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En aquellos tiempos era casi imposible encontrar un apartamento barato en Manhattan, por lo que tuve que trasladarme a Brooklyn.

Esto sucedía en 1947, y lo más agradable para mí de aquel verano, que con tanta claridad recuerdo, fue el tiempo, suave y soleado, con fragancia de flores, como si los días se hubieran detenido en una perpetua primavera. Aquello me resultó providencial, más digno de agradecer que cualquier otra cosa, pues sentía que la marea de mi juventud se hallaba en uno de sus momentos más bajos. A mis veintidós años, luchando por convertirme en escritor, de la clase que fuera, me encontraba con que el ardor creativo que dos años antes me había casi consumido con esplendorosa e implacable llama, había ido vacilando, debilitándose poco a poco hasta quedar reducido a una tenue lucecita que apenas si brillaba en mi pecho, o en cualquier otro lugar donde hubieran residido mis más ávidas aspiraciones. No era que ya no desease escribir; ansiaba, aun apasionadamente, convertir en realidad la novela que por tanto tiempo había llevado cautiva en mi cerebro. Sólo se trataba de que, una vez escritos los primeros y cuidados párrafos, no podía crear los que debían seguirles, o —para remedar la observación de Gertrude Stein sobre un escritor menor de la Generación Perdida— me hallaba en posesión del jarabe, pero no podía escanciarlo. Por si esto fuera poco, casi no me quedaba dinero y me había autoexiliado en Flatbush…, para vagar, como otros paisanos míos, como otro joven sureño solitario y sin recursos, por el Reino de los Judíos.

Llamadme Stingo, que es el apodo con que se me conocía por aquellos tiempos, menos cuando no me llamaban de ningún modo. Este sobrenombre procede de mis días de alumno de una escuela secundaria privada, allá abajo, en el estado de Virginia, donde nací. Era una escuela de ambiente agradable a la que fui enviado a los catorce años por mi aturullado padre, que no sabía cómo manejarme desde la muerte de mi madre. Entre otras desidiosas cualidades mías destacaba, al parecer, un particular descuido por la higiene personal, por lo que pronto empezaron a conocerme como Stinky.[2] Pero los años pasaron. La desgastadora labor del tiempo, junto con un cambio radical de hábitos (en realidad, me sentía avergonzado por la obsesión a la limpieza a que había llegado), fue puliendo la áspera brusquedad del sobrenombre hasta convertirlo en el de Stingo, más agradable, o menos desagradable, y sobre todo de ecos más deportivos que Stinky. En cierto momento de mi treintena, mi apodo y yo nos separamos misteriosamente. Stingo se evaporó de mi existencia como un fantasma, aunque la pérdida me dejó indiferente. Pero en los tiempos sobre los que escribo ahora, todavía era Stingo. Aun así, alguien podría sorprenderse de que este mote esté ausente de la primera parte de esta narración; se debe a que en ella describo un triste y solitario período de mi vida en que, como el ermitaño de la cueva de la colina, raramente era llamado por nombre alguno.

Me alegraba que me hubieran echado de aquel trabajo —el primero en mi vida que había hecho con sueldo fijo, aparte mi servicio militar—, a pesar de que la pérdida de mi puesto venía a mermar mi ya modesta solvencia. Además, pienso ahora, me resultó útil aprender, ya en un momento tan temprano de mi vida, que en ningún tiempo ni lugar podría adaptarme al papel de empleado de oficina. En realidad, considerando cuánto había codiciado aquel cargo antes de poder ocuparlo, aún me sorprendía, cinco meses más tarde, el alivio y la satisfacción que sentí cuando me despidieron. En 1947, los empleos andaban escasos, especialmente en las empresas editoriales, pero un golpe de suerte quiso que encontrara trabajo en una de las mayores firmas editoras de libros, en la que me dieron el puesto de «redactor adjunto», un eufemismo que quería decir lector de originales. Mis nuevos patrones afinaban lo suyo, como podía verse por lo justo que resultaba mi sueldo —cuarenta dólares semanales—, aun contando con que los dólares de aquellos días se cotizaban más que los de hoy. En otras palabras, esto significaba que, una vez deducidos los impuestos, el anémico cheque azul que cada viernes dejaba sobre mi mesa la mujer que cuidaba de la nómina, suponía unos emolumentos netos de poco más de noventa centavos por hora. Pero no me desanimé, sólo por el hecho de que este sueldo de peón chino lo pagaba una de las editoriales más poderosas y ricas del mundo; joven, optimista y adaptable, me entregué a mi trabajo —por lo menos, al principio— lleno de grandes propósitos. Además, en compensación, mi empleo tendría sin duda su lado fascinante: almuerzo en «21», cena con John O’Hara, escritoras de mente brillante y preclara, pero de pensamientos carnales, que revolotearían por mi talentoso mundo de redactor, y así sucesivamente.

Pronto vi que nada de todo esto llegaría a hacerse realidad. En primer lugar, aunque la editorial —que había prosperado en gran manera con la publicación de libros de texto, manuales industriales y docenas de revistas técnicas pertenecientes a campos tan variados y misteriosos como la cría del cerdo, la ciencia funeraria o los plásticos extruidos— publicaba ciertamente literatura, novelada o no, como una producción secundaria (para la que requería la labor de jóvenes estetas como yo), su lista de autores apenas atraía la atención de alguien que se tomara en serio la literatura. Cuando entré en la empresa, los dos escritores más eminentes con que ésta contaba eran un almirante retirado, veterano de la Segunda Guerra Mundial, y un ex comunista excepcionalmente andrajoso, cuyas mea culpa, escritas por un «negro», lograban colarse en las listas de libros más vendidos. De autores de la talla de un O’Hara (aunque yo tenía ídolos mucho más ilustres, O’Hara representaba para mí el tipo de escritor con el que un joven redactor podía ir a tomar unas copas e incluso emborracharse), ni rastro. Además, había los deprimentes temas de los libros objeto de mi trabajo. En aquellos tiempos, McGraw-Hill & Company (pues éste era el nombre de la editorial para la que yo trabajaba) carecía en absoluto de brillo literario como consecuencia de haber abastecido el mercado con tanto éxito y durante tanto tiempo con sus pesadas obras tecnológicas. Era algo así como el caso de la inmensa y mercachiflera organización Montgomery Ward of Masters, que tuvo la desfachatez de montar un salón íntimo para la venta de pieles de visón y chinchilla que cualquiera del oficio podía reconocer como castor japonés teñido.

Por lo tanto, en mi categoría de último ganapán de la jerarquía del personal de aquella oficina, no sólo carecía de la oportunidad de leer manuscritos de mérito pasadero, sino que estaba obligado a surcar mi camino diario a través de obras, literarias o no, de la más baja calidad posible: montones de hojas llenas de manchas de café y de sudor de los dedos que habían pasado por ellas, cuyo aspecto de cosa usada y ruinosa proclamaba a primera vista la terrible desesperación de su autor (o agente) y la función de McGraw-Hill como editor de últimos recursos. Pero a mi edad, con una plétora de literatura inglesa que me hacía ser tan salvajemente exigente como Matthew Arnold al insistir en que la palabra escrita ejemplifica sólo la seriedad y la verdad en su más alto grado, trataba el desamparado producto del frágil y solitario deseo de mil extraños con el magistral y abstracto hastío de un mono que se espulgara su pelambre. Era inexorable, cortante, insufrible, sin remordimientos. Desde la gran altura de mi acristalado cuchitril del vigésimo piso del Edificio McGraw-Hill —una torre verde arquitectónicamente impresionante, pero espiritualmente deprimente en la calle Cuarenta y dos Oeste— repartía por igual un desprecio que sólo habría podido mostrar quien acabase de leer Siete tipos de ambigüedad entre aquellos bodrios que se amontonaban en mi mesa y que parecían esperanzados, y a la vez temerosos, de que se descubriera su patituerta sintaxis. Se me había pedido que hiciera una descripción razonablemente completa de cada obra, por mala que fuera. Al principio me lo tomé como una diversión; disfrutaba de veras leyendo aquellas chapucerías, descargando toda la fuerza de mi venganza sobre aquellos originales. Sin embargo, después de algún tiempo, su implacable mediocridad llegó a hartarme, y empezó a fastidiarme la monotonía del trabajo, mi fumar incesante, la eterna vista de Manhattan cubierto de niebla, y el redactar informes tan severos como los que cito a continuación, salvados intactos de aquellos áridos y desalentadores tiempos. Los transcribo literalmente, sin paliativos.

Alta crece la zostera, de Edmonia Kraus Biersticker. Novela.

Amor y muerte entre las dunas, los pantanos y el arándano del sur de Nueva Jersey. El joven protagonista, Willard Strathaway, heredero de una gran fortuna procedente de la recogida y empacado de la zostera y recién licenciado por la Universidad de Princeton, se enamora salvajemente de Ramona Blaine, hija de Ezra Blaine, que es un izquierdista empedernido y líder de una huelga entre los recolectores de zostera. El argumento es complejo y lleno de astucias, que tienen mucho que ver con una conspiración por parte de Brandon Strathaway —el magnate padre de Willard Strathaway— para eliminar al viejo Ezra, cuyo cuerpo, horriblemente mutilado, es encontrado una mañana en las entrañas de una máquina cosechadora de zostera. Esto conduce a una serie de recriminaciones casi irremediables entre Willard —que, según la autora, tiene «un maravilloso y princetoniano modo de ladear la cabeza, además de una gracia verdaderamente felina»— y Ramona, «cuya ágil delgadez ocultaba apenas el oleaje de voluptuosidad que bajo ella se agitaba».

Verdaderamente horrorizado, sólo puedo decir que es muy posible que ésta sea la peor novela salida de pluma de mujer o de animal. Rechazarla lo antes posible.

¡Ah, listísimo y arrogante jovenzuelo! ¡Cómo gozaba, entre risas ahogadas, mientras destripaba aquellos desvalidos, desamparados e infraliterarios corderuelos! Además, no me arredraba dar aquel suave puyazo en las costillas de McGraw-Hill y su tendencia a publicar fútiles libros «divertidos» que incluso podían ser extractados en las páginas del Reader’s Digest como un avance de peso (aunque mis bromas contribuyeron, con toda probabilidad, a mi caída).

La compañera del fontanero, de Audrey Wainwright Smilie. Literatura no novelada.

Lo único que vale la pena de este libro es su título, que tiene suficiente gancho, y vulgaridad, para ser tragado por McGraw-Hill. La autora es realmente una mujer, casada —como deja entender el título— con un fontanero; ambos viven en un suburbio de Worcester, Massachusetts. Sin gracia alguna, aunque son visibles los esfuerzos para hacer reír en cada página, estas ilusiones de analfabetos son un intento de conferir romanticismo a lo que sin duda es una existencia de las más espantosas. Para ello, la autora pretende equiparar las vicisitudes cómicas de la vida doméstica de la pareja con las de un cirujano del cerebro en su hogar. Lo mismo que el médico, señala la autora, el fontanero es requerido día y noche por sus clientes; como el del médico, el trabajo del fontanero es complejo e implica exposición a los gérmenes; y ambos llegan a veces a casa oliendo mal. Los subtítulos de los capítulos son altamente demostrativos del humor que presiden, tan flojo que ni siquiera se presta a ser descrito como escatológico: «Apaño de un glu-glu o la rubia en la bañera», «Drenaje para los nervios» (Drenaje, ¿se da usted cuenta?), «Período de flujo», «Estudio en marrón», etc. Este manuscrito llegó sucio y viscoso, después de haber sido ofrecido a y examinado por —según dice la autora en su carta— Harper, Simon & Schuster, Knopf, Random House, Morrow, Holt, Messner, William Solane, Rinehart y ocho editoriales más. En la misma carta, la autora expresa su desesperación respecto a este original —en torno al cual gira actualmente toda su vida— y (no bromeo) añade una velada amenaza de suicidio. Me disgustaría ser responsable de la muerte de alguien, pero es absolutamente necesario que este libro no se publique jamás. ¡Rechazarlo! (¿Por qué he de seguir leyendo estas mierdas?)

Nunca habría podido hacer observaciones como estas últimas, ni aludir de manera tan burlona a la editorial McGraw-Hill, si no hubiera sido por el hecho de que el redactor jefe, que estaba por encima de mí y leía todos mis informes, era un hombre que compartía mi desilusión respecto a nuestros patronos y al vasto y desalmado imperio levantado para sostenerlos. Hombre de mirada soñolienta, inteligente, derrotado, pero con una base de inextinguible buen humor, mi superior era un irlandés llamado Farrell que había trabajado por espacio de varios años en publicaciones de McGraw-Hill como Espuma de goma mensual, El mundo de la prótesis, Noticias sobre pesticidas y El minero norteamericano a cielo abierto, hasta que, hacia sus cincuenta y cinco años, fue destinado a la sección industrial y comercial de la casa, más tranquila y menos febril, donde las horas transcurrían para él en su despacho al ritmo de las chupadas que daba a la pipa mientras leía a Yeats y a Gerard Manley Hopkins, o examinaba por encima mis informes con aire tolerante, creo, pensando al mismo tiempo con avidez en su próximo retiro en el Ozone Park. Lejos de ofenderle, rnis pullas a McGraw-Hill solían divertirle, cosa nada extraña dado el tono general de mis críticas. Hacía tiempo que Farrell había caído en aquella placidez sin ambiciones —que más bien parecía pereza— en la que la empresa editorial, como en una enorme colmena, acababa por sumir a sus empleados, incluso a los más ambiciosos; y como el hombre sabía que las probabilidades de que yo encontrara un original que no fuera condenable era de una contra diez mil, creo que pensaba que no había nada malo en que yo bromeara un poco. Uno de mis informes más largos (si no el más largo), que guardo todavía como un tesoro, sobre todo por haber sido el único que escribí cediendo a algo parecido a la compasión, es éste:

Harald Haarfager, una saga, de Gundar Firkin. Poesía.

Gundar Firkin no es un seudónimo sino un nombre verdadero. Los nombres de los escritores tan malos como éste parecen extraños o artificiales hasta que uno descubre que son reales. ¿Puede tener esto algún significado? El original de Harald Haarfager, una saga, llegó sin que lo solicitáramos ni por correo ni a través de agente alguno; fue puesto en mis manos por su propio autor. Firkin apareció en la antesala hace una semana con dos maletas y una caja de cartón llena de originales. La señorita Meyers dijo que el hombre quería ver a un redactor. Era un tipo, según me pareció a mí, de unos sesenta años, algo cargado de espaldas, pero fuerte y de talla media; su rostro, que parecía curtido por el aire libre, mostraba unas cejas grises, una boca suave y los ojos más tristes y melancólicos que hubiese visto alguna vez. Llevaba un gorro de cuero negro de campesino, de esos cuyas orejeras pueden echarse hacia arriba o hacia abajo a voluntad, y un grueso chaquetón con cuello de lana. Tenía unas manazas de las que sobresalían unos nudillos ásperos y rojos. La nariz le goteaba un poco, Dijo que quería entregar un original. Parecía muy cansado, y, cuando le pregunté de dónde venía, me dijo que acababa de llegar en aquel momento a Nueva York, después de un viaje de tres días y tres noches en un coche de línea procedente de un lugar llamado Turtle Lake, Dakota del Norte. «¿Sólo para entregar este original?», le pregunté. «Sí», me respondió.

Añadió entonces que McGraw-Hill era la primera editorial que visitaba, lo que me sorprendió, pues esta firma no suele ser la editorial preferida, ni siquiera entre escritores tan difícilmente reconocibles como Gundar Firkin. Cuando le pregunté cómo había llegado a aquella extraordinaria elección, contestó que, en realidad, había sido una cuestión de suerte. Ya sabía que McGraw-Hill no era la primera casa editora de su lista. Me contó que, al detenerse el coche de línea varias horas en Minneapolis, se había dirigido a la central de teléfonos en busca de las «páginas amarillas» de Manhattan. Como no quería cometer la gamberrada de arrancar una página de la guía telefónica, se pasó más de una hora copiando con un lápiz los nombres y direcciones de todas las editoriales de la ciudad de Nueva York. Tenía intención de comenzar por orden alfabético, creo que por Appleton, y agotar la lista, si era necesario, hasta Ziff-Davis. Pero cuando, después de la última etapa de su viaje, salió de la estación de coches de línea de Port Authority y vio que, a una manzana de casas hacia el este, se alzaba el monolito esmeralda de nuestra editorial con su intimidador letrero McGRAW-HILL, se olvidó del orden alfabético y se presentó aquí.

El hombre parecía tan agotado y aturdido —luego dijo que nunca había estado en ningún lugar al este de Minneapolis—, que pensé que lo menos que podía hacer era llevármelo a la cafetería de abajo. Allí sentados, me habló de él. Era hijo de inmigrantes suecos —su nombre primitivo era «Firking» pero, de algún modo, la «g» había desaparecido—, y había cultivado trigo toda su vida cerca de Turtle Lake. Veinte años antes, hacia los cuarenta, una compañía minera descubrió grandes depósitos de carbón en el subsuelo de sus tierras y, aunque nunca llegaron a excavarlas, aceptó su cesión a cambio de cobros a largo plazo sobre el precio puesto a la propiedad, lo que solucionaría todos sus problemas económicos durante el resto de su vida. Era soltero, y con demasiado apego a su manera de ser para abandonar las labores del campo, pero así también dispondría del tiempo necesario para iniciar un proyecto que siempre había ansiado convertir en realidad. Se trataba de escribir un poema épico basado en uno de sus antepasados noruegos, Harald Haarfager, que en el siglo XIII había sido un conde, un príncipe o algo por el estilo. Huelga decir que mi corazón se hundió y se rompió a un tiempo ante tamaña noticia. Pero permanecía sentado, sin mover ni un músculo de mi rostro, mientras decía, sin parar de dar palmaditas a la caja que contenía el manuscrito: «Sí, señor. Veinte años de trabajo. Aquí está. Aquí lo tiene usted».

Pero mi estado de ánimo no tardó en cambiar. Firkin, a pesar de su aspecto de paleto, era muy inteligente y hablaba con mucha coherencia. Parecía haber leído mucho —mitología escandinava en especial—, y sus novelistas favoritos eran, claro, escritores como Sigrid Undset, Knut Hamsun y esos dos anticuados del Medio Oeste que son Hamlin Garland y Willa Cather. ¿Y si, después de todo, hubiese descubierto una especie de diamante en bruto, un genio no revelado? Al fin y al cabo, un gran poeta como Whitman sobresalió pese a su tosca excentricidad inicial y a haber comenzado ofreciendo de puerta en puerta sus discutibles originales. Así que, después de una larga conversación (yó había comenzado a llamarlo Gundar), le dije que me encantaría leer su libro, previniéndolo, sin embargo, de que McGraw-Hill no era particularmente «fuerte» en el campo de la poesía, tras lo cual volvimos a tomar el ascensor para regresar a mi despacho. Entonces sucedió algo horrible. Mientras me despedía de él diciéndole que comprendía su deseo de recibir una respuesta lo antes posible después de veinte años de trabajo, y asegurándole que procuraría leer cuidadosamente su manuscrito con la esperanza de poder contestarle al cabo de algunos días, me di cuenta de que se disponía a marcharse con una sola maleta de las dos que llevaba. Al mencionárselo sonrió y, volviendo hacia mí aquellos ojos graves, melancólicos y soñadores de hombre de tierra adentro, me dijo: «Ah, creí que ya se lo había figurado… Esta maleta contiene el resto de mi saga».

Lo digo en serio: debe de ser la obra literaria más pesada escrita jamás por mano humana. La llevé al departamento de envíos postales y la hice pesar por el muchacho encargado de la báscula, la cual marcó diecisiete kilos y medio: siete cajas de cartón de dos kilos y medio con un total de 3.850 hojas mecanografiadas. La saga está escrita en una especie de inglés que podría parecer de la pluma de Dryden imitando burlonamente a Spenser, si uno no conociera la terrible verdad: las noches y días de veinte años en la gélida estepa de Dakota, soñando en la antigua Noruega, garrapateando mientras el salvaje viento procedente de Saskatchewan ulula a través del ondeante trigo:

¡Oh, tú, gran jefe, HARALD, qué grande es tu dolor!

¿Dónde estarán los ramilletes con que ella se engalanó para ti?

El viejo solterón, llegando a la estrofa número cuatro mil, mientras el ventilador eléctrico agita el sofocante calor de la pradera:

No cantéis, nibelungos, no cantéis más

las canciones que HARALD hizo para ensalzarla;

sólo queda en el luto el recuerdo de lo que fuiste,

¡oh, negra maldición!

Es la hora de morir, como lo fue tiempo ha,

¡oh, funéreo verso!

Mis labios tiemblan, mi vista se empaña, no puedo seguir. Gundar Firkin se hospeda en el hotel Algonquin (donde tomó habitación tras habérselo sugerido yo con cruel inconsciencia) esperando una llamada telefónica que mi exceso de cobardía me impide hacer. En mi opinión debe rechazarse el libro, aun sintiéndolo, incluso con cierta pena.

Tal vez mis exigencias de perfección fueran demasiado elevadas o la calidad de los libros resultase horrorosa pero, en cualquier caso, no recuerdo haber recomendado la aceptación de uno solo de los libros que leí durante mis cinco meses en McGraw-Hill. Y he de reconocer la ironía implícita en el hecho de que, entre los libros que yo había rechazado, el único que encontró después una editorial dispuesta a publicarlo fue una obra que no decayó ni permaneció desconocida por falta de lectores. Desde aquellos días, he tratado de imaginarme la reacción de Farrell o de cualquier otro superior jerárquico cuando ese libro fue impreso por una editorial de Chicago un año después de que yo hubiera dejado el opresivo, enorme y macizo edificio McGraw-Hill. Sin duda mi informe debe de haber quedado grabado perennemente en la memoria de alguien situado en los más altos escalones de la firma, y este mismo veterano tiene que haber vuelto más de una vez a los archivos, con Dios sabe qué mezcla de crueles sensaciones de pérdida y de desaliento, para releer mi frío rechazo, con todas sus desastrosas cadencias llenas de pedantería.

… por lo tanto, representa un alivio, después de estos amargos meses, descubrir un original con un estilo de prosa que no causa fiebre, jaqueca o náusea; en este sentido, la obra es digna de algún elogio. La idea de un hombre a la deriva en una balsa ha de despertar cierto interés. Pero en su mayor parte se trata de una larga, solemne y tediosa navegación por el Pacífico, más adecuada, creo, para que la publique drásticamente podada y reducida, una revista como la National Geographic Magazine. Podría comprarla, tal vez, la editorial de alguna universidad, pero terminantemente no es para nosotros.

Así fue como traté ese gran clásico de la aventura moderna conocido por Kon-Tiki. Algunos meses más tarde, al observar que este libro seguía siendo, increíblemente, el número uno en la lista de bestsellers semana tras semana, llegué a justificar mi ceguera diciéndome que, si McGraw-Hill me hubiera pagado algo más de noventa centavos por hora, quizás habría sido más sensible al nexo existente entre los buenos libros y el vil metal.

Mi hogar era, en aquel tiempo, un minúsculo cubículo de dos metros y medio por cuatro y medio en un edificio de la calle Once Oeste, situado en el Village y perteneciente al grupo de construcciones University Residence Club. A mi llegada a Nueva York, este lugar me había atraído no sólo por su nombre, que traía a mi imaginación la camaradería propia de la Ivy League,[3] mesas cubiertas de bayeta en el salón de tertulia y, esparcidos sobre ellas, ejemplares del New Republic y de la Partisan Review, criados de cierta edad con levita yendo de un lado a otro llevando mensajes y encargándose de todo lo que uno necesitara, sino por sus reducidos precios: diez dólares semanales. La semejanza con la Ivy League resultó ser, por supuesto, una necia ilusión. El University Residence Club no era más que un pequeño bloque sobre un hotel de mala muerte, y difería hasta tal punto de los apartamentos de la calle Bowery, por ejemplo, que la denominación de «privado» que se daba a los alojamientos era tan nominal que se reducía a una puerta cerrada con llave. Todo lo demás, incluida la pensión, se parecía mucho al resto del edificio, un hotelucho, excepto en los pequeños detalles. Paradójicamente, el decorado de los cuartos era admirable, casi elegante. Desde una ventana con incrustaciones de mugre, la única de mi habitación, que era interior y se hallaba en el cuarto piso, podía dirigir la mirada hacia el encantador jardín de una casa de la calle Doce Oeste, y a veces, contemplar a los que yo consideraba dueños de aquel edén: un hombre de aire joven siempre vestido con trajes de cheviot, a quien yo imaginaba como un astro ascendente de los que aparecían en The New Yorker o en Harper’s, y su rubia y vivaracha esposa, sorprendentemente bien proporcionada que pirueteaba por el jardín en pantalones o en traje de baño, retozaba con un ridículo y excesivamente atildado podenco afgano, o yacía, piernas y brazos abiertos, en una poltrona marca Abercrombie & Fitch, donde yo la poseía de pensamiento, hasta quedar agotado, después de lanzarle con mi mirada un sinfín de dardos de deseo silenciosos, lentos y certeros.

Por aquel entonces, la sexualidad, o más bien su ausencia, con la ayuda de aquella monada de jardincillo, sin olvidar las personas que lo ocupaban, parecía ponérseme delante para hacer aún más insoportable el degenerado carácter del University Residence Club y agravar mi pobreza, mi soledad y mi condición de marginado. Los clientes de aquel edificio, todos masculinos, la mayoría de media edad y aun más viejos, gente a la deriva o fracasada cuyo próximo paso atrás los conduciría a un barrio de mala vida, desprendían una agria emanación de vino y desesperación cada vez que nos ladeábamos para hacernos paso al cruzamos en los estrechos y descascarillados pasillos. No un viejo y amable conserje, sino algunos empleados con aspecto de reptil (todos con este tono de piel verdoso propio de los seres privados de luz diurna) montaban guardia en el vestíbulo, iluminados por la trémula luz de una bombilla que pendía del techo; también hacían funcionar el único y crujiente ascensor, misión que cumplían tosiendo y rascándose, llenos de hemorroidales torturas, durante la interminable ascensión al cuarto piso donde tenía mi habitación, en la que aquella primavera, noche tras noche, me confinaba como un anacoreta medio loco. La necesidad me había obligado a soportar todo esto, no sólo porque no tenía dinero suficiente para darme una vida más amena, sino porque, siendo relativamente nuevo en la metrópoli y sintiendo menos timidez que orgulloso retraimiento, carecía tanto de la iniciativa como de la oportunidad de hacer amigos. Por primera vez en mi vida, que a lo largo de los años había sido a veces neciamente gregaria, descubrí el dolor de la soledad no deseada. Como un criminal súbitamente reducido a solitario confinamiento, me encontré alimentándome de la grasa aún no quemada de unos recursos somáticos interiores cuya existencia apenas conocía. Cierto atardecer de mayo, en el University Residence Club, mientras contemplaba la mayor cucaracha que hubiese visto ramonear alguna vez mi ejemplar de La poesía y la prosa completas de John Donne, vi de pronto el rostro de la soledad, y me percaté de que, sin lugar a dudas, era un rostro desagradable y despiadado.

Así pues, durante aquellos meses, raras veces varió mi programa vespertino. A las cinco de la tarde, al salir de McGraw-Hill, tomaba el metro de la Octava Avenida (cinco centavos) y, tras haber bajado en Village Square, me dirigía directamente a una tienda de comestibles selectos situada en una esquina cercana y compraba tres latas de cerveza Rheingold; todo lo que mi severa y presupuestaria conciencia me permitía. Y, de allí, a mi cuartito, donde me echaba en la cama de fragantes sábanas con olor de Clorox, lavadas hasta la transparencia, y leía hasta que se calentaba la última de mis cervezas (cosa de una hora o así). Por suerte, me hallaba en la edad en que leer es todavía una pasión y, por lo tanto, a falta de un matrimonio feliz, el mejor recurso posible para sobrellevar la soledad. De otro modo, no habría podido aguantar aquellos anocheceres. Pero yo era un lector inmoderado y, además, disparatadamente ecléctico, con una inclinación tan marcada por la palabra escrita —casi por toda palabra escrita— que rozaba lo erótico. Lo digo en sentido literal, y si no fuera porque he cambiado impresiones al respecto con personas que me confesaron haber tenido en su juventud esta misma sensibilidad, sé que ahora me expondría a la incredulidad y a la burla confesando que recuerdo muy bien los tiempos en que la perspectiva de pasar media hora de deleite leyendo la guía telefónica me causaba una ligera, pero perceptible, tumescencia.

En cualquier caso, leía siempre a aquella hora —Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, fue precisamente uno de los libros que me mantuvo cautivo aquella temporada— y, a las ocho o las nueve, salía para cenar. ¡Qué cenas! De qué modo tan vivo subsiste todavía en mi paladar el seboso resabio del bistec de Salisbury comido en Bickford’s, o la vista de la tortilla del Oeste consumida en Riker’s, en la que una noche, a punto de desmayarme, descubrí unas plumas casi incorpóreas y un pico embriónico… O el recuerdo del cartílago incrustado como un tumor en las chuletas de cordero en la cafetería Atenas, chuletas con sabor de oveja anciana, acompañadas de glutinoso puré de patatas rancio, visiblemente reconstituido con refinada astucia a base de algún excedente de patatas deshidratadas de algún almacén gubernamental. Pero yo era un inocente desconocedor de la gastronomía neoyorquina como lo era de muchas otras cosas, y como lo sería durante mucho tiempo hasta enterarme de que el mejor plato que se podía conseguir en la ciudad por menos de un dólar era un par de hamburguesas y un trozo de tarta en uno de los establecimientos White Tower.

De vuelta a mi cubículo, tomaba salvajemente un libro y me zambullía una vez más en mi mundo artificial para leer sin parar hasta las primeras horas de la madrugada. No obstante, en más de una ocasión me veía obligado a hacer lo que yo consideraba, lleno de fastidio, como mis «deberes en casa», es decir, la composición de elogios editoriales para las sobrecubiertas de los libros de próxima publicación por McGraw-Hill. A decir verdad, recuerdo que fui admitido en la editorial sobre todo como resultado de una prueba consistente en redactar uno de estos elogios para un libro ya publicado por McGraw-Hill: La historia del Edificio Chrysler. Mi lírico pero vigoroso texto impresionó tanto a Farrell que no sólo fue un factor determinante en mi obtención de la plaza, sino que obviamente le hizo pensar que yo podría producir semejantes maravillas para otros libros. Creo que lo decepcioné en gran manera cuando vio que yo no podía repetirme, ni una sola vez; porque, sin que Farrell lo supiera y percibiéndolo yo sólo en parte, el síndrome de desesperación y agotamiento de que adolecía a veces McGraw-Hill había reaparecido. Sin querer admitirlo plenamente, yo había comenzado a detestar lo que era una caricatura de mi trabajo. Yo no era un redactor, sino un escritor, un escritor con el mismo ardor y las mismas alas encumbradas de los Melville, los Flaubert, los Tolstói o los Fitzgerald, que tenían el poder de arrancarme el corazón del pecho y quedarse cada noche con una parte de él, y, juntos o por separado, exhortarme a seguir su incomparable vocación. Mis intentos por producir elogiosas sobrecubiertas me llenaron de un profundo sentimiento de degradación, sobre todo por tratarse de ensalzar libros que no tenían nada que ver con la literatura, sino con su antagonista acérrimo: el comercio. He aquí un fragmento de una de estas alabanzas, que no pude terminar:

Del mismo modo que la epopeya del papel es básica para la historia de los sueños norteamericanos, el nombre de Kimberly-Clark es fundamental para la historia del papel. Tras haber comenzado como una humilde manufactura «de un solo caballo» en la soñolienta ciudad de Neenah, Wisconsin, a orillas de un lago, la Kimberly-Clark Corporation es ahora un verdadero gigante de la industria mundial del papel, con fábricas en trece estados de nuestro país y en otras ocho naciones. Por satisfacer un sinnúmero de necesidades humanas, muchos de sus productos —el más famoso de los cuales es, indudablemente, el Kleenex— se han vuelto tan familiares que sus nombres han pasado al lenguaje corriente…

Un párrafo como éste me exigía horas. ¿Debía decir «indudablemente» o «sin duda»? ¿«Sinnúmero» o «muchísimas»? ¿«Corriente» o «común»? Durante su redacción, no paraba de pasear por mi celda lleno de aturdimiento, pronunciando vocablos sin sentido a la vez que luchaba con el ritmo de la prosa y reprimía las ganas de masturbarme que, por alguna razón, siempre acompañaban esta tarea. Finalmente, vencido por el furor, me encontraba voceando «¡No! ¡No!» a las paredes de cartón de fibras, y luego me lanzaba hacia la máquina de escribir, con la que, mascullando aviesas palabras, mecanografiaba una variación del texto con rápida inspiración de estudiante de segundo año de universidad dotado de bastante mala intención, pero también por fortuna, de cierta voluntad de enmienda.

Las estadísticas de Kimberly-Clark causan vértigo al señalar:

—Se estima que si, durante un solo mes de invierno, todos los mocos recogidos al sonarse las narices con pañuelos Kleenex en los Estados Unidos y el Canadá se esparcieran sobre la superficie de juego del Yale Bowl, la capa así formada tendría un espesor de medio metro…

—Se ha calculado que si todas las vaginas que usan Kotex durante un solo período de cuatro días en los Estados Unidos se alinearan una al lado de otra, cubrirían un trecho tan largo como el que existe entre Boston y White River Junction, en Vermont…

Al otro día, Farrell, siempre bondadoso y tolerante, observaría con mirada irónica mis proposiciones sin dejar de mascar sú bolígrafo y, después de decir: «Esto no es exactamente lo que teníamos pensado», sonreiría comprensivo entre dientes y me pediría que, por favor, hiciera un nuevo intento. Y por no encontrarme todavía en un estado de completo descamo, quizá porque algún vestigio de ética presbiteriana conseguía aún refrenarme, probaría de nuevo aquella noche, volvería a intentarlo con toda mi pasión y todas mis fuerzas… en vano. Después de sudorosas horas, abandonaría y volvería al relato de Faulkner titulado «El oso», o reanudaría la lectura de Memorias del subsuelo o Billy Budd, o, simplemente, como tantas otras veces, perdería el tiempo ante la ventana, mirando fijamente el jardín encantado. Y allá abajo, en el dorado atardecer primaveral de Manhattan, en un ambiente de indolente cultura, del que yo sabía que quedaría siempre excluido, comenzaría la velada en casa de los Winston Hunnicut, nombre pomposo e imaginario con que yo había bautizado a mi pareja de vecinos. La rubia Mavis Hunnicut aparecía sola en el jardín por un instante, vestida con una blusa y unos ajustadísimos pantalones largos; después de echar una rápida mirada furtiva al opalescente cielo vespertino, daría un súbito meneo a su hermosa cabellera con un gracioso movimiento de cabeza y después se inclinaría hacia delante para coger unos tulipanes del macizo de flores. En esta adorable posición, quizá no tuviera conciencia de los efectos que causaría en un solitario redactor adjunto de Nueva York. Pero… los está causando. Me siento dominado por la lujuria, es algo que puede tocarse, una especie de trompa de elefante hecha de deseo; es larguísima, se desliza hacia abajo sobre las mugrientas paredes del miserable edificio, se desenrolla a través de un seto y avanza, con un movimiento ondulante y obsceno, hasta un punto muy cercano a Mavis, que sigue con el trasero al aire. Como resultado de una silenciosa y rápida metamorfosis, soy yo mismo quien se halla ahora en aquel lugar; sí, priápico, famélico de hembra, aunque finamente controlado. Con suavidad, mis brazos rodean a Mavis, mis manos se ahuecan bajo sus pechos de miel que flotan, libres, dentro de la blusa. «¿Eres tú, Winston?», susurra ella. «No, soy yo —respondo, como amante suyo que soy—, deseo hacerlo como los perros, ¿quieres?» «Oh, sí, vida mía… enseguida», contesta mi adorada.

En estas demenciales fantasías, lo único que me impedía una cópula inmediata en la tumbona marca Abercrombie & Fitch era la súbita entrada de Thornton Wilder en el jardín. O de e. e. cummings. O de Katherine Anne Porter. O de John Fíersey. O de Malcolm Cowley. O de John P. Marquand. Era el momento en que, volviendo a la realidad con un pinchazo en la libido, me encontraba de nuevo tras los cristales de mi ventana, desde donde saboreaba, con anhelante corazón, una de las fiestas que solían tener lugar allá abajo. Me parecía perfectamente lógico que los Winston Hunnicut, aquella gregaria y vistosa pareja (cuya sala de estar a nivel del jardín me permitía, a veces, una mirada llena de celos a las modernas estanterías de estilo danés repletas de libros), tuvieran la ocasión y la enorme fortuna de vivir en un mundo poblado de escritores, poetas, críticos y otros tipos literarios; por eso, uno de aquellos atardeceres, mientras caía suavemente el crepúsculo y la terraza comenzaba a llenarse de gente bien vestida, habladora y sofisticada, discerní en la penumbra las caras de todos los inalcanzables héroes y heroínas en que siempre había soñado desde el momento en que mi desventurado espíritu se vio atrapado por la magia de la letra impresa. Aún no conocía personalmente a un solo autor de un libro publicado —con la excepción del viejo y andrajoso ex comunista que he citado anteriormente, el que olía a ajos y a sudor de antiguos encarcelamientos—, por lo que aquella primavera las reuniones de los Hunnicut, frecuentes y de larga duración, dieron a mi imaginación la oportunidad de hacer los más fantásticos vuelos jamás llevados a cabo por un joven idólatra herido por el amor a las letras. ¡Allí estaba Wallace Stevens! ¡Y Robert Lowell! ¿Y aquel caballero del bigote, que miraba más bien furtivamente desde la puerta? ¿Era posible que fuese Faulkner? Se rumoreaba que en aquel momento se hallaba en Nueva York. La mujer de aspecto jovial, de peinado en forma de moño, con aquella interminable sonrisa… seguramente era Mary McCarthy. El hombre bajete de cara rubicunda y expresión sardónica no podía ser otro que John Cheever. Ya en la media luz crepuscular, una aguda voz de mujer gritó: «¡Irwin!», y, al flotar aquel nombre hasta mi mugriento observatorio, noté que mi corazón latía descompasadamente. En realidad estaba demasiado oscuro para poder asegurarlo, y además estaba vuelto de espaldas, pero ¿podía ser el hombre que escribió Las muchachas con sus vestidos veraniegos aquel tipo corpulento con aire de luchador cercado por un par de chicas con sus extasiadas caras vueltas hacia arriba como dos flores?

Todos aquellos asistentes a las fiestas de los Hunnicut —ahora me doy cuenta de ello— debían de pertenecer al mundo de la publicidad, a Wall Street o a alguna otra profesión hueca, pero por aquel entonces me mantenía firme en mi autoengaño. Cierta noche, sin embargo, poco antes de mi expulsión del imperio McGraw-Hill, experimenté un violento torbellino de emociones que marcó el final de mi contemplación del jardín. Aquella noche me hallaba ante la ventana, mi acostumbrado puesto de observación, con la mirada fija en el familiar trasero de Mavis Hunnicut, mientras ella se entregaba a los pequeños gestos y movimientos que me habían hecho desearla: aquel tirar de la blusa, aquel echarse atrás un rubio mechón con el dedo. No estaba sola; hablaba con Carson McCullers y con un pálido y alto personaje de aspecto inglés con cierto parpadeo de miope que no podía ser otro que Aldous Huxley. ¿De qué demonio estarían hablando? ¿Sartre? ¿Joyce? ¿De viejas cosechas de vinos? ¿De los soleados lugares del sur de España? ¿Del Bhagavad-Gîtâ? No, hablaban, pura y simplemente, de los alrededores —de estos alrededores—, porque el rostro de Mavis mostraba agrado y animación en tanto que no paraba de gesticular, señalando las paredes del jardín cubiertas de hiedra, la minúscula alfombra de césped, el surtidor burbujeante y el milagroso macizo de tulipanes de vivos colores que parecía caído del cielo, allí, en medio de tantas deformidades urbanas. «Si no fuera por…», parecía decir, con una expresión cada vez más adusta y enojada. «Si no fuera por…» Y entonces dio una airosa media vuelta para amenazar el University Residence Club con un pequeño y furioso puño, una monada de puño, pero tan prominente, tan cruentamente agitado que parecía imposible que no llegara a darme en la nariz. Me sentí iluminado por el más potente de los focos, y mientras mi dolorido corazón latía con desbocada fuerza, estoy seguro de que pude leer en sus labios: «¡Si no fuera por esa horrenda mole que tanto ofende a la vista, con toda esa chusma espiándonos!».

Pero estaba escrito que mi tormento en la calle Once no duraría mucho más. En cierto modo, me habría gustado que el fin de mi empleo hubiese sido provocado por el episodio de la Kon-Tiki. Pero el declive de mi suerte en la firma McGraw-Hill comenzó con la llegada de un nuevo redactor jefe, a quien yo llamé enseguida Weasel[4] (casi un anagrama de su verdadero apellido). Weasel fue incorporado a la editorial para darle un tono del que carecía. En aquel tiempo, el hombre era conocido en los medios editoriales principalmente por sus relaciones con Thomas Wolfe, del que había sido editor después de dejar a Scribner y a Maxwell Perkins, y por haber ayudado a dar cierto orden y continuidad literaria al cúmulo de obras que el escritor dejó sin publicar a su muerte. Aun cuando se daba la coincidencia de que Weasel y yo éramos del Sur —relación que, en los alrededores de Nueva York, donde abundan los forasteros, tiende inicialmente a fortalecer las relaciones de los sureños—, nos miramos inmediatamente con mutua aversión. Weasel era un tipo casi cincuentón, tirando a calvo y francamente antipático. Nunca he sabido lo que pensaba exactamente de mí —sin duda, el estilo demasiado libre y desenfadado de los informes de los originales que yo leía tuvieron algo que ver con su reacción negativa—, pero siempre lo tuve por un hombre frío, impenetrable, sin humor, con el yo hipertrofiado y una actitud distante que dejaba adivinar al hombre que ha sobrevalorado fatuamente sus logros. En las reuniones del personal de la editorial, le gustaba decir cosas como: «Wolfe solía decirme…», o: «Cuando Tom me escribió tan elocuentemente poco antes de su muerte…».

Su identificación con Wolfe era tan completa que parecía su otro yo, cosa que me resultaba penosísima porque, como tantos otros jóvenes de mi generación, había sido un adorador de Wolfe, y habría dado cuanto tenía para poder pasar una tranquila y entrañable velada con un hombre como Weasel, sonsacándole nuevas anécdotas sobre el maestro y exclamando: «¡Caramba, esto no tiene precio!» y frases por el estilo ante cualquier maravillosa historia sobre el gigante y sus agudezas, sus correrías y sus tres toneladas de originales. Pero Weasel y yo evitábamos mutuamente todo contacto. Entre otras cosas, él era rigurosamente convencional, lo que le había permitido adaptarse enseguida a la idiosincrasia incolora y superconservadora de McGraw-Hill. En cambio, yo aún tenía muchos bríos en todos los sentidos de esta expresión, y debía tomarme a broma no sólo toda la orientación del sector de la editorial dedicado a la publicación de libros, que mis fatigados ojos veían como una tarea pesada y desagradable, sino también el estilo, las costumbres y los procedimientos del mundo de los negocios que se reflejaban en aquel lugar. Porque McGraw-Hill era, al fin y al cabo, a pesar de su seria apariencia literaria, un monstruoso paradigma del comercio norteamericano. Así que, con un hombre con tan poca imaginación al lado de los que llevaban el timón de la compañía, yo no podía por menos de pensar que no tardaría en encontrarme ante serios problemas y que mis días en McGraw-Hill estaban contados.

Un día, poco después de haber asumido su parcela de mando, Weasel me llamó a su despacho. Tenía un rostro ovalado y grasiento y unos ojos pequeños, de mirada hostil, como los de una comadreja, por lo que me parecía imposible que un hombre como aquél se hubiera ganado la confianza de alguien tan sensible a los matices de la presencia física como Thomas Wolfe. Weasel me indicó con la mano que me sentara y, después de pronunciar unas forzadas palabras de cortesía, fue directo al asunto, es decir, mi claro fracaso, desde su punto de vista, respecto a la necesidad de ajustarme a ciertos aspectos del «perfil» de McGraw-Hill. Era la primera vez que oía aquella palabra en una acepción distinta de la visión lateral de la cara de una persona, y, mientras Weasel hablaba, yo me sentía cada vez más desconcertado respecto a cuáles serían mis fallos, pues estaba seguro de que el bueno de Farrell no había hablado mal de mí o de mi trabajo. Pero resultó que mis errores eran indumentarios y, tangencialmente por lo menos, políticos.

—He visto que no lleva usted sombrero —dijo Weasel.

—¿Sombrero? —respondí—. Pues… no.

Yo nunca había tenido gran afición a cubrirme la sesera, pues creía que los cubrecabezas tenían su lugar y su momento. A decir verdad, desde que había dejado la infantería de Marina dos años antes, jamás había pensado que llevar sombrero, gorra o gorro fuera algo a lo que alguien pudiese obligarte. La libre elección de lo que deseara ponerme era un derecho democrático que me asistía, y por esto no había concedido nunca la menor atención a este extremo.

—En McGraw-Hill, todos llevan sombrero —dijo Weasel.

—¿Todos? —contesté.

—Todos —replicó él con frialdad.

Sí, sí, al reflexionar un poco sobre lo que me estaba diciendo, me di cuenta de que era cierto: allí todos llevaban sombrero. Por la mañana, por la tarde y a la hora de comer, los ascensores y los pasillos eran un ondeante mar de sombreros de paja y de fieltro, todos colocados sobre el pelaje de corte uniforme y reciente del regimiento de paniaguados de McGraw-Hill. Esto era al menos cierto por lo que se refería a los hombres; en cuanto a las mujeres, la cosa parecía opcional, principalmente para las secretarias. Luego, la aserción de Weasel era indiscutiblemente correcta. Lo que hasta entonces me había pasado por alto, y no advertiría hasta aquel momento, era que llevar sombrero no era allí una cuestión de elegancia, sino algo obligatorio, como buena parte de la vestimenta del personal de McGraw-Hill, como las camisas abiertas marca Arrow con botones de arriba abajo y los holgados trajes de franela Weber & Heilbroner usados por cuantos llenaban la verde torre, desde los vendedores de libros de texto hasta los redactores —dominados siempre por la ansiedad— de la publicación Aprovechamiento de los desperdicios sólidos. En mi inocencia, no me había dado cuenta de que en ningún momento contribuí a esa uniformidad pero, al percatarme ahora de ello, reaccioné con una mezcla de resentimiento e hilaridad y, claro, no supe qué responder a la solemne indicación de Weasel.

—¿Podría preguntarle en qué otras cosas no me he ajustado al «perfil»?

—No puedo dictarle cuáles han de ser sus preferencias respecto a la lectura de periódicos, ni tampoco quiero hacerlo —respondió mi superior—, pero no está bien que un empleado de McGraw-Hill sea visto con un ejemplar del New York Post. —Hizo una pausa—. Este consejo es sólo por su bien. Huelga decir que puede usted leer lo que le guste, pero en su tiempo libre y en privado. No resulta… decoroso ver a los redactores de McGraw-Hill leyendo publicaciones radicales en su despacho.

—Entonces, ¿qué he de leer? —A la hora del bocadillo había adquirido la costumbre de bajar a la calle Cuarenta y dos para comprar un ejemplar de la primera edición vespertina del Post junto con un emparedado; devoraba ambos en mi despacho durante la hora que se me concedía. Era mi única lectura de prensa del día. Por entonces, no era tan políticamente ingenuo como para considerarme un indiferente, un «pasota», y leía el Post no por sus editoriales liberales o por las columnas de Max Lerner, que solían aburrirme, sino por su airoso estilo periodístico de gran ciudad y sus atractivos reportajes sobre el haut monde, especialmente los de Leonard Lyons. Sabía, pues, que mi respuesta a Weasel no iba a incluir mi propósito de renunciar a aquel diario, ni mi intención de detenerme en Wanamaker’s para comprar un puerco sombrero—. Me gusta el Post —dije algo irritado—. ¿Qué cree que debiera leer en su lugar?

—El Herald Tribune sería más apropiado —dijo arrastrando las palabras al estilo de su Tennessee y con una extraña frialdad—, o también el News.

—Pero si se publican por la mañana…

—Entonces, pruebe el World-Telegram. O el Journal-American. El sensacionalismo es preferible al radicalismo.

Sabía que el Post apenas si era radical, y estuve a punto de decirlo, pero me contuve. Pobre Weasel… Su frialdad de pescado no impedía que yo sintiera cierta lástima por él, pues me daba cuenta de que las riendas con que quería refrenarme no eran obra suya; algo me decía, en su manera de expresarse (¿acaso un leve indicio de disculpa o una débil y trasnochada muestra de simpatía de un sureño en contacto con otro sureño?), que en realidad él tampoco podía soportar aquellas disparatadas y sórdidas restricciones. Y también veía que, dada su edad y su cargo el verdadero prisionero de McGraw-Hill era él, irrevocablemente encadenado a su estilo trapacero y ruin y a su monomaníaca obsesión por el dinero, viniera de donde viniese —un hombre que ya no podría volverse atrás—, mientras que yo tenía, por lo menos, la libertad del mundo abierto ante mí. Recuerdo que mientras él pronunciaba su desastrosa sentencia —«El sensacionalismo es preferible al radicalismo»—, murmuré para mis adentros una despedida casi triunfante: «Adiós, Weasel. Adiós, McGraw-Hill».

Todavía lamento no haber tenido la valentía de marcharme al instante. En vez de ello comencé una especie de huelga de brazos caídos (cesación del trabajo sería un término más apropiado). Durante los días siguientes, aunque aparecía puntualmente cada mañana en la oficina y la dejaba en el momento preciso de dar las cinco, los originales se iban amontonando sobre mi mesa sin ser leídos. Al mediodía ya no hojeaba el Post, pero caminaba hasta un quiosco de periódicos que se hallaba junto a Times Square con el fin de adquirir un ejemplar del Daily Worker para leerlo —o tratar de leerlo— en mi despacho, si no con ostentación, al menos con atenta despreocupación, mientras mordisqueaba un emparedado de algo en escabeche permitido por la religión judía y otro de pastrami, esa especie de buey fuertemente sazonado. Y así saboreaba cada instante de aquel doble papel de comunista imaginario y de judío ficticio que había adoptado dentro de la fortaleza del poder blanco anglosajón. Me parece que en aquellos momentos anduve un poco chiflado, porque el último día de mi empleo me presenté al trabajo con una descolorida gorra de infante de Marina de las vulgarmente llamadas pisscutter (como la que llevaba John Wayne en Arenas sangrientas) como compañera de mi traje de algodón; e hice lo posible para que Weasel me viese de aquella manera para tener la seguridad de que no le había pasado inadvertido, como la tuve de que mi gesto le hizo jurar aquella misma tarde que aquel acto de rebeldía era el último en que me sorprendería…

Una de las pocas cosas tolerables de McGraw-Hill había sido el panorama que podía contemplar desde el vigésimo piso: una grandiosa perspectiva de Manhattan, de monolitos, minaretes y chapiteles, que nunca dejaba de reanimar mi decaído espíritu causándome aquellos vulgares, aunque genuinos, espasmos de alborozo y dulces promesas que, tradicionalmente, han abrumado a todos los jóvenes provincianos de Norteamérica. Siempre soplaban fuertes vientos alrededor de los parapetos de McGraw-Hill, y uno de mis pasatiempos favoritos consistía en dejar caer una hoja de papel desde mi ventana y contemplar su gracioso descenso, su rápido paso por encima de las azoteas, ora planeando, ora dando tumbos, para desaparecer, como casi siempre, en los profundos y estrechos valles urbanos de los alrededores de Times Square. Aquel último mediodía, además de comprar el Daily Worker, tuve la inspiración de adquirir un tubo de un producto especial para hacer pompas de jabón (como el que suelen usar ahora los niños y que entonces era una novedad en el mercado). Al llegar a mi despacho, me puse a soplar en la ventana e hice media docena de estos frágiles, bellos e iridiscentes globos, pendiente todo el tiempo de sus aventuras a merced del viento con la ansiosa incertidumbre de quien se halla a punto de conseguir un goce sexual largo tiempo negado. Soltados uno a uno en el brumoso abismo, dieron más de sí de lo que yo había esperado, pues saciaron todos mis soterrados deseos infantiles de hacer volar globos hasta los últimos confines de la tierra. Brillaban a la luz del sol de la tarde como los satélites de Júpiter y eran grandes como pelotas de baloncesto. Un caprichoso golpe de viento ascendente los arrojó a gran altura sobre la Octava Avenida; se quedaron allí suspendidos durante unos momentos que me parecieron interminables, y suspiré de delectación al verlos avanzar de nuevo. Entonces oí chillidos y risas femeninas, y vi que se trataba de varias secretarias de McGraw-Hill que, atraídas por el espectáculo, se habían asomado a las ventanas de los despachos contiguos. Debió de ser su algazara lo que atrajo la atención de Weasel hacia mi exhibición aérea. Fuera como fuese, lo cierto es que oí su voz detrás de mí justo en el momento en que cesaba el alboroto de las muchachas y en que los globos se desviaban hacia el oeste para ir a caer, finalmente, en la deslumbrante arteria de la Octava Avenida.

Observé que Weasel dominaba muy bien su furor:

—Queda usted despedido en esta fecha —dijo con voz controlada—. Puede recoger el cheque de su liquidación a las cinco en punto.

«Allá usted, Weasel, está usted echando a la calle a un hombre que llegará a ser más famoso que Thomas Wolfe.» No pronuncié esta frase, estoy seguro de ello, pero las palabras temblaron tan palpablemente en mi lengua que aún tengo la impresión de que las proferí. En realidad, no dije absolutamente nada y me limité a mirar cómo el hombrecillo giraba sobre sus talones y desaparecía de mi existencia. Una rara sensación de libertad recorrió todo mi cuerpo, una sensación casi física, de bienestar, como si me hubiera quitado de encima una montaña de ropas sofocantes. O, para ser más exacto, como si hubiese permanecido sumergido durante demasiado tiempo en un mundo de lóbregas profundidades y, tras haber luchado por salir a la superficie, tuviera entonces la dicha de aspirar las primeras bocanadas de aire fresco.

—Has escapado por los pelos —me dijo Farrell después, confirmando mi metáfora con inconsciente precisión—. Se dice que son muchos los que se ahogaron en este lugar. Y ni siquiera se encontraron sus cuerpos.

Hacía rato que habían dado las cinco. Aquella tarde no salí tan pronto como de costumbre; tenía que recoger mis cosas, las que podía considerar como mías, y decir adiós a un par de redactores con quienes había hecho cierta amistad, además de cobrar mis últimos treinta y seis dólares y medio, y finalmente despedirme de Farrell, lo que resultó más triste y penoso de lo que había supuesto. Farrell, entre otras cosas, reveló lo que yo habría podido sospechar desde el principio si realmente me hubiera importado o si hubiera sido más observador: que era un incurable bebedor solitario. Entró en mi despacho algo vacilante, justo cuando estaba metiendo en mi cartera de mano las copias de algunos de mis mejores informes de lectura. Los había retirado de los archivos, pensando especialmente en mi reseña sobre Gundar Firkin y su saga, y con el deseo de no quedarme sin mis consideraciones sobre Kon-Tiki, pues tenía la rara sospecha de que algún día podrían servirme como notas marginales.

—Has escapado por los pelos —repitió Farrell—. Anda, toma un traguito.

Me alargó un vaso y una botella, medio vacía, de una pinta de whisky de centeno Old Overholt. El whisky era fuertemente aromático y, en efecto, se notaba en el aliento de Farrell como si aquella emanación procediera de una hogaza de pan de centeno. Rehusé el trago, no por reticencia, sino porque en aquellos días sólo bebía cerveza barata norteamericana.

—Pues sí, al fin y al cabo no estabas hecho para este lugar —dijo, echándose al coleto un trago de Overholt—. No era un sitio para ti.

—Había empezado a darme cuenta —asentí.

—Dentro de cinco años habrías sido un hombre cortado a la medida de la compañía. Al cabo de diez años te habrías convertido en un fósil. En un pedazo de mierda fosilizado a los treinta años. Esto es lo que habría hecho de ti McGraw-Hill.

—Sí, en cierto modo me alegro de marcharme —dije—, aunque echaré en falta el dinero que cobraba. Claro que tampoco daba para muchos lujos.

Farrell ahogó una risotada y dejó escapar un pequeño eructo. Su cara se acercaba tanto al prototipo irlandés de cara larga y labio superior saliente que poco le faltaba para parecer una caricatura. Rezumaba tristeza: algo intangiblemente ajado, agotado y resignado que me hacía pensar, con una punzada de agudo dolor en el corazón, en sus libaciones solitarias en su despacho, en sus veladas con Yeats y Hopkins, en la helada estación de correspondencia del metro para ir a Ozone Park. De pronto, tuve el presentimiento de que jamás volvería a verlo.

—Conque vas a escribir —dijo—. Quieres ser escritor, según veo. Una ambición estupenda. Yo también la tuve, en otro tiempo. Espero y deseo de veras que llegues a serlo, y que me envíes un ejemplar de tu primer libro. ¿Adonde te irás cuando comiences a escribir?

—No lo sé —respondí—. No puedo quedarme en la pocilga en que vivo. Tengo que salir de allí.

—Ah, con lo que a mí me habría gustado escribir… —susurró—. Quiero decir poesía. Ensayos. Una buena novela. No una gran novela, ¿comprendes?, sino una novela bonita, que tuviese verdadera elegancia y estilo. Una novela tan buena, por ejemplo, como El puente de San Luis Rey o La muerte llega para el arzobispo…, algo sin pretensiones, pero con una calidad lo más próxima a la perfección. —Tras una pausa, añadió—: Pero no sé cómo, me desvié. Creo que se debió a tantos años de trabajo editorial, sobre todo teniendo en cuenta su naturaleza más bien técnica. Me desvié al tener que trabajar con ideas de otra gente y con palabras que no eran mías, cosa que difícilmente puede conducir a un esfuerzo creativo, a la larga. —Hizo otra pausa, mirando el ambarino poso de su vaso—. O tal vez fue esto lo que me desvió —dijo en tono lastimoso—. El néctar. Este creador de mil sueños. De todos modos, no llegué a ser escritor. No llegué a ser poeta ni novelista, y, en cuanto a los ensayos, sólo escribí uno en toda mi vida. ¿Sabes de qué trataba?

—No. ¿De qué trataba?

—Era para el Saturday Evening Post. Una pequeña nota que les envié relacionada con unas vacaciones que mi mujer y yo pasamos en Quebec. No vale la pena comentarla. Pero me dieron doscientos dólares por ella, y durante algunos días fui el escritor más feliz de Norteamérica. —De súbito, una gran melancolía pareció apoderarse de él, y dijo con una voz casi inaudible—: Me desvié.

Al verlo en un estado de ánimo tan cercano a la desesperación, no supe cómo darle consuelo, y sólo acerté a decirle, mientras seguía metiendo cosas en mi cartera de mano:

—Bueno, espero que seguiremos estando en contacto —aunque yo sabía que no sería así.

—Yo también lo espero —dijo Farrell—. Me habría gustado que nos conociéramos mejor. —Se quedó mirando el fondo de su vaso y cayó en un silencio tan prolongado que comencé a ponerme nervioso—. Me habría gustado que nos conociéramos mejor —repitió por fin con lentitud—. Más de una vez había pensado pedirte que vinieras a comer a casa, en Queens, pero siempre lo dejaba para otro día. Me recuerdas mucho a mi hijo, ¿sabes?

—No sabía que tuviera usted un hijo —dije algo sorprendido. Una vez, casualmente, oí que Farrell aludía con tono irónico a su estado de «hombre sin hijos», lo que me hizo suponer que no había tenido descendencia. Pero allí se detuvo mi curiosidad. En la atmósfera de gélida impersonalidad que se respiraba en McGraw-Hill, se consideraba como un acto de descaro (si no absolutamente impúdico) expresar siquiera el más tibio interés por la vida privada de los demás—. Pues yo creía… —comencé.

—¡Lo tuve… tuve un hijo estupendo! —Su voz se convirtió de repente en un sollozo, desconcertándome su tono, que tan pronto era de rabia como de lamentación. El Overholt había soltado en su interior toda la furia céltica, la misma furia que debía de acompañarlo cada día en las desoladas horas posteriores a las cinco de la tarde. Se levantó y, con paso inseguro, se dirigió hacia la ventana para contemplar a través de la luz crepuscular el siempre sorprendente espejismo de Manhattan incendiado por el sol poniente—. Sí, tuve un hijo —prosiguió—. Edward Christian Farrell. Tenía tu misma edad, veintidós años, y quería ser escritor. Era… era un príncipe del lenguaje, eso era mi hijo. Tenía un don que habría hechizado al mismísimo diablo, y algunas de las cartas que me mandó, largas, divertidas, inteligentes y llenas de sentido, eran las cartas más hermosas de cuantas se hayan escrito. ¡Ah, era un príncipe del lenguaje, mi chico!

Sus ojos se inundaron de lágrimas. Para mí, fue un embarazoso momento paralizador, un momento que todavía aparece alguna vez en mi vida, aunque con piadosa infrecuencia. Un hombre casi extraño me estaba hablando, en pasado, de una persona querida, poniéndome en un aprieto. Sin duda quería decir que tal persona murió. Pero ¡alto! ¿No podría simplemente haberse extraviado, víctima de la amnesia, o haberse convertido en un delincuente en perpetua huida? ¿Y si hubiese estado languideciendo patéticamente en un manicomio? En todos estos casos, el uso del pasado no habría sido otra cosa que un penoso eufemismo. Cuando Farrell recuperó el habla, sin darme todavía la menor pista sobre la suerte de su hijo, me volví y, desconcertado, seguí recogiendo mis pertenencias.

—Quizá me lo habría tomado mejor si no hubiera sido mi único chico. Pero Mary, mi mujer, no pudo tener más hijos después del nacimiento de Eddie. —De pronto se detuvo—. Te estoy dando la lata con todo esto, ¿verdad?

—No, siga —le dije—, se lo pido. —Parecía tener una imperiosa necesidad de hablar y, como era un hombre bondadoso por el que sentía verdadera simpatía y además me había identificado hasta cierto punto con su hijo, pensé que sería una indelicadeza por mi parte no animarlo a desahogarse—. Siga, por favor —insistí.

Farrell se sirvió otro gran trago de whisky. Había llegado a embriagarse por completo y hablaba farfullando con la tristeza reflejada en su pecosa y macilenta cara en la luz menguante.

—Digan lo que digan, es cierto que un hombre puede vivir sus propias aspiraciones a través de la vida de su hijo. Eddie fue a la Universidad de Columbia, y una de las cosas que me emocionaron fue su manera de tomarse los libros, su don especial por las palabras. A los diecinueve años, a los diecinueve, ¿te das cuenta?, le publicaron un trabajo en The New Yorker, y Whit Burnett le aceptó un cuento para Story. Fue uno de los colaboradores más jóvenes, creo, en toda la historia de esta revista. Era su ojo, ¿sabes?, su ojo. —Farrell se golpeaba el ojo con el índice—. Vio cosas, ¿comprendes?, vio cosas que el resto de nosotros no solemos ver, y les dio vida y frescura. Mark van Doren me escribió una nota amable, más que amable, en la que me decía que Eddie tenía un don natural para las letras como no poseía ninguno de sus estudiantes. Mark van Doren, ¡imagínate! Todo un homenaje, ¿no te parece?

Se quedó mirándome como si esperase mi corroboración.

—Todo un homenaje —confirmé.

—Y después… y después, en 1943, se alistó como voluntario en la infantería de Marina. Dijo que prefería esto a esperar a que lo movilizaran. Se sentía fascinado por el ambiente de la Marina, pero era en realidad demasiado sensible para que lo ilusionara la guerra. ¡La guerra! —Profirió la palabra con repugnancia, como si fuera una indecencia que desease ignorar, y se detuvo un momento para cerrar los ojos y expresar su dolor con inclinaciones de cabeza. Luego me miró y dijo—: La guerra lo llevó al Pacífico, y estuvo en algunos de los peores lugares de la contienda. Habrías tenido que leer sus cartas, unas cartas maravillosas, alegres, elocuentes, sin el menor indicio de piedad por sí mismo. No dudó un solo momento que regresaría a casa y que volvería a Columbia para terminar los estudios y convertirse en el escritor que quería ser. Pasó el tiempo, y dos años más tarde, hallándose en Okinawa, lo alcanzó un «paco», bueno, un francotirador. En la cabeza. Era el mes de julio, y ya sólo se dedicaban a operaciones de limpieza. Lo habían ascendido a cabo. Le concedieron la Medalla de Bronce. No sé por qué sucedió. ¡Dios mío! ¿Por qué tuvo que suceder? ¿Por qué, Dios mío?

Farrell lloraba, no ostentosamente, sino con unas sentidas lágrimas cuyo brillo resbalaba por los bordes de sus párpados. Yo miré hacia otra parte con una vergüenza y una humillación que, años más tarde, aún puedo rememorar junto con la febril sensación de mareo y náuseas que también experimenté en aquella ocasión. Esto puede ser ahora difícil de explicar, pues el paso de treinta años, junto con el cansancio y el cinismo engendrado por varias guerras norteamericanas llenas de barbarie, contribuyen a que mi reacción de entonces parezca ahora romántica y anticuada. Pero permanece el hecho de que también yo fui infante de Marina como Eddie Farrell y de que, como él, ardía por ser escritor y enviaba desde el Pacífico cartas escritas con la sangre de mi corazón, con la misma extraña amalgama de pasión, humor y exquisita esperanza que sólo puede salir de la pluma de un hombre muy joven hechizado por la inminente aparición de la muerte. Y aún resulta más doloroso contar que también yo estuve en Okinawa, sólo unos días después que Eddie muriera (quién sabe si pocas horas después de que él fuese herido mortalmente…, me he preguntado a menudo), ya sin enemigos, sin miedo, sin peligro alguno, pero por obra y gracia de la historia, pudiendo contemplar un paisaje oriental arrasado, y aun así, lleno de paz; un lugar por el que yo deambulé sano y salvo y sin peligro alguno, pocas semanas antes de Hiroshima. Durante aquel tiempo —ésta es la triste verdad—, no oí ni un solo tiro disparado por el odio, y, si hemos de hacerle caso a mi pellejo, fui mimado por la suerte como pocos lo han sido, pero nunca he podido vencer la sensación de que me perdí algo a la vez terrible y magnífico. En relación con esta experiencia, o con mi falta de ella, nada me laceró tanto y tan profundamente como la breve y desoladora historia de Eddie contada por su padre; la historia de un muchacho que fue inmolado —siempre me parecerá así— en tierras de Okinawa para que yo pudiese vivir… y escribir. Mientras Farrell estuvo llorando bajo la luz del crepúsculo, me sentí empequeñecido, encogido, y no pude decir nada.

Farrell se levantó, se frotó los ojos y se quedó junto a la ventana, contemplando un Hudson que el sol había vuelto carmesí y en el que las negruzcas siluetas de dos grandes buques avanzaban hacia el mar, en dirección a los Narrows. El viento primaveral silbaba endiablado alrededor de los indiferentes y verdes aleros de McGraw-Hill. Cuando Farrell volvió a hablar, su voz llegó lejana, impersonal, para referirse así al pasado:

—Todo lo que el hombre estima

sólo un momento o un día permanece…

El grito del heraldo, la huella del soldado

exhausto de gloria y de poder:

las llamas de la noche, fueran las que fuesen,

el resinoso corazón del hombre alimentaron.

Luego se volvió hacia mí para decirme:

—Escribe con las entrañas, hijo mío —y, haciéndome adiós con la mano pasillo abajo, desapareció de mi vida para siempre.

Me quedé allí todavía un buen rato, pensando en mi futuro, que en aquel momento me parecía tan nebuloso y oscuro como aquellos horizontes envueltos en neblina que se extendían hasta más allá de los prados de Nueva Jersey. Era demasiado joven para que hubiera muchas cosas que me asustasen, pero no tan infantil como para no hacer caso de ciertas aprensiones. Aquellos irrisorios manuscritos que había leído eran, en cierto modo, un aviso: me mostraban lo triste que podía ser la ambición, especialmente cuando se trataba de la literatura. Yo quería ser escritor a toda costa, pero por alguna razón la historia de Farrell me afectó tan profundamente que, por primera vez en mi vida, me di cuenta del gran vacío que llevaba dentro de mí. Era cierto que había viajado mucho para mi edad, pero mi espíritu había permanecido cerrado, desconocedor del amor y casi extraño respecto a la muerte. No podía saber entonces lo poco que tardaría en encontrarme ante ambas cosas, traídas por la pasión y la carne humanas, de las que me había mantenido apartado por culpa de mi presuntuosa y sofocante automutilación. Ni podía tampoco figurarme que mi viaje de descubrimiento consistiría en el traslado a un lugar tan extraño como Brooklyn. Entretanto, sólo sabía que bajaría por última vez de aquel vigésimo piso, dentro del aséptico y verde ascensor, para lanzarme a las caóticas calles de Manhattan y celebrar allí mi liberación con cara cerveza canadiense y el primer bistec de lomo que comería desde mi llegada a Nueva York.