19
El diablo al que conoces

¡SPLASH! El agua fría abofeteó a Tom y le devolvió el conocimiento. El chico abrió los ojos y se quedó mirando las ramas desnudas de unos árboles contra un cielo oscuro.

—Ya está. Has tenido una buena idea, Gordon.

—Pero mira en qué estado se encuentra. Ahora está empapado.

Tom se incorporó y se encontró sentado en el centro de una plaza oscura. Veía las luces de unos edificios a través de los árboles y oía los sonidos del tráfico en la distancia.

—¿Dónde estoy? —preguntó, tiritando—. ¿Quiénes son ustedes?

Un hombre fornido con un abrigo grueso se inclinó hacia delante. Su cara aplastada parecía demasiado pequeña para su corpulencia.

—Le echaré otro.

—Espera.

Un segundo hombre detuvo con la mano el cubo de agua helada.

—No te busques problemas, Seamus. Solo nos han dicho que lo despertásemos, no que lo ahogásemos. Ten cuidado, hombre.

Seamus gruñó. Desde luego, al chico no le gustaría que lo volvieran a empapar. De hecho, sus ojos oscuros empezaban a parecer muy enfadados.

—Estaba usted roque, señor. Y el señor Rainbird nos ha dado instrucciones de reanimarlo con los medios que fuesen necesarios.

No era nuestra intención ofenderlo, ¿lo entiende?, pero sudábamos tinta. Así que él ha pensado que…

—Lo has pensado tú.

—No es verdad.

—Los dos hemos pensado que era nuestro último recurso.

Tom se quedó mirando a los dos robustos hombres, con los gorros calados hasta las orejas.

—Seamus y Gordon Garnish, señor, a su servicio.

—El señor Rainbird ha sido terminante. Teníamos que despertarlo antes de que usted entrase para no causarle al líder ninguna incomodidad —continuó Seamus cuidadosamente.

—Lo está esperando —añadió Gordon Garnish, alzando la mirada hacia el ático del gran bloque de hormigón iluminado que había al otro lado de la calle.

Tom estaba recuperando rápidamente el conocimiento y recordando lo que acababa de suceder. Aquello era Londres. Dukes Square. Había vuelto a su propia época. Y aquello era el cuartel general de don Gervase.

—¿MIPFI? —dijo Tom, leyendo las grandes letras doradas que colgaban encima de la puerta.

—Eso es, el cuartel general —dijo Seamus alegremente—. Hay que ser muy inteligente para trabajar allí. O haber nacido para eso. O una cosa, o la otra.

Tom se estremeció un poco. MIPFI… Movimiento Internacional para la Protección y el Fomento de los Insectos… Recordaba lo que significaban las letras. Oleadas de hombres y mujeres cruzaban las puertas giratorias. Era justo la clase de lugar sin personalidad ni alegría que siempre había imaginado. Se dio la vuelta y vio la casa cochambrosa de la otra esquina de la plaza. Habían tirado al suelo la puerta principal de una patada, y un par de sombras fornidas merodeaban por la calle, montando guardia. Era así como había llegado hasta allí procedente de la fiesta de Golding Golding… Allí estaba la conexión. Ahora lo recordaba todo. Pero ¿por qué estaban sus padres en la casa? Ellos no sabían nada… ¿Y adonde se los habían llevado a todos? Había demasiadas preguntas sin respuesta…

—Más vale que no lo haga esperar demasiado, señor —dijo Sea-mus con una sonrisa, calándose aún más el gorro—. Ya sabe que no tolera la falta de puntualidad.

—No la tolera —repitió Gordon.

—Sí —dijo Tom, poniéndose de pie con sombría determinación—. Por supuesto. Vamos.

—Hum, quizá… —Seamus vaciló y luego se sacó del bolsillo un fino peine negro—. Solo lo hago para ahorrarle molestias, ¿eh?

Tom lo cogió con recelo.

—Ya sabe cómo es. No aguanta ese pelo suyo, ¿verdad?

Seamus y Gordon observaron con aprobación mientras Tom se apartaba de la cara el enredado pelo rubio.

—¿Así está bien?

—Perfecto, señor, está perfecto —contestó Gordon Garnish, asintiendo con la cabeza—. Está hecho todo un príncipe.

Tom trató de ignorar lo que eso pudiese significar, fuera lo que fuese, y se metió el peine en el bolsillo superior. Sus dedos rozaron un trozo de papel. Un trozo de papel muy bien doblado…

—Por aquí, señor.

Subieron las escaleras de la calle y, tras cruzar las puertas giratorias, entraron en el vestíbulo, muy iluminado. ¿Qué significaba ese trozo de papel?… Un guardia de seguridad se adelantó para impedir que los hermanos Garnish fuesen más allá, pero en cuanto vio a Tom dio un respetuoso paso atrás en silencio. Seamus sonrió con nerviosismo y pulsó el botón del ascensor, que apareció al instante.

—Si se me permite decirlo, sentimos haberlo mojado —susurró—. No era nuestra intención ofenderlo, pero…

—No pasa nada, Seamus —dijo Tom, metiéndose deprisa en el ascensor revestido con paneles oscuros.

Los hermanos Garnish aguardaban ligeramente inclinados, y lo mismo hacían todos los presentes en el vestíbulo.

—Esto… ¿qué planta?

—La de siempre, señor —contestó Gordon, con un gesto de la cabeza.

—Veintitrés —susurró Seamus, tratando de ser útil—. Hay tantas que todos nos desorientamos un poco a veces.

—Gracias.

Tom pulsó el botón y esperó a que se cerrasen las puertas. Los seres grises que se hallaban en el vestíbulo también esperaron, contemplándolo como si estuviese encima de un escenario. ¿Por qué lo miraban tan fijamente? Por fin se cerraron las puertas, y Tom se apresuró a extraer el trozo de papel doblado y a alisarlo con dedos temblorosos. Era una tosca nota escrita con lápiz, apenas legible. Pero la letra habría podido ser suya.

Debo ser cortés.

No debo hacer más preguntas.

Debo tener mucho cuidado con el doctor Culexis.

A Tom se le quedó la boca seca mientras volvía a leer la nota. ¿Eran aquellos los pensamientos de su eco? Eso parecía. Pero ¿por qué estaban allí? Tal vez don Gervase le hubiese dado instrucciones de anotarlos; quizá él mismo hubiese tomado esa decisión… En cualquier caso, era un atisbo de lo que se esperaba de él.

El ascensor frenó hasta detenerse y las puertas revelaron un pasillo poco iluminado al final del cual se hallaba una imponente puerta de caoba. Encima de esta, una lucecita verde parpadeó, haciéndole señas para que avanzase. Tom llamó a la puerta con gesto vacilante.

—Pase.

«Sé más cortés, no hagas preguntas…»

Tras inspirar hondo, Tom se encontró en un amplio despacho gris. La habitación estaba llena de máquinas curiosas, mitad mecánicas, mitad insectos, las cuales zumbaban pulcramente dispuestas en formación en las mesas de trabajo. En el centro había un amplio escritorio de cuero cubierto de montones de informes amarillos.

—Buenas noches.

Tom echó un vistazo a la ancha chimenea de mármol, decorada con escarabajos dorados. Don Gervase se encontraba de pie, dándole la espalda, y aspiraba codiciosamente el calor que salía de las llamas de la rejilla.

—Pareces muy satisfecho de ti mismo.

Aunque estaba de espaldas, Tom se dio cuenta de que don Gervase lo observaba con atención en el amplio espejo cóncavo colgado sobre la repisa. Su gran frente y sus enormes ojos amarillos estaban ampliados hasta parecerse más que nunca a los de un insecto.

—Supongo que ya te encuentras mejor, ¿no es así?

—Mucho mejor, gracias.

—Me alegro. Siéntate. —Don Gervase se volvió hacia él, exhibiendo una amplia sonrisa—. ¿Has visto el periódico de la tarde?

Dando por supuesto que no era así, arrojó hacia Tom un ejemplar. Tom cogió el Scarazand Star y vio una imagen de sí mismo con un pie sobre la cadiscápula. «¡Terror en la selva!», gritaba el titular. «¡Se revela la misión secreta de un chico!», leyó Tom con creciente asombro. Según el doctor Culexis, «amigo de confianza del joven héroe», Tom acababa de regresar de la aventura más peligrosa de su vida. Se había enterado de que Golding Golding, «un enemigo astuto y maquiavélico», estaba trabajando duro en su laboratorio secreto de la selva, «criando una criatura especialmente peligrosa con la que atacar Scarazand. La cadiscápula». El chico había solicitado el permiso del glorioso líder para destruirlas. El permiso le fue denegado. Así que el impetuoso héroe decidió hacerlo solo. Armado «solo con su espada y un montón de astucia», el joven mató a todas y cada una de ellas, sin ayuda de nadie, y luego acabó con el propio Golding Golding. En las páginas dos, tres, cuatro y cinco había más fotos: Tom escalando un acantilado; buceando en el estanque de la selva; enfrentándose a las cadiscápulas en su guarida subacuática; persiguiendo a Golding Golding por una azotea…

—Pero no es verdad —dijo Tom con un grito ahogado, al llegar al final.

—No del todo. Pero para eso están los hechos. El doctor Culexis se ha superado a sí mismo. Cada día crece la leyenda del héroe.

Tom se quedó mirando las fotos. Se sentía muy intimidado. No pudo evitar preguntarse qué sentido tenía todo aquello.

—¿No disfrutas interpretando el papel que te he asignado?

Tom carraspeó incómodo.

—S-sí…, por supuesto.

—No pareces muy entusiasmado. Ni agradecido.

Don Gervase Askary fue hasta la ventana y se asomó a la oscura plaza.

—Eres el héroe del pueblo, chico, el defensor de Scarazand. Muchos matarían por estar en tu lugar. Arrancado del anonimato, capacitado, escogido para llevar la Scararmadura… Ni Lotus Askary mereció ese honor.

Tom sonrió débilmente.

—Quizá no lo quería.

—Yo creo que sí. Más que nada en el mundo. Pero Lotus, mi querida Lotus, era demasiado obstinada, demasiado variable, demasiado impredecible. Nunca le importó si le caía bien a la gente o no, y claro que no le caía bien. Se hizo demasiados enemigos, así que tuvo que irse. Fue así de sencillo. Y, entre nosotros, Lotus jamás habría defendido al glorioso líder hasta la muerte. A diferencia de ti. —Don Gervase se volvió con la mirada ensombrecida—. Y ya no falta mucho.

—¿Cómo dice?

—No, no te has enterado. Pero mientras echabas la siesta han localizado a Nicholas Zumsteen. Estaba incluso en esa fiesta. ¿Puedes creerlo? Al parecer, se disponía a anunciar su ataque inminente contra nosotros. Tal vez incluso mañana mismo.

—¿Mañana? —Tom disimuló su confusión con una sonrisa—. ¿Está seguro?

—Sus gorogonás están a punto de salir del cascarón en un bosque de Siberia. Un espía lo ha confirmado. Y es un excelente lugar para emprender el ataque. Hay allí una montaña hueca, un viejo volcán, que conduce directamente hasta Scarazand. Yo había ordenado taparlo, pero Nicholas se ha dado cuenta de que es muy fácil reabrirlo. Así que, tan pronto como recibamos noticias, tendremos que llegar allí antes que nadie e ir abatiéndolas a medida que salgan del cascarón. Una por una.

Tom miró el fuego sin verlo realmente. Todo estaba sucediendo demasiado rápido, demasiado rápido… ¿Y lo de subir por el conducto de ventilación y todo lo demás?

—Nos espera el combate de nuestra vida, chico. Pronto dirigirás las tropas a la batalla, y será la mayor batalla que se haya librado jamás. ¿No te emociona eso?

—¿Qué? Oh, muchísimo. Yo… lo estoy deseando.

Don Gervase miró a Tom con aire de duda burlona.

—¿Estás dispuesto de verdad a defender a tu glorioso líder hasta la muerte?

Tom no tuvo más remedio que sonreír, presa de la impotencia. Así que Lotus tenía razón, él era realmente una especie de mascota destinada al sacrificio…

—Haré… todo lo que tenga que hacer.

Don Gervase sonrió con generosidad.

—Lo entiendo. Estás nervioso, ¿verdad? No creías que pasase tan pronto. Yo tampoco. Y se espera mucho de ti. Quieres salir airoso. —Hizo una pausa—. A veces yo también siento la carga de la responsabilidad. ¿Qué pasaría si de pronto me esfumase, si cambiase todo esto por la vida de un simple escarabajo pelotero? Esforzarme por abrirme paso entre la porquería… Llevar rodando de un lado a otro bolas de excremento… —Don Gervase rió para sí—. Podría hacerlo… así. —Chasqueó los dedos con brusquedad.

Tom trató de interpretar la expresión de don Gervase. ¿Estaba bromeando? No lo parecía.

—Pero ¿lo haría?

—Claro que no. Sería absurdo. Pero escapar siempre es una opción atractiva, ¿verdad?

Tom se notó las mejillas calientes y no pudo hacer nada para evitarlo.

—No… ahora no, cuando estoy tan cerca de lograrlo todo. —Don Gervase miró por la ventana hacia los fantasmas del pasado, sin ver la plaza—. ¿Sabes?, cuando yo tenía tu edad, veía mis objetivos alineados como árboles caminando con paso decidido hacia el horizonte. Primero, encontrar el elixir. Lo hice. Luego, apoderarme de Scarazand mediante una sangrienta revolución. Lo hice. A continuación, controlar a la reina y hacer de Scarazand la colonia más poderosa que jamás hubiese existido. Lo hice también. Y cuando hube logrado todo eso, me juré que algún día utilizaría ese gran poder para robarle al mundo lo que el mundo me robó a mí.

Tom adivinó a qué se refería. Don Gervase quería venganza, por aquella cruel paliza, por toda la vida que se le negó, por ser Dorian Rust, el huérfano odiado y solitario.

—¿Y cómo iba a hacer eso?

—Oh… Tenía unas cuantas ideas. Todavía las tengo —dijo con una sonrisa. Unas luces iluminaron por un momento sus extrañas facciones—. Nicholas no lo sabe, pero al recoger a esas gorogonás puede que me haya hecho un gran favor. Está a punto de desatar una tormenta que no tiene ninguna posibilidad de controlar. El mundo cambiará, y sospecho que para siempre. Tendré que estar preparado para adaptarme.

Tom no entendió aquellas palabras crípticas, y don Gervase no pensaba explicárselas. Se alejó de la ventana y fue con una sonrisa amistosa hacia la silla en cuyo borde estaba sentado Tom.

—Dime una cosa: entre esa chusma entrometida que hemos capturado había un hombre y una mujer que parecían reconocerte, ¿quiénes crees que eran?

—Hummm… —Tom tosió con nerviosismo. Aquel era un tema sumamente peligroso—. No… no lo sé con exactitud, pero me ha dado la sensación… —Don Gervase lo miró esperando la respuesta—. Me ha dado la sensación… de que estaba conectado con ellos de algún modo.

—¿Conectado? ¿En qué sentido?

A Tom se le aceleró el corazón.

—Solo ha sido una sensación. Como si pudiesen ser… como si yo fuese quizá… pariente de ellos, o algo así. Eso es todo.

Era una especie de representación. Don Gervase consideró cuidadosamente esa respuesta.

—¿Te importaría que los matase?

Aquellos ojos amarillos parecían hincársele en el cráneo. No podía mentir.

—Sí, me importaría. No quiero que lo haga.

Esa respuesta pareció satisfacer a don Gervase. Ya había tenido noticias de ese fenómeno en algunos ecos, una especie de recuerdo antiguo que de algún modo sobrevivía en su interior, a pesar de su duplicación.

—Entonces, ¿no va a hacerlo?

—¿Matarlos? —Don Gervase sonrió—. Todo aquel al que sorprenda planeando asesinarme puede esperar poca compasión. Los han interrogado, y han reconocido trabajar para Golding Golding. Al parecer, llevaban años recogiendo insectos raros y venenosos para que él jugase con ellos.

Tom apretó tanto los puños que se hizo daño. ¿Era esa la verdad? De ser así, ¿por qué no se lo habían dicho?

—De no haber sido por la batalla que se avecina, habrían sido liquidados. Pero resulta que ahora se encontrarán defendiendo Scarazand junto a todos los demás. Necesitaremos a todos los soldados de infantería que podamos conseguir. —Don Gervase sonrió con satisfacción, observando que el chico seguía pareciendo sumamente agitado—. Los padres no son algo con lo que esté familiarizado, pero supongo que ahora soy tu padre, en todo salvo en el apellido. Te he escogido, te he alentado, te he instruido. Así que de ahora en adelante esperaré de ti el comportamiento que debería observar cualquier hijo. ¿Entendido?

Tom seguía tan confuso que apenas podía pensar.

—¿Entendido?

—Sí… claro. Excelencia —añadió.

—«Excelencia.» —Don Gervase sonrió—. Eso está bien, aunque me parece que… «padre» estaría mejor. Puede que no sea del todo cierto, pero te ayudará a entender tu función.

Tom notó los dedos fríos de don Gervase ascendiendo hasta su hombro como un cangrejo e hizo lo posible para evitar estremecerse.

—Muy bien. —No pudo decirlo—. Si quiere…

—Excelente. Bueno. —Don Gervase cruzó la habitación con grandes zancadas en dirección a la puerta—. Creo que ya es hora de que tú y yo regresemos a Scarazand a fin de prepararnos para mañana. Hay que organizar un ejército.

Tom siguió en silencio al hombre alto por el estrecho pasillo hasta entrar en el ascensor. Bajaron a toda velocidad.

—¿Te has olvidado el peine, chico? —preguntó don Gervase, chasqueando la lengua y mirando el pelo de Tom, que a pesar de sus esfuerzos se estaba despeinando rápidamente.

—Me acabo de peinar.

—Pues tendré que volver a hacerlo. Dame. —Tras arrebatarle el pequeño peine, atacó los desordenados rizos de Tom con gesto histérico, engrasándolos con saliva para que el pelo del chico se pareciese al suyo propio. Tom guardaba un hosco silencio, concentrándose en lo posible en la pequeña fila de números que tenía delante. Aguantaría cualquier cosa, siempre que lo llevase al corazón de Scarazand. Debía subir por aquel conducto de ventilación inmediatamente, esa misma noche… antes de la batalla, antes de ser descubierto, antes de que aquel maníaco lo destruyese todo…

—Eso está mejor —masculló don Gervase mientras el ascensor se detenía—. Puedo tolerar muchas cosas, pero el pelo rebelde no es una de ellas. Tendrás que esforzarte más.

Tras volver a ponerle a Tom el peine en la mano, salió del ascensor directamente al andén de una estación de metro. Estaba abarrotado de trabajadores con los abrigos mojados por la lluvia. Nadie se había percatado de la llegada del glorioso líder.

—Ejem.

La multitud reaccionó ante aquel sonido como si hubiese recibido una descarga eléctrica. La gente dio al instante un paso atrás, permitiendo que un par de híbridos se apresurasen a extender una ajada alfombra roja que restalló sobre el borde del andén. Tom se sintió intimidado de repente, al ver que cientos y cientos de ojos amarillentos se volvían hacia él. ¿Podía saber aquella gente quién era en realidad?

—¡Tres hurras por el glorioso líder! —gritó un joven que estaba en la primera fila—. Hip, hip…

—¡Hurra!

—Hip, hip…

—¡Hurra!

—¡Y también por Tom Scatterhorn! Hip, hip…

—¡Hurra!

El andén entero levantó el puño para saludar a su líder. Don Gervase correspondió al saludo inclinando la cabeza con ademán magnánimo.

—¿Lo ves? Tu fama te precede, Tom —murmuró, sin apenas mover los labios—. La gente necesita soñar con héroes, ¿verdad?

Tom sonrió de mala gana y siguió a don Gervase por la alfombra roja. Miró a los hombres y las mujeres, sus jóvenes rostros extrañamente avejentados y agrietados, como la tierra durante la sequía. Aquí y allá una corbata se enderezaba, una chaqueta se abrochaba, un paraguas se plegaba. Tom podía estar de vuelta en su propia época, pero no tenía duda alguna sobre quiénes eran aquellas personas… Sus ojos se encontraron con los de una mujer que llevaba en la mano un ejemplar del Scarazand Star y que lo miraba con los ojos desorbitados, estupefacta.

—Señor, quisiera ser la primera en estrecharle la mano —susurró apasionadamente—. La Revolución necesita más personas como usted.

—Gracias —respondió Tom, un poco incómodo.

Se oyó un fuerte pitido. Al instante, un tren de un solo vagón salió del túnel con gran estruendo y se detuvo chirriando junto a la alfombra roja. El vagón parecía un reluciente gusano dorado, con miles de escarabajos de color negro y oro arremolinados junto a sus costados de aluminio prensado. Se oyó un fuerte silbido, seguido de una exclamación colectiva mientras las puertas dobles se abrían para revelar el interior. No se parecía a ningún tren que la multitud hubiese visto jamás: paredes de terciopelo, hondas butacas de cuero negro, una gruesa alfombra persa, la cabeza de un tigre enmarcada en la pared… Había incluso una chimenea que contenía un pequeño fuego eléctrico. Era como el interior de un joyero e irradiaba un intenso y abrumador olor a chocolate.

—Tú primero —dijo don Gervase con una sonrisa.

El chico se disponía a entrar cuando oyó una voz tímida que susurraba detrás de él.

—¿Señor? Por favor, señor.

Tom se volvió y vio a tres colegialas idénticas situadas justo en el borde de la alfombra. Llevaban copias de la fotografía de Tom y bolígrafos en las manos. Don Gervase enarcó una ceja: era un bonito detalle; el inteligente doctor Culexis había pensado en todo.

—Bueno, adelante —le indicó.

Incómodo, Tom se adelantó y escribió su nombre sobre su propia foto. Las niñas apenas podían contener su emoción.

—Ya está —dijo mientras acababa de firmar la última. Levantó la mano hacia el gentío—. Adiós.

El andén entero le devolvió la sonrisa.

—¡ADIÓS! —gritaron al unísono.

—¡Señor!

De pronto una achaparrada figura familiar apareció sin aliento en el umbral, blandiendo un paquete marrón en la mano. Era Ern Rainbird.

—Señor —dijo con voz áspera—, señor, yo…

—¿Qué pasa, Rainbird? —quiso saber don Gervase, un tanto irritado al encontrarse a su sicario estropeando el momento.

—Esto… acaba de llegar. Para usted. —Tras recorrer con paso decidido la alfombra roja, el hombre hizo una reverencia y luego le lanzó el paquete a su amo—. El doctor Culexis ha insistido en que debía verlo. Tan pronto como… —Ern Rainbird sufrió un violento ataque de tos—. Ejem… Disculpe. No me habría tomado la libertad, pero el asunto parecía sumamente urgente.

—Muy bien —le espetó don Gervase, un tanto perplejo pero sin querer montar una escena. Cogió el paquete—. Gracias, Rainbird.

—Excelencia…

Ern Rainbird volvió a inclinarse y los observó subir a bordo. Las puertas se cerraron con gran estrépito, y Tom sintió que los ojos de lagarto de Rainbird lo taladraban mientras se alejaban a toda velocidad. Algo iba mal; podía intuirlo. Tras sentarse inquieto en una butaca de cuero negro le echó un vistazo al paquete marrón que don Gervase había colocado sobre la pequeña mesa de madera sin darle importancia.

—No te gusta el alcohol, ¿verdad?

—La verdad es que no —respondió Tom, viendo que don Gervase regresaba del aparador con dos esbeltas copas de cristal llenas de un líquido dorado y transparente.

—Puede que esto te haga cambiar de opinión. Aguardiente de miel. Directamente desde la destilería. —Colocó una copa junto a Tom y se sentó en la butaca de enfrente—. ¡Chin chin!

Tom vio que don Gervase daba un sorbo y cogía el paquete, cuyo extremo abrió de un tirón.

—¿Qué es esto?

Don Gervase sacó el informe amarillo y pareció un tanto perplejo al ver el holograma de la cubierta.

—«Fallos de seguridad en Dragonport. Investigación realizada por el doctor K. Logan, director en funciones del centro.»

El miedo le hizo a Tom un nudo en el estómago.

—¿Hay… hay algún… problema?

Don Gervase volvió la página un poco irritado.

—Supongo que debe de tratarse de alguna fechoría.

Tras tomar otro sorbo de su aguardiente, don Gervase Askary empezó a leer. Su expresión no delataba nada. En el vagón reinaba el silencio. Tom se quedó mirando sus zapatos. ¿Qué podía hacer? ¿Era aquello lo que él creía que era? Trató de distraerse paseando la mirada por el vagón, y sus ojos se vieron atraídos por la cabeza de tigre enmarcada en la pared de enfrente. Era vieja, estaba raída y parecía mirarlo a él. De no haber sabido que era imposible, Tom habría podido creer que aquel era el raído y polvoriento tigre asesino del Museo Scatterhorn. Salvo que fuese precisamente eso y don Gervase le hubiese cortado la cabeza para conservarla como recuerdo…

—¿Verdad que es raro que el deseo de salvar el pellejo supere a todos los demás? —preguntó por fin don Gervase con voz atronadora—. A veces me pregunto si yo mismo acabaré gobernando todas y cada una de las partes de este imperio. Incluso esa humilde prisión situada en el fin del mundo.

—¿Y eso por qué? —preguntó Tom con aire inocente.

—Hace tres días ese lugar estuvo inmerso en el caos. Aunque, por supuesto, se me ha ocultado hasta ahora. Hubo un apagón, seguido de una inundación de chocolate, seguida de una pelea de pasteles, y luego unos disturbios a gran escala.

—Oh. ¿De verdad?

Don Gervase siguió leyendo con creciente incredulidad.

—Una tal enfermera Manners se rompió la pierna. Un eco llamado Francis Catchpole se cayó del muro exterior y aterrizó sobre Ebenezer Spong, que murió en el acto. Luego, la furgoneta de un tal señor Vee fue robada dentro del patio por dos reclusos, que la condujeron a toda velocidad por la población, hasta que uno de los ladrones acabó siendo capturado. Pero el otro… —Don Gervase volvió la página. Por un momento, no dijo nada. Una chispa de furia roja bailaba en sus ojos—. El otro consiguió escapar. Nadie lo ha visto desde entonces.

Con supremo esfuerzo, Tom se mordió el labio inferior y no dijo nada. ¿Cómo podía no sospechar? O quizá estuviese empezando a hacerlo… Entonces don Gervase arrojó el informe sobre la alfombra y lo empujó hacia Tom con la punta del pie.

—El doctor Culexis está muy preocupado. El inteligente doctor Culexis. Siempre lleno de inteligentes teorías. Y ahora tiene al viejo Rainbird hecho una furia. Léelo —ordenó.

Tom obedeció y abrió el archivo por el centro. Sintió que se le helaba la sangre. Allí estaba su propia fotografía tomada por el doctor Logan a su ingreso en el manicomio.

—Entonces…, esto…, ¿sabe dónde… dónde está?

—Esa es una excelente pregunta.

Don Gervase se sacó de la manga la pelota-escarabajo y la sostuvo entre los dedos. Tom echó un vistazo a la esfera. ¿Cuánto tiempo tenía? Ninguno. Ningún tiempo en absoluto. Todo se movía ya demasiado deprisa…

—¿Lo reconoces?

Tom esbozó una sonrisa estúpida. ¿Qué otra cosa podía hacer?

—Resulta evidente que es igual que yo.

—Sigue.

—Así que eso significa…

Los lechosos ojos verdes de don Gervase lo horadaron como dos rayos láser. Tom no sabía cuánto podría soportar aquello.

—Somos dos. Él y yo. Él está ahí fuera… en alguna parte. ¿Es eso un problema?

Don Gervase estaba considerando ya las numerosas posibilidades de aquel engaño. Si ese era el auténtico Tom Scatterhorn, ¿cómo había podido cambiarse por su eco, justo delante de sus narices? Tenía que haber sido en la fiesta. ¿Bajo el agua? Probablemente. Pero, entonces, ¿qué estaba haciendo ahí, en ese momento, con él? Debía de querer algo… algo que lo empujaba a arriesgar la vida, y estaba siendo muy insensato, o muy valiente, o tal vez ambas cosas… Don Gervase observó al chico, que lo miraba con aire inocente. Era imposible distinguirlos. Eran idénticos.

—Estás sonriendo —dijo.

—¿Sí?

—¿Por qué sonríes? ¿Creías que te saldrías con la tuya?

Tom vio que don Gervase hacía girar la pelota-escarabajo entre los dedos y notó que una ola ardiente se formaba en su cabeza.

—¡VAS A DECIRME LA VERDAD! —ordenó una voz—. ¡LA VERDAD! —Gritó más fuerte—. ¡LEVÁNTATE!

Tom se quedó sentado y exhaló con fuerza para expulsar el trueno que resonaba dentro de su cráneo. Don Gervase lo miró con frialdad, sin mover un músculo.

—No sé a qué se refiere —susurró.

—¡LEVÁNTATE CUANDO TE LO ORDENO!

La voz gritó más alto esa vez. Tom notó gotas de sudor en la nuca y las mejillas. Sumamente concentrado, se quedó mirando a don Gervase con cara inexpresiva.

—Si supiese a qué se refiere…

—¡QUE TE LEVANTES!

Tom cerró los ojos. El trueno resultaba abrumador. Le temblaban las manos y no pudo resistir más. A pesar de todos sus esfuerzos, era demasiado. Con los ojos apretados, se puso de pie tambaleándose y se quedó allí, esperando. Los labios delgados de don Gervase esbozaron una sonrisa torcida.

—Tom Scatterhorn. ¿A qué estás jugando?

El chico miró el vaso de aguardiente que estaba sobre la mesa.

—¿Qué es esto? ¿Un intento desesperado de matarme? ¿Tienes idea de quién soy?

El trueno empezaba a alejarse. Tom respiró más deprisa.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Tom apretó el puño. Tenía una sola oportunidad…

—¡MÍRAME CUANDO TE HABLO! —gritó furioso don Gervase.

Tom bajó el brazo al instante y arrojó la copa contra la cara del hombre alto.

—¡AHHH!

Don Gervase apenas tuvo tiempo de enjugarse el líquido de los ojos escocidos antes de que Tom llegase al armario y le arrojase la licorera. Don Gervase se apartó bruscamente, y la botella se estrelló contra el fuego, inflamándose.

—Tú…

Tom arrojó otra botella, que esta vez alcanzó de lleno a don Gervase en la frente, luego copas, libros, todo lo que pudo encontrar. .. Sin embargo, el hombre alto seguía de pie, caminando hacia él con los ojos desorbitados.

—Qué insensato… —murmuró mientras la pelota-escarabajo giraba entre sus dedos—. Si sigues provocándome, tendrás que atenerte a las consecuencias…

Tom corrió hasta el otro lado del vagón, tratando de ignorar el trueno que entraba a toda prisa en su cabeza. Sabía lo que significaba esa amenaza… En un instante, don Gervase podía convertirlo en un gigantesco escarabajo negro y matarlo.

—¿Y la batalla? —preguntó jadeante, avanzando despacio a lo largo de la pared—. ¿No quiere que le salve la vida?

—Al diablo con eso. Nunca lo harías.

Desesperado, Tom arrancó un reloj de la pared. Lo lanzó con todas sus fuerzas y logró que don Gervase perdiese el equilibrio. Luego tiró una mesita de una patada y el hombre tropezó. De forma casi accidental, don Gervase se golpeó la espalda contra la pared de enfrente.

—¡Bueno, ya no aguanto más!

Con una sonrisa complacida, don Gervase dio un paso adelante. En ese momento algo duro y frío lo agarró del cogote. Antes de que pudiera resistirse, se vio agitado violentamente de un lado a otro como si fuese una rata. Las mandíbulas de hierro del tigre se le cerraron en torno al cuello y no lo soltaban… Don Gervase le dedicó a Tom una sonrisa extraña. Su cara cambió de color, cubriéndose de manchas rojas y anaranjadas mientras empezaba a hervir por dentro… Tom supo lo que iba a suceder… Se disponía a metamorfosearse… a transformarse…

—¡No! —gritó—. ¡No!

Echó a correr sin pensar un instante y agarró con ambas manos una lámpara de pie que estrelló contra la cabeza de don Gervase. Al instante se apagaron las luces. El tigre soltó al glorioso líder, que se desplomó en el suelo hecho un guiñapo. Hubo un momento de silencio. El vagón seguía avanzando con estrépito en la oscuridad.

—-Justo a tiempo.

Tom alzó la vista. A la luz del fuego vio a la tigresa, que lo miraba fijamente.

—Gracias, Tom Scatterhorn. No tienes ni idea de lo mucho que me ha complacido eso. Eso le enseñará a cortarme en pedacitos. Lástima que no haya podido matarlo y hacerle a todo el mundo un gran favor.

Tom bajó la vista y vio la pelota-escarabajo, aún sujeta entre los pálidos dedos de don Gervase. Un fino tentáculo de acero se había deslizado fuera del puño de su chaqueta y estaba enroscado en torno a ella con gesto protector. ¿Se atrevería a tratar de arrebatársela? Debía intentarlo…

—No es buena idea —le aconsejó la tigresa a Tom, al ver que se disponía a coger la esfera—. Esa es su seguridad. No puedes romperla, y si lo intentas se despertará.

—¿Estás segura?

—Desde luego. ¿No tienes nada mejor que hacer?

Tom miró desesperado la pelota-escarabajo. ¿La necesitaba? No si podía trepar a tiempo por el conducto de ventilación. ¿Podía? Lo ignoraba. Pero si lo atrapaban en ese tren, ya no habría modo de escapar. Don Gervase nunca olvidaría aquello, nunca…

—Ya casi estamos —masculló la tigresa mientras el vagón empezaba a aminorar la velocidad—. Yo que tú me pondría en marcha.