—¡Hola!
No hubo respuesta. Quien estaba allí arriba, fuera quien fuese, tenía evidentemente la misma idea que Tom… Tal vez pudiese ayudar; aunque… Una silueta oscura se deslizó a través de las ramas hasta el suelo. De forma instintiva, Tom retrocedió mientras la sombra se dirigía hacia él, hacha en mano. El hombre vestía un largo abrigo negro, y llevaba la amplia gorra de plato calada hasta los ojos. Tom reconoció al instante sus movimientos nerviosos.
—¿Nicholas? ¿Nicholas Zumsteen?
Zumsteen se quedó paralizado y clavó la vista en las sombras. Cuando vio a Tom, se relajó de pronto.
—Llegas tarde —dijo, sonriéndole radiante—. Me preguntaba cuándo aparecerías.
—Entonces…, ¿lo sabe?
—Por supuesto que sí.
—Pero ¿cómo?
—No estabas solo en el campo de batalla, Tom Scatterhorn. Puede que esa ridicula águila se creyese muy lista al ocultar la verdad, pero yo intenté descubrirla, y ahora que estás aquí veo que estaba en lo cierto. ¿Qué es? ¿Un rayo?
—Hummm…
—Pues ya no puede tardar mucho —dijo Zumsteen, escuchando el trueno que retumbaba a lo lejos—. Ya he empezado, y hay unos cuantos trozos de hierro más en ese cobertizo. Tendremos que trabajar los dos para calzarlo y dejarlo bien abierto.
Zumsteen se deslizó por la vieja entrada y comenzó a rebuscar. Al cabo de unos momentos reapareció con un montón de aros de hierro que quizá habían sujetado un barril en algún momento.
—Entonces, ¿de verdad quiere destruir Scarazand?
—Creía que resultaba muy evidente, ¿no? —gritó, transportando su carga por el claro a toda prisa—. Ya has visto de qué es capaz mi hermano. Nos ha engañado a todos. Descubrió que las gorogonás podían ser controladas por la reina. No sé cómo lo hizo; solo puedo suponer que alguien muy cercano a él le dio una. Y por eso perdió deliberadamente la batalla. —Nicholas Zumsteen dejó caer los aros al pie del árbol y volvió a buscar a grandes zancadas el hacha que yacía sobre la hierba—. Bueno, ¿vas a quedarte ahí como un pasmarote o vas a echarme una mano?
Tom seguía vacilando sin saber por qué. Había algo en la actitud de Zumsteen…
—No puedo hacerlo solo, Tom Scatterhorn —le advirtió el hombre, al notar la reticencia de Tom.
—Pero yo creía que…
De pronto Tom se encontró con una pistola que le apuntaba a la frente. Zumsteen lo miró con frialdad.
—Fuiste tú quien le dio esa gorogoná, ¿no es así?
Tom retrocedió con las manos levantadas por encima de la cabeza.
—Y la pelota-escarabajo que yo había localizado y escondido en un lugar en el que nunca pudiese encontrarla.
—Eso no fue culpa mí…
—¿No es hora de que hagas lo correcto por una vez y compenses así todas las estupideces que has cometido? Creo que me lo merezco.
Tom se quedó mirando la cara pálida y nerviosa de Zumsteen. Había en sus ojos un extraño destello rojo, una ira malvada y ardiente… Le acercó más el arma.
—No olvides, Tom Scatterhorn, que ya te he salvado la vida una vez. Me debes un favor.
—Pero ¿por qué tengo que…?
—Sube a ese árbol ahora mismo.
A aquellas alturas, Tom ya sabía que algo iba mal, y Zumsteen lo percibió. En sus labios se dibujó una mueca desdeñosa.
—No confías en mí. Crees que soy igual que él, ¿verdad?
Al instante se oyó un fuerte crujido y el corazón del antiguo roble se abrió como una flor. Surgió una nube de gas amarillo, seguida de la larga silueta de don Gervase.
—No te atrevas a ir a ninguna parte, chico.
En cuanto Zumsteen le volvió la espalda, Tom se metió entre las sombras. Se oyó un estrépito de ramas y don Gervase Askary salió al claro con pasos seguros y una expresión muy complacida.
—¡Qué sorpresa! Si resulta que es mi hermanito pequeño, construyendo una casa en un árbol.
—¡No te acerques! —gritó Zumsteen, apuntándole con la pistola.
Don Gervase ignoró la amenaza.
—Era previsible que, una vez que comprendieses lo insensato que habías sido, intentases utilizar este último secreto de algún modo. Pero ¿por qué esta noche? ¿Qué tiene de especial el 15 de diciembre de 1899? —Echó un vistazo a la nieve que cubría el suelo; el vendaval rugía entre los árboles—. Una tormenta de invierno. Hummm… fascinante. ¿Qué es, entonces? ¿Unos cuantos fuegos artificiales de la feria del hielo? ¿Un poco de dinamita robada en los muelles? ¿No? Ah, ya lo tengo: ¿has persuadido a August Catcher de que te fabrique una bomba?
Zumsteen agarró con más fuerza su pistola.
—He dicho que no te acerques.
Una sonrisa fría y burlona apareció en el rostro de don Gervase, que dijo:
—Baja el arma, Caleb.
Con un dedo, apartó el cañón de su pecho y lo dirigió hacia el suelo, despacio y pausadamente.
—Eso está mejor. Ambos sabemos que no la utilizarás. Porque nunca has podido disparar a nadie a sangre fría, ¿verdad? Nunca has tenido agallas.
Durante cinco segundos los dos hermanos se fulminaron con la mirada, haciendo caso omiso de los truenos que retumbaban sobre sus cabezas.
—¿Qué quieres?
—La pelota-escarabajo —masculló Zumsteen—. Me pertenece. Como todo lo que me has robado.
A don Gervase aquello pareció resultarle muy divertido.
—¡Oh, Caleb, me siento decepcionado! Se supone que eres la mitad buena de los dos. ¿Tú quieres controlar Scarazand?
Zumsteen hizo una mueca.
—No volveré a pedírtelo.
—¿Y si me niego? ¿Y bien?
Don Gervase esperó, regodeándose mientras Zumsteen trataba de pensar una respuesta.
—¿Qué harás entonces, hermanito? ¿Invocar el rayo?
De repente, Zumsteen golpeó con la pistola la cara de don Gervase, que retrocedió tambaleándose. Don Gervase se quedó conmocionado, y apenas se había agarrado la nariz ensangrentada cuando Zumsteen lo tiró al suelo de un golpe. Lucharon, desgarrándose mutuamente el pecho y la cara hasta que don Gervase quedó sujeto contra la tierra helada por la rodilla de Zumsteen, que le presionaba el cuello.
—Dame esa pelota —siseó. Se abalanzó hacia la pelota-escarabajo, que se hallaba en la palma de la mano de don Gervase. Un fino tentáculo de acero se deslizó fuera del puño de su chaqueta y se enroscó en torno a los dedos para protegerla—. ¡Que me la des!
Don Gervase apenas podía respirar, pero de algún modo sus delgados labios esbozaron una sonrisa complacida.
—Nunca lo conseguirás, Caleb. Eres demasiado débil.
Zumsteen apretó más la rodilla, ahogándolo.
—Creo que podría matarte ahora mismo.
—Estás loco, Dorian.
—¿Tú crees?
Zumsteen echó un vistazo a su derecha. Allí estaba el hacha… En un abrir y cerrar de ojos, estiró el brazo y la agarró. Con un golpe rápido, la dirigió a la muñeca de don Gervase y le cortó la mano. Don Gervase se quedó mirando el muñón de su brazo y gritó, pero Zumsteen ya le había arrebatado la pelota-escarabajo y corría hacia el árbol.
Don Gervase se retorció violentamente sobre la nieve. Su piel empezó a hervir y a mancharse… Al cabo de un instante volvió a gritar. Su cuerpo explotó y se convirtió en un inmenso escarabajo negro. Tras mudar de piel, se volvió y echó a correr detrás de Nicholas Zumsteen…
—¡Aléjate de mí! —gritó Zumsteen, subiéndose de un salto a las ramas y ascendiendo tan deprisa como podía—. ¡Apártate!
Pero el escarabajo no se apartó. Siguió adelante, trepando por el árbol a una velocidad extraordinaria. Zumsteen llegó el primero al conducto de ventilación, y se volvió justo a tiempo de ver que la cabeza de un gran ciervo volador surgía entre las ramas, por detrás de él… Supo que no podría escapar. De pronto, también empezó a temblar de forma incontrolable; su rostro se hinchó e hirvió… Tom abrió unos ojos como platos cuando la piel de Zumsteen quedó destrozada y apareció un escarabajo idéntico al de su hermano que al instante entrelazó la cornamenta con la de don Gervase. Juntos se convirtieron en una fuerte máquina, golpeándose mutuamente en torno al conducto de ventilación: cayeron ramas muertas y lluvias de brotes mientras forcejeaban, hasta que por fin uno de los escarabajos afianzó la pata dentro del borde de la chimenea y empezó a caer al interior. Con una serie de violentas sacudidas, consiguió agarrarse del otro… Su adversario resistió, resistió con todas sus fuerzas mientras se esforzaba por mantenerse de pie… Sin embargo, con un tropezón repentino, se tambaleó hacia delante y cayó hasta perderse de vista…
Tom salió corriendo al claro, respirando con dificultad. Ambos habían vuelto a Scarazand… ¿Era aquello el final? Un trueno lo devolvió a la realidad. Alzó la vista. Sobre su cabeza, los árboles rugían como un horno. ¡La hora! Casi se le había olvidado… Tom se miró el reloj con nerviosismo. Eran las 12.42.Tres minutos. Le quedaban tres minutos. O menos…
Se oyó un ladrido. Luego más, resonando entre los árboles hacia él, y también pisadas… Tom no quiso oír nada más. Agarró el hacha ensangrentada que yacía sobre la nieve, corrió hacia el viejo árbol y, tras meterse el mango debajo del cinturón, empezó a ascender entre las ramas… Sin embargo, apenas había abandonado el suelo cuando empezaron a escocerle las manos…
—¡Ay! —se quejó—. ¡Ay!
Parecía que su piel estuviese ardiendo. Aquello dolía… aquello dolía de verdad… ¿Qué era? Tenía las palmas de las manos cubiertas de algo blanco y ardiente, como ácido… Parecía que rezumara de la corteza; el árbol lo estaba atacando… Tom gritó de dolor y frustración. Había visto unos guanteletes en el campo de batalla; si hubiese…
—¡Sal de ahí!
Tom bajó la vista. Allí estaba el guarda de caza, con el arma en la mano, abriéndose paso con estrépito entre los árboles, precedido de sus perros, que aullaban excitados.
«Ignóralos. Ignóralo todo…»
Tras ocultar sus manos en las mangas lo mejor que pudo, Tom trepó deprisa, retorciéndose y contorsionándose entre las ramas hasta que por fin alcanzó el hueco central. Desde allí se extendían las cinco grandes ramas, y en medio se abría un agujero con los pétalos de corteza apartados por tres tablones… Tom se tapó la nariz y la boca, y se atrevió a atisbar dentro de la chimenea: abajo, a mucha distancia, se distinguía el tenue perfil de la reina; en sus flancos relucientes y carnosos se apelotonaban lo que parecían gusanos negros… gorogonás… Dos escarabajos negros volaban en círculo sobre ella, embistiéndose cruelmente. A Tom le daba vueltas la cabeza: el ruido era atronador, y el gas… Se volvió hacia el otro lado, apretando los ojos con fuerza mientras surgía una nube amarilla. Cuando volvió a mirar, algo había cambiado… El agujero era más pequeño. Era más pequeño.
—No…
Tom comprendió al instante lo que estaba sucediendo. Los tablones que Zumsteen había encajado a través de la chimenea para mantenerla abierta no eran lo bastante fuertes. Uno de ellos había quedado torcido tras el salvaje descenso de los dos grandes escara-bajos. Y entonces la tapa empezaba a cerrarse despacio una vez más, ocultando a la valiosa reina, protegiéndola…
Con un rugido, Tom descargó un salvaje hachazo contra las dos láminas que formaban la tapa que se alzaban, y luego otro y otro, sin preocuparse de quién oía el estrépito… Pero de nada sirvió. Seguían subiendo, lenta e inexorablemente…
—¡ALTO!
Una voz procedente del interior de la chimenea… Otra nube de gas salió burbujeando a la superficie, seguida de una cabeza y unos hombros…
—¡Tom! ¿Estás aquí arriba?
Era un chico con una armadura que tenía la cara ensangrentada y ennegrecida… su eco.
—¿Qué pasa? —preguntó jadeante.
—La tapa —respondió Tom con voz entrecortada—. Se está cerrando. No puedo detenerla…
Echó un vistazo a su reloj. El segundero marcaba las doce y veinticuatro. No quedaba tiempo.
—¡Podemos sujetarla! —gritó su eco.
Tras lanzarse a través de la abertura, apoyó la espalda contra un lado y encajó las piernas en el otro. Con todas sus fuerzas, empujó y empujó… Las láminas avanzaban un poco más despacio… Al cabo de un instante, Tom se situó frente a él, como un reflejo exacto.
—Tan fuerte como puedas —dijo el chico con voz entrecortada al oír que la madera crujía y se combaba detrás de él—. ¡Podemos detenerlo! ¡Empuja!
Tom cerró los ojos y estiró las piernas con todas sus fuerzas. Los muslos le quemaban, sus pulmones parecían arder… ¡Sí! Lo estaban conteniendo, abriéndolo más y más… Entonces se oyó un profundo crujido procedente del interior, como si el árbol hubiese percibido su resistencia. Empezó a empujar más fuerte, más deprisa, doblegándolos, apretujando a los dos chicos… Tom contempló impotente como sus rodillas empezaban a levantarse… Miró su reloj… El segundero superaba la parte inferior de la esfera…
—¿Cuánto falta?
Tom sacudió la cabeza, desesperado.
—Tenemos que salir de aquí.
El eco hizo una mueca y rechinó los dientes, negándose a darse por vencido… Sus rodillas casi se tocaban…
—¡Vamos!
En un instante, Tom se apartó del agujero. Cuando volvió la vista atrás, la reina ya no estaba allí. Una silueta negra impedía verla. Algo subía rápida y desesperadamente por la chimenea hacia ellos. Don Gervase… Debía de haber visto lo que estaban haciendo… Debía de haber comprendido…
—¡Deprisa! —chilló Tom, arrastrando a su eco.
Un par de espinosas mandíbulas negras salieron rápidamente de la chimenea seguidas de la cabeza y la boca…
—¡Tom Scatterhorn! —rugió la criatura—. Eres un…
Las láminas de la tapa se cerraron en torno a su cuerpo negro, encajándolo con fuerza. A Tom le entró el pánico.
—¡Está atascado! ¡Está atrapado! ¡Va a salvarla!
Sin pararse a pensar, el eco se precipitó hacia delante y clavó su espada en la boca brillante del escarabajo. La criatura chilló y se retorció, pero siguió sin moverse… El chico saltó sobre su cabeza y la pateó cruelmente, aplastándole los ojos vigilantes, rompiéndole los dientes, y luego se apoyó en su espada, clavando la punta más hondo en el cerebro… Se oyó un fuerte chirrido y al instante el gran escarabajo empezó a resbalar chimenea abajo, arrastrando al eco…
—¡NO!
Tom sofocó un grito y abrió desorbitadamente los ojos. Pero no podía moverse. No se atrevía a hacerlo. Un segundo. Dos. Tres, cuatro…
¡PUM!
Una explosión colosal desgarró el aire. Sonó un estallido bajo el suelo, a mucha distancia, y las paredes de la chimenea resplandecieron como una vela. Tom abrió los ojos y se encontró acurrucado contra la corteza como un bebé. Un instinto profundo y primitivo lo había salvado. Tras arrastrarse hasta la chimenea, contempló boquiabierto la escena que se desarrollaba abajo. La reina era devorada por una indolente onda de llamas verdes: había un agujero negro en su cabeza, allí donde la había alcanzado el rayo. Sus venas eran torrentes de fuego amarillo. Sobre ella flotaba la silueta del chico, cuya armadura brillaba rosa como una joya viviente, y dos formas negras…
—Lo ha hecho… —Tom se enjugó el sudor de los ojos—. Lo ha hecho de verdad…
Y entonces la alegría de Tom se convirtió en terror cuando comprendió lo que iba a suceder… la muerte de la reina… el grito sila… el fin de la colonia, su propio fin… Se le aceleró el corazón, agotando los últimos segundos… Había tantas cosas que quería hacer, ver, ser…
Demasiado tarde…
Contempló la bola de fuego de tonos anaranjados y rojos que surgía y burbujeaba de pronto en el abismo. La bola ascendió, arrugando a los escarabajos negros y llevándolos con un rugido, junto con el chico, chimenea arriba, hacia él, impregnando el aire con un sonido que pareció estremecer todos los huesos de su cuerpo, estremecer el árbol hasta arrancarlo de la tierra, estremecer el aire mismo…
—¡PUMMM!
En un segundo, el pulso magnético se alzó hacia el cielo y aceleró hasta alejarse en el universo. Tom atisbo vagamente la torre de llamas. Luego, algo estalló dentro de su cabeza y no supo más.