26
El futuro de todo

En menos de diez minutos estaban listos. Protegida por el muro de árboles, la columna de cien soldados adoptaba una formación en rombo, tal como su capitán había ordenado. A lo largo de cada flanco, ocupaban sus posiciones jinetes con cota de malla y anchos escudos negros de quitina, mientras que en cada esquina se apostaban fuertes escarabajos negros enganchados a aquellos extraños artilugios en forma de guadaña. Oculto en el centro mismo, en lo que podría haber sido el lugar más seguro, el capitán se hallaba de pie a bordo de un carro junto al eco, vestido ya con una armadura azul oscuro de la caballería.

—Recuerden que esto es una falange. Los escudos son para todos, en especial para el señor Scatterhorn. ¡Álcenlos como un solo hombre!

Un murmullo generalizado de aprobación recorrió las filas. El eco notó las miradas furtivas. Esos hombres tenían órdenes de protegerlo y hasta de morir por él. No pensaba fallarles. La respiración de los soldados se convertía en vaho y los escarabajos piafaban impacientes. Estaban ansiosos por ponerse en marcha, igual que él.

—Aquí está su escudo, señor —dijo el capitán, indicando la forma alargada que se hallaba junto a la rueda del carro—. ¿Está usted listo?

—Desde luego —contestó el chico entre el atronador retumbar de los cañones.

Puede que no tuviese mucha práctica en engañar, pero sabía luchar, y aquel era el momento. A través del bosque de armaduras y escudos vio a Lotus, que cabalgaba en el mismo vértice. Ella también iba entonces vestida con una armadura y blandía un par de largos manguales en cada mano. Se dio la vuelta para saludarlo levantando los pulgares.

—Vamos.

El capitán dejó caer su visera, y un tintineo musical se extendió entre los árboles mientras los soldados lo imitaban. El eco hizo lo propio y miró por sus rendijas de acero. No oía nada salvo el latido ensordecedor de su corazón, el cual ahogaba el caos que reinaba en el valle…

—¡Adelante!

Se oyó un grito a la izquierda, y la formación entera empezó a moverse, al principio despacio, abriéndose paso entre los árboles hasta salir a la tierra dura. Nadie se percató de que, cuando abandonó el bosque el último escarabajo con las patas provistas de espinas, un hombre alto con un largo abrigo negro salió también al descubierto, echó a correr detrás de él y saltó sobre su lomo…

Una vez en campo abierto, el escuadrón comenzó a trotar. Los jinetes que ocupaban los márgenes formaban un rombo perfecto. Sin alejarse de los árboles, siguieron por la ladera hasta llegar a la cima de una suave pendiente que descendía hasta el valle. Otra orden y el rombo giró en redondo, y a través de sus estrechas rendijas el eco vio la batalla que se desataba justo enfrente. Al otro lado del valle pudo distinguir las torres de la empalizada y las laderas del cráter que se alzaba más allá. Se apoyó en la barandilla del carro… Había llegado el momento de la verdad.

Aceleraron el paso. Los insectos comenzaron a avanzar a medio galope. Los jinetes, por su parte, se empujaban entre sí, manteniéndose en apretada formación; el estribo chocaba contra el estribo, las bridas tintineaban y las hojas provistas de espinas empezaban a girar más deprisa…

—A VASTA! —gritó el capitán, tan fuerte que la voz sonó como una alarma de incendios dentro del yelmo del chico.

—A VASTA KA HAHN! —rugieron sus hombres, repitiendo el antiguo grito de guerra.

Sin deshacer la formación, los escarabajos comenzaron a avanzar al galope y cada jinete levantó su escudo. Al frente, Lotus se puso de pie sobre los estribos e hizo girar los manguales por encima de su cabeza. Ya nadie podía echarse atrás: estaban unidos entre sí, empujados por el pavor y la emoción del momento. En la llanura que se hallaba ante ellos un tímido rayo de sol se abrió paso entre las nubes e iluminó el mar de viscosas gorogonás… Los reptiles parecieron detenerse un momento y luego se volvieron para hacer frente al rombo negro que bajaba de la colina a toda velocidad hacia ellas…

—¡Flancos arriba! —rugió el capitán.

Al instante, los alargados escudos se cerraron como un muro. Ráfagas de fuego venenoso empezaron a rebotar contra ellos y a entrar por los huecos.

—¡Cerrar techo!

Los hombres del centro alzaron los escudos y el eco insertó el suyo en el hueco que quedaba, completando la falange e impidiendo el paso de la luz…

—¡Preparados! —gritó el capitán.

Los soldados se pusieron tensos; en ese momento galopaban a ciegas… A través de la nieve y de los huecos entre los escudos, el eco solo podía entrever un muro de gorogonás que se formaba ante ellos, alzándose como una ola enroscada, cerrándoles el paso…

—¡Mantengan la formación y sobreviviremos! —vociferó el capitán.

El eco oyó que Lotus respondía algo, pero las palabras se perdieron en el estruendo del momento. Veinte pasos, diez… En el instante siguiente, la falange romboidal impactó contra las gorogonás con tal fuerza que fue como si hubiese explotado una almohada gigante. La línea frontal de las serpientes quedó literalmente pulverizada, hasta convertirse en una fina bruma al tiempo que las mortíferas espinas giratorias hacían estragos en el resto, dividiendo a las gorogonás más rápido de lo que podían volver a formarse.

—¡Manténganse juntos, muchachos, formación apretada! —ordenó el capitán mientras avanzaban arrasando a ciegas.

Protegido dentro de su yelmo, el eco tenía muy poca idea de lo que estaba sucediendo, salvo que habían superado la primera oleada, y cuando se atrevió a bajar el escudo unos milímetros vio un mar de serpientes plateadas en plena huida delante de ellos. Las que se volvían para luchar quedaban aplastadas bajo las patas de los insectos o eran derrotadas por Lotus, que manejaba sus manguales como si fuesen ramas agitadas por la tormenta.

—¡Ha llegado su momento, señor! —gritó el capitán, arrancándose del yelmo un par de gorogonás pequeñas—. ¡Muéstreles que sigue vivo y quizá venzamos!

De pronto el eco comprendió lo que se esperaba de él.

—Levánteme —ordenó, y el capitán se lo subió a los hombros.

Tras alzar la visera, el chico vio el torbellino de la batalla que se extendía a su alrededor: escaques de híbridos, nubes de insectos y serpientes que se retorcían, enzarzados en una lucha mortal.

—AVASTA! —vociferó, al tiempo que levantaba su espada al cielo.

—A VASTA KA HAHN! —respondieron los jinetes a su alrededor, abriendo sus escudos y alzando sus espadas en el aire.

El grito resonó en el valle, y desde todo el campo de batalla los híbridos acosados vieron una falange negra que se precipitaba hacia ellos, abriéndose paso entre las gorogonás como una espléndida bestia. En el centro, un chico con la espada en alto lucía una armadura que destellaba a la pálida luz del sol… ¿Era él? Seguro…

—AVASTA KA HAHN! —Los rugidos resonaron mientras los híbridos golpeaban sus escudos a la vez—. AVASTA KA HAHN!

Un rayo de esperanza recorrió las filas… Tom Scatterhorn, su mascota, su héroe, estaba vivo y luchando… Como un dios que regresase del Hades, había vencido a la muerte y volvía para dirigirlos contra un enemigo que se dividía sin cesar… Tenían una oportunidad, una pequeñísima oportunidad…

Se incorporaron a la batalla con mayor ferocidad que nunca. La ola de emoción se percibió incluso en la parte superior de la empalizada. Don Gervase buscó ávidamente entre el humo y el fuego, intentando ver lo que ocurría. De pronto, su catalejo encontró a una muchacha que cabalgaba al frente de la falange. El hombre ahogó un grito.

—¿Lotus?

Su hija blandía los manguales como un pulpo, convirtiendo en mil pedazos cuanto hallaba a su paso… ¿Qué hacía allí? ¿Había venido a matarlo o a rescatar a Tom Scatterhorn? Quizá ambas cosas, aunque…

—¡Señor! —se oyó un grito sin aliento, procedente de abajo—. ¡Señor, lo han encontrado!

Don Gervase asomó la cabeza por encima del parapeto y vio al doctor Culexis jadeando en la empalizada.

—Han encontrado al chico, señor. Rainbird lo trae hacia aquí.

—¿Está vivo?

En el rostro del doctor Culexis se dibujó una dolorosa mueca.

—Eso creo. Por poco.

—Lo quiero aquí dentro, donde yo pueda verlo. Vivo o muerto, no importa. Deprisa, hombre.

El doctor Culexis hizo una profunda reverencia, esforzándose por entender las palabras de su amo. ¿Vivo o muerto?

Don Gervase apenas podía contener su emoción. Se volvió de nuevo hacia el caos. ¿Era cierto? ¡Sí, lo era! Allí, a cincuenta metros de las murallas, estaba Rainbird, al frente de un grupo reducido de híbridos que llevaban una camilla. Y en aquella camilla yacía Tom Scatterhorn, aún vestido con la Scararmadura, con el cuerpo cubierto por un escudo. Don Gervase contempló como esquivaban las pilas de insectos muertos, rechazando los ataques a medida que avanzaban. Al cabo de un minuto lo tendrían dentro de la empalizada. .. Bien, excelente, ese era el cebo; entonces solo podía esperar que Lotus no se hubiese dejado dominar por sus violentos celos… Escudriñó la apretada falange, el humo, las espadas relucientes, las serpientes que se retorcían… ¡Allí estaba! El eco, en pleno centro, asestando mandobles a derecha e izquierda mientras sus ojos negros lanzaban destellos… Don Gervase sonrió de oreja a oreja: todo convergía desde los cuatro puntos cardinales, al parecer, por su propia cuenta. Eso no era en absoluto lo que él esperaba…

Y don Gervase Askary no fue el único en hacer una rápida evaluación de la situación. Al otro lado del valle, en la motocicleta robada, medio ocultos entre los árboles, sir Henry Scatterhorn y August Catcher fueron patinando hasta que se pararon y se quedaron mirando la batalla que se desataba abajo.

—Y pensar que Tom está perdido en mitad de todo eso… —susurró August, contemplando como la falange negra arrollaba las gorogonás—. ¿Cómo diantres vamos a encontrarlo?

Sir Henry escudriñó el caos con sus prismáticos y luego se detuvo bruscamente. Frunciendo la frente se los pasó a August.

—Mira a la izquierda de esas torres, al pie del cráter.

August obedeció con ansiedad. Allí, entre las serpientes que se retorcían, el humo amarillo, las espadas…

—¿Te refieres a la camilla?

—Cabe suponer que está herido. O peor. Si es que es él. Detesto tener que decirlo, viejo, pero puede que tuvieras razón. Quizá llegamos demasiado tarde.

Los dos viejos amigos permanecieron unos momentos en sombría reflexión. Desde allí arriba estaba claro en qué dirección iba la batalla. Don Gervase había dispuesto sus tropas en un amplio arco que defendía la ladera hasta el cráter. Al sur y al este, acantilados y altas estribaciones impedían todo ascenso, lo que significaba que la única subida hasta Scarazand se situaba a través de sus líneas, y el enemigo empezaba ya a cruzarlas. Uno a uno, los escaques de híbridos y escarabajos eran arrollados, aunque solo fuera por el número de sus enemigos, y retrocedían hacia la ladera en medio de una gran confusión para encontrar su camino bloqueado por gorogonás que se habían apresurado para sorprenderlos por la espalda. Aislados de la fuerza principal, híbridos y escarabajos se vieron rodeados por una marea creciente de serpientes que luego cayeron sobre ellos por todas partes. En todo el valle, escaques de híbridos y escarabajos estaban enzarzados en una lucha desesperada, incapaces de volver al perímetro cada vez más reducido en torno al cráter.

—¿Durante cuánto tiempo Askary va a poder seguir así? —masculló sir Henry.

August se encogió de hombros, confuso. Nunca en su vida había visto nada igual.

—¿Hasta que la mayor parte de sus fuerzas quede convenientemente destruida? Ya no puede quedar mucho más, ¿no?

Sir Henry gruñó y se quedó mirando en silencio los montones de muertos tirados por todas partes en la llanura.

—Casi me apetece echarles una mano. ¿En qué diantres estaba pensando Nicholas Zumsteen?

—Desde luego —murmuró August—. Porque, una vez que esas gorogonás entren en Scarazand y caigan bajo la atracción magnética de la reina y Askary se dé cuenta de que puede controlarlas con esa pelota-escarabajo suya… No quiero ni pensarlo.

Sir Henry sacudió la cabeza. August continuó:

—Me pregunto si no sería esa la intención de Nicholas desde el principio. Al fin y al cabo, fue él quien compró la pelota-escarabajo en Tithona, quien la puso a buen recaudo y luego quien recogió y crió a todas esas gorogonás… Tal vez lo hayamos subestimado. Tal vez no esté ni la mitad de loco de lo que creemos.

—Sí que lo está, viejo amigo, ambos lo están. —Sir Henry miró furioso la empalizada, al otro lado del caos—. Mayor motivo para llegar hasta ese chico y acabar con la reina, pase lo que pase. Pero no podemos meternos con un triciclo en mitad de una batalla.

—Y no estamos solo nosotros.

Sir Henry echó un vistazo al pastor, que permanecía sentado con sus ovejas mientras escuchaba los gritos y el ruido metálico de las armaduras. Su rostro se iluminó con una ancha sonrisa desdentada.

—Entonces, lo que necesitamos es un disfraz.

.—Exactamente.

August vio los restos de un megalobóptero al pie de la pendiente. Su caparazón yacía volcado como un cuenco gigante.

—Un disfraz muy grande.

Sir Henry se volvió hacia su más viejo amigo, enarcó una ceja y lo miró con recelo.

—Así que soy yo el gamberro, ¿no?

—Se me está pegando.

En el mismo instante en que sir Henry y August aceleraban pendiente abajo para meterse en la batalla, el doctor Culexis le daba la espalda a su amo. Dado lo que había sucedido, no esperaba demasiadas alabanzas por haber organizado la tarea difícil y peligrosa de buscar al chico; no obstante, quizá hubiese sido apropiado un poco más de reconocimiento… Por otro lado, tenía la fuerte sensación de que algo había cambiado… Entre los gritos y explosiones que se oían más allá de la empalizada, captó un grito familiar de batalla que solo podía significar una cosa. Ignorando sus obligaciones, se escabulló sin hacer ruido por las escaleras de la torre más cercana y subió los pisos hasta llegar al más alto, donde encontró a una dotación de artillería que recargaba su cañón con bombas de ácido. El doctor Culexis se aproximó en silencio a la abertura y se quedó mirando la confusión que reinaba al otro lado.

—Esa visión podría calentar el corazón más frío —murmuró el capitán de artillería, un híbrido arrugado de espalda encorvada y manos largas y delgadas. Estaba mirando por una mirilla que colgaba del techo—. Os dije que no nos abandonaría.

—¿De quién estás hablando?

El hombre retrocedió un poco y se encontró con el pálido doctor de pie junto a él. Culexis le arrebató el punto de mira y apoyó el ojo. Se le erizó todo el vello de la nuca.

—Pero… pero ¿cómo es posible?

—Es tal como usted dijo, señor. Un paladín. Para dirigirnos en una batalla. Una batalla para poner fin a todas las batallas. Ha vuelto para salvar Scara…

—¡CÁLLATE! —chilló el doctor Culexis.

Un goterón de saliva saltó de su boca. Volvió a mirar, y su rostro, ya gris de frío, se volvió del color de los líquenes. Allí fuera no solo estaba el eco, sino también Lotus Askary, al frente de aquella falange negra, precipitándose hacia ellos entre las serpientes… ¿Qué era aquello, una especie de misión de revancha? Era… Aquella chica iba a atacar al glorioso líder. Al instante, Culexis reconoció su oportunidad. Podía recuperar el favor de este… Podía ganarse el perdón… Pero ella debía ser destruida enseguida. Y también aquel eco indigno.

—¡Vosotros! —ordenó a la dotación de artillería, que hacía girar el cañón hacia las gorogonás—. ¡Soldados, dejad eso!

Los híbridos se volvieron hacia él a regañadientes. El doctor Culexis señaló la falange que se dirigía hacia ellos, arrasándolo todo a su paso.

—Ese es vuestro objetivo. Disparad sobre él.

Los miembros de la dotación de artillería se miraron inexpresivamente. No parecía que hubiesen oído sus palabras.

—¿No veis, idiotas, que es Lotus Askary?

—Disculpe, señor, tienen las orejas vendadas —dijo el capitán de artillería, señalando las tiras de tela que llevaban atadas con fuerza a la cabeza—. Pero ¿y el chico?

—Se ha vuelto contra nosotros.

El capitán de artillería sacudió la cabeza: no pensaba creérselo; de hecho, no podía.

—Señor, está usted confundido.

De pronto, el doctor Culexis lo agarró por el cuello y lo sujetó contra la pared.

—¿Quieres que te denuncie por negarte a cumplir tu obligación? ¡Vienen a matarnos! ¡Es una trampa!

—Pero ¿cómo…?

—¡HAZLO!

El doctor Culexis hinchó las aletas de la nariz con el rostro rojo de ira. Nervioso, el capitán de la dotación de artillería les hizo a sus hombres un gesto de asentimiento. Le dieron la vuelta al cañón y el cabo primero comprobó el visor. Mientras lo hacía, el capitán de artillería levantó la oreja vendada del híbrido y susurró:

—Montura, no jinete.

—¿Qué has dicho?

—¡Solo lo estoy dirigiendo, señor, solo lo estoy dirigiendo!

Culexis se situó directamente detrás del cañón.

—Si ese disparo no alcanza a la chica o al chico, ambos sois hombres muertos. ¿Entendido?

El cabo y el capitán asintieron con la cabeza. Lo entendían muy bien.

—Preparado.

—¡Fuego!

El eco estaba tan ocupado rechazando a las gorogonás enroscadas en torno a su yelmo como si fuesen cabello que cuando vio la bomba era demasiado tarde. De pronto, una explosión roja se produjo justo delante de él. El carro volcó al instante y atravesó volando el aire. Cuando volvió a abrir los ojos se encontró tendido sobre un montón de escombros, a poca distancia de la empalizada, con la armadura empapada en humeante ácido rojo… ¿Era aquello un accidente? Pero pretendían alcanzarlo, sin duda…

—Agáchese —susurró una voz.

Antes de que el chico tuviese la oportunidad de responder, su cabeza se vio empujada bajo un escudo y una gorogoná se deslizó encima.

—¿Y bien, señor?

El doctor Culexis apoyó el ojo en el cristal y se rió. El disparo había alcanzado el corazón de la falange negra, rompiendo la formación. Los pocos jinetes supervivientes se encontraban aislados y perseguidos por bandas de gorogonás empeñadas en arrastrarlos al suelo. Sin embargo, no había rastro de la chica ni del chico.

—Os habéis salvado de momento. Volved a cargar.

La dotación le dedicó una mirada de rebeldía. Nadie se movió.

—Está bien, escoria de híbridos, ahora soy yo quien está al mando de este cañón. ¡Hala, venga, a trabajar!

—¿Quién ha hecho ese disparo?

La voz atronadora resonó en toda la empalizada.

—¿Qué hombre ha hecho ese disparo? ¡Que se deje ver!

Nervioso, el doctor Culexis asomó la cabeza y se encontró con la mirada ceñuda de don Gervase.

—¿Usted? Creía haberle dicho que trajese esa camilla…

—No he sido yo, excelencia —contestó, aterrorizado—. ¿Cómo podría yo disparar un cañón? Sencillamente, a mí… o sea, al capitán aquí presente, le ha parecido distinguir a alguien.

—¿Distinguir a quién, Culexis?

El doctor pulcro y bajito tenía la mente hirviendo.

—A Lotus Askary, señor. Yo mismo la he visto. No sé cómo…

—¿Está muerta?

—¡No volverá a molestarnos, señor!

Con descaro, el doctor Culexis le dijo adiós con la mano y desapareció de la vista.

Don Gervase regresó al caos, echando humo por las orejas. Estaba tan ocupado observando el tenaz avance de la camilla que la destrucción de la falange lo había cogido completamente por sorpresa. Por supuesto que aquello tenía que suceder, alguien tenía que reconocer a Lotus, y había sido el doctor Culexis… Pero ¿y el chico? Don Gervase escudriñó el torbellino de humo y gorogonás que llenaba el agujero en el que antes estuvo la falange… Podía estar en cualquier punto de allí abajo… si es que estaba vivo. Enfadado, don Gervase se sacó de la manga la pelota-escarabajo. El corto día invernal tocaba a su fin, y él necesitaba tener a aquel chico dentro de la empalizada de inmediato, tanto si lo traía Lotus como si no…

—Creen que hemos muerto. Eso es bueno.

El eco alzó la mirada desde los escombros y se encontró con la sonrisa del capitán canoso, por cuyo rostro corría un reguero de sangre.

—Entonces, ¿eso ha sido deliberado?

El capitán asintió con la cabeza.

—No lo habrían hecho de no haber querido. Nos han dado una buena paliza. Es evidente que a alguien de ahí arriba usted no le cae bien. Y tengo una idea bastante aproximada de quién puede ser ese alguien. ¿Usted no?

El eco asintió con la cabeza: el doctor Culexis, por supuesto. Era quien más razones tenía para matarlo.

—Yo no tendría muchas esperanzas de entrar ahora.

El eco echó un vistazo por encima del montículo de escombros hacia la empalizada, que se hallaba a unos cincuenta metros de distancia. El capitán tenía razón. Los cañones lanzaban fogonazos desde todas las alturas, y en los terraplenes oleadas de gorogonás se arrojaban contra las filas de soldados y skrolls… No había modo alguno de pasar por allí, desde luego…

—¡Tom! Tom, ¿dónde estás?

La voz se alzó por encima del estrépito de la batalla y el eco se atrevió a levantarse. Allí estaba Lotus Askary, corriendo a través de los escombros, cubierta de tierra y sangre. En cuanto lo vio, la chica corrió hacia él y se tiró al suelo junto a ellos.

—¿Lo has visto? —preguntó, jadeante.

El eco negó con la cabeza.

—Allí. Va en una camilla. Lo llevan hacia la parte trasera.

Lotus señaló entre las espadas centelleantes y el humo hacia el lugar en el que una cuadrilla de híbridos pasaba a un caballero por encima de las murallas, asestando salvajes tajos a diestro y siniestro a las gorogonás. El chico se puso pálido: reconocía aquella armadura, aquel yelmo, la espada en la mano del chico…

—Así que el veneno…

—Aún no ha muerto —masculló Lotus—. De ser así, tú también lo habrías hecho. Recuerda eso. —Cogió una espada y se la puso a él en la mano—. Vamos. Antes de que pase algo peor.

Pero tan pronto como el chico la cogió se detuvo en seco. Apretó los ojos y cerró los puños.

—¿Te encuentras bien?

—Tengo que irme ahora mismo.

—Sí, lo sé. Los dos tenemos que…

—No, no lo entiendes —dijo él, empujándola con furia—. No estoy aquí para esto.

Lotus adivinó al instante lo que sucedía. El eco veía el mundo a través de unos ojos diferentes, y cosas diferentes resultaban ciertas.

—Te ha visto, ¿verdad? Sabe que estamos aquí.

A través del humo, Lotus echó un vistazo a la empalizada. El eco ya corría directamente hacia ella sin pensar ni por un momento en su propia seguridad. Confuso, el capitán miró como se alejaba.

—¿Cambio de planes?

Lotus vaciló. ¿Tenía algún sentido seguir al eco, que ahora se hallaba obviamente bajo el mando de don Gervase? ¿Y Tom? Se volvió hacia la muralla. La camilla había desaparecido; el muchacho debía de hallarse ya dentro de la empalizada. Pero si don Gervase sabía que ella estaba allí… también lo sabría el doctor Culexis…

—El disparo que nos ha destruido era deliberado, ¿verdad?

El capitán asintió.

—Creo que está al acecho ahí arriba —dijo, indicando con la cabeza la torre más cercana y el cañón que ocupaba su cima—. Ese es el culpable.

—De acuerdo.

Lotus sabía exactamente lo que tenía que hacer. Avanzó a rastras y cogió un par de manguales de la mano de un muerto; luego también se hizo con un escudo.

—¿Necesita ayuda?

—Haga lo que quiera —masculló, sujetándose los manguales a las muñecas.

—Voy con usted —gruñó el capitán, bajándose la visera—. Acabemos con esto.

Ocultos detrás de sus escudos, empezaron a avanzar zigzagueando entre los escombros. Cubrieron la mitad de la distancia que había hasta la empalizada antes de que los viesen. Tres grandes gorogonás les cerraron el paso y, alzándose, se retorcieron unas alrededor de otras para formar un árbol viviente. Sus capuchas amarillas parecían flores, y sus fauces abiertas revelaban un muro de dientes que goteaban…

—Creo que vamos a morir —dijo el capitán con un grito ahogado, retirándose detrás de su escudo.

—Créalo y lo conseguirá —siseó Lotus, manteniéndose firme.

Observó de reojo que el cañón de la torre más cercana se dirigía hacia ellos…

—Carguemos contra ellas —susurró.

—¿Ha dicho que carguemos?

—En línea recta. Sígame. A la de tres.

El cañón dejó de moverse. Les apuntaba directamente.

—¡TRES!

Juntos se arrojaron contra el árbol de serpientes. Antes de que diesen en el blanco, el aire pareció estallar. Donde antes hubo armaduras plateadas no había más que una bruma de ácido candente…

—¡SIGA CORRIENDO! —gritó Lotus, sin darse cuenta de que se había quedado sola.

La muralla estaba a solo veinte metros de distancia.

—¡Maldita sea! ¿No podéis acertarle a nada?

El doctor Culexis se hizo con el punto de mira y le dio una fuerte patada a la pared. Con la cabeza gacha, la dotación de artillería recargó rápidamente los cilindros de ácido y accionó las manivelas una vez más.

—Ha sido muy rápida, señor —masculló el capitán de artillería—. Ha aparecido de repente, como una comadreja, ¿sabe? Y entonces…

—No me vengas con esas, cerdo —le espetó el doctor, lanzándole una mirada asesina—. Sé lo que estás haciendo…

—Pero, señor…

—¿Le está dando la lata este hombre, doctor?

Allí estaba Ern Rainbird, de pie en el umbral, con la cota de malla ensangrentada y la cara ennegrecida de porquería. Parecía que los ojos iban a salírsele de las órbitas.

—Está protegiendo deliberadamente a Lotus Askary. Falla a propósito.

—No, no… Nosotros…

—Madre mía. Eso no está bien.

Rainbird se acercó con paso decidido y, tras agarrar al capitán de artillería del cogote, lo lanzó por encima de las murallas hacia el mar de gorogonás. Los híbridos contuvieron un grito de asombro.

—Muy bien. ¿Está cargado?

—Sí, señor —fue la respuesta apresurada.

—¿Cebado?

—Sí, señor.

Tras agarrar las empuñaduras del cañón, Rainbird le dio la vuelta y apuntó deliberadamente a la propia dotación de artillería. Los soldados levantaron las manos aterrorizados.

—Esta vez vais a hacer lo que os ordenen, ¿verdad?

La dotación no se atrevió a moverse. Los soldados apenas pudieron asentir con la cabeza.

—De acuerdo, entonces.

Dejó caer el cañón en dirección a los terraplenes y buscó a aquella chica. ¿Dónde estaba? Por la derecha sonó un gran grito, y a través del humo divisó un destello negro y plata. Rainbird hizo girar el cañón justo a tiempo de ver que el eco saltaba por encima de la muralla y se arrojaba sobre el lomo de un escarabajo. Tras ponerlo al galope, el chico agarró una lanza y avanzó a toda velocidad por las líneas, dirigiéndose hacia la entrada de la empalizada. La chica debía de estar con él, pero dónde… ¿dónde?

—¡Dispare, Rainbird! —lo instó Culexis, viendo que Rainbird seguía la pista al chico que galopaba más allá de los escombros.

—¿La ve?

—No importa. Mátelo, hombre. Ahora.

Rainbird hizo una mueca entre el humo.

—¡MÁTELO!

De pronto, y sin saber del todo por qué, Ern Rainbird obedeció. Pero su puntería era espantosa. El cañón retrocedió y una bomba de ácido rojo explotó directamente contra la escolta imperial, que defendía con valentía la muralla detrás del chico que avanzaba al galope. Rainbird se adelantó tambaleándose. Le zumbaban los oídos.

Miró hacia abajo. Era como si se hubiese roto un dique. Donde antes hubo un muro de hombres e insectos luchando había ahora un agujero, y una oleada de gorogonás lo estaba atravesando. Se había abierto brecha en aquel muro, y él era el culpable. Los gritos se convirtieron en chillidos de pánico.

—No ha recargado.

La dotación de artillería se quedó mirando boquiabierta el caos que se desataba abajo.

—¡Mirad lo que sucede! —chilló Culexis, echando espuma por la boca—. ¡Ahí abajo! ¡Están entrando!

Los hombres no se lo hicieron repetir. Se pusieron manos a la obra a toda prisa, e instantes después el cañón estaba cebado.

—Apártate.

El cabo primero se quedó amilanado mientras el propio doctor Culexis se hacía cargo del cañón y lo hacía girar sobre su eje para dirigirlo hacia el interior de la empalizada. Un muro de skrolls se había replegado hacia la puerta principal, luchando por contener las oleadas de gorogonás que se retorcían a su alrededor. En el centro de la empalizada, don Gervase manipulaba la pelota-escarabajo, frenético. A su derecha yacía Tom Scatterhorn, aún en su camilla, ajeno a todo. De pronto, una gran serpiente se deslizó entre las demás y destrozó el círculo de skrolls. Con la cabeza levantada, se aproximó a don Gervase y se elevó por encima de él, con la capucha amarilla muy extendida.

—AVASTA!

Don Gervase se dio la vuelta rápidamente y vio al eco galopando a toda marcha hacia la gorogoná. Ahogó un grito de emoción. ¿Había llegado el momento de la verdad, la jugada definitiva? La gran serpiente se disponía a soltar su veneno, pero cuando vio al chico vaciló, y en ese mismo instante algo llamó la atención de don Gervase… La boca de un cañón girando hacia el jinete…

—¡NO! —gritó don Gervase, presa del pánico—. ¡No dispare! ¡No dispare!

La mano del doctor Culexis estaba paralizada en la palanca… ¿Qué debía hacer?

En un instante el doctor tomó su decisión y apuntó hacia h única persona de la que podía estar seguro: Tom Scatterhorn, tendido en su camilla.

Pero ya era demasiado tarde.

En el mismo momento en que tiró de la palanca, el cañón di° un bandazo hacia un lado, se salió de su soporte y el proyectil se empotró contra el techo.

—Eso ha sido un grave error.

El doctor Culexis retrocedió tambaleándose. Ern Rainbird se levantó pesadamente. Los dos se volvieron hacia la abertura que se hallaba a sus espaldas y se quedaron paralizados de terror.

—¿Me recuerdan? Soy su peor pesadilla.

Lotus Askary retiró el mangual del cañón y empezó a agitar las cadenillas de un lado a otro por encima de su cabeza como una extraña criatura de las profundidades marinas.

—Pero…

Con un ligero movimiento de la muñeca, lanzó las cadenilla por los aires como si fuesen guadañas. Estas dieron la vuelta alrededor del cuello de los dos sicarios, que ya estaban muertos cuando llegaron al suelo. Lotus apenas se fijó en las torres que se desmoronaban más allá…

En la empalizada nevada, la confusión de aquellos últimos instante perduró en el recuerdo de quienes la vieron. En cuanto al eco, revestido de su yelmo, solo tenía conocimiento de lo que se hallaba directamente frente a él; el resto era un sueño vacilante, apenas atisbado. Tenía que proteger al líder… Tenía que salvarlo… Las palabras resonaban en su mente, una y otra vez… Al galope, dejó atras al chico de la camilla, que yacía desatendido entre la nieve; dejó atrás al glorioso líder, ignorando su extraña sonrisa… Su visión se concentró en una pequeña zona de piel plateada del cuello de aquella enorme gorogoná oscilante, con las fauces abiertas sobre él… Tras soltar las riendas, se apoyó en su lanza y la enterró hasta la empuñadura en aquella columna de suave carne blanca… La lanza dio una sacudida y se partió. Él la soltó y agarró las riendas, tirando de ellas con tanta fuerza que su montura se ladeó y él cayó al suelo sin poder evitarlo. Al alzar la vista, vislumbró a la gorogoná que se derrumbaba hacia atrás, gritando, y entonces algo rojo explotó detrás de él…

En cuanto a don Gervase, el momento que llevaba tanto tiempo aguardando llegó tan deprisa que apenas fue consciente de él hasta que pasó. No fue con exactitud lo que esperaba. Sí, el eco había venido cuando se lo pidió, aunque se había marchado muy tarde… y casi en el mismo instante alguien disparó un cañón directamente contra la base de una de las torres. Contempló como el edificio se tambaleaba, se torcía y luego se venía abajo de lado sobre la siguiente torre, que derribó la siguiente, y la siguiente… Así siguió el proceso por toda la empalizada, con todas y cada una de las torres cayendo como gigantescas piezas de dominó sobre la masa de gorogonás y hombres… Fue el final perfecto… Con una carcajada desenfrenada, don Gervase salió corriendo, cruzó el caos y llegó hasta el lugar en el que lo aguardaba el carro tirado por la libélula. Tras subir de un salto, cogió las riendas y sacudió a la criatura para que se pusiera de pie…

—¡Alto!

Al instante, alguien le atacó por detrás y lo arrastró de nuevo al suelo… Tras liberarse, don Gervase Askary asestó a su atacante una cruel patada en el pecho e incitó a la libélula a alzar el vuelo. En un momento estaban volando. Don Gervase volvió la vista atrás para mirar con curiosidad al hombre despatarrado en la nieve. Iba vestido con un largo abrigo negro y llevaba un gorro calado hasta las orejas…

—¿Nicholas? ¿Eres tú?

Nicholas Zumsteen contempló impotente como su hermano iba ascendiendo y se puso de pie con dificultad.

—¡No puedes ganar! —gritó—. ¡Nunca las vencerás! ¡No hay nada que pueda hacerlo!

—¡Lo sé! ¿Verdad que son magníficas?

La libélula se inclinó hacia el cráter, dejando a Zumsteen boquiabierto, esforzándose por comprender. En la nieve había quedado tirada la pequeña pistola negra de don Gervase. La cogió y la disparó al tuntún, pero el carro ya estaba demasiado alto. Al instante, el sonido de una gran trompeta resonó en todo el valle. Los restos de aquellos escaques que seguían luchando en torno a sus raídos estandartes se volvieron y vieron un río reluciente de serpientes que subía por la ladera del cráter. Una vez caída la empalizada, la batalla se había convertido en una derrota aplastante. Ya nadie podía hacer nada para detener a las gorogonás.

Don Gervase contempló la escena con sombría satisfacción. Estaba anocheciendo, y allí yacía su antes poderoso ejército de Scarazand , reducido a unas pilas humeantes de escombros que se extendían por todo el valle. Había sido necesario pagar un precio muy alto, pero aquella era el alba de un nuevo mundo. Solo tenía que esperar a que las gorogonás descendiesen hasta Scarazand, y entonces, como todo lo que era esclavo del poder irresistible de la reina, todas y cada una de ellas serían suyas. Y las gorogonás eran muy superiores a los simples escarabajos…

Sonrió, y de pronto deseó que alguien estuviese allí para felicitarlo. Estaba a punto de escribir un nuevo y glorioso capítulo de su vida. Y pensar en lo humilde de sus orígenes y en lo elevado de sus ambiciones… Y pensar que su genial plan había estado a un paso de ser desbaratado por un chico de trece años… En la cara de don Gervase se dibujó una mueca de desprecio: el chico había fracasado. Sí, todo aquello había sido una farsa, y lo mejor era olvidarla cuanto antes. Sin volver la vista atrás, don Gervase descendió al cráter sin percatarse de la oscura uve que se aproximaba por el oeste…