¿Qué le había ocurrido a aquel chico de trece años? El último recuerdo de Tom Scatterhorn eran los chorros de veneno que habían llovido sobre él mientras yacía en el suelo helado. A través de la estrecha rejilla de la Scararmadura había visto que el aire se encendía de pronto, y luego un golpe de la cola de la gorogoná lo había dejado inconsciente. Desmayado, no llegó a saber que innumerables serpientes se habían deslizado sobre él, ni que un montón de escarabajos muertos se había formado a su alrededor, ni que un valiente grupo de camilleros híbridos se había abierto paso luchando en medio del cenagal para recuperar su cuerpo. Cuando abrió los ojos el cielo se había oscurecido. Vio a un jinete que chocaba contra una inmensa gorogoná con tanta fuerza que cayó dando volteretas sobre la nieve. Se produjo una explosión roja sobre su cabeza, y la sombra oscura que se elevaba por encima de él empezó a tambalearse y a desmoronarse. Un cañón con su aparejo se volcó en una plataforma y cayó directamente hacia él. Y entonces el mundo se volvió negro otra vez…
Puede que fuese solo un segundo, pero pareció una eternidad. Cuando despertó, Tom se encontró tendido en medio de una pila de escombros. En torno a él luchaban sombras de hombres y serpientes. Todo estaba en silencio. ¿Por qué estaba todo tan en silencio? Espada… Tenía que encontrar su espada… Tenía que defenderse. Al tratar de levantarse, se encontró con que estaba atrapado bajo una gran viga que yacía sobre su pecho. Sin embargo, insólitamente, parecía estar sano y salvo. Su armadura lo había salvado. Su armadura…
—¿Tom?
La voz llegó hasta él y Tom se volvió para ver una sombra que se aproximaba.
—¡Está aquí! ¡Por aquí!
Lotus le quitó el yelmo y se puso a buscar frenéticamente señales de vida.
—Tom, ¿puedes oírme?
El chico la observó con aire aturdido: ¿por qué lo miraba así? Ella lo abofeteó con fuerza. Tom parpadeó.
—¡Estás vivo!
Otra sombra cruzó tambaleándose los restos de la batalla en dirección hacia él. Era el jinete.
—Deprisa. Ayúdame.
Juntos, le quitaron la viga del pecho y empezaron a forcejear con las tiras de cuero.
—¿Qué pasa?
—Tu armadura, debemos quitártela.
—Pero…
—Culexis la ha envenenado; está tratando de matarte. Vas a morir.
—No, yo no…
—Sí. No discutas. Dale la vuelta —le indicó Lotus al jinete.
—Lotus, no pasa nada… —Tom recibió un porrazo contra el suelo. Estaba recuperando rápidamente la conciencia—. Lotus, es…
—Ignóralo.
Le quitaron las grebas, los guanteletes, los codales…
—Parad. Por favor. ¡Ay! —exclamó mientras le retiraban los escarpes—. Ya sé que el doctor Culexis envenenó la armadura.
—¿Qué?
—Ya lo sé.
Lotus se detuvo y volvió a darle la vuelta con gesto brusco.
—¿Cómo que ya lo sabes?
Tom se sentó y se quitó el peto que Lotus acababa de desatar.
—¿Lo veis?
Un material fino y blanco, como hilado de seda, cubría el cuerpo de Tom. Un polvillo negro flotaba sobre su superficie. De pronto Lotus se sintió como una idiota.
—Eso es… Pero, imbécil, ¿por qué no nos lo has dicho?
—Lo estoy intentando.
El enfado de Lotus no podía disimular su alivio. La chica sonrió y luego lo tiró de un golpe al suelo.
—Creíamos que ibas a morir.
—Ya lo veo —dijo Tom, sonriendo también.
Se incorporó y miró al jinete, que se había quitado el yelmo. Los ojos oscuros del chico lo observaron con atención.
—Hola.
Le tendió la mano ceremoniosamente y Tom se la estrechó. Crepitaciones de electricidad pasaron entre ellos.
—Gracias.
Lotus los miró a ambos.
—¿Gracias? ¿Por qué? No me digas que también lo sabías.
El eco negó con la cabeza.
—Hizo muchos amigos —explicó Tom—. Uno de ellos se dio cuenta de lo que tramaba Culexis y me envió una nota. Así que tomé precauciones, por si acaso.
—¿Quién era?
Tom recordó a la chica de cabeza rapada que lo había ayudado a ponerse el yelmo y lo había mirado fugazmente.
—No recuerdo su nombre. Pero creo que te conocía antes de que te hicieras famoso. Me dio esto.
Tom se despojó del pasamontañas y se lo entregó a su eco. El chico lo reconoció enseguida.
—¡Ah, sí! Viola. —El eco asintió tímidamente. No pensaba explicar nada más—. Bueno, todo el mundo odiaba a Culexis, ¿no es así?
Lotus se quedó mirando un momento a los dos chicos idénticos.
—¿Qué? —preguntó Tom.
—Nada. Es que resulta muy extraño veros juntos así —contestó ella con una sonrisa—. Como dos mitades de la misma persona. Tom Scatterhorn: el pensador y el combatiente.
—¡Por todas las campanas del infierno, ahí está!
El cielo se oscureció de pronto cuando un estrépito de alas se lanzó en picado sobre sus cabezas. Instintivamente, Lotus y el eco se agacharon mientras una gran bandada de grajos descendía a su alrededor haciendo ruido. Se oyó un estruendo cuando se volcó un cañón. Una forma familiar salió al instante de entre los escombros con paso vacilante pero decidido.
—¿Está vivo? —rugió el águila andrajosa.
—¿Has vuelto? —Lotus se puso de pie, insegura—. Creía que habías dicho que…
—Pues he cambiado de opinión, ¿vale? —La rapaz pasó junto a ella y contempló a Tom con detenimiento—. ¿Así que no estás muerto?
Tom negó con la cabeza.
—¿Ni siquiera un poco? ¿Y el veneno?
Tom se levantó tras apartar la armadura a un lado.
—Me avisó su novia.
La gran rapaz paseó la mirada entre Tom y su eco, y si en aquel momento hubiese podido sonreír lo habría hecho. En lugar de eso, danzó de una pata a otra, retorciendo el cuello violentamente.
—¡Maldita sea, Tom Scatterhorn, casi te había dado por muerto! Con todas esas gorgonzolas y él, y ella, y… da igual. Tenemos que ponernos en marcha, chaval, y hemos de hacerlo ahora mismo.
—¿Qué ha pasado?
El águila indicó con un gesto a los grajos posados a su alrededor.
—Esos tipos me acaban de contar algo muy importante. De hecho, aún me encuentro en estado de shock.
—¿De qué estás hablando? —quiso saber Lotus.
—Del conducto de ventilación, jovencita. ¡Acabo de enterarme de dónde está ese condenado agujero!
Lotus se quedó boquiabierta de asombro.
—Y no solo eso: con un poco de preparación anticipada, creo que puedes poner en su sitio para siempre a Askary y Scarazand.
Tom contuvo un grito.
—¿Yo?
—Eso es, chaval: tú. Pero solo tú. Porque vas a estar allí ya. Esa misma noche, en ese lugar exacto.
Lotus y Tom miraron al águila intentando comprender… Y no estaban solos. Entre las torres destrozadas, había un hombre agachado, vestido con un largo abrigo negro, que se esforzaba por oír la voz áspera del ave.
—¿Voy a estar allí ya?
—¡Sí!
—Pero ¿no puedes decirme dónde es?
—No. Lo cierto es que me han convencido para que no lo haga.
El águila indicó con un gesto a los grajos de mirada severa que los rodeaban.
—¿Estás completamente segura de esto? —preguntó Lotus.
—¿Para qué crees que nos hemos molestado en venir hasta este infierno? ¿Para organizar un picnic?
Tom miró al águila y a toda la bandada de grajos que se hallaban detrás. Su actitud resultaba de lo más amenazadora, y no parecían dispuestos a discutir.
—Solo tenemos una oportunidad de acabar con todo esto, chaval. Has de ser tú, y ha de ser ahora. ¿Te apuntas?
—Sabes que sí, pero…
—Bien. ¡Manos a la obra! Manga unos trapos, porque va a hacer un frío de muerte.
—¿Un frío de muerte? —persistió Lotus, preguntándose si había adivinado a qué se refería la gran ave—. Y no puedo ser yo, ni tampoco él, ¿verdad? —añadió, señalando al eco.
—Tenemos una regla de oro en cuanto a interferir con el pasado, doña Caprichosa, y esa regla es que no puede hacerse. Sin embargo, si no hay más remedio, hay que cambiar lo mínimo posible. Esa es la norma fija. De lo contrario, todo iría manga por hombro y nunca podrías arreglarlo. Créeme, solo el Tom Scatterhorn original viene como anillo al dedo. Ahora sube aquí, mi viejo patán, antes de que te agarre por los pantalones.
Tom echó a correr hacia el ave llevando todo lo que había podido encontrar en el campo de batalla: un grueso abrigo verde, un viejo par de botas, una bufanda, una boina…
—¡Buena suerte! —exclamó Lotus, observando como se subía al lomo del águila—. Ojalá pudiese ayudarte de alguna forma.
Tom no supo qué decir. Se sentía confuso.
Casi con la misma rapidez con la que había aparecido, la bandada de pájaros alzó el vuelo y se alejó en dirección a la luna. Las primeras estrellas ya parpadeaban sobre el bosque. Lotus las contempló en silencio, con la mente llena de posibilidades, y Nicholas Zumsteen, agachado entre los restos de una torre, tenía pensamientos similares. Puede que el águila hubiese tratado deliberadamente de mostrarse enigmática, pero él entendía muy bien a qué se refería. La cuestión era… Miró el cráter con detenimiento. Sus laderas eran ya un mar compacto de gorogonás, y aún se libraba un feroz combate en torno al borde. Por allí, no. Tras meterse la pistola con firmeza dentro del cinturón, echó a correr por el campo de batalla…
—¿Y ahora qué? —dijo el eco.
Lotus se quedó mirando las ruinas que los rodeaban. De repente se sentía muy abatida. El desenlace de los acontecimientos se desarrollaba allí arriba con Tom, y ella no podía controlarlo. No podía hacer nada más… En ese momento, el traqueteo de una motocicleta se acercó pendiente arriba, y un gran caparazón marrón fue patinando hasta pararse junto a los restos de la empalizada, quejándose tristemente. August Catcher salió a rastras de debajo del caparazón, seguido de un jadeante sir Henry.
—¿Sigue vivo?
Lotus los saludó con la mano, preguntándose si aquella escena iba a volver a repetirse.
—¡Grandes serpientes!
Emocionado, August saltó por encima de los escombros y sonrió al chico. Una magnífica armadura yacía desmontada a sus pies.
—Déjame adivinar: es una larga historia.
—Muy larga —dijo Lotus—. Porque…
—¿Te encuentras bien del todo?
El eco asintió tímidamente.
—¡Maravilloso! Por un momento creimos que…
—No es quien ustedes creen.
August no lo entendió, y Lotus señaló la negra formación en forma de uve que volaba deprisa por el cielo claro del anochecer.
—Tom está ahí arriba. Lo llevan a Dragonport.
—¿Qué? ¿Por qué?
—El pájaro ha encontrado el conducto de ventilación. Tom tiene que volver a una noche concreta en la que tal vez podría destruirlo. No ha querido decir nada más. ¡Qué fastidio!
Sir Henry había cruzado los derribos con pasos decididos para unirse a ellos.
—¿Algún problema? —preguntó jadeante, mirando a Lotus y luego al eco.
August señaló hacia los puntitos que se distinguían a lo lejos.
—Se nos han adelantado, viejo.
—¡No! Pero ¿saben con exactitud lo que va a pasar?
Lotus se encogió de hombros malhumoradamente.
—¿Cómo voy a saberlo? Nadie me cuenta nada.
—No creo que puedan estar enterados si no lo han visto ya todo, cosa que dudo —dijo August—. Pero ya es demasiado tarde para preguntárselo.
Sir Henry se quedó mirando a los pájaros, que apenas parecían garabatos contra el cielo pálido.
—Maldita sea… ¡maldita sea! —Con un hondo suspiro se volvió hacia August; su noble rostro parecía duro como el granito—. Ya sabes lo que eso podría significar.
August sacudió la cabeza con gesto sombrío.
—Desde luego. Ha ocupado el lugar del chico. Con todas las consecuencias que eso conlleva.
—¿Por qué habla todo el mundo en clave? —dijo Lotus—. Exijo saber lo que está pasando. Díganmelo ahora mismo.
Sir Henry ignoró la mirada indignada de Lotus y se volvió hacia el eco, pensando deprisa.
—¿De qué lado estás, viejo amigo?
El chico, incómodo, cambió de postura.
—Yo… supongo que estoy con Tom, salvo que me ordenen otra cosa.
—Muy bien. Eso está muy bien —contestó sir Henry, poniendo en orden sus ideas.
Vio la Scararmadura en el suelo, y las nubes de híbridos aerotransportados que seguían hostigando a las serpientes con granadas y flechas…
—¿Sabéis?, es posible, probable incluso, que Tom esté a punto de correr un grave peligro. Sin embargo, puede que exista una manera de que podáis ayudarlo, aunque os obligará a ir en contra de vuestros instintos. ¿Estaríais dispuestos a hacer eso?
El eco se quedó mirando la cara decrépita y arrugada de sir Henry. Acababa de conocer a aquel hombre, pero había algo en él que reconocía instintivamente y que le inspiraba confianza.
—Podría intentarlo. ¿Qué es?
—Entonces, ¿siempre han sabido que iba a caer el rayo?
—¿Estos chicos? ¡Qué va, chaval! Simplemente se han olido que iba a pasar esta noche. Y en cuanto a que el conducto de ventilación esté realmente en Dragonport… ¡Madre mía! ¿Qué posibilidades hay de que eso sea así? Siempre pensé que Dragonport olía a podrido porque era un sitio podrido, ¿no? Me he quedado atónito.
Tom contempló como los fuegos diminutos se alejaban cada vez más, y tuvo que reconocer que también estaba atónito. Cuando el eco le había dicho que el conducto estaba escondido en un árbol, nunca creyó que el árbol pudiese estar en Catcher Hall, la casa del mismísimo August, donde él había vivido…
—Pero siempre he sabido que tú tenías algo que ver con el desenlace, que eras una pieza clave. Todo el mundo sabe eso. —El águila indicó con un gesto a los grajos negros que volaban a su alrededor—. Te aseguro que en el ambiente de los pájaros el nombre de Tom Scatterhorn es muy conocido. Eres famoso de morirse.
—¿Famoso de morirse?
—Famoso de morirse. No quiere decir que estés famosamente muerto, ni que seas mortalmente famoso. ¡Famoso, maldita sea!
Tras lanzarse en picado a toda velocidad, volaron rápidamente por el más delgado de los rayos de luna; los grajos iban en cabeza. Uno a uno, se deslizaron como flechas en el torbellino de aire igual que si fueran trozos de papel aspirados por un túnel. Tom cerró los ojos. Un golpe sordo y fuerte le atronó los oídos, seguido de un destello de azul, verde… Y luego, de pronto, estaban volando a través de una niebla densa y húmeda. Abajo, a mucha distancia, brillaba un collar de faroles.
—¿Va todo bien? —preguntó Tom, asombrado de que hubiesen llegado allí tan deprisa.
—Los estoy siguiendo —contestó con voz áspera el ave, cuya cabeza apenas resultaba visible en la oscuridad—. Este es su terreno. Conocen cada atajo que haya existido jamás.
Los grajos soltaron un grito agudo y ululante, y luego se dirigieron a toda velocidad hacia las luces. La gran águila respondió una vez y luego desapareció en la otra dirección, descendiendo rápidamente hasta detenerse rebotando en la parte superior de un estrecho camino. Tom miró a su alrededor y reconoció la vista de inmediato. Estaban cerca de las puertas de Catcher Hall. A sus pies se hallaba Dragonport, el río helado y la feria del hielo. Amplias cortinas de niebla llegaban procedentes del estuario, borrando las casas y los árboles.
—Siento no poder acercarte más, pero no quieren que despierte sospechas, y menos esta noche. Tenemos que actuar con normalidad. ¿Llevas reloj?
Tom asintió con la cabeza. La rapaz escuchó. La campana de una iglesia sonaba en alguna parte.
—Las diez —dijo con voz áspera. Nervioso, Tom puso en hora su reloj y volvió a colocárselo en la muñeca—. Bueno, creo que va a ser a la una menos cuarto, pero yo no confiaría mucho en la puntualidad de un grajo, así que lo mejor será que llegues antes para asegurarte.
—Vale.
—Bueno, ¿tienes claro lo que vas a hacer?
Tom asintió con la cabeza. Había estado pensando en todo lo que le había dicho el águila y se le acababa de ocurrir un plan.
—¿Y estás seguro de que recuerdas dónde está la llave?
—Si está donde estaba siempre…
—¿Y de dónde sacarás un hacha?
—Hay una en la leñera.
—De acuerdo, pero no tienes que tocar ni cambiar nada más. Esa es la regla de oro cuando vuelves, ¿entendido?
Tom asintió, estremeciéndose.
—Esperemos que no te molesten.
—¿Podrían hacerlo?
El águila gruñó.
—Hay un guarda de caza que vive al pie de la colina, pero dudo que esté por aquí con el mal tiempo que hace. Y, cuando encuentres el árbol correcto, busca algo en las ramas que se abra y se cierre. Es como una flor; eso han dicho los grajos. Dale un buen trompazo, escachárralo si puedes, y luego apártate.
De pronto Tom se sintió muy cohibido con su gabán gastado, su boina negra y sus botas, todo ello hurtado del campo de batalla.
—¿Estoy bien?
La gran ave rapaz miró al chico, que se apartó de los ojos la maraña de pelo.
—Estás hecho una birria, así que te irá muy bien.
Tom sonrió con nerviosismo.
—Más vale que te vayas, chaval. Y recuerda: el rayo nunca cae dos veces en el mismo sitio. Aunque no quiero presionarte.
—Gracias.
—En serio, colega, acaba. Acaba esta noche si puedes. Y te aseguro que puedes. Simplemente, sé tú mismo. ¿Qué puede ser más fácil?
Con una sonrisa decidida, Tom se levantó la bufanda para protegerse del viento y se apresuró a atravesar las puertas de hierro de Catcher Hall.
—Todos te apoyamos.
El chico no volvió la vista atrás. El águila se quedó un rato observándolo hasta que la delgada silueta desapareció a la vuelta de la esquina.
—En fin…
Tras sacudirse la nieve de las plumas, la gran rapaz se volvió y vio un pequeño farol que venía por el camino. Lo llevaba un chico con una chaqueta raída y un sombrero de copa, que silbaba desafinadamente mientras se abría paso entre la nieve sucia. En silencio, el águila se metió entre las sombras, y se disponía a retirarse aún más cuando el silbido se interrumpió. El águila se quedó paralizada, inmóvil como una estatua. Cerró los ojos y escuchó mientras el silbido se reanudaba y los pasos se acercaban cada vez más por la gravilla. Y entonces se detuvieron. El chico alzó su farol y miró.
—No.
Con precaución, dio un paso adelante y miró con detenimiento la desaliñada cabeza del águila.
—Vaya pedazo de pájaro.
Le dio con la punta del dedo y retrocedió de un salto. No sucedió nada. Lanzó una patada contra una de las enormes garras amarillas. No sucedió nada. El chico vaciló. ¿Estaba dormido? Quizá no fuese un pájaro de verdad. Armándose de valor, extendió el brazo y agarró subrepticiamente una de las anchas y delicadas plumas grises que rodeaban el cuello del águila. En cuanto empezó a tirar, un iracundo ojo amarillo se abrió de golpe delante del suyo.
—¡AHHH!
Con un chillido de pánico, el chico dejó caer su farol y echó a correr colina abajo.
—¡Maldita sea! —bufó el águila.
Allí estaba ella sermoneando a Tom y ya había alterado algo. Aquel joven rufián no volvería allí de ningún modo. Quizá no importase, pero cada pequeño cambio tenía su consecuencia, incluso ese recorte de periódico que el chico había dejado tirado en el camino al huir…
Tom Scatterhorn se encontró muy pronto contemplando las centelleantes luces de Catcher Hall. Inspiró hondo una vez, y luego otra. Apenas podía creer que aquella fuese la misma noche en la que había llegado en el pasado, casi tres años atrás, cuando se había caído a través de aquella cesta de mimbre bajo las escaleras del museo y se encontró en el baúl de Catcher Hall. Aquel fue el principio; en esos momentos lo recordaba con mucha claridad. Había salido al rellano y se había encontrado con la señora Cuddy, el ama de llaves, que sostenía una bandeja. Junto a ella se hallaba Noah, su hijo menor. No habían parecido nada sorprendidos de verlo. Creyeron que se había perdido. Lo habían enviado a la buhardilla, y cuando abrió la puerta se encontró con August Catcher, que estaba disecando un martín pescador. De algún modo, este también sabía que venía; de hecho, lo estaba esperando. August ansiaba conocer a su nuevo ayudante…
Tras abandonar la seguridad de las sombras, Tom subió con audacia los escalones que conducían a la puerta principal. Nunca había sabido por qué tuvo que suceder nada de aquello; todo había formado parte de la extraña experiencia de retroceder en el tiempo. Pero en ese instante se dio cuenta de que era su oportunidad. Lo único que tenía que hacer era ser él mismo, nada más. Completar el círculo. Tom levantó la pesada aldaba de latón y llamó con fuerza dos veces. Unos pasos resonaron en el vestíbulo de piedra. ¿Y la boina negra? ¿Debía dejársela puesta o quitársela? Se la metió apresuradamente en el bolsillo.
—¿Puedo ayudarte, chico?
Apareció una mujer robusta y de aspecto simpático que llevaba un delantal azul. Sus mejillas con hoyuelos eran rojas como manzanas. Era el ama de llaves: la señora Cuddy. Tom tragó saliva. Era la misma voz cantarina. De pronto, se había quedado en blanco.
—Pues… he venido por… el puesto.
La señora Cuddy miró con detenimiento al espantapájaros rubio vestido con un gabán raro y una bufanda. Se preguntó si sería alguna clase de broma.
—Aquí no tenemos nada para vender.
—Creo que el señor August Catcher precisa un ayudante, ¿no?
—¡Ah, eso! Entonces, ¿has visto el periódico?
—Así es.
—¡Qué tonta, lo había olvidado del todo! Entra, muchacho, que hace mucho frío. —La mujer lo hizo pasar—. Normalmente no recibimos visitas a estas horas de la noche. Supongo que te habrás perdido de camino hacia aquí, ¿verdad?
—Pues sí —masculló Tom, cruzando el vestíbulo detrás de ella.
Bajaron hacia la amplia cocina de la parte trasera, que Tom recordaba muy bien. Sobre los fogones borboteaba agua en un par de cazos, y encima de ellos colgaba una extraña colección de botas y calcetines. El ambiente, en el que flotaba el olor de salsa y ropa húmeda, resultaba bastante reconfortante.
—Este muchacho ha venido por el puesto —explicó la señora Cuddy mientras se acercaba al hervidor.
Tom se volvió hacia la mesa y tuvo que pellizcarse para dejar de sonreír: allí estaba Noah, y también Abel, su hermano mayor, tomando unos cuencos de sopa. Noah le sonrió alegremente mientras se sentaba.
—¿Cómo te llamas, chico?
—Tom.
—¿Tom qué más?
—Tom Se… —Tom se detuvo: ¡no, no! No podía hacer eso. Ya había cometido ese error demasiadas veces—. Simplemente, Tom.
—Muy bien, Tom, voy a decirle al señor August que estás aquí. Abel, cuando acabes, ¿podrás recoger los cuchillos y tenedores, por favor?
—Mamá —gruñó Abel, echando un vistazo a la larga hilera de cubiertos de plata, al otro extremo de la mesa, que había terminado de abrillantar hacía solo un momento. La señora Cuddy cogió una gran cesta de sábanas y se aproximó a la puerta trasera.
—Anda, sé bueno y ocúpate de las puertas, Noah. ¿Noah?
—Ahora voy.
Noah se metió en la boca un gran trozo de pan y se levantó del banco. Al pasar junto a Tom, le dedicó una buena mirada.
—Entonces, ¿has estado en la feria?
Tom asintió con la cabeza. Noah observó sus extrañas ropas.
—¿Eres patinador?
—Pues… más o menos.
—Hoy se celebra la carrera de media noche. ¿Qué clase de patines tienes?
—Noah, ¿quieres dejar de charlar y abrir esta puerta? —dijo su madre con impaciencia.
—Yo estoy ahorrando para un par nuevo. Los rojos del escaparate de Stannard. ¿Los has visto?
—No.
—Son muy llamativos. Parecen…
—Noah, dentro de un momento te pondré una pinza en la oreja.
Con una sonrisa radiante, el chico le abrió la puerta a su madre y ambos desaparecieron escaleras arriba.
Tom se sentó junto a los fogones, y miró como Abel soplaba despacio sobre cada cucharada de sopa y masticaba su pan. En un rincón, justo detrás de él, se encontraba la puerta del lavadero. Tom rezó para que la llave de la puerta que conducía al bosque siguiese colgada detrás, tal como recordaba. Pero ¿cómo iba a hacerse con ella? No podía hacer nada con Abel sentado allí.
—Entonces, ¿eres gitano? —preguntó Abel, suspicaz.
Tom negó con la cabeza.
—No.
Abel miró la suciedad que cubría las manos y la cara de Tom, y luego echó un vistazo a la larga exposición de plata que estaba encima de la mesa.
—¿Tienes cartas de recomendación?
Tom volvió a negar con la cabeza.
—Porque el señor August no da trabajo a cualquiera.
—Lo sé.
Abel gruñó y volvió a su sopa. Los minutos pasaban despacio. Tom empezó a ponerse nervioso. Ya eran las diez y media, y Abel no parecía tener ninguna prisa. No estaba muy seguro de la hora que era cuando había aparecido en esa casa procedente del museo, pero no podía seguir sentado allí cuando también estaba en el taller que August tenía en la buhardilla…
—¿Puedo utilizar el cuarto de baño?
—¿El cuarto de baño? —repitió Abel, como si nunca hubiese oído esa palabra—. El tigre está ahí detrás.
—Gracias.
Aliviado, Tom se puso en pie de un salto y se dirigió con audacia a la puerta del lavadero. La abrió y entró.
—Por ahí no.
La mano de Tom rebuscó a oscuras por el otro lado de la puerta. Sus dedos se cerraron en torno a una pesada llave…
—¡Eh, tú!
Tras deslizarse la llave en el bolsillo del gabán, Tom se volvió hacia Abel y sonrió.
—Lo siento, creía que… Lo siento.
Desesperado, Abel sacudió la cabeza e indicó el pasillo.
—Gracias.
Tom, aliviado, echó a correr por él, y luego se detuvo. El águila había insistido: no podía cambiar nada. Y él lo sabía. Estaba prohibido enredar con el pasado; incluso el menor cambio podía tener una consecuencia que fuese mucho más allá… pero Tom no podía ignorar aquello; era cuestión de vida o muerte. Tenía que decir algo.
—¿Abel?
El chico levantó la vista de su sopa.
—Si August Catcher te da alguna vez dinero suficiente para comprar un caballo en la feria del hielo, no dejes que Noah lo monte. De hecho, no dejes que se le acerque, ¿vale?
Abel Cuddy lo fulminó con la mirada, tomándolo por loco.
—Solo trata de recordar eso, por favor.
Ya estaba, ya lo había dicho. Se alejó a toda prisa y cruzó el laberinto de pasillos hasta que se encontró en el huerto. Agachándose, pasó corriendo por entre los macizos y, al llegar a la pared del fondo, introdujo la llave en la cerradura de la puerta con dedos temblorosos. La cerradura protestó. Luego cedió rechinando ruidosamente… Sí… Tom temía que se hubiera atascado, ya que nunca había visto a nadie bajar allí… Tras cerrar a sus espaldas sin hacer ruido, Tom pensó que lo único que debía hacer era… ¡El hacha! ¡Se había olvidado el hacha! El águila había insistido… Tom maldijo en silencio. Tenía que regresar. Estaba en la leñera, al lado de la casa. Había pasado corriendo por allí. Con cuidado, abrió la puerta otra vez, pero apenas había empezado a volver sobre sus pasos cuando de la sombra de la leñera emergió algo. Una chistera; luego, el propietario de esa chistera, un hombre fornido con una escopeta doblada sobre el brazo, luego tres perros, trotando detrás de él. Debían de haberlo visto, ¿cómo habrían podido no hacerlo? El corazón de Tom latía tan deprisa que apenas podía pensar. Tendría que utilizar otra cosa. Encontrar algo con lo que echar abajo…
Antes de darse cuenta, Tom volvía a estar en el bosque con la puerta firmemente cerrada a sus espaldas.
«Está cerca del centro, al lado de un cobertizo en ruinas, y se parece un poco a una mano…»
Las precisas instrucciones del águila resonaban en la mente de Tom mientras se abría paso entre la maleza. ¿Cómo iba a encontrar el árbol adecuado entre todo aquello? Podía estar en cualquier parte; aquel lugar era una verdadera maraña de árboles muertos y zarzas, y estaba tan oscuro que apenas veía sus propias manos. Tom siguió avanzando a ciegas. Densos remolinos de niebla ascendían colina arriba hacia él. En aquel bosque todo olía a podrido, a marchito, a muerto…
«No te asustes. Ten paciencia. Hay tiempo. Lo encontrarás.»
Pero ¿y si no lo encontraba?
De pronto, Tom oyó un ruido a la izquierda. Se quedó donde estaba y escuchó. Por encima del rugido de los árboles se había oído un ruido metálico. Sonaba como si alguien hubiese dejado caer algo pesado… Abriéndose paso hacia el sonido, Tom se encontró de pronto al borde de un claro ovalado. Era tan inesperado como misterioso, una pequeña mancha de luz en la oscuridad. ¿Qué era ese lugar? Parecía antiguo, extraño… Con paso vacilante, Tom salió a la hierba helada. ¿Aquello era el perfil de un tejado? La niebla volvió a ocultarlo. Quizá fuese…
Zas. Ahí estaba otra vez, más cerca. Como un martilleo… Ignorando su corazón palpitante, Tom se arrastró hacia el sonido. En la oscuridad, más allá del claro, distinguió la forma de un grandioso árbol aislado. Era como un elefante macho, tan viejo y nudoso que unos pesados aros metálicos sostenían su tronco rajado. En el centro, cinco inmensas ramas muertas se alzaban al cielo como… Mareado, Tom se lo quedó mirando. ¡Eso era! El conducto de ventilación, lo sabía, el árbol hueco que había ocultado durante miles de años el mayor secreto de los escarabajos; pero el ruido procedía de allí. Alguien estaba ya ahí arriba, dándole tajos con un hacha…