30
El regreso del otro

Era el primero de mayo, un domingo, muy temprano, y parecía que el mundo entero se hubiese ido arrastrando hasta salir de la sombra de un largo y duro invierno y estuviese tumbado al tibio sol de primavera. Las calles estaban vacías, el cielo era azul, apenas soplaba el viento: era un hermoso día. Aunque no todo el mundo opinaba lo mismo. Una oxidada motocicleta roja con sidecar dobló la esquina con estrépito y entró en Museum Street, conducida por un hombre bajito de expresión sombría. Jos Scatterhorn no había dormido bien. Había vuelto a atormentarlo aquella pesadilla en la que se pasaba la vida entera encerrado en un viejo museo que se caía a trozos y que nadie quería visitar… para despertar y encontrarse con que era cierto.

—Vamos —gruñó.

El motor resopló, tosió y finalmente se estropeó al pie de la colina. Jos se levantó del asiento con dificultad y se planteó la posibilidad de darle una buena patada, aunque recordó lo que había sucedido la última vez que había hecho eso. Se había pasado una semana cojeando. En lugar de eso, abrió la tapa del depósito y se asomó al interior.

—Supongo que está vacío, ¿no? —dijo Melba, su esposa, que estaba pacientemente sentada en el sidecar, leyendo un libro.

—Alguien lo ha vaciado de combustible. Lo han mangado. Es…

—Absolutamente predecible —interrumpió Melba, que se bajó del sidecar y echó a andar colina arriba en dirección al museo—. Ven, tonto.

Jos Scatterhorn se puso a rezongar dentro del casco.

—¡Malditos chorizos!

Tras aparcar la moto, corrió apresuradamente detrás de ella mientras se quitaba el casco.

—No sé por qué continuamos molestándonos, Melba —dijo, resoplando—. ¡Es domingo! ¿Quién quiere pasar una preciosa mañana soleada pateándose un húmedo, frío y desagradable…?

—Siempre hay alguien. Góticos, morbosos, cazadores de fantasmas, turistas perdidos… No olvides que hemos sido elegidos el «lugar más espeluznante» de Dragonport durante diez años seguidos. Y, francamente, ¿tienes alguna idea mejor?

Jos Scatterhorn resopló violentamente. Desde luego que la tenía. Había subido la marea; podía salir a navegar con Sugarmouse, su querido barco de pesca. Además, esa tarde daban el final de la copa. Vaya, hasta preferiría cortar las ortigas que invadían el jardín de la parte trasera a pasar otra… Jos estaba a punto de introducir la llave en la pesada cerradura cuando se dio cuenta de que la puerta principal del museo estaba entornada. No la habían forzado. Estaba ya abierta.

—Pero si la cerré. Claro que la cerré. ¿Cuándo he…?

—Empiezo a tener serias dudas acerca de tu cordura, señor Jos Scatterhorn.

Jos se encogió un poco bajo la mirada de Melba. Aquello podía significar muchas cosas, y prefería no contemplar la mayoría de ellas tan temprano.

—¿Hola?

Empujó la pesada puerta, que giró ruidosamente sobre sus bisagras. Silencio.

—¿Hay alguien ahí?

Jos miró con detenimiento la familiar hilera de vitrinas polvorientas y animales descoloridos que se desvanecía entre las tinieblas. No se oía ni un ruido. Se armó de valor, esquivó un cubo rojo lleno de agua de lluvia y entró en el vestíbulo.

—Hola…

—Buenos días.

Un hombre alto, elegantemente vestido con un traje de tweed, salió de detrás de una vitrina y le dedicó una mirada rápida. Tenía unas espesas patillas blancas, y su piel era del color del marfil amarillento. Parecía muy, muy viejo, pero extrañamente lúcido.

—¿Puedo saber quién es usted?

Jos Scatterhorn pareció desconcertado. Desde luego, aquel no era el rufián encapuchado que esperaba.

—Yo podría hacerle la misma pregunta.

—Me llamo sir Henry Scatterhorn, y tenemos un paquete para Tom. ¿Está aquí?

Jos se rascó un cabello inexistente en su cabeza, preguntándose si habría oído bien.

—Perdone, ¿ha dicho que…?

—Sir Henry Scatterhorn. Eso es. Ese soy yo. —Sir Henry disimuló su impaciencia con una sonrisa—. ¿Y bien? ¿Tom está aquí o no?

Jos tosió un poco. Ese hombre, si es que era ese hombre, y Jos no podía estar seguro del todo, era el fundador de ese museo. Debía de tener al menos ciento cincuenta años.

—Aquí no hay nadie que se llame así. Llega usted con una semana de antelación.

Sir Henry giró en redondo y vio aparecer en el umbral a una mujer delgada con un corte de pelo medieval. Era tan enjuta y afilada como rechoncho y bajo era el hombre.

—El Congreso de Vampiros de Dragonport no se celebra hasta el domingo que viene. Bonito disfraz. Sir Henry Scatterhorn. Acertado.

Sir Henry se quedó estupefacto.

—Enséñenos sus colmillos.

—¿Qué?

—¡Oh, vamos, abra la boca!

—¿La boca?

—Bueno, tendrá colmillos. Todos los vampiros tienen colmillos. ¿Y una cápsula de sangre? ¿No? Supongo que podría estropear el traje. Me imagino que será alquilado.

En ese momento otro anciano caballero bajó las escaleras a paso de trote. Llevaba un traje de tweed azul, grueso como una manta, y tenía una espesa mata de pelo blanco. También era muy ágil para su edad.

—August, al parecer no está aquí.

—¿Que no está aquí? ¡Madre mía!

—Y creen que soy un vampiro.

—¿Un vampiro? ¿Qué clase de manicomio es este?

Jos los miró alternativamente, aún más aturdido. ¿Sería el August de Catcher?

—Este lugar necesita un tejado nuevo y un buen barrido —dijo mientras quitaba con el dedo la gruesa capa de polvo que cubría una vitrina—. Joseph Scatterhorn, supongo. Ya me lo imaginaba. Ahora hay una nueva obra expuesta arriba con los reptiles y ha quedado bastante bien, aunque me esté mal el decirlo. No se le ocurra retocarla o habrá problemas. Y asegúrese de decirle al chico dónde está cuando llegue. Es una pequeña sorpresa para él.

—El chico…

—Lo reconocerá enseguida —interrumpió August, dirigiéndose a toda velocidad hacia la puerta—. Y creo que debería esforzarse un poco más. Este lugar está guarrísimo, y es húmedo, y la guarrería, la humedad y la taxidermia no combinan bien. Hace falta un poco de jolgorio, amigo mío, animación. ¡Dele vida! ¡Yo lo hice!

Con una risita, August Catcher levantó la mano y se desvaneció en la luz.

—Joseph Scatterhorn, ¿eh? —dijo sir Henry.

El anciano miró ajos de arriba abajo y no logró ver ningún parecido familiar. Era como comparar a un facóquero con un guepardo. Luego echó un vistazo a los cubos de agua de lluvia, las ventanas asquerosas, las exposiciones deterioradas…

—Por supuesto. Qué interesante. Claro que no. Da igual. Lamento decepcionarla, señora.

Con una sonrisa, sir Henry se volvió y siguió a su compañero hasta la calle. Durante varios segundos, Jos y Melba permanecieron inmóviles, mirando el sol de primavera que entraba a raudales por la puerta abierta.

—Entonces, no han venido por el congreso de vampiros, ¿no?

Melba se quedó sin palabras. Se había pasado los últimos treinta años caminando por las profundas tinieblas del museo y aceptaba estoicamente que su ambiente misterioso jugaba malas pasadas a la mente y de vez en cuando movía los objetos como si fuese un mago.

Pero conocer al fundador y al creador en persona… Eso era el colmo.

—¿Y si ha dejado de verdad algo ahí arriba?

—No, Jos. No lo hagas.

Al cabo de un minuto estaban arriba, en la sala de los reptiles, mirando con detenimiento la pequeña vitrina que habían dejado sobre la mesa. Melba dio un golpecito en el cristal, casi esperando que no estuviese allí.

—¿Es real?

—Desde luego que es real.

—Así que ellos también lo eran.

A aquellas alturas, Melba también deseaba no haberse levantado de la cama. Pero aquello no era todo. Unos minutos después, un fuerte crujido resonó en el oscuro vestíbulo y la puerta principal se abrió una vez más.

—¿Tío Jos? ¿Melba? ¿Hola?

No hubo respuesta.

Un chico entró en el vestíbulo y miró a su alrededor. Era de constitución delgada y parecía hambriento, y la mata de pelo rubio le brillaba como una aureola.

—¡Ah, hola! —dijo, sonriendo alegremente al descubrir dos sombras que se ocultaban en la parte superior de las escaleras. Alzó una bolsa de papel marrón—. Bocadillos de beicon. Se me ha ocurrido daros una sorpresa.

Jos juntó en el entrecejo unas cejas tan espesas como setos. Aquella broma estaba yendo demasiado lejos.

—Buscas vampiros, ¿no?

—No.

—¿Has visto algo que quieras afanar?

—No…

—Entonces, ¿quién demonios eres? Tom, supongo.

El chico sonrió de mala gana.

—Sí. Claro que lo soy. ¿No me reconocéis?

Jos y Melba bajaron las escaleras con cuidado y se aproximaron al chico como si fuese una criatura peligrosamente impredecible. Como los otros dos visitantes, parecía muy real, aunque, a diferencia de ellos, les resultaba familiar…

—¿Dices que nos has traído bocadillos?

—Así es. Por favor, coged uno.

Jos le echó un vistazo a la bolsa. Podía percibir el olor a beicon.

—Muy bien, Tom, no tengo ni idea de quién diantres eres, pero eres muy amable, y no me importa coger uno.

Sacó un bocadillo, lo desenvolvió y empezó a masticar ruidosamente.

—No creo que te apellides Scatterhorn, ¿verdad? —preguntó Melba, cogiendo uno para sí—. Ni que estés haciendo un trabajo escolar para buscar tus raíces, ¿no?

Tom se rió con nerviosismo, preguntándose si aquello era un chiste.

—Ahora está muy de moda. Todos los colegiales andan obsesionados con averiguar quiénes son y de dónde vienen.

—Obsesionados —asintió Jos—. Buen bocadillo, chaval.

—Excelente —convino Melba—. ¿No vas a comerte uno?

Tom los observó. Estaban sentados en las escaleras, comiendo con satisfacción. Empezaba a preguntarse si su confusión era sincera.

—Hummm… quizá.

Ignorando las palpitaciones de su corazón, Tom salió a toda prisa al sol y se volvió de cara al museo. Encima de la gran puerta se hallaban los dos dragones de piedra, sosteniendo entre sí la placa de piedra, que decía:

MUSEO SCATTERHORN FUNDADO EN 1906 POR SIR HENRY SCATTERHORN LEGADO A LOS HABITANTES DE DRAGON PORT DIOS SALVE AL REY

Y eso era todo. Su nombre no estaba allí. No había restaurado el museo, lo que significaba que… La bomba estalló en silencio en la cabeza de Tom. Era tal como August le había dicho que sería. Aquel era un futuro nuevo… Podía parecer familiar, pero era un mundo en el que él no había participado, hasta el momento en que había puesto los pies en él una hora atrás. No estaba en ningún registro, puede que ni siquiera existiese. No era nadie.

Un rato más tarde, Melba apareció en el umbral con una humeante taza de té. El muchacho seguía sentado en los peldaños soleados y parecía perdido.

—Ten —dijo ella, dándole la taza.

Tom la cogió agradecido y sopló en la superficie.

—¿Va todo bien?

—Sí. Gracias.

—Siento que nos hayamos mostrado un poco antipáticos. La cuestión es que en los últimos tiempos no recibimos muchas visitas, y esta mañana… nos encontrábamos en un leve estado de shock, por no decir más. —Melba hizo una pausa—. He de decir que tengo curiosidad por saber por qué creías que éramos tus tíos.

Tom levantó la mirada hasta aquel rostro, anguloso como el de un pájaro. No tenía sentido tratar de explicárselo; ella nunca lo entendería.

—En realidad, no… Solo estaba… confuso.

—Pero ¿estás haciendo un trabajo escolar?

—Sí.

—¿Y te apellidas Scatterhorn?

El chico asintió con la cabeza.

—Tom Scatterhorn. Hummm. Pues no somos muchos. Pero me resultas muy familiar.

—¿De verdad?

—Desde luego que sí. No olvido las caras. Los nombres, siempre, pero las caras… jamás. Te he visto en alguna parte. Seguro. —Se disponía a volver a atravesar precipitadamente la gran puerta cuando se detuvo de repente y recordó—. Por cierto, antes ha venido alguien que decía llamarse sir Henry Scatterhorn. Ha dicho que te estaba buscando.

—Ah, ¿sí?

—Iba acompañado de un tal August Catcher. ¿Conoces a esos señores?

—Bueno.. más o menos. En cierto modo.

Melba arrugó la nariz con aire pensativo: no podía entender cómo podía ser eso, pero la noticia parecía haber levantado al instante el ánimo del chico.

—Te han dejado algo en la primera planta. Quizá deberías pasar y echarle un vistazo. Está detrás de la sala de las aves. Es bastante raro.

Tom se tragó a toda prisa el resto del té y volvió a entrar en la parda oscuridad del museo. No tenía la menor idea de lo que podían haber dejado para él, pero mientras pasaba junto a cada maqueta polvorienta y cada vitrina decrépita no pudo evitar percatarse de que todo estaba tan apolillado y dejado como el primer día de su llegada al museo, en otra vida. Allí estaban el mamut, el pájaro dodo, la tigresa asesina, el puercoespín… Nunca había sentido una conexión tan grande con todos aquellos animales gastados y, aunque resultaba doloroso reconocerlo, sabía exactamente por qué. Gracias a August Catcher estaba vivo, pero fuera del tiempo, como ellos. Se había convertido en uno de ellos. Eran iguales…

—¡Vaya! ¡Pero si es el mismísimo héroe!

Tom estaba tan perdido en sus ensoñaciones que no se había fijado en la sombra que se hallaba detrás del árbol lleno de tucanes, en la parte superior de las escaleras. La chica llevaba un largo abrigo gris y un sombrero a juego, y estaba parada con pose de bailarina.

—¡Hola, Tom! ¡Qué sorpresa encontrarte aquí!

Lotus Askary emergió de la oscuridad. Sus grandes ojos felinos brillaban de malicia. Tom se alegró extrañamente de ver su rostro familiar, aunque no podía evitar preguntarse…

—¿Estás sorprendido de verme? ¿Acaso no esperabas que sobreviviese? —Lotus sonrió de oreja a oreja al reconocer la confusión de Tom—. Nunca fui como los demás, ¿no te acuerdas? Escarabajo replicante: raza diferente. Nunca tuve ese mismo instinto de proteger a la reina. Y en cuanto a estar aquí, justo ahora, acabo de llegar, igual que tú. ¿Cómo lo has hecho?

—El baúl. En Catcher Hall.

—Por supuesto. Había olvidado esa vieja conexión.

Hubo un incómodo momento de silencio mientras Tom y Lotus pensaban qué decir.

—Pero enhorabuena. Eso fue una proeza. Lo hiciste realmente, Tom.

—Fue un esfuerzo conjunto. Los dos lo hicimos.

—Te refieres a ti y a mí. —Lotus lo miró y sonrió—. Eres muy gracioso. Ni siquiera después de todo eso se te dará nunca bien reconocer tus logros. Y, en respuesta a tu pregunta, pues he vuelto para verte, por supuesto, pero también para ver qué ha cambiado por aquí, ahora que todo es tan distinto.

Tom sonrió ante el sarcasmo de la chica.

—Puede que tardes un rato. Esto es el Museo Scatterhorn. Nada cambia.

—En realidad, algo ha cambiado. —En la cara de Lotus había una media sonrisa que Tom no pudo entender de inmediato—. ¿No hay una nueva obra arriba, en la sala de los reptiles? Eso ha dicho Jos Scatterhorn. Tal vez deberíamos echarle un vistazo juntos.

Lotus echó a andar entre las vitrinas de loros, cucaburras y guacamayos apolillados hasta entrar en la pequeña sala de reptiles del fondo. En la mesa del centro se hallaba una vitrina de cristal con cúpula que a primera vista contenía una escena de selva. Había un par de ranas venenosas y uno o dos insectos palo; en la zona central se podía ver un camaleón verde y gordo, con la cola y los pulgares enroscados en torno a una rama, que contemplaba con pesadumbre el reflejo de la luna en un charco.

Lotus acercó la cara al cristal.

—¡Oh!

De pronto, un globo ocular giró hacia atrás para mirarla. A continuación, el otro giró en dirección contraria hacia Tom, que contuvo un grito de asombro.

—Los ojos de los camaleones hacen eso, ¿verdad?

Lotus asintió con la cabeza. Se quedó mirando unos momentos al reptil, que le correspondió con una mirada tenebrosa.

—Son unos globos oculares muy peculiares. Casi quemados.

Lotus estaba en lo cierto: August parecía haber utilizado un par de cuentas negras idénticas, con líneas rojas fundidas con la superficie, que parecían describir las formas de…

—Espera… —dijo Tom casi sin aliento—. Espera. Eso no es… ¿Lo es…?

—Debe de serlo. August debe de haberlos encontrado entre los restos del árbol. Reducidos a eso.

Lotus contempló al camaleón con una expresión de profunda satisfacción. Aquella era la verdadera razón de su vuelta: asegurarse del todo de que ambos habían desaparecido para siempre. Allí estaba la prueba definitiva.

—¿Y la luna? —dijo Tom, comprendiendo entonces el auténtico significado de aquel pequeño cuadro.

Lotus siguió la mirada apesadumbrada del camaleón hasta el charco. Allí, justo debajo de la superficie oscura del agua, se distinguía el pálido perfil de una pelota.

—Es la pelota-escarabajo, ¿verdad? Tiene que serlo.

A Lotus le brillaban los ojos: por supuesto, Tom tenía razón. Ella no esperaba también aquello.

—-Justo fuera de su alcance. Para siempre. August Catcher es un genio.

Tom asintió sin decir nada. Por supuesto que August era un genio, pero él siempre lo había sabido.

—La verdad es que él tampoco era completamente estúpido.

—¿Quién?

—Don Gervase Askary.

—Lotus, estaba como una cabra.

—Quizá un poco, pero también tenía razón acerca de muchas cosas. Sabía que la muerte de la reina haría mucho más que destruir Scarazand. Ese impulso tuvo repercusiones a mucha distancia, por todo el universo. Seguro que hay otros que lo oyeron.

—¿Qué otros?

Lotus se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Pero deberíamos estar preparados por si vienen, ¿no crees?

Por un instante, sus labios esbozaron una astuta sonrisa de complicidad.

Entonces Tom se fijó en la esfera pálida que le colgaba de la pulsera. La luz danzaba a través de ella como si fuese mercurio.

—¿Qué es eso?

—¿Esto? —preguntó la chica, pasando los dedos por su superficie brillante—. Oh, solo es algo que encontré. En una cueva. —Lotus le guiñó el ojo. No pensaba decirle nada más—. ¿Qué vas a hacer ahora? —dijo cambiando de tema.

Tom echó un vistazo a los reptiles polvorientos que los rodeaban. No podía fingir que aquella pregunta no ocupara su mente.

—No lo sé. Todo me resulta un poco raro.

Los grandes ojos felinos de Lotus lo observaron con aire pensativo.

—No trates de ser normal, Tom. No trates de encajar. Nunca lo harás. Ya no.

—Eso es lo que me preocupa. ¿Quién quiere ser normal?

—Pues no lo seas —respondió ella, sonriendo con afabilidad.

Se quedó mirando al chico de pelo rubio y ojos oscuros que parecía extrañamente joven y extrañamente viejo al mismo tiempo.

—Voy a echarte de menos, Tom Scatterhorn, y nunca pensé que llegaría a decir eso.

Tom tampoco. Pero Lotus tenía razón: a partir de entonces, había algo no expresado entre ellos, un mundo de secretos que los unía.

—Siempre sabré dónde encontrarte, ¿no?

—Quizá.

—¿Quizá? —repitió Lotus, riéndose—. No me digas que ya te has aburrido del Museo Scatterhorn.

Lotus vaciló y pensó en decir algo más, pero no lo hizo. En lugar de eso, se volvió hacia la puerta.

—Ah, si buscas algo distinto de verdad, ve al bosque próximo a Catcher Hall. Es impresionante.

Sonrió brevemente y se marchó. Tom se quedó en la penumbra, escuchando sus pisadas, que resonaron escaleras abajo hasta salir a la calle. Sabía que ella había pensado en pedirle que la acompañase. Pero también sabía cuál habría sido su respuesta.

El bosque próximo a Catcher Hall… Por supuesto, casi se le había olvidado. El conducto de ventilación.

Cuando Tom acabó de atravesar Dragonport, el cielo resplandecía con reflejos dorados y el mar estaba liso como la leche.

«Jardines del Eco», decía el cartel que sobresalía de un seto. Tom sintió que una oleada de emoción crecía en su interior. Se apresuró por el tibio pavimento y entró a través del par de altas puertas de hierro del fondo. Donde antes estaba el bosque había entonces un pequeño parque con parterres y un césped bien segado. Los perros se perseguían entre los árboles y las familias paseaban, disfrutando de la tibia tarde primaveral. Al fondo, enmarcada contra los oscuros árboles, se hallaba una estatua de bronce sobre un alto pedestal, teñida de rojo por los últimos rayos de sol. La forma le resultaba familiar. .. Tom apretó el paso, y antes de darse cuenta corría entre los bancos y las fuentes. La figura empezó a verse más clara… Era un chico de pelo alborotado, vestido con una magnífica armadura, con una espada en una mano y un extraordinario yelmo de pinchos en la otra. Estaba alerta, preparado, en guardia, y sus profundos ojos miraban a través del estuario hacia el mar que se encontraba más allá. Alrededor de sus pies yacían los restos de la batalla: escudos, espadas, armaduras y montones de serpientes muertas, enroscadas por todas partes…

El corazón desbocado de Tom apenas le dejó leer la elaborada inscripción gótica que se hallaba debajo.

Descubrí el secreto del museo

y un mundo oculto, caliente y sin par,

su príncipe era mi eco olvidado,

y pereció en este fugar.

Tom se quedó mirando la pesada losa de piedra sobre la que descansaba el pedestal. Allí mismo estaba el conducto de ventilación. La tapa de Scarazand. August no solo había leído su propia carta; resultaba evidente que había optado por creer toda la historia. Y también había escrito su epitafio.

Se aproximaban unas suaves pisadas y, al volverse, Tom vio a un niño que contemplaba la estatua junto a él. No podía tener más de cinco años y llevaba un gorro de lana rojo.

—¿Quién es? —preguntó el niño.

Tom vaciló.

—No lo dice. No tiene nombre.

—¿Es un caballero?

—Más o menos. Es un eco.

El niño miró a Tom con suspicacia. Tenía los ojos de color castaño oscuro, y unos mechones de pelo rubio le asomaban por debajo del gorro.

—¿Por qué su armadura parece un escarabajo?

—Es una armadura muy especial. Se llama la Scararmadura.

El chico miró el yelmo un instante y luego volvió corriendo junto a su madre, que empujaba un cochecito colina arriba. En el interior dormía una niña pequeña.

—¿Quién es, Tommy? —dijo ella.

—Es un caballero. Pero no tiene nombre. Es un eco.

—¿De verdad? Mira esa armadura de pinchos… y ese yelmo con cuernos. ¿No es increíble?

—Y las serpientes. Seguro que las ha matado él.

—Seguro que sí.

Tom se retiró a un banco y miró a un hombre rubio y desaliñado que subía por el camino para reunirse con ellos con las manos metidas en los bolsillos.

—¿No te recuerda a alguien?

El hombre alzó la mirada hasta la estatua y se echó a reír.

—Quizá, dentro de diez años.

—¿Qué? —preguntó el niño.

—Ese podrías ser tú, Tommy —comentó su madre—. Conozco esa mirada. —Se quedó mirando la expresión orgullosa y decidida de la estatua—. Mi eco olvidado… Es muy curioso. Tal vez sea un pariente, Sam.

—Lo dudo. Es una figura de fantasía, ¿no?

—Pero ¿no había un sir no se qué Scatterhorn que vivía en Dragonport?

—Sir Henry Scatterhorn. Sí, era un famoso cazador en su época. Pero, Poppy, está claro que no es él.

Poppy miró una vez más el rostro familiar de la estatua.

—De todos modos, es raro, ¿no? Me refiero al parecido.

—Pero ¿no se supone que todos tenemos un gemelo idéntico, un sosias, en alguna parte? ¿No es eso lo que dicen?

Poppy se encogió de hombros. Tras echarle un último vistazo a la estatua, se alejaron entre los árboles.

—Lo cierto es que sir Henry Scatterhorn fundó un pequeño museo. Recuerdo que una vez me llevaron a verlo, hace años.

—¿Cómo era?

—Muy oscuro y muy extraño. Lleno de monos medio rotos y tigres desdentados. Había una pareja de ancianos muy rara que llevaba el museo.

—Quizá deberíamos ir a buscarlo.

—No puede seguir abierto. Estaba a punto de derrumbarse ya entonces.

—Qué lástima. Seguro que a Tommy le habría gustado verlo.

Se volvieron y esperaron a que el niño corriese hacia ellos rodeando la fuente.

—Sí —dijo Sam, sonriéndole y tendiéndole la mano—. Seguro.

Tom permanecía sentado en el banco, mirando a la joven familia que se dirigía hacia las puertas de hierro y desaparecía de la vista. Así que sus padres estaban vivos en ese nuevo futuro… Por supuesto, ¿por qué no iban a estarlo? Pero no eran sus padres, eran unos completos extraños, con otro hijo, y también una hija, y nunca sabrían quién era él…

—Han captado el parecido con la máxima precisión. Esos ojos traicioneros, esa mata de pelo raquítica… Eres tú, chaval. Clavadito, clavadito.

Tom parpadeó, y al salir de su ensoñación se encontró con que el parque estaba vacío. No sabía cuánto tiempo llevaba sentado allí. El sol se había puesto, las puertas estaban cerradas y ni siquiera había oído aterrizar al águila entre los árboles, detrás de él.

—No te preocupes, colega, nadie nos oye —dijo el ave con voz áspera, sacudiendo sus plumas entre las ramas—. ¿No se te hace extraño verlo ahí arriba?

—Sí, mucho.

El águila soltó un bufido.

—Me imagino que debe de ser como mirar tu propia lápida. No son muchos los que tienen ese placer.

Tras dejarse caer al suelo con un bote desgarbado, la rapaz avanzó torpemente hacia el banco.

—Entonces, ¿te alegras de haber vuelto?

Tom inspiró hondo. Se quedó mirando la estatua, que ya solo era una silueta oscura contra los árboles.

—Todo ha terminado —dijo en voz baja.

—Y que lo digas.

—No estoy seguro de que este siga siendo mi sitio. —De pronto a Tom se le llenaron los ojos de lágrimas. Avergonzado, se volvió hacia otro lado, parpadeando con fuerza—. No debería haber vuelto.

La gran ave contempló el estuario, que resplandecía con reflejos dorados en la distancia.

—Conozco esa sensación, chaval. Eres de este mundo, pero no estás exactamente en él. Vivo y muerto al mismo tiempo. Ese es el regalo y la maldición que nos ha endosado August Catcher. Bienvenido a la inmortalidad, colega.

Tom sintió el peso de esas palabras y se estremeció.

—Pero no quiero ser inmortal. No pedí serlo. Yo solo… No sé qué quiero ser.

Tom se quedó mirando las sombras que se espesaban y se enjugó los ojos. De pronto, se sintió más solo de lo que se había sentido en toda su vida.

—Sí, bueno, quizá tengas razón. Quizá este ya no sea tu sitio. Has hecho muchísimo, mi viejo patán. Más de lo que hará la mayoría de la gente en toda su vida. Tal vez haya llegado el momento de volver a empezar, en algún sitio… completamente distinto.

La gran ave miró con los ojos entornados las puertas del parque y vio que un Land Rover rojo abollado paraba en el exterior. Era muy viejo y tenía un montón de tiendas de campaña y bidones atados al techo. Parecía a punto de partir hacia el polo norte, o a la Conchinchina, o quizá a ambos lugares.

—Y apuesto a que no soy el único que ha llegado a esa conclusión. Creo que ellos también acaban de ver a esa pequeña familia.

Tom siguió la mirada del ave y vio a August y sir Henry que bajaban del coche y se situaban junto a las puertas cerradas del parque. Contemplaron la confusión de sombras.

—Ve con ellos, chaval. Ahí está realmente tu sitio. Dios los cría y ellos se juntan… sobre todo si son gente como nosotros.

Tom se puso de pie con los ojos chispeantes. De pronto, supo con absoluta certeza que el águila estaba en lo cierto. Ese era su sitio…

—Pero, si lo hago, ¿volveré a verte?

—Oh, creo que hay muchas posibilidades de eso —respondió la rapaz con un guiño—. Ya sabes lo que digo siempre.

—¿Tienen las ranas el trasero a prueba de agua?

—Correctísimo.

Tom no podía dejar de sonreír.

La gran criatura andrajosa se agachó y se frotó contra él en un gesto amistoso. Tom la abrazó con fuerza.

—Gracias. Por todo. Lo digo en serio.

El águila asintió con la cabeza y lo empujó suavemente con el pico. Sus feroces ojos amarillos brillaban.

—Ahora lárgate de aquí, Tom Scatterhorn, antes de que te eche.

Tom se volvió, y tras despedirse con la mano echó a correr entre los árboles que se oscurecían.