como mínima expresión de lo maravillado que estaba, se inclinó sobre las rodillas de Sophie y me agarró el brazo por el codo. No me sentí acoquinado ni me dejé llevar por emoción alguna cuando sus ojos, ahora ponderativos, se clavaron en los míos y me gritó:

—¿Sabes una cosa? ¡Creo que vamos a ser grandes amigos!

—Sí, todos vamos a ser grandes amigos —repitió de pronto Sophie como un eco. Una encantadora fosforescencia envolvió su cara cuando el metro se sumergió en la luz del sol dejando atrás el claustrofóbico túnel y adentrándose en las extensas marismas del sur de Brooklyn. Su mejilla estaba muy cerca de la mía, enrojecida de súbita satisfacción, y cuando volvió a enlazar sus brazos con el mío y el de Nathan, me sentí con suficiente confianza para quitarle, cogiéndolo delicadamente entre mi pulgar y mi índice, un hilillo de sauerkraut que colgaba de la comisura de su labio—. ¡Sí, vamos a ser los mejores amigos del mundo! —gritó por encima del vocerío que llenaba el vagón, y dio a mi brazo un fuerte apretón que nada tenía que ver con el flirteo, claro, pero que significaba algo más que… bueno, indiferencia.

Definámoslo como un apretón tranquilizador de una mujer que, segura de su amor por otro hombre, deseaba conceder a un compañero recién encontrado los privilegios de su confianza y su afecto.

Pensé que contraía un endiablado compromiso, sobre todo considerando la feroz iniquidad de Nathan respecto a la custodia de tan exquisita presa, pero concluí que más valía tener aquella sabrosa migaja que desear el pan entero y quedarse sin nada. Devolví el apretón a Sophie con la torpe presión de un amor no correspondido y mientras lo hacía advertí que empezaban a dolerme las pelotas; así era de libidinoso. Antes de esto, Nathan había dicho que en Coney Island me presentaría a una muchacha que estaba «como para comérsela»; era una conocida suya y se llamaba Leslie. Representaba un consuelo con el que probablemente podía contar, suponiendo que sin salirme de mi papel de eterno violador en potencia, escondiendo decorosamente con lánguida mano el bulto de mi regazo. Pese a esta frustración intenté convencerme, con éxito parcial, de que era feliz; en realidad era más dichoso de lo que había sido desde tiempos inmemoriales. Estaba, pues, dispuesto a esperar las horas propicias, a confiar en lo que de bueno pudiera depararme el futuro, domingos como éste, por ejemplo (entrelazados con otros días prometedores que pudiese traerme el impetuoso verano). Me amodorré un poco. Me encontraba en un estado de suave ardor provocado por la proximidad de Sophie, por su brazo desnudo y húmedo contra el mío, y por la fragancia que despedía: un perturbador perfume vagamente vegetal que recordaba el tomillo. Sin duda, alguna oscura hierba polaca. Flotando en una verdadera ola de deseo, caí en un ensueño que se llenó de revoloteantes y vivas impresiones retrospectivas sobre mi desgraciado fisgoneo del día anterior. Sophie y Nathan, extendidos sobre el cubrecama de color albaricoque, dominaban la escena. No podía sacarme aquella imagen de la cabeza. ¡Ni sus palabras, sus furiosas palabras de amor, que no cesaban de Moverme encima!

Por fin, el erótico resplandor que bañaba mi ensueño palideció y se desvaneció, y otras palabras sonaron en mis oídos, lo que me hizo incorporar con un respingo. Sí, en algún instante de aquel pandemónium de frenéticas insinuaciones y ensordecedoras exigencias, en medio de los gritos y de los apagados murmullos, de las lujuriosas exhortaciones, ¿había oído yo realmente pronunciar a Nathan las palabras que ahora evocaba con un escalofrío? No, fue más tarde —iba recordándolo mejor—, en un momento de lo que entonces parecía su interminable conflicto; la voz de él me llegó retumbante a través del techo, con la ponderosa y mesurada cadencia de unos pasos dados por unas macizas botas, elevándose para decir, en un tono que podría haber hecho pensar en la parodia de un ataque de angustia existencial si no lo hubiesen acompañado los ecos de un terror auténtico y total: «¿No… lo… ves… Sophie? ¡Nos… estamos… muriendo! ¡Muriendo!».

Me estremecí violentamente, como si alguien hubiese abierto detrás de mí una puerta en pleno invierno ártico. La viscosa sensación que me acometió, en la que el día se oscurecía velozmente junto con mi alegría, no podía compararse en importancia a una premonición, pero me sentí de súbito lo suficientemente confuso y preocupado como para ansiar escapar desesperadamente de donde me encontraba, para querer salir corriendo de aquel vagón. Si, obedeciendo a mi ansiedad, así lo hubiera hecho, abandonando el tren en la próxima estación, y luego hubiese vuelto corriendo a la casa de Yetta Zimmerman para recoger mis cosas y huir lejos de allí, ésta sería otra historia, o probablemente no habría historia que contar. Pero me dejé llevar hacia Coney Island, asegurándome de que así contribuía a realizar el deseo de Sophie respecto a nosotros tres: que nos convirtiéramos en «los mejores amigos del mundo».