20
Rey de la luna

El vagón dorado se detuvo chirriando. Las puertas se abrieron con un fuerte silbido. Al apearse, Tom se encontró al final del túnel. Más allá, había un trozo de chapa ondulada apoyada de cualquier manera contra la pared y un gran insecto de ojos de color rosa agazapado encima. Echó un último vistazo al vagón. Allí yacía don Gervase Askary, rodeado de un desorden de cristales rotos y muebles volcados, atado de pies y manos con tanta fuerza como Tom se había atrevido a usar. Y allí estaba la pelota-escarabajo, aún trabada bajo aquella fina antena de acero dentro de sus dedos… Si hubiese algún modo de…

—No debes hacerlo —masculló la tigresa—. Ni se te ocurra. Vete ya.

Tom se preguntó si no estaría cometiendo un error colosal.

—De acuerdo. ¿Y tú?

La tigresa lo miró con sus ojos del color de las llamas.

—No seas sentimental. ¿Qué puede hacerme? Llevo unos cuantos años muerta.

—Adiós, pues.

—Buena suerte, Tom Scatterhorn. Vas a necesitarla ahí abajo.

Ignorando la fría mirada del insecto, Tom Scatterhorn pasó por detrás de la chapa ondulada y se encontró en un estrecho saliente de roca. Más allá había un fino puente de piedra que descendía vertiginosamente en espiral hasta la oscuridad. Tom conocía ese lugar: ya había estado allí. Ese era un tentáculo del gran laberinto oculto construido por los escarabajos de Scarazand, que los protegía y los conectaba con todos los lugares y épocas… Tom tuvo la clara sensación de que aquella era la entrada privada de don Gervase. Bien, al menos podía llevarlo allí un poco más deprisa…

Durante cinco minutos confusos, Tom se adentró a toda prisa en la oscuridad con los ojos fijos en el camino, que dibujaba una elegante curva a través de la maraña de puentes blancos que se alejaban serpenteando en todas direcciones. Era vagamente consciente de la presencia de insectos y hombres que se movían por encima y por debajo de él, pero no se detuvo a mirarlos o llamar su atención: su mente estaba concentrada en una sola cosa, colarse en la gran ciudad de Scarazand pasando desapercibido y subir a través de la buhardilla del palacio hasta el conducto de ventilación… El camino empezó a ascender por fin y, tras atravesar una pared de roca, Tom entró en un corto túnel que acababa en un círculo de luz blanca. Había llegado el momento de la verdad… Tom aminoró la velocidad de forma instintiva, escuchando el caótico alboroto del abismo que había más allá, el retumbar de millones de patas puntiagudas contra la piedra, el silbido y zumbido de los insectos y el profundo e implacable latido de la reina, que empezaba a palpitar con fuerza en su cerebro.

Y luego, de pronto, allí estaba todo, extendido ante él exactamente como recordaba. Una vasta cueva en cuyo centro se hallaba Scarazand, una columna de roca que los escarabajos habían ahuecado e infestado durante miles de años. En torno a sus flancos, cientos de estrechísimos puentes se extendían hacia las paredes de la cueva, y cada uno de ellos estaba atestado de vida: insectos, escarabajos, híbridos, hombres y mucho más… Tom razonó que sería fácil esconderse entre toda aquella gente. Nadie se fijaría en él allí abajo, y entonces… Tom miró con los ojos entornados la desvencijada ciudad que se aferraba precariamente a los confines superiores de la roca. Encima de ella, casi en el punto en el que la columna negra se estrechaba hasta convertirse en un pincho y tocaba el techo de la cueva, había una maraña de tejados que se extendían como alas de murciélago… Aquel debía de ser el palacio, justo allí arriba, en la misma cima. Y en la parte más alta Tom pudo distinguir una ventanita redonda bajo el alero, como el ojo de una serpiente. Aquel era su objetivo…

—¡Oh!

Tom retrocedió sobresaltado cuando una góndola negra apareció ante él. Se parecía un poco a un teleférico. Había dos asientos de terciopelo en el interior. ¿Debía subir? Eso era evidente. ¿Significaba que lo habían visto? Quizá… Tom se dijo que no pasaba nada. Podía ser una especie de máquina automática, y podía ahorrarle tiempo… Tom ocupó su lugar con vacilación y observó que bajaban desde arriba dos largas palancas, extendiendo unas gomas elásticas que parecían de gelatina a cada lado de la góndola. Las gomas crujieron y zumbaron. La góndola salió despedida como una piedra de un tirachinas y sobrevoló el abismo en dirección a la ciudad. Abajo, la gente alzó asombrada el rostro para ver la negra silueta que pasaba silbando por encima de sus cabezas. A Tom no le costó imaginar el placer de don Gervase al ver a sus súbditos desde ese ángulo; de hecho, era probable que hubiese inventado aquel sistema justo con ese fin… En un momento la góndola había planeado hacia un largo balcón. Cuatro figuras envueltas en capas se adelantaron subrepticiamente para agarrar el artilugio y depositarlo con suavidad en el suelo.

«Recuerda quién creen ellos que eres. Recuerda lo que se espera de ti.»

—Gracias —dijo Tom, bajándose de un salto con determinación.

Las figuras oscuras dieron un respetuoso paso atrás. Eran altas, y estaban demacradas y totalmente ocultas dentro de sus gruesas capas negras, que llevaban la misma insignia roja. Podían ser hombres o podían ser insectos; era imposible saberlo. Skrolls. Tom recordó de pronto su nombre: la odiada policía secreta de don Gervase. Echó un vistazo al palacio, en las alturas. ¿Se atrevería a pedirles que lo llevasen allí arriba? Podía intentarlo…

Un hombre con un pulcro uniforme negro y dorado apareció en el umbral; sus pequeñas gafas redondas lanzaban destellos.

—Excelencia, de haberlo sabido habría estado más preparado. El tiempo no está de nuestro lado. Los exploradores que envió acaban de regresar y…

El doctor Culexis se detuvo a media frase al percatarse de que Tom estaba solo. Miró con furia la góndola vacía y luego volvió a clavar la vista en el chico.

—¿Qué es esto? —exigió saber—. ¿Dónde está don Gervase Askary?

—Está liado. Re-retrasado. Quiero decir… que va a retrasarse.

—¿A retrasarse? —El fino bigote rojizo del doctor tembló. El hombre dirigió a Tom una mirada acusadora—. ¿Y por qué motivo se retrasa?

—Ha visto su informe acerca de una fuga en alguna parte y ha dicho que quería comprobar algunos hechos —improvisó Tom—. Me ha dicho que me adelantase y preparase a la colonia para… para todo aquello para lo que debemos prepararnos… No tardará en estar aquí.

El doctor Culexis no parecía nada convencido.

—Pero ¿ha leído mi informe?

—Por supuesto. He visto que el propio Rainbird se lo entregaba.

—Entonces, ¿qué más quiere comprobar? Todo estaba ahí dentro.

Tom se encogió de hombros. No podía hacer otra cosa para responder a su mirada suspicaz.

—¿Es esto alguna clase de broma?

Se oyó un grito ahogado y Tom se volvió: una nube de insectos se extendía entonces contra la pared de la cueva como si fuera un vasto telón. Tras titilar un momento, la superficie, de un brillo trémulo, formó la cabeza de don Gervase Askary, sonriente y parecido a un muñeco de cera.

—¡Un líder! —bramó una voz.

Una ovación automática se alzó desde abajo. La cara se disolvió, y Tom vio horrorizado que era sustituida por él mismo, vestido con aquella magnífica armadura de pinchos.

—¡Un paladín! —volvió a bramar la voz.

Se produjo una ovación aún más fuerte.

—¡Para dirigirnos en una batalla! ¡Una batalla para poner fin a todas las batallas! ¡Para decidir el futuro de todas las cosas!

Enorme ovación.

—¡Mañana! —Los millones de seres que miraban desde abajo guardaron silencio—. Nos atacarán al alba. Desde el valle que está más allá de la puerta del norte.

—Entonces, ¿seguro que es mañana? —balbució Tom, tratando en vano de parecer despreocupado.

—Sí —le espetó el doctor Culexis irritado—. Los exploradores acaban de regresar y lo han confirmado. Por eso era imprescindible que emitiese esta declaración, a pesar de que…

—¡Disponeos a defender vuestra colonia! —bramó la voz, resonando en toda la cueva—. ¡Disponeos a defender Scarazand! ¡Armaos!

Se oyó un clamor, y los silbidos y ruidos se reanudaron, tornándose casi ensordecedores.

—Debemos estar allí al amanecer. Francamente, el líder tiene mucho que organizar. Aparte del pequeño asunto de… —El doctor Culexis le lanzó una mirada cargada de veneno—. Supongo que hasta tú comprendes lo que esto significa, ¿no?

Tom sonrió azorado.

—Por supuesto.

—Bien. Pues entonces, más vale que te prepares. —El doctor Culexis chasqueó los dedos. Un skroll se acercó—. Acompáñalo a su habitación —ordenó—. Salvo que su señoría prefiera tratar de encontrarla él solo.

Tom ignoró el mordaz comentario y, con una sonrisa decidida, se fue directamente hacia el umbral. ¿En qué mundo acababa de meterse? Culexis lo sabía, tal vez lo supiesen todos…

En el camino, Tom seguía con dificultad el oscuro laberinto de pasadizos que parecían idénticos entre sí. Tom no tardó en desorientarse del todo. ¿Subían, bajaban, caminaban en círculo? El skroll no iba a decírselo. La criatura lo seguía subrepticiamente como una sombra constante. Tom intuyó que sería capaz de saltar desde el borde de un acantilado si él así lo decidía… Al doblar un recodo, se sintió aliviado de encontrarse al fondo de una alta sala abovedada rebosante de actividad. Había oficiales que llevaban pilas de instrucciones, soldados que empujaban carritos cargados de ballestas, insectos que acarreaban catapultas y otros artilugios extraños… Desde luego, la colonia se preparaba para la batalla, y Tom se metió entre la multitud a toda prisa y con gesto resuelto, leyendo los carteles de las puertas: Ministerio para la Duplicación, Ministerio para Venenos, Ministerio para la Reparación, Ministerio para la Pulpa… ¿Dónde estaba el palacio?

—Ajá, regresa el famoso guerrero, y me han dicho que con más cabelleras, ¿no es así?

Una figura familiar cruzó el caos a grandes zancadas, con un montón de delgados gusanos rojos enroscados alrededor de su sombrero de ala ancha. Era Gord, el director del estadio. Tom lo reconoció: lo había visto en su última visita.

—Excelente caza, excelente —comentó el hombre, sonriendo de oreja a oreja y estrechando con fuerza la mano de Tom.

Tom se esforzó al máximo para sonreír al grupo de jóvenes soldados de caballería que le seguían los pasos. Todos llevaban botas de caña alta y gruesos trajes acolchados. Sus rostros eran un mosaico de cortes y puntos de sutura.

—Buen trabajo, excelencia —dijo la chica que estaba en el centro. Llevaba la cabeza rapada y parecía conocerlo bien—. Entonces, ¿de verdad había cincuenta cadiscápulas?

Tom asintió vagamente con la cabeza: era evidente que habían leído el periódico de la tarde.

—Bueno… estaba oscuro y no vi gran cosa. Quizá.

—¿Quizá? —La chica miró a los demás y soltó una risita. Era evidente que no esperaban semejante modestia—. ¿Es que perdió la cuenta?

—Quiero decir que quizá había más.

—¿Más?

—Sí. Muchas más.

—Vale —dijo la chica, riéndose y dándole una palmada en la espalda.

Tom también se rió, pero por dentro estaba a punto de estallar. «Muéstrate más seguro… arrogante. De lo contrario esto nunca saldrá bien.»

—¿Tiene ganas de que llegue mañana, señor? —preguntó uno de los chicos.

—Desde luego.

—Estamos ansiosos, ¿verdad? —dijo Gord, riéndose tontamente—. Y lo mismo les pasa a las latiguillas. Ululan y resoplan en sus establos. Ha dejado de gustarles su comida. Tienen olfato para un buen espectáculo, ¿no? Pero así es la caballería: ¡huele la sangre antes de verla!

Tom asintió con la cabeza. Solo tenía una vaga idea de lo que estaba diciendo el anciano.

—Dicen que lucharemos contra serpientes, tan largas como esta habitación —continuó la chica, emocionada—. Serpientes con aliento de fuego.

—Gorogonás, Viola —corrigió Gord—. Eso es lo que ha dicho Culexis.

—¿Ha visto alguna vez una gorogoná?

Tom asintió con la cabeza, sin darle importancia.

—Unas cuantas veces. No tenemos de qué preocuparnos.

—¿No?

—Son mucho menos peligrosas de lo que parecen.

—¡Sí señor! —exclamó Gord con la respiración entrecortada; estaba claro que aprobaba la despreocupada confianza de Tom—. Entonces, ¿pronunciará unas palabras esta noche?

A Tom se le congeló la sonrisa.

—Esto…

—Lo prometió —añadió Viola.

Gord se acercó tanto que los gusanos rojos enroscados alrededor de su sombrero tocaron el hombro de Tom.

—Unas pocas palabras suyas harán maravillas en la moral de las tropas, señor. Ya sabe que a los híbridos les encanta quejarse, sobre todo la noche antes de una batalla. Y más si se trata de una auténtica batalla.

Tom se encontró con que todos lo miraban expectantes.

—Lo pensaré. Estoy muy ocupado. Ya sabéis… La batalla y todo eso.

—Desde luego que lo sabemos, señor —dijo el viejo Gord, guiñándole el ojo y enseñando todos los dientes con una sonrisa mientras se llevaba a sus tropas—. Ahora no olvide engrasar esa visera. ¡Y afilar esa espada!

—Adiós —se despidió Viola, agitando la mano.

Tom giró sobre sus talones con el corazón acelerado. Todo estaba sucediendo tan deprisa… Si no se andaba con cuidado, iba a verse arrastrado al corazón de aquella batalla sin darse cuenta. Y no se trataba solo de él…

—Necesito subir al palacio al instante —le exigió al corpulento skroll que seguía rondando detrás de él—. Me conducirás a través de esta chusma.

—Señor…

El skroll se inclinó obediente y echó a andar hacia la ancha escalera del fondo. Tom mantuvo la vista al frente, rehuyendo las miradas de admiración que le lanzaban desde todos lados. Sin embargo, no pudo evitar sentirse vigilado… Por fin llegaron a las escaleras, pero apenas habían subido un par de peldaños cuando Tom se fijó en una especie de alboroto en la parte superior. Alzó la vista. Allí estaba el doctor Culexis, rodeado de un grupo de skrolls. Daba órdenes y señalaba frenético a Tom. A su lado estaba Ern Rainbird…

Tom notó la tenaza del miedo en el estómago. ¡Rainbird! Debía de haber regresado a Scarazand por algún otro camino… ¿Habían encontrado el vagón? Sin duda, ya no tardarían mucho… Rainbird y tres skrolls se abrían paso hacia él entre la multitud.

—La verdad… la verdad es que vamos a tardar demasiado. ¿No podemos subir por otro lado?

—¿Desea mi señor el ascensor privado?

—Sí. Deprisa.

El skroll se inclinó, y para alivio de Tom volvió a bajar las escaleras y se movió con furtiva rapidez hacia una arcada situada al otro lado de la sala.

—Señor… —siseó mientras mantenía abierta una portezuela.

Tom se sentó al instante en el único banco de madera y esperó.

—No quiero que me molesten, ¿entiendes? No quiero que me moleste nadie.

El skroll se inclinó de nuevo.

Tom vislumbró el rostro sombrío de Ern Rainbird avanzando a través del gentío.

—¿Por qué no se mueve?

—Dé un golpe para la sala de gráficos, dos para la biblioteca y tres para las dependencias priv…

Los golpes del talón de Tom interrumpieron a la misteriosa criatura, y al instante se oyó mucho alboroto debajo. Algo invisible lo empujó verticalmente a gran velocidad por el oscuro hueco de piedra. Instantes después, Tom se detenía mareado ante una puerta ornamentada. Miró abajo y sintió vértigo, pero se puso de pie y bajó de la plataforma.

—No te vayas a ninguna parte —le dijo a lo que se ocultaba debajo del asiento, fuera lo que fuese—. Es una or…

Demasiado tarde. El ascensor volvió a caer en las tinieblas. ¿Qué significaba eso? Tom prefirió no pensar en ello. Cruzó la puerta y se encontró en un gran vestíbulo con las paredes espejadas. Todo estaba oscuro y silencioso: allí no había nadie. ¿Era aquel el lugar adecuado? Desde luego, parecía un palacio. La buhardilla situada encima del dormitorio de don Gervase… Tom esperaba sinceramente que Lotus estuviese en lo cierto. Con cuidado, atravesó una habitación vacía y dorada tras otra, con las paredes cubiertas de espejos y de tapices. Todo aquello tenía tan poca vida como una casa de muñecas. Hasta era posible que don Gervase no subiese nunca allí… Tom llegó por fin a un par de puertas altas y, tras abrir una, se encontró en una habitación tan ornamentada, pulcra y simétrica como las otras… Sin embargo, en el centro se hallaba una cama negra y tallada. Y en un rincón había una ventanita circular. Al mirar al exterior, Tom vio los tejados que se amontonaban muy abajo. Aquella debía de ser la ventana que había divisado en la misma cima de Scarazand , el ojo de la serpiente… Tenía que serlo. Pero ¿cómo subir?

Directamente encima de la cama colgaba una gran araña de cristal. Podía intentarlo… pero eso significaría… Tom empujó sus escrúpulos hasta el fondo de su mente. No tenía tiempo para sutilezas. Solo importaba una cosa. Tom se apresuró a cerrar la puerta y apoyó una silla bajo el picaporte para que no se abriera. Luego cogió otra y, tras colocarla sobre la cama, se subió a ella y agarró la araña de luces. Levantó las piernas tirando con fuerza, se retorció, le hizo dar vueltas y más vueltas…

—Vamos —murmuró, sacudiéndola de un lado al otro. Algo crujió arriba, un chasquido, un desgarrón, y luego…

De repente, Tom cayó sobre la cama, y la araña se hizo añicos a su alrededor. Bolas de cristal rebotaron por todo el suelo y el aire se llenó de polvo… Sin embargo, cuando alzó la vista, vio un agujerito redondo en el techo… ¡Lo había conseguido! Al instante, Tom volvía a estar de pie en la silla intentando subir hasta las vigas del techo… «Y ahora, ¿adonde?» Las vigas se abrían en círculo desde una columna de roca negra… Aquel debía de ser el muro exterior de la chimenea, así que, ¿cómo se había metido allí Zumsteen? Seguramente hizo un agujero… Después de atravesar las gruesas vigas de madera, Tom alcanzó el muro circular. Apenas veía nada, pero cuando pasó las manos por la superficie notó una zona que parecía áspera, quebradiza y tibia, como si fuese papel… ¿Una reparación? Sin pensar, Tom la atravesó con el codo. Una densa voluta de azufre entró al instante en la buhardilla…

A Tom le dio un vuelco el corazón… ¡Lo había encontrado! ¡Justo encima de la propia cama de don Gervase! Lotus tenía razón. Nadie se atrevería a hacer eso… nadie salvo Nicholas Zumsteen. Sin apenas poder creer que lo había encontrado, Tom se tapó la nariz y se asomó al profundo pozo. Centenares de metros más abajo se hallaba la gran reina blanca, del tamaño de un submarino, palpitante, reluciente, envuelta en gases… El latido en la cabeza de Tom era ensordecedor, pero se obligó a alzar la vista… ¡Sí! Un pequeño círculo de luz, aunque ya no era tan pequeño ni se encontraba tan lejos… ¿Qué altura había? Treinta metros, quizá menos… La roca estaba marcada por agujeros y salientes. Podía hacerlo, igual que lo había hecho Zumsteen; podía ignorar el aire cargado y palpitante, subir por el conducto de ventilación y buscar alguna forma de poder detener todo aquello antes de que…

De pronto, una puerta se abrió de golpe bajo sus pies. El ruido fue tan fuerte que Tom dio un bote. Miró el agujero del techo. Oyó pisadas que se aproximaban, y también voces ahogadas.

—Está aquí dentro —masculló la voz grave de alguien que golpeaba enfadado la puerta del dormitorio—. Se ha encerrado.

Aquel era Ern Rainbird. ¿Quién iba a ser si no? Volutas de gas amarillo y empalagoso pasaban flotando… «No pienses en él, vete, Tom. ¡Ya!» Tom estiró ambas manos y se agarró al saliente más cercano. Parecía seguro… «No mires abajo… Hagas lo que hagas, no mires abajo…»

—¿La echamos abajo, señor? —siseó una voz.

Hubo un silencio. Tom salió muy despacio al abismo aguantándose con las puntas de los pies. «No mires abajo…» Obligándose a mirar aquel resquicio de luz, empezó a subir…

—¿Señor?

—Está bien.

El choque arrancó ambas puertas de sus bisagras. Tom cerró los ojos. El estruendo dentro de su cabeza era tremendo. Mano derecha. Mano izquierda. Sigue subiendo…

Un vozarrón retumbó en las dependencias:

—¡Rainbird! ¡Rainbird! ¡Ernest Rainbird!

En ese momento, Tom resbaló. Desesperado, recuperó el equilibrio. No, no podía ser… Lanzó una mirada de terror a la abertura del suelo. La cabeza empezó a darle vueltas… alto, muy alto… No podía mover los dedos. Los brazos se le habían quedado bloqueados de pronto. El miedo lo paralizaba, pegándolo a la pared…

En el dormitorio se había desatado el caos. El grupo de skrolls se apartó nervioso de las puertas rotas, ocultando a toda prisa las hachas debajo de las capas. Ern Rainbird se apresuró a meter a patadas tantas bolas de cristal como pudo debajo de la cama.

—Yo hablaré —susurró—, estamos actuando bien, chicos, no os preocu…

—¿Qué significa esto? —exigió saber don Gervase Askary mientras entraba en la habitación a grandes zancadas.

Tenía un largo corte en la frente y su cara aparecía pálida de ira.

—Señor, debo explicarle…

—Desde luego que debes. ¿Por qué habéis echado abajo la puerta de mi dormitorio?

—Nosotros… Ha habido un…

—¿Por qué habéis arrancado esa araña?

Ern Rainbird sonrió desesperado, encogiéndose ante su amo.

—Señor, no es lo que usted cree…

—¿Vas a decirme lo que yo creo?

—No, no, no. Yo…

—Entonces, ¿cómo es que estáis destruyendo mis dependencias privadas?

—Porque… porque, o sea, el doctor Culexis ha dicho que…

—Suéltalo ya, Rainbird.

—Ese Scatterhorn, excelencia, el auténtico, se ha fugado y…

—Tonterías. Chorradas. Majaderías.

A Ern Rainbird se le desorbitaron los ojos de confusión.

—Señor, se lo ruego, entienda por favor que…

—Eso es todo.

Boquiabierto, Ern Rainbird se quedó mirando a su amo. ¿Acaso no había leído el informe del doctor Culexis?

—Pero el doctor Culexis…

Don Gervase ladeó la cabeza y esperó. Ern Rainbird agitó un dedo hacia la puerta y luego señaló hacia el agujero del techo.

—El chico. Está escondido. Ahí arriba.

—Sal de aquí ahora mismo, Rainbird, y considérate afortunado si no te mando a la cárcel en castigo por este vandalismo injustificado.

Ern Rainbird parpadeó.

—Pero solo estaba…

—No voy a pedírtelo otra vez.

La voz de don Gervase rezumaba tanto veneno que las palabras más parecían gotearle de los labios. El bajo y robusto sicario se quedó inmóvil. Vio la pelota-escarabajo girando entre los dedos de su líder.

—¡FUERA DE MI VISTA!

Al cabo de un instante, Rainbird y su pandilla se lanzaban hacia la seguridad del vestíbulo y bajaban las escaleras con gran estruendo. Don Gervase clavó sus lechosos ojos verdes en el agujero del techo.

—Eso no ha sido muy inteligente, chico.

Silencio.

—Y ahora me obedecerás.

Unos segundos después, Tom Scatterhorn cayó de cabeza por el agujero y rebotó en la cama. Al alzar la vista, aturdido, vio a don Gervase Askary junto a la ventana. Una cruel sonrisa asomaba a sus labios.

—Conque buscabas el modo de subir al conducto de ventilación observando desde dentro. Muy ingenioso. Pero tú no tienes el cerebro necesario para planearlo, chico. ¿Quién te dio la idea?

—Lotus —masculló Tom, incapaz de contenerse.

—Por supuesto, Lotus Askary. Y supongo que también te diría que fue así como lo hizo mi hermano. Entiendo. Y te cambiaste por el eco en la pequeña fiesta nocturna de Golding Golding. En ese estanque, ¿verdad?

Tom asintió.

—Y una vez subieses por el conducto de ventilación, ¿qué tenías previsto hacer?

—No lo sé.

—¿Cómo? ¿Que no lo sabes? —dijo don Gervase—. ¡PEQUEÑO IDIOTA! —gritó la voz en su cabeza—. ¿CÓMO TE ATREVES?

Tom trató de taparse las orejas. El ruido resultaba abrumador, como si fuese un cuchillo caliente que le apuñalase el cráneo…

—¿Y Catcher y Scatterhorn? ¿Te están ayudando en esto?

Tom negó con la cabeza.

—¿No? ¿Nicholas Zumsteen, entonces?

—El no sabe nada.

Don Gervase sabía que el chico no tenía más remedio que decir la verdad… si servía de algo.

—Huir antes de la batalla… Nunca te tomé por un cobarde, Tom Scatterhorn. Arrogante y desobediente sí, pero cobarde no. —Don Gervase hizo una pausa para mirar el caos que se desataba debajo de ellos—. El doctor Culexis estaba en lo cierto, claro, y también Ern Rainbird. Ellos saben muy bien quién eres. Solo tratan de protegerme. Cualquier otra noche no estaríamos montando esta escena. Ya te habría matado sin pensármelo. Pero ahora, por desgracia, es demasiado tarde.

Se volvió y vio al chico acurrucado en la cama, tapándose las orejas.

—Solo faltan unas horas para la batalla de la que intentabas escapar, y ni siquiera yo soy tan insensato como para privar a Scarazand de su valiosa mascota. —Escupió la palabra como si quemase—. Puede que me odien, pero a ti te quieren. Así que tendré que conformarme contigo, chico. Ahora levántate. ¡LEVANTATE!

Tom se levantó, tambaleándose atontado, y se encontró con el rostro escurridizo y pálido del glorioso líder a pocos centímetros del suyo.

—Ahora escúchame bien, Scatterhorn. De ahora en adelante no eres el fideo raquítico y desagradable que pareces ser. Eres algo mejor. Eres el paladín del pueblo. Has ascendido de sus filas, has demostrado ser un gran combatiente. Mañana por la mañana, al alba, serás un ejemplo para ellos. Lo cual significa que harás todo lo posible para protegerme. ¿Lo entiendes?

Tom miró a don Gervase, aturdido y con la cabeza dolorida.

—¿Sí o no?

—¿Por qué ha hecho esto? ¿Qué sentido tiene convertirme en una especie de héroe?

La pregunta irritó a don Gervase más de lo que podía expresar. Y pensar que su destino, ¡su destino!, estaba íntimamente relacionado con aquel odioso chico de trece años…

—Son esos cuadros, ¿verdad?

—¿Cuadros?

—Los cuadros de Betilda Marchmont. Le asusta que ella pudiese haber visto realmente el futuro. Cree que voy a salvarle la vida.

—No tengo la menor idea de a qué te refieres —dijo don Gervase, echándose a reír con aire burlón—. ¿Betilda Marchmont?

—No finja que lo ha olvidado. ¿Por qué, si no, tachó mi cara del cuadro, y también la suya? Tenía que saberlo.

Don Gervase se burló.

—Ah, eso. ¿Crees que doy importancia a los garabatos de una loca?

—Pero esa es la razón de que yo tenga un eco, ¿no? Ese es el motivo. Solo por si es verdad. Lotus estaba en lo cierto. Es usted patético. Pero yo no soy su marioneta. No puede obligarme a morir por usted.

—¿No puedo?

Tom fulminó a don Gervase con la mirada.

—No, no puede, Dorian Rust —gruñó con tono beligerante—. Está solo.

A don Gervase se le congeló la sonrisa. A pesar de todo, Tom percibió que el poder estaba cambiando de manos…

—No pretendas jugar conmigo, Tom Scatterhorn. —El hombre alto entornó los ojos—. Tal vez tengas razón. Tal vez no pueda controlarte como me gustaría. Y si decides no luchar mañana… que así sea. Quédate en la cama. No hay nada que yo pueda hacer. —Don Gervase hizo una pausa que encerraba una amenaza—. Sin embargo, si te niegas a dirigirlos en el campo de batalla, los millones de partidarios tuyos que están ahí abajo quedarán muy decepcionados. Han estado esperando grandes cosas. Si se dan cuenta de que su héroe no es más que un cobarde que tiene miedo de la guerra, de la muerte, en fin… —Don Gervase se apartó de la ventana, y una cruel sonrisa asomó a sus finos labios—. No podré detenerlos. Scarazand puede ser un lugar brutal y salvaje. Te harán pedazos.

Don Gervase fue hasta la puerta y la abrió.

—Piensa en las opciones que tienes, Tom Scatterhorn. Piensa muy bien en ellas.

El glorioso líder obligó a Tom a bajar las escaleras hasta llegar a un oscuro pasadizo. Después de abrir de par en par una puerta de madera áspera, lo empujó al interior.

—Tú —le ordenó al skroll que estaba al fondo—. Que nadie moleste al señor Scatterhorn hasta mañana por la mañana. Doblad la guardia.

—Señor.

Don Gervase le echó a Tom un último vistazo.

—Y hay algo más que deberías tener presente: las gorogonás son criaturas feroces, inteligentes y casi perfectas. No se parecen a nada que hayas visto jamás. Pase lo que pase mañana, te garantizo que necesitarás hasta el último gramo de tu ingenio y astucia solo para sobrevivir. —Don Gervase sonrió amenazadoramente—. Pero, por supuesto, si por casualidad sobrevives… considérate libre. Te libero. Nunca volverás a saber de mí.

Don Gervase cerró de un portazo. Tom escuchó como las pisadas se alejaban con estrépito escaleras arriba. ¿Le creía? Ya no importaba demasiado. Cualquier promesa que don Gervase le hiciera podía no tener ningún valor. Tom se sentó en la cama y los ojos se le inundaron de lágrimas. Enfadado, parpadeó para rechazarlas. Si hubiese tenido coraje para subir por la chimenea, a esas alturas ya se habría escapado y quizá fuese todo diferente… Pero ¿lo sería? ¿De verdad? Desde el principio se había visto arrastrado por la loca confianza de Lotus, por la audacia misma de la idea, pero cuando se trató realmente de subir por el interior de aquella chimenea, tratando de ignorar el sofocante gas amarillo, el martilleo en su cabeza, la reina que palpitaba abajo… había sido como colgarse en el borde de un rascacielos… No pudo hacerlo. Se había quedado paralizado. Había fallado. Tom Scatterhorn se enjugó los ojos y, por primera vez en muchísimo tiempo, deseó ser solo un chico de trece años normal y corriente, y que ninguna de aquellas increíbles aventuras le hubiese sucedido jamás.

Sin embargo, a Tom Scatterhorn no se le daba muy bien compadecerse de sí mismo durante mucho tiempo. Ya había empezado a distraerse con el contenido de aquella habitación. No tenía la menor duda de que era la habitación de su eco. Pero estaba tan ordenada y arreglada como desordenada y caótica estaba la suya. Había una hilera de zapatos bien colocada debajo de la cama. Unos lápices de colores se encontraban dispuestos en orden sobre el escritorio vacío. Colgaban de la pared otros dos trajes de terciopelo gris marengo, idénticos al que llevaba puesto, pulcros e inmaculados. ¿Quién era su eco? ¿De verdad era como él?

En un rincón, solitario, se hallaba un antiguo ropero, revestido de gruesas bandas de acero. Tom abrió la pesada puerta y se quedó embobado. Allí, enmarcada contra el oscuro espacio, se encontraba la armadura más extraordinaria que Tom había visto jamás. Era la Scararmadura; la reconoció al instante. Metió la mano y tocó su reluciente superficie de color negro y oro. Estaba tibia. Miró con detenimiento los centenares de perfiles puntiagudos que formaban el peto, las complicadas capas deslizantes en torno al cuello, y el yelmo, aún más elaborado que en la pintura de Betilda. La visera, en forma de hocico de lobo, llevaba incrustada una serie de dientes de plata. Tom la alzó un poco y se cerró con un crujido. Tenía dos largas rendijas para los ojos, una pronunciada cresta erizada de pinchos dentados, y a cada lado dos cuernos de color rojo y negro, retorcidos y bruñidos. La Scararmadura era complicada, hermosa, aterradora… Pero no era de adorno. La superficie estaba cubierta de diminutos arañazos y abolladuras. Había sido utilizada en batalla; tal vez en muchas batallas…

De repente, Tom se sintió muy intimidado. ¿Y si su eco no era solo una marioneta hueca? ¿Y si había llevado realmente aquella armadura? ¿Y si había luchado con ella puesta? Tom escrutó la oscuridad y sacó la espada de su vaina con mucho tiento. El puño parecía muy usado, gastado. La hoja estaba equilibrada a la perfección. Tom hizo silbar la espada, cortando el aire con rabia; luego, sintiéndose un tanto cohibido, volvió a enfundarla. Al día siguiente, ocurriera lo que ocurriese, le llegaría el turno a Tom. Apesadumbrado, volvió a colocar la espada cuidadosamente en su sitio y cerró la puerta. Y solo entonces se fijó en el cuadradito de papel doblado que estaba encajado debajo…