—Espero que no lleguemos demasiado tarde, viejo amigo.
—Hummm, ¿qué?
—Creo que quizá haya empezado ya. ¿Eso no te indica algo?
Sir Henry alzó la vista de su folleto de tablas y miró en la dirección que le señalaba August. Allí, al borde de la interminable llanura blanca en la que se encontraban, había una serie de colinas boscosas, y sobre ellas flotaba una cortina de humo negro que se levantaba y extendía como una vasta nube de tormenta. El sonido siniestro de los tambores y las explosiones retumbaba en la distancia.
—Debe de estar en ese valle situado justo debajo de la cabaña de Nicholas —dijo sir Henry, entornando los ojos—. Estoy seguro de que era por ahí.
August carraspeó con fuerza y se arrebujó en su abrigo para protegerse del viento.
—Supongo que más vale que echemos a andar. ¿A qué distancia se encuentra?
—A ocho kilómetros aproximadamente.
—De acuerdo, ocho kilómetros.
Empezó a caminar con paso decidido, dejando atrás el biplano, en dirección a los árboles.
—¿No vienes?
—Espera, August. Escucha.
—¿Qué tengo que escuchar?