29
Jacintos y cera de suelo

Al cabo de mucho, mucho rato, dos figuras aparecieron en el claro. La tormenta ya había pasado, y el viento también había amainado. Solo se movían la luna y las estrellas, avanzando a la perfección hacia el alba.

—Esto es irreversible —murmuró August, mirando fijamente el lugar en el que antes se hallaba el viejo árbol.

El roble parecía haber sido dividido en dos por el golpe de una poderosa hacha. Los dos amigos pasaron por entre las ramas caídas con extremo cuidado hasta llegar al gran agujero central en el que había estado el tronco.

—Así que este era el aspecto que tenía —susurró sir Henry, asomándose al interior—. Casi irreal.

Sin decir nada, August se quedó mirando el caos que se desataba abajo.

—No estaba convencido de que fuese a hacerlo realmente, ¿sabes? De hecho, casi esperaba que no lo hiciera.

—Debería darte vergüenza, August. Ese chico era testarudo. Es un rasgo familiar.

—Ya me había dado cuenta.

Con un hondo suspiro, August vagó entre los restos. Ahora que había ocurrido de verdad, no podía evitar sentirse culpable. Se había perdido una vida joven… Al pasar por encima de una rama, le llamó la atención algo rojo que sobresalía de la nieve sucia.

—¡Santo cielo!

Era una mano alargada y fina, amputada por la muñeca. Un tentáculo continuaba enroscado en torno a los dedos. August la miró un momento, desconcertado, y luego siguió adelante. A poca distancia había otra curiosidad, pero en este caso la reconoció.

—Tienes mucho que explicar —murmuró, recogiendo de la nieve la pelota-escarabajo y dándole un apretón.

Tras deslizarse la pelota en el bolsillo, se disponía a seguir adelante cuando vio una cosa que lanzaba destellos; mejor dicho, dos cosas. August se las colocó en la palma de la mano y se volvió hacia la luz de la luna. A primera vista parecían ser un par de cuentas, negras como el carbón y pulidas por el fuego. Solo los rojos contornos fundidos de los caparazones y las cabezas arrugadas sugerían la posibilidad de que hubiesen sido escarabajos.

—¡August!

El tono agudo de sir Henry rompió el silencio. El anciano se volvió y vio a su amigo arrodillado al otro lado del claro.

—Me temo que quizá nos hayamos precipitado.

—¿Qué? ¿Quién es?

Sir Henry no respondió. Tras meterse sus hallazgos en el bolsillo a toda prisa, August se acercó con el corazón aterrado. Allí yacía Tom Scatterhorn, con la cara ensangrentada y oscura, vestido con un par de viejas botas y un gabán. Al otro lado de una rama caída yacía su eco, con la magnífica armadura chamuscada y abollada. Su yelmo había desaparecido, y un largo reguero de sangre se extendía por su rostro.

—Pero no estarán vivos, ¿verdad? ¿Cómo pueden estarlo después de eso?

Sir Henry apoyó los dedos en el cuello del eco: no había pulso. Luego inclinó la cabeza hasta el pecho de Tom. ¿Era aquello el más débil de los latidos? ¿Una vaga palpitación de vida?

—No puedo estar seguro. No lo sé.

August se enjugó la frente, inquieto.

—Todo esto es culpa nuestra. Lo animamos a sabiendas de que sucedería esto.

—No, August. AI contrario, me parece recordar que ambos procuramos disuadirlo.

Se quedaron mirando en silencio el rostro grisáceo de Tom. En sus labios había una extraña expresión, casi como una sonrisa.

—O sea, claro que queríamos que destruyese Scarazand, y sí, tenía alguna noción mal encaminada de que tenía que sacrificarse por un bien mayor, o lo que fuese, pero… —Sir Henry se encogió de hombros—. Francamente, viejo amigo, fue su propia decisión. Sabía que si la reina moría, él también perecería. Tú mismo se lo dijiste.

La expresión de August se endureció.

—Pero la cuestión es que lo utilizamos. Si hubiésemos sido un poco más valientes, podríamos haber intervenido nosotros mismos. Pero no nos atrevimos, a sabiendas de que él lo haría. Y lo ha pagado muy caro. ¿No crees que le debemos otra oportunidad?

Había una inconfundible nota de ira en la voz de August. Sir Henry lo observó mientras metía la mano en su macuto y, después de rebuscar un poco, sacaba un frasquito azul.

—¿Es eso sensato, viejo amigo, teniendo en cuenta quién más habrá perecido en todo esto?

August fingió no haberlo oído. Ignorando la mirada de desaprobación de sir Henry, se sacó un pañuelo violeta del bolsillo de la chaqueta.

—Me parece recordar que antes tenías fuertes convicciones acerca de cambiar el destino.

—El destino ya ha cambiado, Henry. ¿Acaso estás sugiriendo que tratemos de dejar este árbol exactamente como estaba? ¿Qué está igual aquí y ahora?

Sir Henry no necesitaba que se lo recordasen. Resultaba evidente que August tenía razón.

—¿Y si es demasiado tarde?

Tom no tenía la menor idea de cuánto tiempo llevaba andando; podían ser horas o segundos. Cuando alzó la vista se encontró junto a un alto muro cubierto de hiedra. Tan alto era que no veía la cima. No sabía si estaba despierto, o si aquello era un sueño, pero vio ante sí una puerta en forma de arco y supo que tenía que atravesarla. Eso hizo, y se encontró en un jardín. Ante él aparecieron extensiones de césped bien segadas, una fuente y un camino blanco que conducía a una alta casa de piedra enmarcada por unos árboles oscuros. Todo era tan falso y artificial como un escenario, incluso las estrellas que lanzaban destellos más allá. «Conozco este sitio —pensó—. Ya he estado aquí antes. Conozco este sitio.»

—Sí que conoces este sitio —respondió una voz—. Ya has estado aquí antes.

Tom se quedó paralizado. ¿Estaba aquella voz dentro de su cabeza? Parecía…

—¿August?

Al volverse, se encontró con una sombra apoyada contra un árbol. El hombre salió a la escasa luz de la luna.

—Hola —dijo.

Tom se quedó mirando el espeso pelo blanco de August y su raído traje de tweed. Parecía real, y sin embargo Tom no estaba muy seguro.

—¿Esto es un sueño?

La cara de August Catcher, marchita y arrugada como un trozo de corteza, sonrió amablemente.

—Pero no estoy… —Por alguna razón, Tom no quiso pronunciar la palabra—. ¿Qué estoy haciendo aquí?

—Creo que has venido a buscar a esa otra parte de ti mismo.

—¿A mi eco?

August asintió con la cabeza.

—No se marchará sin ti. No puede hacerlo. Te está esperando ahí arriba.

Tom levantó la vista hacia las ventanas. No vio a nadie.

—Y además, no está solo.

—¿A qué se refiere?

Tom se volvió de nuevo hacia el árbol, pero August había desaparecido. Donde antes estaba, no había nada. Solo un árbol a la luz de la luna.

—¿August?

El jardín estaba vacío. Nada se movía. Un silencio ensordecedor lo envolvía todo. Tom se preguntó si habría estado hablando solo. Quizá sí…

Con la clara sensación de estar siendo observado, echó a andar por el camino blanco de guijarros en dirección a la casa. A cada paso que daba, las piedras que iba desplazando flotaban como planetas ingrávidos y volvían al suelo despacio. ¿Qué estaba haciendo en ese lugar? Al llegar a la fuente volvió a alzar la vista hacia las ventanas. Esa vez vio una cara pálida enmarcada contra la oscuridad del piso superior. El eco tenía las mejillas manchadas de sangre y seguía llevando aquella armadura ennegrecida. Tom notó un escalofrío en el espinazo. «Entonces, ¿me estaba esperando?» Pero ¿adonde debían ir?

—¿Tom?

Un hombre alto y larguirucho se hallaba en la parte superior de las escaleras. Una mujer morena salió de la casa para reunirse con él. Permanecieron juntos, uno al lado del otro, sonriendo felices.

—Tom, cariño, ¿dónde estabas? Te hemos estado esperando todos.

—¿Mamá? ¿Papá?

Siguieron sonriendo, pero no se acercaron.

—Mira. —Sam Scatterhorn señaló una vieja autocaravana que estaba aparcada a la sombra de un cedro—. Nuestra vieja amiga vuelve a circular. ¿Qué te parece eso?

Sam sonrió con satisfacción, y también Poppy, cuyos ojos estaban llenos de amor y ternura.

—Lo hemos hecho todo desastrosamente, Tom. Deberíamos habértelo dicho desde el principio. Deberíamos haber confiado en ti. Fue una estupidez… Me temo que no hemos sido muy buenos padres.

—Pero ahora podemos estar juntos —dijo Sam sonriendo—. ¿Vas a venir con nosotros?

Tom se dio cuenta de que el chico de mirada intensa que estaba en la ventana lo observaba atentamente.

—¿Adonde vamos?

—Oh, ya sabes, por ahí. Como en los viejos tiempos. —Su padre le guiñó un ojo—. Para eso estás aquí, ¿no?

En ese momento, Tom comprendió que así era y se notó el corazón a punto de estallar. Solo deseaba subir las escaleras a toda prisa y echarse en sus brazos, pero cuando empezó a avanzar algo lo detuvo. Algo fundamental, como si hubiese un muro de cristal entre ellos.

—¿Tom?

La expresión de su madre cambió al intuir que algo iba mal.

—¿Qué es ese ruido?

—¿Qué ruido, cariño?

Tom miró a su alrededor con nerviosismo. Un motor zumbaba en alguna parte, cada vez más fuerte… En el cielo…

—¿No lo oyes?

Tom notó un hormigueo en la nariz. El jardín se llenaba del olor de sustancias químicas y flores, un aroma denso y sofocante que se extendía por todas partes…

—¿Qué pasa, Tom?

El no lo sabía, pero echó a correr por el camino blanco de grava sin poderse detener.

—¡Tom! —lo llamó su madre—. Tom, ¿adonde vas? ¡No nos dejes!

Desde las escaleras, Sam y Poppy Scatterhorn vieron como su hijo se alejaba de ellos corriendo a toda velocidad. Y, mientras corría, el propio corazón de Tom empezó a latir más deprisa, más deprisa, como otro tambor sumado al motor que retumbaba dentro de su cabeza, hasta que los dos redobles se fundieron en uno…

—¡Vuelve!

La puerta entre la hiedra se abrió de par en par ante Tom, que atisbo una brizna de luz…

—¿Y si es demasiado tarde? —susurró una voz.

Tom abrió los ojos. Poco a poco, la oscuridad empezó a desaparecer. Allí estaban August Catcher y sir Henry, sonriéndole desde arriba. August tenía en la mano un frasquito azul.

—¿Y bien?

—¿Sigues entre nosotros, viejo amigo?

Tom asintió con aire aturdido. El árbol yacía hecho añicos a su alrededor. La luna seguía en lo alto del cielo. Lo estaba recordando todo. Con cuidado, August envolvió el frasquito azul en su pañuelo violeta y luego volvió a guardárselo en el bolsillo interior. Jacintos, cera de suelo… Ese olor… ese olor. Tom miró la cara decrépita y amable de August, tan arrugada que sus ojos no eran más que puntos brillantes. Dijo:

—A veces vale la pena cambiar las cosas. Tal vez haya sido un egoísta, pero he dado por supuesto que te gustaría vivir un poco más. Mucho más, mejor dicho. Espero no haberme equivocado.

A Tom le daba vueltas la cabeza. Claro que quería vivir, ¿cómo podría no querer? ¿Quién preferiría estar muerto a estar vivo? Se sentó y vio al eco tendido en el suelo, al otro lado de una rama, con su armadura reluciendo a la luz de la luna.

—Pero él ha muerto, ¿verdad?

Sir Henry asintió con la cabeza.

—Es mucho mejor que de ahora en adelante haya un solo Tom Scatterhorn.

—Porque lo vi allí, con… con…

Se le hizo un nudo en la garganta.

—¿Poppy y Sam?

Tom asintió con la cabeza.

—¿Qué les ha pasado? 1

Por un momento, August entornó sus ojos brillantes.

—En el campo de batalla, una vez que cayó la empalizada y todas esas gorogonás quedaron sueltas…

—No tuvieron ninguna oportunidad, viejo amigo —murmuró sir Henry, apoyando la mano en el hombro de Tom—. Como todos los demás, me temo.

Tom no dijo nada. Se quedó mirando el suelo. Por supuesto, entonces lo entendía, pero aun así…

—¿Querías reunirte con ellos?

—Un poco. —Tom sonrió valientemente—. Pero… no lo suficiente, supongo. Me alegro de que lo hayan hecho. Gracias.

La cara angulosa de sir Henry rebosaba de admiración. El anciano le tendió la mano.

—Eres un joven extraordinario, Tom Scatterhorn. Tal vez te gustaría ver exactamente qué es lo que has hecho.

Tras aceptar la mano de sir Henry, Tom se puso de pie con mucho cuidado, sintiéndose muy magullado. Se apoyó en el brazo del hombre y fue cojeando hasta el borde del agujero.

—¿Qué te recuerda eso?

Tom observó el caos en silencio. Abajo, a mucha distancia, yacía la reina como un simple bulto humeante y ennegrecido. Alrededor de ella, Scarazand se desmoronaba. Puentes, trozos de roca, montañas de pulpa de madera y corrales llenos de larvas se precipitaban en el abismo. Innumerables gorogonás se aferraban a las paredes de la cueva, intentando desesperadamente escapar de la vorágine, pero sus refugios se destruían uno tras otro y las criaturas caían en la oscuridad. Incluso el laberinto, la maraña de caminos blancos que se extendían en todas direcciones, empezaba a desintegrarse…

—Pudin de Navidad. —En los ojos de sir Henry brillaba un destello de picardía—. Pudin de Navidad, ya sabéis. Con azúcar moreno y helado. Es delicioso. ¿Queréis decir que nunca lo habéis probado?

—Se parece más a un pastel de cerezas —dijo August—. Con un puñado de cientos, y miles, y unas almendras tostadas.

Por primera vez en muchísimo tiempo, Tom se sorprendió sonriendo. Sí, era igual que mirar un inmenso postre. La escala era tan enorme que costaba creer que aquello fuese real.

—Así que las gorogonás…

—El grito sila debe de haber matado a la mayoría. En cuanto al resto, sin el laberinto no hay modo de salir de ese abismo. Salvo esta pequeña chimenea, claro —dijo August, guiñando el ojo.

Tom se quedó mirando el mundo que se desplomaba. Era una sensación extraña y agridulce, pero solo entonces comprendió que Scarazand había desaparecido real y definitivamente. Por fin era libre. Se volvió y miró al eco, tendido en el suelo, con su armadura ennegrecida reluciendo a la luz de la luna.

—¿Saben?, esto solo ha podido pasar gracias a él. El escarabajo se había quedado atrapado en la chimenea. Si él no hubiese saltado sobre su cabeza, si no lo hubiese hecho bajar, el rayo nunca habría…

—¡Bah! ¡Ni siquiera habría estado ahí de no ser por ti! —rugió sir Henry—. Puedes estar orgulloso, viejo amigo. Sois dos caras de una misma moneda.

—Exacto —añadió August—. Habéis hecho algo realmente extraordinario. Los dos. Es un triunfo. Disfrútalo —dijo, con una sonrisa, echándole el brazo sobre los hombros—. Eso está mejor.

—Hay una cosa más.

—¿De verdad?

—Es muy importante.

August lo miró con ojos chispeantes.

—¿Y cuándo no? Dispara.

—Si Scarazand ha sido destruida esta noche, el 15 de diciembre de 1899, ¿significa eso que de ahora en adelante todo será distinto?

—De ahora en adelante… sí, creo que sí —respondió August—. Tú estás aquí, nosotros estamos aquí, hemos vivido y no vamos a reescribir nuestra propia historia. Pero lo que acabas de hacer, Tom, es crear desde este momento un futuro alternativo, uno en el que Scarazand no aparezca bajo ninguna apariencia ni forma.

—Y ese futuro alternativo se nos viene encima —dijo sir Henry, consultando su reloj—. El sol saldrá exactamente dentro de dos horas, y apuesto a que no tardará en aparecer alguien para ver dónde ha caído el rayo. Y entonces se montará una escena de aquí te espero.

—Desde luego —convino August—. Y supongo que resulta vagamente posible que una de esas gorogonás diminutas pueda ingeniárselas para subir hasta aquí y escapar. Y eso sería una lástima —añadió, quedándose muy corto.

Tom miró a su eco, tendido entre los escombros.

—Y también está él.

—Desde luego. Pero hay…

—Había una solución —interrumpió sir Henry, llamando la atención de August.

—¿Qué quiere decir?

—¡Oh, no es nada! —exclamó August—. Solo una cosa que ocurría antes. Ahora resulta muy inapropiada.

Rehuyendo la mirada de interrogación de Tom, clavaron la vista en la vorágine que se desataba abajo.

—Pero si ya lo tengo —dijo de pronto sir Henry—. En este momento, August, estás profundamente dormido ahí arriba, en Catcher Hall.

—Probablemente roncando —reconoció—. Sigue.

—Bueno, pues de momento podemos disimular el agujero con zarzas, ramas, fango, etcétera. Luego, mañana por la mañana, cuando te sientes a desayunar y abras el correo, hallarás una carta confidencial que te habré enviado yo, describiendo todo lo que ha pasado aquí esta noche y aconsejándote que emprendas una acción inmediata y secreta a fin de sellar este agujero para siempre.

August sonrió irónicamente y se frotó la cabeza.

—Olvidas, Henry, que en este momento de mi vida soy un taxidermista serio. Tengo la cabeza llena de ecuaciones químicas y técnicas para disecar pitones y periquitos; nunca daría crédito a una historia tan extraordinaria. Creería que me tomabas el pelo. De hecho, estaría seguro.

—¿Aunque las pruebas estuviesen aquí mismo, en tu propio bosque?

—Dudo que me molestase siquiera en bajar a comprobarlo. Nunca lo hice, ¿no?

Sir Henry frunció el ceño. Tenía que reconocer que aquello suponía un problema. Según admitía él mismo, August era cínico, perezoso, fantasmal…

—Pero podrías hacerlo, si… —Sir Henry sonrió como un león—. ¿Y si esa carta no estuviese escrita por mí? ¿Y si estuviese escrita por ti mismo… y dirigida a ti, de tu puño y letra?

August contempló el conducto de ventilación al tiempo que reflexionaba.

—¿Una carta escrita a mí mismo… por mí mismo, en el futuro?

Sir Henry entornó los ojos.

—Exacto. Y, de paso, también podrías sugerir una alternativa a esa miserable tumba anónima.

August miró al eco y luego a su viejo amigo. Sus rasgos arrugados esbozaron una sonrisa.

—Creo que es una idea inspirada.

—Bien. Bien, bien, bien. Confiaba en que dijeses eso.