2

Después de mi solitario banquete de aquel anochecer en el restaurante Longchamps de la baja Quinta Avenida, conté mi dinero y calculé que, en aquel momento, mi fortuna era de algo menos de cincuenta dólares. Aunque, como he dicho, el trance en que me hallaba no me causaba verdadero temor, no podía por menos de sentirme un poco inseguro, sobre todo considerando las perspectivas de poder conseguir otro empleo, que eran casi nulas. Sin embargo, no hubiera debido preocuparme en absoluto, pues al cabo de dos días iba a salirme una ganga que me rescataría de aquella situación, al menos por lo que se refería al futuro inmediato. Fue un extraño y fenomenal golpe de suerte que, como otro increíble caso de buena fortuna en un momento posterior de mi vida, tuvo su origen en la institución de la esclavitud negra norteamericana. Aunque este regalo del destino se relaciona sólo indirectamente con la nueva vida que iniciaría en Brooklyn, su historia es tan poco corriente que merece ser contada.

Tiene que ver principalmente con mi abuela paterna, quien, cuando comenzó a hablarme de sus esclavos, no era más que una arrugada muñeca de casi noventa años: todo lo que quedaba de la distinguida dama que había sido. A menudo me ha costado creer que yo hubiera estado vinculado tan íntimamente con el Viejo Sur, que hubiera habido alguna generación de mis antepasados con negros bajo su autoridad, pero la hubo: nacida en 1848, mi propia abuela era dueña, a la edad de trece años, de dos doncellas negras apenas un poco más jóvenes que ella, a las que consideró como una de sus pertenencias más queridas durante todos los años de la guerra civil, pese a Abraham Lincoln y la proclama de emancipación. He dicho «queridas» sin ironía porque estoy seguro de que les tuvo mucho cariño, pues, cuando evocaba a Drusila y Lucinda (que éstos eran sus incomparables nombres) y me hablaba de ellas, su voz de anciana temblaba de emoción y no se cansaba de decirme cuánto quería a las muchachitas y cómo, en los helados inviernos de la guerra, tuvo que remover cielo y tierra para encontrar hilo de lana con que hacerles medias. Esto sucedió en Beaufort County, Carolina del Norte, donde ella había pasado toda su vida y donde yo la recuerdo. Durante los años treinta, cada Pascua y cada Día de Acción de Gracias, mi padre y yo dejábamos nuestra casa de Virginia para ir a verla, y durante todo el viaje conducíamos nuestro coche entre llanos y tierras pantanosas, entre campos, todos iguales, de cacahuetes, tabaco y algodón, y entre míseras y decrépitas cabañas de negros, también todas iguales. Al llegar a la soñolienta pequeña ciudad de Pamlico River, saludábamos a mi abuela con suaves palabras y una ternura excepcional, porque muchos años antes había quedado casi totalmente paralizada de un ataque repentino. Fue, pues, al lado de su cama donde oí hablar por primera vez de Drusila y Lucinda, y de fiestas campestres, de cacerías de pavos, de reuniones de amigas para coser, de excursiones en bote por el río Pamlico y de otros placeres ante bellum, cosas que ella me contaba con su voz dulce, vieja y chillona, pero persistente a pesar de todo, hasta que su potencia se apagaba y la buena señora se dormía.

Con todo, es importante señalar que mi abuela nunca nos habló, ni a mi padre ni a mí, de otro pequeño esclavo, un chico con el gentil nombre de Artiste, que, como Drusila y Lucinda, le había sido «regalado» por su padre, quien sin embargo poco después lo vendió. Como no tardaré en demostrar mediante dos cartas relacionadas entre sí, la razón de que ella nunca mencionara al muchacho tuvo sin duda que ver con la extraordinaria historia de su suerte postrera. En todo caso, es interesante hacer constar que el padre de mi abuela, después de realizar la venta, convirtió su producto en dólares de oro federales divididos en piezas de diferentes valores, seguramente previendo ya la desastrosa guerra que se avecinaba, y puso las monedas en una jarra de barro cocido que enterró debajo de una azalea en el fondo del jardín. Lo hizo, naturalmente, para evitar su posible descubrimiento por los yanquis, los cuales efectivamente llegaron en los últimos meses de la guerra, con sus centelleantes sables y su retumbar de cascos de caballo, para revolver el interior de la casa ante los aterrados e infantiles ojos de mi abuela en busca de un oro que no lograron encontrar. Puedo recordar, dicho sea de paso, la descripción que me hizo mi abuela de las tropas de la Unión: «Unos hombres guapos y arrojados, en verdad. Yo creo que sólo cumplieron con su deber al destrozarnos la casa pero, eso sí, no tenían cultura ni buenos modales. Estoy segura de que eran de Ohio. Hasta se llevaron los jamones, echándolos por la ventana». Al regresar mi bisabuelo de la terrible guerra con un ojo menos y una rótula hecha astillas —heridas, ambas, recibidas en Chancellorsville—, desenterró el oro y, cuando la casa fue de nuevo habitable, lo guardó en un ingenioso escondrijo de la bodega.

El tesoro habría podido permanecer allí hasta el día del juicio final, pues, a diferencia de los misteriosos y sensacionales hallazgos que a veces uno lee en los periódicos —paquetes de billetes de banco, montones de doblones españoles y otras riquezas por el estilo desenterradas por las palas de los trabajadores—, aquel oro parecía destinado a quedar escondido para siempre. Cuando mi bisabuelo murió a consecuencia de un accidente de caza hacia fines de siglo, las monedas no fueron mencionadas en su última voluntad (presumiblemente, por la loable razón de que había cedido el dinero a su hija). Cuando ésta, a su vez, murió cuarenta años más tarde, se refirió al oro en su testamento, especificando que se dividiera entre sus muchos nietos; pero por la debilidad mental propia de su avanzada edad se olvidó de indicar dónde se hallaba escondido el tesoro, confundiendo en cierto modo el escondrijo de la bodega con su caja de seguridad en el banco local, con el resultado de que este peculiar legado no rindió absolutamente nada. Y, durante siete años más, todo el mundo siguió ignorando su paradero. Pero mi padre, último hijo superviviente de los seis que había tenido mi abuela, fue al fin quien rescató el tesoro de su mohoso y olvidado escondrijo sólo conocido por las termitas, las arañas y los ratones. Durante su larga vida, mi padre siempre se preocupó por el pasado, por su linaje y el de su familia, y siempre fue un hombre respetuoso pero inquieto, un hombre capaz de sentirse tan dichosamente satisfecho escudriñando la correspondencia y las cosas y hechos importantes de un lejano y oscuro primo fallecido mucho tiempo atrás como lo estaría un estudioso especializado en temas Victorianos que diera con un cajón lleno de cartas obscenas de Robert y Elisabeth Browning desconocidas hasta hoy. Podemos, pues, imaginamos cuál sería su alegría cuando, al examinar unos descoloridos paquetes de cartas de su madre, descubrió que una de ellas, escrita por mi bisabuelo, explicaba no sólo la exacta situación del escondrijo de la bodega, sino también los detalles de la venta del joven esclavo Artiste. Y así es como ahora dos cartas se entrelazan. La que transcribo a continuación, que me escribió mi padre desde Virginia y que recibí cuando estaba haciendo la maleta para dejar el University Residence Club, dice mucho sobre varias de nuestras generaciones del Sur y, además, no poco sobre los grandes acontecimientos que se cernían en el horizonte moderno.

4 de junio de 1947

Mi queridísimo hijo:

Acabo de recibir tu carta del 26 de mayo pasado por la que me das cuenta de la cesación de tu empleo. Siento lo que te ha sucedido porque te pone en apuros económicos y yo no me hallo en condiciones de poderte ayudar mucho, agobiado como estoy todavía por los interminables problemas y deudas de tus dos tías de Carolina del Norte, que me temo padecen de senilidad prematura, y de una manera patética. Sin embargo, espero hallarme mejor situado pecuniariamente dentro de algunos meses, lo que me permitirá —al menos así lo espero— contribuir, aunque de manera modesta, a la realización de tus ambiciones de convertirte en escritor. Por otra parte, creo que no te será difícil prescindir de tu empleo en McGraw-Hill, firma que, según me has ido contando, no se distinguía precisamente por su liberalidad, además de no ser otra cosa que el portavoz y la fuente de propaganda al servicio de los desaprensivos potentados comerciales que han estado robando al pueblo norteamericano durante cien años o más. Desde que tu bisabuelo volvió tuerto y mutilado de la guerra civil, y junto con mi padre intentaron poner en marcha una modesta industria elaboradora de rapé y tabaco de mascar en Beaufort County sólo para ver sus sueños destruidos cuando fueron obligados a abandonar su negocio por aquellos piráticos diablos que eran Washington Duke y su hijo, «Buck» Duke… desde entonces, digo, desde que tuve conocimiento de aquella tragedia, he sentido un constante odio por el execrable capitalismo monopolista que atropella al hombre sencillo. (Considero una ironía el hecho de que te educaran en una institución fundada en el mal ganado lucro de los Duke, aunque, claro, la culpa no es tuya.)

Sin duda recordarás a Frank Hobbs, con quien el destino me ha impelido a trabajar en el astillero durante tantos años. Es un hombre bueno y formal en muchos aspectos, nacido en una parcela cacahuetera, allá en Southampton County pero, como podrás recordar, una persona de creencias reaccionarias tan puras que a menudo parece incluso un fanático retrógrado al lado de esta gente de Virginia y de su manera de ser y pensar. Por esto no acostumbramos a hablar de ideologías o de política. Después de la reciente revelación de los horrores de la Alemania nazi, sigue siendo un antisemita e insiste en que son los financieros judíos internacionales quienes monopolizan la riqueza, ahogando a los demás con su fuerza económica; cosa que me haría morir de risa si no se tratara de un punto de vista tan pedestre. Admito, con Hobbs, que Rothschild y Warburg son, sin duda alguna, nombres hebreos, pero intento explicarme que la codicia no es una tara racial sino un defecto humano muy generalizado, y entonces le pongo como ejemplo nombres como Carnegie, Rockefeller, Frick, Mellon, Harriman, Huntington, Whitney, Duke, sólo para mencionar unos cuantos. Esto apenas si le hace mella a Hobbs, a quien siempre le es más fácil dirigir su bilis contra un blanco más fácil y omnipresente, sobre todo en esta parte de Virginia, por ejemplo; y no hablemos de la abundancia de negros que hay por aquí. Por eso hablamos poco de estas cosas; son demasiados mis cincuenta y nueve años para enredarme en una lucha a puñetazo limpio. Hijo mío, la cuestión no puede estar más clara. Si el negro es como es, si es «inferior», como suele decirse de él y signifique lo que signifique esta palabra, sólo se debe a que nosotros, la raza superior, lo hemos menoscabado tanto y lo hemos privado de tantas cosas, que el único rostro que pueden presentar al mundo es el de una rastrera inferioridad. Pero no es posible que el negro permanezca para siempre en esta inferioridad. Ignoro si el negro comenzará a recuperar plenamente sus derechos como para que yo pueda verlo todavía; no soy tan optimista, pero estoy seguro de que tú no morirás sin haberlo visto, y cree que daría todo lo que tengo para seguir con vida cuando llegue el día, que indudablemente llegará, en que Harry Bird vea a los hombres y a las mujeres de color sentados, no en la parte trasera del autobús, sino en cualquier asiento y viajando gratis, libres e iguales a los demás, por las calles de toda Virginia. Esto me haría acreedor al epíteto de «amigo de los negros», lo que, me consta, ya me llaman muchos a mis espaldas, incluido Frank Hobbs.

Y esto nos conduce, dando un rodeo, al punto principal de esta carta. Supongo que recordarás, Stingo, que cuando hace varios años tuvimos conocimiento de la última voluntad de tu abuela, todos quedamos chasqueados ante su alusión a una suma de monedas de oro que ella legaba a sus nietos y que nunca pudimos encontrar. Pero el misterio acaba de quedar aclarado. Como sabes, soy el historiador de la confraternidad local de los Hijos de la Confederación, y, hallándome dedicado a la tarea de escribir un largo ensayo sobre tu bisabuelo, examiné con detalle su voluminosa correspondencia con su familia, que incluye muchas cartas dirigidas a tu abuela. En una carta escrita en 1886 y fechada en Norfolk (en uno de sus viajes de negocios para su industria tabaquera, poco antes de que el malvado «Buclo Duke lo arruinara), revelaba la exacta localización del oro, que no se hallaba en una caja de seguridad del banco (era evidente que tu abuela andaba completamente confusa al respecto en los últimos días de su vida), sino en un pequeño nicho tapiado con ladrillos en el sótano de la casa de Carolina del Norte. Dentro de poco te enviaré una fotocopia de dicha carta, pues, conociendo tu curiosidad por todo lo referente a la esclavitud, he pensado que, si alguna vez escribieras algo sobre tal institución, podrías encontrar en esta epístola algunos datos de sumo interés. Resulta que el dinero fue el producto de la venta de un negro de dieciséis años llamado Artiste, hermano mayor de las dos doncellas de tu abuela, Lucinda y Drusila. Las tres criaturas eran huérfanas cuando tu bisabuelo las compró a su vez en una subasta pública de Petersburg, Virginia, hacia 1850. Los tres negritos fueron traspasados a nombre de tu abuela, mediante la oportuna escritura. Las dos muchachas trabajaban y vivían en la casa, lo mismo que Artiste, el cual, sin embargo, era alquilado por distintas familias de la ciudad que lo empleaban en distintos trabajos.

Entonces sucedió algo desagradable, de lo que tu bisabuelo habla con mucho cuidado en su carta a mi madre. Al parecer, Artiste, que se hallaba en los primeros ardores sexuales de la adolescencia, cometió lo que tu bisabuelo llama en su carta un «inadecuado atrevimiento» con una de las jóvenes beldades blancas de la ciudad. Esto, como era de esperar, causó un estremecimiento de amenazas y violencia que recorrió toda la comunidad, ante lo cual tu bisabuelo tomó la determinación que cualquiera en aquellos tiempos habría puesto en práctica. Sin pérdida de tiempo, se llevó a Artiste fuera de la ciudad, a New Bern, donde había un traficante de negros jóvenes destinados a trabajar en la extracción de trementina en los bosques de los alrededores de Brunswick, Georgia. Vendió a Artiste a dicho traficante por 800 dólares. Éste es el dinero que fue a parar al sótano de la vieja casa.

Pero la historia no termina aquí, hijo mío. Lo más conmovedor de la carta de tu bisabuelo es su relato de las aciagas consecuencias de este episodio, así como de los daños y remordimientos que tan a menudo se siguen, como he podido observar, de las historias sobre la esclavitud. Quizás hayas adivinado el resto. Resulta que Artiste no cometió tal «atrevimiento» con la muchacha blanca. La chica era una histérica que pronto acusó a otro negro del mismo delito y, al probarse que esta historia era falsa, la farsante perdió la serenidad y confesó que su acusación contra Artiste también había sido inventada. Podrás imaginarte la angustia de tu bisabuelo. En la carta de que te hablo, describe las pruebas de su culpa. No sólo cometió una de las acciones más imperdonables en un dueño de esclavos —disolver una familia—, sino que vendió a un inocente muchacho de dieciséis años al agotador infierno de los bosques de Georgia. Cuenta las indagaciones que hizo en Brunswick por correo y mediante mandaderos particulares, así como las ofertas que hizo para recuperar el muchacho a cualquier precio pero, por ser las comunicaciones de aquellos tiempos mucho más lentas y mucho menos seguras que las de ahora, y en la mayoría de casos inexistentes, Artiste jamás fue recuperado.

Descubrí los 800 dólares en el sitio exacto que él describió tan detalladamente a tu abuela. De muchacho, había apilado leña y amontonado manzanas a no más de quince centímetros del escondrijo. Las monedas, como puedes imaginarte, habían aumentado enormemente de valor con los años. Algunas de ellas se habían vuelto muy raras. Tuve ocasión de llevármelas a Richmond para que las examinara un tasador de monedas, un numismático, creo que lo llaman, y me ofreció algo más de 5.500 dólares, dinero que yo acepté puesto que este importe supone una ganancia del setecientos por ciento sobre el precio a que fue vendido el pobre Artiste. Esto representaría, en sí, una considerable suma de dinero pero, como sabes, las condiciones que tu abuela estipulaba en el testamento eran las de que el importe de ese oro debía repartirse por partes iguales entre todos sus nietos. Por lo tanto, las cosas podrían haberte ido mejor de lo que te han ido. A diferencia de mí mismo, que en esta era de superpoblación tuve la prudencia de engendrar un solo hijo, tus tías —mis hermanas, increíblemente dadas a la procreación— trajeron al mundo un total de once retoños, todos sanísimos y hambrientos, los pobres. Así que la parte que te corresponde del producto de la venta de Artiste equivaldrá a poco menos de 500 dólares. Te los enviaré por cheque certificado esta misma semana, según espero, o, a más tardar, tan pronto como quede ultimada esta operación…

Un abrazo de tu padre

Años más tarde pensé que si hubiera pagado mi diezmo, entregando a la NAACP (Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color) una buena parte de lo que me tocó por la venta de Artiste en vez de guardarme el dinero, habría podido quedar absuelto de mi culpa, además de poder ofrecer pruebas de que pese a mi juventud me preocupaba por la situación de los negros hasta el punto de hacer un sacrificio. Pero al fin y al cabo, más bien me alegro de habérmelo embolsado por entero. Digo esto porque, al hacerse cada vez más disparatadas e insistentes las acusaciones de los negros a lo largo de los muchos años que me separan de aquel hecho, yo, como escritor —un escritor mentiroso, sin embargo—, había hecho redundar en mi provecho y ventaja las miserias de la esclavitud. Sucumbí a una especie de resignación masoquista; al pensar en Artiste, me decía a mí mismo: «¡Qué diablos!, el que fue un explotador racista será siempre un explotador racista. Además, en 1947, me hacían tanta falta 485 dólares como al más necesitado de los blancos, o como a un negro, como decíamos en aquellos tiempos».

Permanecí en el University Residence Club hasta que recibí el cheque de mi padre. Administrándolo bien, el dinero me duraría todo el verano. Pero ¿dónde viviría? El University Residence Club ya no me ofrecía esta posibilidad, ni física ni espiritual. Aquel lugar me había reducido a tal estado de absoluta impotencia que me encontré con que no podía siquiera entregarme a mis ocasionales diversiones autoeróticas, por lo que me vi limitado a la realización de ciertos trabajitos furtivos de bolsillo durante mis paseos de medianoche por Washington Square. Mi aislamiento era tan intensamente penoso que mi sensación de soledad rozaba lo patológico. Me daba perfecta cuenta de ello y pensaba que aún me sentiría más perdido si abandonaba Manhattan, donde al menos había algunas características del barrio y de las calles en que me había movido que me eran familiares y me servían de puntos de referencia que me ayudaban a sentirme en casa. Pero no podía permitirme los precios de Manhattan ni el alquiler del necesario aposento —hasta una simple habitación estaba por encima de mis medios—, lo que me obligó a buscar dónde albergarme leyendo los anuncios por palabras del periódico que ofrecían alojamiento en Brooklyn. Y así fue como, un hermoso día de junio, salí de la estación del tren conocido por BMT (Brooklyn-Manhattan Transit) con mi saco de marinero y mi maleta, respiré profundamente varias veces, llenándome los pulmones del intoxicante y fragante aire de Flatbush que tan bien olía con sus efluvios de escabeche, y caminé a lo largo de varias manzanas de casas bordeadas de verdeantes sicomoros hasta llegar al edificio de la señora Yetta Zimmerman, donde alquilaban cuartos para huéspedes.

La casa de la señora Zimmerman era tal vez, por su monocromía, el edificio más ingenuo de Brooklyn, si no de Nueva York. Era una casa de estuco y madera repartida de modo irregular, de un estilo indefinido perteneciente, me imaginé, a algún tiempo anterior o inmediatamente posterior a la Primera Guerra Mundial. Si no hubiese sido por su llamativo —y abrumador— color rosa, habría podido pasar inadvertida entre la vulgar homogeneidad de otras grandes viviendas de estilo inconcreto que rodeaban el Prospect Park. Desde las buhardillas y cúpulas del segundo piso, hasta la parte superior de las ventanas de la planta baja, la casa era de un implacable color rosa. Cuando la vi por primera vez, me recordó al instante la fachada de uno de aquellos castillos que aparecían en último plano en la versión cinematográfica de la Metro-Goldwyn-Mayer de El mago de Oz. El interior también era de color rosa. Los suelos, las paredes, los techos e incluso la mayoría de los muebles de cada pasillo y de cada habitación también eran rosados, aunque variaban ligeramente de tono —debido a un pintado irregular—, desde un rosé de salmón fresco hasta un matiz más agresivo parecido al color acoralado de la goma de mascar hinchable; pero el rosa reinaba en todas partes, sin admitir la rivalidad de ningún otro color, de modo que, tras contemplar durante unos minutos mi posible habitación bajo la orgullosa mirada de la señora Zimmerman, primero me sentí divertido —era un aposento digno de Cupido que recordaba los femeninos gabinetes de las damas de otros tiempos, dentro del cual uno apenas podía contener la risa—, y después horrorosamente atrapado, como si me hallara en una tienda de golosinas de la cadena Barricini o en la sección infantil de los grandes almacenes Gimbels.

—Ya sé en qué está pensando —dijo la señora Zimmerman—: en el color rosa. Todos lo hacen. Pero es algo que fascina, que lo atrae a uno… Quiero decir que es un color bonito, realmente bonito. La mayoría de los inquilinos, en poco tiempo, prefieren el rosa a cualquier otro color.

Sin que yo le preguntara nada, añadió que a Sol, su marido —su último marido—, le había caído una ganga fantástica en forma de cientos de kilos de un excedente de pintura de la Armada…

—…de la que usaban para eso…, ¿sabe?

—¿Camuflaje? —dije al azar, a lo que ella respondió:

—Sí, eso es. No creo que la pintura rosa sirviera de gran cosa en esos barcos.

Añadió que Sol había pintado la casa él mismo. Yetta era rechoncha y expansiva, tendría unos sesenta años, y había en sus alegres facciones unos rasgos ligeramente mongólicos que le daban el aspecto de un Buda lleno de jovialidad.

Quedé convencido casi al instante. En primer lugar, el alojamiento era barato. Y después, rosa o no, la habitación de la planta baja que Yetta me enseñó era agradablemente espaciosa, aireada, soleada y limpia como una mancebía holandesa. Además, poseía el lujo de una cocinita y de un pequeño cuarto de baño privado en el que el retrete y la bañera destacaban, casi de modo discordante, sobre un fondo dominante de color menta. El uso privado que podía hacerse de todo aquello bastó para seducirme, pero había también un bidé, lo que daba al lugar un toque escabroso que, de forma irracional y electrizante, suscitó en mí nuevas posibilidades. También me encantó el resumen descriptivo que la señora Zimmerman me hizo de su establecimiento mientras me enseñaba la casa.

—Yo llamo a este lugar el Palacio de la Libertad de Yetta —decía a cada momento dándome un ligero codazo—. Nada me gusta tanto como ver disfrutar de la vida a mis inquilinos. Suelen ser gente joven, mis inquilinos, y me gusta ver cómo disfrutan de la vida. No es que no tenga mis normas, claro… —Levantó un rechoncho índice y se puso a enumerarlas en tono de sermón—. Regla número uno: apagar la radio después de las once de la noche. Regla número dos: cerrar todas las luces al salir de la habitación, pues no tengo por qué pagar más de la cuenta a la compañía eléctrica. Regla número tres: está terminantemente prohibido fumar en la cama; a quien encuentre fumando en la cama… a la calle. Mi último marido, Sol, tenía un primo que murió abrasado de esa manera, además de arderle toda la casa. Regla número cuatro: se pagará el correspondiente alquiler cada semana, precisamente el viernes. ¡Y fin de las reglas! Todo lo demás tiene cabida en el Palacio de la Libertad de Yetta. Quiero decir que esta casa es un lugar para adultos. Entendámonos, esto no es un burdel, pero si quiere usted llevar una chica a su habitación de vez en cuando, llévela. Si se comporta usted como un caballero y no arma barullo, y siempre y cuando la saque de aquí a una hora razonable, Yetta no reñirá con usted por haber estado con una chica en su cuarto. Y lo mismo en lo que respecta a las señoritas que se alojan en mi casa, si su gusto es el de pasar un rato con un chico alguna que otra vez. Lo que es bueno para los patos es también bueno para las ocas, ¿no le parece?, y sepa que si hay algo que detesto es la hipocresía.

Esta extraordinaria manifestación de tolerancia —que yo sólo pude imaginar derivada de una singular apreciación de la volupté del Viejo Mundo— puso el sello final a mi decisión de trasladarme a la casa de Yetta Zimmerman, a pesar del problemático uso de la clase de libertad que se me había dado. «¿Dónde podría encontrar a la chica apropiada?», me pregunté. Me enfurecí de pronto contra mí mismo por mi falta de osadía, pero concluí que la licencia que me había concedido Yetta (pronto llegamos al nivel de llamarnos por nuestros nombres de pila) llevaba implícita la probabilidad de que este importante problema se solucionara por sí mismo. Aquellas paredes asalmonadas parecieron adquirir cierto brillo licencioso, lo que me hizo vibrar interiormente de placer. Y algunos días después pasaba a residir en aquel lugar, prometiéndome un verano de plena satisfacción carnal y de maduración filosófica en el que se cumpliría, además, la realización de la tarea creativa que desde hacía tanto tiempo me había propuesto llevar a cabo.

Mi primera mañana en el Palacio de la Libertad de Yetta, un sábado, me levanté tarde y caminé hasta una papelería de la avenida Flatbush, donde compré dos docenas de lápices Venus Velvet número 2, diez cuadernos de papel rayado amarillo y una maquinilla afiladora de lápices Boston que, con el permiso de Yetta, atornillé en el marco de la puerta de mi cuarto de baño. Entonces me senté en un rosado sillón de mimbre de respaldo recto ante un escritorio de roble, también pintado de color rosa, cuya madera de fibra gruesa y fuerte construcción me recordaba las mesas que usaban las maestras de enseñanza primaria de mi niñez, y, con un lápiz entre el pulgar y el índice, me encaré con la primera hoja de papel amarillo del cuaderno, cuya aridez ofendió mis ojos. ¡Qué debilitante e insultante resulta una página en blanco! Sin pizca de inspiración, me encontré con que nada manaba de mi imaginación y, aunque estuve allí sentado por espacio de media hora —y mi mente consiguiera a lo sumo tejer una maraña de ideas incompletas y nebulosos conceptos—, al ver mi estancamiento me negué a dejarme llevar por el pánico; al fin y al cabo, razoné, apenas si acababa de instalarme en un lugar cuyos extraños alrededores desconocía por completo. El mes de febrero anterior, durante mis primeros días en el University Residence Club, antes de comenzar a trabajar en McGraw-Hill, escribí una docena de hojas de lo que debía ser el prólogo de mi primera novela: la descripción de un viaje en tren hasta la pequeña ciudad de Virginia donde se desarrollaría la acción del libro. Aunque influido por el tono de los pasajes iniciales de Todos los hombres del rey, a pesar de emplear un ritmo semejante e incluso la misma segunda persona del singular para lograr el efecto, perseguido por el autor, de agarrar al lector por las solapas, y consciente de que mis párrafos eran como mínimo una imitación, sabía que una buena parte de ellos tenían fuerza y frescura propias. Me sentía orgulloso de ello, era un buen comienzo; por esto los saqué ahora de su carpeta de papel manila y los releí, quizá, por nonagésima vez. Seguían gustándome y no veía la necesidad de cambiar siquiera una línea.

«¡Apártate, Warren, que aquí llega Stingo!», pensé. Volví a guardar las hojas de papel en la carpeta.

La hoja amarilla seguía impoluta. Me sentía nervioso, un poco lascivo, y para mantener el telón echado sobre el espectáculo de apariciones lujuriosas siempre prestas a resurgir en mi cerebro —que eran inofensivas, pero me distraían de mi trabajo—, me levanté y me puse a andar de un lado a otro de la habitación, que el sol bañaba de una excitante luz cárdena. Oí voces y pasos en la habitación de arriba —me había dado cuenta de que las paredes de aquella casa eran tan delgadas como el papel, y los techos poco menos—, lo que me hizo mirar al rosáceo techo. Comenzaba a detestar el omnipresente color rosa, y dudé seriamente de que llegase a gustarme, como había dicho Yetta. Por problemas de volumen y peso, sólo había traído conmigo los libros que consideré esenciales; su escaso número incluía el American College Dictionary, el Roget’s Thesaurus, mi colección del Drama griego completo de John Donne, Oates y O’Neill, el Manual Merck de diagnosis y terapia (esencial para mi hipocondría), el Libro de Oxford del verso inglés y la Sagrada Biblia. Sabía que, poco a poco, iría formando mi biblioteca por temas. Entretanto echaba mano de lo que tenía, y, con el fin de estimular mi inspiración, me senté e intenté, leer a Marlowe, pero por alguna razón aquella airosa música no consiguió animarme como solía hacerlo.

Dejé el libro y me dirigí hacia el cuarto de baño, donde comencé a hacer inventario de las cosas que había puesto en el pequeño armario-botiquín. (Años después, quedaría fascinado al descubrir a un personaje de J. D. Salinger realizando la misma ceremonia, pero yo pido la prioridad.) Eso era para mí un ritual, profundamente enraizado en el terreno de inexplicables neurosis y urgencias materialistas por las que he pasado muchas veces, cuando la visión y la invención se me debilitan hasta llegar a una inercia total que me hace sentir el leer y el escribir como una fatigosa carga para el espíritu. Es una misteriosa necesidad de restablecer la relación táctil con las cosas corrientes. Uno a uno, con las puntas de los dedos, examiné los objetos que había dejado allí la noche anterior (en un pequeño armario de pared que, como todo, había sido presa de la demente y rosácea brocha de Sol Zimmerman): un bote de crema de afeitar Barbasol, un tubo de Alka-Seltzer, una maquinilla de afeitar Schick, dos tubos de pasta dentífrica Pepsodent, un cepillo de dientes del doctor West con cerdas de dureza normal, una botella de loción Royal Lyme para después del afeitado, un peine Kent, un paquete de hojas inyectables Schick, una caja de preservativos con «punta-receptáculo», un bote de champú anticaspa marca Breck, un tubo de hilo dental Rexall, un frasco de multivitaminas Squibb, una botella Astring-o-sol para enjuagarme la boca. Lo toqué todo con suavidad, examiné las etiquetas e incluso desenrosqué el tapón de la loción Royal Lyme para después del afeitado y olfateé su aroma de fruta cítrica, quedando considerablemente satisfecho de aquel examen higiénico-medicamentoso en el que invertí un minuto y medio. Cerré luego la puerta del armario y volví a mi escritorio.

Al sentarme levanté la mirada, y lo que vi a través de la ventana me hizo apreciar otro elemento que debía de haber influido en mi subconsciente y que sin duda me atrajo a aquel lugar. Era una plácida vista del parque, de aquel rincón conocido como Parade Grounds. Los viejos arces y sicomoros que daban sombra a las aceras que lo rodeaban, y la luz del sol que salpicaba de brillantes manchas el prado ligeramente empinado de los Parade Grounds, conferían al panorama un encanto casi pastoral. Aquel sitio ofrecía un sorprendente contraste con otras partes del barrio más lejanas. Sólo unas cuantas manzanas más abajo, el tráfico de la avenida Flatbush podía compararse a un río turbulento. Era un lugar intensamente urbano, cacofónico, estrepitoso, pululante de nervios tensos y almas exasperadas; pero aquí, el verde arbóreo y la luz ligeramente empañada por el polen, la ausencia casi total de coches y camiones, el tranquilo caminar de las pocas personas que paseaban por los confines del parque, todo creaba la ilusión de un barrio periférico de una modesta ciudad sureña: Richmond, tal vez, o Chattanooga o Columbia. Sentía una fuerte punzada de nostalgia, y de pronto me pregunté qué diablos estaba haciendo allí, en aquel inimaginable Brooklyn, entre todos aquellos judíos, un lujurioso calvinista que no pinchaba ni cortaba.

Y a propósito… Me saqué del bolsillo un trozo de papel. Había casi garabateado en él los nombres de los otros seis inquilinos de la casa. Cada nombre y apellido había sido escrito por la ordenada Yetta en unas pequeñas tarjetas que ella misma había adherido sobre las puertas respectivas, y que yo había copiado a última hora de la noche anterior andando de puntillas por los pasillos sin otro motivo digno de mayor sospecha que el de mi rapaz curiosidad de costumbre. Cinco de los ocupantes se alojaban en el piso de arriba; el otro, en el cuarto que había frente al mío al otro lado del pasillo. Nathan Landau, Lillian Grossman, Morris Fink, Sophie Zawistowska, Astrid Weinstein, Moishe Muskatblit. Los nombres me gustaron sencillamente por su maravillosa y original variedad, después de los Cunninghams y Bradshaws con que me había criado. Me pregunté cuándo conocería a Landau y a Fink. Los tres nombres femeninos habían despertado en mí un intenso interés, en especial el de Astrid Weinstein, cuya habitación se encontraba fascinantemente próxima a la mía, al otro lado del pasillo. Estaba reflexionando sobre todo eso cuando, de repente, llegó hasta mí una conmoción —procedente de la habitación situada justo sobre mi cabeza— tan inmediata y lacerantemente identificable, tan instantáneamente reconocible para mis atormentados oídos, de naturaleza tan evidente, que evitaré, para definirla, los circunloquios que otros tiempos más perifrásticos habrían requerido y me tomaré la libertad de decir que aquello era el ruido, el griterío y el sonoro frenesí de dos personas jodiendo como dos furiosos animales salvajes.

Alarmado, miré al techo. La lámpara oscilaba con fuertes sacudidas como un títere movido por un hilo. Un polvo rosáceo se desprendía del revoque como cernido por un tamiz. Me temía que las cuatro patas de la cama aparecieran de un momento a otro a través del techo. Era terrorífico… No se trataba de la realización de un mero rito copulatorio, sino de un torneo, una batahola, una pelotera, un combate de lucha libre, el máximo ejemplo de desenfreno. Se expresaban en alguna forma de inglés, distorsionado con acento exótico, pero yo no necesitaba saber cuáles eran las palabras que empleaban. Las dos voces se fundían en una sola, gozosa, incitante, que lanzaba unas exhortaciones jamás oídas por mí. Y tampoco había oído nunca aquellas incitaciones a un mayor y mejor esfuerzo —a aflojar, a mantener la presión, a seguir determinada táctica, a aumentar la rapidez, la fuerza o la profundidad—, ni escuchado tales gritos de alegría al hacerse un avance, ni semejantes gritos de desesperación por el terreno perdido, ni indicaciones tan estridentes sobre dónde situar la… pelota. Ni habría podido oírlo con mayor claridad si hubiese llevado unos auriculares especiales. Sí, se oía a la perfección y la duración del acto era verdaderamente heroica. La lucha se mantuvo aún por espacio de varios minutos, mientras yo, suspirando, hablaba conmigo mismo. Por fin, de repente, todo terminó; sólo oí cómo los participantes se iban a la ducha y hacían uso de ella. Me llegaron, a través del endeble techo, sus chapoteos y sus risas ahogadas; luego hubo lentas y suaves pisadas, más risas ahogadas, el chasquido de lo que parecía una juguetona palmada sobre un culo desnudo, y, como final, el arrebatador y dulce latido del movimiento lento de la Cuarta Sinfonía de Beethoven procedente de un tocadiscos. Demencialmente aturrullado, fui hacia el botiquín y tomé una pastilla de Alka-Seltzer.

Poco después de volver a mi mesa, advertí que en la misma habitación tenía lugar una discusión cuya intensidad aumentaba por momentos. La tormenta se había presentado y había crecido con increíble rapidez. No podía oír las palabras, debido a algún caprichoso fenómeno acústico pero, por haber terminado el maratoniano acto venéreo, la acción llegaba a mis oídos con un detalle casi barroco. Lástima que lo que decían me resultara confuso e indistinto… De pronto, oí las pisadas de unos pies furiosos, el ruido de sillas apartadas con impaciencia, varios portazos y unas voces, cada vez más rabiosas, que difícilmente podía yo traducir en palabras comprensibles. Dominaba la voz del macho: un potente y furioso barítono que casi ahogaba al límpido Beethoven. En cambio, la voz de la hembra era quejumbrosa, defensiva, aunque chillona en algunos momentos, como temerosa, pero sumisa en general, con un cierto matiz suplicante. De repente, un objeto de cristal o porcelana —un cenicero o un vaso, no pude distinguido— se estrelló y se hizo pedazos contra una pared, y oí cómo las fuertes pisadas del hombre se dirigían hacia la puerta y cómo ésta se abría en el pasillo del piso superior. Entonces se oyó un tremendo portazo, y las pisadas masculinas resonaron hasta otro cuarto del segundo piso. Finalmente, después de veinte minutos de delirante actividad, la habitación escenario de la jarana quedó en lo que habría podido llamarse silencio provisional, un silencio sólo roto por el suave y desconsolado adagio procedente del tocadiscos, acompañado de los femeninos sollozos procedentes de la cama del cuarto de arriba.

No he sido nunca comilón, aunque me ha gustado elegir bien los platos; por eso nunca me siento a tomar el desayuno. No siendo tampoco un gran madrugador, prefiero esperar el placer del brunch, esa comida que suele hacerse a última hora de la mañana y que incluye desayuno y almuerzo. Después de la juerga que acabo de describir, me di cuenta de que el mediodía había quedado atrás y, al mismo tiempo, de que la fornicación y el zipizape a que había asistido de oído me habían dejado increíblemente hambriento, como si hubiese participado en todo lo que había tenido lugar allí arriba. Era tal mi apetito que había comenzado a salivar, e incluso a sentir un poco de mareo. Mi minúscula nevera y mi armario no contenían aún otras vituallas que Nescafé y cerveza, en vista de lo cual decidí salir a comer algo. Durante un anterior paseo por los alrededores, me había fijado en un restaurante que servía todo lo permitido por la religión judía. Era el Herzl’s, situado en la avenida Church. Elegí aquel lugar porque nunca había tenido ocasión de probar el echt, es decir, la auténtica cocina judía, y también porque… bueno, una vez en la avenida Flatbush, tal vez me decidiera por otro establecimiento. Así pues, no me preocupó que, por coincidir aquel día de la semana con el sabbat judío, el peculiar restaurante estuviera cerrado. Entré en otro —también judío pero presumiblemente no ortodoxo— llamado Sammy’s, al que llegué después de caminar un buen trecho por la misma avenida. Pedí sopa de pollo con galletas sin levadura y luego el plato que allí llamaban gefilte fish, consistente en pescado relleno de huevos, miga de pan y carne de la misma clase de pescado, y para terminar unas tajadas de hígado (cosas que no podían serme más familiares después de mis amplias lecturas sobre las costumbres judías). Me sirvió un camarero de una insolencia tan monumental que pensé que su actitud era simple teatralidad para impresionarme. (A la sazón, yo aún no sabía que aquel grosero malhumor era un rasgo común a todos los camareros judíos.) Sin embargo, aquella actitud no me molestó en exceso. El lugar estaba atestado de gente, la mayor parte ya entrada en años; todos estaban ocupados con sus cucharas y sus platos de borscht, esa sopa de vegetales con judías rojas, y mascando patatas asadas. Y, sobre todo, mucho yiddish, un habla venerable que llenaba el aire húmedo y saturado de olores penetrantes con insondables guturales procedentes de un sinnúmero de gargantas medio obstruidas por el pollo y gargareantes en su grasa.

Me sentía curiosamente satisfecho, muy en mi elemento. «Disfruta del momento, Stingo», me dije. Como numerosos sureños de cierta ascendencia, reaccioné siempre afectuosamente ante los judíos, sobre todo hacia mi primer amor, Miriam Bookbinder —hija de un comerciante de efectos navales local—, que, ya a los seis años de edad, llevaba en sus hermosos ojos el misterio vagamente desconsolado e inescrutable de su raza; y más tarde experimenté una creciente empatía por las costumbres y tradiciones judías, que (estoy persuadido de ello) son principalmente accesibles para aquellos sureños que fueron machacados durante años y más años, con dureza de roca, por la angustiosa búsqueda de Abraham y Moisés, por los frenéticos hosannas de los salmistas, por las golosinas agridulces, por las portentosas historias y los seductores horrores comunes a la Biblia protestante y a la Biblia judía. Sin embargo, no quisiera caer en el lugar común de los que afirman que los judíos han encontrado una gran confraternidad entre los sureños blancos porque los blancos del Sur han poseído también un cordero inmolado, aunque más oscuro. En cualquier caso, sentado en Sammy’s a la hora del almuerzo, me percaté de que me encantaba mi nuevo ambiente, así como de que —y no me sorprendí en absoluto de ello— un instintivo deseo de hallarme entre los judíos había sido, por lo menos en parte, el motivo de mi emigración a Brooklyn. Ciertamente, no habría podido hallarme a mayor profundidad del corazón de la judería en la mismísima Tel Aviv. Y, al dejar el restaurante, me confesé a mí mismo cierto agrado por el Menischewitz, que en realidad era un mal acompañante del gefilte fish, pero que tenía un almibarado parecido con el dulce vino moscatel que había conocido de niño en Virginia.

Mientras regresaba paseando a la casa de Yetta, me sentí de nuevo contrariado por lo que había sucedido en la habitación de arriba. Mi preocupación obedecía en gran manera, naturalmente, a mi egoísmo, porque sabía que si tales cosas seguían sucediendo con demasiada frecuencia, poco sería lo que dormiría y muy limitada iba a ser la paz de que disfrutara. Otra cosa que también me preocupaba eran las extrañas características del lance: la atlética alegría con que, de modo tan patente y exquisito, se había disfrutado del amor, aunque luego éste se hubiese precipitado en la rabia, los sollozos y el descontento. Asimismo, lo que también me intrigaba era la cuestión de quién lo estuvo haciendo con quién. Me fastidiaba haberme visto llevado a este estado de lúbrica curiosidad, no haber trabado conocimiento con mis primeros coinquilinos simplemente con un «hola» y un sincero apretón de manos, en vez de verme sorprendido por un episodio de involuntario y acústico fisgoneo pornográfico protagonizado por dos extraños cuyas caras no había visto nunca. A pesar de la vida de fantasía que, como he contado, llevé hasta límites tan extremados durante mi estancia en la metrópoli, no soy por naturaleza un entrometido; pero la proximidad tan exagerada de los amantes —casi a punto de caerme literalmente sobre la cabeza— no me permitía seguir ignorando su identidad; debía conocerlos lo antes posible.

Mi problema quedó casi inmediatamente resuelto cuando vi al primero de los inquilinos de Yetta. Se hallaba de pie en el pasillo de la planta baja y estaba mirando el correo que el cartero había dejado en una mesa cerca de la entrada. Era un joven de unos veintiocho años, de amorfa gordura, hombros caídos y mirada huidiza; observé que su pelo era ensortijado y de color ladrillo, y que se movía con la brusquedad propia del indígena neoyorquino. Durante mis primeros días en la ciudad, consideré aquellas maneras tan innecesariamente hostiles que, más de una vez, me sentí empujado a algún acto próximo a la violencia, hasta que me di cuenta de que sólo se trataba de un aspecto del duro caparazón, semejante a la piel del armadillo, con que suelen rodearse los seres urbanos. Me presenté cortésmente:

—Mi nombre es Stingo —dije, mientras mi compañero de alojamiento repasaba los sobres y me dejaba oír, por toda contestación, su sonora respiración adenoidea.

Sentí como una llamarada en mi cogote, se me entumecieron los labios, y salí disparado hacia mi cuarto.

Entonces, le oí decir.

—¿Es tuyo, esto?

Y, al volverme, vi que sostenía una carta.

Por la letra del sobre, pude ver que era de mi padre.

—Gracias —murmuré encorajinado, cogiendo la carta.

—¿Te importa guardarme el sello? —dijo el pelirrojo—. Colecciono los conmemorativos.

Intentó mostrar algo parecido a una sonrisa; nada efusivo, sólo lo justo para que pudiese reconocerse como humano. Yo le respondí con un susurro mientras le dirigía una mirada vagamente amistosa.

— Me llamo Fink —dijo—, Morris Fink. Cuido de este lugar, más o menos, cuando Yetta está fuera, como en este fin de semana. Ha ido a Canarsie, a ver a su hija. —Señaló mi puerta con un movimiento de cabeza—. Veo que vives en el cráter.

—¿El cráter? —dije.

—Sí; yo estuve ahí hasta hace una semana. Al dejarlo, tú lo tomaste. Lo llamaba el cráter porque era como vivir en el cráter de una bomba, con toda aquella jodienda del piso de encima.

De súbito, se había establecido un vínculo entre Morris y yo. Desapareció mi tensión y dejé paso a una expresión de curiosidad:

—¿Cómo pudiste aguantarlo? Y, oye…, ¿se puede saber de quiénes se trata?

—La cosa no te molestará tanto si consigues que cambien la cama de sitio. Ya verás como, si lo hacen, apenas notarás el traqueteo. Se trata de que su cama quede sobre tu cuarto de baño. Yo conseguí que lo hicieran. Bueno, que lo hiciese él. Lo obligué a hacerlo aun tratándose del cuarto de ella. Insistí. Le dije que Yetta los echaría a los dos si no me hacía caso, y eso lo convenció. Me imagino que ahora ha vuelto a empujar la cama hacia la ventana. Dijo que allí se estaba más fresco. —Hizo una pausa para aceptar uno de los cigarrillos que le ofrecí—. Lo que debes hacer es pedirle que arrime de nuevo la cama a la pared.

—No puedo hacerlo —repliqué—. No puedo subir a decirle a ése, a un extraño, a decirle…, bueno, ya sabes lo que tendría que decirle. Sería muy embarazoso. No podría, palabra. ¿Y quiénes son, al fin y al cabo?

—Si quieres, se lo digo yo —me propuso Morris con un aire de seguridad que encontré simpático—. Haré que la cambie de nuevo. Yetta no puede pasarse el día vigilando si sus inquilinos se molestan entre sí. Ese Landau es un tipo duro de pelar, ya lo sé, y puede que me cueste un poco convencerlo, pero cambiará la cama de sitio, no te preocupes, te lo digo yo. No va a querer que lo echen de culo a la calle.

Así que era Nathan Landau, el primer nombre de mi lista, el gallo que la había armado; quedaba ahora por saber quién era su compañera de jaleo, pecado y confusión.

—¿Y la chica? —pregunté—. ¿La señorita Grossman?

—No. La Grossman es una puerca, va con todos. La de la bulla es la inquilina polaca, Sophie. Yo la llamo Sophie 2. No hay quien pueda pronunciar su apellido. Pero buenísima sí que lo está, esa Sophie.

Me di cuenta una vez más del silencio de la casa, de la extraña impresión que me dominaba de vez en cuando aquel verano desde que vivía lejos de las calles de la ciudad, en un lugar remoto, aislado, casi bucólico. En aquel momento, sólo oía los gritos de los niños que jugaban en el parque que empezaba en la acera de enfrente y el lento paso de un solo coche, cuyo inofensivo mido no permitía pensar en prisas. Simplemente, no podía creer que estuviera viviendo en Brooklyn.

—¿Dónde está la gente de esta casa? —pregunté.

—Bueno, deja que te aclare una cosa —dijo Morris—. En este agujero, aparte quizá de Nathan, nadie tiene bastante dinero para hacer nada. Como ir a Nueva York a bailar en el Rainbow Room o permitirse cualquier otro lujo por el estilo. Pero eso sí, el sábado por la tarde todos se las piran. Van a algún lugar. Por ejemplo, la puerca de Grossman, que además no es cotilla, la tía… Pues, como decía, ésa se va a ver a su madre, que vive en Islip. Luego Astrid. Quiero decir Astrid Weinstein; se aloja ahí, frente a tu cuarto, al otro lado del vestíbulo. Es enfermera en el Kings County Hospital, lo mismo que la Grossman, pero ella no tiene nada de puerca. Una chica mona, aunque no para dejarte turulato. Corrientilla, ¿sabes? En realidad, una mosquita muerta. Pero de puerca, nada.

El corazón se me hundió.

—Sí, ¿y también va a ver a su madre? —dije con aire indiferente.

—Sí, hombre… También va a ver a su madre, sólo que a Nueva York. No sé por qué, pero estoy seguro de que no eres judío. Pues te diré algo sobre éstos: tienen que ir a ver a sus madres cada dos por tres. Una de sus manías.

—Sí, claro —contesté—. ¿Y los demás? ¿Adónde han ido?

—Muskatblit, ya lo verás, es enorme, y gordo, y estudia en una escuela rabínica. Moishe va a ver a su madre y a su padre, a algún lugar de Jersey. Lo que pasa es que no puede viajar durante el sabbat, y lo arregla marchándose el viernes por la noche. El cine lo tiene loco; así que el domingo se lo pasa en Nueva York de un cine a otro. Casi siempre va a cuatro o cinco. Y luego llega a las tantas de la noche, medio ciego de tanta película.

—Y, ah… ¿Sophie y Nathan? ¿Adonde van? ¿Hacen alguna otra cosa, además de…?

Estuve a punto de hacer un gesto que no dejara lugar a dudas sobre lo que quería decir, pero me detuve y cerré la boca un tanto perdido ante Morris, quien, con su locuacidad y su manera de informar tan libre y expresiva, había suplido entretanto mi falta de decisión y se disponía ya a seguir atiborrándome de datos.

—Nathan ha recibido toda una educación; es biólogo. Trabaja cerca de Borough Hall, en un laboratorio donde hacen medicinas, drogas y cosas de ésas. En cuanto a Sophie Z., no sé muy bien lo que hace. He oído que trabaja como recepcionista de un médico polaco que tiene un montón de pacientes polacos. Naturalmente, habla el polaco como una polaca. De todos modos, Nathan y Sophie son bichos de playa. Cuando hace buen tiempo, como ahora, van a Coney Island… A veces a Jones Beach. Y después vuelven aquí —se detuvo un momento e hizo un malicioso guiño—, a follar y a zumbarse. ¡Y cómo! Luego se van a cenar. Son grandes y buenos comedores. Ese Nathan gana una burrada de dinero, pero es un tío de lo más estrafalario. Un tipo rarísimo. Figúrate, tiene que ir al psiquiatra, según creo.

Alguien llamó a nuestro teléfono, y Morris dejó que sonara. Era un teléfono de pago sujeto a la pared; su repique me pareció excepcionalmente fuerte, pero más tarde supe que estaba graduado para que se oyera en toda la casa.

—Cuando no hay nadie por aquí, no contesto —dijo Morris—, No puedo soportar ese jodido teléfono, ni todos los recados que me dan por él. «¿Está Lillian? Soy su madre. Dígale que se olvidó el precioso regalo que le trajo el tío Bennie.» Bla, bla, bla… La repanocha, chico. O: «Soy el padre de Moishe Muskatblit. ¿Que no está? Pues dígale que su primo Max ha sido atropellado por un camión en Hackensack». Bla, bla, bla… y así todo el día. No hay quien soporte ese teléfono.

Dije a Morris que suponía que tendríamos ocasión de volver a vernos, y después de algunas bromas más volví a mi rosácea e infantil habitación y a la inquietud que había empezado a causarme. Me senté ante el escritorio. La primera hoja del cuaderno, con su vacío aún intimidante, me bostezó a la cara, como para dejarme ver una pizca de amarilla eternidad. ¿Cuándo llegaría a sentirme en condiciones de escribir una buena novela? Me puse a meditar, sin dejar de mascar uno de los lápices Venus Velvet. Luego abrí la carta de mi padre. Siempre esperaba esas cartas con placer anticipado, y me sentía dichoso de poder contar como consejero con aquel lord Chesterfield sureño que tanto me deleitaba con sus anticuadas disquisiciones sobre el orgullo, la avaricia y la ambición, sobre la intolerancia, la falsedad, los excesos venéreos y otros peligros y pecados mortales. Por sentencioso que pudiera mostrarse a veces, su tono no era nunca pomposo ni sermoneante, y yo saboreaba tanto la complejidad de pensamiento y sentimiento que reflejaban sus cartas como su simple elocuencia; siempre que terminaba de leer una de estas misivas, solía encontrarme muy cerca de las lágrimas, o a punto de estallar de risa, y en general me sentía inducido a releer ciertos pasajes de la Biblia, que era de donde procedían las cadencias de la prosa de mi padre, así como mucha de su sabiduría. Esta vez, sin embargo, lo que atrajo mi atención fue un recorte de periódico que salió de entre los pliegues de la carta. Los titulares del recorte, que pertenecía a la gaceta local de Virginia, me pasmaron y horrorizaron de tal modo que perdí momentáneamente el aliento y mi campo visual se llenó de pequeños puntos luminosos.

Informaba de la noticia de la muerte por suicidio, a los veintidós años, de una hermosa muchacha de la que yo había estado enamorado, sin esperanzas de ser correspondido, durante algunos de los vacilantes años de mi adolescencia. Su nombre era María (que, según el modo de hablar del Sur, rimaba con «paria») Hunt, y fue tan febril mi apasionamiento por ella a los quince años, que ahora, en retrospectiva, parece un período de locura en pequeña escala… ¡María Hunt! ¡De qué modo el desaguisado de aquella desgraciada justificaba la demencial naturaleza de mi enamoramiento! Porque en la década de los cuarenta, mucho antes del amanecer de nuestra liberación, aún prevalecía la antigua caballerosidad, y las plásticas June Allysons de los sueños de cualquier muchacho eran semidiosas con las que uno podía alcanzar, a lo sumo, ciertas intimidades de tipo manual, aunque yo ni a eso llegué, pues, llevando mi abnegación a límites de locura, ni siquiera osé depositar un beso —como se decía entonces— sobre los labios cruelmente apetitosos de mi amada María. Por otra parte, no quiero dar con eso la calificación de platónicas a aquellas relaciones, porque en mi concepto de esta palabra hay un componente intelectual, y María no brillaba precisamente en este aspecto. A ello debe añadirse que, en aquellos tiempos de los cuarenta y ocho estados, cuando, en honor a la calidad de la cortesía pública, la Virginia de Harry Byrd se colocaba generalmente en el lugar número cuarenta y nueve de la lista —después de Arkansas, Misisipi e incluso Puerto Rico—, tal vez sea mejor dejar a la imaginación con el tono intelectual de un coloquio de dos quinceañeros. Nuestras conversaciones, corrientísimas, jamás fueron hendidas por esas grietas, por esos embarazosos momentos de silencio que suelen deberse a un exceso de actividad mental no expresada. Con todo, yo la adoraba con pasión, pero castamente; la adoraba por el inocente motivo de que su belleza era capaz de romperle a uno el corazón, y ahora descubría que había muerto. ¡María Hunt había muerto!

La llegada de la Segunda Guerra Mundial y mi implicación en ella fueron la causa de que María desapareciera paulatinamente de mi vida, aunque desde entonces volvió muchas veces a mis melancólicos pensamientos. Se había suicidado echándose por la ventana de un alto edificio, y quedé más que asombrado al enterarme de que esto había ocurrido hacía sólo unas semanas… en Manhattan. Más tarde supe que, en aquel momento, residía en la Sexta Avenida, a la vuelta de la esquina de donde yo me hospedaba. El hecho de que hubiéramos vivido durante meses en una zona urbana tan compacta como Greenwich Village sin siquiera habernos encontrado una sola vez era un signo de la inhumana vastedad de la ciudad de nuestros días. Con una pena tan intensa cercana al remordimiento, consideré si me hubiera sido posible salvarla, evitar que tomara tan terrible decisión, con sólo haber sabido que vivía en la ciudad y haber conocido su paradero aproximado. Tras leer el artículo una y otra vez, llegué muy cerca de un verdadero estado de perturbación mental, y me encontré gimiendo y lamentándome ante aquella despiadada historia de fatal desesperación juvenil. ¿Por qué lo hizo? Uno de los aspectos más conmovedores del caso era que el cuerpo de la muchacha, por complicadas y oscuras razones, no se había podido identificar, pues había sido sepultado en la fosa común y no se había exhumado hasta varias semanas después para enterrarlo definitivamente en Virginia. Me sentía enfermo, trastornado por la horrorosa historia…, hasta el punto de que abandoné para el resto del día todo propósito de trabajar y, en el colmo del desánimo, busqué consuelo en la cerveza que había almacenado en la nevera. Más tarde, leí este pasaje de la carta de mi padre:

En cuanto al anexo de esta carta, querido hijo, he creído que naturalmente te interesaría, sobre todo teniendo en cuenta lo «encariñado» que estuviste de María Hunt hará cosa de seis o siete años. Solía recordar, divertido, aquellos tiempos en que te sonrojabas como un tomate a la sola mención de su nombre, pero ahora sólo puedo pensar en ello con la máxima aflicción. En vano nos preguntamos cuáles pudieron ser los designios del Señor en esta ocasión. Como ya debes de saber, María Hunt procedía de un hogar más bien trágico. Martin Hunt era un hombre casi alcohólico que estaba siempre sin trabajo y, respecto a Beatrice, creo que era una mujer infatigable y cruel en sus exigencias morales sobre la gente, especialmente, según me han dicho, con María. En cualquier caso, algo parece cierto: que eran muchas las culpas y la malquerencia que llenaban aquella casa. Sé que la noticia te afectará. Recuerdo que María era una muchacha de lozana belleza, lo que empeora esta triste circunstancia. Consuélate pensando en el hecho de que tal belleza estuvo algún tiempo entre nosotros…

Estuve pensando en María toda la tarde, hasta que las sombras se alargaron bajo los árboles que rodeaban el parque y los niños comenzaron a regresar a casa dejando desiertos y silenciosos los senderos que cruzaban los Parade Grounds en todas direcciones. Acabé por sentirme aturdido a causa de la cerveza. Tenía la boca seca y casi llagada de tanto fumar; me eché en la cama. Pronto caí en un profundo sueño, más invadido que de costumbre por las fantasías oníricas. Uno de los sueños me torturó hasta dejarme casi destrozado. Después de varias extravagancias sin sentido, de una espantosa pero corta pesadilla y de un drama de un solo acto expertamente construido, me acometió la alucinación erótica más brutal de cuantas hubiese experimentado. En un sereno prado iluminado por el sol, un aislado lugar rodeado de ondulantes robles, mi desaparecida María se hallaba de pie ante mí y, con el abandono de una prostituta, se desnudaba hasta quedar sin prenda alguna (ella, que jamás llegó a quitarse en mi presencia ni los calcetines…). Completamente desnuda, apetitosa como una manzana madura, con su pelo castaño cubriéndole parcialmente los cremosos pechos, deseable como nadie podría imaginarse, se acercó al sitio donde yo me encontraba, rígido como un palo, empezó a importunarme con palabras obscenamente agradables y libidinosas. «Stingo —murmuró—. Oh, Stingo, tómame.» Una tenue capa de transpiración cubría su piel como un afrodisíaco, y pequeñas gotas de sudor adornaban el oscuro pelo de su montecillo. Culebreó entonces hacia mí, cual una ninfa de húmeda boca y abiertos labios, se inclinó sobre mi vientre desnudo, canturreando sublimes obscenidades, dispuesta a tomar entre aquellos labios jamás besados por los míos el erecto mástil de mi pasión. Entonces, la película se atascó en el proyector. Desperté hecho una calamidad, presa de incontenible desesperación, con la mirada fija en el rosáceo techo manchado por las sombras de la cercana noche… y dejé escapar un grito salvaje —más bien un aullido— lanzado desde la más honda cárcel de mi corazón.

Pero sentí enseguida que otro clavo venía a completar mi crucifixión: ya habían vuelto a empezar en el piso de arriba sobre el maldito colchón.

—¡Basta! —grité al techo, con los índices de mis manos hundidos en las orejas.

«¡Sophie y Nathan!», pensé. ¡Aquellos jodedores conejos judíos! Aun cuando habían amainado sus embates, mi oído me dijo que seguían en lo mismo. No era sin embargo el deporte desenfrenado de la vez anterior; no había gritos ni arias: sólo el chirrido de los muelles del colchón, rítmico, lacónico, mesurado, casi achacoso. No me bastó con que hubiesen suavizado el ritmo. Corrí —en realidad, volé— hacia la calle y me sumergí en la semioscuridad del anochecer. Sin ningún propósito definido, me puse a recorrer atolondradamente el perímetro del parque. Poco después, mi paso se hizo más lento, más reflexivo. Aún bajo los árboles, ahora paseando, comencé a preguntarme seriamente si no habría cometido una grave equivocación al trasladarme a Brooklyn. En realidad, no era mi ambiente. Había algo que, sutil e inexplicablemente, no andaba bien. Usando una expresión que había estado de moda algunos años antes, podía decir que la casa de Yetta emitía «malas vibraciones». Aún me duraba el estremecimiento que me había causado aquel despiadado y lúbrico sueño. Por su propia naturaleza, los sueños suelen ser difíciles de recordar, pero algunos quedan grabados para siempre en el cerebro. Por lo que a mí respecta, los sueños más memorables, los que lograron una realidad tan intensa como para hacer pensar que tenían raíces metafísicas, estuvieron siempre relacionados con la sexualidad o con la muerte. Como en el caso de María Hunt. Nunca ningún sueño me había producido tan duraderos temblores desde la mañana en que, casi ocho años atrás, poco después del entierro de mi madre —forcejeando por salir de las enmarañadas profundidades de una pesadilla—, soñé que miraba por la ventana de la habitación en la que en realidad me hallaba todavía durmiendo y veía, en medio del jardín de mi casa azotado por el viento y la lluvia, un satinado ataúd del que se destacó la cara de mi madre, encogida y destrozada por el cáncer, que se volvía hacia mí y me miraba con unos ojos saturados de indescriptible tortura.

Volví hacia la casa de Yetta. Pensé que lo mejor que podía hacer era regresar a ella, sentarme y contestar la carta de mi padre. Quería pedirle que me contara con detalle las circunstancias de la muerte de María, sin saber que en aquel momento mi subconsciente ya había comenzado a elaborar, con aquella muerte, lo que sería la idea germinal de la novela que tan lamentablemente estaba —es un decir— en suspenso sobre mi mesa de trabajo. Pero aquella noche no escribí ninguna carta. Porque, al llegar a la casa, conocí a Sophie en carne y hueso y quedé, si no instantáneamente, rápida e increíblemente enamorado de ella. Era un amor que, como tuve ocasión de ver en él transcurso de aquel verano, tenía muchas razones para pretender apoderarse de mi existencia. Pero he de confesar que, al principio, una de ellas era sin duda el lejano pero indiscutible parecido entre Sophie y María Hunt. Y lo que no he podido borrar aún de mi, memoria (y que observé ya en el mismísimo momento en que la vi) no es tan sólo lo que yo habría podido considerar, hasta cierto punto, como una réplica de la muchacha muerta, sino la desesperación que reflejaba su cara: la misma que debió de expresar el rostro de María, junto con las fatales sombras reveladoras de la persona que acabará por arrojarse de cabeza a la muerte.

Ya dentro de la casa, Sophie y Nathan se habían enzarzado en una discusión justo delante de la puerta de mi habitación. Oí con claridad sus voces en la noche estival, y los vi tan pronto como subí los escalones de la puerta principal.

—No pretendas que me trague eso, ¿me oyes? —oí que decía Nathan—. ¡Eres una farsante! ¡Eres una desgraciada, un pendón! ¡Sí, un pendón, eso es lo que eres!

—Tú también eres un pendón —oí que ella le replicaba—. Sí, un pendón, esto es lo que creo.

Sin embargo, no había agresividad en su tono.

—Yo no soy un pendón —rugió él—. No puedo ser un pendón, porque no soy una mujer, ¿lo entiendes, estúpida polaca? ¿Cuándo aprenderás a hablar como es debido? Yo podría ser un marica, o un macarra, pero no un pendón, chalada. No me vuelvas a llamar nunca eso, ¿me oyes? ¡Jamás!

—¡Tú me lo has llamado, a mí!

—Porque eso es lo que eres, estúpida… ¡Un pendón, además de una farsante, y una traidora! ¡Te abres de piernas ante el primer medicucho embaucador que te camela! ¡Maldita sea! —gritó con una voz llena de incontenible furor—. ¡Deja que me aparte de ti antes de que me dé por matarte, maldita puta! ¡Naciste puta y puta morirás!

—Escucha, Nathan… —oí su ruego.

Y, al cruzar la puerta de entrada a la casa, los vi a los dos, apretujados el uno contra el otro, distinguibles sólo por el oscuro relieve que formaban sobre el rosado fondo de la pared del pasillo, donde una bombilla de cuarenta vatios que colgaba del techo, casi oculta por una nube de mariposas nocturnas, convertía en claroscuro cuanto iluminaba. Nathan dominaba la escena por su altura y su fuerza: de anchas espaldas y poderosa mirada, coronado por una mata de pelo como la de los sioux, tenía el aspecto de un John Garfield, aunque más atenuado y más frenético, y también, como el bello rostro de Garfield, un rostro torcidamente agradable…, teóricamente agradable, diría yo, porque en aquel momento la cara de Nathan estaba ensombrecida por la pasión y la ira; era cualquier cosa menos agradable, con aquella expresión que sólo mostraba ansias de violencia. Llevaba un suéter de color claro y pantalones holgados, y parecía encontrarse cerca de la treintena. Tenía fuertemente agarrado el brazo de Sophie, y ella vacilaba ante su acometida como un capullo de rosa estremecido por la tormenta. Yo apenas si veía a Sophie bajo aquella luz tan lúgubre. Sólo podía distinguir su desgreñada melena pajiza y un tercio de su cara, que sobresalía por detrás del hombro de Nathan: una temerosa ceja, un pequeño lunar, un ojo castaño y la amplia y bella prominencia de un pómulo eslavo por el que rodó una sola lágrima como una gota de mercurio.

Sophie había comenzado a lloriquear como una niña a la que hubiesen arrebatado algo.

—Nathan, debes escucharme, por favor —decía entre sollozos—. ¡Nathan! ¡Nathan! ¡Nathan! Siento haberte dicho eso.

Él rechazó su brazo con un movimiento brusco y se apartó de ella:

—Me causas una repugnancia in-fi-ni-ta —gritó—. Me das más que as-co. ¡Me voy de aquí para no matarte!

Dio media vuelta y se alejó.

—¡No te vayas, Nathan! —imploró Sophie con desesperación mientras alargaba ambas manos hacia él—. Te necesito, Nathan. Y tú me necesitas a mí. —Había algo de quejumbroso e infantil en su voz, que era débil de timbre, casi frágil, que se quebraba un poco en el registro ascendente y se hacía algo ronco en los tonos más bajos. El acento polaco daba un peculiar encanto a sus palabras o, pensé yo, se lo habría dado en circunstancias menos horribles—. ¡Por favor, Nathan, no te vayas! —gritó—. ¡Nos necesitamos el uno al otro! ¡No te vayas!

—¿Que nos necesitamos? —replicó Nathan, volviéndose hacia ella—. ¿Que yo te necesito a ti? —Y entonces se puso a sacudir la mano que había extendido por completo hacia ella, mientras su voz se hacía más insegura y quejumbrosa—. Te necesito como una maldita e insufrible enfermedad. Como la peor que pueda existir. Te necesito como un caso de ántrax, ¿me oyes? ¡Como la triquinosis! Te necesito como un cálculo biliar. ¡Como la pelagra! ¡Como la encefalitis! ¡Como la enfermedad de Bright, rediablos! ¡Eres un carcinoma del jodido cerebro, eres una miserable puta! ¡Aaaaooooh-oh-oh! —Esto último fue un quejido vacilante de intensidad ascendente, un grito estremecedor en el que se mezclaba la furia y la lamentación de un modo que lo hacían casi litúrgico, algo parecido al canto fúnebre de un rabino iracundo—. Te necesito como la muerte —bramó con voz ahogada—. ¡Como la muerte!

Una vez más, Nathan se volvió y emprendió la marcha, y ella dijo de nuevo llorando:

—¡Por favor, Nathan, no te vayas! —Y luego—: Nathan, ¿adonde vas?

Ahora él se hallaba cerca de la puerta de la casa, apenas a dos pasos del umbral, donde yo me encontraba, irresoluto, sin saber si debía avanzar con disimulo hacia mi habitación o dar media vuelta y echar a correr.

—¿Que adonde voy? —gritó él—. Ahora mismo sabrás adonde voy… ¡Voy a tomar el primer metro que pase para irme a Forest Hills! Tomaré prestado el coche de mi padre y volveré aquí para cargar mis cosas en él. Y entonces desapareceré para siempre de este lugar. —De pronto, su voz disminuyó de intensidad, y su actitud se volvió más sosegada, casi normal, pero su tono se hizo dramático y furtivamente amenazador—. Después de eso, quizá mañana, ya te diré lo que haré. De momento, escribiré una carta certificada al servicio de inmigración. Les diré que no te dieron el visado que te correspondía. Les diré que debieran concederte un visado de prostituta si es que los conceden de esta clase. Si no, les diré que lo mejor que pueden hacer es volverte a embarcar para Polonia, porque aquí sólo te dedicas a alquilar el chocho al primer médico de Brooklyn con prisas chingadoras. ¡Vuelve a Cracovia, nena! —Ahogó una risotada de satisfacción—, ¡Ala, a Cracovia, nena!

Se volvió y se lanzó hacia la puerta. Al hacerlo, me rozó de frente, pero no llegó a chocar conmigo gracias al frenazo que dio y al giro que imprimió a su cuerpo. Yo no sabía si él pensaba que los había estado escuchando o no. Claramente falto de respiración, jadeando pesadamente, me lanzó una rápida mirada de arriba abajo. Tuve la sensación de que creía que los había estado escuchando. Considerando su estado emocional, me sorprendió el tono en que se dirigió a mí, pues aunque no podía llamarse afable, parecía al menos momentáneamente cortés, como si me hubiese excluido magnánimamente del territorio de sus iras.

—Ah, tú eres el nuevo inquilino de que me habló Finie, ¿verdad? —consiguió decirme, entre jadeos.

Yo le contesté afirmativamente de la manera más breve y apagada posible.

— Eres del Sur, ¿no? —preguntó—. Morris me dijo que eras del Sur. Me dijo que te llamas Stingo. Yetta necesitaba un paleto sureño en su casa, para que hiciera juego con otros ejemplares que tenemos aquí. —Lanzó una sombría mirada hacia Sophie y luego me miró a mí para decir—: Lástima que no tengamos ocasión de conversar más ampliamente, pero el caso es que me voy… Me habría gustado tener una buena conversación contigo. —Aquí su tono cambió para volverse ligeramente siniestro, con una cortesía que no hacía sino afilar el más desnudo sarcasmo que yo hubiese oído desde hacía mucho tiempo—. Lo habríamos pasado muy bien charlando, tú y yo. Habríamos hablado de deportes. Me refiero a los deportes sureños. Como el linchamiento de negros, o morenos, como creo que los llamáis allí abajo. O de cultura. Podríamos haber hablado de la cultura sureña, y tal vez hubiéramos podido reunimos todos aquí, en la querida casa de Yetta, para escuchar discos de todo aquello que cantan los patanes montañeses de aquellas tierras. Bueno, ya sabes a quiénes me refiero: Gene Autry, Roy Acuff y esa banda de portavoces de la cultura sureña clásica. —Me miró con mala cara todo el tiempo que estuvo hablando, pero ahora se abrió una sonrisa en su tenebrosa y alterada cara, y, casi antes de que yo lo advirtiera, ya había alargado la mano y cogido la mía para darle un buen apretón—. Sí, así habrían podido ir las cosas. Lástima… El bueno de Nathan tiene que marcharse. Quizá volvamos a vernos en otra vida, paleto sureño. ¡Hasta la vista, paleto sureño! ¡Hasta otra vida!

Y entonces, antes de que mis labios pudieran abrirse para protestar o contestar con una queja o insulto, Nathan dio la vuelta y tras haber bajado saltando los escalones de la entrada de la casa, se plantó en la acera, donde sus duros tacones de cuero dejaron oír un demoníaco clac-clac-clac que enseguida se alejó para desvanecerse bajo los ennegrecidos árboles, en dirección al metro.

Es bien sabido que los pequeños cataclismos —un accidente de coche, un ascensor atascado, un asalto violento presenciado por otras personas— pueden ser causa de una comunicatividad entre extraños que, en otras circunstancias, no sería natural. Después de que Nathan desapareciera en la noche, me acerqué a Sophie sin vacilar. No tenía idea de lo que le diría —sin duda, algunas torpes palabras de aliento—, pero fue ella quien habló primero, ocultando con sus manos crispadas un rostro cubierto de lágrimas:

—Es tan injusto conmigo… —dijo, entre sollozos—. ¡Y lo quiero tanto!

Cometí la vulgaridad a que suele recurrirse en el cine en casos semejantes, cuando el diálogo es un problema. Me saqué el pañuelo del bolsillo y se lo di en silencio. Ella lo tomó enseguida y se puso a secarse los ojos:

—Sí, ¡lo quiero tanto! —exclamó—. ¡Tanto! ¡Tanto! Sin él, moriré.

—Vamos, vamos… —dije, o algo igualmente desastroso.

Sus ojos me imploraban —a mí, a quien no había visto nunca— con la desesperada súplica de un preso ante el tribunal. «No soy una prostituta, señoría», parecía intentar decir. Yo me había quedado sin habla ante su candor y su apasionamiento.

—Es tan injusto conmigo… —repitió—. ¡Mira que decirme eso a mí! Es el único hombre con el que he hecho el amor en mi vida…, aparte de mi marido. ¡Pero mi marido murió!

Y nuevos sollozos vinieron a sacudirla, y más lágrimas brotaron de sus ojos, convirtiendo mi pañuelo en una empapada esponja con iniciales. Su nariz, hinchada por el inflamatorio desconsuelo, y las rojizas manchas que las lágrimas habían dejado en su cara echaban a perder su extraordinaria belleza, pero no tanto como para que su hermosura en sí (incluyendo el lunar, felizmente situado, como un pequeño satélite, cerca del ojo izquierdo) me hiciera derretir en el acto: una clara sensación de licuefacción que no emanaba de la región cardíaca, sino, sorprendentemente, del estómago, el cual comenzó a agitarse como si protestara de un ayuno demasiado prolongado. Era tan fuerte mi deseo de rodearla con mis brazos, de darle consuelo, que mis ansias se habían convertido en un verdadero malestar pero, ay, una serie de inhibiciones de varia índole me tenía paralizado. Con todo, he de aclarar que me comportaría como un mentiroso si no confesara que, mientras tanto, mi mente fue forjando un plan de estricto autoprovecho que consistía, poco más o menos, si Dios me daba la suerte y las fuerzas necesarias, en recoger aquel rubio tesoro polaco y encargarme de él en sustitución de Nathan, aquel ingrato marrano que de manera tan injusta la había abandonado.

Entonces, una sensación de hormigueo en la parte más estrecha de la espalda me hizo sospechar que Nathan volvía a encontrarse detrás de nosotros, de pie sobre los escalones de la puerta de entrada. Me aparté de Sophie y disimulé como pude. Se las había arreglado para regresar con silencio fantasmal, y ahora nos estaba clavando su mirada a los dos con cara de muy pocos amigos, inclinándose hacia adelante con un brazo alargado hacia nosotros a través del marco de la puerta.

—Y otra cosa, puta, la última —dijo a Sophie—: los discos. Los álbumes de discos. El de Beethoven. El de Haendel. El de Mozart. Todos. Como no quiero tener que volverte a poner los ojos encima, toma los discos…, quiero decir que los saques de tu habitación y los pongas en la mía, sobre la silla de al lado de la puerta. El de Brahms ya te lo puedes quedar. Al fin y al cabo, te lo regaló Blackstock… Te lo quedas, ¿entendido? Los otros los quiero para mí. Asegúrate, pues, de que los dejas donde te he dicho. Si no lo haces, cuando vuelva para hacer las maletas te romperé los brazos, ¡los dos! —Tras una pausa, respiró hondo y susurró—: Te digo que te romperé los brazos, ¡palabra!

Esta vez se marchó definitivamente, dirigiéndose de nuevo a grandes zancadas hacia la acera y desapareciendo enseguida en la oscuridad.

Como no tenía, de momento, más lágrimas que verter, Sophie se fue sosegando:

—Gracias por su amabilidad —me dijo, suavemente, en el tono aturdido de quien ha llorado copiosa y largamente.

Alargó la mano y apretó en la mía el pañuelo, convertido en un guiñapo empapado.

Mientras hacía ese gesto, vi por primera vez el número que llevaba tatuado en la piel, bronceada por el sol, ligeramente pecosa, de su antebrazo: un número purpúreo, de cinco cifras por lo menos, demasiado pequeño para descifrarlo en aquella mortecina luz, pero grabado —pude verlo— con exactitud y pericia. Al disolvente amor que sentía en mi estómago, se añadió un repentino dolor, lo que me obligó a un movimiento involuntario e inexplicable (quizá poniendo por instinto las manos en lo que ocupaba mi mente en aquel instante) que me permitió coger suavemente su muñeca, con lo cual pude ver de más cerca el tatuaje. A pesar de todo, sabía que mi curiosidad podía resultar ofensiva, pero no pude por menos de seguir adelante:

—¿Dónde estuvo usted? —le pregunté.

Pronunció un nombre sibilante en polaco; comprendí, apenas, que era Oswiecim. Entonces dijo:

—Estuve allí mucho tiempo. Longtemps. —Hizo una pausa—. Vous voyez… —Otra pausa—. ¿Habla usted francés? —dijo—. Mi inglés es muy malo.

—Un peu —contesté, exagerando mi soltura—, pero el francés que yo sé es un poco guarro.

Lo que quería decir que, a pesar de mi grosero alarde, eran muy pocas las palabras que podía decir en aquella lengua.

—¿Guarro? ¿Qué es «guarro»?

Sale, sucio —proseguí, atrevidamente.

—¿Francés sucio? —dijo ella, con una ligera sonrisa. Después, queriendo saber si yo hablaba alemán, me preguntó—: Sprechen Sie Deutsch?

Frase que no provocó en mí siquiera un «Nein».

—Bah, no se preocupe —dije—, habla usted muy bien el inglés. —Luego, después de un momento de silencio, exclamé—: ¡Ese Nathan! No había visto nada parecido en mi vida. Sé que no es asunto mío, pero… ¡tiene que estar chiflado! ¿Cómo puede hablar de esa manera a quienquiera que sea? Yo creo que ha tenido usted suerte al librarse de él.

Ella cerró con fuerza los ojos y apretó los labios con expresión de dolor, como si resumiera en un momento todo lo que acababa de pasar:

—Nathan tiene razón en algunas cosas —susurró—, pero no en eso de que le fuera infiel. No me refiero a esto (siempre le he sido fiel), sino a otras cosas. Cuando decía que no me vestía bien, por ejemplo. O cuando decía que yo era un palo de gallinero porque no iba bien aseada. Entonces me llamaba puerca polaca y yo sabía que… sí, que lo merecía. O cuando me llevaba a aquellos bonitos restaurantes y yo siempre me quedé la…

Me interrogó con la mirada.

—Quedaba —dije. Sin exagerar, me veré obligado, de vez en cuando, a transcribir los deliciosos errores del inglés de Sophie. Su dominio del idioma era más que bueno y (según mi criterio, por lo menos) resultaba embellecido por sus pequeños tropiezos con los matorrales de la sintaxis o con los escollos de nuestros aviesos verbos irregulares—. Se quedaba ¿qué? —pregunté.

—Me quedaba la carta, la minuta o lista de platos, quiero decir. Solía quedármelas, me las guardaba en el bolso como recuerdo. Él decía que las cartas, sobre todo bien presentadas como aquéllas, cuestan dinero, y que lo que yo hacía era robar. En esto tenía razón, ¿sabe usted?

—Yo no creo que quedarse una carta de ésas sea un gran robo, por el amor de Dios —dije—. Sí, se lo repito, no es asunto mío, pero…

Claramente determinada a resistir mis intentos de ayudarla a recuperar el buen concepto de sí misma, me interrumpió diciendo:

—No, sé que lo que yo hacía no era correcto. Lo que él decía era cierto. Me comportaba mal en tantas cosas… Merezco que me haya dejado. Pero yo nunca le he sido infiel. ¡Nunca! Y ahora, sin él, ¡me moriré! ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer? —dijo—. Bueno, ahora he de subir a mi habitación.

Mientras Sophie subía la escalera tuve ocasión de contemplar a mis anchas su cuerpo, cubierto por un ajustado y sedoso vestido de verano. Era un hermoso cuerpo, con todas las prominencias, curvas, continuidades y simetrías necesarias para no defraudar al más exigente, pero había algo extraño en él; no era nada cuya ausencia pudiera notar la vista, y que desaparecía cuando se consideraba el cuerpo en su conjunto. Sí, era precisamente aquello, me daba perfecta cuenta. La extraña deficiencia se ponía de manifiesto al observar su piel. Poseía la enfermiza plasticidad, especialmente visible en la parte trasera de sus brazos, de las personas que han sufrido una extrema delgadez y cuya carne se encuentra todavía en las últimas fases de recuperación. Tuve también la impresión de que, bajo aquel saludable bronceado, permanecía la palidez de un cuerpo aún no recobrado por completo de una terrible crisis. Pero nada de eso disminuía cierta sexualidad maravillosamente despreocupada que tenía que ver, en aquel momento por lo menos, con la manera indiferente, pero sugestiva, de mover la pelvis y, con ésta, un trasero verdaderamente suntuoso. A pesar del hambre pasada, su nalgatorio estaba tan bien formado como la más fantástica de las peras que hubieran obtenido alguna vez el primer premio en un concurso de fruticultura; vibraba con mágica elocuencia y, desde aquel ángulo, excitaba de tal modo mis intimidades que, mentalmente, prometí a los orfanatos presbiterianos de Virginia una cuarta parte de mis futuras ganancias como escritor a cambio de tener entre mis manos ahuecadas —treinta segundos bastarían— aquel estupendo culo, sin perder el compás. «Querido Stingo —me musité mientras ella seguía subiendo—, debe de haber algo parecido a la perversidad en esa obsesión que tienes por las partes posteriores.» Luego, al llegar a los últimos peldaños, se volvió, miró hacia abajo y me dedicó la más triste sonrisa que imaginarse pueda.

—Espero no haberle molestado con mis problemas —dijo—. Lo siento mucho. —Después se dirigió hacia su cuarto y añadió—: Buenas noches.

Aquella noche, me puse a leer a Aristófanes sentado en el único sillón confortable de mi habitación. Desde el lugar donde me hallaba podía ver, con la puerta medio abierta, parte del pasillo del piso superior. Hacia medianoche, vi cómo Sophie llevaba al cuarto de Nathan los álbumes de discos que éste le había ordenado que le devolviera. Cuando regresó, pude ver que todavía lloraba. ¿Cómo podía seguir de aquel modo? ¿Qué motivaba aquellas lágrimas? Luego puso una y otra vez en el tocadiscos el movimiento final de la Primera Sinfonía de Brahms, la que él, tan generosamente, le había permitido que guardara. Debía de ser el único álbum que le quedaba. Durante aquella larga velada, la misma música no cesó de filtrarse a través del techo con delgadez de papel: la señorial trompa de pistones que se mezclaba en mi cabeza con la flauta antifonal que, cual penetrante reclamo de pájaro —o pájara—, llenaba mi espíritu de una tristeza y una nostalgia que pocas veces había sentido con tanta intensidad. Pensé en el momento de la creación de aquella música. Era una música que, entre otras cosas, hablaba de una Europa de otros tiempos más tranquilos y pacíficos, bañada por el luminoso ocre de serenos atardeceres —llena de niñas con trenzas y delantal y niños corriendo tras el aro, de excursiones a los claros del Wiener Wald, el bosque vienés, y de fuerte cerveza bávara, de damas de Grenoble con sombrillas paseando al pie de los glaciares alpinos, de viajes en globo, de alegrías, de vertiginosos valses, de vino del Mosela, del propio Johannes Brahms, con su barba y su negro cigarro, creando sus titánicos acordes bajo las otoñales hayas sin hojas del Hofgarten—, una Europa de dulzuras casi inconcebibles…, una Europa que Sophie, ahora sumergida en su dolor en el piso de arriba, nunca pudo haber conocido.

Cuando me acosté, aún sonaba la música. Y cada vez que uno de los rasposos discos de laca llegaba al final, y yo oía, en el intervalo que lo separaba del próximo, los inconsolables sollozos de Sophie, me agitaba y revolvía en mi lecho, preguntándome cómo era posible que un ser humano pudiese expresar tanto dolor. Me parecía casi increíble que Nathan pudiera inspirar aquella angustia. Pero estaba visto que así era, lo que me planteaba un problema. Porque, sintiéndome todavía resbalar, como he dicho, hacia ese estado enfermizo y muy vulnerable conocido por amor, ¿no era una locura pretender ganarme el afecto —y, más aún, aspirar a compartir la cama— de una mujer atada de modo tan exclusivo al recuerdo de otro amante? En realidad, mi actitud no era demasiado decorosa; se parecía mucho al asedio de una viuda que acabara de perder a su querido esposo. Por otra parte, Nathan me dejaba el camino libre, pero ¿no era una vana esperanza empeñarse en creer que podría llenar aquel vacío? Para empezar, tenía, lo recuerdo, muy poco dinero. Aunque hubiera conseguido romper la barrera, ¿cómo habría podido cortejar a aquella ex hambrienta con su afición a los restaurantes caros y a los discos costosos?

Por fin cesó la música, y ella cesó también en su llanto, pero después, el inquieto chirriar de los muelles de su colchón me hizo saber que se había acostado. Me quedé largo rato despierto, escuchando los leves ruidos nocturnos de Brooklyn (el lejano ladrido de un perro, el acercarse y el alejarse de un coche, un estallido de suave risa de un hombre y una mujer en la orilla del parque). Pensé en Virginia, en mi casa. Me venció el sueño, pero dormí mal; en realidad, caóticamente, encontrándome, una de las varias veces que desperté en la poco familiar oscuridad de aquel cuarto, muy cerca de una chusca penetración fálica —tras vencer el obstáculo de pliegues de ropa, dobladillos y montañas de húmedas sábanas— de mi desplazada almohada. Después volví a dormirme, pero sólo para despertarme sobresaltado poco antes del amanecer, en el silencio muerto de aquella hora, palpitante el corazón y con la mirada fija —una mirada fría como el mismo hielo— en mi techo, encima del cual dormía Sophie, dándome cuenta, con la cruel claridad de quien acaba de tener un sueño revelador, de que Sophie estaba predestinada a la peor suerte.