21
Verdad absoluta

—Bueno, ¿qué te parece?

—Muy bien. Perfecto. Si no lo supiera, nunca lo habría sabido, no sé si me entiendes.

—Excelente, August. Ahora, si no te importa…

Sir Henry Scatterhorn y August Catcher cogieron una puerta cada uno y cerraron el largo y bajo hangar para barcos. Más allá se extendía el río gris y congelado. Solo una mirada experta habría podido distinguir el perfil de un biplano oculto tras las pilas de sacos y cajas.

—Burdo no tendrá la menor sospecha de que está ahí —dijo sir Henry, cerrando el candado y metiéndose la llave en el bolsillo.

Los dos ancianos se arrebujaron en sus ropas para protegerse del viento y se dirigieron hacia la casita entre los árboles.

—Parece un poco descortés no saludar al menos —dijo August, fijándose en una lámpara que ardía en la ventana del piso de abajo.

—Como dijiste, no podemos hablar con nadie, viejo amigo —susurró sir Henry, sacándose del bolsillo un libro de tablas con las esquinas dobladas—. Vas a tener que estar callado, aunque te cueste.

Sir Henry midió el ángulo de la luna con respecto a una brújula y lo cotejó con una lista de números.

—Maldita sea. —Miró su reloj de pulsera y luego volvió a estudiar las tablas con los ojos entornados—. ¡Por todas las serpientes de cascabel! No puedo creerlo. Lo he vuelto a hacer.

—¿Qué pasa?

—Llegamos tarde.

August sacó su reloj de bolsillo y se lo quedó mirando: eran casi las seis.

—¿Cuánto de tarde, viejo?

Sir Henry lo miró ceñudo.

—Pues una semana entera. Es 23 de diciembre de 1899. ¡Mecachis!

Con una mueca volvió a meterse las tablas en el bolsillo del abrigo.

—Esto es muy, muy irritante. Disculpa. Me temo que sin esa magnetita tuya mi capacidad no es la que debería ser.

—¿La has perdido?

Sir Henry negó con la cabeza.

—Se la di al chico. Pensé que la necesitaba más que yo. No esperaba tener que viajar con precisión.

—No.

—Pero si volviésemos a intentarlo podríamos quedarnos igual. Hasta es muy probable que acabásemos aún más lejos.

—Desde luego. —August se envolvió mejor en su bufanda para protegerse del viento que le azotaba el rostro—. Bueno, no es un desastre. Ya estamos aquí. No parece que tenga sentido volver a intentarlo. Aunque no podamos presenciar el acontecimiento en sí, sin duda las pruebas seguirán ahí.

—¿Qué quieres decir?

—El bosque. El árbol. El rayo tuvo que dejar algún rastro.

—Claro. Claro. —Sir Henry miró la delgada luna que avanzaba entre las nubes—. Bueno, supongo que no tiene sentido desperdiciar el viaje. Más vale que nos pongamos los patines.

August le sonrió ampliamente.

—Por supuesto. Ya tenía ganas.

Al cabo de un minuto, dos figuras encorvadas emergieron del bosque y se deslizaron en silencio por el río congelado. Iban arrebujadas en sus ropas de tweed y lana, con pasamontañas tan calados en la cabeza que alguien habría podido tomarlas por un par de árboles de no ser por el largo y elegante roce de sus patines y cierta rapidez en sus movimientos. Ante las dos figuras brillaban las luces de la feria del hielo, cuyos puestos lanzaban destellos rosados y anaranjados contra el cielo nocturno.

—Se me hace bastante raro pensar que en realidad ya estamos aquí —murmuró August—. ¿Puede haber alguna norma acerca de verse a uno mismo?

—Probablemente no sea aconsejable, muchacho. Pero no recuerdo haberme tropezado con un decrépito vagabundo que afirmase ser yo. ¿Y tú?

—Si así fue, no me hizo mucha impresión.

Al cabo de un minuto se hallaban entre los bulliciosos puestos, patinando en silencio entre los vendedores de mazapán con faroles en los sombreros, organillos con monos saltarines, niños riendo y persiguiéndose los unos a los otros, perros tirando de trineos y, en el centro de todo, el castillo de hielo verde, con almenas y torretas incluidas.

—Había olvidado lo divertido que es todo esto —murmuró August cuando alcanzaban la orilla.

Pateando sobre el suelo helado, se quitaron los patines y volvieron a ponerse los zapatos.

—Sí, pero ¿te has fijado?

Sir Henry indicó con un gesto el escaparate de una cerería, más allá de las filas de castañeras situadas a lo largo de la orilla del río. Allí había dos hombres idénticos, de expresión adusta y vestidos con levitas negras, que observaban a la multitud.

—Recuerdo a esos dos… ¡Vaya! Son aquellos médicos, Shadrack y Skink —dijo August.

—¿Son quienes creo que son?

—Desde luego que sí. Los espías de don Gervase. Incluso vinieron a darme consejos médicos acerca de tu enfermedad.

—Pues mayor motivo para no llamar la atención, viejo amigo.

—De acuerdo.

August y sir Henry observaron en silencio a los dos médicos encorvados, que desaparecieron por un callejón. Luego, tras guardar sus patines en una bolsa, se incorporaron a la marea de gente que avanzaba hacia la feria del hielo. Caminaban con la cabeza tan gacha que apenas se fijaron en otros médicos idénticos que se movían furtivamente entre los marineros, vendedores de naranjas y chicas con aros…

—¡Cuidado, señores!

Se oyó un fuerte tintineo, y un caballo con su carrito salió con gran estruendo de la calle que se hallaba a sus espaldas.

—¡Mi madre! —rugió sir Henry, saltando a la acera.

August intentó seguirlo, pero no fue tan ágil, y antes de darse cuenta se había desplomado en la cuneta. Los dos perros que corrían detrás aguzaron las orejas y lo olfatearon curiosos. Al instante se les erizaron los pelos del cuello y atacaron a August, ladrando y mordiéndole los brazos y las piernas.

—¡Largo! ¡Fuera! —gritó sir Henry, dándoles patadas a los chuchos en vano.

—¡Eso es! ¡Inténtalo, viejo! —exclamó entre risas un grupo numeroso de chavales, disfrutando de la visión de un vagabundo tratando de ayudar a su amigo caído—. ¡Dales una buena paliza! ¡Eso es!

El cochero echó un vistazo atrás y tiró de las riendas.

—¡Footloose! ¡Fancy! ¡Apartaos de ahí! ¡Apartaos!

Pero los chuchos percibían algo extraño en aquellos dos viejos mendigos y persistieron.

—¿Qué hacen todos aquí parados?

Una silueta redonda se abrió paso a codazos entre el gentío y vio a los dos ancianos y a los perros debatiéndose en la nieve.

—¡Marchaos, chuchos asquerosos!

Con un crujido tremendo, la mujer dejó caer el bastón sobre el costado de Fancy, que aulló de dolor. Los chicos gritaron de entusiasmo.

—¡Y toma!

Footloose chilló cuando el bastón le azotó el lomo.

—¡Tenga cuidado, señora! ¡Esos malditos perros son míos!

—¡Pues enséñeles buenos modales! ¡Marchaos!

Footloose y Fancy no esperaron más y se alejaron dando saltitos hacia su amo.

—¡Venid aquí! —exclamó el hombre.

Con un airado vistazo hacia atrás hizo restallar el látigo, y el carrito siguió calle arriba dando bandazos.

—¿Está herido? —preguntó la mujer, ayudando a sir Henry a levantar a August del suelo.

—Estoy bien, gracias. Resulta que voy muy bien acolchado, lo cual ha sido una suerte, porque… ¡madre mía!

August se quitó la nieve de la cara y vio que su salvadora llevaba un chal oscuro y una pequeña cofia negra. Parecía bastante chiflada.

—¿No lo conozco, señor? —dijo con voz aguda y cantarina.

Ladeó la cabeza y August sonrió sin poder evitarlo. Era la señora Spong, y allí estaban sus cinco hijas alineadas detrás de ella como una hilera de patos.

—No… no lo creo, señora. Acabamos de llegar…

—Hemos bajado del transbordador ahora mismo —intervino sir Henry, señalando en dirección a los muelles—. Somos turistas.

La mirada de la señora Spong iba de una cara arrugada a la otra. Pensándolo bien, aquel otro también le resultaba familiar. Muy familiar… aristocrático, de algún modo. Era evidente que aquellos dos vagabundos no eran lo que parecían.

—Ha sido usted sumamente amable —dijo sir Henry con una sonrisa cortés—. Muchas gracias.

Se inclinó con un gesto formal, y la señora Spong no pudo evitar hacer una pequeña reverencia. Sir Henry cogió a August del brazo y se lo llevó entre la multitud.

—¿Por qué has hecho eso, madre? —preguntó una de las chicas, observando a los dos ancianos que subían colina arriba.

—No lo sé. La verdad es que no lo sé. ¡Qué raro!

Sir Henry y August continuaron cruzando la población en silencio. Poco a poco, conforme subían por el callejón, las casas y la gente empezaron a disminuir, dejaron atrás casitas y campos hasta que alcanzaron las puertas de hierro de Catcher Hall. Había oscurecido más, y el viento parecía soplar aún con más fuerza. No se veía a nadie.

—Supongo que entrar directamente no hará ningún mal —sugirió sir Henry—. ¿Qué opinas?

—Es mi casa, puedo hacer lo que me apetezca —refunfuñó August, y ambos echaron a andar con determinación.

Tras doblar un par de recodos, Catcher Hall apareció ante ellos. Sus luces proyectaban sombras sobre la nieve. August alzó la mirada hasta la estrecha ventana ovalada de la buhardilla, justo encima de la gran puerta principal.

—¿Sabes?, no puedo creer que esté haciendo esto. Eso de ahí arriba es mi taller. Ese debo de ser yo —dijo, señalando una vaga silueta que se distinguía a duras penas al otro lado del cristal.

—Armado con tu flamante telescopio —susurró sir Henry, atrayendo a August hacia las sombras.

Bordearon la terraza hacia la parte trasera de la casa y se detuvieron en el borde del campo de croquet. A la izquierda había un invernadero y un huerto tapiado, y más allá aquel terreno descendía hasta convertirse en un revoltijo de árboles.

—Bueno, ahí está. El bosque. He de decir que esto me resulta de lo más extraordinario. Como tú dices, esta es tu casa, August.

—Lo sé. Es perturbador, y me quedo corto. Pero ¿por qué otro motivo iba a comprar Askary esta finca? ¿Y por qué otro motivo iba a protegerla desde entonces de una forma tan evidente? Me avergüenza decir que no sé nada acerca de ello.

Sir Henry salió a la hierba iluminada por la luna y se quedó mirando las siluetas negras que se hallaban más abajo. El bosque estaba rodeado de un alto muro.

—¿Cómo entramos?

—Hay una puerta desde el huerto, pero me parece recordar que siempre permanece cerrada. El guarda de caza posee una llave, y hay otra colgada tras la puerta del lavadero.

—¿Tras la puerta del lavadero? ¿Quieres decir que está en la casa?

—Por supuesto.

—August, eso no resulta muy útil.

—No, desde luego.

—¿Por qué tienes tu bosque encerrado bajo llave?

August parecía perplejo.

—Me parece recordar que tenía algo que ver con gitanos que se colaban… chicos que hacían cabañas… No sé, el guarda de caza insistió mucho.

—¿Quién es ese guarda de caza tuyo?

—En realidad, no es un guarda de caza. Más bien es un jardinero y vigilante. Tiene una casita al pie de la colina. Se llama Ralph Rainbird. La familia lleva generaciones aquí.

—¿Ralph Rainbird?

Sin Henry enarcó las cejas. August miró al suelo avergonzado.

—¡Madre mía! No he sido muy observador, ¿verdad?

Sir Henry no dijo nada.

—Pero hay otra entrada… creo. Mi hermana y yo explorábamos un poco cuando éramos pequeños. Puede que sea capaz de encontrarla. Vamos.

Ignorando la mirada de desesperación de sir Henry, August cruzó el campo de croquet, se deslizó por el hueco que había en el seto de tejo y siguió el sendero que bordeaba el alto muro. Allí abajo estaba oscuro, muy oscuro, y, cuando llegaron al pequeño abedul blanco que August buscaba, el árbol casi parecía resplandecer.

—Allí —susurró August, señalando las finas ramas blancas que se extendían por encima de la parte superior del muro—. Solíamos trepar hasta ahí arriba.

—¿Y qué edad teníais la última vez que lo hicisteis?

—Unos ocho o nueve años.

Sir Henry sonrió y sacudió la cabeza.

—Si no fuese tan importante, te diría que no.

—Lo sé. Lo siento.

—Deja de disculparte.

—Perdón.

Al cabo de un minuto, tras mucho maldecir y resoplar, los dos ancianos se encontraron de pie en una zona descuidada invadida por matorrales y malas hierbas.

—Bueno, si alguna vez pensaste que podía ser una selva, August, no te equivocabas —comentó sir Henry jadeante, mirando a su alrededor—. Da la impresión de que nadie ha entrado en este sitio desde hace siglos.

—No lo creo. Aunque mi hermana y yo nunca llegamos muy lejos. Oímos que había una vieja chabola de jardinero por ahí, completamente en ruinas. Nunca la encontramos.

Sir Henry miró los árboles y escuchó. Por encima del sonido del viento había otra cosa. Ladridos y rotura de ramas… Se estaba acercando.

—¿Ralph Rainbird es un hombre receloso?

—Hummm… Supongo que sí.

—¿Tenía tres perros?

—¿Por qué?

—Bueno, alguien viene colina arriba. Con tres perros.

—¿En serio?

—Sí. En serio —dijo sir Henry, escuchando con atención. Los ladridos parecieron sonar a sus espaldas y luego hacia delante, dando la vuelta—. Sospecho que es él. Nos ha oído y viene a investigar.

Siguieron a ciegas, ignorando la maraña de zarzales que se les enganchaban en los sombreros y les desgarraban los pantalones, abriéndose paso a través de la confusión de troncos podridos y ramas muertas.

—¡Mira! —dijo August de pronto.

Algo se precipitaba entre los árboles que se hallaban ante ellos. Una sombra corría…

—Es uno de ellos. Quédate detrás de mí —susurró sir Henry con firmeza.

Sin pensar, siguió adelante, hacia los sonidos. Al cabo de un minuto llegaron al margen de un pequeño claro ovalado. Los perros ladraban a la izquierda.

—No pasa nada, el viento no les lleva nuestro olor —dijo sir Henry jadeante, parándose entre las sombras—. ¿Crees que eso podría ser la chabola de la que oísteis hablar tu hermana y tú?

August miró con detenimiento la maraña de sombras azules y negras, y vio el vago perfil de un tejado y los restos de lo que pudo haber sido una chimenea. La estructura entera estaba cubierta de hiedra, y un árbol se había desplomado encima.

—Podría ser. No lo sé. —Se encogió de hombros, confuso—. Me avergüenza decir que no la había visto nunca en mi vida.

Sir Henry sacó su pequeña libreta y rebuscó entre las últimas páginas.

—El conducto de ventilación no es un agujero… —susurró—. Está escondido en un árbol, cerca de la chabola en ruinas. Eso es lo que el eco le dijo a Tom. No dice en qué lado, pero esas son sus palabras exactas.

Permanecieron unos momentos en silencio, absorbiendo la atmósfera extraña y antigua de aquel lugar inesperado. Y entonces se dieron cuenta de que justo al otro lado del claro, oculto a medias detrás de una línea de estrechos pinos, había un gran roble cuyas ramas muertas se alzaban hacia el cielo como una mano.

—Es raro, ¿no? —susurró August, señalando el árbol.

El roble estaba tan destrozado que habían utilizado aros metálicos para sujetar el tronco. No parecía encajar con el resto del bosque. Era muchísimo más viejo, como si fuese el último vestigio de algún lugar secreto y pagano.

—¿Qué piensas?

—Por desgracia, no parece haber sido alcanzado recientemente por un rayo —murmuró sir Henry. Los perros, que se oían cada vez más cerca, avanzaban a través de la maleza y convergían hacia un solo punto—. Pero si hay algo raro los perros lo percibirán. Ven.

Sir Henry y August se metieron entre los matorrales, se dejaron caer detrás de un tronco podrido y contemplaron a los tres sabuesos, que irrumpieron en el claro entre aullidos de excitación. Eran grandes animales de color hígado, todo dientes y encías, y se fueron directamente hacia la cabaña, ladrando de excitación. Luego, uno se apartó de la jauría y, siguiendo su olfato, fue explorando el terreno en dirección al viejo roble. Apenas había alcanzado la base del árbol cuando retrocedió dando brincos, como si el suelo le quemase las patas. Sus aullidos excitados se convirtieron en chillidos de confusión, de alarma… Un silbido agudo atravesó las tinieblas, y un hombre fornido, vestido con un grueso abrigo verde, entró en el claro con gesto airado. Sus rasgos quedaban ocultos bajo la sombra de una chistera. Llevaba una escopeta doblada sobre el brazo.

—¿Rainbird?

August miró a su viejo amigo y asintió con la cabeza.

—¡Apartaos de ahí! —gritó con furia el guarda de caza. Los perros corrieron obedientes hacia su amo, y luego de nuevo hacia el árbol, ladrando de excitación—. ¡Dejadlo!

Ralph Rainbird se aproximó al árbol con precaución y luego observó con una mirada de cólera el bosque que lo rodeaba. No vio a nadie.

—¡Venid aquí! —bramó, y con un silbido se llevó sus perros hacia los matorrales. Su sombrero se perdió de vista entre los árboles.

—Me pregunto cuál es su auténtico trabajo —susurró sir Henry cuando regresó el silencio.

August se quedó mirando el lugar por el que había desaparecido.

—No nos conocíamos demasiado bien.

—Eso ya lo veo. Vamos.

Con cuidado, salieron al claro una vez más y lo cruzaron hasta el viejo árbol que se alzaba amenazadoramente contra el cielo.

—Tienes razón, August, aquí ocurre algo muy raro —dijo sir Henry, observando los aros metálicos casi enterrados bajo la corteza nudosa.

No se veían brechas ni ramas rotas. Pero tampoco crecía hierba a su alrededor. Solo lo rodeaba la tierra desnuda.

—Puede que esté chamuscado por ahí arriba —sugirió August.

—Muy bien.

Sin miedo, sir Henry agarró una rama baja entre sus gruesos guantes y empezó a trepar. August apenas se percató de que su amigo había desaparecido. Estaba mirando con concentración un agujerito negro que se hallaba cerca de la base. Cogió una ramita y la deslizó en el interior. Se oyó un siseo, y cuando trató de sacarla no pudo. La ramita había quedado atrapada. Encerrada.

—Es curioso —murmuró.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó sir Henry desde arriba.

—Me pregunto si esto es un árbol —respondió August al ver que el agujero rezumaba un líquido blanco. Con cuidado, recogió una gota con el dedo: olía vagamente a pelo quemado—. ¿Tienes los guantes calientes?

Sir Henry se detuvo sin aliento y se miró las manos.

—Sí, bastante —dijo, examinando sus dedos. El cuero de sus guantes parecía fundirse—. ¿Por qué? ¿Qué es?

—Debe de ser un mecanismo de defensa… —murmuró August—. Y probablemente no sea el único. ¡Creo que no le gusta tenerte ahí trepando! —exclamó.

—Pues ya casi estoy —respondió sir Henry, echando un vistazo a las ramas superiores. Justo encima de su cabeza había una gran hendidura desde la que las cinco ramas muertas subían hacia el cielo—. Vamos, muchacho.

August no necesitó que le insistieran. Agarró la misma rama baja y empezó a trepar hasta el lugar en el que se hallaba sir Henry.

—No le gustamos nada —comentó August, resoplando y mirando como el ácido devoraba sus mitones mientras subía.

—Aquí.

Tras agarrarse a su mano, August trepó con dificultad hasta que se hallaron uno junto al otro en el centro del árbol. La hendidura formaba una amplia plataforma, plana como la palma de una mano. No había indicios de que el árbol hubiese sido alcanzado por un rayo.

—¿Nos habremos equivocado de árbol? —murmuró sir Henry, sentándose en el gran leño circular del centro.

Años atrás, ese leño pudo formar el enorme tronco principal, pero era evidente que lo habían cortado o se había caído, y entonces la corteza había formado una cúpula poco profunda encima de la parte superior de la cicatriz. August se rascó la cabeza.

—No lo entiendo.

—Yo tampoco —dijo sir Henry, tamborileando con los dedos sobre el leño—. Aquí no hay nada.

—Espera —dijo August, mirando los dedos de sir Henry—. Vuelve a hacer eso.

—¿Qué?

—Eso. Me refiero a lo que acabas de hacer con los dedos.

Sir Henry hizo caso a August y ambos escucharon. La corteza sonaba hueca. Se apartó de ella y la miró asombrado.

—¿No creerás que…?

August asintió con la cabeza. Sus ojos lanzaban destellos.

—Desde luego que lo creo. Es una tapa. Mira. —Señaló las seis delgadas rugosidades que corrían por los costados del leño hasta unirse en el centro—. Se abre como los pétalos de una flor.

—¡Qué ingenioso! —murmuró sir Henry, reconociendo de pronto el objeto como lo que era—. Pero está cerrada.

—Me da la impresión de que este árbol ha percibido que trepábamos. Puede que en cuanto lo hemos tocado se haya activado el mecanismo de defensa. Es totalmente plausible que el conducto de ventilación posea un dispositivo así para mantenerlo oculto.

Sir Henry se levantó y se rascó la cabeza.

—Pero si esta tapa cierra la chimenea principal, el gas debe de seguir escapándose por algún sitio…

—Claro que sí… ¿No lo hueles? —Se quedaron quietos, percibiendo el olor a azufre que impregnaba el aire—. Creo que sale de las ramas; probablemente son todas huecas. Los escarabajos deben de haber taladrado agujeros minúsculos en ellas.

Sir Henry se maravilló ante lo ingenioso que resultaba todo aquello.

—Así que en realidad no es un árbol: es un gran pulmón. Y me imagino que está esperando a que bajemos para volver a abrirse —dijo, dándole una patada a la cúpula.

—Cosa que no tardaremos en hacer, por culpa del ácido.

Sir Henry se miró los guantes. El cuero estaba casi quemado.

—¿Crees que todo esto es idea de Askary?

—Debe de remontarse a mucho tiempo antes, muchacho. Esta chimenea es fundamental para la existencia de Scarazand. Ha evolucionado a lo largo de los siglos, creciendo como cualquier otro árbol, haciéndose más grande a medida que lo hacía la reina. Es un disfraz perfecto.

A sir Henry le costaba contener su frustración.

—Si hubiese alguna forma de forzar esta maldita cosa… Si tuviese un hacha o un mazo, estoy seguro de que podría quitar esta tapa. Entonces podríamos ir a buscar unos fuegos artificiales, o pólvora, o…

—No serviría de nada. Es demasiado grande. Sería como atacar a un elefante con una cerbatana. —August se levantó y miró la cúpula con aire reflexivo—. Un bonito rayo habría sido realmente perfecto. En un segundo habría atravesado este conducto de ventilación, habría perforado el cuerpo gordo y carnoso de la reina y habría encendido el gas. La reina habría soltado ese grito colosal y Scarazand se habría derrumbado. Así de fácil.

—«Algo más grande que una bomba.»

—Exacto.

—Pero nunca caen dos rayos en el mismo punto, ¿verdad? —masculló sir Henry, alzando la voz exasperado—. Y, francamente, ¿cómo sabemos siquiera que alcanzó este árbol? Esta tapa parece intacta. Creo que Arlo Smoot no pudo oírlo bien.

August hubo de reconocer que sir Henry estaba en lo cierto. No tenía sentido. Se agachó y examinó una vez más la corteza que rodeaba la cúpula. En la oscuridad era casi imposible de saber, pero le pareció distinguir un bulto irregular que salía de ella y bajaba por el tronco. ¿Era aquello la marca del fuego? ¿Una quemadura? Podría haberlo sido… Restos de líquido blanco seguían rezumando de la herida.

—Salvo que otra cosa absorbiese la fuerza del rayo —susurró—, lo cual, por supuesto, habría activado el mecanismo y cerrado la cúpula.

Sir Henry miró a su viejo amigo, que pasaba el dedo por la línea de la corteza.

—Me he perdido, August.

—Tal vez tengas razón. Tal vez el rayo no alcanzó este árbol directamente.

—¿No lo hizo?

—Directamente, no. Tal vez alcanzó a alguien que se escondía en este árbol aquella noche. Y tal vez este árbol se haya reparado él solo.

Sir Henry se quedó aún más perplejo.

—Pero ¿quién diantres iba a esconderse en este árbol?

—Recuerda de qué noche estamos hablando. El 15 de diciembre de 1899.

August se levantó y sonrió al ver la confusión de su más viejo amigo.

—No puedes estar hablando de Tom Scatterhorn.

—Por supuesto que no. Pero ¿y si había otro chico en Catcher Hall aquella noche, alguien que respondió a mi anuncio para contratar a un ayudante de taxidermista? ¿Y si también se llamaba Tom?

Sir Henry soltó un bufido.

—¿Tom? ¿Por qué Tom?

—Porque mientras él estaba sentado en la cocina, calentándose los dedos de los pies, esperando para verme, Tom Scatterhorn apareció de pronto en el piso de arriba, tras retroceder en el tiempo desde su época hasta esta, y todos creímos que eran la misma persona.

Sir Henry se rascó la cabeza.

—Pero ¿es eso lo que pasó?

—No lo sé, pero de lo que no cabe duda es de que aquella tarde Agnes Cuddy, mi ama de llaves, y el pequeño Noah se encontraron con Tom Scatterhorn en el rellano del piso de arriba. Lo enviaron a mi taller, donde yo lo estaba esperando. En ningún momento se me pasó por la cabeza que fuese otra persona. Tom Scatterhorn entró en el pasado sin más, como si fuese lo más natural del mundo.

Sir Henry se quedó desconcertado.

—Entonces, ¿quién era ese Tom, y cómo acabó escondiéndose en este árbol?

August se paró a pensar.

—Si había visto mi anuncio en el periódico, podría ser cualquiera. Un chico del pueblo, un gitano venido para la feria del hielo…

¿No es verdad que Dragonport está lleno de extraños? Y en cuanto a subirse a este árbol… —August se encogió de hombros—. Puede que en realidad no quisiera el empleo y solo buscara una excusa para entrar en la casa a robar algo. Y, suponiendo que se tratase de eso, esperó a estar a solas en la cocina y se metió en el bolsillo algo pequeño y valioso que no llamase mucho la atención, quizá unos cubiertos de plata. Luego salió corriendo al jardín y saltó el muro como hemos hecho nosotros, pero en lugar de encontrar el camino hasta el fondo se perdió entre estos matorrales. Ralph Rainbird se enteró de su presencia, así que decidió esconderse en el mayor…

—Pero eso es una coincidencia extraordinaria —interrumpió sir Henry, exasperado—. ¿Y el ácido? Se le habría fundido la piel.

—No tuvo por qué entretenerse. Lo único que tuvo que hacer fue trepar, lo cual hizo que se cerrase la tapa… y luego cayó el rayo.

—El chico debió de morir en el acto y salvar Scarazand de forma involuntaria. —Sir Henry se miró los guantes humeantes con expresión disgustada—. Bueno, es una pasada de historia. Y si es cierta yo diría que el rayo acabó con sus sufrimientos.

August guardó silencio. Imaginaba a aquellos perros ladrando abajo, el chico quemándose los dedos y los pies, sin poder subir ni bajar.

—Pero ¿no te contaron nada de todo eso en aquella época?

August sacudió la cabeza.

—Es evidente que no. Pero, claro, me parece que no me contaban gran cosa acerca de nada.

—Sospecho que habría un motivo para eso, viejo. —Sir Henry sonrió irónicamente—. En aquellos tiempos tenías la cabeza llena de preocupaciones más elevadas. Paisajes, exposiciones, elixires de la vida… Pasabas tanto tiempo en aquel taller tuyo disecando bichos que dudo que supieras siquiera el día que era.

—Eso no es cierto. Llevaba un diario muy meticuloso.

—Pero estabas bastante obsesionado, viejo amigo. Eras un poco raro y muy ingenuo.

August pareció sorprendido y también un poco ofendido.

—¿De verdad?

—Sí, me temo que sí. Y si, como tú dices, había un chico escondido en ese árbol, entonces no me extrañaría nada que Rainbird se deshiciera discretamente del cadáver sin decírselo a nadie. No quería que los policías vinieran a fisgonear, y menos aquí abajo. Seguramente su trabajo consiste en vigilar esta maldita cosa. Aunque cabe preguntarse por qué no vino nunca la familia del chico a hacer preguntas. Lo normal habría sido que se percatasen de su ausencia.

August no dijo nada. Aún le dolía pensar que habría podido evitar aquella tragedia, si era eso realmente lo que había sucedido.

—Tal vez deberíamos hacer una visita al cementerio antes de que esta dichosa cosa nos derrita vivos —dijo sir Henry, dándole una palmada en el hombro—. Si el chico está en alguna parte, tiene que ser ahí. Y una tumba recién abierta es un buen lugar para empezar, ¿no te parece?

Cinco minutos después, dos ancianos caballeros recorrían con cautela el cementerio situado en uno de los márgenes de Catcher Hill. Ya había anochecido y un espeso manto de nieve cubría todas las lápidas, salvo las más altas.

—¿Dónde crees que lo pondrían? —murmuró August, pateando para combatir el frío.

—A mí me parece que contra el muro del fondo. ¿No es ahí donde acaba la mayoría de los indigentes que nadie reclama?

August asintió con gesto sombrío.

—De acuerdo.

En silencio, pasaron con dificultad por entre los ventisqueros hacia el muro bajo de piedra del rincón más alejado. Allí, tal como sir Henry había predicho, se extendía una hilera de delgadas cruces de madera que asomaban por encima de la nieve.

—«Fletcher, caballero sin domicilio fijo»… «Hannah Drew, pisoteada por un buey»… «Martin Round, se cayó bajo el hielo, nunca se le encontró»…

August quitó frotando la nieve y miró con detenimiento una cruz más grande que las demás.

—«Alice Simkins, Merry Simkins, Patience Simkins, George Simkins, Samuel Simkins, ¡muertos de tifus la misma noche! A la edad de nueve, siete, cinco, tres y un años»… Pequeños desgraciados —murmuró. Los nombres grabados en la madera desnuda empezaban ya a borrarse—. Supongo que no pueden permitirse nada mejor.

Sir Henry no respondió. Había avanzado hacia otra pequeña cruz de madera apoyada directamente contra el muro de piedra. Tras limpiar la nieve con el guante, observó que no llevaba mucho tiempo en el suelo.

—Echa un vistazo a esto.

August se arrodilló junto a él y miró con detenimiento las letras escritas con tinta roja.

—«Muerto por un rayo, 15 de diciembre de 1899. Conocido solo… ¿por Dios?».

—La fecha es correcta. Pero ¿era un hombre, una mujer, un niño, una niña?… —Sir Henry se rascó el mentón—. Diría que es una omisión deliberada. Hasta un gato tiene la dignidad de ser llamado gato.

Los dos ancianos se quedaron mirando en silencio la pequeña cruz de madera. Un viento recio soplaba desde el estuario, formando pequeños ventisqueros en el suelo.

—Podríamos desenterrarlo.

—No seas ridículo —bufó August, horrorizado—. Creo que tiene que ser él, ¿no? Probablemente Rainbird tiró el cadáver a la puerta de la iglesia y luego escribió él mismo esas palabras. Es demasiado anónimo para ser cualquier otra cosa.

Sir Henry sacudió la cabeza con desconfianza.

—He de decir que sigue pareciéndome una coincidencia extraordinaria. Que el chico decidiese refugiarse precisamente en ese árbol y levantarse justo en el instante en que cayó el rayo, llevándose el golpe que habría destruido a la reina… ¿No resulta todo demasiado… certero?

—Escucha, sospecho de las coincidencias tanto como tú —murmuró August—. Pero aquí está la prueba. ¿Cómo lo explicas si no?

Ese chico, fuera quien fuese, un niño abandonado al que nadie reclamó, de cuya ausencia no se percató nadie, es la única razón de que Scarazand siga existiendo.

Durante un rato, se quedaron mirando la tumba en silencio.

—Es una lástima, ¿verdad? —murmuró sir Henry por fin—. Casi cabe preguntarse si no sería sensato, teniendo en cuenta todo lo que pasará a partir de ahora…

—Lo sé —murmuró August—. Si hubiese alguna forma de impedir que trepase a ese dichoso árbol…

—Mejor aún sería convencer a alguien que ya estuviese aquí de romper esa tapa con un hacha, solo para asegurarnos.

—Desde luego.

Los dos viejos amigos se miraron un instante. Cada uno sabía con exactitud a qué se refería el otro.

—Pero eso sería infringir la regla principal. No se puede jugar con el pasado, August, está absolutamente prohibido. Lo cambiaría todo.

August frunció el entrecejo.

—¿De verdad? No veo cómo iba a verse perturbado nada en la superficie. Un chico seguiría llegando a la casa y encontrando el camino hasta el bosque, y por supuesto un rayo seguiría cayendo en ese árbol. Sin embargo, en lugar de alcanzar al chico, exterminaría la vasta colonia de Scarazand que lleva miles de años oculta ahí abajo. No cambiaría nada más.

—Pero ¿y esto? —dijo sir Henry, señalando la tumba—. Alguien va a morir de todos modos, ¿no es así? ¿O estás diciendo que ignoremos eso?

August negó despacio con la cabeza.

—No tendremos que hacerlo, porque me temo que morirá un chico.

—Pero Tom no tiene por qué ser alcanzado por el rayo, ¿no?

—No… pero hará lo que haga falta para destruir Scarazand, sin pensar en las consecuencias. Sabe cuáles podrían ser.

Sir Henry lo entendió. Pero nunca había imaginado que August pudiese ser tan despiadado.

—Es un precio muy alto.

August asintió con gesto sombrío.

—Pero es la única forma de poder destruir Scarazand. Y eso es lo que él quiere, ¿no?

Sir Henry miró la luna moviéndose entre los árboles.

—Pues debemos encontrarlo, traerlo de vuelta aquí, a aquella noche en concreto, para que responda a tu anuncio en el periódico.

—Cosa que, suponiendo que no haya perdido esa pequeña magnetita, debería poder hacer con mucha precisión… a diferencia de nosotros.

Sir Henry sonrió abiertamente; ya disfrutaba al pensar en el reto que les esperaba.

—De acuerdo. Pero hay otro problema, un problema bastante importante: suponiendo que Tom no haya salido ya por ese conducto de ventilación, se dispone a tomar parte en la mayor batalla que se haya librado jamás.

—Oh. Sí. Se me había olvidado. —August enarcó una ceja para crear más expectación—. Pero eso es bueno, ¿no?

—¿De verdad?

—Sabemos exactamente dónde encontrarlo. Porque solo hay un lugar en el que pueda estar.